Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
"Este libro estudia dos aspiraciones que nos distinguen como especie: el autoconocimiento y la libertad. Ambas son individuales y colectivas, pues tanto las personas como las sociedades intentan conocerse y ser libres. Tratándose de procesos psicológicos e históricos, estos fenómenos son producto de la interacción entre elementos biológicos y culturales, y en ellos se manifiesta la colaboración de la evolución de la especie, el despliegue de las sociedades y el desarrollo de los individuos. Sin embargo, a pesar de su relevancia, no es fácil decir qué significa conocerse a uno mismo, qué es ser libre, ni cuál es la relación entre ambos ideales. Todas las propuestas teóricas, sobre todo en filosofía y en psicología, consideran que el autoconocimiento es condición de posibilidad de otras formas de conocimiento y, en el caso de las psicoterapias, de una vida saludable. Todas las propuestas sociales y políticas aspiran a ampliar la libertad de los individuos y las sociedades. Casi todas ellas, sin embargo, definen «autoconocimiento» y «libertad» de formas circulares o demasiado generales, para la importancia que les conceden en sus modelos. Por ello, el propósito de este libro es explicar ambos conceptos de manera interdisciplinaria y analizar cómo se relacionan entre sí."
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 1058
Veröffentlichungsjahr: 2025
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Pablo Quintanilla es profesor principal de Filosofía en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Es PhD en Filosofía por la Universidad de Virginia y magíster en la misma especialidad por la Universidad de Londres (King’s College). Es licenciado en Filosofía y bachiller en Humanidades con mención en Filosofía por la PUCP. Se especializa en filosofía del lenguaje y de la mente, epistemología y teoría de la acción. Es senior research associate en el Department of African Centre for Epistemology & Philosophy of Science (ACEPS) de la Universidad de Johannesburgo, Sudáfrica. Entre sus libros más recientes están La comprensión del otro. Explicación, interpretación y racionalidad (2019), La filosofía en el Perú. El Perú en la filosofía (2024), Epistemologías andinas y amazónicas. Conceptos indígenas de conocimiento, sabiduría y comprensión (coeditor, 2023). Es miembro de diversas sociedades académicas internacionales, incluyendo al Grupo Interdisciplinario de Investigación Mente y Lenguaje (MyL) y al Instituto de Desarrollo Humano de América Latina (IDHAL).
Pablo Quintanilla
AUTOCONOCIMIENTO Y LIBERTAD
La vida por examinar
Autoconocimiento y libertadLa vida por examinar© Pablo Quintanilla, 2024
© Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial, 2025Av. Universitaria 1801, Lima 32, Perú[email protected]/
Imagen de portada: Fra Filippo Lippi (1406-1469). Retrato de mujer con un hombre asomado a una ventana (ca. 1440). Témpera sobre tablero (64.1 cm x 41.9 cm). Imagen de acceso abierto. Fuente: Museo Metropolitano de Arte, Manhattan, Nueva York. www.metmuseum.org
Diseño, diagramación, corrección de estilo y cuidado de la edición: Fondo Editorial PUCP
Primera edición digital: enero de 2025
Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores.
Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2025-00715e-ISBN: 978-612-335-015-4
Índice
Reconocimientos
Prólogo
Introducción
Primera parte. El sujeto del autoconocimiento
Capítulo 1.La simulación mental
1.1. Conocimiento y triangulación
1.2. Imaginar ser otro
1.3. Simulación y autoconocimiento
Capítulo 2.Navegando entre conceptos
2.1. Realidades sociales
2.2. La influencia de la lengua en la cognición y en la subjetividad
2.3. El yo y la autointerpretación
Capítulo 3.Conocerse a uno mismo
3.1. ¿Cómo se han transformado las preguntas por el autoconocimiento?
3.2. ¿Qué debe abordar la cuestión del autoconocimiento?
3.3. El fenómeno del autoengaño
Segunda parte. La libertad se dice de muchas maneras
Capítulo 4.La vida examinada
4.1. La vida que merece ser vivida
4.2. Derechos y dignidades
4.3. La justificación de los derechos
Capítulo 5.Libertad metafísica, psicológica y política
5.1. El concepto metafísico de libertad
5.2. El nacimiento de la voluntad en el mundo griego
5.3. Libertad, ideología e interculturalidad
Capítulo 6.Libre albedrío y determinismo natural
6.1. El recurso trascendental
6.2. El lugar de la descripción intencional en una explicación de la naturaleza
6.3. ¿En qué sentido somos libres y a qué tipo de libertad podemos aspirar?
Tercera parte. Autoconocimiento y voluntad
Capítulo 7.Autoconocimiento, emociones y voluntad
7.1. El cultivo de las emociones como una forma de autoconocimiento
7.2. La explicación aristotélica de las emociones
7.3. Autoconsciencia, necesidad y libre albedrío
Capítulo 8.Wittgenstein, las emociones y la voluntad
8.1. La filosofía como una actividad terapéutica
8.2. ¿Qué preguntas sobre el libre albedrío están mal formuladas?
8.3. Actuar voluntariamente
Capítulo 9.¿Qué es la voluntad?
9.1. Una concepción naturalista no reductivista de la voluntad
9.2. Filogénesis y ontogénesis de la voluntad
9.3. Voluntad, agencia y autoconocimiento
Referencias
Reconocimientos
Algunas secciones de este libro son versiones totalmente reescritas, corregidas y actualizadas de artículos o de fragmentos de artículos publicados previamente por mí, los cuales han sido reestructurados para que mantengan ilación temática1.
1 Algunos párrafos del acápite 1.3 están basados en Quintanilla, 2003a; el acápite 5.1, en Quintanilla, 1997b; el acápite 6.2, en Quintanilla, 2002; el acápite 7.2, en Quintanilla, 2007a; el capítulo ocho, en Quintanilla, 2003b y 2007b; y el capítulo nueve, en Quintanilla, 2012, 2013, 2014b y 2017b.
Prólogo
¿Qué será más grande — el mar o la palabra
con que lo nombramos?
Decimos el mar y surgen diversos mares —los vistos experimentados gozados sufridos— e igualmente los apenas barruntados (acaso los más exaltantes) —pequeños o descomunales— plácidos o destrozándose a sí mismos en iras irreprimibles.
Vemos en cambio el mar —y es el de siempre— irreconocible y desconcertante —una fantasmagoría de la realidad— pero igual al que por primera vez se interpuso en nuestro destino.
Westphalen, 2017, «Porciones de sueño para mitigar avernos».
En este libro deseo estudiar dos aspiraciones que nos distinguen como especie y nos diferencian de cualquier otro objeto de la realidad explorada: el autoconocimiento y la libertad. Ambas son individuales y colectivas, pues tanto las personas como las sociedades intentan conocerse y ser libres. Tratándose de procesos psicológicos e históricos, estos fenómenos son producto de la interacción entre elementos biológicos y culturales, y en ellos se manifiesta la colaboración de la evolución de la especie, el despliegue de las sociedades y el desarrollo de los individuos.
El deseo de ampliar estos anhelos es característico del ser humano, pues siempre queremos ser más libres y conocernos mejor, y nunca estamos satisfechos con lo que creemos saber de nosotros mismos o con lo que suponemos que depende de nuestra voluntad. Así mismo, ambos son ideales regulativos, pues es imposible conocerse completamente o ser plenamente libre.
Todos los movimientos sociales se consideran abanderados de la libertad —aunque la mayor parte de ellos no lo sean, lo sepan o no— y muchas guerras se han librado en su nombre. De igual modo, nadie acepta fácilmente que sabe de sí menos de lo que los demás creen saber sobre ella o él2. De hecho, uno de los fenómenos intelectuales más interesantes de Occidente se dio hacia finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, en que un variado grupo de autores, que incluye a Arthur Schopenhauer, William James, Friedrich Nietzsche y Sigmund Freud, entre otros, sostuvieron que, con frecuencia, tenemos un conocimiento de nosotros que no sabemos que tenemos, no tenemos uno que creemos tener y puede ocurrir que alguien nos conozca —o que pueda explicar y comprender nuestro comportamiento— mejor de lo que nosotros mismos somos capaces de hacerlo. A pesar de que este fenómeno intelectual se robusteció desde finales del siglo XIX —especialmente en la filosofía, la literatura y la psicología— es posible encontrar en la tradición intelectual anterior atisbos en esa dirección. Casi siempre, sin embargo, estos se planteaban en términos de si uno podría tener conocimiento no consciente3 de alguna realidad objetiva (como en el caso de las Ideas de Platón), no en si uno podría tener conocimiento no consciente de sí mismo, aunque es cierto que en el modelo platónico uno no sabe que tiene cierto conocimiento innato de las Ideas, de manera que hay algo que uno sabe, pero no sabe que lo sabe. También solía plantearse la cuestión sobre si podría ocurrir que uno crea que se conoce a sí mismo cuando, en realidad, no es así, donde la complejidad principal radica en explicar qué significa ese «en realidad» y cuál sería el criterio o el punto de vista que lo determinaría.
No es claro qué significa que una comunidad sea libre —o más libre que otra— ni qué es el libre albedrío, de qué manera podemos ampliar nuestra libertad —individual o colectivamente— y cuándo, lo que parece autonomía, es solo un espejismo, una forma de determinismo causal que ignoramos o una estructura ideológica de subordinación que nos convence de poseer una soberanía sobre nuestras vidas que no tenemos.
Aunque la libertad se suele contraponer al determinismo, este último término no es en absoluto claro. Como veremos más adelante, lo podemos encontrar en autores modernos como Bacon, Hobbes y Spinoza, con el sentido de que el universo está gobernado por regularidades estrictas que pueden ser descritas mediante leyes y que no tienen excepciones. El concepto se explicita más con la física de Newton (1999 [1687]), para quien el universo está totalmente determinado por regularidades nomológicas que gobiernan las relaciones causales. Así, si A causa B, cada vez que ocurra A, dadas las mismas condiciones, tendrá que ocurrir B, sin excepción posible. Pero la intuición central del concepto se puede rastrear mucho antes y se puede encontrar incluso en Aristóteles y, en versiones fatalistas, incluso antes. Al día de hoy, sin embargo, se suele asumir que el determinismo natural es un presupuesto metafísico indemostrable, que necesitamos asumir para poder explicar y predecir la naturaleza. Es decir, sería arriesgado afirmar que el universo en sí mismo está totalmente determinado. De hecho, podría ser que lo esté en determinados ámbitos, por ejemplo, en el mundo macroscópico, pero no en otros, como a nivel subatómico. También podría ser que las leyes que gobiernan hoy el universo no hayan sido las mismas que lo gobernaron poco tiempo después de la Gran explosión o las que lo gobernarán en un plazo lejano. Más aun, en el caso que existan otros universos, podrían tener otras leyes o ninguna. En nuestro universo, el determinismo podría convivir con un grado de aleatoriedad. Pero podría ser que lo que llamamos azar sea una causalidad determinista desconocida. También podría ocurrir que el supuesto determinismo natural sea solo un alto grado de probabilismo, que es mucho menor en el ámbito de las regularidades sociales, psicológicas e incluso neurológicas. En este libro asumiré que este no es un problema resuelto y que hay muchas posiciones factibles. Sin embargo, en muchos casos, es necesario plantear el problema del libre albedrío frente a la posibilidad de que el universo esté determinado, que tenga una dosis de aleatoriedad pero que sea altamente probabilista o, incluso, que necesitemos presuponer cierto grado de regularidad nomológica multicausal (más o menos probabilista, dependiendo de la ciencia) para poder explicar y predecir con algún grado de confiabilidad.
Tampoco es evidente qué describimos cuando hablamos de libertad: ¿es solo el significado de una palabra que hemos heredado de los hablantes que nos antecedieron y que, de hecho, no está presente en otras culturas con el mismo significado? ¿Es un concepto transcultural que se encarna en las diversas lenguas porque refleja una experiencia humana cognitiva universal, producto de la evolución del cerebro? ¿Tiene la experiencia subjetiva del libre albedrío algunas propiedades universales, mientras otras son propias de culturas específicas? De ser así, ¿cuáles son los rasgos universales y cuáles los particulares? ¿Es lo que llamamos «libertad» solo un conjunto de prácticas sociales que se encuentra condensado y altamente densificado en algunas palabras de ciertas lenguas? ¿Es una realidad, sea neuronal, social o de otro tipo, que trasciende a las lenguas? Parafraseando al poema que sirve de epígrafe a este prólogo, ¿qué es más grande: la libertad o la palabra con que la nombramos?
Tampoco es transparente qué es el autoconocimiento y en qué se parece a otras formas de conocimiento, como el de la vida subjetiva ajena o el de la realidad objetiva, sea esta natural o social. ¿Hay un solo concepto que engloba a las diversas formas de conocimiento o a cada una de ellas le corresponde uno diferente? Así como no es claro qué es conocer la vida mental de los demás, tampoco lo es qué es conocerse a uno mismo, cuál es el objeto de esa forma de conocimiento, cómo se logra, qué características tiene y cuándo lo que parece autoconocimiento es solo una forma de autoengaño. Es frecuente que nuestros esfuerzos por lograr lo que más deseamos —ser autónomos y translúcidos para nosotros mismos— den lugar a las formas más enrevesadas y perversas de subordinación, autoengaño y autoignorancia. Pero es sabido que ansiamos aquello sobre lo que menos claridad tenemos y solemos sentirnos orgullosos de nuestras habilidades menos desarrolladas o más enigmáticas. Como advierte Shakespeare, el ser humano se siente orgulloso de lo que menos conoce, «su esencia de vidrio», es decir, su capacidad para reflejar la realidad mediante el carácter representacional de la mente:
El hombre, el arrogante hombre,
investido de una pequeña y breve autoridad,
ignorante de lo que se siente más seguro
—su esencia de vidrio— como un mono colérico
representa tan fantásticas comedias ante el alto cielo
que harían llorar a los ángeles, los que, si tuvieran nuestra melancólica naturaleza,
reirían como mortales
(1993 [1623], Measure by measure, acto 2, escena 2)4.
Pero hay algo que el ser humano conoce aún menos: su capacidad de representarse a sí mismo. Sospechamos que lo hacemos, porque tenemos la experiencia fenoménica de la autoconsciencia y suponemos que ella participa de alguna manera en nuestros afanes por autoconocernos, pero no sabemos bien cómo opera ese proceso ni qué tan confiable es.
No es tarea fácil discurrir sobre estos fenómenos, pues la lengua con la que describimos nuestros esfuerzos por autoconocernos o por acrecentar nuestra libertad no es neutral. Es un instrumento que puede ser usado para extender nuestra autoconsciencia o para confundirnos, y para aumentar nuestro libre albedrío o para someternos, ya sea a sabiendas o no de ello; y si lo sabemos puede ser de manera consciente o inconsciente.
La aparición del lenguaje en nuestra especie y en el desarrollo del niño tuvo y tiene efectos prodigiosos, pero sus muchos pliegues acarrean efectos inesperados. En el caso del Homo sapiens, la facultad del lenguaje fue consecuencia de la evolución de capacidades de cognición social complejas que permitían a nuestros antepasados homínidos no solo representarse la realidad sino también la manera como los otros individuos se la representaban, lo que desarrolló mecanismos de atribución psicológica que, a su vez, potenciaron las habilidades de cooperación y competencia social. Esto evolucionó de manera simultánea a la capacidad de representarse a uno mismo en el tiempo, como cuando recordamos el tipo de persona que alguna vez fuimos o imaginamos la que podríamos llegar a ser, si optáramos por un camino en vez de otro. También intentamos representarnos el tipo de persona que en este momento somos y, dependiendo de las circunstancias internas y externas, lo hacemos con mayor o menor éxito. El proceso del autoconocimiento incluye esos tres niveles temporales —memoria, experiencia presente y expectativa— que se alimentan, resignifican y moldean recíprocamente.
La facultad del lenguaje ha coevolucionado con otras habilidades cognitivas, potenciándose mutuamente. Tanto en el caso de la especie como en el del niño —es decir, en las dimensiones filogenética y ontogenética— su surgimiento hizo posible otras capacidades que hoy son objeto de estudio interdisciplinario. Uno de los rasgos más notables del lenguaje, en tanto facultad mental y también como fenómeno social, es su apertura y creatividad. Mediante mecanismos de recursividad nos permite construir un conjunto, en principio infinitamente grande, de oraciones infinitamente largas. También hace posible que podamos componer un formidable número de conceptos y significados complejos. El lenguaje no es solo un fascinante objeto de investigación por lo que ha logrado en nuestra especie, sino también porque eso que ha conseguido puede ser estudiado desde disciplinas diferentes, proporcionándonos un mosaico que es tan diverso como la realidad que intenta representar. De igual manera, es gracias a la libertad que el lenguaje nos ofrece o promete, que intentamos conocernos a nosotros mismos. Por ello, en cierto sentido, el lenguaje es el terreno privilegiado donde se realiza el autoconocimiento y gracias al cual expandimos nuestra libertad. Más aún, el lenguaje nos permite hablar acerca del lenguaje y en eso se parece a la filosofía, una disciplina cuya naturaleza implica la posibilidad y la necesidad de reflexionar sobre sí misma. Por todo ello, al intentar describir y explicar los fenómenos que constituyen el tema central de este libro, será imprescindible estar atento a las características de las herramientas que empleamos, de manera que la reflexión sobre la mente y el lenguaje será transversal a esta investigación.
En esa línea, no es posible tratar las preguntas de este volumen sin abordar otros tópicos asociados, como la filogénesis, la ontogénesis y el desarrollo cultural de los conceptos psicológicos. Estos temas conducen a cuestiones asociadas a la naturaleza del comportamiento moral. Ellas también son tratadas en el libro, pero, siendo este de corte interdisciplinario, es una argumentación filosófica la que enlaza los temas entre sí. De esta manera, aunque el libro se propone iluminar dos fenómenos centrales a la vida humana —autoconocimiento y libertad— y la manera cómo se articulan mutuamente, es necesario abordar muchos otros temas que están enhebrados con ellos. Me he esforzado porque el texto tenga varios niveles de lectura, es decir, que pueda ser leído provechosamente por quienes recién se están acercando a estos asuntos, por personas con un conocimiento intermedio y por especialistas en los temas tratados. En relación con estos últimos, presento algunas tesis que podrían ser de interés para ellos.
Sería una larga tarea enumerar a los individuos e instituciones que hicieron posible esta publicación, pero expreso mi gratitud hacia todos ellos, en particular a la Pontificia Universidad Católica del Perú, cuya asignación por alto desempeño en la investigación me permitió el tiempo necesario para realizar el trabajo que se plasmó en estas páginas. Este libro está dedicado a Clemen y Hernando, quienes me proporcionaron la porción que yo pudiera tener, por pequeña que sea, de libertad y autoconocimiento.
2 Este libro está comprometido con el uso del lenguaje inclusivo, pero, para no sobrecargar la lectura, lo explicito solo en el prólogo.
3 Usaré «no consciente» en el sentido de un contenido sobre el que no tenemos experiencia fenoménica o percatación, e «inconsciente» en el más específico sentido freudiano. Así mismo, siguiendo la sugerencia de la RAE, emplearé «consciencia» como experiencia fenoménica o percatación y «consciencia» en el sentido de capacidad de juicio moral.
4 But man, proud man, / Dress’d in a little brief authority, /Most ignorant of what he’s most assur’d / —His glassy essence— like an angry ape / Plays such fantastic tricks before high heaven / As makes the angels weep; who, with our spleens, / Would all themselves laugh mortal.
Esta y todas las demás traducciones al castellano son mías, a menos que se indique la edición de la traducción. Usaré el sistema de citación APA, pero pondré entre corchetes, no solo en la bibliografía sino también en la cita del texto principal, el año original de publicación del texto citado. Esto es muy útil en este libro —que aborda muchos siglos de producción filosófica— porque el lector podrá notar, de una rápida mirada y sin recurrir a la bibliografía, la época en que esas ideas fueron desarrolladas.
Introducción
April is the cruelest month, breeding
Lilacs out of the dead land, mixing
Memory and desire, stirring
Dull roots with spring rain.
T. S. Eliot, 1922, The Waste Land5
Este libro se propone analizar de manera interdisciplinaria —aunque teniendo como hilo conductor a la argumentación filosófica— el autoconocimiento y la libertad, la manera como estos fenómenos se relacionan entre sí y los efectos que sus respectivas ampliaciones tienen en la vida humana. Se trata, pues, de una investigación que aborda temas centrales de la filosofía desde distintas perspectivas y considerando la evidencia empírica procedente de diversas disciplinas.
Si la filosofía actual quiere decir algo relevante sobre la realidad y acerca de nuestro conocimiento de ella, es inevitable que considere las evidencias halladas por las ciencias naturales y sociales. De no hacerlo, corre el peligro de convertir el debate filosófico en un intercambio infinito de definiciones estipulativas. Otro riesgo indeseable es que la filosofía se dedique solamente a analizar las peculiaridades de nuestra lengua o de nuestra visión del mundo, que en su mayor parte son variables. Aquellas peculiaridades que, siendo contingentes pudieran ser universales a la especie, tendrían que ser probadas empíricamente. Por eso es deseable e inexorable integrar la reflexión filosófica con los hallazgos científicos, incluso si eso implica difuminar las fronteras entre disciplinas, algo provechoso que ocurre en mucha de la mejor filosofía.
En este libro continúo un proyecto que inicié en uno anterior (Quintanilla, 2019), aunque ambos son, en principio, independientes. Aquel se concentra en la naturaleza, posibilidades y límites de la comprensión de las otras personas: su vida mental, sus expresiones lingüísticas y su comportamiento. Este versa acerca de la comprensión de uno mismo y la manera en que eso influye en la propia libertad. La tesis principal es que, aunque libertad y autoconocimiento son conceptos diferentes y no describen el mismo fenómeno, son directamente proporcionales y se potencian mutuamente. El libro sostiene, también, que su despliegue conduce al desarrollo de nuestra dignidad como seres humanos.
En su influyente artículo «La importancia de lo que nos preocupa»6, Harry Frankfurt (2006 [1988]) distingue tres áreas de reflexión filosófica: ¿qué debemos creer?, de interés epistemológico; ¿qué debemos hacer?, de interés ético; y ¿qué debería preocuparnos? Los dos temas principales que aborda este libro, libertad y autoconocimiento, se encuentran en la intersección entre esas tres áreas. El propósito de conocernos y de expandir nuestra libertad es epistemológica y éticamente sustancial, pero también es algo que nos preocupa y valoramos o, por lo menos, debería serlo.
La tesis de que autoconocimiento y libertad se articulan mutuamente no es nueva. Lo que, en todo caso, podría ser novedoso es la forma de abordar esa conexión, los argumentos conceptuales y la evidencia transdisciplinaria que justifica ese abordaje. Pero, sobre todo, la manera como se puede articular lo conceptual y lo empírico para construir una tesis filosófica. Eso es lo que me propongo hacer en este libro, sugiriendo también una manera de entender el concepto de voluntad.
La conexión entre autoconocimiento y libertad es tan antigua que incluso se encuentra, de manera implícita, en la frase «la verdad os hará libres», que aparece en el Evangelio de Juan (8:32) atribuida a Jesús dirigiéndose a los judíos. En el campo filosófico se puede encontrar, por lo menos, desde Baruch Spinoza (1988 [1677], 2001 [1677]) y Georg W. F. Hegel (1985 [1807]) en adelante, pues también está presente en Arthur Schopenhauer (2009 [1819]) y Sigmund Freud (2002). La idea de Hegel según la cual la libertad equivale al despliegue de la autoconsciencia ha sido analizada por casi todos los filósofos hegelianos de los siglos XIX y XX (véase Croce, 1960 [1942]; Buterin, 2009; Franco, 2002). Para esos autores, el autoconocimiento no es solo condición de posibilidad para ser libre, sino el significado mismo de la libertad a la que podemos aspirar.
Spinoza, por su parte, no creía que el libre albedrío requiriese de ser una causa incausada o un motor inmóvil exento de causas previas, al interior del determinismo de la naturaleza, pues eso implicaría un vacío causal o una interrupción causal en la estructura del universo. Su célebre frase es que «el hombre no es un imperio dentro de un imperio» (2001 [1677] prefacio al libro III). Sostenía que llamamos «libertad» al desconocimiento de las causas que gobiernan nuestro comportamiento, a lo que Hegel añadió que ser libre es ser consciente de nuestras determinaciones. Spinoza afirmaba que todo lo real es racional e inteligible y que lo irracional no existe, adelantándose a Hegel, quien sostenía que lo real es lo racional y lo racional es lo real (1988 [1821]), p. 50). En lo que corresponde al autoconocimiento, como Spinoza pensaba que Dios tiene infinitas propiedades y que una de ellas es la realidad física, consideraba que el conocimiento que los humanos tenemos de la realidad en su conjunto, de nosotros mismos y de nuestros sentimientos, es una manera de amar a Dios (2001 [1677] V, p. 15). A esa idea, Lenoir complementa que para Spinoza «no hay ninguna diferencia entre el amor que sentimos por Dios, el amor que Dios tiene por los hombres o el amor que Dios siente por él mismo» (2019, p. 134), lo que conduce a que todo acto de conocimiento sea un acto de amor.
El punto es que estos autores sugieren que el conocimiento de nuestras determinaciones amplía nuestra agencia, dándonos la posibilidad de modificar sus causas y, por tanto, de ser más libres. Aunque los conceptos de agencia, libertad y libre albedrío han sido usados con ligeras diferencias, se superponen, de manera que agencia es la propiedad que tiene un individuo o una comunidad de ser un agente, es decir, de actuar libre e intencionalmente. Por ello, una acción intencional sería un evento natural causado por ciertos estados mentales, esto es, motivado voluntariamente por procesos psíquicos.
Así pues, se suele asumir que una acción es libre si ha sido causada por nuestros estados mentales y no (solo) por causas externas a nosotros. La expresión «estados mentales» incluye fenómenos psicológicos tan variados como creencias, deseos, afectos, fantasías, dolores, percepciones, sensaciones, temores y más. Pero, para los fines de la explicación y comprensión de la acción, suelen ser categorizados en tres grupos principales: creencias, deseos y afectos. Las creencias son representaciones de la realidad que pueden ser verdaderas o falsas y, además, son disposiciones para actuar. Los deseos son representaciones sobre cómo nos gustaría que la realidad fuese y los afectos son «coloraciones de la realidad», en una célebre formulación de Richard Wollheim (1994, 1999). Los afectos, a su vez, suelen ser clasificados en emociones, sentimientos y pasiones.
La mayor parte de estados mentales están compuestos por una experiencia consciente o fenoménica (lo que uno siente) y un contenido proposicional, que es aquello sobre lo que versa el estado mental. Así, por ejemplo, mi creencia en que Sócrates nació en Atenas tiene como contenido esa representación de la realidad, aunque no existe propiamente una consciencia fenoménica de ello, porque no hay algo que yo sienta o experimente cuando creo eso. Mi deseo de que mañana sea un día soleado tiene como contenido esa representación de la realidad y su consciencia fenoménica es lo que yo siento cuando tengo ese deseo. Mi amor por alguien, por su parte, tiene como consciencia fenoménica la sensación y su contenido es la información que transmite.
En líneas generales, entonces, un estado mental es un proceso físico que puede estar dotado de intencionalidad, es decir, que representa algo del mundo, y que contiene consciencia fenoménica, experiencia fenoménica o qualia7. Algunos estados mentales solo tienen intencionalidad —como las creencias— o solo tienen consciencia fenoménica —como los dolores— o tienen ambas —como las emociones—, pero no podría haber un estado mental que carezca tanto de intencionalidad como de consciencia fenoménica; ese estado sería puramente físico. En cualquier caso, la expresión «estados mentales» y las distintas clasificaciones que hacemos de ellos son cortes espaciotemporales de un continuo flujo psíquico, que no es discreto y no está conformado por partes claramente delimitables.
Ahora bien, la obvia objeción que se puede hacer a quien sostenga, como Spinoza y Hegel, que el conocimiento de nuestras determinaciones amplía nuestra libertad, es que el conocer nuestros determinantes no necesariamente nos hace más libres sino, en el mejor de los casos, solo más conscientes de lo poco libres que somos. Si a esto se contraargumenta que, al conocer tales causas estamos en condiciones de transformarlas, se puede replicar que los criterios y herramientas que nos permitirían cambiarlas no han sido elegidos por nosotros, de manera que tampoco resulta claro que el conocimiento de nuestros determinantes nos haga más libres para modificarlos. En otras palabras, yo puedo llegar a conocer los estados mentales que gobiernan mi comportamiento, pero de ahí no se sigue que pueda modificarlos. Es debatible que uno pueda cambiar voluntariamente sus creencias, deseos y afectos. En líneas generales, uno no elige lo que quiere creer sino lo que le parece mejor justificado sobre la base de sus creencias previas. Lo mismo ocurre con los metadeseos: uno podría desear tener un deseo, pero no tenerlo; o no desear lo que desea, pero seguir deseándolo. Es más claro aún en el caso de los afectos, ¿acaso elige uno sus emociones, sentimientos y pasiones? Es verdad que uno podría ponerse en una situación que espera le genere una creencia, deseo o afecto, pero eso solo aplaza el problema, porque habrá que preguntar qué le hizo desear ponerse en esa situación o creer que ella causaría en él aquel estado mental.
Amartya Sen (2002), y con él muchos otros influyentes autores, han definido el desarrollo humano como la ampliación de nuestras capacidades —definidas como funcionamientos valiosos en la vida—, de suerte que uno es libre si puede vivir según el tipo de vida que valora y que tiene razones para valorar. Pero también en este caso es posible preguntarnos si elegimos las causas que generaron nuestras valoraciones y si estas podrían responder a formas ideológicas de dominación de las que somos víctimas. Aunque el enfoque de las capacidades de Sen representa un significativo progreso en la concepción del desarrollo, reposa sobre una noción de libertad insuficientemente analizada. Este es un claro ejemplo de cómo la filosofía tendría que salir en ayuda de modelos propios de las ciencias sociales, que asumen conceptos que exigen exploración filosófica.
Con frecuencia se usa el concepto de voluntad para definir la libertad, pero hacer eso es explicar lo oscuro con lo más oscuro o inventar una facultad para resolver una dificultad, porque la naturaleza de la voluntad no es menos misteriosa que la de la libertad. Por eso, en los últimos capítulos de este libro, me propongo sugerir una manera de usar el concepto de voluntad que pueda resultar útil para explicar el libre albedrío.
Pero volvamos al autoconocimiento. Los conceptos de conocimiento y comprensión se superponen, pero no son equivalentes. Los distingue el que «conocimiento» suele tener una connotación más teórica y menos comprometida, pues, en líneas generales, cuando decimos que aspiramos al conocimiento solemos priorizar la representación consciente y proposicional, a pesar de que también existen formas de conocimiento no conscientes y no proposicionales. «Comprensión», por su parte, está asociado a dinamismo, fluidez y mayor compromiso subjetivo. Conocer y comprender a alguien no constituyen el mismo proceso. Lo primero sugiere que estamos informados sobre algunos aspectos relevantes de su biografía y que tenemos noticia de los estados mentales que causan sus acciones; mientras que lo segundo alude a que podemos capturar parte de su subjetividad, experimentándola en nosotros mismos, reconociendo el entramado de estados mentales y acciones que constituye a esa persona «desde dentro», por así decirlo, viendo las cosas y a ella misma como si fuera desde su propia perspectiva, pero, además, con algún grado de empatía emocional.
La misma diferencia está presente cuando hablamos de autoconocimiento y autocomprensión, como, por ejemplo, si decimos que conocemos o comprendemos una versión de un yo previo o de un posible yo futuro. De hecho, las expresiones «me conozco» y «me comprendo» tienen connotaciones coloquiales diferentes. La primera es más teórica y desapegada, la segunda sugiere un mayor compromiso emocional. En el caso de la reflexión sincrónica de primera persona, sin embargo, es casi imposible separar lo que está involucrado en el autoconocimiento y en la autocomprensión. Ahora bien, dado que cuando uno reflexiona sobre sí mismo en distintos momentos temporales —por ejemplo, sobre un yo pasado, sobre su presente o acerca de un posible yo futuro— esas perspectivas están entrelazadas, en este libro sostendré que, en el proceso del autoconocimiento, las tres dimensiones temporales se resignifican y modifican mutuamente.
Un concepto asociado, pero distinto, a autoconocimiento y autocomprensión es autoconsciencia. Mientras que la consciencia nuclear suele entenderse como la capacidad para tener experiencias fenoménicas, la autoconsciencia, consciencia de sí, consciencia extendida o consciencia autobiográfica, es la facultad para tener estados mentales sobre nuestras experiencias fenoménicas u otros estados mentales, y en varios niveles de intencionalidad. Un estado mental de un nivel de intencionalidad es, por ejemplo, «creo que p»; un estado de dos niveles de intencionalidad sería «me preocupa creer que p»; un estado de tres niveles sería «me avergüenza que me preocupe creer que p», y así en adelante. Análogamente, un estado de un nivel de intencionalidad es «creo que p», uno de dos niveles sería «creo que Luis cree que p», uno de tres niveles sería «creo que Luis cree que Elvira cree que p», y así en adelante. Los seres humanos solemos llegar a cuatro o cinco niveles de intencionalidad sin equivocarnos mucho. Pero volveré sobre este tema en varias ocasiones, ya que la metacognición en varios niveles de intencionalidad es central para el autoconocimiento.
Ahora bien, mientras que la consciencia nuclear es la capacidad de experimentar sensaciones sin procesarlas ni interpretarlas cognitivamente, la autoconsciencia es la capacidad de experimentarse a uno mismo experimentando algo, lo que implica tener estados mentales sobre otros estados mentales y poder reconocerse como un punto de vista que fluye en el tiempo, reconstruyendo yoes pasados e imaginando posibles yoes futuros. En esos casos, es casi inevitable que haya alguna interpretación cognitiva de los estados mentales experimentados. Un animal no humano tiene consciencia nuclear cuando siente dolor, hambre o miedo, pero no es capaz de interpretar lo que está experimentando ni asociar esa sensación a otras o tener creencias sobre ellas, para generar una representación de sí mismo. Menos aún puede tener otros estados mentales sobre esa experiencia; por ejemplo, no podría preocuparse por sentir dolor. Tampoco le enfurecería preocuparse porque siente dolor. Hasta donde se sabe, la única especie dotada de autoconsciencia es el Homo sapiens, aunque no podemos descartar que haya otros primates superiores que tengan versiones muy rudimentarias de ella. Es debatible cuáles fueron las presiones selectivas que permitieron la evolución de la autoconsciencia y por qué solo se dieron entre nosotros, pero es casi seguro que tienen que ver con la necesidad de interpretar relaciones sociales complejas, esto es, no con la adaptación a un entorno natural sino a uno social. De hecho, la consciencia proporciona la capacidad de controlar más eficientemente —por implicar mayor cuidado y diligencia— el propio comportamiento en una comunidad de relaciones sociales complejas. La consciencia también incorpora mayor flexibilidad cognitiva, mejor control de la comunicación —de lo que uno quiere o no comunicar, así como la capacidad de entender entre líneas o las implicaciones pragmáticas de lo dicho— y, por supuesto, metacognición en varios niveles de intencionalidad.
A partir de las pruebas desarrolladas por Gordon Gallup (1970, 1977), se suele utilizar como criterio para atribuir a los infantes consciencia de sí mismos, el poder reconocerse en el espejo, una habilidad que se logra entre los 18 y los 24 meses. Otros animales, como chimpancés, bonobos, gorilas, orangutanes, delfines, orcas, elefantes y urracas también se reconocen en el espejo, así que sería factible atribuirles algún grado incipiente de autopercatación. Los perros no se reconocen en el espejo, pero ellos son animales olfativos más que visuales y sí reconocen su propio aroma, así que tampoco podríamos descartar en ellos algún grado mínimo de consciencia de sí. La prueba del espejo de Gallup, sin embargo, ha generado mucho cuestionamiento, porque podría medir solamente la familiaridad del individuo con su propio cuerpo, sin que eso implique necesariamente reconocimiento de un yo (véase Suddendorf & Butler, 2013).
La autoconsciencia ha recibido muchos nombres que se superponen, porque no significan exactamente lo mismo y los distintos autores les dan connotaciones diferentes. Por ello, también es denominada consciencia de sí, apercepción, subjetividad o Self, entendiendo estos conceptos como la representación y los sentimientos que uno tiene de sí mismo, a partir de sus relaciones con el mundo y de sus vínculos con otras personas significativas. Autoconsciencia no es lo mismo que autocomprensión ni que autoconocimiento, sino, más bien, condición de posibilidad de ambos. Este libro no versa sobre la autoconsciencia, pero trata el tema, cuando es necesario, para esclarecer sus objetivos principales.
Otro concepto vinculado con el autoconocimiento es el de yo, que tiene una compleja historia en la filosofía y en la psicología occidentales. Es importante notar, empero, que no todas las lenguas tienen un sustantivo para referir a la primera persona del singular. En muchas lenguas es solo un pronombre personal, lo que en aquellas lenguas hace extraño que uno inquiera qué es el yo, de la misma manera como en castellano sería raro preguntar qué es el tú o qué es el ella. En protoindoeuropeo tenemos ég, égHóm y égóH,que dieron el griego εγώ y el latín ego, que en el latín popular era eo y se convirtió en el castellano «yo».
Una definición corta y provisional, que posteriormente desarrollaré, es esta: el yo es el sentido o el conjunto de representaciones, que uno tiene de sí mismo, tanto respecto de su cuerpo como de su vida subjetiva, emocional y cognitiva. Este sentido puede ser consciente o no, y entre ambos hay grados. Algunos filósofos, como René Descartes (2011 [1641]), entificaron el yo considerando que se trata de una substancia, en principio independiente de sus propiedades, que subyace a los estados mentales. Otros, como David Hume (1984 [1748]), sostuvieron que el yo no es una realidad diferente de los estados mentales, y este propuso que denominamos «yo» a un conjunto fluido de estados mentales en un momento determinado de nuestra historia espaciotemporal. Para otros, como Immanuel Kant y Johann Gottlieb Fichte, el yo trascendental es la consciencia que acompaña y está presente en toda representación, por lo que a veces lo llaman apercepción o sujeto trascendental. Para ellos, la idea es que el yo trascendental permite que uno sea consciente de ser consciente de sus experiencias. De hecho, la noción usada por Kant de «trascendental» significa el conocimiento que uno tiene de su modo de conocer los objetos de manera a priori, no el conocimiento de los objetos mismos. Empero, hay dos atingencias que se pueden hacer aquí. La primera es que nuestros estados mentales siempre son de un aspecto de la realidad, incluso cuando no tienen un objeto intencional que sea diferente de uno mismo. Por ejemplo, si tengo un dolor de muelas, es claro que la muela es parte de mí mismo y mi consciencia de ese dolor es tan real como mi consciencia de la pared que no puedo atravesar. En otras palabras, el yo no puede experimentarse a sí mismo si no es experimentando algún otro objeto, que puede ser parte de uno. No hay, por tanto, una experiencia del yo puro. Lo segundo es que el yo trascendental no es una entidad diferente del sí mismo que reflexiona sobre sí en varios niveles de intencionalidad. Por ello, preferiré usar expresiones más actuales como metacognición o estados mentales en varios niveles de intencionalidad, en vez de yo trascendental.
Es un lugar común, aunque verdadero, que la filosofía moderna ubica al yo como centro de la reflexión filosófica. Eso se ve con claridad en Descartes, que lo convierte en el punto de partida de su filosofía, pero también con otros autores como John Locke, George Berkeley y Hume que, teniendo otra concepción del yo, hacen lo que hoy se llamaría filosofía de la mente para construir modelos epistemológicos. Esta centralidad del yo ingresó también a la ética y a la filosofía política, como en el caso de Thomas Hobbes (2010 [1651]), Locke (2008 [1689]) y Jean Jacques Rousseau (2007 [1772]). En estos casos, y en los filósofos influidos por ellos, hay un mayor desarrollo de la autonomía del individuo frente a la tradición y al Estado. Con el surgimiento del movimiento romántico alemán y posteriormente inglés, gracias a autores como Johann Wolfgang Goethe, Friedrich Schiller, los hermanos Friedrich y August Wilhelm Schlegel, Johann Fichte, Novalis y otros —en el caso germano— y William Blake, Samuel Taylor Coleridge, William Wordsworth, John Keats, Lord Byron, Mary y Percy Shelley —en el caso inglés—, hay una particular tendencia a la introspección en las artes y el pensamiento. Ambas tradiciones influyeron notablemente en los llamados trascendentalistas estadounidenses, como Ralph Waldo Emerson y Margaret Fuller, y entre otros románticos como Walt Whitman, Nathaniel Hawthorne y Henry David Thoreau.
Sin duda el concepto de yo tiene muchos matices y es entendido de diversas maneras por los distintos autores, pero fue sobre todo a partir del siglo XVII que dio lugar a una fructífera reflexión filosófica, dado que las ciencias que actualmente lo estudian no existían en aquella época. Ahora sería impensable discurrir sobre el yo sin tener en cuenta a las disciplinas empíricas que lo emplean como un concepto central para explicar sus propios objetos de estudio, como la psicología o las neurociencias. En todo caso, en cualquiera de los sentidos en que entendamos al yo, este es parte del objeto del autoconocimiento. Queremos conocer nuestro yo y también queremos saber qué significa ser un yo.
En mi libro de 2019 (pp. 25 y ss.) hice una distinción, que deseo mantener aquí, entre entender, explicar, interpretar y comprender. «Entender» es un concepto amplio que alude a la posibilidad de dar sentido a un fenómeno, encontrando o proyectando patrones o regularidades. Tratar de entender el entorno físico y social, buscando esquemas que nos permitan hacer predicciones para sobrevivir en ellos, es una tendencia natural del cerebro humano. «Explicar» algo, por otra parte, es un concepto más técnico y apunta a la posibilidad de encontrar relaciones causales gobernadas por regularidades, las que podrían eventualmente ser descritas mediante leyes. El modelo de cobertura legal de Carl Hempel (1970, 1973) se propuso explicitar ese concepto para las ciencias naturales. Pero si dejamos fuera el elemento nomológico —la idea de que toda relación causal puede ser descrita por una ley— toda disciplina científica, sea natural o social, tiene pretensiones explicativas basadas en la búsqueda de relaciones causales gobernadas por regularidades y, en líneas generales, se propone hacer predicciones acerca del comportamiento de su objeto de estudio. El concepto de «interpretación»alude a atribuir un sistema de estados mentales, valoraciones, significados y acciones a un agente intencional con la finalidad de comprenderlo. El concepto de «comprensión», por su parte, indica la posibilidad que tiene una intérprete de capturar algo del punto de vista o de la subjetividad de un agente, para poder construir un vínculo psicológico o un espacio intersubjetivo compartido con él8. Por ello, en este sentido técnico, solo se puede comprender a alguien —sea un individuo o una comunidad— dotado de subjetividad y agencia. Así pues, las ciencias naturales explican, las ciencias sociales o humanas —que para todos los efectos prácticos son lo mismo— explican y comprenden, y explicación y comprensión son formas de entender algo.
En el libro que publiqué en 2019 discuto las características de la explicación, pero me concentro en intentar entender la naturaleza de la comprensión del otro y lo que ocurre cuando nos malentendemos mutuamente. Comprender a otra persona incluye atribuir significados y referentes a sus expresiones, lo que me condujo a discutir problemas técnicos de la filosofía del lenguaje y de la mente que, sostengo, deben ser tratados en el contexto del fenómeno de la interpretación. Pienso que un error frecuente en la filosofía del lenguaje de los últimos 120 años —en gran medida fomentado por Gottlob Frege, Bertrand Russell y el primer Ludwig Wittgenstein, aunque este último se corrigiera a sí mismo posteriormente— es plantear los problemas del significado y de la referencia aislados de las situaciones comunicativas en las que surgen, como si fuesen propiedades que las expresiones tienen en sí mismas, independientemente de los contextos interpretativos en que aparecen.
Por eso, en aquel libro, me propongo analizar lo que ocurre en las situaciones comunicativas, para abordar preguntas como qué son la interpretación y la comprensión, qué es y cómo emerge el significado, qué es el referirse a algo, qué son los estados mentales y cómo pueden ser interpretados. Hice eso principalmente mediante un análisis del principio de caridad davidsoniano, lo que me llevó a discutir la posibilidad de comprender a quien pudiera ser muy diferente de uno y a preguntar cómo sería eso posible. En el presente libro me propongo evaluar lo que ocurre cuando uno intenta comprenderse, incluso en los casos en que se siente extraño de sí mismo.
Reflexionar sobre los fenómenos del autoconocimiento y la libertad, así como sobre la naturaleza de la comprensión y la interpretación, conduce a cuestiones éticas. Algunas de ellas serán tratadas en capítulos específicos de este libro y otras serán transversales a él. En relación con la interpretación, por ejemplo, es factible analizar la responsabilidad moral que emerge en la interacción comunicativa. El principio de caridad de Davidson9 y las máximas pragmáticas de Paul Grice10, más allá de lo que sus autores quisieron hacer al proponerlos, implican obligaciones morales relacionadas con la generación de una identidad de grupo y con la cooperación para realizar actividades conjuntas, algo para lo cual hemos evolucionado como especie. También entrañan el deber de facilitar la comunicación con el otro y maximizar el acuerdo acerca de los desacuerdos, el tratar de ser suficientemente buen interlocutor y el mantener una actitud de escucha hacia el otro —lo que converge con la tradición hermenéutica— y de apertura ante la diferencia, es decir, ante la posibilidad de que el otro sea distinto de uno y tenga otras creencias y deseos, así como que atribuya a las palabras significados diferentes de los que nosotros les adscribiríamos. Todo esto exige una actitud autocrítica respecto de nuestros propios estados mentales, estar siempre dispuesto a modificarlos a partir de quien los cuestiona y asumir el falibilismo de Charles Sanders Peirce, esto es, el que, aunque todos inevitablemente creemos que nuestras creencias son verdaderas, es necesario aceptar que cualquiera de ellas podría ser falsa, incluso esta misma. El falibilismo es el mejor antídoto contra el fundamentalismo y, por ello, no es solo un presupuesto epistémico sino también ético. Análogamente podríamos decir que el principio de caridad de Davidson y el principio de cooperación de Grice no son solo descripciones idealizadas de lo que presuponemos o deberíamos presuponer cuando nos comunicamos, sino también exigencias morales.
Se ha debatido, desde la segunda mitad del siglo XX, la posibilidad de que la comunicación humana contenga principios universales que puedan dar lugar a la fundamentación de una ética universal. Participaron en ese debate los filósofos influidos por la Escuela de Frankfurt, especialmente los llamados miembros de la segunda generación, como Jürgen Habermas y Karl-Otto Apel, y autores de la tercera generación, como Axel Honneth. La discusión sobre la ética del discurso sigue vigente y, en líneas generales, propone algunas normas para la comunicación pública, con el objetivo de asegurar que toda afirmación sea debatible y que todos los agentes puedan participar en el intercambio de razones con los mismos derechos y libertades. Hay, sin embargo, una diferencia sutil entre el objetivo último de la ética del discurso y el modelo interpretativo davidsoniano. Aquel se propone alcanzar consensos, este tiene como finalidad hacer inteligibles los desacuerdos. Podría sostenerse que clarificar las discrepancias es una forma de alcanzar consensos, pero en el modelo de Davidson el acento no está puesto en lograr acuerdos, sino en tener claridad acerca de nuestros desacuerdos.
En la órbita de la Escuela de Frankfurt, la búsqueda de principios universales, que serían parte de la estructura de la comunicación humana y que podrían fundamentar una ética universal, suele tomar la forma de argumentos trascendentales, es decir, argumentos que prueban que estas estructuras son condición de posibilidad del discurso y de la comunicación, de manera que no requerirían de una justificación empírica o naturalista. Es factible, no obstante, elaborar una justificación empírica que pudiera ser complementaria con una que tenga pretensiones trascendentales o, por lo menos, que pudiera conversar con ella. De hecho, se puede ver el principio de caridad de Davidson como un principio trascendental en tanto explicita las condiciones de posibilidad de la interpretación y es factible integrar este principio con una explicación naturalista de la comprensión. Aunque Habermas y muchos autores recientes influidos por él han prestado interés a la filosofía del lenguaje de corte pragmatista —el propio Habermas se considera un pragmatista trascendental—, este terreno transdisciplinario que involucra al naturalismo todavía constituye una veta insuficientemente explorada.
En este libro no discutiré los temas habituales de la ética del discurso, aunque sí me interesa tratar algunos filamentos éticos asociados al fenómeno de la interpretación, el autoconocimiento y la libertad. El más importante, para nuestros propósitos, es que no solo estamos moralmente obligados a comprender a los demás sino también a comprendernos a nosotros mismos, lo que es inseparable de lo anterior. Eso conduce nuevamente, aunque desde otra ruta, a la pregunta sobre qué es el autoconocimiento, en qué se diferencia del conocimiento de los demás y, adicionalmente, cuál es el grado de libertad —y, en consecuencia, de responsabilidad moral— que tenemos ante nuestro propio conocimiento. Así como William Clifford (James & Clifford, 2003 [1896]) sostenía que uno está moralmente obligado a justificar sus creencias de la mejor manera —lo que da origen a la responsabilidad epistémica—, uno también está moralmente obligado a evitar autoengañarse.
En relación con el libre albedrío, la concepción tradicional sostiene que una acción es libre si su agente pudo haber actuado de manera diferente, de haberlo deseado. Esta concepción puede rastrearse, de manera implícita, hasta la Antigüedad y es analizada durante la modernidad por Hobbes en su célebre debate con el obispo John Bramhall (véase Chappell, 2008 y Martinich, 2017). Más recientemente, Frankfurt (1969) la denominó «principio de posibilidades alternativas» y planteó influyentes contraejemplos a ella. Uno de los problemas con este principio, no obstante, es que presupone que uno es libre de creer y desear lo que cree y desea, es decir, de elegir los diversos estados mentales que causaron la acción, pero eso es precisamente lo que está en cuestión. Por eso es necesario preguntarse si uno es libre —y en qué sentido— de desear lo que desea, de creer lo que cree o de tener los afectos que tiene. Dado que, en líneas generales, nuestras acciones son causadas por nuestros estados mentales, en caso que no tuviéramos libertad de desear, creer ni tener los afectos que tenemos, tampoco seríamos libres para actuar. Al mismo tiempo, el conocer nuestros estados mentales sería condición necesaria para tener algún grado de libertad sobre ellos, pero no sería condición suficiente.
Ahora bien, las preguntas sobre el autoconocimiento y la libertad están entrelazadas y tienen consecuencias prácticas para la ética, dado que la responsabilidad moral de una persona es directamente proporcional al grado de libertad que tienen sus acciones y porque, mientras más se conozca uno, más probable será que su comportamiento sea el producto de la reflexión y no de una causalidad desconocida. Por ello, también hay que inquirir sobre el grado de libertad de nuestras acciones y estados mentales teniendo en cuenta que mucho de lo que consideramos autoconocimiento podría ser autoengaño. Todas estas preguntas están tan entretejidas que es imposible abordarlas aisladamente, de manera que este libro es una suerte de textil que se propone enhebrarlas con hipótesis de respuestas, de una manera suficientemente consistente como para que resista los embates de las dudas y los contraejemplos.
Un punto central donde se intersecan las reflexiones sobre el autoconocimiento y la libertad, y la evidencia empírica, es la investigación sobre la simulación mental. Esta es una capacidad producida por la evolución del cerebro que nos permite imaginar realidades virtuales, es decir, escenarios contrafácticos o realidades espaciotemporales, sociales y subjetivas, alternativas. Gracias a ella nos representamos lo que ocurriría si realizáramos una acción específica en una situación dada, para evaluar, antes de actuar, sus posibles consecuencias y así evitar el riesgo de un desenlace negativo para nuestras metas. El anticipar imaginariamente los resultados de nuestras acciones maximiza nuestra oportunidad para resolver problemas nuevos e inesperados. No solo imaginamos los hechos físicos y sociales que podrían darse, sino también los estados mentales que nosotros y otros tendríamos en esas circunstancias, los estados mentales que otros tendrían ante nuestras posibles acciones y nuestras posibles reacciones ante sus acciones y estados mentales. En un nivel metarrepresentacional adicional, también imaginamos nuestras propias acciones y estados mentales ante las reacciones de los otros frente a nuestras propias reacciones, y así en adelante.
En este libro sostendré que lo que llamamos «libre albedrío» es fundamentalmente el proceso por el que maximizamos nuestra jerarquía de prioridades y valoraciones a partir de la simulación de realidades concebibles, es decir, de escenarios posibles que consideramos realistas en situaciones contrafácticas. También defenderé la idea de que el autoconocimiento requiere de la capacidad de simular nuestros estados mentales pasados, presentes y futuros, así como los que consideramos posibles y los que creemos que sobrevendrían de darse ciertas condiciones y no otras. En otras palabras, conocerse a uno mismo no es solo conocer el tipo de persona que uno es sino también la persona que hubiera podido llegar a ser de haberse dado ciertos eventos, o la persona que uno podría llegar a ser si se dieran ciertas circunstancias. Dicho de otra manera, autoconocerse no es solo saber lo que uno es, sino también lo que uno podría o no llegar a ser, y lo que uno hubiera podido o no ser. Tanto el autoconocimiento como la libertad son ideales regulativos, nunca plenamente alcanzables, pero a los que nos podemos acercar o alejar. Propondré que la simulación mental es la bisagra fundamental que conecta libertad y autoconocimiento. Sostendré, también, que el análisis del fenómeno de la simulación permite una adecuada integración entre la filosofía y las ciencias, es decir, entre la investigación conceptual y la empírica.
Queremos saber qué es el autoconocimiento y qué es la libertad, además de otras cuestiones asociadas a esas dos principales. ¿Pero qué clase de interrogantes son esas? Todas las preguntas que los seres humanos nos podemos plantear podrían ser clasificadas, de manera general, en cinco grandes categorías, aunque no todas las preguntas son claramente ubicables en una de ellas, pues algunas pueden estar en la frontera entre varias categorías o pueden pertenecer a más de una. Adicionalmente, entre una categoría y otra no hay una frontera clara sino un continuo, de manera que una pregunta puede interpretarse como parte de una categoría para luego, después de pensarlo mejor, considerar que sería más apropiado interpretarla desde otra. También ocurre que algunas preguntas parecen pertenecer a una categoría porque eso sugiere la gramática de su formulación, cuando «en realidad» pertenecen a otra.
El uso de la expresión «en realidad» es siempre sospechoso. En el peor de los casos, sugiere que uno ha detectado cómo funciona el universo y está dispuesto a informar a los demás sobre ello. En mi caso, cuando uso esa expresión u otras equivalentes, solo estoy proponiendo una afirmación que, hasta donde veo y de manera provisional, está mejor justificada que otras disponibles. Así, por ejemplo, si digo que un enigma dado parece pertenecer a la primera categoría pero que, «en realidad», pertenece a la segunda, todo lo que quiero decir es que opino que verla como una instancia de esta nos permitirá entenderla mejor que si la vemos como un caso de aquella. Algo semejante ocurre cuando digo que una afirmación es verdadera, que la creo, que creo que es verdadera o simplemente la enuncio. En todos esos casos, estaré sosteniendo que me parece mejor justificada, sobre la base de la evidencia disponible, que otras opciones posibles. Además, sugiero que si mi interlocutor tuviera la evidencia que yo creo tener, debería también creerla, de suerte que, si eso no ocurre, estaré dispuesto a debatir con él para salir de mi error o para ayudarle a hacer lo mismo. No obstante, también acepto el principio precautorio o cautelar, según el cual nueva evidencia futura podría mostrar que la afirmación que parecía mejor justificada no lo es, si uno toma en consideración datos que aún no tenemos o que pasamos por alto (véase Quintanilla, 2015a).
Las cinco categorías de preguntas que, sospecho, uno puede hacerse, son las siguientes:
Las pseudopreguntas son el producto de un error categorial generado cuando se atribuye a un concepto de una cierta categoría una propiedad que pertenece a otra categoría conceptual. Gilbert Ryle (1949) acuñó la noción de «error categorial» influido por Wittgenstein (1975 [1922]). Pero la idea de que algunos problemas filosóficos son el producto de un mal uso de la lógica del lenguaje o, de manera más simple, de una confusión verbal, es mucho más antigua, pues se puede encontrar por lo menos desde Francis Bacon (2002 [1620]), quien clasificaba a los prejuicios que impiden el desarrollo de ideas nuevas en cuatro grupos, a los que llamaba: Ídolos de la tribu: aquellos propios de todo ser humanoÍdolos de la caverna: los provenientes de la educación individualÍdolos del foro: los que son generados por el uso del lenguaje. Estos pueden ser de dos tipos: los que proceden del uso de palabras sobre cosas que no existen y los originados por el uso de palabras sobre cosas que sí existen, pero empleadas de manera imprecisa o mal definida.Ídolos del teatro: estos son el producto de una falsa filosofía que, en vez de aclarar, mistifica, como una mala puesta en escena.Bacon influyó en Locke, Berkeley y Hume, quienes pensaban que las ideas abstractas eran una fuente de incertidumbre y confusión. El punto, entonces, es que para Bacon los ídolos del foro y del teatro son una fuente de generación de confusiones, en gran medida como consecuencia de un uso inapropiado del lenguaje. Desde Bacon en adelante, la idea es que no es posible responder pseudopreguntas porque estas están mal planteadas, es decir, son interrogantes aparentes, pero no reales, de manera que solo hay que desmontarlas y disolverlas. Así, por ejemplo, si pregunto qué hora es en el sol, cuál es el sabor del teorema de incompletitud de Gödel o si existe el ser, podría estar cometiendo errores categoriales que me conducirían a plantear pseudopreguntas. En el primer caso, no se puede responder qué hora es en el sol, porque la hora es una relación entre un astro que gira alrededor del sol o de otra estrella. En el segundo caso, solo tiene sabor un objeto físico paladeable. Pero sí podría interpretarse esta segunda interrogación de manera metafórica, como inquiriendo qué tan agradable es estudiar o entender el teorema de incompletitud de Gödel. En el tercer caso, se podría decir que tiene sentido atribuir existencia a ciertos objetos, por ejemplo, entidades espaciotemporales y sus propiedades, pero el verbo ser escapa a ello.
Los tres ejemplos de pseudopreguntas que he propuesto son ilustrativos. El primero claramente no se puede responder, porque no tiene sentido y no hay manera de hacer que lo tenga. El segundo puede interpretarse para que pueda ser respondido. El tercero es tan complejo que puede dar lugar a un libro, la reflexión de toda una vida o una disciplina académica. En este último caso, nos enfrentamos ante una cuestión que parece una pseudopregunta producto de un error categorial pero que, aun así, puede dar lugar a reflexiones valiosas e interesantes. Muchas de las cuestiones metafísicas o existenciales son de este tipo. Considérese, por ejemplo, la interrogante sobre el sentido de la vida. Los positivistas lógicos y muchos filósofos analíticos de la primera generación pensaban que estas preguntas deberían ser simplemente abandonadas, pues ellos tenían una teoría del significado demasiado restrictiva que no les permitía ver las demandas legítimas que una pregunta real o aparentemente mal formulada puede hacer. En torno a este tema, Wittgenstein es un caso peculiar. Aunque en su primera época afirmó explícitamente que uno no debería plantearse estas dudas, ciertamente él sí se las planteaba, lo que sugiere que entendía la cuestión de una manera más compleja que muchos de sus contemporáneos. En su segunda época, ya con una concepción del significado más elaborada, simplemente se quitó el corsé que soportaba en su etapa temprana. Me parece claro que muchos problemas filosóficos están formulados como consultas de una categoría siendo de otra o, peor aún, son pseudopreguntas. Pero que nos parezcan pseudopreguntas no nos conduce en todos los casos a evitarlas sino, por lo menos en ciertas ocasiones, a reinterpretarlas, como en el caso del ejemplo de la existencia del ser y la duda sobre el sentido de la vida. Sí creo, sin embargo, que plantear con claridad una pregunta nos conduce a tener buena parte de la respuesta. Pero eso nos llevaría a cuestionarnos qué es la claridad y si no podría haber preguntas oscuras, complejas y confusas que se resisten a ser esclarecidas más de cierto punto y que, sin embargo, deseamos plantearnos o incluso no podemos evitar hacerlo, independientemente de que algún filósofo pretenda convencernos de que no deberíamos intentarlo. En algunos casos, mi actitud natural sería decirle que no lo haga si no lo desea, pero que yo sí quiero hacerlo porque, además, no puedo evitarlo.
Las preguntas conceptuales pertenecen a una segunda categoría. Estas se abordan analizando el significado de los conceptos y, sobre todo, examinando sus relaciones inferenciales con otros conceptos.Algunos ejemplos de esto son la cuestión sobre si el conocimiento es la creencia verdadera justificada, si puede deducirse normas de hechos o si el ser se dice de muchas maneras. Sócrates, y con él la filosofía griega, estableció un modelo para abordar estas inquisiciones, que era proponer algunas hipótesis intuitivas y ver lo que se deriva de ellas, de forma que si arribamos a una contradicción podemos suponer que la hipótesis es falsa o que los presupuestos de la argumentación necesitan corrección. La mayor parte de interrogantes que se plantean los filósofos profesionales contemporáneos son de este tipo. En muchos casos son reflexiones sobre la lógica de los conceptos de una lengua o de una ciencia. Eso no está mal, pero sí requiere de ser cauteloso en relación con tres puntos. En primer lugar, es poco probable que haya interrogantes puramente conceptuales, casi todas ellas tienen elementos empíricos. Pero lo mismo se puede decir de las preguntas empíricas, que siempre contienen presupuestos conceptuales. En segundo lugar, pretender tratar solo interpelaciones conceptuales nos dejará con pocos temas interesantes sobre la mesa. En tercer lugar, es frecuente pero altamente debatible suponer que, al abordar un problema filosófico, estamos explorando una realidad que va más allá de la semántica de una lengua. En otras palabras, tendremos que preguntarnos si al inquirir, por ejemplo, si el conocimiento es la creencia verdadera justificada, estamos haciendo algo más que examinar la manera como esos conceptos se entienden en una lengua o comunidad dada. Esto nos conduce, claro está, a tomar consciencia sobre la importancia de la mirada interdisciplinaria e intercultural en filosofía (véase Mizumoto y otros, 2018; Quintanilla y otros, 2023).
Las preguntas empíricas