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Beschreibung

Este libro no sólo trata de Aragón. Su título alude a la fascinante idiosincrasia de Aragón en el panorama nacional: en todas las elecciones hasta la fecha, quien gana Aragón, gana España (igual que ocurre en los Estados Unidos con Ohio). Estamos en un momento político apasionante, en mitad de un cataclismo electoral que está poniendo patas arriba el sistema de partidos que se consolidó durante la Transición; pero para valorar este cambio resulta imprescindible contar con un buen análisis de las características de los votantes de nuestro país. Sin embargo, la mayor parte de la información que recibimos con respecto a esta cuestión llega cargada de mitos, sesgada o demasiado orientada a polemizar con respecto a la actual ley electoral. 'Aragón es nuestro Ohio' arroja una luz necesaria para iluminar las sombrías incertidumbres que se avecinan. Entender por qué votamos lo que votamos nos ayudará a saber por qué estamos donde estamos, y también a reflexionar sobre el lugar adónde vamos.

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Aragón es nuestro Ohio

Así votan los españoles

Equipo Piedras de Papel

Índice

Introducción. Aragón es nuestro OhioI. RAZONES Y SINRAZONES DEL VOTO1. ¿Por qué vamos a votar?2. ¿En qué momento decidimos nuestro voto?3. ¿Votamos por el partido o por el candidato?4. ¿Funcionan el palo y la zanahoria? La asignación de responsabilidades entre los distintos niveles de gobierno5. Dime dónde vives y te diré cómo votas6. Recetas para la manipulación mediática7. ¿Importa la religión cuando votamos?8. ¿Entra el fútbol en las urnas?II. ASÍ SON LOS VOTANTES9. Radiografía ideológica: ¿hay dos Españas?10. Hay vida más allá de la izquierda y la derecha11. Votantes fieles y votantes promiscuos12. Ricos y pobres a la hora de votar13. ¿Qué electores prefieren ocultar su voto?14. Abstencionistas: quiénes son y por qué no van a votar15. Joven, sobradamente preparado ¿y de izquierdas?16. ¿Son los parados votantes antigobierno?17. ¿Cómo votan los españoles que viven en el extranjero?18. ¿Existe un voto femenino?19. ¿Cómo son los votantes de los nuevos partidos?III. MITOS Y SUSURROS (ELECTORALES)20. ¿Podemos confiar en los sondeos?21. ¿Alguna vez nos gustaron los partidos?22. ¿Adónde va la papeleta en blanco?23. ¿Castigamos la corrupción en las urnas?24. La falsa historia de un ladrón llamado D’Hondt25. Is Spain different?A modo de conclusiónNotas

IntroducciónAragón es nuestro Ohio

Imagínense un condado perdido en mitad de la llanura, un lugar donde nunca pasa nada salvo cuando el mismísimo candidato a la presidencia del país llama a la puerta de los vecinos para pedirles sus votos. Eso es lo que ocurre cada cuatro años en Ohio (Estados Unidos), un estado sin un color político definido porque, como en Florida o Pensilvania, ninguno de los dos grandes partidos cuenta con una mayoría clara de votos. Se los llama swing states [estados balancín] porque la competición electoral es intensa y la enorme igualdad entre los dos principales partidos hace que la victoria pueda caer de uno u otro lado por un estrecho margen de votos. Ocurre además que, desde las presidenciales de 1964, el candidato que vence en Ohio acaba siendo el presidente de Estados Unidos. Quien gana Ohio gana la presidencia. Por eso, durante la campaña electoral, los ciudadanos de ese territorio pueden afirmar (sin caer en el tópico ni en el ridículo) que el mundo «está observándolos», atento a los movimientos de los lugareños que votan en el polideportivo municipal de una población con apenas diez mil habitantes. Eso dijo el vicegobernador del estado durante las presidenciales de 2012. Pueden parecer pretenciosos pero si se tienen en cuenta los millones de dólares que demócratas y republicanos invierten allí durante la campaña, la importancia que se atribuyen no es exagerada.

Salvando las distancias, en España tenemos nuestro particular Ohio: se trata de Aragón. Es cierto que nuestro sistema electoral no da el peso desproporcionado que da el estadounidense a lo que sucede en determinados distritos. Los políticos se obsesionan menos por lo que allí ocurre porque en la práctica es menos decisivo para el resultado final. Pero, desde un punto de vista sociológico, sí podemos decir que, como Ohio, Aragón ha sido un excelente termómetro político del país en nuestra corta historia democrática. Los habitantes de esta comunidad autónoma están muy centrados en el eje ideológico y allí han vencido tanto candidatos del PSOE como del PP, lo que le confiere la condición de región swing a la española. Lo interesante es que, al igual que en Ohio, quien gana en Aragón, gana en España. El partido vencedor en las provincias de Teruel, Zaragoza y Huesca en las elecciones generales siempre ha coincidido con el partido vencedor a nivel nacional: la UCD en 1977 y 1979, el PSOE de 1982 a 1993, el PP de 1996 a 2000, el PSOE del 2004 al 2008 y el PP en 2011.

Al observar su sistema de partidos y la configuración del sistema electoral en sus provincias, advertimos que Aragón es también un reflejo de lo que pasa en el conjunto de España. Por un lado, las Cortes aragonesas son un reflejo de la pluralidad tanto en el plano ideológico como en el territorial del resto del país. Además de los tradicionales partidos de ámbito estatal (PP, PSOE, Izquierda Unida Podemos y Ciudadanos desde 2015), cuenta con dos partidos que hacen del tema territorial su bandera: un partido regional de centro-derecha (Partido Aragonés) y uno nacionalista de izquierdas (Chunta Aragonesista), que no son ni tan fuertes como en Cataluña, Canarias o el País Vasco, ni tan débiles como lo son en Murcia, Extremadura o Madrid. Por otro lado, sus tres circunscripciones electorales combinan una grande, donde terceros partidos podrían entrar en el reparto de escaños, y dos circunscripciones pequeñas donde, hasta ahora, sólo podían ganar representación el PP y el PSOE. En definitiva, Aragón es un microcosmos del universo nacional. Una España en pequeñito.

Pero, evidentemente, este libro no trata (sólo) de Aragón. La idiosincrasia de Aragón en el panorama electoral nacional captura sólo unas de las muchas realidades de la competición política en España que le contamos en este libro. Lo hacemos en un momento políticamente fascinante, en mitad de un tsunami electoral que ha puesto patas arriba el sistema de partidos que se consolidó tras la transición a la democracia. Para comprender y relativizar estos cambios es necesario contar con un buen análisis de las principales características de los votantes en nuestro país. Gran parte de la efervescencia informativa generada alrededor de los nuevos partidos o de los cambios en las preferencias de los votantes se asienta excesivamente en el cortoplacismo de las proyecciones de voto y, por tanto, es incapaz de proporcionar una visión integral del perfil y la evolución de los votantes en España. La información que se publica estos días (que es mucha) recurre a mitos sobre el comportamiento electoral de los votantes que resultan cuestionables a la luz de las pruebas acumuladas; o no siempre acierta en la interpretación de los datos. Un ejemplo clásico lo podemos encontrar en el debate sobre el sistema electoral. Cuando se habla de la dificultad de los partidos pequeños para conseguir representación, se suele poner excesivo énfasis en la fórmula electoral, la encargada de traducir los votos en escaños (la fórmula D’Hondt). Sin embargo, el verdadero problema no se encuentra en la fórmula sino en el tamaño de la circunscripción, es decir, el número de diputados que se eligen en cada provincia. En España, la mitad del Congreso de los Diputados procede de circunscripciones (provincias) pequeñas que eligen siete representantes o menos, lo cual hace prácticamente imposible que formaciones con menos del 10 % de votos obtengan escaños en ellas, ya sea con fórmula D’Hondt o sin ella. Mientras sigan existiendo tantos distritos pequeños, los partidos minoritarios estarán castigados en términos de representación, por mucho que cambiemos la fórmula de conversión de votos en escaños.

Este libro constituye una buena herramienta para que el lector pueda orientarse en el debate electoral actual porque proporciona una radiografía detallada de los votantes en nuestro país, de sus motivaciones, debilidades, amores y odios a la hora de ejercer el voto. Lo hacemos desde el mismo planteamiento que inspiró el lanzamiento de nuestro blog Piedras de Papel hace dos años: combinando un estilo y lenguaje dirigido al público en general con una exploración rigurosa de los datos, basada en las herramientas de análisis utilizadas en la ciencia política y la sociología. El libro no pretende ser un manual de comportamiento electoral sino que aspira a contar al lector de una manera amena y entretenida cómo son los distintos grupos que conforman el electorado en España, revelando qué hay detrás de algunas de las etiquetas que tan habitualmente son utilizadas en los medios de comunicación (el votante de centro, el votante moderado, la izquierda, la derecha, los abstencionistas, los sin ideología), cuestionando algunas de las afirmaciones que parecen más asentadas en los análisis de voto y descubriendo algunos otros mitos y curiosidades del voto en España.

IRAZONES Y SINRAZONES DEL VOTO

Capítulo 1¿Por qué vamos a votar?

Es una pena tener que empezar estas líneas diciendo, querido lector, que si usted es de los que normalmente acuden a votar, se está comportando de una manera «irracional», al menos eso es lo que podría desprenderse de la teoría de la elección racional, uno de los enfoques más importantes en ciencia política. Esta teoría es en realidad un marco metodológico para analizar y comprender cómo se comportan los individuos en función de sus preferencias, intereses y creencias, reduciendo sus decisiones a meros cálculos coste-beneficio, y predice que, en sentido estricto, lo lógico (lo racional), sería que usted no votase. O mejor dicho, que nadie lo hiciese. ¿Por qué?

Aunque estemos muy seguros de que las propuestas de un partido nos gustan mucho más que las de otros y, por tanto, deseemos que el primero sea elegido para gobernar, la probabilidad de que un voto por sí solo sea capaz de decantar la victoria a favor de él es prácticamente nula. Un solo voto entre treinta y cinco millones de papeletas (el número aproximado de votantes en España) muy difícilmente puede afectar al resultado de una elección, por lo que los beneficios que acabe obteniendo de las políticas que haga el gobierno (más o menos impuestos, más o menos educación pública, etcétera) difícilmente dependerán de lo que acabe haciendo el día de las elecciones.

Entonces, si un voto no puede ser decisivo, ¿por qué molestarse en informarse sobre los candidatos, leer sus programas, analizar sus propuestas, ver todas las tertulias y perder unas horas de domingo para acudir al colegio electoral a fin de hacer fila y depositar una papeleta en una urna?

Este asunto, como muchos otros analizados en las ciencias sociales, envuelve lo que el economista y sociólogo Mancur Olson (1965) ha señalado como «problemas de acción colectiva»: un individuo no tiene incentivos para contribuir con su esfuerzo a un grupo en aras de conseguir un bien público puesto que, de todos modos, disfrutará de dicho bien. Recordemos que un bien público es algo de lo que todos los miembros de la comunidad se benefician independientemente de que participen o no en su consecución (por ejemplo, la seguridad nacional, la protección del medio ambiente, etcétera). En lo que aquí nos importa, el problema podría resumirse de la siguiente manera: si una persona no puede determinar los resultados electorales pero puede disfrutar de los beneficios de la democracia (la elección de un gobierno) sin tener que incurrir en costes (informarse, comparar, decidir e ir a votar), ¿para qué votar? ¡Que lo hagan otros! Claro que, si todo el mundo hiciera el mismo razonamiento, nadie votaría y algún espabilado se aprovecharía de ello y su voto sí marcaría la diferencia.

Pero por muy racional que sea esta teoría, su lógica se enfrenta a una prueba aplastante: la gente vota; no sólo algunos espabilados votan sino que lo hace una gran mayoría de ciudadanos.Nos encontramos, pues, con una aparente incoherencia a la que los politólogos denominan «la paradoja del voto»: se predice la abstención generalizada pero sistemáticamente observamos que los ciudadanos participan en las elecciones. Fíjense que esta incoherencia también podría aplicarse a otros tipos de participación política. ¿Por qué un ciudadano participa en una manifestación si sabe que una persona más o menos entre la multitud no determinará el éxito de la misma? ¿Por qué un individuo decide boicotear a una empresa multinacional dejando de comprar sus productos si sabe que con su acción no pondrá en apuros las finanzas de dicha compañía? El efecto marginal de una persona casi siempre será irrelevante. Y, entonces, ¿por qué votamos?

Esta breve y sencilla pregunta ha obligado a los teóricos a ir más allá de los cálculos de coste-beneficio o, al menos, a buscarles un mejor encaje en los supuestos de racionalidad. De entre las varias respuestas que nos ha ofrecido la ciencia política destacan dos. La primera apunta a que los votantes solemos sobrestimar nuestra capacidad de influencia en los resultados electorales, es decir, creemos que nuestro voto sí puede ser decisivo. Asimismo, relacionado con esta percepción, existe lo que Quattrone y Tversky llaman «la ilusión del votante», esto es, la creencia de que la gente con características similares a las nuestras razona de la misma manera que nosotros. Esta ilusión lleva a cada ciudadano a percibir su propia decisión de votar como un diagnóstico de lo que harán (muchos) otros votantes, lo cual contribuye a aumentar esa percepción de que un voto realmente importa: «Si yo no voto, seguro que otra gente como yo no votará, de modo que es mejor votar para que mi partido tenga alguna posibilidad de ganar».

La segunda respuesta de entre las más exitosas (o menos controvertidas) ha sido incorporar un nuevo elemento en la ecuación de costes y beneficios: la gente vota porque le gusta hacerlo, independientemente de los beneficios derivados de los resultados electorales, es decir, al margen del partido que salga elegido. Los ciudadanos obtienen beneficios psicológicos del mero hecho de ejercer su derecho de voto, como si de un acto de consumo se tratase. Existen muchas formas de ejemplificar esta idea: la gente vota porque siente cierto orgullo cumpliendo con lo que considera un deber cívico o social; porque les causa satisfacción expresar a través de la papeleta sus preferencias partidistas o ideológicas; porque disfrutan formando parte del proceso democrático; porque les agrada sentirse miembros de una comunidad; porque se sienten bien si sus familiares y amigos saben que han votado, etcétera.

Si bien las explicaciones basadas en los «beneficios expresivos» del voto han sido ampliamente defendidas desde el punto de vista teórico y empírico en la literatura de ciencia política, no por ello están exentas de críticas. En primer lugar, quizá sean tautológicas. Si para salvaguardar la «racionalidad» en el cálculo de voto es necesario argumentar que la gente decide votar porque «le gusta» y que ese gusto le produce unos beneficios que superan los costes de votar, podemos caer en un argumento que puede explicar todo y, por tanto, puede no explicarnos nada. En segundo lugar, una formulación general del argumento de que los ciudadanos votan porque hacerlo les produce algún tipo de gratificación psicológica olvida que es importante diferenciar entre los beneficios intrínsecos y los beneficios extrínsecos del voto, es decir, separar los beneficios que obtenemos íntimamente del propio acto de votar (intrínsecos) de los derivados de la imagen que damos a otros (familia, amigos, colegas) por el hecho de participar y mostrarnos activos políticamente (extrínsecos).

Tal distinción resulta significativa porque nos conduce a pensar en el papel de la presión social para comprender por qué votamos. Estudios experimentales en psicología han corroborado que los individuos somos más propensos a cumplir con las normas sociales si sabemos que nuestro comportamiento está expuesto al escrutinio público. Con respecto a la participación electoral, Gerber, Green y Larimer (2008) han demostrado también con experimentos que la presión social (percibida) ejerce una profunda influencia en la decisión de votar.

Para hacernos una idea de la fuerza ejercida por las normas sociales, observemos la diferencia que existe entre los datos de participación real y lo que los ciudadanos normalmente declaramos en las encuestas. En las últimas cinco elecciones generales en España, la media de participación real ha sido de 73,3%, mientras que la media de participación declarada en las encuestas fue de 85,9%, es decir, una diferencia de 12,6 puntos. Parece un claro síntoma de que «el qué dirán» nos importa. En este sentido, puede que ejercitar el derecho a voto sea en sí mismo un acto reconocido e internalizado por muchos de nosotros como una norma social que debe cumplirse. Así, nuestro sentido del deber, nuestra ilusión por apoyar a un partido o nuestra alegría por formar parte de la democracia seguramente expliquen por qué de alguna manera nos parece lógico, racional, ir a votar. Aunque, quizá, sólo si alguien nos está mirando…

Tabla 1.1. Participación real y declarada en las elecciones generales, 1996-2011

Elecciones generales

Real

Declarada*

Diferencia

2011

68,9

83,7

-14,8

2008

75,3

86,9

-11.6

2004

75,7

88,0

-12.3

2000

68,7

83,2

-14.5

1996

78,1

87,9

-9.8

* Fuente: Estudios poselectorales del CIS (estudios 2.210, 2.384, 2.559, 2.757 y 2.029).

Veamos qué nos dicen los datos. En 2011, el CIS preguntó a los ciudadanos si ir a votar les supone incurrir en algún tipo de coste, si creen que haciéndolo están contribuyendo a la democracia, si estiman que su voto puede ser decisivo y cómo se sienten respecto a la presión social. El gráfico 1.1 agrupa los porcentajes declarados sobre el grado de acuerdo con estas afirmaciones («muy de acuerdo» y «de acuerdo» frente a «en desacuerdo» y «muy en desacuerdo»).1

Gráfico 1.1. Actitudes de los españoles respecto al voto

Fuente: Estudio CIS 7711 (octubre de 2011).

En la primera barra del gráfico, vemos que un poco más del 90% de los encuestados rechaza la idea de que votar supone un coste importante en términos de tiempo y esfuerzo. Este dato encaja con los datos de otros países y apuntala la necesidad de concentrarnos en los beneficios del voto más que en los costes para explicar por qué la gente vota. En segundo lugar, corroboramos que tendemos a sobrestimar nuestra capacidad de ser decisivos en unas elecciones en la que votamos junto con millones de ciudadanos: menos del 25% de los encuestados piensa que su voto no puede influir en los resultados. En otras palabras, casi tres cuartos señalan que un voto por sí solo (el suyo, claro) sí puede decantar qué tipo de gobierno será finalmente elegido.

La tercera barra muestra un alto grado de acuerdo con la idea de que votar contribuye a sostener la democracia. De aquí podría inferirse que mucha gente estaría en sintonía con aquello de «votar es un deber», así como que hacerlo genera una suerte de gratificación psicológica. Por último, cerca del 75% rechaza la idea de que la presión social (ser mal visto por familiares, amigos o conocidos) sea determinante para acudir a las urnas. El 21% sí lo reconoce.

Así, a pesar de no estar del todo claro en qué nos basamos, no parece que actuemos de manera irracional cuando votamos. Por un lado, el mero hecho de acercarnos a un colegio electoral para depositar nuestra papeleta favorita en las urnas no nos parece costoso; por otro, también creemos que esa misma papeleta será crucial para ponerle cara al próximo presidente, lo que sugiere que sí son importantes los beneficios instrumentales (las políticas) que puedan desprenderse de que gobierne un partido u otro. En otras palabras, puede que la sobrestimación de nuestra capacidad de ser decisivos haga que las diferencias entre un partido y otro sí sean relevantes a la hora de motivar nuestra participación. De la misma forma, creemos que acudir a la llamada de las urnas es un acto de civismo, pues no hacerlo sería desdeñar el valor que tiene la democracia, si bien este valor sería algo que apreciamos íntimamente porque, al parecer, a los españoles no nos importa «el qué dirán».

Este repaso sobre las causas de la participación electoral no sería del todo completo sin dos notas adicionales. En primer lugar, las teorías que vinculan el estatus socioeconómico de los individuos y la movilización política con la propensión a participar. Los estudios empíricos han demostrado que aquellas personas que tienen más tiempo libre, más recursos económicos, mayores niveles de educación a las que se moviliza, votan más que las que no.

Algo similar sucede con los factores contextuales o institucionales que condicionan la decisión de participar. Es muy fácil pensar en una serie de factores macro que afecten al comportamiento micro: ¿puede el nivel de competición en la carrera electoral influir en nuestra creencia de que un voto sea decisivo?, ¿puede un sistema electoral que fuerza la competencia entre sólo dos partidos hacer que la presión social sea más fuerte?2

Por último, existe una nueva línea de investigación que se desmarca de estas teorías. Su idea central es que el propio acto de votar crea hábito. La gente que vota se acostumbra a hacerlo y quizá precisamente por eso le gusta votar; y por ello, el hecho de que una persona vote en unas elecciones nos sirve para predecir que es muy probable que vuelva a votar en las próximas elecciones. Así, los atributos y el contexto que mueven a un individuo a votar serían la primera piedra de un acto que se refuerza a sí mismo a lo largo del tiempo. De este modo, circunstancias como la transición a la democracia, ayer, o la crisis de los partidos tradicionales, hoy, pueden ser para las generaciones más jóvenes momentos fundacionales en lo que respecta a su comportamiento electoral. Pronto lo veremos.

Referencias

Blais, A: To vote or not to vote?: The merits and limits of rational choice theory, University of Pittsburgh Press, Pittsburgh, 2000. Downs, A.: An economic theory of democracy, Harper and Row, Nueva York, 1957.Gerber, A. S., Green, D. P., y Larimer, C. W.: «Social pressure and voter turnout: Evidence from a large-scale field experiment», American Political Science Review, 102(01), 2008, pp. 33-48.Gerber, A. S., Green, D. P., y Shachar, R.: «Voting may be habit-forming: evidence from a randomized field experiment» American Journal of Political Science, 47(3), 2003, pp. 540-550.Lavezzolo, S., Sagrera, P. R., y Santana-Leitner, A. «Participación en las elecciones de 2008: Factores micro y macro», Elecciones generales 2008, Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid, 2010, pp. 175-206.Olson, M.: The logic of collective action: Public goods and the theory of group, Harvard University Press, Cambridge, 1965, p. 176. Quattrone, G. A., y Tversky, A.: «Contrasting rational and psychological analyses of political choice», American Political Science Review, 82(03), 1988, pp. 719-736.Riker, W. H., y Ordeshook, P. C.: «A Theory of the Calculus of Voting», American Political Science Review, 62(01), 1968, pp. 25-42.

Capítulo 2¿En qué momento decidimos nuestro voto?

Las encuestas poselectorales del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) indican que, desde 1996 (no hay datos anteriores disponibles en abierto), cada vez más los encuestados deciden su voto los últimos días antes de las elecciones, en plena campaña, de manera que la decisión se produce cuando los ciudadanos somos más influenciables o, al menos, estamos más atentos a lo que dicen y hacen los partidos y candidatos. En este capítulo, utilizando datos recientes y algunos ejemplos, explicamos la creciente importancia de las campañas electorales en la decisión del voto: para qué sirven las campañas electorales, qué efectos tienen y cómo se producen tales efectos.

¿Para qué sirven las campañas electorales?

Aparte de su labor de ritual, las campañas electorales tienen varias funciones, entre las que destacan las de publicitar y controlar. En la categoría de publicitar se clasificaría todo lo relativo a las promesas y los programas electorales. Por ejemplo, durante 2011, el PP prometió plantar quinientos millones de árboles durante la legislatura, una promesa fácilmente evaluable y que facilita la función de control. Obviamente, cuando las promesas son muy concretas, la valoración es sencilla: se ha cumplido o no se ha cumplido. Pero este tipo de promesas son más la excepción que la regla. Decimos esto porque algunos comentaristas se extrañan cuando leen programas o promesas muy genéricas en lugar de cifras concretas: si los programas se detallan mucho, los partidos corren el riesgo de «pillarse los dedos».

La pregunta de para qué sirven y qué impacto tienen las campañas electorales es una pregunta importante no sólo para los científicos sociales sino para la sociedad en general, por lo que cuestan las campañas y porque muchos casos de financiación ilegal de partidos están asociados, precisamente, a su elevado coste.

Aunque en ocasiones se ha afirmado que las campañas tienen un efecto limitado, el problema de dichas afirmaciones estriba en la mera definición de efecto. Durante una campaña electoral, los votantes pueden aprender, por ejemplo, cuál es la posición del partido sobre los derechos de autor en internet. Ese aumento del conocimiento que los votantes tienen de los partidos y sus posiciones respecto de algunas cuestiones es un efecto de la campaña. Ahora bien, en unos votantes, ese aprendizaje resultará irrelevante para la decisión del voto mientras que a otros puede, por ejemplo, motivarlos para votar al partido en cuestión en lugar de abstenerse. De estos dos tipos de efectos de aprendizaje el que realmente interesa a los políticos y a los medios de comunicación es el segundo: los efectos de persuasión. Dicho de otro modo, ¿de qué le sirve al partido hacer saber su posición sobre los derechos de autor en Internet si eso no le hace ganar (o perder) votos? Y a los medios, ¿por qué les debería interesar esa información y no otra, si no conocen el impacto que ésta tiene?

Efectos de refuerzo y persuasión

De entre los diferentes efectos posibles en una campaña, el primero y más habitual es el refuerzo: los reforzados son aquellos individuos que declaran que van a votar por una opción y finalmente lo hacen. Los reforzados se incluirían entre aquéllos que deciden su voto antes de la campaña electoral y serían la mayoría. En los reforzados se activan las disposiciones latentes. Y los reforzados son, tradicionalmente, el primer objetivo de los partidos.

Aunque la mayoría tenga decidido su voto antes del inicio de la campaña electoral y no suela cambiarlo, no se puede decir que quienes no cambian sus intenciones iniciales no han sido influidos por la campaña. Los votantes, por ejemplo, pueden reafirmarse en sus opciones previas gracias a nueva información. Otro modo de ver cómo la campaña afecta a este grupo es comparando los cambios que se producen en dichos votantes antes y después de la campaña. Si la campaña electoral no les afectara, no se observarían cambios en la ubicación ideológica pero las investigaciones disponibles muestran que sí se producen cambios significativos.

El efecto de refuerzo es la categoría base con la que comparar la persuasión, que se entiende como un cambio entre la intención de voto inicial y el voto que finalmente se deposita en la urna. Cuando los partidos consiguen persuadir a los votantes, lo pueden hacer de tres formas distintas: a) activando, b) convirtiendo o c) desactivando. Los activados son los que en principio no iban a votar pero, finalmente, sí lo hacen. La activación se produce a través de los medios de comunicación o a través de contactos personales (familia y amigos, principalmente), que se han demostrado muy influyentes para incentivar el voto.

a) La activación seguiría cuatro fases: 1) cuanto más se acerca la elección, más atención prestan los votantes; 2) este interés hace que los ciudadanos estemos más expuestos a los medios; 3) como no podemos procesar toda la información disponible, analizamos muy selectivamente y, de entre todas las ofertas, atenderemos sólo algunas, las más próximas a nuestras disposiciones, y 4) por último, el proceso anterior contribuye a reducir la incertidumbre y estimula la decisión de ir a votar.

b) La activación se suele producir de dos formas complementarias. Una, que nos lo pidan expresamente: de hecho, en las campañas hay multitud de llamadas a la participación. Otra, por la competitividad de la elección: cuando los ciudadanos pensamos que nos jugamos algo más que en las anteriores elecciones, cuando pensamos que la elección está tan reñida que ninguno de los partidos ganará con claridad, esperamos que la participación sea mayor.

c) Los convertidos son quienes iban a votar a un partido y acaban votando a otro. Son los que cambian el sentido de su voto. Es el efecto de persuasión que más daño genera al competidor y, por ello quizá, el que los medios más subrayan. Es, por las mismas razones, el efecto más buscado por los partidos porque mientras que las apelaciones a la movilización del partido A pueden llevar a la movilización de los electores del partido B, cuando consigues «un convertido», lo que gana tu partido, lo pierde el otro.

Los desactivados son quienes tenían intención de votar a un partido concreto pero terminan no votando. La desactivación es un paso menos costoso que la conversión. Pongamos el ejemplo de un votante habitual del PSOE. Si ese votante se desencanta con su partido, puede optar por dejar de votar antes de animarse a votar al PP o a IU. Esta decisión tiene todo el sentido, puesto que conlleva menos costes dejar de votar que cambiar el voto a otra opción.

Desactivar a ciertos votantes puede ser lo mejor en determinados contextos, especialmente si es poco probable que ciertos electores vayan a votar al partido. Las palabras de Gabriel Elorriaga, el director de campaña del PP en 2008, fueron esclarecedoras: «Toda nuestra estrategia está centrada en los votantes socialistas indecisos. Sabemos que nunca nos votarán. Pero si podemos sembrar suficientes dudas sobre la economía, sobre la inmigración y sobre las cuestiones nacionalistas, quizá se queden en casa». En otras palabras, ningún candidato quiere que sus votantes se queden en casa, pero sí desean que no salgan de ella los votantes de sus rivales.

Una última reflexión: las distintas formas que puede tomar la persuasión afectan de forma diferente a la participación. En el caso de los conversos, no tienen efecto alguno; en cambio, los desactivados reducen la participación y los activados la aumentan. Pero la participación no es neutral, puesto que ésta va hacia un partido u otro. Los partidos no están interesados en aumentar la participación para mejorar la salud democrática del país sino que buscan que la participación los beneficie.

Efectos de las campañas electorales en España

Así las cosas, cabe preguntarse cuáles han sido los efectos de las campañas electorales en España. Con los datos disponibles, podemos analizar los efectos ocurridos en cuatro ocasiones: elecciones generales de 1993, 2000, 2008 y 2011. No es una sorpresa que el efecto más importante haya sido el refuerzo, pero se advierte que, en general, la estrategia de desmovilización del PP confesada por Elorriaga en 2008 no funcionó. Casi al contrario, puesto que en aquella ocasión el porcentaje de activados fue el mayor de las cuatro elecciones aquí consideradas. Y fue el año 2000 el momento álgido de la desactivación, probablemente relacionada con el pacto entre el PSOE e IU. El mayor porcentaje de convertidos se produjo en 2011.

Tabla 2.1. Efectos de las campañas electorales españolas

Efecto

1993

2000

2008

2011

Refuerzo

62,98

62,51

67,06

60,8

Activación

16,81

14,13

18,86

14,41

Conversión

10,73

10,17

8,04

13,03

Desactivación

9,48

13,20

6,04

11,76

Fuente: Tabla elaborada a partir de Fernández-Albertos y Ferran Martínez i Coma (2014) y Martínez i Coma (2008).

¿Cómo y cuándo se producen los efectos?

La última pregunta que respondemos es cómo y cuándo se producen estos efectos. Una posible respuesta podría ser durante los debates electorales. Cuando se celebran (en 1996, 2000 y 2004 el PP se negó a debatir), concitan audiencias muy importantes. El debate de 2011 se emitió por 17 cadenas que conjuntamente consiguieron un 54,2% de audiencia y los debates de 2008, que se emitieron por 27 cadenas, alcanzaron una audiencia del 59,1%. Además, durante los debates, los espectadores pueden obtener información muy valiosa que puede ser determinante a la hora de decidir su voto. Aunque una de las críticas habituales es que el formato de los debates en España es muy rígido y hace que los candidatos estén muy encorsetados, no es menos cierto que hay mayor espacio para la improvisación y la espontaneidad, como Felipe González demostró en el segundo debate que mantuvo con Aznar en 1993 al ignorar las reglas previamente establecidas y acusar a Aznar de mentir.

Por muy altas que sean las audiencias y considerable la flexibilidad de los formatos, el mero hecho de ver el debate no garantiza que éste afecte a la decisión del voto. De hecho, las cifras de las encuestas poselectorales del CIS indican que tienen un efecto limitado. Por ejemplo, según los propios encuestados, casi un 7% admite que el debate los animó a votar pero un 2,3% reconoce que los desactivó a ir a las urnas. Tan sólo un 1% declara que fueron convertidos y un 10% dice salir reforzado. Utilizando técnicas más sofisticadas, y según José Fernández-Albertos, encontramos que en las elecciones de 2008, el PSOE fue el gran beneficiado al activar a votantes indecisos. En cambio, en 2011 y con las mismas técnicas, para quienes vieron el debate aumentaba la probabilidad de votar al PP entre 7 y 10 puntos porcentuales, pero no hubo efecto alguno para el PSOE.

Ahora bien, hay que observar la campaña en el contexto general de la elección y de la legislatura, es decir, por muy brillante que una campaña sea y por muy buen equipo de comunicación disponible que se tenga, si la legislatura ha sido desastrosa, difícilmente se puede arreglar en un corto periodo de tiempo el desaguisado de años.

Referencias

Martínez i Coma, Ferran: ¿Por qué importan las campañas electorales?, Centro de Investigaciones Sociológicas, n.° 260, Madrid, 2008.Fernández-Albertos, José, y Martínez i Coma, Ferran: «Los efectos de la campaña y los debates de 2011», en Lluís Orriols, Antoni Bosch, Eva Anduiza y Guillem Rico (eds.): Elecciones, 2011, Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid, 2014, pp. 103-126.Fernández-Albertos, José, y Martínez i Coma, Ferran: «Los efectos de la campaña y de los debates electorales», en José Ramón Montero e Ignacio Lago (eds.): Elecciones, 2008, Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid, 2010, pp. 143-173.

Capítulo 3¿Votamos por el partido o por el candidato?

La idoneidad de un candidato es uno de nuestros temas favoritos en conversaciones políticas. ¿Cuántas veces hemos oído que a un candidato le falta carisma para ganar las elecciones? ¿O que los éxitos del Partido Demócrata y del Partido Laborista en los noventa se explican por la personalidad de Bill Clinton y Tony Blair, por ejemplo? ¿O que Rajoy siempre ha sido un lastre para el PP? La importancia de los candidatos es una de esas verdades incontrovertidas que rara vez se discuten, pero ¿acaso son realmente importantes los candidatos?, ¿sobrestimamos su importancia en el debate político diario?

La dificultad de saber si el candidato importa

Los candidatos suelen ser realmente decisivos en dos contextos. Por un lado, en sistemas presidenciales como el estadounidense, donde el ejecutivo se concentra en una persona que es elegida por sufragio directo. Son sistemas donde los ciudadanos no votan por un partido sino directamente por la persona que quieren que dirija el gobierno. Esto conduce a campañas más personalistas en que los ciudadanos valoran más las características personales de los candidatos que su afiliación partidista, aspecto que pasa a un segundo plano. Por otro lado, los candidatos son relevantes en países donde los partidos políticos tienen una corta historia y no están institucionalizados. Allí donde los partidos no sirven de mucho para que los votantes tengan una idea clara de qué es lo que harían en el gobierno, los ciudadanos prestan especial atención a los candidatos para anticipar cómo será la labor gubernamental.

En España, en cambio, tenemos un sistema parlamentario (los ciudadanos votan por listas) y, aún en transformación, un sistema de partidos institucionalizados. ¿Significa eso que los candidatos no son relevantes?

Responder a esta cuestión no es sencillo. Cuando nos referimos a los líderes de los partidos, es muy difícil saber cuánto de la valoración de éstos es valoración genuina de la persona y cuánto es fruto de nuestras visiones partidistas o ideológicas. Cuando valoramos a un líder, proyectamos en él, sin quererlo, nuestras preconcepciones sobre el partido que lidera. Así, si uno es simpatizante del PSOE, por ejemplo, es casi seguro que sus valoraciones del líder de este partido sean más positivas que las que tiene un simpatizante del PP.

Esto queda ejemplificado en el gráfico 3.1, donde mostramos la evolución de la intención directa de voto al PSOE y las valoraciones de Rodríguez Zapatero. Como se puede comprobar, sólo en el periodo inicial las tendencias son ligeramente divergentes. En los primeros años de Zapatero, la intención de voto al PSOE subió algo (tras tocar fondo con la mayoría absoluta del PP en 2000), mientras que la valoración del líder descendió ligeramente. Éste fue el tiempo en que se apodó a Zapatero como «Bambi» y su estilo de oposición suave no fue del todo bien recibido. En cambio, a partir del año 2003, es casi imposible distinguir entre la evolución de ambas. El grado de paralelismo es sorprendentemente alto y parece difícil separar una de la otra.

Gráfico 3.1. Valoración de Zapatero e intención de voto al PSOE

Fuente: Barómetros del CIS, varios años.

Valoración de los partidos y de los candidatos: ¿qué importa más?

La intención de voto a los partidos y la valoración de los candidatos, por tanto, caminan casi en paralelo. ¿Acaso la valoración de los candidatos es decisiva para explicar la intención de voto?, ¿o es la popularidad del partido la que empuja en una dirección u otra la valoración del candidato?

Si hacemos un análisis estadístico un poco más exhaustivo, podemos comprobar el impacto que cada una tiene independientemente del otro factor. El gráfico 3.2 muestra cuánto aumenta la probabilidad de votar al PP y al PSOE en dos situaciones.3 La primera barra muestra la diferencia en la probabilidad de votar al PP en 2008 y en 2011 (o al PSOE, en el juego de barras a la derecha) entre un ciudadano que siente simpatía o se siente cercano al partido y uno que dice no sentir simpatía o cercanía al partido; la segunda barra muestra la diferencia en la probabilidad de votar al PP en 2008 y en 2011 (o al PSOE, en el juego de barras a la derecha) entre un ciudadano que tiene una valoración buena del candidato y uno que no la tiene.4

Como se puede comprobar, tanto la identificación con los partidos como la valoración de sus líderes son relevantes, pero el impacto de la «simpatía» por el partido es sustancialmente mayor que el impacto que tienen las valoraciones positivas del candidato. Las diferencias fueron de hasta tres veces más en el caso del PP en 2008. En aquellas elecciones, la valoración de Rajoy fue muy poco relevante en el voto, de manera que la cercanía al PP fue el factor fundamental. Si bien las diferencias parecen algo menores para el caso del PSOE, la magnitud del impacto de la cercanía al partido ha sido casi el doble que la del candidato.

Gráfico 3.2. Impacto en el voto de la afinidad ideológica y la valoración del candidato

Fuente: CIS, encuestas preelectorales de 2008 y 2011 (estudios 2750 y 2915).