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Veröffentlichungsjahr: 1911
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Crítica literaria: (1887 1889)
Juan Valera
Índice
Cubierta
Portada
Preliminares
Crítica literaria: (1887 1889)
PRÓLOGO
CON MOTIVO DE LAS NOVELAS RUSAS
FIGURAS DE LA ALEMANIA CONTEMPORÁNEA
DON ANGEL DE SAAVEDRA, DUQUE DE RIVAS
DON PEDRO CALDERÓN DE LA BARCA
CANCIONERO
EL GUSANO DE LUZ
LA POESÍA ESPAÑOLA CONTEMPORÁNEA EN FRANCIA
ANTOLOGÍA DE POETAS LÍRICOS ITALIANOS
Acerca de esta edición
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Sea lo que sea, pues nadie lo explica ni lo sabe, la substancia que llena el espacio y constituye este Universo visible, á lo que se puede conjeturar, ni crece ni mengua, y permanece siempre en el mismo ser. Lo que hacen los átomos ó partecillas de esta subtancia es juntarse, separarse y volverse á juntar, ora de un modo, ora de otro. Así cambian Posición y figura. De aquí la variedad y sucesión de las cosas. Todas se transforman; pero el aniquilamiento de la más ruin de ellas es inconcebible, á no ser por expreso mandato del Omnipotente, que las sacó de la nada.
Si esto ocurre con lo material, ¿cómo anhelar ó temer la total destrucción de una sola idea, eternas todas en el entendimiento de Dios? Cada idea, pues, cuando aparece en el entendimiento humano, reflejo, aunque pobre, del divino, cobra para nosotros vida, que nunca terminará, mientras hubiere hombres.
De esta suerte, el progreso y el auge, que no caben en el Universo ideal, inmutable, que hay en la mente del Eterno, ni en el Universo visible, donde sólo hay mudanzas y transformaciones, caben y se dan en el otro Universo ideal, limitadísimo, que la mente humana va creando poco á poco.
Este progreso y este auge son la esencia de la civilización, la cual pasa en su camino por estaciones más ó menos bellas y ricas, aunque no ceja y adelanta de continuo: al menos yo así lo creo.
Lo que tal vez acontece, y estas son las alternativas que la civilización nos trae, es que Dios suscita á un grande ingenio, el cual reúne todas las ideas, las coordina en conjunto armónico y forja un sistema que toda la humanidad, ó lo más noble y activo de ella, acata y sigue, hasta que sobrevienen mil ideas nuevas que se quedan fuera del sistema antiguo, y pesan tanto sobre él, que le ponen en prensa y al fin le rompen y destrozan. Desligadas entonces las ideas, todo se revuelve, baraja y desmenuza, y así persiste, como caos, hasta que aparece nuevo ingenio que forja sistema más vasto, incluyéndolo todo en él, á fin de que nada huelgue, de que nada quede extravagante y de que nada sea dañino.
General es el convencimiento de que nos hallamos ahora en una de esas fiebres caóticas de que suele adolecer la civilización; pero no debemos asustarnos, porque nada ha perecido. Aunque las ideas corren sueltas y á la ventura, ninguna muere. Las facultades humanas, de cuya virtud nacieron, están vivas, briosas y fecundas como en el primer día. La fe, la razón, la inteligencia intuitiva, el discurso y la imaginación creadora, todo nos asiste hoy, como asistió á los hombres de hace cuatro ó cinco mil años.
Las diferencias son dos: en mi sentir, una favorable y otra adversa. Es la favorable que poseemos hoy muchísimas más ideas, pues como nacen y no mueren, cada día hay más; y la adversa es que no hay poder que las enlace, y que vagan sin dirección, en tropel y tumulto.
Sin embargo, no hay mal que por bien no venga. Mientras no llega á crearse el nuevo orden, no puede negar que este desorden espantoso, á través de mil inconvenientes y peligros, proporciona algunas ventajas. La soltura en que las ideas se encuentran hace que sean más fáciles de agrupar por cada espíritu humano, poseedor de cierto atractivo por donde nacen millares de sistemitas originales y millares de incompletas teorías; todo lo cual, si no es satisfactorio, es variado y á veces ameno, cuando se mira con calma y sin perder la santa esperanza consoladora.
Para la ciencia no es esto muy bueno, pero lo es para la poesía lírica. Se nota hoy lo contrario de lo que no pocos hombres ilusos creen notar y lamentan: que, en vez de acabarse la poesía, la poesía florece como no floreció jamás. Los sabios experimentales sueñan el triste ensueño de que estamos en el siglo positivo, entendiendo por positivismo la negación de toda idealidad; pero todos los demás hombres los desmienten, y aun ellos mismos se desmienten sin caer en la cuenta. No debiéramos quejarnos de falta, sino de sobra ó redundancia de ideales. Y no vale la sofistería de desechar algunos por anticuados. Tal vez la combinación de ideas que los sabios creen más próxima á desbaratarse, sea lo que sirva de núcleo y base para construir el gran sistema de lo futuro.
Lo novísimo ó lo arcaico y retrógrado del pensar y del sentir, es según se considere. La negación de Dios, el pesimismo, el odio á la vida y el reconocer y declarar que todo es vano, no son descubrimientos recientes ni peregrinas novedades; son ideas y doctrinas más antiguas que la doctrina de Cristo. Paréceme, pues, absurdo el decir, como alguien dirá, que un poeta que guarda en su alma y expresa en sus versos, sin que los empañe la más ligera nube de duda, la creencia católica, es más anacrónico y fuera de moda que otro poeta que parezca gentílico ó budhista.
Se ofrecen estas reflexiones á mi espíritu al leer los versos del simpático y malogrado Duque de Almenara, para los cuales debo y quiero escribir este Prólogo.
Por la forma castiza, son dichos versos muy semejantes á los de nuestros autores más famosos del siglo XVI y por el fondo, en lo religioso, son severamente católicos; y en lo profano, tienen cierto sabor petrarquista, con dulces dejos de melancolías, inquietudes y romanticismos á la moderna.
De todo ello, lejos de resultar algo de anacrónico y artificial, nace una poesía naturalísima, contemporánea, que refleja la fisonomía mental del poeta y una faz de la época en que ha escrito.
El fundamento de la originalidad no está en buscarla, procurando decir algo de muy peregrino, sino en no ser afectado y en dejarse llevar del propio impulso. El poeta que hace esto, aunque crea que imita á otros poetas, y aunque se ciña y ajuste á determinados é inflexibles dogmas, es siempre original: es él; tiene estilo propio, tal vez sin quererlo ni saberlo.
Lo que importa es la sinceridad, la manifestación del alma tal como ella es. ¿Qué variedad de tonos, de colores y de matices no hay en los poetas cristianos cuando son sinceros?
El cristianismo, cuando no se toma como máquina poética y por momentos, como hacían Chateaubriand y Lamartine, sino con verdad y constancia, da ser todavía á los más egregios líricos, como el yankee Whittier y el italiano Manzoni, los cuales están penetrados del espíritu de nuestro, siglo, en lo que hay en este espíritu de más sano. La luz de la fe religiosa no ofusca, en las obras de estos poetas, el color de nuestra edad, sino que le presta más resplandor y viveza.
Lo mismo se puede decir de los versos del Duque de Almenara, dentro de su más modesta aspiración. Whittier cantó para el pueblo, y fué como el Tirteo de la guerra santa, que dió libertad á millones de esclavos. Manzoni cantó para el pueblo también, y fué uno de los que prepararon la libertad, la unidad y la independencia de su nación. Sin tan altos fines y propósitos, los versos del Duque de Almenara son más íntimos y sujetivos. Y esto, en cierto modo, no disminuye la significación y transcendencia de la poesía. A veces la íntima tiene mayor transcendencia, cuando está hondamente sentida y hermosamente expresada. Mucho importa la libertad material de millares de hombres; mucho vale la reconstrucción política de una nacionalidad gloriosa, pero más importan y más valen el bien supremo y la salud de los espíritus, á que puede llevarnos quien pinta con vehemencia el estado del suyo y traza la senda segura por donde su inspiración le guía y conduce.
No hay en los versos del Duque de Almenara intención de enseñar, ni pretensión de persuadir y mover las almas á un fin prescrito. Son los más de ellos como soliloquios, como desahogos de su corazón; y sin embargo, enseñan, persuaden y mueven.
El clarísimo ejemplo de la paz de su alma, revelada y no fingida, induce á imitarle, y despierta en el lector como una envidia santa, si vale expresarse así.
Cuando se leen con recogimiento las odas y canciones que llevan por título La paz del alma, esa paz que tan bien siente y goza el poeta, penetra en el corazón del lector y le baña en su dulzura. Así le infunde el más puro optimismo, nacido de la fe y de la esperanza en Dios, por cuya virtud casi se confunden y se identifican la tierra y d cielo. Las descripciones que hace el poeta, sobre todo en la vida del justo, tienen una vaguedad no buscada, sino espontánea, porque el más sutil artificio no hubiera atinado nunca á producirla, y en esta vaguedad ya creemos ver el paraíso Primitivo, ya la gloria futura después de la muerte, ya este mundo tal como es y durante nuestra vida corporal y transitoria, pero rico en armonía y excelencias maravillosas, como prefiguración y primicias de cumplida bienaventuranza.
En los versos profanos de nuestro poeta, ya se dirijan á objetos inanimados, como la luna, el sol y las flores, ya á alguna dama joven y bonita, hay siempre algo de su misticismo, de su candorosa devoción, como si amase él todo esto por amor de Dios, contemplando cada ser y cada criatura cual cifra, retrato, reflejo ó signo más ó menos expresivo, claro y brillante del Hacedor supremo.
El poeta tiene amor, requiebros, adoración para todas las cosas. Lejos como nadie del panteísmo, se diría que siente á Dios, porque Dios lo penetra y lo llena todo, y en todo le ama y le adora con efusión dulcísima. El crepúsculo vespertino le inspira amor, y hasta le causa la ilusión de que las aves, el prado, el río y el aire andan también enamorados del crepúsculo vespertino y le dan sus más lindas músicas y sus más suaves perfumes. A la luna le dice ternuras, como si la luna las oyese y las entendiese. En resolución, el poeta es todo amor de Dios, ya directo, ya dirigido á sus obras.
Sublime es el místico, que abstrae sus sentidos y potencias de cuanto le circunda, que limpia de imágenes la profunda capacidad de su alma, y que allá, en el centro más recóndito de ella, busca á Dios, le halla y se une con Él; pero, si no tan sublime, es más bella la poesía del que difunde su alma, llena de amor divino, por toda la creación, donde Dios reside y fulgura, y la ama por amor de Dios, con lícita y bien fundada idolatría.
Así es nuestro poeta; y es así, no de propósito deliberado, sino porque es así por naturaleza, lo cual presta raro hechizo y espontánea lozanía á todos sus cantares.
En los que le ha dictado el afecto hacia una mujer, á quien llama Elvira, se advierte, si cabe, mayor sencillez y candor que en todo. El fervor devoto con que da culto á la naturaleza y la piedad religiosa no abandonan al poeta, ni por un instante, en estos versos de amor á Elvira, que apenas pueden llamarse versos profanos. Las ternuras, los encomios que en ellos prodiga á su amada, van engalanados con rápidas descripciones de campos, cielo, flores, y valles, y montañas, y van santificados por el nombre y la idea de Dios, siempre presentes. Resulta de todo esto un conjunto delicioso, donde hay beatitud serena, claridad etérea y entusiasmo reposado é inocente, que recrea y consuela el alma de todo lector, cuando sabe comprender la belleza de la poesía.
Como los versos siguen al Prólogo, creo excusado citar aquí una sola estrofa, en prueba de mis afirmaciones. Quien me lea, leerá todos los versos después y convendrá conmigo. Sólo diré que las canciones á Elvira son diez y seis, y que en todas ellas hay mucho que admirar. La canción X no es quizá de las más hondamente sentidas; pero yo la recomiendo singularmente por la gracia, el primor y la elegancia extraña con que está escrita.
Dentro de la unidad que el objeto y el asunto dan á las canciones á Elvira, el poeta ha acertado á poner mucha variedad. Lo vago del lirismo, lo celestial y aéreo de los sentimientos, no impiden tampoco que el sentido de lo real, la vida, palpite en cada una de las estrofas de las canciones. El poeta no finge todo aquello para cantarlo después: el poeta lo ha vivido primero. Aquellos amores tempranos de su adolescencia son verdad; son verdad las penas que, ausente de Elvira, padece; son verdad los recuerdos que evoca; son verdad las infidelidades, las distracciones, los amores menos puros que sobrevienen luego para nublar tan hermosos recuerdos; son verdad los desengaños y el hastío que acuden en pos de estos otros amores, y son más verdad y más poesía que nada el arrepentimiento del poeta y su vuelta al dulce cautiverio de su Elvira, cuya gloria eclipsa toda falsa luz, cuya mirada de santo fuego limpia toda mancha del corazón, y cuyo atractivo levanta el pensamiento y la voluntad hasta el cielo.
El poeta no ha pensado en imitar en Elvira á Beatriz. Si lo hubiera pensado, se notarían las huellas de la imitación, y su obra no tendría la cándida frescura de lo espontáneo; pero, sin pensar en ello, el poeta ha hecho de su Elvira una á modo de Beatriz de nuestra edad, sin pasar él á través de todos los horrores del infierno para volver á hallarla y subir en su compañía á las esferas luminosas.
Las tristezas del poeta, lejos de ser desesperadas, son siempre suaves. Ni el propio dolor, ni el dolor ajeno hace honda mella en su alma, rica de compasión, pero defendida por la fe y por la esperanza. El amor, la caridad, es para él, y debe ser para todos, fuente pura é inexhausta de consuelo. Hasta en sus más alegres arrebatos, hasta en sus ensueños más brillantes de ventura, la preocupación y la simpatía hacia la miseria humana asaltan, sin duda, su ánimo; pero al punto ve en el amor el remedio eficaz, la salud y el consuelo para todo.
Una vez, soñando, sube el poeta al cielo, en compañía de su amada. Todas las bienaventuranzas se le logran; y, no obstante, conforme va elevándose, entre los brazos de ella, con todos sus anhelos cumplidos, oye lamentos que le perturban y apesadumbran:
Son el ¡ay! que levantan los mortales
Al Sumo Bienhechor. Cuando á mi oído,
Al través de los ecos celestiales,
Este clamor llegaba: "Bien querido,
A mi ángel le decía, no te asombres;
Por no saber amar lloran los hombres."
De esta suerte, con bella y conmovida elocuencia, siguiendo á la Santa Doctora de Avila, tal vez sin pensarlo, justifica el poeta á Dios de todo el mal moral ó físico, atribuyendo su origen á la falta de amor, poniendo el manantial de que nace en la libre voluntad humana.
Mas aunque basten estas consideraciones para dar paz al alma, no la hacen insensible á la misericordia, ni le prestan beatitud egoísta. Por donde quiera se notan en los versos de nuestro autor las huellas de las lágrimas y el ardor de la melancólica filantropía, que arranca de sus ojos y que encienden en su pecho los infortunios de sus semejantes, á quienes ama con fraternal afecto, que se eleva á predilección solícita para los menestorosos y desvalidos. Para él todos los triunfos, todos los laureles, todas las prosperidades, no valen una gota de la sangre que ha costado:
No valen una lágrima siquiera
De la madre que espera
Con hondo afán prolijo
La vuelta de su hijo.
El carro de marfil del triunfador le parece carro fúnebre formado por los huesos
De los que mueren en la lid sangrienta.
Tal ha sido el Duque de Almenara si le juzgamos por las bellas poesías que nos deja en herencia, acrecentando con nuevas riquezas el ya riquísimo tesoro de la poesía lírica de España. Su vida, aunque no la conociésemos, podríamos afirmar que estaba de acuerdo con las poesías: el legítimo naturalismo, el verdadero realismo estriba en la sinceridad, y las poesías del Duque son sinceras.
Su elevado nacimiento, su ilustre nombre, sus bienes de fortuna y sus títulos nobiliarios, jamás bastaron á turbar la rara modestia que lo realzaba todo, y que rayaba en humildad, no incompatible por cierto con la dignidad y el decoro de todos sus actos y palabras, en los cuales ponía él, sin estudio, el sello de la más bondadosa cortesía.
Todos los que tuvimos la dicha de conocerle y tratarle le quisimos bien en vida, nos honrábamos de ser amigos suyos, y hoy lamentamos su muerte, relativamente prematura.
Esta muerte fué santa: no sólo resignada, sino dichosa para él.
El Duque, hombre de fe profunda, amaba la vida, pues, como don de Dios, no puede ser mala en sí, y es, además, camino para más completa felicidad; pero no temía tampoco la muerte, viendo en ella la puerta que hasta esa felicidad nos introduce.
Tal vez el Duque de Almenara en su agonía extrema, recitó con apagada voz esta estrofa, que es también la última que el tomo de sus versos encierra:
¡Ay! Bendice, alma mía,
La fe que te legaron tus mayores.
¿Qué importa la agonía
De esta cárcel de horrores,
Si has de ser mas feliz cuanto más llores?
Quiso el Duque que yo escribiera un Prólogo para sus versos; su cariñoso hermano me ha suplicado que cumpla yo este deseo; y yo, aunque mal, le cumplo, y le cumplo con contento y orgullo.
Sólo me pesa mi falta de autoridad sobre poesía, para que mi recomendación valga á las del Duque; pero ellas por sí valen, y no han menester de mi recomendación. Y me pesa también de otra falta de autoridad que hay en mí, y que es mucho más grave. ¿No seré yo considerado como profane é intruso entre los creyentes fervorosos, en cuyo número el Duque se contaba? Aunque esto fuese, el respeto que todo alto sentir y toda noble creencia me inspiran, me parece que me hace digno, aun careciendo de otras calidades, de penetrar por un instante, y hasta de hacer oir mi voz, en el seno de la congregación más piadosa, sobre todo, cuando vengo en ella á dar testimonio, muy valedero por lo imparcial del talento, de la elevación de alma y de la ardiente y viva fantasía poética de uno de sus más claros individuos.
Bruselas, 1887.
Ilustre amiga mía y señora: Hacía ya tiempo que no nos escribíamos cuando recibí con agradable sorpresa el último y precioso libro de usted.
Su lectura me ha deleitado en extremo. Cada día hallo y admiro en usted más altas prendas de escritora.
También por lo útil y oportuno celebro yo este libro. Siempre creí que, engreídos nosotros en el siglo XVII, cerramos los ojos del espíritu á todo el movimiento intelectual del resto de Europa, y de ahí nuestra decadencia. De ella nos volvimos á levantar, viniendo el impulso de afuera, pero con parte del caudal propio olvidado y perdido, como campo que estuvo durante años sin cultivo ni abono. Hoy que reverdece en España el pensamiento castizo y recobra su antigua lozanía, bueno es que no se aísle, sino que se verifique, recibiendo impresiones de países extraños; que se nutra, asimilándose lo que más le convenga, y que el relato de ajenos triunfos aguijonee nuestra emulación y nos excite á merecerlos y á alcanzarlos mayores.
Cuanto usted nos cuenta de Rusia está contado con claridad, orden y elocuencia, y en los elogios que los periódicos tributan á usted, me atrevo á decir que para nada ha tenido que tomar parte la galantería.
A mi ver, y en esto me parece que naturalistas y no naturalistas estamos de acuerdo, á fin de componer un libro tan lleno de vida y de gracia como el que acaba usted de escribir, necesita quien le escriba apasionarse del asunto. No repruebo, pues, que usted se haya apasionado. Era requisito esencial. Jamás, á pesar del gran talento que reconocemos todos en usted, hubiera usted escrito tan bien, sin la pasión que alienta é inspira y que en cuanto usted escribe se advierte.
Yo soy frío y poco poético en prosa. Acaso en verso sea yo menos poético aún; y si bien no me toca á mí declararlo, no faltará quien lo declare, si es verdad, y aunque no sea verdad. Lo cierto es que me apasiono difícilmente. Así es que, sin dejar de sostener, como el más devoto admirador de usted, que su libro sobre Rusia es interesante y amenísimo, he de poner algunos reparos y he de contradecir algo de lo que en él se afirma.
Hay quien entiende que de la discusión brota la luz, y que al exponer cada cual sus ideas, viene á descubrirse la verdad; pero aunque la luz no brotara, ni la verdad se descubriera, la contradicción convendría, ya que no por útil, por deleitosa. Pensando todos lo mismo, nos aburriríamos de muerte, las sesiones del Ateneo estarían desanimadísimas, y no se escribirían ni se hubieran escrito las noventa y nueve centésimas partes de los libros que se escribieron y que se escriben.
En lo expuesto me apoyo para pedir á usted perdón de opinar en muchos puntos de diversa manera. Hasta lo presente disto infinito de dar á la literatura rusa la importancia y el valer que usted la prodiga. Justo es conceder que en el concierto de las naciones cultas de Europa se nota y distingue desde hace poco una voz más: la voz rusa; pero no que esta voz es la de la prima donna, la cual canta un aria estupenda, y que todos hemos enmudecido para oirla.
Casi nos pinta usted á las naciones europeas intelectualmente decaídas. Yo veo lo contrario; nunca gozaron de más brillante florecimiento intelectual. En Rusia empieza también una época fecunda. Quizás en el porvenir Rusia eclipse y supere á los pueblos occidentales de nuestro continente; pero este porvenir está aún muy remoto. En lo presente, y prescindo del glorioso pasado, ¿quién no ve que la producción literaria y científica de Alemania, Inglaterra ó Italia, está muy por encima de Rusia? A mi ver, si no me engaña el patriotismo ibérico, ni España ni Portugal se han quedado á la zaga de la nación que hace poco ha entrado en el concurso.
Pongo todo esto como dudas que se me ocurren y no como afirmación, porque ignoro el idioma ruso, y sólo conozco por traducciones y críticas algo de sus poetas, novelistas é historiadores.
En mis dudas, cavilo yo y digo: en París, que sigue imponiendo la moda en todo, que sigue siendo el foco de la civilización europea, en el continente al menos, han dado en ensalzar á los rusos; pero, ¿no entrará en ello, no adrede y reflexivamente, sino por instinto, cierto interés público ó político y cierta ilusión óptica? No hay salón, ni periódico, ni revista, en París, que no sepa de literatos rusos y que no hable de ellos y los ensalce. En cambio, fuera de algunos eruditos, ¿sabe nadie ni habla nadie en Francia de Quintana, de Espronceda, de Alarcón, del Duque de Rivas, de Tamayo, de Hartzenbusch y de tantos otros?
¿Quién, á pesar de los esfuerzos generosos de las Matinées Espagnoles, habla en Francia de autores portugueses contemporáneos? Sin embargo, á mí se me figura, por lo poquísimo que sé, que en los últimos cuarenta años han florecido y florecen en Portugal poetas líricos, novelistas é historiadores de no menor nota que los rusos. Aunque murieron ya, hemos conocido y tratado á Garret, á Herculano, al ciego Castilho, y viven y escriben aún Teófilo Braga, Latino Coelho, Oliveira Martins, Antero de Quental, Tomás Ribeiro y no pocos otros. En el Brasil, antigua colonia portuguesa, brillaron y brillan autores de no inferior mérito, como Goncalvez Dias, Araujo Porto Alegre y Magalhaes. Todo esto tiene poquísimo eco en Francia; pero, ¿será porque los autores no valen, ó será por otros motivos?
Cuenta que yo no niego que en Francia todo se estudia y todo se sabe. Pocos celebran más que yo la erudición, la laboriosidad y el talento de los franceses. Aunque las comparaciones sean odiosas, diré que hasta hoy, aun de nuestra historia general política, se ha escrito mejor en Francia que en España. Romey y Rosieu de Saint Hilaire dan testimonio de ello. Nuestra misma historia literaria debe mucho á Viel Castel, á Dámaso Hinard, á Puibusque, á Magnabal, á Germond de Lavigne, al conde de Puymagre, á Antonio de Latour y á Carlos de Alazade; no obstante, todos estos hispanófilos se leen poco y no llegan á ser populares.
Peor aun están en Francia los portugueses. Fernando Denis ha escrito la historia de su literatura; pero, ¿quién la lee en Francia?
En suma: hemos de confesar, que en el día, en que París impone la moda, ni los españoles ni los portugueses están en moda.
Es claro que los alemanes lo están menos. Los ingleses no privan tampoco. Suecos, daneses y griegos son desdeñados por poco importantes. Y por lo que toca á los italianos, en Francia, por lo común, los consideran como decaídos. Se requieren muchas circunstancias para que un autor de la Italia de ahora llegue á ser en Francia famoso. Es menester que escriba en francés, como Rossi y Vera; ó que influya de un modo extraordinario en la política general, como Gioberti y César Balbo; ó que sea el más elegante, perfecto y original sostenedor de alguna doctrina que llegue á hacerse muy popular, por donde quiera, como Leopardi, por ejemplo, del pesimismo. Y aun así, mucho antes de que nada de Leopardi estuviese escrito en francés, y mucho antes de que hubiese hablado de él la Revue des deux mondes, había yo escrito extensamente sobre Leopardi en la revista española del mismo título, que publicaba Mellado.
En Francia, no ya sólo lo extranjero, sino lo que se escribe en las provincias, no adquiere nombradía hasta que en París lo notan y celebran. Y en París se escribe y se publica tanto y hay tanto que notar y celebrar, que tarda mucho en ser notado cualquiera escrito, por notable que sea, si su autor no vive en París y no frecuenta aquellos círculos literarios. Sea ejemplo de esto, si no recuerdo mal, Augusto Nicolás, cuyos Estudios filosóficos sobre el cristianismo, publicados, creo, en Burdeos, estaban ya traducidos al castellano y á otros idiomas, y la alta crítica francesa no había hablado aún de ellos, aunque entonces privaba tanto el tradicionalismo.
París, ciudad dispensadora de la gloria, cosmopolita, es de difícil acceso por este lado. Y con todo, en París hay un público de aficionados á las letras exóticas. ¿Cuáles son las causas de que este público muestre hoy singular predilección por lo ruso? Las causas, á mi ver, son muchas. Mencionaré las principales.
Primera. La gratitud por la admiración que produce en Rusia todo lo francés. Antes que Balzac y Zola fuesen tan admirados en Francia, lo fueron en Rusia.
Segunda. La grandeza y el poder de aquel Imperio colosal. Excita más la curiosidad lo que dice un escritor que en cierto modo representa y lleva la voz en nombre de tantos millones de hombres, que domina tanta extensión de nuestro planeta, que lo que dice el súbdito de un Estado pequeño, flaco y decaído.
Tercera. La vanidad patriótica de los franceses, quienes ven en casi todo literato ruso á modo de un hijo adoptivo, el más original de ellos, el que más color local pone en sus obras, las informa con filosofía, gusto literario, tendencias y opiniones que lleva á su patria desde París, si es que vuelve á su patria y no se queda en París escribiendo, como si fuera un literato parisiense que escribe en ruso, en una lengua rica y hermosa, y cuya condición peregrina da, por lo pronto, cierto misterio y novedad á cuanto dice. Así Turguenef, que residió y escribió en París durante muchos años y fué amigo de Gustavo Flaubert y de otros autores franceses de los más celebrados. La facilidad, primor y elegancia con que los rusos hablan francés, ya por educación, ya por don natural que tienen, los aproxima más á los círculos literarios franceses que á los otros extranjeros.
Y cuarta. Cierto presentimiento instintivo ó calculado, de que en el caso de nueva guerra entre Francia y Alemania, Rusia será la natural aliada de Francia.
Al exponer yo todo esto, no quiero menoscabar en nada la merecida reputación de los autores rusos que usted nos hace conocer. Yo acepto, y aun encarezco en absoluto y sin comparaciones, cuantas alabanzas da usted á los dos poetas y á los cuatro novelistas principales. Puschkin, Lermontoff, Gogol,Turguenef, Dostoyewski y Tolstoi, son seis genios, ¿pero no habría seis genios del mismo calibre en cualquiera otra tierra de la Europa occidental menos extensa y en cualquiera otra nación menos populosa? Para comparar literaturas y juzgar de su riqueza y florecimiento respectivos, no se puede ni se debe tomar un período de pocos años. Es menester tomar períodos mayores; siquiera un siglo.
Quiero suponer que en la Europa occidental todo anda ahora de capa caída, ó dígase de espíritu caído. Pero ¿desde cuándo se nota esto? No, á la verdad, desde 1840, época en que pone usted el florecimiento de las letras rusas.
Bueno que sean adorables los seis autores más de bulto que usted encomia: pero, á fin de admirarlos, no he de suponer, como usted supone, que Italia é Inglaterra han dicho ya cuanto tenían que decir, y que cumplieron su oficio histórico y son como actores que declamaron la más linda parte de su papel. Añade usted que Alemania no da hoy nada de sí. En suma, y perdóneme usted lo vulgar de la expresión, no deja usted títere con cabeza para que sobre tanta desolación y muerte se levante y brille la gloria literaria moscovita.
No niega usted que hay aún literatos y autores en los demás Estados y lenguas de Europa. Ningún furibundo terremoto ha sobrevenido que nos hunda de repente; pero nos condena usted á muerte de vejez y decrepitud. Toda Europa, menos Rusia y Francia, asegura usted que "aun gozando de cierta fecundidad relativa que engaña al observador superficial (yo soy de los superficiales y engañados) ha cesado de determinarse genuina y varonilmente, de poseer elementos vitales y creadores."
En esta condenación general de las naciones arianas que hace usted para que pase todo á los rusos, no se atreve usted á arrinconar por vieja á la gran república de los Estados Unidos; pero á mi ver, aun es usted más cruel con esos pobres Estados. No los mata, pero los declara impotentes. La razón que da usted para ello es que no tienen tradición nebulosa de que por condensación nace el astro de la poesía folk-lore, y no sé qué otros requisitos indispensables para que un pueblo venga á producir una literatura original y propia. Aquí, á mi ver, no por culpa mía, ni de usted, sino por deficiencia del lenguaje, hay confusión en los conceptos, ó más bien en la expresión de los conceptos, y es menester deslindarlos y ponerlos en claro.
