Augusto - Pat Southern - E-Book

Augusto E-Book

Pat Southern

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Beschreibung

LA BIOGRAFÍA DEL HOMBRE QUE INSTAURÓ UN IMPERIO. Figura clave en la historia de Roma, Augusto fue el gran responsable de la transición de un período republicano marcado por las guerras civiles hacia el establecimiento de un imperio estable y duradero. Sin embargo, y a pesar de su enorme relevancia política, su dimensión humana siempre fue más esquiva. En esta completísima biografía, Pat Southern logra un extraordinario retrato integral del primer emperador romano. No solo ofrece una detallada crónica de su vida y su obra, sino que además establece de una manera clarificadora la imagen pública benigna y heroica que proyectaba en cada momento, mientras en privado era sutil, inteligente y despiadado.

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Título original inglés: Augustus.

© del texto: Pat Southern, 1998.

Todos los derechos reservados.

Traducción autorizada de la edición inglesa publicada por Routledge, miembro de Taylor & Francis Group.

© de la traducción: José Luis Gil Aristu, 2013.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2024.

Avda. Diagonal, 189-08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: abril de 2024.

REF.: GEBO678

ISBN:978-84-2499-858-5

EL TALLER DEL LLIBRE • REALIZACIÓN DE LA VERSIÓN DIGITAL

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

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Todos los derechos reservados.

ESTE LIBRO ES PARA ANNIS, POR TODOS ESTOS AÑOS

AGRADECIMIENTOS

Doy las gracias a todos aquellos que me han ayudado a estudiar a los romanos, y en particular a escribir este libro. Tengo una deuda pendiente con el difunto Charles Daniel, quien encontró siempre tiempo para escucharme y sin cuyo estímulo nunca habría escrito nada. De manera similar estoy en deuda, y todavía no se la he pagado, con el profesor Anthony Birley, que me ha prestado una ayuda incalculable para librarme de errores y cuyo gasto en tiempo y paciencia no tiene límites. En cuanto a las ilustraciones, reconozco agradecida el talento y paciencia de Graeme Stobbs, que genera mapas y dibujos a una velocidad prodigiosa a partir de retazos de papel llenos de garabatos. El personal de las bibliotecas de la universidad de Newscastle upon Tyne, de la Society for the Promotion of Roman Studies y del departamento de préstamo interbibliotecario de la Literary and Philosophical Society de Newcastle ha cumplido con creces con su obligación. Estoy agradecida a los siguientes museos, que me han suministrado amablemente varias fotografías: el British Museum de Londres, el Kunsthistorisches Museum de Viena, el museo del Louvre de París, la Ny Carlsberg Glyptotek de Copenhague, el Museo Arqueológico Nacional de Atenas, el Römisch-Germanisches Museum de Colonia, y el Museo del Vaticano de Ciudad del Vaticano.

PRÓLOGO

Este libro trata de un hombre extraordinario que tal vez no habría llegado a serlo de no haber vivido en una época extraordinaria. Es imposible escribir una biografía sin tener en cuenta el contexto social, económico y político y el periodo en que transcurrió la vida del biografiado, pero el caso de Augusto plantea varios problemas especiales. A pesar de su talento para hacerse propaganda, su carácter se nos revela en contadas ocasiones. Abundan sus retratos, la mayoría de ellos contemporáneos, y algunos reverenciales y póstumos; pero en todos aparece perennemente joven y vigoroso y no se le permite envejecer ni siquiera cuando ya es un septuagenario. Así, su personalidad real fue deliberadamente velada y puesta a resguardo de la mirada escrutadora del público por medio de una apariencia amañada que, aunque no fuese necesariamente falsa, se amoldaba a las circunstancias y se reajustaba cuando estas cambiaban. Su propia longevidad y su temprano ingreso en la vida política garantizan de forma automática que el tema tratado sea extenso. A ello se suma el que Octaviano-Augusto no se limitó a actuar sobre un fondo establecido o sin salirse del marco del desarrollo político del Estado; Augusto fue durante la mayor parte de su vida la personificación del Estado. Esto significa que una biografía suya debería ser también una historia de la transformación de la República en imperio, tarea cuya realización adecuada requeriría muchos años y no menos de 20 volúmenes. Es imposible analizar exhaustivamente en un solo libro todas las cuestiones planteadas, análisis que, además, resultaría monótono y hasta engañoso. Según el proverbio francés, «L’art d’ennuyer est l’art de tout dire» («el arte de aburrir es el arte de decirlo todo»). Al traducirla, esta frase pierde algo de su brío pero conserva plenamente su sentido.

El número de obras modernas dedicadas a este asunto es abrumador —unas 250 entradas en una bibliografía publicada en la década de 1970, a partir de la cual se ha producido un enorme incremento—. La mayoría de los artículos y libros dedicados a la época augústea son muy especializados, cubren uno o dos aspectos de la historia política, social o económica, proponen soluciones a problemas concretos o describen obras particulares de arte o literatura y su pertinencia en relación con temas políticos. El corpus es en su totalidad demasiado amplio como para poderlo examinar, pero podríamos decir en justicia que Kienast lo logró en su libro sobre Augusto con su texto claro y su monumental aparato de citas. La autora de la presente obra no reivindica el tipo de exhaustividad pretendida por Kienast. El principal objetivo de este volumen es narrar la historia de Augusto por orden cronológico; es, ante todo, una biografía, y no un análisis de los detalles más sutiles de su gobierno. El texto se puede leer como una totalidad sin recurrir a las notas, pero estas pueden utilizarse a su vez a modo de instrumento básico para hallar más información. Al tratar un tema tan minuciosamente documentado en la literatura secundaria es necesario hacer una selección para simplificar las cosas, pero la simplificación conlleva dejar de lado algunas cuestiones especializadas y muchos detalles. Esta es la razón de que en mi libro se analicen solo por encima el arte y la literatura del periodo augústeo; son temas que ya han sido abordados por especialistas cuyos estudios exhaustivos hacen superflua cualquier adición ulterior. Además, el arte y la literatura revelan solo una faceta de la persona, y el presente libro debe dirigir su atención a la persona en su integridad. No obstante, aun limitándola a estos parámetros humanos, la tarea resultó sobrecogedora incluso para los antiguos. Veleyo Patérculo, que escribía en el año 30 d.$$$C., compendia los problemas a los que se enfrentaba quien intentase escribir sobre Augusto: «Hablar de las guerras libradas bajo su mando, de la pacificación del mundo por medio de sus victorias, de sus muchas obras realizadas en el país y fuera de Italia fatigaría a un autor que intentase dedicar su vida entera a esta labor. En cuanto a mí, recordando la finalidad declarada de mi obra, me he limitado a poner ante los ojos y las mentes de mis lectores una visión general de su principado» (Compendio de historia romana, 2.89.6).

AUGUSTO

MAPA 1.Mapa del mundo romano al final del reinado de Augusto.

MAPA 2.Mapa de la Germania augústea.

1

DE OCTAVIO A OCTAVIANO

El hombre a quien se puede calificar justificadamente de fundador del Imperio romano, heredero y sucesor de Julio César y maestro de ceremonias de la transformación de la República en principado, nació en Roma el 23 de septiembre del 63 a.C. con el sencillo nombre de Gayo Octavio. Sus orígenes familiares eran relativamente humildes y, por tanto, poco conocidos. Los Octavio eran hombres nuevos (novi homines) de Velitras (la moderna Velletri), una ciudad volsca situada a unos cuarenta kilómetros al sureste de Roma. La familia no formó parte de la clase senatorial romana hasta el padre de Octavio, llamado igualmente Gayo Octavio, que fue pretor el 61 a.C. Si sus antecedentes hubiesen sido más espectaculares, habrían estado mejor documentados, o al menos habrían quedado grabados con firmeza en el recuerdo, y Augusto se habría encontrado, por tanto, con más dificultades para recomponerse o para olvidar de forma diplomática ciertos sucesos y rasgos de su vida una vez llegado el momento de crear la leyenda que lo envolvió. Aquella temprana falta de notoriedad le resultó útil cuando accedió al poder, pues el Princeps («el Príncipe») se mostró deliberadamente impenetrable y, en consecuencia, casi perfecto. Todos los fallos humanos, excepto algunas flaquezas aceptables de carácter anecdótico, fueron eliminados de la documentación. La máxima: «Haz hincapié en lo favorable» podría haber sido un principio estatuido por Augusto al escribir las Res Gestae. Cuando la maquinaria propagandística estuvo a pleno rendimiento, pasó a formar parte de la leyenda una biografía ligeramente novelada que vinculaba a los Octavio de Velitras con la familia romana de igual nombre cuyo linaje se remontaba a la época de las guerras de Aníbal. Este vínculo no está demostrado fuera de dudas, y en cualquier caso, los propios Octavio de Roma no eran tan importantes como querrían hacernos creer los propagandistas de Augusto. Un linaje noble es para mucha gente más reconfortante y aceptable que otro humilde, y a lo largo de la historia se han realizado esfuerzos por encontrar antecedentes importantes a dirigentes advenedizos que ocuparon puestos de poder tras las convulsiones de una guerra civil o externa.[1]

Todo esto, sin embargo, llegó más tarde y produjo efectos retrospectivos. Gayo Octavio, conocido también a veces como Turino, era hijo de Gayo Octavio y de su segunda esposa, Acia. Gayo padre se había casado en primeras nupcias con Ancaria, de quien tuvo una hija llamada Octavia la Mayor, para distinguirla de su hermanastra Octavia la Menor, hija de Gayo y Acia. Los Octavio eran gente rica de la clase ecuestre que gestionaban sus negocios financieros en Velitras y formaban parte de la aristocracia de la ciudad, que pasó a ser colonia romana en el siglo V a.C. Suetonio habla de la existencia de muchos indicios de que los Octavio eran una familia velitrense distinguida. Una calle de la zona más concurrida de la localidad llevaba su nombre, y había un altar consagrado por un Octavio cuyo derecho a la fama se debía a haber reaccionado con prontitud e improvisación mientras ofrecía un sacrificio a Marte. Según se cuenta, fue interrumpido por la noticia de que soldados de una ciudad vecina se disponían a lanzar un ataque, por lo que recogió apresuradamente las entrañas del animal sacrificado, las ofreció al dios sin más preparativos, salió a combatir y venció. Eso decía la leyenda. De haber fracasado, habría pasado, desde luego, a la historia como un individuo carente de principios y sacrílego, cuyo destino debería haber servido de advertencia para todos. Los habitantes de Velitras se sintieron tan complacidos con la acción de Octavio que decretaron que, a partir de entonces, todos los sacrificios a Marte debían realizarse de la misma manera, y que los restos de los animales sacrificados fueran ofrecidos a los Octavio.[2]

La relación con Velitras era imborrable y estaba tan profundamente arraigada que había mucha gente dispuesta a afirmar que Octavio, el futuro Príncipe Augusto, había nacido allí, pero lo cierto es que nació en Roma, en Cabezas de Buey (ad Capita Bubula), en el Palatino, no lejos de la vía Sacra, que va desde el fondo de la colina hasta el edificio del Senado, en el foro romano. El padre de Octavio había ingresado en el Senado al ser nombrado cuestor, posiblemente en el 70 a.C. El principal requisito para ser senador era la riqueza, y los Octavio la poseían por sus negocios bancarios y las rentas de sus tierras, por lo que antes del año 70 habían acumulado las sumas que permitieron a Gayo Octavio iniciar su carrera senatorial (400.000 sestercios, que aumentaron a 1.000.000 o 1.200.000 en los comienzos del imperio). Cuando su hijo Octavio tenía dos años, su padre Gayo Octavio fue elegido pretor tras haber realizado la carrera habitual de tribuno militar, cuestor y, seguidamente, edil de la plebe.[3]

Los peldaños que llevaban a la eminencia política en la Roma republicana no se limitaban a poseer una fortuna considerable y haber desempeñado diversos cargos militares y civiles previos al consulado. Era absolutamente esencial tener contactos con hombres destacados. Sobre todo era necesario haber realizado un buen matrimonio, estableciendo así alianzas con las familias más influyentes. Esto es lo que hizo Gayo Octavio el año 65 cuando eligió a Acia para casarse con ella en segundas nupcias. Acia estaba bien relacionada, pues era hija de Acio Balbo, de Aricia, y de su esposa Julia, la hermana de Julio César, un político en ascenso en aquel momento. Aunque estaba emparentado con Pompeyo Magno por línea materna, Acio Balbo no se había aprovechado de su parentesco para convertirse en un hombre influyente. Quien estaba adquiriendo con rapidez esa distinción era César, por lo que, desde el punto de vista del joven Gayo Octavio, las relaciones familiares más destacadas fueron las establecidas con los Julio, hecho que le habrían inculcado desde el momento de nacer. Aunque apenas vio a Julio hasta haber cumplido los diez años, habría estado plenamente al tanto de su persona a través de su madre.[4]

Los acontecimientos del 63 a.C., año del nacimiento de Octavio, llevaron a Cicerón a ocupar una posición destacada. Cicerón fue cónsul aquel año, y a partir de entonces no permitió que nadie olvidara jamás que había salvado el Estado al lograr la condena de Catilina y sus compañeros de conspiración. Durante los debates mantenidos en el Senado sobre el castigo de Catilina, Gayo Julio César habló en contra de ejecutar a los conspiradores y criticó más tarde a Cicerón por haber autorizado la pena de muerte. César acababa de ser nombrado Pontifex Maximus y se comprometió asimismo con la ardorosa política de «izquierda», ejemplificada en la acción judicial interpuesta por él en asociación con el tribuno Tito Labieno contra Gayo Rabirio por su participación en la muerte del tribuno Saturnino unos cuarenta años antes. El asunto en litigio era el carácter sacrosanto de los tribunos, al que César sacó todo el partido posible, no solo para garantizar que vivieran sanos y salvos, sino, ante todo, para asegurarse su propia importancia y popularidad. César se estaba convirtiendo en una fuerza con la que había que contar, pero en aquel momento no podía esperar mantenerse por sí solo. Más tarde, al aliarse con M. Licinio Craso y con Pompeyo Magno, sentó las bases para trazar el camino que llevaría a su sobrino nieto al poder supremo.[5]

En su niñez, Octavio sabía posiblemente más cosas sobre Julio César que sobre su propio padre, a quien no pudo haber conocido con mucha intimidad. Desde finales del 61 hasta un momento muy tardío del 59, Gayo el mayor estuvo ausente ejerciendo el cargo de gobernador de Macedonia, donde tuvo un comportamiento meritorio, al menos en opinión de Cicerón. Las fuentes no nos informan de que se llevara consigo a su esposa y sus hijos. Poco después de su regreso falleció de repente en el umbral de su carrera consular sin haber podido presentarse como candidato a las elecciones para cónsul. Octavio estuvo, pues, sin padre desde los cuatro años hasta los seis o siete, cuando su madre volvió a casarse. Durante esos años de formación fue educado por Acia, o al menos así lo dice Tácito en sus Diálogos cuando comparó los métodos antiguos, y en su opinión mejores, de educación de la infancia —ejemplificados por Cornelia, madre de los Gracos, Aurelia, madre de César, y Acia, madre de Augusto— con los modernos. Cuando Dión retomó el tema, las anécdotas sobre la infancia de Octavio habían superado lo hiperbólico para surgir como una leyenda fabulosa. Hubo una proliferación de historias, la mayoría de las cuales eran profecías de un futuro glorioso; se decía, por ejemplo, que tanto su padre como su madre, así como varios senadores, habían visto a Octavio en sueños, acompañados habitualmente de augurios que vaticinaban con claridad que algún día gobernaría el mundo; en otros sueños más modestos se presagiaba que reorganizaría el Estado. Dión dice que César tomó bajo su protección al muchacho y se aseguró de que fuera educado de forma adecuada para gobernar el mundo. Pero todo esto son habladurías retrospectivas. Octavio recibió, desde luego, una educación, y es posible que hubiera aprendido mucho de César, pero también es dudoso que se le impartieran lecciones sobre el dominio del mundo, según lo da a entender Dión con sus afirmaciones. Aunque sea más prosaico, Octavio habría sido educado como muchos otros muchachos romanos. Se formó como orador, tanto en latín como en griego. Suetonio asegura que Augusto no sabía hablar ni escribir griego con fluidez, pero Plinio el Viejo afirma lo contrario. Respecto a su posterior educación, Dión nos cuenta que Octavio sirvió en el ejército y se formó en política y en el arte de gobernar. No existen pruebas sólidas de que fuera así, sino solo la suposición retrospectiva de que en alguna fase de su desarrollo aprendió todas esas cosas. De muchacho no pudo haber aprendido nada directamente de César, pues es probable que no se conocieran hasta que Octavio tuvo 15 o 16 años. Julio César fue cónsul el año en que falleció el padre de Octavio, y al siguiente marchó de Roma para ocupar su puesto de procónsul de la Galia. No se sabe con qué grado de atención siguió Octavio la carrera de su tío abuelo, pero, al ser un niño, es difícil que tuviese conciencia de que Julio era cónsul. Con el paso de los años, se enteraría de que su tío abuelo estaba adquiriendo una fama creciente por méritos propios durante la conquista de la Galia. Octavio sabría también que Julia, la hija de César, había contraído matrimonio con Pompeyo Magno, y que el adinerado Craso se había asociado de alguna manera con aquellos dos hombres. No es de esperar que un niño posea conciencia política, pero sí que habría oído mencionar nombres y títulos, y a medida que iba creciendo habría extraído algunas conclusiones de aquella información.[6]

Tras la muerte de su marido, Acia podía optar a casarse de nuevo, y sus vínculos con la familia de los Julio habrían elevado su valor marital. Como las alianzas con la nobleza eran de importancia primordial, no hay duda de que el propio César habría expresado un vivo interés por su futuro. Cualquier posible pretendiente tendría que ser comprobado por él, incluso desde el distante lugar donde se hallaba. En el mejor de los casos podría serle de ayuda una nueva alianza; y en el peor, necesitaría asegurarse de que no se vería comprometido durante el resto de su carrera política. El año 57 o el 56, mientras César seguía en la Galia, pero sin duda con su aprobación, Acia se casó en segundas nupcias con L. Marcio Filipo, que acababa de regresar del desempeño de su cargo en Siria a tiempo para presentarse a las elecciones consulares. Como era de esperar, Filipo fue elegido cónsul para el año 56 y mantuvo un rumbo prudente entre las facciones existentes en Roma: aunque, por una parte, estaba aliado con César, por otra, debido al matrimonio de su hija Marcia con Catón, se sentía también unido a la poderosa élite conocida como los optimates. Se mantuvo al margen de la escena política, y aunque no se distinguió, tampoco se extinguió del todo; no se opuso a ninguno de los dos partidos políticos, pero tampoco los apoyó activamente, y adoptando una actitud diplomática se mantuvo neutral durante la guerra civil entre Pompeyo y César.[7]

Durante los años finales de la República, la escena política romana estuvo dominada por tres hombres que actuaron de forma concertada en una combinación que los estudiosos modernos conocen equívocamente con la expresión de «Primer Triunvirato», título que confiere a aquella alianza difusa una permanencia y una organización compleja que nunca poseyó. Para situar en su contexto la unión entre César, Pompeyo y Craso es necesario pasar revista a los principales acontecimientos de los cincuenta años anteriores, o incluso más, pues lo que constituyó el legado transmitido a Augusto cuando este llevó a cabo su sedicente restauración de la República no fue solo la última serie de guerras civiles. Muchos años antes del conflicto surgido entre César y Pompeyo, la República se había tambaleado y recuperado de varias guerras, alteraciones y disturbios sucesivos. Algunos estudiosos suelen situar el principio del final en un momento tan lejano como el de las guerras contra Aníbal, o en el 133, año de la legislación agraria de Tiberio Graco, mientras que otros descubren la causa del hundimiento en la Guerra Social del 90 o en el prolongado conflicto entre Mario y Sila. Todos estos sucesos fueron fases significativas y consecutivas de la historia de Roma que llevaron al otorgamiento de mandatos extraordinarios y al incremento del poder personal característicos de la República tardía. La marcha tristemente famosa de Sila contra la ciudad fue la primera ocasión en que un magistrado romano se hizo con el control del gobierno utilizando un ejército. Además, Sila no fue llevado a juicio por el asesinato de sus oponentes. Obtuvo el mando contra Mitrídates en el este, pero la guerra se prolongó, y durante su ausencia sus adversarios recuperaron el control de Roma. A su regreso fue nombrado dictador sin límite de tiempo y dotado de poderes supremos, que utilizó para eliminar a sus enemigos con brutal resolución. Tras haber organizado el Estado según sus principios oligárquicos, renunció a sus poderes y se retiró. Pero la corrupción se había instalado, y sus medidas para asegurar el Estado no le sobrevivieron mucho tiempo, pues él mismo había dado ejemplo de cómo obtener y ejercer el poder. A continuación, los intereses personales, las alianzas cambiantes y los mandatos extraordinarios se generalizaron aún más. Individuos particulares podían concentrar ahora el poder en sus manos apoyándose en sus ejércitos, y el Senado era incapaz de oponerse. La carrera de Pompeyo es un ejemplo de ello. Pompeyo reclutó un ejército privado para luchar a favor de Sila en el 83; unos años más tarde derrotó al líder popular Sertorio, y a continuación obtuvo el consulado, a pesar de no tener la edad requerida y sin haber desempeñado ninguno de los cargos que lo habilitaban para esa magistratura. El hecho de tener tras de sí su ejército fue sumamente persuasivo —y constituyó una lección para el futuro—. Pompeyo alcanzó el consulado, como era de prever, y a continuación se dispuso a deshacer todo lo hecho por Sila. En especial, restableció los poderes del tribunado, cargo utilizado por él seguidamente para aprobar las leyes que necesitaba a fin de obtener mandatos especiales. Concluido su consulado, no aspiró a una provincia, pero las misiones contra los piratas del Mediterráneo y, luego, contra Mitrídates en el este fueron mucho más gloriosas que la rutinaria gobernación provincial.[8]

Pompeyo no obtuvo sus mandatos sin una oposición que no había cesado todavía en el momento de su regreso a Roma en el 62. Aun así, no marchó contra la ciudad al frente de sus tropas, y en vez de arrastrar al Estado a una guerra civil, renunció a su mandato y licenció su ejército. Tal vez pensaba que el peso de su prestigio bastaría para convencer al Senado de que debía colaborar con él, pero a lo largo de tres años no consiguió realizar ningún progreso. Las disposiciones tomadas por él para las provincias recién conquistadas en el este y para los reinos clientes eran objeto de interminables debates y su ratificación se retrasaba constantemente; tampoco era inminente la autorización para la distribución de tierras prometida a sus soldados. El prestigio acumulado por él estaba siendo sometido a un desgaste intencionado, y al no existir ningún peligro terrible de que el Estado necesitase ser salvado, Pompeyo no podía recuperar su preeminencia lanzándose a realizar alguna acción heroica. Aunque era sin duda competente en el campo de batalla, empezaba a parecer un necio en el frente político. Asqueado y sin saber qué hacer, unió su suerte a la de César, cuya elección para el consulado del 59 debió mucho al apoyo de Pompeyo. Bíbulo resultó elegido como colega de César, lo cual revela que el peso conjunto de Pompeyo, César y Craso, que todavía mantenían su alianza en secreto, no era aún lo bastante influyente como para controlar del todo las elecciones. César neutralizó pronto la débil oposición de Bíbulo y dejó el campo expedito para la promoción de los designios personales de cada uno de los miembros del trío. Su acuerdo fue un plan de apoyo mutuo; César necesitaba a Pompeyo por la talla política alcanzada por este, pues su propia posición no estaba aún a la altura de la del máximo militar de Roma. Pompeyo necesitaba a César porque le hacía falta un cónsul enérgico y con pocos escrúpulos que pudiera sacar adelante la necesaria ratificación de sus planes. Craso se unió al grupo por razones menos claras. Era el único rival serio de Pompeyo, rivalidad que se mantuvo durante toda su vida, pero no podía permitirse dejar que la alianza entre Pompeyo y César eclipsara su propia posición política. Lo que preocupaba por encima de todo a aquellos tres hombres eran sus intereses personales.[9]

En el año 59, César hizo aprobar varias leyes mostrando escasa consideración hacia Bíbulo o hacia los detalles más sutiles del derecho. Al final de su consulado había aherrojado a la oposición. En la primavera del 59 consolidó su alianza con Pompeyo concertando un matrimonio entre este y su hija Julia; al parecer, fue un arreglo afortunado, y entre la pareja hubo más afecto que el que podía garantizar un acuerdo político. En aquellos momentos, la existencia del «triunvirato» era apenas perceptible. Las relaciones entre sus tres miembros acabaron por descomponerse cuando César inició su campaña de conquista de la Galia. Pompeyo se encontró aislado y hostigado, y Craso no le ayudó. Al haber cortado algunos de sus contactos con la aristocracia, solo le quedaba un surtido de aliados poco numeroso y se vio arrojado una vez más a los brazos de César. En el año 56, los tres socios se reunieron en Luca con el fin de resolver sus dificultades y hacer planes para el futuro. Pompeyo y Craso serían cónsules en el 55; ahora se sentían más seguros de su control sobre las elecciones. César consiguió que se prolongara cinco años su mandato en la Galia mediante la Lex Pompeia Licinia, aprobada cuando los otros dos tomaron posesión del cargo de cónsules. Una vez concluido su consulado conjunto se otorgarían mandos provinciales a Pompeyo y Craso. Pompeyo recibió el de Hispania, pero no se fue de Italia y decidió, en cambio gobernar su provincia a través de algunos subordinados, lo que constituyó un plan novedoso y un importante precedente. Craso recibió el mando de Partia, donde acabó de manera desastrosa en el año 53. Su muerte, junto con la de Julia, ocurrida en el 54, ha sido puesta de relieve como el motivo del derrumbamiento de la alianza no oficial, que llevó a una ruptura inevitable y a la guerra civil entre César y Pompeyo. Gruen ha cuestionado esta conclusión señalando que no había razones para que se interrumpiera la cooperación política, y que lo que unía a los tres hombres no era ni Craso ni Julia. Tras la muerte de esta, César ofreció a Pompeyo la mano de Octavia, hermana de Octavio. El gran hombre la rechazó y buscó en otra parte; aunque esto no significaba necesariamente su alejamiento total de César, fue una decisión significativa, un indicio de que Pompeyo pretendía ir por libre o cambiar de rumbo. Fueran cuales fuesen las razones para el deterioro de las relaciones entre César y Pompeyo, la situación empeoró a partir del 53 y acabó en guerra. Es cierto que la muerte de Craso aflojó las alianzas políticas, y sobre todo dejó a los clientes de este sin un líder. Uno de los hijos de Craso perdió la vida con él en Carras; el otro, Marco Craso el joven, fue un cesariano decidido. Muchos de los seguidores de Craso se unieron a César, generando así un desequilibrio entre él y Pompeyo.[10]

De los once a los catorce años, Octavio habría presenciado y observado los tejemanejes políticos practicados en Roma mientras se hacía cada vez más evidente que se estaba fraguando una guerra entre César y Pompeyo. Como pariente próximo de uno de los principales protagonistas, tuvo que haberle resultado casi imposible mantenerse neutral, pues hasta los asuntos más triviales de la familia asumían un regusto político. Octavio realizó su primera aparición pública a la edad de once años, cuando pronunció el discurso fúnebre en honor de su abuela Julia, la hermana de César. Las relaciones y la solidaridad familiar fueron un rasgo muy visible de aquel acto. Octavio debía de saber que César había pronunciado una oración fúnebre similar para su tía Julia, esposa de Mario, en un momento en que los vínculos con este eran claramente peligrosos, cuando no directamente fatales. Esa clase de discursos eran tanto gestos políticos como muestras de piedad. Constituían acontecimientos históricos en los cuales se exhibían los bustos de antepasados famosos o no tan famosos y se rememoraban sus nobles hazañas. Al pronunciar aquel discurso en honor de su abuela, Octavio habría sido necesariamente consciente de su historia familiar, y en esta circunstancia debió de haber prestado atención a los logros conseguidos en aquellos momentos por su tío abuelo. No pudo haber sido indiferente al debate centrado en la finalización del mandato de César en la Galia y en los tecnicismos legislativos en que estuvo envuelta. El principal problema radicaba en que César necesitaba ocupar el consulado inmediatamente después de su proconsulado para poder pasar de un nombramiento a otro sin ceder su imperium. Cualquier vacío entre el mando de la Galia y el consulado lo dejaría a merced de quien quisiese interponer una querella contra él y llevarlo ante los tribunales; y a lo largo de su carrera, en especial durante su consulado del 59, César se había granjeado muchos enemigos, y con su comportamiento les había dado abundantes motivos para encausarlo por cualquiera de sus actos sospechosos. No era necesariamente cierto que cualquier persona pudiese emprender un proceso contra él, y tampoco era obvio que fuera a ser condenado si alguien lo llevaba ante los tribunales. Se trataba de una excusa apenas velada para preservar su poder intacto y sin solución de continuidad, pero César no estaba dispuesto a ceder o aceptar un compromiso. Por tanto, deseaba que se le permitiera presentarse a las elecciones al consulado in absentia, y para lograr esa concesión necesitaba contar con colaboradores en Roma. La mejor manera de conseguirlo consistía en que un tribuno lo propusiera como candidato sin tener que comparecer personalmente. En su cargo de cónsul sin colega en el año 52, Pompeyo cooperó con César, pero luego aprobó una ley, la Lex Pompeia de iure magistratuum, que exigía a los candidatos presentarse en persona. Esta decisión ha sido interpretada como un trato discriminatorio y también como muestra de una incompetencia perdonable; según Gruen, era, en realidad, perfectamente aceptable que Pompeyo aprobara aquella ley, pues no afectaba a César, cuyo caso, examinado y sancionado por el pueblo, se consideraría una excepción legítima. Pompeyo deseaba, sencillamente, asegurarse de que la práctica de concurrir a las elecciones consulares in absentia no se convirtiera en un hábito.[11]

A aquella ley le siguió la Lex Pompeia de provinciis, por la cual se establecía que entre el desempeño de una magistratura en Roma y el gobierno de una provincia debía transcurrir un intervalo de cinco años. Esto significó que quienes ocupaban un cargo en Roma en ese momento no podían ser elegidos gobernadores provinciales al año siguiente, lo que implicaba a su vez que, mientras no hubiera transcurrido el primer quinquenio, los gobernadores tenían que ser elegidos entre el grupo de antiguos cónsules y pretores que cumplieran los requisitos para el nombramiento, aunque no aspiraran necesariamente a él. Así, Cicerón fue obligado a ocupar el gobierno de Cilicia muy en contra de su voluntad, pues solo podía imaginarse viviendo en Roma. Un aspecto relacionado de forma más directa con los problemas de César fue que, a partir de ese momento, no sería necesario esperar a que un magistrado concluyera su mandato para enviarlo a ocupar el gobierno de la Galia; cualquier hombre disponible de la reserva de personas de rango consular podía ser nombrado para suceder a César en el momento en que expirase su mandato, exponiéndolo así a vivir como privatus aunque solo fuese por breve tiempo, durante el cual era casi seguro que sería llevado a juicio y debería ceder irrevocablemente su imperium. Pero tampoco en este caso se actuó de manera decidida para desbancar a César de su posición, pues Pompeyo insertó en la ley una cláusula de salvaguarda que lo trató como excepción legítima.[12]

El propio Pompeyo era también una excepción legítima en su condición de cónsul sin colega. Su posición ha sido descrita como anómala y carente, además, de precedentes, y no constituye un honor que la lograra en un momento convulso. Pompeyo había utilizado sus tácticas habituales consistentes en no procurarse personalmente el cargo sino dejar que otros agitaran en su favor mientras él se mantenía a la espera, hasta que la situación acababa siendo tan intolerable que, al final, el Senado se veía obligado a pedirle que tomara las riendas del Estado. En la difícil situación constitucional del 53, el Senado no favoreció a ninguno de los candidatos al consulado y anuló las elecciones para el 52. Mientras imperaba el desorden, los partidarios de Pompeyo insistieron en que se le nombrara dictador; otros pedían a gritos el gobierno conjunto de Pompeyo y César. Los senadores reaccionaron mal ante esta idea y alcanzaron precipitadamente un compromiso propuesto por Catón, consistente en nombrar a Pompeyo cónsul en solitario, lo cual constituía una contradicción terminológica y fue un ejercicio de prudencia verbal para evitar un título más polémico. Es posible que Octavio tomara nota del grado de tolerancia que el Senado estaba dispuesto a admitir frente a la realidad del poder mientras se mantuviera cierto barniz de legalidad respetablemente enmascarada por unos títulos apropiados. Fuera cual fuese el título que se otorgara a Pompeyo, había que reconocer que era el único hombre, aparte de César, capaz de restablecer el orden, pero el Senado no se atrevió a nombrarlo dictador. Eran demasiados quienes podían acordarse de Sila. Dejando aparte las limitaciones constitucionales y legales que distinguían los poderes de los cónsules (sometidos al veto tribunicio) de los más amplios del dictador (no sometidos a él), se trataba de una cuestión casi puramente semántica. Con la acumulación de poderes en su persona y en virtud de su prestigio y su auctoritas, Pompeyo fue dictador en todo menos en el nombre. Era el principal magistrado de Roma —y sin un colega—, y al mismo tiempo gobernador de Hispania, gobernada en su nombre por medio de delegados. Tenía a su disposición una fuerza armada, si así lo deseaba, incluso durante su mandato consular; este hecho era absolutamente inconstitucional, pues se suponía que los cónsules abandonaban sus poderes militares al entrar en la ciudad. Aunque Octavio aprendió mucho de César, no hay duda de que asimiló alguna que otra lección de Pompeyo y de las relaciones entre este y el Senado. La mayoría de los senadores eran bastante dóciles si no se les trataba con demasiada arbitrariedad y se les permitía ejercer cierto poder, o al menos imaginar que podían ejercerlo si lo deseaban.[13]

En el año 51 se rumoreó que César intentaba conceder la ciudadanía romana a la Galia Traspadana, con lo que aumentaría desmesuradamente el número de sus clientes, y la gente de Roma empezó a inquietarse. El cónsul M. Marcelo se opuso a aquella medida y provocó cierta agitación para hacer volver a César, que aún no estaba dispuesto a regresar. Acababa de derrotar a Vercingétorix y había concluido ya el asedio de Alesia, pero la guerra no había llegado ni de lejos a su conclusión; César iba a necesitar mucho más tiempo para resolver los asuntos de la Galia. En sentido estricto, su mandato de cinco años acordado en Luca significaba que su proconsulado no concluiría hasta los primeros meses del 50; es improbable que la Lex Pompeia Licinia incluyera una cláusula que registrara específicamente una fecha límite. Aunque los ataques de Marcelo comenzaron a dirigirse más en concreto contra César, cualquier debate para hacerle volver de su destino se aplazó hasta el 1 de marzo del 50.[14]

La finalización del mandato de César seguía siendo el punto decisivo. Más adelante, el propio César afirmó que en el año 49 se le había permitido presentarse a las elecciones consulares para el 48. Esto no encaja bien con los datos, pero, por razones que solo pueden conjeturarse, César decidió no presentarse a las elecciones para cónsul en el 50. A partir de ese momento, el apoyo de Pompeyo a César fue menguando de manera constante. A pesar de que él mismo había sentado el precedente, rechazó la idea de que César pudiera retener el imperium de su provincia y ser cónsul al mismo tiempo. Gruen afirma que «no es posible dividir Roma entre cesarianos y pompeyanos ni siquiera en una fecha tan tardía como el año 50», pero, a pesar de la inexistencia de una polarización definitiva entre facciones, había ya un resentimiento creciente contra ambos dinastas. El tribuno Curión había bloqueado cualquier intento de compromiso al desechar las sugerencias que se le hicieron de proponer un arreglo consistente en que tanto Pompeyo como César renunciaran simultáneamente a sus mandatos. El Senado votó a favor de la moción con un resultado de 370 contra 22, y el pueblo dio muestras de aceptarla con un entusiasmo inequívoco; pero, a pesar de su evidente popularidad, la propuesta no fue llevada nunca a la práctica. Los optimates estaban decididos a bloquear a César, y el único método seguro de conseguir su objetivo consistía en atraer a Pompeyo a su bando. Como parte del plan, Gayo Marcelo exageró los rumores de que César se disponía a invadir Italia, y en su condición de cónsul confió de manera teatral a Pompeyo la seguridad del Estado. Pompeyo tomó el mando de las tropas estacionadas en Italia y empezó a hablar de guerra. Era la única manera de preservar su preeminencia y conservar a sus partidarios. La situación no tardó en hacer crisis. Todavía se podía realizar algún intento de negociación, pero todas las propuestas fracasaron. Pompeyo estaba dispuesto a aceptar la oferta de César de desprenderse de sus ejércitos y provincias a excepción de dos legiones y del mando sobre el Ilírico y la Galia Cisalpina, pero los cónsules no accedieron a esta propuesta. A continuación, Curión presentó una carta de César en la que se daba a entender que cedería su mando si Pompeyo hacía otro tanto, pero amenazando al mismo tiempo con que si este conservaba sus ejércitos, él no se desprendería de los suyos y vengaría, en cambio, las injusticias cometidas contra él y su país. Este discurso incendiario se consideró una declaración de guerra. Apiano habla del tumulto que se produjo a continuación. El Senado nombró a Lucio Domicio para suceder a César, declaró a Pompeyo protector de Roma, y a César enemigo del Estado. Los tribunos M. Antonio y Q. Casio fueron expulsados del edificio del Senado y se pusieron al instante en camino disfrazados de esclavos para encontrarse con César. Este, consciente siempre del valor de la propaganda incendiaria, hizo que los tribunos comparecieran con aquel aspecto desaliñado ante los soldados, a quienes explicó que, después de todas sus hazañas heroicas, la única recompensa que el Senado consideraba idónea para ellos consistía en calificarlos de enemigos públicos. Era su único medio de justificar algo que constituía ni más ni menos que un golpe militar. Además, resultó muy efectivo.[15]

Tras la batalla de Farsalia y la derrota de Pompeyo, César declaró para la posteridad: «Ellos se lo han buscado», atribuyendo todas las culpas al enemigo y exonerándose de cualquier intención de desencadenar una guerra. Es posible que no exagerara de forma indebida. Los motivos para la guerra civil entre él y Pompeyo se debieron tanto a las maquinaciones de los dos generales como a las de otras partes interesadas, pero la situación se agravó hasta un punto en que ninguno de los partidos pudo echarse atrás. César insistió en que se había visto forzado a ir a la guerra, en que había combatido para impedir que una facción monopolizara el poder, y en que su principal preocupación era la defensa de la constitución y de los derechos de los tribunos. En realidad se trataba de una lucha por la supervivencia personal con unos poderes intactos. La supervivencia apenas era importante por sí misma. Para los romanos, el temor a la muerte tenía mucho menos peso que el prestigio y la dignitas. El Estado había acabado siendo demasiado pequeño para incluir a Pompeyo y César; ninguno de los dos podía someterse al otro, y dado que ambos se hallaban al frente de una compleja y amplia serie de alianzas que constituían facciones poderosas, el inevitable conflicto no podía limitarse al ámbito puramente personal.[16]

César cruzó el Rubicón, el río que marcaba la frontera de su provincia —más allá del cual no podía viajar legalmente al mando de sus tropas—, a comienzos de enero del 49. Su marcha fue tan rápida que pilló a Roma por sorpresa. Pompeyo no estaba preparado en absoluto para enfrentarse a César en el campo de batalla, y como era un general demasiado bueno como para no darse cuenta de ello o para arriesgarse a entablar combate sin hallarse a punto, se retiró al sur y, finalmente, abandonó Italia. Se embarcó en Bundisio y atravesó el Adriático poniendo rumbo a Dirraquio, donde reunió su ejército junto con los senadores que seguían siéndole fieles. Al no disponer de un ejército con el que luchar, César pasó unos pocos días en Roma. Debía de tener una gran prisa y hallarse muy atareado, pero no es imposible que él y Octavio se encontraran en esta ocasión. Aunque no hubiese sido así, Octavio habría observado y extraído alguna lección. Uno de los primeros actos de César consistió en apoderarse del tesoro público (aerarium) para cubrir sus necesidades financieras inmediatas. Aquel dinero se encontraba depositado allí desde una fecha lejana de la historia de la República, tras la desastrosa invasión de Italia por los galos. El dinero estaba destinado a defender Roma de una amenaza similar, y quienquiera que lo retirase con una finalidad que no fuera la de hacer la guerra a los galos sería objeto de una maldición pública: el rostro de César debió de haber mostrado por lo menos un atisbo de sonrisa cuando se adelantó a cualquier crítica señalando que, como había derrotado a los galos, se suponía que estaba libre de los efectos de aquella maldición.[17]

Es probable que los pocos senadores que se habían quedado en Roma no opusieran mucha resistencia a César, pero su actitud es comprensible, pues tenía el respaldo de miles de soldados endurecidos en combate que no dudarían en ejecutar a quien fuera señalado por su general. Antes de que César pudiera dejar Roma, hubo que realizar algunos preparativos para la defensa de Italia y las provincias vecinas. César dejó a Marco Antonio al cargo de las tropas italianas, nombró a partidarios suyos para el mando en Sicilia, Cerdeña, el Ilírico y la Galia Cisalpina, y seguidamente se dirigió a Hispania, donde los legados pompeyanos Petreyo y Afranio comandaban sendos ejércitos. César declaró que iba a enfrentarse a un ejército sin jefe, y que a continuación marcharía a Dirraquio a enfrentarse a un jefe sin ejército. Tras algunos reveses iniciales, derrotó a los lugartenientes de Pompeyo en Ilerda (Lérida) en agosto del 49.[18]

Al regresar a Roma, César tenía la supremacía, pero no todo el mundo se sintió intimidado por él. Cicerón habla de que, en la primavera del 49, la población se manifestó contra César en el teatro. Por lo demás, a medida que la guerra progresaba en Hispania y César dirigía su atención hacia el propio Pompeyo, la vida en Roma siguió desarrollándose como de costumbre. El pretor Lépido propuso nombrar a César dictador, y el Senado se mostró de acuerdo. Utilizando este cargo para lograr sus deseos pronto y sin alborotos, César nombró magistrados y sacerdotes para el año siguiente y, luego, abdicó, pues según señaló Dión, disponía ya de la autoridad y las funciones que podía necesitar, pues estaba respaldado por sus ejércitos. Fue elegido cónsul para el 48 y dejó Italia el 4 de enero de ese mismo año para luchar contra Pompeyo. No regresó a Roma hasta septiembre del 47. Tras su derrota en Farsalia, Pompeyo huyó a Egipto, donde fue asesinado por un grupo de palaciegos que pensaron agradar así a César y evitar un enfrentamiento entre romanos en su propio territorio. El país estaba viviendo ya una guerra entre Cleopatra y su hermano Ptolomeo; y cuando César llegó en persecución de Pompeyo, se puso al frente de la situación permaneciendo en el país el tiempo suficiente para estabilizar la situación política. Aquello fue sumamente importante para los intereses de Roma, pues la mayor parte del suministro de trigo de la ciudad podía obtenerse en Egipto; este antiguo reino era demasiado valioso como para desdeñar su posible adquisición. Una vez que hubo establecido a Cleopatra como reina, César emprendió una campaña contra Farnaces en el este. Entretanto, en Roma, Octavio tomó la toga virilis el 18 de octubre, a los quince años de edad. Se trataba de una ceremonia pública y solemne en la cual los muchachos se desprendían de la toga praetexta, signo de su juventud, y eran inscritos oficialmente como ciudadanos adultos. La ceremonia se realizaba normalmente a los diecisiete años, que era también la edad en que comenzaban su servicio militar y en la que un hombre podía ser procesado legalmente. En el primer imperio, la reducción de la edad para la toma de la toga virilis se consideraba una distinción honorífica, y Gayo y Lucio, nietos de Augusto, la vistieron con los mismos años que él, es decir, a los quince. Nicolás de Damasco dice que Octavio tenía solo catorce años en el momento en que se llevó a cabo la ceremonia, pero el dato aportado por Suetonio tiene mayor peso. Según Dión, la ceremonia se vio afectada por un posible mal agüero al que Octavio dio un sesgo favorable. Cuando se estaba poniendo la túnica, las costuras se abrieron y la prenda cayó al suelo. Demostrando una gran presencia de ánimo, Octavio dijo: «Tendré a mis pies la dignidad senatorial en pleno». La anécdota es, probablemente, una interpolación tardía, pero no está reñida con el carácter de Octavio, pues ilustra el funcionamiento de su inteligencia, rápida y perfectamente manipuladora.[19]

Aunque a partir de ese momento era oficialmente un hombre, Octavio siguió sometido a la disciplina materna, según Nicolás de Damasco; al parecer, Acia mantuvo un estricto control sobre su hijo, solo le permitía salir por asuntos legítimos y le obligaba a dormir en el mismo domicilio donde había residido hasta entonces. No está documentado que el adolescente le guardara ningún rencor, pero una información en este sentido habría cuestionado su leyenda. No pasa de ser mera conjetura que las ascuas de la ambición ardieran ya bajo aquella superficie de estricto control mientras esperaban con paciencia calculada una oportunidad para estallar en llamas. Si abrigaba esa clase de sentimientos, Octavio los controló bien; el autocontrol fue el distintivo de su vida posterior, y parece ser que lamentó amargamente las pocas ocasiones en que lo perdió. Es posible que comenzara a practicarlo siendo aún muy joven. Poco después de asumir la toga virilis, realizó uno de sus primeros cometidos oficiales. Nicolás nos cuenta que el pueblo lo eligió para desempeñar un sacerdocio y ocupar el puesto de pontifex en sustitución de Domicio Ahenobarbo, que había fallecido. Tras esta anodina declaración se atisban algunos datos encubiertos no resaltados en el relato de Nicolás. La elección se llevó a cabo a instancias de Julio César, y por tanto no fue tan espontánea como da a entender el historiador. Ahenobarbo no había fallecido, sin más, sino que había sido muerto en Farsalia. Nicolás quitó importancia a los recuerdos de la guerra civil entre César y Pompeyo y se centró, en cambio, en la glorificación de su protagonista. El oficio de pontifex era un alto honor, y Octavio se lo tomó muy en serio. Se mostró concienzudo en el cumplimiento de sus deberes, aunque, según Nicolás, tuvo que desempeñarlos siempre a la caída de la noche, pues solo así podía evitar las inoportunas atenciones de las mujeres y preservar su castidad, al ser un joven notablemente atractivo.[20]

Julio César regresó a Roma en septiembre del 47 y se quedó hasta acabar el año. Tras la batalla de Farsalia, había sido nombrado dictador por segunda vez, probablemente con poderes más plenos que en la anterior ocasión, pero con una fecha límite fija que debía expirar en octubre del 47. Los detalles exactos son inciertos, pero parece ser que dejó la dictadura en la fecha prescrita. Fue elegido cónsul para el 46, teniendo como colega a Lépido. Como no estaba previsto que ocupara el cargo hasta el 1 de enero y es probable que hubiese renunciado a la dictadura el octubre anterior, podría dar la impresión de que se hallaba potencialmente sin poderes, pero en realidad era sumamente poderoso, pues no había dejado su imperium proconsular ni el mando de sus ejércitos. Técnicamente no podía ejercer un poder proconsular en la ciudad, y se suponía que se desprendía del mando de sus tropas en el momento en que cruzaba el pomerium («límite de la urbe»), pero, por alguna razón, nadie pensó en plantearle esas sutilezas legales. Seguro de su posición como principal hombre de Roma, se lanzó a la tarea de recomponer el Estado. Había mucho que hacer, y para César se trataba de una carrera contra reloj, pues no podía posponer durante mucho tiempo la inminente guerra contra los restos de los ejércitos pompeyanos estacionados en África. Dándose una prisa considerable, restableció el orden en la ciudad, llevó a cabo las elecciones para las magistraturas en los meses finales del 47 e intentó aliviar la calamitosa situación económica que había sido causa directa de los disturbios provocados en Roma. Marco Antonio, jefe de la caballería (magister equitum, segundo en el mando) de César, había caído entonces en desgracia por su excesiva brutalidad en la represión de los disturbios. La población civil no era la única descontenta. Los soldados veteranos de César, concentrados en Campania para la próxima guerra de África, decidieron que ya habían combatido el tiempo suficiente sin haber recibido las justas recompensas que les habían sido prometidas pero que nunca se habían llegado a materializar. Es propio de la naturaleza humana alzar la mirada de vez en cuando, tras haber puesto todas las energías en algo durante periodos prolongados sin obtener muchas ventajas tangibles, y preguntarse: «¿Por qué estoy haciendo esto?». César no daba señales de detenerse nunca, y para entonces los soldados querían que se les marcase una fecha final. Cuando su descontento alcanzó un punto crítico, marcharon sobre Roma para encararse con César. Este los recibió tranquilo, escuchó su petición de que los licenciara y luego les habló llamándolos no commilitones («camaradas soldados»), sino Quirites («ciudadanos»), y con solo esa palabra les hizo recuperar su lealtad inquebrantable. Se hallara o no presente, Octavio no pudo menos de haber escuchado aquella anécdota. No es descabellado suponer que César la comentó durante la cena o en algún otro momento, y Octavio habría aprendido una valiosa lección sobre el manejo de las personas. César aceptó el reto de sus soldados, quienes lo conocían lo bastante bien como para darse cuenta de que seguiría adelante sin ellos, reclutaría nuevas tropas y, no obstante, ganaría probablemente la guerra contra los pompeyanos en África, privando a los primeros cesarianos, cansados de la guerra, de la victoria y el botín.[21]

Nunca sabremos si César tuvo tiempo para analizar la situación política y militar con Octavio, pero sí que se lo tomó para promocionarlo, pues hizo que fuera nombrado prefectus urbi («prefecto de la ciudad») durante la celebración de las Feriae Latinae. Se trataba de una festividad religiosa que se remontaba a la conquista de Alba Longa, durante los primeros tiempos de la República. Todos los magistrados, incluidos los tribunos de la plebe, dejaban la ciudad para realizar las ceremonias en el monte Albano, y entretanto los sacerdotes se encargaban de ejercer las funciones de los cónsules. El oficio de prefecto de la ciudad se creó en origen para supervisar el orden público en Roma en ausencia de los magistrados. Se trataba de un nombramiento puramente honorífico, pero como el titular del cargo se convertía en cabeza simbólica del gobierno durante uno o dos días, quedaba expuesto a las miradas del público y señalado para cosas mayores en el futuro. Sus deberes consistían principalmente en dirigir los asuntos legales. Según Dión, en la época republicana era muy habitual que durante las celebraciones de las Feriae Latinae se nombrara a adolescentes para el puesto. El cargo permanente de prefecto de la ciudad no se creó hasta el reinado de Tiberio y de los emperadores posteriores. El titular de esa magistratura desempeñó funciones mucho más importantes y amplias y totalmente distintas de las realizadas por los prefectos de las Feriae Latinae, que siguieron siendo nombrados durante el imperio junto con el praefectus urbi normal. Al final de la República, sus tareas no debían de ser demasiado onerosas y es probable que proporcionaran a su titular una valiosa experiencia administrativa.[22]

La estructura de la carrera seguida por la mayoría de los romanos incluía cargos tanto civiles como militares, habitualmente en un orden predecible. Se consideraba de importancia decisiva que los jóvenes romanos adquirieran experiencia en asuntos militares lo antes posible, por lo que César propuso que Octavio le acompañara en su expedición a África, donde planeaba hacer la guerra a los pompeyanos. Por desgracia, Octavio se veía afectado constantemente por su mala salud y no pudo aprovechar la oferta de su tío abuelo. Las continuas enfermedades documentadas a lo largo de la vida de Augusto no tienen una explicación clara. Sus dolencias médicas precisas no han sido descritas, y, de todos modos, es posible que sus enfermedades no se debieran a una misma causa; en algunos casos, habrían de atribuirse a virus y a intoxicaciones alimentarias, y es probable que padeciera algunos periodos de agotamiento y posibles insolaciones. En el caso al que nos referimos aquí, Acia protestó, y César no siguió adelante con el asunto para no poner en peligro la frágil constitución del muchacho. Aunque no podía aplazar la entrada en guerra, tal vez pensó que podía permitirse esperar antes de tomar al joven bajo su protección.[23]

César dejó Italia en diciembre del 47 y estuvo ausente siete meses. Ganó la batalla de Tapso el 6 de abril del 46, y la noticia llegó a Roma el día 20; pero, tras la batalla, los vencedores tuvieron muchas cosas en las que ocuparse, por lo que César permaneció en África hasta julio del 46. El Senado le otorgó nuevos honores, más amplios que en ocasiones anteriores. Cuando la noticia de la victoria llegó a la ciudad, se aprobó en votación un festejo de agradecimiento que debía durar cuarenta días. Se decidió —posiblemente mediante elección popular— que fuera dictador por un periodo de diez años, y prafectus morum durante un trienio. Este último nombramiento era una novedad; derivaba, evidentemente, de los poderes del censor, y es de suponer que le brindó los medios requeridos para controlar a los miembros del Senado. Un acto más extravagante fue la erección de una estatua de César con un globo a sus pies en el templo Capitolino, acompañada de una inscripción que recordaba a los curiosos su linaje divino como descendiente de Venus. Muy poco después de la erección de la estatua, César ordenó retirar la inscripción, por lo que solo nos es conocida a través de informes de segunda mano de autores antiguos cuyas fuentes no están confirmadas. Desconocemos el texto y hasta el idioma en que fue grabada. Aunque el latín habría sido la opción obvia, algunas autoridades insisten en que pudo haber sido redactada en griego. Al parecer, calificaba a César de divus, o su equivalente en griego, dando a entender que era un dios viviente y no solo una persona de linaje divino. Tal vez pensó que aquello iba un poco demasiado lejos o que suponía, incluso, tentar a la suerte y equivalía a pedir a los dioses que actuaran con firmeza y lo pusieran en su lugar de hombre mortal. Algunos autores dan a entender lo contrario y sostienen que César se sintió disgustado porque no consideró todo aquello suficiente para sus ambiciones; no obstante, podemos preguntarnos qué honores terrenales le faltaban después de la deificación en vida. Es posible que se aprobara la concesión de nuevos honores además de los enumerados aquí, aunque quizá los rechazó. Dión dice que en su lista de honores incluye solo los aceptados por César, lo que da a entender que, al decidir cuál retener y cuál rechazar, pudo haber actuado con cierta discreción.[24]

Octavio estuvo estrechamente asociado a César a partir del verano del 46, y Nicolás de Damasco atribuye una gran importancia a esa asociación. Es posible que influyera en él el material incluido en las Memorias (De vita sua) de Augusto, que posiblemente hacían también mucho hincapié en la relación de Octavio con César en ese momento de su carrera. Las Memorias fueron escritas en una etapa comparativamente temprana, antes de que Augusto se convirtiera por derecho propio en un venerable estadista. Al final de su vida restó importancia a los antecedentes cesarianos de su largo reinado, pero en los primeros tiempos se sirvió de aquellos vínculos para realzar su reputación, utilizándolos casi como un pilar de sustentación, pues al rememorar a César se ganaba el apoyo de la gente importante. De joven acompañó a su tío abuelo a todas partes: al teatro, a los banquetes y a otras reuniones sociales; recibió condecoraciones militares (dona militaria) y cabalgó, incluso, tras el carro de César en el triunfo celebrado por este después de la guerra de África, a pesar de no haber participado en ella. De creer a Nicolás de Damasco, acabó ejerciendo cierta influencia sobre aquel gran hombre, pero, naturalmente, solo la utilizó en beneficio de los demás y no en su propio provecho. La gente lo abordaba para que intercediera por ellos ante el dictador, pero Octavio procuraba no pedir favores en momentos inoportunos, dando así muestra de la actitud inteligentemente diplomática que casi nunca perdió a lo largo de toda su vida. En cierta ocasión tuvo un éxito especial al intervenir en favor de su amigo Marco Vipsanio Agripa, cuyo hermano había sido hecho prisionero mientras combatía en África en el bando pompeyano. Era bien conocida la mala disposición de César hacia esos cautivos en particular, pues muchos de ellos habían luchado contra él en más de una guerra. De vez en cuando se dejaba convencer para poner en libertad a alguno que otro, por lo que el hermano de Agripa quedó libre. Es significativo que no llegara a alcanzar las altas dignidades que obtuvo el propio Marco Agripa; Octavio sabía, quizá, donde poner fin a los favores. El principal interés de la anécdota reside en el hecho de que, en ese momento, él y Agripa no eran simples conocidos, sino que mantenían una firme amistad, existente, sin duda, desde sus años de escuela.[25]

Durante el largo verano del 46, César dirigió su atención a las numerosas tareas administrativas que había dejado sin rematar a causa de las guerras. Una de las más famosas fue la reforma del calendario. El antiguo calendario se basaba en un cálculo lunar, y para mantener las cuentas ajustadas había que intercalar un mes adicional cada dos años. Esta intercalación se había descuidado considerablemente durante la confusión de las guerras civiles, por lo que las estaciones no coincidían ya con los meses asociados normalmente a ellas. César introdujo un calendario basado en un año solar, que sigue estando todavía en uso, con 365 días por año y uno extra insertado cada cuatro. Para adaptar el calendario romano a esta nueva forma de cómputo fue necesario alargar el año 46 en un total de 67 días a fin de que las estaciones volvieran a ajustarse a los meses; César había añadido ya el mes lunar adicional en febrero, pero esto no fue suficiente, por lo que incluyó otros dos más entre noviembre y diciembre. Durante el verano se confió a Octavio la dirección de las producciones teatrales que servían de provecho y entretenían (podríamos decir también que distraían) a la población. Asistió a todas las representaciones, y cuando acabó de cumplir su tarea cayó enfermo debido, probablemente, a una insolación. Suetonio señala que Augusto no pudo soportar nunca los efectos del sol y no iba a ninguna parte sin sombrero; es posible que aprendiera a tomar esa precaución a la fuerza, pues de joven había despreciado durante un breve periodo el valor de los sombreros como prenda protectora. Fuera cual fuese el achaque, sufrió una peligrosa enfermedad. Consta que César se preocupó extraordinariamente y que en cierta ocasión abandonó la cena para ir a sentarse junto a la cama de su joven pariente. Octavio se recuperó, pero no a tiempo para acompañar a César a Hispania, donde el hijo mayor de Pompeyo el Grande había reunido una numerosa fuerza anticesariana. La amenaza era grave, por lo que César dejó Roma a finales de año sin tiempo suficiente para realizar las elecciones para las magistraturas del 45. Como medida temporal se nombró a César cónsul en solitario. Al ser ya dictador, apenas necesitaba aquellos poderes, pero es posible que se tratara de un recurso provisional político, o, al menos, de un ardid deliberado para aplazar hasta su regreso la decisión sobre quiénes debían ser designados cónsules.[26]