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Veröffentlichungsjahr: 1909
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Crítica literaria: (1864 1871)
Juan Valera
Índice
Cubierta
Portada
Preliminares
Crítica literaria: (1864 1871)
POESÍAS HASTA CIERTO PUNTO
ENSAYOS CRÍTICOS
SOBRE SHAKESPEARE
POESÍAS LÍRICAS
POETAS LÍRICOS ESPAÑOLES DEL SIGLO XVIII
EL DOCTOR FASTENRATH
TRAGEDIA LLAMADA JOSEFINA
FUERO DE SALAMANCA
POESÍAS
GLOSARIO DE PALABRAS ESPAÑOLAS Y PORTUGUESAS DERIVADAS DEL ÁRABE
DE LO CASTIZO DE NUESTRA CULTURA EN EL SIGLO XVIII Y EN EL PRESENTE
NOTAS
Acerca de esta edición
Enlaces relacionados
El singular poeta, cuyos versos, ¡oh, benévolo lector! tienes entre las manos, engañado, sin duda, por la amistad que nos une, desde que éramos ambos dos párvulos inocentes, y por el semi-parentesco que vino más tarde á estrechar aquellos amistosos lazos, ha creído ver en mi un poderoso valedor para con el público, y ha acudido á mi para que yo recomiende y autorice la publicación de sus versos.
Mi vanidad, que es cortísima, no me ciega hasta el punto de hacerme participante de un error tan enorme. Nadie más desengañado que yo del favor popular: nadie más que yo persuadido de lo poco que puedo y valgo. Voy, con todo, á dar gusto á mi amigo, y á escribir en favor de sus extrañas Poesías hasta cierto punto. Si no convenzo á nadie de su bondad con el peso de un nombre autorizado, convenceré á muchos con razones valederas. Así haré, tal vez, un servicio notable á mi amigo, á la literatura patria, y á la gente melancólica y de pocos quehaceres, la cual ha menester, ahora más que nunca, de libros amenos y de buen humor, para sacudir el malo que la tiene desabrida y abrumada.
Lo único que me apesadumbra, al emprender esta tarea, es el tener que desdecirme, el tener que cantar la palinodia, el tener que renegar de cierta doctrina que siempre he sostenido. Yo era, lo confieso, partidario del arte por el arte; yo no creía en la poesía didáctica en el siglo XIX; yo no respetaba aquella sentencia de Horacio, que dice:
Omne tulit punctum, qui miscuit utile dulci,
Lectorem delectando, pariterque monendo.
Pero la atenta lectura de los versos del Sr. Mesía ha venido á convencerme de lo contrario. Ahora ya creo que, en pleno siglo XIX, puede el poeta, como en las edades primeras del mundo, pronunciar oráculos, revelar misterios y mostrar á la errante humanidad los más ocultos senderos de la vida.
Indudablemente, lo que hace más precioso este libro, que tengo la honra de presentar al público, es el abundante tesoro de moral que entre sus chistes encierra. Nunca, en lo humano, se ha ejercido mejor la virtud de la eutropelia, y se ha enderezado á un fin más útil. El Sr. Mesía descubre que es una persona versada, y aun curtida en la filosofía de amor, práctica y especulativa ó teórica, y deja caer de sus labios, ó de su pluma, los documentos más conducentes á llevarse bien con las damas, así en el matrimonio como fuera del matrimonio. Reprende los vicios con una gracia y una suavidad muy á propósito para ponerlos en ridículo y hacernos huir de ellos. Y, por último, enseña cosas de suma entidad é importancia para nuestro mantenimiento y buen régimen, como, por ejemplo, la magnífica Receta de hacer croquetas. Yo puedo asegurar que en mi casa se han hecho muchas veces, siguiendo las prescripciones del señor Mesía, y han salido admirables y deliciosas; han salido como para chuparse los dedos, y perdónese lo vulgar de la frase.
El Sr. Mesía es un poeta didáctico por la intención; más por el sentimiento es un valiente poeta erótico. Erato es la musa que por lo común le inspira. ¿Y qué inspiración tan vehemente, tan animada no es la suya? Ni Anacreonte, ni Safo, ni Tíbulo, ni el propio Juan Segundo, hablaron ó dígase cantaron de amor con más dulzura y con más entusiasmo. La susodicha musa se conoce que aprieta bien las clavijas y que templa y entona de verdad á nuestro poeta. De él se puede decir lo que Lope dice de un héroe de su mejor poema épico:
Vencido de un frenético erotismo
Enfermedad de amor ó el amor mismo.
Y con todo, no hay que alterarse; no hay que recelar, en esta colección de Poesías, ni lo más mínimo que pueda ofender el pudor, por asustadizo, delicado y escrupuloso que sea. En la frase, y más que en la frase en la enjundia, en el fondo, en la substancia, en el sentido intimo y esotérico, nuestro poeta en vez de ser verde, casi se puede afirmar y sostener que es verecundo. El Amor que nos canta es hijo de la Venus Urania, y desciende á este mundo sublunar, desde la rueda tercera, velado en candidísimos y limpísimos cendales. Este Amor baja, sin duda, misteriosamente del empíreo, á inspirar á nuestro poeta, y á revelarle en sueños mil divinas ideas, dándole inspiración con un beso en la frente, como la casta Diosa al hermoso é inocente pastor de Caria. No de otro modo se llegarían á concebir aquellas finuras, y aquellos discreteos y blandos requiebros que dirige el Sr. Mesía á su pupilera doña Dolores; á la jamona,
metida en carne, pero carne buena,
propiedad de un señor seco y pajizo.
y á otras hembras, no menos exquisitas y principales, cuya beldad y cuyas virtudes ensalza, como Horacio las de Glícera, Propercio las de Cintia, Dante las de Beatriz, Petrarca las de Laura, el divino Herrera las de Heliodora, y Beranger las de Liseta.
Hay en el Sr. Mesía una profunda erudición sobre cierto punto, muy digno de estudio; y si quisiese desplegarla, le haría apto para escribir una obra que compitiese con la famosísima C... comedia que el Sr. Usoz ha reimpreso en Londres en el Cancionero de burlas provocantes á risa. Algo de esta erudición se nota ya, aunque muy embozada, en el presente tomo de Poesías. No creo que nadie censure el tenerla y el usarla. Menandro nos contó la vida de Tais, Voltaire celebró á Ninón, Prevost á Manon Lescaut, Víctor Hugo á Marion de Lorme, y el divino Platón inmortalizó en sus versos á la linda Archeanasa. No comprendo por qué, hasta por los españoles, han de ser encomiadas y tenidas casi por personajes históricos, las ninfas ó biches de París; una Cora, una Adela Courtois, una Julia Barucci, y otras por el estilo, mientras que las heteras castizas, por ser más desinteresadas, más modestas y más generosas, han de quedar condenadas al olvido, y no han de pasar á la historia. Tal vez, con el tiempo, las vengue el Sr. Mesía de este desdén injustificado con que se las trata; tal vez escriba el Sr. Mesía otro libro que para estudiar las costumbres de nuestra edad sea tan curioso como las cartas del sofista Alcifron para el estudio de los buenos tiempos de Atenas. Entretanto, ya nos hace entrever perfectamente, en sus Poesías, la extremada competencia que tiene en semejantes asuntos.
Remontándome ahora un poquito más, diré asimismo, en alabanza del Sr. Mesía, que de la ciencia nueva inventada por Vico; de la ciencia que explica ó tira á explicar los destinos humanos; o, en resolución, de lo que se llama filosofía de la historia, hay mucho y bueno en estas Poesías, como se puede notar, leyendo, por ejemplo, la Escena final del Paraíso.
El conocimiento del corazón y de las pasiones es profundo en nuestro poeta. Shakespeare no va más allá en ninguno de sus dramas; nada tiene Shakespeare más conmovedor ni más trágico; nada donde lo ideal y lo real se hallen tan dichosamente unidos, como el Idilio en un tejado; como aquel diálogo de amor entre un tierno amante y una frívola coqueta, bajo la figura de dos gorriones.
El atrevimiento de la concepción, la novedad inesperada de las ideas y de las máximas, y lo raro, lo estupendo y lo inaudito de las ocurrencias, son dotes que resplandecen en el Sr. Mesía como en nadie. El soneto que lleva por título Un cadáver es la prueba más alta de lo que acabo de decir. El cadáver esta en su tumba, en conversación interior; discurre, reflexiona, habla sobre sí mismo, con envidiable sosiego. ¡Qué maravilloso soliloquio! El cadáver, como es natural, ha perdido el tacto, la vista y el oído. Apenas hay facultad que le ponga en relación con los objetos exteriores. Nada por lo pronto le perturba ni le incomoda. Nada le duele ya, nada le duele. Se halla con la más cabal salud que yo para mi no deseo. Se siente sano; más sano que nunca. ¡Qué pintura tan viva y tan verdadera de la paz del sepulcro! Pero de repente, con una transición llena de arte, inspirada, sublime, el cadáver exclama en medio de sus tranquilas reflexiones: ¿Pero á qué huele? Este ¿pero á qué huele?, vale un imperio. Aunque el Sr. Mesía no hubía derecho á subir á la cumbre del Parnaso. Vuelve el cadáver á reflexionar, prescindiendo del mal olor. El mal olor, con todo, le saca de nuevo de sus casillas, y le hace exclamar de nuevo: ¡Qué demonio de olor! ¡Yo me mareo! El olfato que el cadáver conserva para olerse á si propio es una concepción profunda, es un invento pasmoso, es quizás un simbolismo, lleno de misteriosas doctrinas, que no nos atrevemos á escudriñar. La terrible sencillez con que termina el monologo del cadáver, deja turulato al lector y le da mucho en que pensar. con el olfato, y con algo de dialéctica que tiene el cadáver aun, acaba de comprender que el mismo es quien huele tan mal; cae en la cuenta de que ya está podrido. ¿Qué enseñanza moral no hay en este soneto? ¡Qué lección para el orgullo del hombre y sobre todo para las personas que se perfuman ó sahuman demasiado!
No es menos digna de alabanza, ni menos filosófica, otra composición del Sr. Mesía á cierta maquina ó artificio que, según afirman varones doctos, tomaron los hombres de la cigueña, la cual, por el maravilloso instinto de que la Providencia la ha dotado, se cree, con perdón sea dicho, que se aplica ayudas, valiéndose para ello del pico y del buche. En esta composición compite el señor Mesía con los más famosos autores de encomios paradoxales, desde Erasmo, que encomió la locura, hasta aquel no menos celebrado autor anónim, que, siguiendo las huellas de Erasmo, escribió el encomio del piojo, tan floreciente y abundante en los buenos tiempos antiguos, por donde el Padre Boneta no hallaba milagro más estupendo que el hizo Santa Teresa de Jesús en impedir que las Carmelitas descalzas, cumpliendo bien con sus obligaciones, los tuviesen.
En el encomio del artificio hidráulico referido, artificio superior al de Juanelo, y más firme que las instituciones y los tronos, ya que resiste al embate de toda revolución, de todo trastorno, de toda novedad y de toda doctrina, ya que hasta los homeoóatas le respetan, el Sr. Mesía se excede á sí propio, como se dice ahora, y se siente inspiradísimo.
El Sr. Mesía eleva el objeto de su canto á nuestros ojos, y no aludo al que le es ya familiar y asimismo preciso, sacando de nada ó de poco menos que nada, una creación sublime. Si D. Diego Hurtado de Mendoza y Lope de Vega celebraron la pulga, y otros grandes poetas el mosquito, el nabo y la zanahoria, me parece que no se rebaja mi amigo el Sr. Mesía, celebrando algo más saludable y más provechoso.
Imposible parece que nuestro autor, que conoce tan bien cuanto le rodea, que tiende una mirada tan serena y perspicaz sobre las cosas presentes, sea además, como lo es sin duda, un zahorí para las cosas pasadas. Yo me doy á sospechar que tiene segunda vista histórica, como Walter Scott. De ello dan claro testimonio sus dos leyendas de los siglos medios, llenas de color local y temporal, en las cuales el Sr: Mesía escudriña, excava, desentraña y pone de realce las costumbres, los usos, las creencias, las pasiones, los galanteos y hasta el lenguaje de aquella época remota. La fabla antigua, en que una de las leyendas esta escrita casi toda, es tan fabla antigua, en mi sentir, como la que emplean hoy varios líricos y dramáticos en algunas de sus composiciones. No le falta para serlo, ni cadira por silla, ni lo al por lo contrario, ni magüer, ni otrosi, ni vegadas, ni otros vocablos y frases, que á tiro de cañón rayado denotan lo empapadísimo que esta el autor en la filología.
Sería cuento de nunca acabar el ir enumerando aquí todas las bellezas, singularidades y primores, que hay en las Poesías hasta cierto punto. Léanse, y admírese de ellas quien las leyere.
Yo sólo añadiré que el estilo, el lenguaje y la versificación, son francos, naturalotes y desaliñados; pero esta franqueza, esta naturalidad y este desaliño, constituyen el principal hechizo, imprimen carácter, y dan ser, atractivo y gusto sabroso á estas Poesías salpimentadas y originales. El señor Mesía, que tiene una facilidad extraordinaria, hubiera podido corregirlas, y publicar un tomo de obrillas correctas, en versos bien acentuados y hasta sonoros. Pero yo no he querido que la lima y el pulimento hiciesen desaparecer la excelencia mayor de las Poesías hasta cierto punto; el sello precioso de la espontaneidad, de la inspiración, del instinto semi-divino con que han sido escritas. Creo que los hombres de gusto, que las lean, serán de mi opinión y aprobaran mi juicio. Ojalá no me engañe. Ojala algún Aristarco severo ó algún Zoilo envidioso no nos tache, al poeta y á mí, de sobrado guasones é informales. Tú, lector benévolo, á quien desde el principio me dirigí, perdonarás las faltas del poeta, que al fin tiene algunas, como todo ser humano, y las de tu afectísimo amigo el prologuista.
Madrid, 1864.
Desde el año de 1859 me une al autor de este libro una estrecha amistad, cimentada en la semejanza de nuestras aficiones literarias y en el acuerdo de muchas de nuestras ideas. Escribí y publiqué en dicho año varios artículos sobre Quevedo, con motivo de la nueva colección de las obras de este famoso polígrafo, formada por el Sr. Fernández Guerra. Y si bien entonces no desconocía yo el pésimo gusto de Quevedo, sus retruécanos y su afectación culterana, que en las obras serias le hacen á veces insufrible, hube de notar y ensalzar, acaso más de lo justo, la profundidad de sus pensamientos y lo peregrino de sus doctrinas, atreviéndome á colocarle entre los filósofos y pensadores aventajados. Movióme á proceder así, por una parte, lo gastada que está entre nosotros la alabanza, pues como se prodiga tan sin consideración ni medida á los contemporáneos, cuando se encierra dentro de límites juiciosos no parece alabanza, y ha menester que la realce la hipérbole; y, por otra parte, me movió el infundado desdén en que por los mismos españoles son tenidos los antiguos sabios, que dieron gloria á España con sus escritos, y la errada opinión vulgar de que entre nosotros no ha habido filósofos ni filosofía. Por huir de este extremo, tal vez me incliné por demás al extremo contrario, pretendiendo haber hallado en Quevedo más filosofía de la que realmente hay. Pero sea de esto lo que se quiera, es lo cierto, aunque en mí parezca jactancia decirlo, que en aquella obrilla se consignaban y expresaban, en términos que debían llamar la atención, verdades que, no por ser harto claras, dejaban entonces de ser poco conocidas, á saber: que eran injustos el olvido y el menosprecio hacia nuestros libros científicos y filosóficos; y que si bien no debíamos apartarnos de la corriente de las ideas modernas, ni aislarnos del resto de los hombres, sino seguirlos y aún adelantarlos en su marcha progresiva, todavía era conveniente y aún indispensable hacer esto, sin prescindir de nuestros antecedentes, ligando lo porvenir con lo pasado, y no suponiendo en nuestra cultura una solución de continuidad, sino viendo en ella un desenvolvimiento constante y no interrumpido, á través de las alternativas de brío y flaqueza, de energía y desmayo, de elevación y abatimiento.
Poco después de publicados mis artículos, recibí una amable carta, llena de felicitaciones y parabienes, que, desde un pequeño lugar de Asturias, me dirigía un desconocido. Me animaba este á proseguir en mi empeño de hacer valer nuestras antiguas glorias filosóficas y de sostener que, para que florezca en España la filosofía y dé fruto sazonado, importa que sea castiza.
Todos los hombres, y muy particularmente los que nos dedicamos al cultivo de las letras, somos por demás sensibles al encomio; pero no pienso que me cautivo la voluntad ni que me cegó el entendimiento el que en dicha carta se me enviaba, impulsándome á suponer en mi encomiador más competencia y mérito de los que tenía. Antes bien, advertí en él, desde luego, prendas que, realzándole, rebajaban muchísimo la importancia del buen concepto que de mi había formado. Eran estas prendas, hoy bastante raras, un entusiasmo generoso por todo aquello que puede honrar á nuestra nación, un optimismo inquebrantable y un ferviente amor patrio, unidos á la más candorosa modestia y á la carencia absoluta de emulación y de envidia.
Ya se comprende que el autor de la carta era el Sr. Laverde. Desde entonces anudamos ambos un lazo de firme y buena amistad, que vino á estrecharse cuando nos conocimos personalmente en Madrid, donde el Sr. Laverde paso dos ó tres años. Después, habiendo obtenido por oposición una cátedra en el Instituto de Lugo, fué á desempeñarla, y se retiro de nuevo al fondo de una provincia. Imposible parece que allí, con pocos libros y lejos del centro del movimiento intelectual, no haya perdido el Sr. Laverde su afición al estudio, y siga cultivando las letras y las ciencias, y esté tan al corriente como lo está, de la historia del ingenio español en todas sus manifestaciones.
El Sr. Laverde brilla con notable resplandor entre la brillante pléyade de catedráticos de Instituto en quienes hay que celebrar, así la ciencia y el talento, de que han dado y dan patentes muestras, entre otros, los Sres. Rey y Heredia, Mestres, Orti y Lara, Raimundo Miguel, Cancio, Mena, Valenzuela, Coll y Vehí, Fernández Cardin, Moya, Palacio, Gutiérrez, Vallin, Muñoz Garnica, Zapata, Narciso Campillo, Cortada, etc., como aquella placidez y aquel sereno contentamiento, que tanto han preconizado y recomendado siempre los poetas y los moralistas, y que al presente son más difíciles que nunca, pues con los súbitos é injustificados encumbramientos y con los cambios frecuentes, anda inquieta y soliviantada la ambición, entrando como en su propia vivienda hasta en las almas de los más humildes. Así, todos nos creemos, si ya no lo hemos sido, en potencia propíncua de ser Ministros, Embajadores ó siquiera Consejeros de Estado, por pequeña que sea nuestra travesura y por poco que la ocasión venga propicia. Vocación y abnegación se requieren, por consiguiente, para retirarse á una ciudad de segundo ó tercer orden, separándose de tan gratas contingencias, y para tomar en pago de largos estudios un sueldo corto y mezquino y una posición modestísima, cuando, sin estudios ningunos, trepan tantos á la cima y se encaraman en las más altas posiciones. Si tal ejemplo fuese más seguido, España ganaría, por malo que fuese su Gobierno, ya que el peor es el instable, y suplirían los gobernados con su paz y su reposo la carencia de entendimiento de los que gobernasen, con lo cual adelantaría el pueblo de por sí, sin que las inepcias y sandeces oficiales turbasen su prosperidad sino en lo somero.
Una de esas personas á quienes por lo dicho juzgo ejemplares, es el Sr. Laverde, en el cual, si valen mucho las excelencias del ingenio,valen más las de la índole, pudiendo afirmarse de él, como de pocos, que es un hombre de buena voluntad. Todo su afán y toda su ambición se cifran en que España descuelle entre las demás naciones, singularmente por el saber, con lo cual, en vez de ser envidioso de los literatos, los excita aplaudiendo, y los pone á menudo, á pesar de su recto juicio, en muy superior predicamento del que merecen. Esta propensión del Sr. Laverde á juzgar con benevolencia á los otros, ha sido la causa de que yo escriba el presente prólogo para la colección de sus artículos, los cuales no serán por cierto mejor recibidos del público, porque tal padrino se los presente. Bastan ellos de por sí para que los entendidos los estimen.
El que este libro no forme aparentemente un todo, el que sea una serie de opúsculos reunidos, no creemos que se oponga á la pública estimación que le auguramos. En realidad hay un todo en este libro. La unidad de pensamiento del autor hace de él un conjunto armónico, superior al de muchos libros compuestos sobre asunto único. Por otra parte, aunque no falten personas que condenen ó tengan en menos las colecciones, nada significan los razonamientos que hacen para pronunciar tan adverso fallo. Tan completos, hermosos ó útiles pueden ser los escritos de veinte paginas como las de mil, sin que esta hermosura, utilidad ó perfección se menoscaben ó desdoren porque los de veinte paginas estén unidos en un solo volumen. Antes bien, suele acontecer que los escritos cortos valgan más que los extensos y que influyan con mayor eficacia en los adelantos del espíritu humano. Platon expuso su inmortal filosofía en escritos cortos, donde la elegancia en el decir compite con lo profundo del pensamiento. Escritos cortos son los de Luciano, Montaigne y Leopardi. Escritos cortos son los de Courrier, que por su admirable aticismo vivirán mientras viva la lengua francesa. Y los cortos Ensayos de Macaulay no son menos ensalzados que su larga Historia. En nuestra literatura se dan numerosos ejemplos de lo mismo, Feijóo, Jovellanos, Lista, Piferrer, Donoso, Larra, Bravo Murillo, Fernández Espino, y aún el que escribe estos renglones, si es lícito que el se ponga en cuenta, hemos coleccionado nuestros opúsculos, sin creer que el ser artículos ó cosa parecida les quite su mérito. Lo que importa es que le tengan.
Contrayéndonos ahora á los del Sr. Laverde, en nuestro sentir es innegable que le tienen. Aun cuando prescindamos de su valor absoluto y permanente, tendrán siempre un grandísimo valor relativo, un lugar importante en la historia intelectual de nuestra patria. Bien se puede afirmar que el Sr. Laverde ha puesto la primera piedra en la reconstrucción de nuestro pasado científico y filosófico. Lo que se dijo como de pasada y casi irreflexivamente en los artículos sobre Quevedo, él lo dice y lo sostiene con persistencia laudable. Él ha influído después en todas las obrillas donde el que esto escribe se ha llevado el mismo propósito. Y tal vez los Sres. Vidart, Ruano y Canalejas, y hasta el portugués J. J. López Praza, no hubieran empezado á escribir sobre la historia de la filosofía peninsular, si el Sr. Laverde no los hubiera precedido y animado. Verdad es que en tierras extrañas, en Alemania y Francia, sobre todo, aunque entre los espíritus superficiales esta en moda desdeñarnos y afirmar que se puede escribir la historia, no ya de la filosofía, sino de la civilización, sin contar con nosotros, varios sabios ó eruditos como Franck, Munck, Renan y Rousselot, han escrito ya sobre algunos de nuestros filósofos y grandes pensadores, judíos, mahometanos y cristianos, haciendo de ellos el alto aprecio de que son dignos. Mas, aún á pesar de esto, no vacilamos en afirmar que las exhortaciones del Sr. Laverde han sido más parte que el estímulo de los citados autores extranjeros en llamar la atención general de España sobre nuestra filosofía, en demostrar que su porvenir depende en gran manera del conocimiento de su pasado, y en impulsar á la Real Academia de Ciencias morales y políticas á publicar las obras escogidas de los antiguos filósofos españoles, lo cual, si bien no es hasta ahora más que una promesa, esperamos que se realice.
Aunque algunas de las obras del Sr. Laverde son de erudición y crítica, y en otras, si bien se presentan pensamientos aislados de notable originalidad, nunca hay una sistemática exposición de las doctrinas propias, todavía se nota en todas ellas que su autor es fervoroso y sincero católico; que en filosofía, por mas que no este afiliado en determinada escuela, parece espiritualista y algo ecléctico; y en política, si bien huye de tocar en lo más mínimo los asuntos del día y de mezclarse en la que llaman militante, le tenemos por amante de las ideas modernas, sin desconocer los vicios y errores de nuestra edad, y desechando todo aquello que pueda ofender ó empañar, siquiera sea ligeramente, la inmaculada limpieza de sus convicciones religiosas. Por último, el Sr. Laverde, mostrándose lógico y consecuente en todo, es conservador en literatura: esto es, acepta como admirables á los autores de que las generaciones sucesivas se han admirado, sin negarles su valer por espíritu nivelador y revolucionario ó por el prurito de rebelarse contra toda autoridad. Es, además, partidario de que el estilo y el lenguaje, la forma, en suma, de los modernos escritos españoles, sin ceñirse á una servil y desmanada imitación, y sin caer en lo afectado y premioso, tengan por norma, pauta y guía á nuestros buenos prosistas y poetas de los siglos pasados, principalmente á los del siglo XVI y primera mitad del XVII, época en que florecieron como nunca, entre nosotros, el ingenio y la palabra, hasta que el fanatismo y el culteranismo vinieron á empobrecerlos y afearlos. Sin embargo, los escritos del Sr. Laverde, con ser correctos y castizos, son naturales, y no se advierte en ellos el más leve rastro de afectación, de esfuerzo estudiado ó de mecánico, prolijo y torpe remedo de lo antiguo. Pocos ó ningunos son sus galicismos, y si nos parece arcaico tal cual raro vocablo ó giro, más atentamente examinado, denota ser provincialismo de Asturias. Se ha de celebrar también en el Sr. Laverde que, siendo poeta, como lo ha demostrado ya y lo demostrara con mayor evidencia el día en que publique un volumen de sus Poesías, no incurre en el vicio intolerable, tan frecuente ahora, de escribir prosa hinchada, llena de falsas y contrahechas flores, y cuajada de relumbrones pomposos.
Tres son los puntos principales ó las materias á que se refieren los artículos del Sr. Laverde: historia de la filosofía española, literatura é instrucción pública. Sobre cada uno de estos puntos, enlazados todos en un pensamiento superior, nos incumbe hacer algunas breves observaciones.
