Aquello sucedió así - Ángeles Malonda Arsis - E-Book

Aquello sucedió así E-Book

Ángeles Malonda Arsis

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Beschreibung

La Guerra Civil española no acabó para todos en 1939: quienes se encontraron en el bando de los vencidos tuvieron que sufrir las represalias de los vencedores. Encarcelada durante cinco años y castigada a la pena de muerte, la autora transmite su incomprensión ante el abuso de poder ejercido por algunos de los responsables de las prisiones. Indignada por la injusta muerte de Antonio Azcón, su marido, el libro muestra la pena, el dolor y la rabia de Ángeles Malonda por el sufrimiento de sus más allegados, a la vez que la desesperación por la separación de sus hijas. Finalista del Premio Espejo de España en 1982, este volumen es una crónica de nuestra historia, vivida en primera persona y relatada para dejar constancia de los recuerdos de una época, con el deseo de que nunca nadie sea espectador de una guerra, y menos aún de una guerra civil.

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Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

 

 

© De los textos Ángeles Malonda, 2015© De esta edición: Publicacions de la Universitat de Valencia, 2015

Publicacions de la Universitat de Valenciahttp://[email protected]

Diseño de la maqueta: Inmaculada MesaFotografía de la cubierta: Archivo familiarDiseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

ISBN: 978-84-370-9880-7

ÍNDICE

PRESENTACIÓN, Luis Hernández Alfonso

PRÓLOGO, Carmen Conde

SENDA, Luis Hernández Alfonso

LA RECLUSA, Ángeles Malonda

VIVENCIAS RETROSPECTIVAS

Año 1920

Residencia de señoritas

Facultad de Farmacia

AQUELLO SUCEDIÓ ASÍ

Inicio de la guerra civil

Sindicato de Farmacia

Año 1936

El funesto «Pancho Villa» (Gandía, 1937)

La guerra ha terminado

El fin de la contienda (marzo de 1939)

En mi refugio de Barcelona

Detención en Barcelona

De Barcelona a Gandía

Prisión preventiva (Gandía, agosto de 1939)

En las Escuelas Pías (Gandía)

En la posguerra

Miranda retrospectiva

Escuelas Pías (Gandía)

Instrumento indeseable (1940)

Lamentación

Juzgados militares en Gandía

Un primer juicio

Mi sumario

Traslado a Valencia

La mala bestia

La crueldad de la gente

Fecha memorable: 24-10-1940

El rancho y las pelonas

Carta a mi hermano

Atentado frustrado

Se cumple un año

De nuevo en Valencia (segundo juicio)

Prisión provincial de mujeres (Valencia)

La directora (a), «la Nati»

La convivencia

«Estas intelectuales»

Contrastes

Una visita excepcional

Carta a un pariente sacerdote

Contestación a mi carta

Llega otra «chapada»

Día de la Merced (24-9-1940), fiesta en prisiones

La incomunicación

Recapitulación

Fuera, sigue la vida

Indefensión

La envidia

Un indulto

La comunicación

¡Pobres pequeños!

Comunión pascual

Una reclusa evangelista

Una marquesa

Retorno a Santa Clara

Curiosa orden

Liberación (20-3-1941)

Libertad condicional

Días de misiones

Traslado general

Vuelta a la provincial

Noche de tormenta

Otros tristes días navideños en la prisión provincial (25-12-1941)

El caso de Ana María

Nuevas libertades

Rememoración

8 de diciembre de 1941

Orden de aislamiento para las comunistas

Otro nuevo año (2-1-1942)

Misiones (22-2-1942)

Valencia en fiestas (marzo 1942)

Bulos, bulos

Ingreso en oficina (25-3-1942)

Peripecia (mayo 1942)

Y…otras fiestas (julio 1942)

Gracia concedida (29 julio 1942)

Dos de agosto (1942)

María Cruz, ¡adiós! (8-9-1942)

Otro día de la Merced. Septiembre, prisión provincial (1942)

Juguetes

Monasterio de Santa María del Puig

Cautiverio soportable

Otro retorno a la provincial

Y…más fiestas entre muros (18-3-1943)

Y…«otras misiones» (marzo 1943)

La típica Pascua en Valencia (abril 1943)

Rosita

Julio 1943

4 de julio, domingo

Decreto de veinte años

Día de comunicación

Junta Militar de «revisión de penas»

Junta de Libertad Vigilada (agosto 1943)

Trifulca de orden interno que afecta a la dirección (agosto 1943)

Impresión al abandonar, ¡al fin!, aquellos muros (agosto 1943)

No todos fueron «malos»

Libertad precaria

Antecedentes penales

Estado de ánimo

Nueva etapa (agosto 1943)

Portals nous

Carta a mis amigas, las que allá en la prisión quedaron

En las Islas Baleares (octubre 1943)

¡Más lucha aún! intento de recuperar mi farmacia por vía legal

El señor gobernador

«Brigadilla social»

ÉPÍLOGO

El triángulo roto

PRESENTACIÓN

No se trata de un «diario» ni de las «memorias» de una de tantas víctimas de la tragedia que hundió a España en la guerra civil de 1936 y que aparentemente concluyó el 1 de abril de 1939. Este libro es un conjunto de vivencias, de impresiones inmediatas, de pensamientos y reflexiones relativos a la que se denomina «postguerra», pero que fue realmente una prolongación, para muchos inesperada y para todos cruenta, de la persecución de los vencidos por los vencedores. El mero hecho de no haberse unido al «glorioso Movimiento» era considerado como «delito de adhesión a la rebelión».

De este modo, resultaban delincuentes las tres cuartas partes del total de los españoles: se daba por obligatorio sumarse a la rebelión para no ser acusado de rebelde. Desde el punto de vista jurídico, no puede darse nada más monstruoso.

En las guerras civiles intervienen factores diversos: rencores, revanchas, pugnas locales, envidias, intereses creados, apetencias inconfesables, que aprovechan las circunstancias bélicas para satisfacerse.

Esos factores se manifestaron, al abrigo de la impunidad, al término de nuestra guerra civil. Justo es declarar que no todos los triunfadores abusaron de su victoria; hubo personas ecuánimes que, lejos de contribuir a la injusta persecución, se opusieron a ella y procuraron paliar los efectos de la misma, incluso, en ocasiones, arriesgando su propia seguridad.

Ahora, cuando por la fuerza de las circunstancias se ha abierto un periodo de libertad –apertura a la que se vieron obligados los mismos adversarios de ésta– parece expedito el cauce de una convivencia normal, deseada por la mayoría.

Cicatrizadas en lo posible las profundas heridas pausadas por la guerra civil y la postguerra, ni la autora de este libro ni su prólogo pretenden resucitar resentimientos ni afanes vindicativos. Todo lo contrario: refiriéndose a los amargos instantes pretéritos, se desea prevenir a los hombres de hoy contra los peligros que entraña cualquier intento de reproducir la tragedia que vivió España en aquella lucha fratricida, cuyas secuelas perduran.

Los gravísimos problemas que se le plantean al pueblo español exigen el común esfuerzo para su solución. Que todos, pues, aun sin renunciar a sus ideales respectivos, contribuyan con respeto mutuo a la obra positiva de la restaurada democracia.

LUIS HERNÁNDEZ ALFONSOSeptiembre de 1979

PRÓLOGO

Ángeles Malonda es autora del doloroso informe escrito durante los años de su larga prisión. Lo más triste para los que fueron vencidos en la guerra que nos tocó padecer a todos es que esa guerra no se acabó realmente. Añejas victorias españolas merecieron el pincel de Velázquez ante unos y otros contendientes. Ya, no. Terminan las guerras y a los que fueron vencidos se les va rematando por medios que llegan a ser inhumanos.

Es innegable que antes de ser derrotados algunos cometieron desmanes y hasta a veces crímenes: el castigo se cobró sobradamente sus víctimas. Por ambas partes se hizo más de lo que se supo objetivamente. Lo del ojo por el ojo y el diente por el diente se llevó a cabo con frialdad y como revancha justificada. Sucia palabra la revancha en todo momento.

Considero que, al publicar sus desdichadas vivencias persecutorias y carcelarias, lo que busca la autora es que otros aprendan cómo se comportó la paz: no cumpliendo tampoco lo que prometió para ser creída. Algo semejante ocurrió con la historia que se imbuía a nuestros escolares y estudiantes adultos. ¡Cuántas palabras fueron traicionadas en nombre de voluntarios errores!

El libro titulado Aquello sucedió así (uno más a favor del tema guerra y paz españolas) es alivio del trauma feroz que padeciera su autora, volcando en él sus angustias. Ángeles Malonda tardó cuarenta años desde escribir hasta decidir publicar sus ásperas experiencias.

Que el relato de todas ellas sea una llave más que pueda cerrar para siempre aquel desdichado tiempo que fuimos sobrepasando a toda costa. Sin olvidarnos de las exigencias de la libertad: respeto, solidaridad en lo justo, tolerancia, convivencia y ¡también! heroísmo para vencer la propensión a considerar justas e inapelables nuestras propias creencias y decisiones.

Algo bueno pasó por la existencia de la autora a través de sus prisiones: el primer fiscal, Santa Clara y sus monjas.

CARMEN CONDE

SENDA

Hemos vivido la tragedia,

Hay que avanzar sin derrotero,

y es un abismo lo que media

sin norte, fe ni paradero,

entre el ahora y el ayer.

en la vorágine brutal…

Se ha desplomado nuestra obra

Necesitamos otra senda,

en este mar donde zozobra

lejos del caos de la contienda,

nuestro sentido del deber.

donde renazca nuestra fe.

Como entregados a la suerte,

Porque del mal que padecemos

hemos vivido entre la muerte,

nada nos cura, y no sabemos

embrutecidos de dolor.

el cómo, el cuándo ni el porqué.

¿Dónde estarán nuestras quimeras,

¡Desvanecer la noche oscura,

las ilusiones lisonjeras,

poner un fin a la tortura,

las esperanzas y el amor?

hacer concreto nuestro afán!

El porvenir ya no nos llama;

¡Vivir sabiendo que vivimos

envenenados por el drama,

y que seremos lo que fuimos

ya no sabemos dónde ir.

y que hallaremos un Jordán!

Y nuestros nervios, destrozados,

Luz, ilusiones y ardimiento,

nos abandonan, amarrados

una esperanza en el tormento,

al ciego instinto de vivir.

rutas y anhelos que seguir…

Nuestro sendero se ha perdido

¡Algo que salve lo que media

y nuestra llama se ha extinguido

entre el dolor de la tragedia

en un crepúsculo mortal.

y la alegría de vivir!

LUIS HERNÁNDEZ ALFONSOPrisión «La Campana»Granada, 1940

LA RECLUSA

Sobre su duro petate

y van pasando las horas,

la reclusa está tumbada.

los días y las semanas;

Por los hierros de la reja,

y van pasando ¡los años!;

la luna su luz irradia.

y ya estoy sin esperanza.

Besa su serena frente,

Ya no veo a mis amigos,

besa su carita pálida

mis padres ni mis hermanas.

y le dice muy quedito:

Ya no me besan mis hijos,

–Dime, nena, ¿qué te pasa?

como antes, cada mañana.

–¡Ay!, luna, luna querida,

–Calla –la luna, muy quedo,

luna bella, luna clara,

dice–, niña, calla, calla,

que va siendo mucho el tiempo

que muy pronto volverás

que me veo aquí encerrada;

a la libertad soñada.

ÁNGELES MALONDAPrisión Provincial, 1942

 

Cuanto atenta a la vida: Homicidios, genocidio, suicidios, etc., cuanto viola la integridad humana, como por ejemplo las mutilaciones, torturas morales o físicas, conatos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana, como son las condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias, etc. sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona; todas esas prácticas son en sí mismas infamantes, degradan la civilización; a quienes deshonran es a sus autores y no a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador.

Gaudium et Spes, nº 27

El brillo de las palabras pasa y el valor de los ejemplos queda.

El poeta ruso Derzhavin dice:

Un tribunal injusto es un mal peor que los asaltos en los caminos. Tan sólo los que han sufrido en su propia carne lo tienen grabado en el corazón.

Un intelectual traiciona su misión si no es el más constante defensor de la civilización y la libertad de pensamiento.

MARÍA CURIE

VIVENCIAS RETROSPECTIVAS

Alguien entendido en estos menesteres de escribir me indica que, antes de dar a conocer cuanto se narra en el presente libro, debiera plasmar en unas cuartillas algunas vivencias retrospectivas que dieran idea al posible lector del estrato al que pertenezco en la sociedad que nos ha correspondido vivir; de dónde sale esa mujer que, al decir de uno de sus amigos que conoce la trayectoria de su vida, «ha batido el récord del placer y del dolor», y añade que eso tiene de bueno, que es vivir intensamente, que no es aquello de pasar por la vida «sin pena ni gloria», o sea de una manera anodina, lo cual suele ser tan corriente.

La verdad es que yo, la interesada, pienso que esos terribles trallazos que asesta la envidia, la ruindad de gentes malvadas que gozan con el dolor ajeno; el que pierda la vida un ser querido, el cautiverio, el constatar cuán perverso puede ser un sector de los humanos capaz de distorsionar hogares felices; pienso, digo, a este propósito, que existen gentes malvadas que gozan con sembrar el dolor por doquier. Si en el transcurso de los días que uno tiene que vivir se suceden todas esas felonías, como ha ocurrido en nuestra generación, no resulta interesante batir tan gran récord de dolor; ello es superior a las fuerzas humanas. Aunque uno trate de sobreponerse, el resultado es que quedas marcado para el resto de tus días; por siempre te acompaña una inmensa e íntima amargura.

AÑO 1920

Había cursado mis estudios de segunda enseñanza en el instituto Luis Vives de Valencia. El preparatorio de Ciencias, en su Universidad. La influencia que ejerció el recuerdo y consejo de mi padre fue decisiva en el rumbo que siguiera mi vida; desgraciadamente, él sufría una afección al corazón que por aquellas fechas se consideraba irremediable; la ciencia era incapaz de combatirla; esa lesión fue causa de que se fuera a la tumba cuando contaba cuarenta y seis años de edad, dejando huérfanas a sus cuatro hijas adolescentes y a un varón de corta edad. Mi padre, que era industrial, por razón de sus negocios había realizado una gira por Europa, de la que regresó con ideas avanzadas, según la época, en nuestro país. Hablaba a sus hijas, niñas aún, de la emancipación de la mujer, sobre la conveniencia del estudio para llegar a alcanzar cultura que le diera personalidad, independencia, «La independencia económica es la base de todas las independencias». Estos consejos paternos se adentraron por siempre en mi sentir, en el que produjeron huella indeleble.

Cuando llegó el día de pensar en seguir estudios superiores, se planteó el dilema de tener que salir del entorno familiar, de Valencia. Siempre fue mi deseo, mi ambición, seguir en la Facultad de Farmacia; lo había comentado con mi padre, y él se consideraba muy complacido de que ello fuera realidad algún día. En sus últimas voluntades hacía mención a este mutuo deseo, y mi madre, al tenerlo en cuenta, hubo de acceder a que me trasladara a Madrid. ¡Madrid! Mágica palabra para una provinciana de aquel entonces. Para mí constituyó un sueño que se hiciera realidad.

Durante mi segunda enseñanza había estado interna en el colegio de las Madres Escolapias de Valencia, cercano al Instituto, al que asistía a diario, puesto que era alumna oficial. Me resultaba difícil, sobre todo en los últimos años, adaptarme a la férrea y fanática disciplina monjil de aquel entonces.

RESIDENCIA DE SEÑORITAS

Hasta la Universidad había llegado la buena nueva de la existencia en Madrid de una residencia para mujeres estudiantes, fundación de la Junta para Ampliación de Estudios (Boletín Oficial de enero 1907) y regentada por la ya prestigiosa doctora en Filosofía doña María de Maeztu. Se instauró en 1915 con cabida para sesenta plazas, habiéndose conseguido el patrocinio del Estado. Acompañada de mi madre, nos dirigimos en su busca. Gratísima impresión. La directora y la señorita secretaria, Eulalia Lapresta, encantadoras. Se había ampliado el cupo de plazas hasta ciento cincuenta, o sea que dicha fundación había conseguido un gran éxito. Con gran contento de mi parte quedé admitida. Nos invitaron a visitar el grandioso recinto que ocupaba el internado, situado entre las calles Fortuny y Miguel Ángel, o sea en plena Castellana. Conjunto ajardinado, entre sus caminales, diversos pabellones que albergaban las habitaciones. Al fondo, salón-biblioteca; otros varios para comedor, visitas, despacho; uno muy espacioso, lugar de convivencia; resultaba agradable interrumpir la tarea a mitad de la tarde y acudir al mismo, en el que se servía five o’clock tea (té de las cinco), lo que daba lugar a conocimiento y amistades entre las residentes. Al inaugurarse el curso, en esos primeros días iban acudiendo muchachas de las diversas provincias. Era la época en que había finalizado la guerra europea y se había abierto el paso en la vida a la mujer; ya nuestro país comenzaba a admitir que saliera a la palestra del trabajo, que pudiera acceder a diversas actividades, sin tener que quedar relegada al hogar; que se pudiera preparar para salir del oscurantismo y la inercia a que la tenía sometida la sociedad.

El ambiente, las costumbres que imperaban en aquella época, no permitían a la juventud en su trato libertades que a través de los años se han ido tolerando, lo que repercutía en ciertas estrictas normas que estábamos obligadas a respetar: no se toleraba que se saliera sola con el novio o el amigo; había que encontrar una compañera que con su pareja o sola se nos uniera; existía cierta discreta vigilancia que controlaba este aspecto y otros de esta índole.

A más de proporcionar digno alojamiento a las estudiantes, la dirección se preocupaba de rodearnos de un buen ambiente cultural; personajes de relieve eran invitados a darnos conferencias: Ortega y Gasset, Ramiro de Maeztu, María M. Sierra, Eugenio D’Ors, Victoria Kent, etc. Se practicaba algún que otro deporte, sobre todo el tenis y danza rítmica. Las charlas instructivas solían celebrarse por la noche, cuando podíamos estar todas reunidas, y siempre con asistencia voluntaria; eran muy pocas las que faltaban. En muchas ocasiones nos complacía el acudir a disertaciones de la directora. Se organizaban representaciones teatrales en las que tomábamos parte las residentes. Alguien venía de vez en vez a hacernos aprender nuestro folklore, cantos populares. En días festivos salían diversos grupos a la sierra, a El Escorial, Toledo, etc., a visitar museos. Como caso excepcional, se permitía la salida por la noche cuando se trataba de acudir al Teatro Real, a la ópera, para lo que se reunía un grupo al que acompañaba alguien de la dirección, como la señorita secretaria, «la señorita Eulalia», que con su bondad y gran simpatía era siempre nuestra mejor amiga, eficaz ayuda para la buena marcha de aquel hogar al que cada una de nosotras considerábamos como nuestro mientras cursábamos estudios. Al finalizar éstos y marchar a diversos puestos de trabajo o a formar nuestros definitivos hogares, por siempre llevábamos el grato recuerdo de nuestro paso por el mismo.

En su primera charla, al comenzar el curso, la directora expuso que al haber ingresado en la Residencia, y puesto que para ello era condición indispensable haber cursado la segunda enseñanza, ya éramos, teníamos que ser, mujeres con cierta formación proveniente del hogar, del país; en una palabra: del ambiente en el que nos hubiéramos desenvuelto; y que cada una tenía que respetar los criterios y las ideas de las demás. Convivían con nosotras algunas extranjeras que cursaban español, arte, literatura, con sus diversas ideas en cuanto a creencias religiosas: protestantes, sionistas, etc., así que respecto a esta cuestión predominaba una libertad absoluta. A las recién llegadas del país se nos indicó que muy cercano a la casa, en el paseo del Cisne, existía un espacioso templo, el de San Fermín (Carmelitas Descalzas), al que se podía asistir, sin coacción alguna, quien lo desease.

En el vestíbulo de entrada se exponían anuncios con las convocatorias para cuantos actos nos pudieran interesar, tanto los que se realizaban en el interior de la casa como en el exterior: conferencias, fiestas en el Ateneo o en otros diversos centros, para lo que se disponía de invitaciones.

Cercana a nuestra Residencia, en la calle del Pinar, en los altos del Hipódromo, se hallaba situada la de muchachos estudiantes. Figuras destacadas unos años después fueron sus residentes: Dalí, Buñuel, García Lorca, los hermanos Machado, etc.

Durante las vacaciones navideñas y de verano retornábamos a nuestros hogares conducidas por aquel ferrocarril que te inundaba el cuerpo de carbonilla, después de un largo trayecto de toda la noche. Al recordar estos viajes me viene a la mente la cínica frase de un pretendiente desdeñado, cuando, al término, me susurró al oído: «Ahora podré decir que hemos pasado una noche juntos», lo que me produjo gran indignación.

Pasado el primer curso, pude conseguir de mi madre que consintiera en dejarme viajar sola. Al llegar a Madrid, a la estación de Atocha, y montar en un coche de caballos entre los muchos que había estacionados, y «tras, tras, tras», al trote de los mismos Castellana arriba, me embriagaba, me sentía flotar al verme inmersa en esa libertad de acción después de aquellos tantos años de sometimiento. Liberada de los resabios pueblerinos, iba camino de conseguir, ya muy pronto, ser una mujer independiente, aquello que mi padre me había inculcado desde niña con tanto fervor. Al fin me había encontrado a mí misma. Pasaron fugaces esos felices e inolvidables años.

Al estar nuevamente internada e ir recordando etapas anteriores, me sentía feliz con esta cierta independencia, que te permitía salir y entrar a tu acomodo, sin tener que dar explicaciones. Un portero uniformado, Habencio, vigilaba la puerta sin entrometerse en nuestras andanzas. Venía a mi mente la estancia en el colegio, en donde todo era prohibitivo. Recuerdo un domingo por la tarde: a través de los cristales atisbaba la plaza de San Agustín cuando acierta a pasar por allí la superiora, quien, retirándome bruscamente, exclama: «Una colegiala no debe asomarse al balcón. Escriba esa frase diez veces». «Oiga, pero si…». «Por replicar, escríbalo veinte veces». «¡Pero si el balcón está cerrado!». «Por no obedecer de inmediato, treinta». Sólo se permitían salidas en el primer domingo de mes, si es que iba un familiar a por las colegialas y si las notas habían sido aceptables. Uniforme obligado para salir; traje negro de lanilla con la falda a tablas; cuello recio, blanco, planchado al almidón, con un lazo de cinta en azul celeste; sombrero negro de ala ancha; por supuesto, calzado negro y guantes en blanco. Cuando, en una de esas salidas, mi padre nos llevaba a algún restaurante, como quiera que éramos cuatro hermanas, sentíamos risueñas miradas de las gentes, puesto que llamábamos su atención. En cuanto al asunto religioso, eso era lo primordial. Obligada misa diaria a muy temprana hora; el Rosario, rezos, muchos rezos. Estaba mal visto que las señoritas salieran a la calle sin acompañante, así que a las pocas que cursábamos enseñanza oficial y salíamos a las clases nos tenía que acompañar Águeda, la buena mujer que habitaba en la portería.

Finalizados mis estudios, yo me aferraba a la idea de seguir mi vida por nuevos derroteros. Siempre sentí el ansia de viajar, conocer el mundo. Vislumbré la ocasión en una convocatoria de la naciente Junta de Ampliación de Estudios, que tenía como misión el intercambio de estudiantes y que, previos unos requisitos, como eran el de estar ya licenciados con buen expediente y conocer algo de inglés, se podía optar a una beca para ampliar estudios en América, concretamente en Florida, para dos años. Otra compañera y yo, al reunir las condiciones exigidas, la solicitamos con éxito, pero…vino a mi encuentro una de mis primeras grandes contrariedades: para el embarque precisaba del permiso materno, el cual me fue denegado, por lo que hube de renunciar.

Con mi flamante título de licenciada y mi curso de doctorado, me vi obligada a reintegrarme a mi ciudad, Gandía.

Un farmacéutico de los establecidos, por asuntos particulares, decidió dejar de ejercer su profesión y ofreció a mi madre el traspaso de su oficina, lo que ella se apresuró a aceptar para mí. Al verme propietaria de una farmacia, con la responsabilidad que ello implica, quedé «atada de pies y manos», ahogando mis ansias de vuelo. Fui consciente de que dejaba atrás una primera etapa de juventud radiante. Tenía que estar agradecida a mi destino; éste seguía sin portarse mal; me iba amoldando bien a mi nueva forma de vida, en plena actividad y éxito en el ejercicio de la profesión que había elegido. En ese periodo surge mi definitivo amor en la figura de un compañero de profesión que ejercía en una ciudad contigua. Unimos nuestras vidas después de un año de sólida amistad, en el que constatamos nuestra compenetración en todos los órdenes; ello ocurrió en el año 1929. Transcurrieron años felices, entre los que nos nacieron dos preciosas nenas. No me agradaban los continuos desplazamientos de mi marido a unos treinta kilómetros de distancia de nuestro hogar. Convinimos en traspasar la farmacia de Alcira. Realizado esto, se montó un laboratorio de especialidades farmacéuticas, actividad que Antonio ya venía desarrollando en pequeña escala. Del importe del traspaso quedó un remanente y, como siempre, de mutuo acuerdo se adquirió un flamante coche. ¡Un automóvil! Por aquellas fechas eran muy pocos los que circulaban. Nuestro cuidado Citroën de cuatro puertas causaba la admiración de amigos y envidia en otras personas; él lo denominó «nuestro brillante». Todo iba siguiendo su curso normal en un feliz hogar cuyos cimientos eran amor y trabajo. Así nos vimos inmersos en el fatídico julio del treinta y seis.

A partir de esta fecha da comienzo la narración en la que me propongo dejar un testimonio más, entre los muchos ya aparecidos, de la hecatombe en la que nos vimos envueltos todos los españoles con el estallido de la cruel guerra civil.

FACULTAD DE FARMACIA

Viejo caserón enclavado en pleno centro de Madrid, en la que aún hoy se denomina calle de la Farmacia, entre Fuencarral y Hortaleza. Entre, como máximo, un centenar de varones en el curso, éramos unas siete mujeres, muy bien acogidas tanto por el profesorado como por los compañeros.

En las aulas, al comienzo de la clase, se pasaba lista nombrando a los alumnos uno por uno, y tenían que hacer acto de presencia. El faltar sin causa justificada se consideraba muy importante, incluso para la calificación en los exámenes. El profesor requería a un alumno para que pasara a la tarima y expusiera el tema que había explicado el día anterior. Esto ocurría de una forma inesperada, y había que ir preparado por si eras el elegido. Si éste fracasaba, se le calificaba con una mala nota (un cero) y solía llamar a cualquier otro de los que estaban cercanos en la lista, lo que resultaba muy emocionante para los interesados. La mayoría adoptamos el sistema de los «apuntes», que consistía en prestar la máxima atención al profesor en su disertación e ir tomando nota de la misma. Era una eficaz ayuda para salir del paso de la forma más airosa cuando eras el agraciado. Para cada una de las asignaturas se nos había recomendado un adecuado libro de texto; en muchos casos su autor era el mismo catedrático. Don Marcelo Rivas era nuestro querido profesor en Botánica. Cuando la época y el clima eran propicios, organizaba excursiones a montes y campos cercanos; dirigidos por él y por sus auxiliares, se escogían especies para el montaje de nuestro herbario, que había que tener muy bien clasificadas para el examen de fin de curso.

En esa primera etapa de mi estancia en Madrid surgió para mí el amor en la figura de un compañero cuyo fatal destino hizo que perdiera la vida apenas estuvo graduado. Ocurrió en carretera, en accidente de coche. Ya no estaba yo a su lado, pero un familiar que si lo estuvo me narró cómo en su delirio de muerte gritaba mi nombre.

AQUELLO SUCEDIÓ ASÍ

 

A mis nietos y a todos los nietos del mundo,con el deseo y la esperanza de que jamás seanespectadores de una guerra,y menos aún de una guerra civil

 

INICIO DE LA GUERRA CIVIL

El 18 de julio de 1936 sorprende al pueblo español, que a la sazón estaba gobernado por República, un levantamiento militar que, apoyado en África por fuerzas marroquíes y secundado por capitanías de distintas regiones (no de todas, como habían planeado los promotores), dio lugar al comienzo de una cruel guerra civil que finalizaría en el año 1939. Es mucho cuanto se ha escrito sobre lo acontecido en el transcurso de ese duro y largo periodo; ello se ha podido realizar con más o menos objetividad. No ha ocurrido otro tanto sobre acontecimientos de la posguerra, que aún, después de muchos años, sigue siendo tabú en nuestro país. Me propongo, ya que he sido una de tantas y tantas víctimas de esa inhumana posguerra, dejar constancia de cuanto venía sucediendo por aquel entonces, cuando el fragor de las armas había cesado, pero las ruines pasiones humanas seguían triunfando. Quienes pudieron evitarlo, no lo hicieron. ¡Qué mal ejemplo se dio al pueblo!

Voy a tratar de relatar con toda objetividad hechos vividos, sufridos en mi propia carne, la mayoría de ellos plasmados en las cuartillas mientras se estaban desarrollando.

El pueblo, que luchó en defensa de su gobierno, al fin, ante la fuerza arrolladora de las armas, sucumbió. Nosotros, como la inmensa mayoría de los intelectuales españoles, quedamos en el bando de los vencidos, en el sector que, cándidamente, confiaba en la justicia y ecuanimidad de los vencedores.

Cuando Barcelona pasó a poder de los que se denominaban nacionales (fascistas, para la zona del Gobierno), requerí a mi marido para que saliéramos de España. Había llegado a mi conocimiento que eran muchos los que iban tomando esa extrema determinación. Preveía el final de la guerra y temía por él, incluso por su vida. Rotundamente se negó a atenderme. Aún cabían muchas cosas –decía– entre éstas, la más importante era que se había optado en el Partido Socialista, al que pertenecía, por secundar las consignas que emanaban de la Junta de Defensa, presidida por el coronel Casado, jefe del Ejército del Centro, y de la que formaba parte don Julián Besteiro, relevante profesor universitario, uno de los dirigentes más prestigiosos del socialismo español y presidente de las Cortes Constituyentes de la República. La Junta de Defensa se constituyó con el solo fin de parlamentar con el llamado Gobierno de Burgos en busca de una paz negociada que pusiera término a la guerra.

En esos pactos se llegó al compromiso de dar fin a la contienda bajo promesa de respeto a las vidas. Se permitiría expatriarse ordenadamente, en barcos que llegarían desde países amigos, a cuantas personas lo solicitasen por temor a las represalias de los vencedores. Ese fue, en principio, el acuerdo.

Así lo creían, así fue como iban demorando su salida y así fue como sucumbieron tantos y tantos. Antonio, mi marido, decía: «Estamos pactando con los militares; hay que tener fe en su palabra». En último caso, no veía la necesidad de huir. No le importaba, en su día, hacerse responsable de sus actos. Su conciencia estaba muy tranquila. Desgraciadamente, los hechos nos demostraron lo equivocado de sus palabras. Diez años habíamos pasado de convivencia, y ésta fue la única ocasión en la que discrepamos. Con intuición propia de toda mujer, yo no presagiaba un panorama alentador; pero ante su actitud hube de claudicar. Ahora bien, mi intuición no llegó a tanto que me permitiera vislumbrar la magnitud de la maldad que iba a imperar. Desaprensivos individuos que llegaron hasta el extremo de formular denuncias falsas que, sin prueba alguna, fueron admitidas en los sumarios. De esta arbitrariedad fuimos víctimas.

En cuanto a mí se refiere, al recapacitar que ni política ni moralmente se me podía acusar, decidí no expatriarme. Desde luego, no tengo temple de mártir, y si hubiera pasado por mi imaginación que se me pudiera maniatar, encarcelándome durante años sin ningún motivo, es seguro que mi determinación hubiera sido muy otra; pero en aquel entonces no pensé sino que, quizá, Antonio necesitaría de mi ayuda.

Salieron a ultimar el pacto unos enviados de la Junta de Defensa y, contrariamente a lo ocurrido en otras ocasiones, fueron muy mal recibidos e incluso amenazados, viéndose obligados a retornar sin esperanza alguna. Ante hecho tan insólito y las alarmantes noticias que llegaban de Barcelona, fue como la Federación Socialista, muy reacia a la expatriación, tomó al fin el acuerdo de organizar la salida. Fue una decisión tardía.

El 28 de marzo de 1939, Antonio se encontraba en Valencia, en el Colegio de Farmacéuticos, ocupando su cargo de presidente del Sindicato, dispuesto a hacer entrega de aquél y del local cuando llegaran los que se denominaban nacionales. Así las cosas, le llega del Partido la nueva orden que le obliga a desistir de tal empeño. Por teléfono, muy emocionado, me comunica cuanto está ocurriendo e indica la forma de reunirme con él. ¿Nuestras hijas de corta edad? No las íbamos a someter a travesía tan incierta. Era preferible que, de momento, permanecieran al cobijo de familiares. Al frente de mi farmacia quedaba un buen compañero que hacía más de un año ya era colaborador en la misma. Uno de aquellos horribles bombardeos de población civil había derrumbado su casa de Nules. Recurrió al Colegio en demanda de trabajo, y Antonio, que se consideraba obligado a prestar atención a cuantos allí acudían, le propuso que viniera en mi ayuda, lo que me favoreció, pues eran muchas las cosas a las que yo tenía que atender, máxime cuando movilizaron al oficial mayor de la farmacia. El recién venido, de cierta edad, ya no corría ese riesgo.

Un triste atardecer lluvioso vino en mi busca un buen amigo. Transida de dolor, dejé a mis nenas y mi casa e iniciamos viaje desde Gandía. En la madrugada llegábamos a Valencia. Antonio me aguardaba impaciente. Le narré las peripecias del horrible trayecto, pues en esos 70 kilómetros habíamos presenciado muchos accidentes por la carretera. En dirección contraria a la nuestra se sucedían camiones y más camiones, la mayoría sin luces. Otros estaban detenidos por falta de combustible. Todos, repletos de personal. Formaban una caravana interminable que marchaba con la esperanza de encontrar salida por el puerto de Alicante. En una ocasión hubimos de parar porque un coche turismo se había empotrado contra un camión. Muertos, heridos…Quedó el suelo tapizado de cristales, que hubo que ir apartando cuidadosamente, y gracias a la pericia de nuestro conductor dimos término al viaje no habiendo sido más que espectadores de tanto horror. Sin embargo, todas las decisiones de tan última hora resultaron un fracaso.

Las embarcaciones comprometidas sí que cumplieron y estaban ancladas en el puerto. En los locales de la Federación, junto a cientos de compañeros, esperábamos el aviso para salir, pero al fin llegaron los emisarios con fatales noticias: ya no había paso libre; el puerto estaba acordonado por fuerzas armadas y falangistas. No valía la pena arriesgarse. No había ninguna posibilidad. Presenciamos casos de desesperación, incluso algún que otro suicidio, y…la desbandada.

Nuestro primer impulso fue esperar una hora prudencial de la mañana y correr a refugiarnos en la casa de unos parientes de derechas, de donde pensábamos salir en cuanto fuese posible. De momento, fuimos bien recibidos y nos instalaron en un semisótano de la gran casona, y allí, solos, dimos rienda suelta a nuestro dolor. Antonio se lamentaba de no haber prestado atención a mi súplica de que saliéramos del país en días anteriores.

Lo pudimos haber realizado sin dificultad: teníamos en regla nuestros pasaportes y en nuestro poder un telegrama de unos familiares de Toulouse en el que nos reclamaban, requisito indispensable para no ir a parar a un campo de concentración. En mi mente trataba de disculparle. Había que tener en cuenta que era descendiente de la nobleza de Aragón y su infancia se había desenvuelto entre militares y clérigos. Parece ser que en momentos cruciales sale a flote lo asimilado en el subconsciente de los primeros años de vivencia. Para aquel niño, en su ambiente, sería lo mejor admirar a los familiares militares que eran habituales en su casona y, ante todo, a su hermano mayor. «Hay que tener fe en los militares: son personas de honor». Aunque esa aureola admirativa se fuera desvaneciendo con el tiempo, quedó la raigambre, que afloró en aquellos decisivos días.

SINDICATO DE FARMACIA