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Veröffentlichungsjahr: 1908
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Crítica literaria: (1854-1856)
Juan Valera
Índice
Cubierta
Portada
Preliminares
Crítica literaria: (1854-1856)
DEL ROMANTICISMO EN ESPAÑA, Y DE ESPRONCEDA
SOBRE LOS CANTOS DE LEOPARDI
DE LA POESÍA DEL BRASIL
LAS ESCENAS ANDALUZAS
OBRAS POÉTICAS DE CAMPOAMOR
LA BOLA DE NIEVE
CONSIDERACIONES CRÍTICAS
REVISTA DE MADRID
Notas
Acerca de esta edición
Enlaces relacionados
Estudios de erudición no falta hoy quien los haga en España, sobre cosas de España; pero mientras que la historia y la literatura nacional se cultivan con buen éxito, aún se nota entre nosotros, fuerza es decirlo, un lastimoso y muy notable atraso en otras ciencias y doctrinas. Nuestros sabios y nuestros periodistas apenas hacen más que imitar, copiar y traducir las ideas de los libros franceses; y alimentados y criados en la lección y consideración de estos libros, toman, sin querer, hasta su lenguaje, desvirtuando la hermosura y empañando el esplendor del nuestro. Y no queremos dar á entender que no haya en España profundos economistas, matemáticos sutiles y entendidos, médicos doctos, y políticos de altas miras y despejado ingenio; sino que aún no tenemos autonomía y movimiento propio: esto es, una política española, una escuela filosófica española, un sistema científico cualquiera que se pueda llamar nacido en España. Solos dos hombres gloriosos, muertos por desgracia temprano, y de cuya fama adhuc sub judice lis est (porque acaso la envidia sea como el amor, más fuerte que la muerte); sólo dos hombres gloriosos, Valdegamas y Balmes, han intentado dogmatizar sin apoyarse servilmente en una autoridad extranjera. Sus libros han recorrido en triunfo la Europa. Lo que por sí solo probaría, aunque no hubiese otras pruebas, que ni de la inspiración filosófica, ni de la inteligencia de los asuntos elevados, ni de la voluntad perseverante y firme en la meditación, carecemos los españoles; y que aquella esterilidad ó pereza nuestra de que ya nos acusaba Scalígero, diciendo aliqui Lusitani docti, pauci Hispani, proviene de otras causas; las mismas, sin duda, que dan origen á nuestro atraso en la industria, en el comercio y en la agricultura; atraso que más que ninguna otra cosa, por ser tan grosero y materialista el siglo en que vivimos, nos echan en cara las naciones extrañas, sin considerar que aún somos ricos de más perfecta riqueza, la cual, aunque ofuscada y oculta, todavía está en nosotros, y ha de salir con el tiempo á dar luz y brillo. Porque á pesar de las discordias civiles y de las malas pasiones que han tomado cuerpo y vigor entre los que tratan de gobernarnos, la antigua virtud renace, y las aspiraciones sublimes se despiertan, y ya que no puedan realizarse en el mundo, adquieren forma y vida fantástica en la poesía.
Por eso hay una poesía española y poetas españoles con ser propio y no hijos de los extranjeros, como el filósofo español, que es hijo de Kant ó de Cousin, y el economista español que nos traduce y copia á Say ó á Bastiat. Sabido es que en las ciencias no se puede, como en poesía, fantasear continuamente; pero también sabemos que, cuando no se hace sino repetir, casi no hay objeto ni motivo para escribir libros, en que sólo la frase, si acaso, sea nueva. Y en muchas ciencias y doctrinas, repito que no somos en el día sino meros imitadores y copistas. Lo contrario sucede en la poesía; porque después de haber dejado, por una feliz revolución literaria, la senda fatal de imitación de los clásicos franceses, y después de haber renegado del Apolo de peluquín con polvos que tenía por Dios, volvió á tomar en el romance y en el drama sus antiguas y originales formas, y dió frutos sabrosísimos y preciosos.
El romance es nuestra poesía indígena, nacida entre nosotros, sin que nada le deba á la poesía griega, ni á la latina, ni á la italiana, ni á la francesa, que sucesiva ó simultáneamente han imitado los poetas académicos. Y del romanee, de esa poesía popular, ha nacido nuestro teatro, el más rico, el más vario y el más sublime del mundo.
El romance es nuestra poesía, ó por lo menos el germen de nuestra verdadera poesía: y cuando esta decae y no muere, es porque en el romance se conserva viva, y el vulgo la sigue cantando en las ciudades, y los rústicos en las aldeas y despoblados; y ya la cantan en coplas, ya en jácaras, ya relatando historias tan picantes como la de Gerineldos ó tan tiernas y delicadas como la de aquella condesa que va peregrinando en busca de su esposo. Lo que Iriarte decía irónicamente al oir cantar al ciego, aun hay en España poesía, yo lo hubiera dicho de buena fe, si hubiese vivido en su tiempo. En los de decadencia y mal gusto se ve á los poetas olvidar sus extravagancias y ser grandes, ó por lo menos ingeniosos, cuando escriben romances ó cosa parecida. Góngora, prevaricador del buen gusto, detestable en las Soledades y en el Polifemo y mediano poeta en sus canciones endecasílabas, como, por ejemplo, en la de la Armada invencible, es discretísimo, ameno, amoroso y divertido en los romances.
Los españoles ha tiempo que no somos devotos de la docta antigüedad. Poco nos ha molestado y corrompido el gusano roedor del abate Gaume. Saber griego entre nosotros era un prodigio, y saber latín punto menos, pues el poco que se aprendía en las escuelas se procuraba olvidar en seguida. Hay, sin embargo, regulares traducciones de algunos clásicos; pero nadie las lee, ó ya porque están hechas por eruditos las más, y poquísimas por poetas, ó ya porque al pueblo no le divierten los griegos y los romanos. Á los españoles, á pesar de las sátiras, de los preceptos, y de los ejemplos de D. Leandro Moratín, nos han gustado y nos gustan más las comedias de capa y espada que las de Terencio y Molière; y los romances y las coplas más que las odas. Añádanse á esto las frialdades insulsas de Venus y de Cupido, que de la corta inteligencia de los clásicos y del vano deseo de imitarlos sacaban nuestros poetas académicos la compresión intelectual en que vivíamos y la pobre y rastrera filosofía francesa del siglo pasado, que los liberales oponían al fanatismo de los frailes y al despotismo del gobierno, y se comprenderá la situación de ánimo en que nos sorprendieron de consuno la muerte del rey, la guerra civil, la vuelta de los emigrados, la nueva aurora de la libertad, la revolución política, y la literaria del romanticismo. Las ideas tomaron nuevo giro; se pudo hablar y escribir; se entendió mejor lo que pasaba en el mundo y el adelanto de las otras naciones; deseamos alcanzarlas en su movimiento progresivo, y en literatura pensamos abrir nueva senda más original y más ancha. La secta de los románticos, que vino de Francia, como vienen todas las modas, se amoldó perfectamente á nuestras inclinaciones y carácter, y se hizo tan española como si hubiera nacido en España, porque si la palabra romanticismo quiere decir algo, no hay país más romántico que el nuestro. Con todo, el romanticismo tuvo al principio mucho de ridículo, de pueril y de exagerado; y á pesar de los grandes poetas que siguieron la nueva secta, hicieron de ella los clásicos mil burlas merecidas. Pero de la misma contienda nació poco á poco una filosofía del arte más perfecta y comprensiva; las distinciones desaparecieron, y se llegó á entender que de lo bello y de lo feo, de lo ingenioso y de lo rudo, es de lo que se debe ocupar el crítico, para admirarse de lo que naturalmente es hermoso, y desechar y condenar lo que por moda ó convención, suele, en un momento dado, parecer bello al vulgo.
El romanticismo, por lo tanto, no ha de considerarse, hoy día, como secta militante, sino como cosa pasada y perteneciente á la historia. El romanticismo ha sido una revolución, y solo los efectos de ella podían ser estables. Entre nosotros vino á libertar á los poetas del yugo ridículo de los preceptistas franceses y á separarlos de la imitación superficial y mal entendida de los clásicos, y lo consiguió. Las demás ideas y principios del romanticismo fueron exageraciones revolucionarias que pasaron con la revolución, y de las cuales, aún durante la revolución misma, se salvaron los hombres de buen gusto.
El romanticismo que veinte años há apareció, ó si se quiere resucitó entre nosotros, había aparecido en Alemania durante las guerras con Napoleón, no sólo como secta literaria sino como doctrina filosófica y patriótica, que sacaba la Edad Media de su sepulcro y que armaba á sus guerreros católicos contra el pagano Emperador de Francia. Nosotros, que no teníamos necesidad de evocar espectros para luchar con Napoleón, y que conservábamos vivas en el alma las ideas patrióticas, conservamos asimismo, en medio de aquel levantamiento contra los franceses, un respeto ciego por sus preceptos literarios, y hasta un amor decidido y un anhelo particular de seguir en todo sus ideas filosóficas. Así es que Quintana, el gran poeta lírico, es el poeta más pagano que ha habido en España; y aunque por el sentimiento es sublime, las ideas que populariza son las más vulgares de la filosofía francesa del siglo pasado.
Cuando por medio de los franceses, y con las obras de Chateaubriand, Víctor Hugo y Madame Stael, llegó á nosotros el romanticismo, llegó combinado con tan nuevas ideas, que los dos Schlegel que le proclamaron en Alemania no le hubieran ya reconocido. Los franceses le habían añadido mucho de su propia cosecha, y habían tomado por romántico cuanto era alemán, aunque no fuese romántico, ni por tal pasase en Alemania. Nosotros hicimos lo mismo, y, como los franceses, añadimos á estos elementos del romanticismo, no sólo cuanto nos pareció romántico en nuestro propio país, que no fué poco, sino otro romanticismo venido de un país diferente, y que por sí solo imprimió un carácter singular á la nueva literatura. Hablo de las obras de lord Byron, ingenio poderoso y originalísimo, y de las de Walter Scott, no menos original, aunque no tan grande. Nos pintaba el primero las cosas presentes con el hastío de la vida, las tinieblas de la duda, los ayes de la desesperación ó la risa del sarcasmo, y Walter Scott las cosas pasadas con una verdadera y maravillosa segunda vista, y con los colores más brillantes y poéticos, aunque con una prolijidad á veces enojosa.
Los trastornos y revueltas por que hemos pasado, y lo extraordinario y nuevo de muchas cosas presentes han despertado en los hombres gran vigor y agudeza de comprensión para las remotas, así en el tiempo como en el espacio, y de aquí nace (á par de las relaciones de viaje y de las historias ad narrandam non ad probandum, en las cuales no se omite menudencia alguna por microscópica que sea), ese amor y cuidado con que se procura conservar en el día, en toda obra de arte, lo que llaman color local. Verdad es que este color suele ser falso, y en tratándose de la Edad Media, lúgubre en demasía. Muchos poetas góticos huelen á cementerio, y lo que es más, tienen una extraña predilección por lo deforme y por lo feo ideal. Afirman algunos impíos alemanes que esto proviene de que el cristianismo les diabolizó la naturaleza que ellos habían divinizado; pero si verdaderamente la divinizaron cuando eran gentiles, fué tan sin ninguna gentileza y con tanta barbarie, que á poca costa se les volvían diablos los dioses, aunque antes no lo fuesen. No así Venus, Apolo, Minerva, las Musas y las Gracias. Nunca el cristianismo los ha convertido seriamenten en diablos; y si han dejado de ser dioses, continúan siendo ficciones divinas. Goethe, príncipe de los poetas de este siglo, Goethe, á quien los románticos españoles y franceses pusieron entre sus maestros, y que en el sentido estricto de la palabra no puede pasar por romántico, fué pagano, pero del paganismo griego, y no del alemán. Este egregio poeta prestó y añadió una idea peregrina al romanticismo, á saber, la de la poesía trascendental. Así como pensaron sus compatriotas en hallar la ciencia trascendental, así Goethe procuró poner esta ciencia en poesía, y en la poesía, lo creado, lo increado, y el por qué y el cómo de todo ello. Esta fué la última faz con que se presentó entre nosotros el romanticismo. Veamos ahora que carácter y fisonomía tuvo desde luego.
El romanticismo podía ser católico ferviente, incrédulo y blasfemo, amoroso y blando, terrible y endemoniado, y todo á la vez. El toque para ser romántico consistía principalmente en renegar de las divinidades del Olimpo, en hablar de Jehovah, ó en no hablar de Dios alguno, y en poblar el mundo, no ya de semidioses paganos, sino de ondinas, huríes, brujas, sílfides y hadas ó en dejarle vacío de toda apariencia que no fuese natural y conforme al testimonio de los sentidos.
En cuanto á la forma, los románticos la desatendían, presumiendo de espiritualistas y poniendo la belleza en lo substancial y recóndito. El poeta no escribía ni debía escribir por arte, sino por inspiración; su existencia debía tener algo de excepcional y de extravagante; hasta en el vestido se debía diferenciar el poeta de los demás hombres, y el universo mundo le debía considerar como un apóstol, con misión especial que cumplir en la tierra. Víctima de su misión y de su genio, no comprendido por el vulgo, el poeta debía ser infeliz, debía ser una planta maldita con frutos de bendición. En sus amores debía aspirar el poeta á un ideal de perfección que nunca se realizase en el mundo, ni por asomo se hallase en mujer alguna, y, sin embargo, amar á una mujer con delirio, imaginando ver en ella á la maga de sus sueños, á la paloma del diluvio y á la rosa de Jericó; más al cabo debía palpar la realidad, conocer lo vulgar del objeto de sus amores, maldecirle y menospreciarle y llorar sus ilusiones perdidas, ya blasfemando de Dios y de sus santos, ya echándose á los pies de los altares y entonando plegarias á la Virgen y á Jesucristo. En fin, ya estuviese enamorado, ya desengañado, ya hastiado, ya fuese incrédulo, ya creyente, todo poeta romántico debía hablarnos siempre de sí mismo. Pero esta manía autobiográfica la disculpo yo y hasta la alabo, pues no sólo proviene de lo reflexivo del siglo en que vivimos y de los sistemas de filosofía que ahora privan, todos ó casi todos psicológicos, sino que es además muy cristiana y no desdice de la humildad evangélica. Un pagano no hablaba de sí mismo sino cuando después de haber hecho grandes hechos tenía razón para creerse un prodigio de ingenio, de valor ó de doctrina, y aún así hablaba poco. Cuando Marco Aurelio escribió, ya el cristianismo estaba en todos los corazones. A un cristiano, con ser hombre le basta, magna enim guædam res est homo, factus ad imaginem et similitudinem Dei; así es, que llena el mundo de sus quejas, tribulaciones y esperanzas. ¿Y por qué no ha de llamar á sí la atención del mundo, cuando llama constantemente la de Dios y le interesa y enamora hasta el extremo de hacerle tomar carne mortal y morir por amor suyo?
Otra de las ideas capitales de los románticos, presentada de mil maneras diferentes, consecuencia de la agitación y malestar de los espíritus, y presentimiento del socialismo, era la idealización de los hombres patibularios, y la creencia de que sus crímenes se debían imputar á la sociedad mal organizada y á la grandeza de sentimiento de los tales héroes, á quienes esta mezquina sociedad venía estrecha. Pero si los poetas románticos suelen tomar por héroes de sus escritos hombres criminales, no hacen amar á estos hombres por sus crímenes, sino hacen que nos admiremos de las virtudes que, á pesar de los crímenes, hay en ellos. Si este es un defecto, existen aún más en la gran poesía clásica, y nunca la poesía moderna tuvo héroes tan tremendos y de tan fieras é indomables pasiones como los de la familia de Atreo, como Medea y como Mirra. El destino inflexible ó alguna divinidad malévola los impulsaba al crimen. El héroe romántico es libremente criminal, y justiciable del crimen que comete. En nombre de la ley moral se le puede condenar, y le condenamos. Su única excusa, esto es, el único motivo porque le compadecemos, es porque alguna virtud muy alta mal dirigida, ó alguna idea grande mal interpretada, ó alguna pasión noble, le extravían. Si entendemos á veces que la sociedad mal organizada es parte en algunas maldades del individuo, como la ley moral está más alta que el organismo social, siempre queda salvo el derecho de imponer una pena en nombre de esta ley, aunque el crimen que se castiga no sea todo del castigado. La sociedad puede ser cómplice, y como la sociedad somos todos, todos solidariamente somos también cómplices en aquel delito, y la perturbación que causa el crimen en la sociedad, nos sirve de castigo. El médico de su honra, por ejemplo, y Roque, el bandido generoso y valiente, que hace prisionero á D. Quijote, son de los que perdonamos, y cuyos crímenes caen sobre la sociedad y las preocupaciones del siglo en que vivieron. Y no por creer en esta imperfección social y en la perfectibilidad de la raza humana, es nadie socialista. La poesía romántica tiene, á no dudarlo algo de socialismo, pero de un socialismo más alto, que aún está por venir. La poesía es todo aspiración y vaticinio. La magia fué antes de los ferrocarriles, del gas y del magnetismo; Séneca profetizó el descubrimiento de América; Esquilo, en Prometeo, la Redención, y Virgilio adivinó mucho del sentimiento moral del cristianismo, y hasta el progreso civilizador de Europa, extendiendo por toda la tierra sus costumbres, su poder y su ciencia:
—erit altera quæ; vehat Argo
Delectos Heroas: erunt etiam altera bella,
Atque iterum ad Trojam magnas mittetur Achilles.
No pretendo yo negar que haya habido autores que por medio de sus obras poéticas, del teatro y las novelas principalmente, hayan querido propagar ciertas ideas, no ya de un socialismo que está por venir aún como doctrina, sino de ese socialismo que ha amenazado desquiciar la sociedad hace pocos años; pero esto no prueba sino que la poesía, que por sí misma y en sí misma tiene un nobilísimo fin, cual es la creación de la belleza, puede, á veces, rebajándose y desdorándose, servir de instrumento á otros fines. No negaré tampoco el mal gusto de algunos, que buscando solamente para sus dramas argumentos enmarañados y lances estupendos y terribles, los han buscado, ya en las gacetas de los tribunales, ya en las antiguas crónicas, sin dar realce sino á lo feo y lo malo. Pero como lo malo y feo, feo y malo se queda, sin que estos dramaturgos y novelistas puedan ni quieran hacerlo pasar por hermoso y por bueno, aunque los acusemos de prosaísmo, porque pintan las cosas como han sido y como son, y no como debieran ser, no me parece, con todo, que los podamos acusar de inmorales. Los hombres que son buenos no se enamoran de la maldad aunque la vean sobre las tablas ó en una novela salir triunfante de la virtud; porque en este mundo, real y positivamente estamos viendo esto muy á menudo sin necesidad de recurrir á ficciones; y los hombres que son malos no aprenden nada que ellos ya no sepan sobre la maldad.
El saber, ensanchando el círculo de nuestras ideas, puede ser causa ocasional de nuevas virtudes, que de aquellas ideas se alimenten y vivan; pero no de nuevos vicios, porque el mal es cosa limitada, y fácilmente se llega con la inteligencia á su último término, y el bien es infinito, y mientras más campo abarca la inteligencia, más bien descubre á donde llegar con la voluntad. Lo que sí puede dar el saber son los medios para cometer á maldad; pero nadie va á buscar estos medios en los libros de entretenimiento.
El verdadero y más notable defecto de los románticos ha sido la verbosidad, que ellos llaman vaguedad; porque la pompa y majestuosa armonía de las palabras no encubre lo vacío del sentido. Nuestra lengua puede expresar los pensamientos con toda la concisión deseable, y muchos poetas españoles suelen ser concisos; los romanceros, sobre todo, y los mismos poetas románticos cuando escriben romances. Pero cuando escriben odas ó se dan á filosofar, como á menudo no saben siquiera lo que van á decir, ni entienden lo que dicen, arman una gerigonza y estruendo hueco, que acaso halague los oídos, pero que siempre se resiste á la traducción en una lengua extranjera, y hasta á una traducción en prosa y gramatical, hecha en nuestra misma lengua castellana. Muchos poetas románticos, cuando se sienten inspirados, van poniendo palabras unas en pos de otras, sin atender al sentido ni á los preceptos, que encierran con seis llaves, incluso los de la gramática. „No solamente (dice uno de estos poetas, y cuenta que es de los mejores), no solamente encerramos con seis llaves la gramática, sino que procuramos olvidarnos hasta de su existencia.“ La gramática, según él, es un código convencional inspirado por la senectud.
De la afición á las palabras sonoras nace también lo falso, monótono y prolijo de las descripciones, que no están sacadas de la naturaleza misma, sino arregladas con palabras y frases ya usadas, y aún desechadas por otros poetas, y que sirven en todas ocasiones, vengan ó no á propósito: verbi gracia, esponjado tulipán, ágil y pintado colorín, negro capuz, lúgubre son, fúnebre ciprés, flotante tul, pliegues del viento y raudo torbellino.
Otro defecto del romanticismo español es la hipocresía; porque finge la fe que no tiene. Los versos místicos del día no valen, por lo sentidos, fervorosos y verdaderos, un villancico de los Pastores de Belén, de Lope. Compararlos con los versos de León, de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz, sería blasfemia.
Falta, por último, á la poesía romántica de España aquella majestad tranquila, y aquel mirar sereno, que aún en los momentos de más grande pasión ostentan y tienden sobre las cosas y las ideas la verdadera poesía clásica y la de Goethe y de Leopardi.
Nuestros poetas románticos han sido y son desaliñados por ignorancia ó por descuido; llorones por moda, ó porque en España no ha habido en mucho tiempo sino motivo de llorar; y muy amenudo, hinchados, palabreros y vacíos de sentido. Mas á pesar de todo, yo entiendo que los debemos absolver por la inspiración y entusiasmo que suele haber en sus poesías; y porque muchos de ellos, que comenzaron á escribir cuando nada sabían, han ido después aprendiendo y corrigiéndose hasta llegar á un término razonable. Ni faltaron algunos, que, nunca ó rara vez, se apartasen en este razonable término; ya porque tuvieron la dicha de hacer mejores estudios, ó de estudiar algo antes de echarse á poetas; ó ya porque el claro entendimiento que tenían los alumbraba para que del camino derecho no se apartasen, y la buena voluntad les ponía estímulo para que se instruyesen.
Enumerar aquí uno por uno todos los poetas dignos de memoria, que últimamente ha habido en España, sería demasiado prolijo; y enumerar los malos y menos que medianos poetas, que han ganado fama, y la popularidad efímera que nace del capricho y del espíritu de partido, sería tan cansada como desagradable tarea. Baste considerar que no quedó ciudad de provincia donde no se estableciese un liceo, ó tertulia literaria con visos de academia; y allí el mayorazgo, el escribiente, el empleadillo y el estudiante, en fin, todo joven de cualquiera condición que fuese, y no pocas muchachas, solían tomar los ensueños amorosos y melancólicos de la juventud por estro y vocación poética, y se subían á la tribuna, y cantaban coplas de pie quebrado, y versos puntiagudos al empezar y al concluir, y gordos por el medio, y otras novedades más curiosas que entretenidas. Pero al son de este concierto universal, y cuando la furia del romanticismo se paseaba triunfante por toda la Península, descollaron tres ingenios, tan altos y tan fecundos, que otros como ellos no habían venido á nuestro suelo desde que murió Calderón.
El primero de estos tres grandes ingenios es el Duque de Rivas, que, abandonando la escuela clásica francesa antes que el romanticismo pasase á España desde Francia, imagino un romanticismo español sacado de nuestros romances antiguos, y no imitándolos servilmente, sino tomando de ellos á forma y sabor, en cuanto de su propio estilo no se apartaban ni desconvenían, compuso sus preciosos romances históricos. Escribió también vanas legendas, canciones y dramas, y aún continúa escribiendo y coronando sus gloriosos blasones con el no menos glorioso laurel de poeta.
En todas las obras del Duque se admira principalmente la espontanea lozanía de la imaginación, sin que se descubra el más leve indicio de que ha sido violentada. El Moro expósito, leyenda histórica de extraordinaria belleza y grandes dimensiones, parece dictada por el Duque en un solo día, y escrita por un taquígrafo mientras que el Duque la dictaba. Y de esta espontaneidad nace, sin duda que el Duque tenga, más que otro alguno de nuestros poetas modernos, lo que se llama estilo propio. En el Duque el estilo es el hombre, y cuando habla y cuando escribe, siempre el Duque es el mismo; lo cual no acontece, por lo común, en los demás autores, que ya toman para escribir una manera artificiosa, y totalmente se desvían de la naturaleza, ó ya despojándose de la individualidad propia, se ajustan y ciñen á cierta pauta, y entran á formar parte indistinta de un género cualquiera.
El Duque es más bien un poeta de inspiración que un poeta reflexivo; pero á veces su inspiración es tan alta y profunda, que sin quitar á sus obras la frescura de lo instintivo, les presta ideas y pensamientos que parecen hijos de la reflexión más detenida. Y donde esto se ve más claramente es en su admirable drama don Álvaro. El sino ó la mala estrella, es decir, un conjunto de circunstancias fortuitas, ponen á D. Álvaro en ocasión de cometer delitos que su mismo honor le manda que cometa, sin que por eso su voluntad se tuerza é incline al mal. Antes al contrario, los lectores todos y los espectadores del drama hallan en su conciencia que D. Álvaro no hace mal en matar á sus enemigos y en matarse después; y no sólo le absuelven, sino que le condenarían si no se matara. Si D. Álvaro, con las manos llenas de la sangre que ha debido derramar y con el recuerdo reciente de la muerte de la mujer amada, se volviese al convento y á sus penitencias, el público le silbaría. Don Álvaro tiene, por consiguiente, que suicidarse; y sin embargo, el Duque no ha pensado en hacer la apología del suicidio, ni en recomendarle en algunas ocasiones; ni tampoco ha pensado en presentarnos el juicio del hombre en contradicción con el juicio divino.
La concepción del don Alvaro vale más que la ejecución; pero hay en este drama pormenores bellísimos. La escena final, sobre todo, es un cuadro terrible, maravillosamente pintado; y las dos escenas del aguaducho y del mesón de Hornachuelos, dos cuadros de costumbres, llenos de verdad y del más gracioso colorido.
Se nota, por último, en las obras del Duque, y singularmente en los dramas, aquella elegancia perfectísima, aquella delicada cortesanía, y aquella primorosa compostura, que resplandecen en las damas y galanes de nuestras antiguas comedias, y que rara vez descubren en las comedias de ahora, en las cuales, por huir de lo campanudo y culto, se suele caer en el extremo contrario de lo inculto y plebeyo, y se sacan á las tablas duquesas y marquesas, que no hablan sino de perejil y de rábanos y que hacen mil gaucheries cuando presumen de finas.
Zorrilla es otro de los corifeos del romanticismo, y el más fecundo de todos. Poeta de más imaginación que sentimiento y gusto, es incorrecto y descuidado á veces, y á veces elegante, como por instinto. Florido, pomposo, arrebatado, sublime, vulgar, enérgico y conciso, desleído y verboso, todo lo es sucesivamente, según la cuerda que toca; pero siempre simpático y nuevo, siempre popular y leído con placer y aplaudido y querido con frenesí de los españoles.
A par de los mayores defectos, hay en las obras de Zorrilla verdadera hermosura. Si el crítico más severo fuese descartando y condenando al olvido todo lo que Zorrilla ha escrito de incomprensible, de demasiadamente prolijo, de falso y de vulgar, y aún suponiendo que todo esto formase las tres cuartas partes de sus obras, siempre nos quedaría otra cuarta parte, que pondríamos nosotros sobre nuestras cabezas, y que como joyas riquísimas y divino presente de las musas, conservaríamos en el Narthecio de la memoria.
Las mismas composiciones de Zorrilla en que la inspiración desfallece, en que apenas sabe el poeta lo que quiere decir, ó en que no dice nada sino palabras huecas, tienen tal encanto de armonía y de gracia para los oídos españoles, que nos complacemos en oirlas, y las repetimos embelesados sin meternos á averiguar lo que significan y aún sin suponer que signifiquen algo. El amor de la patria, sus pasadas glorias, sus tradiciones más bellas y fantásticas, y las guerras, desafíos, fiestas y empresas amorosas de moros y cristianos, todo vaga y confusamente se agolpa en nuestra imaginación cuando leemos los romances, leyendas y dramas de Zorrilla; y todo concurre á dar á su nombre una aureola de gloria que no se ofuscara nunca, aunque la fría razón analice y ponga á la vista mil faltas y lunares.
El otro eminente poeta y corifeo del romanticismo ha sido Espronceda. Espronceda, menos fecundo que Zorrilla y que el Duque de Rivas, pero más apasionado. Sus versos, cuando son de amores, ó cuando la ambición ó el orgullo le conmueven, están escritos con sangre del corazón; y nadie negara que este corazón era grande. En el se á Migaban pasiones vehementísimas y sublimes. Espronceda,
Con pensamientos de ángel,
Con mezquindades de hombre,
hubiera sido más que Byron, si hubiera nacido donde y como Byron nació. Espronceda no podía escribir para ganar dinero, alumbrado por una vela de sebo y en una mesa de pino. Como todo hombre de gran ser, que camina por el mundo sin la luz de una esperanza celeste, necesitaba Espronceda vivir, gozar y amar en el mundo; y los deseos no satisfechos pervirtieron y ulceraron su corazón que era bueno, y el abandono de su juventud y los extravíos consiguientes llenaron su alma de ideas falsas y sacrílegas. Mas á pesar de todo, la bondad nativa, la ternura delicada de su pecho y el culto y la devoción respetuosa con que se inclinaba Espronceda ante lo hermoso y lo justo, y con que adoraba y se confiaba en la amistad y en el amor, brillan en sus acciones como en sus versos.
