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En esta obra fundamental para el desarrollo de la corriente modernista en el ámbito de las letras hispanas, Rubén Darío (1867-1916) aportó una nueva sensibilidad y una diferente concepción del arte, al tiempo que demostraba una extraordinaria capacidad para apropiarse de las influencias más variadas y transformarlas en sustancia propia. Animada por una decidida voluntad de renovar la poesía castellana del momento, Azul..., que inició la renovación modernista que había de culminar en Prosas profanas y Cantos de vida y esperanza -ambas presentes en esta colección-, tuvo una rápida repercusión en los países de habla hispana y supuso un fortísimo estímulo para los escritores de la segunda generación del modernismo hispanoamericano. La presente edición incorpora textos que figuran en la primera de las obras (Valparaíso, 1888) pero que se suprimieron en las posteriores, así como los textos, en español y en francés, que Darío añadió en la segunda (Guatemala, 1890). Se completa además con un apéndice y una completa y esclarecedora introducción.
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Seitenzahl: 283
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Rubén Darío
Azul...
Edición de Arturo RamonedaCarta-prólogo de Juan Valera
Introducción, por Arturo Ramoneda
Bibliografía
Azul...
Carta-Prólogo: A Rubén Darío, por Juan Valera
Cuentos en prosa
El rey burgués (Cuento alegre)
El sátiro sordo (Cuento griego)
La ninfa (Cuento parisiense)
El fardo
El velo de la reina Mab
La canción del oro
El rubí
El palacio del sol
El pájaro azul
Palomas blancas y garzas morenas
En Chile
La muerte de la emperatriz de la China
A una estrella
El año lírico
Primaveral
Estival
Autumnal
Invernal
Pensamiento de otoño (De Armand Silvestre)
A un poeta
Anagke
Sonetos
Caupolicán
Venus
De invierno
Medallones
1. Leconte de Lisle
2. Catulle Mendès
3. Walt Whitman
4. J. J. Palma
5. Parodi
6. Salvador Díaz Mirón
Échos
À Mademoiselle...
Pensée
Chanson crépusculaire
Notas de Darío a la segunda edición de Azul...
Apéndice: Historia de mis libros
Créditos
A comienzos de junio de 1886, Rubén Darío, que entonces tenía diecinueve años, abandona Nicaragua y embarca para Chile, un país entonces estable política y económicamente, donde pensaba encontrar un campo más abonado para sus inquietudes intelectuales. En el alejamiento de Managua pudieron influir también las incómodas relaciones con el mundo literario y político local y algún desengaño amoroso.
En estas fechas, Darío ya tenía una dilatada experiencia literaria. En el abrumador número de textos poéticos que había compuesto desde 1878, los compromisos circunstanciales –fue el autor que prodigó más versos galantes en los álbumes y abanicos de las damas– alternan con los desahogos sentimentales, las exaltaciones eróticas y del mundo natural y, cercano a la tradición del poeta cívico neoclásico y romántico, la defensa, desde posturas liberales, progresistas y anticlericales, de los más elevados ideales de la humanidad.
El jovencísimo escritor no oculta ya su devoción por numerosos autores españoles, desde los clásicos hasta Zorrilla, Ventura de la Vega, Bécquer, Campoamor y Núñez de Arce, y por los románticos franceses, sobre todo por Víctor Hugo. Él mismo se referirá a la voracidad con que había leído los volúmenes de la Biblioteca de Autores Españoles de Rivadeneyra y a las provechosas lecciones que obtuvo del Diccionario de galicismos del venezolano Rafael María Baralt.
También se había ejercitado ya en el cultivo del relato breve en prosa, género al que permanecerá fiel en sus primeros años chilenos1.
Los tres cuentos que se conocen de estos primeros años, de escaso valor literario, tienen asuntos variados. En el primero, «A las orillas del Rhin», que apareció en El Porvenir, de Managua, el 14 de junio de 1885, desarrolla, en la línea de Lucía de Lammermoor, de Walter Scott, una historia de amores contrariados, ambientada en la Edad Media bajo el «brumoso cielo de Alemania», que termina trágicamente: «Las aguas tranquilas recibieron a los amantes, se tiñeron de sangre, luego... no se vio nada más».
En el segundo, «Las albóndigas del Coronel. Tradición nicaragüense» (en El Mercado, de Managua, 14 de noviembre de 1885), Darío sigue de cerca a Ricardo Palma. El último, «Mis primeros versos» (en El Imparcial, de Managua, 29 de enero de 1886), en donde se introducen toques humorísticos que reaparecerán en otros cuentos de Darío escritos después de 1892, está emparentado con el costumbrismo español del siglo XIX.
En Valparaíso, adonde llega unos días después, el 24, se encuentra con el escritor Eduardo Poirier (en su autobiografía, Darío lo considera como su hermano), que será nombrado poco después cónsul de Nicaragua en esta ciudad. También aquí toma contacto con otros escritores, sobre todo con Eduardo de la Barra, que será el prologuista de Azul..., y sigue ejercitándose, como antes en Managua, en el periodismo, que será su principal forma de subsistencia hasta su muerte. Víctor Hugo le inspira su primera colaboración en El Mercurio, «La erupción del Momotombo», aparecida el 16 de julio. De su aspecto externo nos informa Ricardo Llopesa:
Rubén Darío era un provinciano. A su llegada a Chile vestía un saco viejo y estrecho con un solo botón, un pantalón que le quedaba corto por encima de los zapatos y una maleta de madera desgastada por el tiempo. Venía de su Nicaragua natal, un país todavía metido en las entrañas del pasado, donde se vivía como en la época colonial, con tradiciones inamovibles porque no se conocían otras diferentes2.
Más fructífera fue su estancia posterior, hasta febrero de 1887, en Santiago, entonces uno de los centros culturales más importantes de la América hispana. Aquí colabora en La Época, donde aparece su primer cuento chileno, «La historia de un picaflor» (21 de agosto de 1886), y en otras publicaciones. Por sus valores estilísticos, que preludian los de Azul..., hoy tienen especial relieve las diez crónicas que, escritas con prosa rítmica y cromática, publicó, con el título de «Teatros», en La Época entre el 10 de octubre y el 9 de noviembre de 1886 sobre las actuaciones teatrales en Chile de la actriz francesa Sarah Bernhardt. En ellas aprovechó para hablar de la dolorida vida de Margarita Gautier, que más tarde le inspirará un soneto.
También se relaciona con escritores que ponen a su alcance las últimas novedades de libros y revistas que le permiten profundizar en el conocimiento de la literatura europea y de la poesía escrita en inglés por los norteamericanos Whitman y Poe. Uno de ellos, Augusto Orrego Luco, lo evoca así en las tertulias de La Época:
Era Rubén Darío un joven de aspecto adusto y taciturno, miraba vagamente hacia dentro como si quisiera hacer vida interior. Hablaba poco y raras veces decía cosas dignas de nota. Era tímido y orgulloso. Sabía que no era hombre de charlas ni de salón; encontrábase en presencia de los más brillantes causeurs que haya habido en Chile. [...] Al ver a un grupo tan excelente y selecto enmudecía entre receloso y tímido. Todos lo acogimos con los brazos abiertos3.
Sus amistades más intensas y duraderas en estos primeros meses fueron Manuel Rodríguez Mendoza y Pedro Balmaceda Toro, hijo del presidente de la República, de gustos refinados y amante de todo lo francés. El propio Darío se extrañará de las atenciones que éste le prodiga:
Ese hombre joven, rico, hijo del Presidente de la República, que escribe cuentos admirables, que deshoja margaritas y hace ramos de blancas clemátides olorosas, en vez de darse de lleno al negocio, a las tareas bursátiles, ocupación principal de casi todos los de su clase, en aquel país lleno de riqueza, tan a propósito para el placer, hele ahí, pues, prefiriendo la conversación de un artista pobre, la tarea de exprimir su pensamiento en las cuartillas de papel, o la deliciosa fruición de desflorar las páginas de un libro nuevo, a andar brazo a brazo con los sportmen, a apostar dinero a las patas de un caballo o a gozar con los placeres elegantes de un five o’clock tea4.
La influencia de Víctor Hugo, dominante en sus años de adolescencia, va dejando paso a la de Flaubert, Daudet, Zola, Catulle Mendès, Leconte de Lisle, Théophile Gautier, Banville, Verlaine, Remy de Gourmont, los Goncourt y Baudelaire, poeta que no deja huella en Azul...
También empieza a tomar conciencia ahora de que tiene que competir con los productos literarios llegados de Europa, con los que se satisfacía la burguesía local, y de que debe esforzarse en superarlos.
En esta etapa chilena, Darío conoce los salones aristocráticos, pero también, aunque manifiesta de forma menos estridente sus ideas políticas, la miseria de los trabajadores y la desolación de la vida bohemia. En su Autobiografía precisará:
La impresión que guardo de Santiago, en aquel tiempo, se reduciría a lo siguiente: vivir de arenques y cerveza en una casa alemana para poder vestirme elegantemente, como correspondía a mis amistades aristocráticas. Terror del cólera que se presentó en la capital. Tardes maravillosas en el cerro de Santa Lucía. Crepúsculos inolvidables en el lago del parque Cousiño. Horas nocturnas con Alfredo Irarrázabal, con Luis Orrego Luco o en el silencio del Palacio de la Moneda, en compañía de Pedro Balmaceda y del joven conde Fabio Sanminatelli, hijo del ministro de Italia.
También nos informa de la evolución de sus creencias:
El asceta había desaparecido en mí: quedaba el pagano. Amo la belleza, gusto del desnudo, de las ninfas de los bosques, blancas y gallardas, de Venus en su concha y de Diana, la ninfa cazadora de carne divina, que va entre una tropa de galgos, con el arco en comba, tras la pista de un ciervo o de un jabalí. Sí, soy pagano5.
Su precaria situación económica lo obliga, en febrero de 1887, a aceptar una plaza de inspector y vigilante en la Aduana de Valparaíso. Desde allí continúa con sus colaboraciones en La Época y en la Revista de Artes y Letras de Santiago. Sus deseos de que Nicaragua contara con legación diplomática en Chile, y de figurar en ella como secretario, no se ven satisfechos.
Pronto abandona su cargo y se dedica a preparar los trabajos que quiere presentar en el certamen Varela, que acababa de convocarse, en los apartados sobre poesía épica y sobre poesías del «género sugestivo o insinuante», al estilo de Bécquer.
Su Canto épico a las glorias de Chile obtendrá el primer premio, aunque compartido con Pedro Nolasco Préndez, pero Darío no acude al acto solemne en que debía recoger los trescientos pesos que le correspondían, a pesar de que en esas fechas –septiembre de 1887– se encontraba en Santiago. Aquí permanecerá, disfrutando de la bonanza económica, hasta finales de diciembre.
De nuevo en Valparaíso, en febrero de 1888 empieza con sus colaboraciones en el Heraldo, que se prolongan hasta abril. A finales de julio se termina de imprimir Azul...
En febrero de 1889 comienza a colaborar en el importante diario bonaerense La Nación, al que permanecerá vinculado durante muchos años. Él mismo reconocerá la importancia de este periódico:
Antes de embarcar a Nicaragua aconteció que yo tuviese honra de conocer al gran chileno don José Victorino Lastarria. Y fue de esta manera. Yo tenía, desde hacía mucho tiempo, como una aspiración, el ser corresponsal de La Nación, de Buenos Aires. He de manifestar que es en ese periódico donde comprendí el manejo del estilo y que en ese momento fueron mis maestros de prosa dos hombres muy diferentes: Paul Groussac y Santiago Estrada, además de José Martí. Seguramente en uno y otro existía espíritu de Francia. Pero, de un modo decidido, Groussac fue para mí el verdadero conductor intelectual.
Por estas fechas, abandona Chile. Tras una breve estancia en Lima, donde visitó a Ricardo Palma, llegó a Nicaragua el 6 de marzo de 1889. De aquí embarcó, el 1 de mayo, para El Salvador, donde, protegido por el presidente de la República, el general Francisco Menéndez, dirigió el periódico La Unión, órgano de los unionistas centroamericanos. Aquí contrae matrimonio civil, el 21 de junio de 1890, con Rafaela Contreras, que morirá en 1893. Al día siguiente, el 22, un golpe militar, promovido por el general Carlos Ezeta, depone a Menéndez, quien muere ese mismo día. Esto obliga a Darío a abandonar el país. El 30 de junio llega a Guatemala, donde es protegido por el general Manuel Barillas, amigo de Menéndez. Aquí escribe una crónica sobre el golpe militar de Ezeta, titulada «Historia negra», y dirige el periódico El Correo de la Tarde, cuyo primer número apareció el 8 de diciembre. También publica una biografía de Pedro Balmaceda Toro y la segunda edición, ampliada, de Azul... En este país permanecerá hasta el 15 de agosto del año siguiente.
Darío reunió en 1881, cuando tenía catorce años, algunos de sus escritos en un volumen titulado Poesías y artículos en prosa. Refiriéndose a este manuscrito, confesó en Guatemala en 1915: «Sí, éste es el original del primer libro que yo escribí; fue antes que Primeras notas. Nunca se publicó. Por esto y por ser lo primero que produje, es lo que más amo, lo que más venero, lo que habla más íntimamente a mi corazón». Este manuscrito fue publicado en 1967, año del centenario del nacimiento del poeta, en dos volúmenes, acompañado de estudios de Fidel Coloma y Carlos Tünnermann Bernheim.
En 1888, después de la aparición de Azul..., se publica, con el título de Primeras notas, su libro Epístolas y poemas, que había entregado a la Imprenta Nacional de Managua en 1885. En él Darío muestra un notable interés por el ensayo de formas novedosas o difíciles, pero no desdeña las consagradas por la mejor tradición literaria castellana.
El volumen se abre con una enfática «Introducción», compuesta por 23 décimas, en las que se invoca a las «sacras musas». A ella siguen diversas composiciones en las que los tonos solemnes alternan con los familiares, irónicos y satíricos. También se pone de relieve, como en los románticos, la conciencia del valor profético, heroico y sagrado de la poesía.
A pesar del reducido número de originales, es, con sus cuatro mil versos, el libro más extenso de los que Darío dio a la imprenta (sólo dos textos, los titulados «El Porvenir» y «Alí. Oriental», se llevan, respectivamente, 675 y 660 de esos versos).
Aun reconociendo la habilidad y destreza formal y versificatoria que exhibe Darío, los poemas, por los temas, el vocabulario, la expresión, el ritmo y la cadencia, responden a tópicos consolidados y a lo que en torno suyo se cultivaba (en «Ecce homo», figura el spleen, la enfermedad poética del siglo XIX). Víctor Hugo, los clásicos españoles y otros autores recientes (Quintana, Zorrilla, Bartrina, Campoamor y Núñez de Arce) son las presencias más notables. También, desde un punto de vista métrico, Darío, si se exceptúa «Víctor Hugo y la tumba», que está en alejandrinos, se ciñe al heptasílabo, al octosílabo y al endecasílabo.
En su siguiente libro, Abrojos (Santiago de Chile, 1887), recogió Darío cincuenta y ocho composiciones breves, precedidas de un prólogo, en las que abundan las confesiones personales. Bajo el manto protector de las Humoradas de Campoamor, al que el 24 de octubre de 1886 había dedicado en La Época una celebrada décima, Bartrina, Núñez de Arce, las Saetas de Leopoldo Cano y la poesía tradicional, Darío nos ofrece, con tonos humorísticos, burlescos, irónicos y, como corresponde al título, amargos, cáusticos, moralizantes y sarcásticos, asuntos característicos de la poesía romántica y provechosas lecciones para sortear los peligros que nos acechan en nuestro transitar por el mundo. Según Ángel Rama: «Hacia donde mire, el poeta registra el desorden del universo, la injusticia de la sociedad, la subversión de los valores, una desarmonía generalizada que parece regir a la propia naturaleza y permitía enjuiciar incluso a Dios»6. El mismo Darío se jactó de que sus versos nada tenían que ver con «tantos arranques quejumbrosos y blasfemias estúpidas que por ahí han florecido como yerbas malas». En uno de sus poemas confiesa:
VI
Puso el poeta en sus versos
todas las perlas del mar,
todo el oro de las minas,
todo el marfil oriental;
los diamantes de Golconda,
los tesoros de Bagdad,
los joyeles y preseas
de los cofres de un Nabab.
Pero como no tenía
por hacer versos ni un pan,
al acabar de escribirlos
murió de necesidad.
Para el mencionado certamen Varela, patrocinado por el acaudalado industrial y mecenas Federico Varela, al que dedicará Azul..., presentó dos libros,Canto épico a las glorias de Chile, con el que, bajo el seudónimo de «Ursus», ganó el primer premio, aunque compartido con Pedro Nolasco Préndez, y Rimas, por el que tuvo que conformarse con un accésit.
El Canto épico, que se publicó en La Época el 9 de octubre de 1887, es una extensa silva de circunstancias, patriótica y rimbombante, que, con la mirada puesta en Olmedo y Quintana, desarrolló Darío con mejor voluntad y destreza que inspiración. Su tema central es la victoria que obtuvo Chile en la guerra que en 1879 mantuvo con Perú.
Las catorce Rimas que, con el título de Otoñales, también presentó al mencionado certamen (el premio fue a parar a su amigo Eduardo de la Barra) constituyen su contribución más directa a la moda becqueriana (el poeta español había acostumbrado a los poetas de Hispanoamérica a la sugerencia y a la levedad expresiva). Sin embargo, sólo en una de ellas (la XIV), en la que el poeta se siente alternativamente amado y engañado, lo que lo lleva a percepciones diferentes de la naturaleza, se aproxima a su modelo:
RIMA XIV
El ave azul del sueño
sobre mi frente pasa;
tengo en mi corazón la primavera
y en mi cerebro el alba.
Amo la luz, el pico de la tórtola,
la rosa y la campánula,
el labio de la virgen
y el cuello de la garza.
¡Oh, Dios mío, Dios mío!...
Sé que me ama...
Cae sobre mi espíritu
la noche negra y trágica;
busco el seno profundo de tus sombras
para verter mis lágrimas.
Sé que en el cráneo puede haber tormentas,
abismos en el alma
y arrugas misteriosas
sobre las frentes pálidas.
¡Oh, Dios mío, Dios mío!...
Sé que me engaña.
En 1887 apareció en Santiago de Chile Emelina, novela folletinesca con ribetes cosmopolitas que perpetraron Rubén Darío y Eduardo Poirier. Plagada de tópicos y redactada con un estilo impersonal, aunque puedan rastrearse en ella influencias parnasianas en algunas descripciones pictóricas, hoy es difícil precisar lo que corresponde a uno y a otro. En el prólogo se precisa:
Nuestra novela tiene todos los tropiezos de un primer libro. ¡Ah, escrita para un certamen, en diez días, como la suerte ayudaba, sin preparación alguna, hay que confesar que ella pudo ser peor! Tal como es, sin pretensiones, sencilla, franca, va al público a buscar fortuna. Hemos procurado el esmero de la forma y la bondad del fondo, sin seguir para lo primero lo que llama Janin folies du style en délire, ni para lo segundo el Ramillete de divinas flores.
La obra, que, a pesar de estas buenas intenciones, pasó con más pena que gloria, fue reeditada por Francisco Contreras en París, en 1927, como volumen primero de una colección de Obras desconocidas de Rubén Darío, e incluida por Afrodisio Aguado en la edición de unas Obras completas del poeta. En el prólogo de esta edición, Emilio Gascó Contell se muestra excesivamente benévolo al afirmar que «los buenos rubenianos la acogerán con interés y hallarán, sin duda, entre las ingenuidades e impericias de la narración, claros antecedentes de la parte que corresponde al gran poeta, entonces incipiente, y del brillo con que ya apuntaba la originalidad de sus imágenes».
En marzo de 1890 apareció la elegíaca biografía que un año antes había dedicado Darío a A. de Gilbert, seudónimo con el que firmó sus escritos Pedro Balmaceda Toro, que había muerto en Santiago el 1 de julio, cuando sólo tenía veintiún años.
En el mismo volumen en que apareció el texto de Darío se incluyeron un prólogo del general Juan Cañas, que fue suprimido en ediciones posteriores, y diversas cartas y un ensayo –La novela social contemporánea– de A. de Gilbert (gran parte de la obra de este último había sido recopilada unos meses antes en Estudios y ensayos literarios).
Azul..., el libro que reveló a Rubén Darío como prosista y poeta, se publicó en Valparaíso en 1888. Se abría con una dedicatoria «Al señor don Federico Varela», en la que el poeta condensó lo mejor de su erudición, y seguían un prólogo de 32 páginas, firmado por Eduardo de la Barra, y los originales de Darío, aparecidos antes en la prensa entre el 7 de diciembre de 1886 («El pájaro azul») y el 23 de junio de 1888 («Palomas blancas y garzas morenas»): nueve cuentos («El rey burgués», «La ninfa», «El fardo», «El velo de la reina Mab», «La canción del oro», «El rubí», «El palacio del sol», «El pájaro azul» y «Palomas blancas y garzas morenas»), una breve sección titulada «En Chile», también en prosa y dividida en dos partes –«Álbum porteño» y «Álbum santiagués»–, y seis composiciones poéticas. Los textos no estaban ordenados cronológicamente.
En la segunda edición (Guatemala, 1890), se añadieron tres cuentos («La muerte de la emperatriz de la China», «El sátiro sordo» y «A una estrella») y once poesías, distribuidas en los siguientes apartados: «Sonetos áureos», «Medallones» y «Échos». En los «Sonetos», Darío selecciona espacios muy queridos por él: la América indígena («Caupolicán»), la Antigüedad grecolatina («Venus») y la evocación de un París voluptuoso («De invierno»). Los «Medallones» estaban dedicados a algunos de sus poetas preferidos: Leconte de Lisle, Catulle Mendès, Walt Whitman, J. J. Palma, Alessandro Parodi y Salvador Díaz Mirón. Bajo el epígrafe de «Échos» se recogieron tres poemas en francés: «À mademoiselle», «Pensée» y «Chanson crépusculaire», que revelaban la confianza ilimitada de Darío en sus capacidades versificatorias. Al final figuraban 34 notas en las que el autor comentaba las composiciones del libro.
En esta segunda edición se sustituyó la dedicatoria de la anterior por otra al acaudalado unionista Francisco Lainfiesta, propietario de la imprenta en la que, de forma altruista, se tiró el volumen. También se incorporó el elogioso comentario que Juan Valera había dedicado a esta obra en dos de sus «Cartas americanas» aparecidas en los «Lunes» de El Imparcial de Madrid los días 22 y 29 de octubre de 1888 (Valera había recibido un ejemplar dedicado a través de su primo Antonio Alcalá Galiano, que era cónsul en Valparaíso). El prólogo de Eduardo de la Barra figuraba ahora como epílogo.
En la edición que se hizo en la Biblioteca del diario La Nación de Buenos Aires en 1905, año en que aparecieron Cantos de vida y esperanza y la segunda edición de Los raros, Darío suprimió la dedicatoria al doctor Lainfiesta, el prólogo de Eduardo de la Barra, el soneto a «Parodi», los poemas en francés y las notas (una edición que se había hecho en Santiago de Chile en 1903, sin conocimiento del autor, titulada El año lírico, sólo contenía la parte poética del libro). Otra edición realizada en Valparaíso en 1912 reprodujo los cuentos y las poesías de 1888, pero omitió la dedicatoria y el prólogo de Eduardo de la Barra.
Con Azul..., título fundamental para el desarrollo del movimiento modernista, Darío aportaba una nueva sensibilidad y una diferente concepción del arte y demostraba una extraordinaria capacidad para apropiarse y transformar en sustancia propia las influencias más variadas. Él mismo precisará en Historia de mis libros que la obra contiene «la flor de mi juventud, que exterioriza la íntima poesía de las primeras ilusiones y que está impregnada de amor al arte y de amor al amor». En el número 1 de la Revista de América, publicada con Ricardo Jaimes Freyre, también expuso Darío sus principios estéticos: «Luchar porque prevalezca el amor a la divina belleza, tan combatido hoy por invasoras tendencias utilitarias». Andrés González Blanco precisará: «La época pedía a gritos el nuevo pan de vida; se habían agotado los manantiales de léxico y de estilo que dieran vigor a la literatura castellana, urgía una renovación total del verso y de la prosa. En Azul..., Rubén Darío comenzó a desentumecer la prosa»7.
Con esta renovación del lenguaje literario convencional y envejecido, Darío reforzaba los intentos de otros autores hispanoamericanos cosmopolitas que rendían culto a los valores estéticos. Entre otros, Manuel Gutiérrez Nájera, José Asunción Silva, Julián del Casal y, sobre todo, José Martí, quien ya en 1877 afirmaba que «es ley ya que termine la fastidiosa poesía convencional, rimada con palabras siempre iguales, que obligan a la semejanza enojosa de las ideas». Darío también servirá de enlace entre estos precursores con la generación siguiente, la de Lugones, Jaimes Freyre, Amado Nervo, Guillermo Valencia y José Santos Chocano, entre otros.
Sin dar del todo la espalda a la literatura hispánica, Darío adapta ahora al castellano, en un estillo refinado y exquisito, tonos y formas de la literatura europea. Su devoción por la literatura francesa se pone de relieve en numerosos escritos de esos años.
En este sentido, cobra especial relieve su artículo, publicado en La Libertad Electoral el 7 abril de 1888, poco antes de la aparición del libro, «Catulo Méndez [sic]. Parnasianos y decadentes», verdadero manifiesto con el que Darío mostraba la plena conciencia con que se dio a la tarea de renovar la poesía castellana en ese momento:
Creen y aseguran algunos que es extralimitar la poesía y la prosa, llevar el arte de la palabra al terreno de otras artes, de la pintura verbigracia, de la escultura, de la música. No. Es dar toda la soberanía que merece al pensamiento escrito, es hacer del don humano por excelencia un medio refinado de expresión, es utilizar todas las sonoridades de la lengua en exponer todas las claridades del espíritu que concibe. [...]
Janin llamaba «estilo en delirio» al estilo de Julio y Edmundo [Goncourt] y consideraba un absurdo, una locura, pretender pintar el color de un sonido, el perfume de un astro, algo como aprisionar el alma de las cosas.
A los de ahora, y sobre todo a Méndez, se les ataca por ese lado.
Mala fe o ceguera.
Hay, dicen, un exceso de arte, un abandono del fondo, del verbo, por la envoltura opulenta. Así se les llama decadentes, porque han dejado, según los contrarios, de rendir culto al pensamiento por la forma, por la cáscara.
Ah, y esos desbordamientos de oro, esas frases kaleidoscópicas, esas combinaciones de palabras armónicas, en períodos rítmicos, ese abarcar un pensamiento en engastes luminosos, todo eso esencialmente admirable... Juntar la grandeza o los esplendores de una idea en el cerco burilado de una buena combinación de letras; lograr no escribir como los papagayos hablan, sino hablar como las águilas callan; tener luz y color en un engarce, aprisionar el secreto de la música en la trampa de plata de la retórica, hacer rosas artificiales que huelen a primavera, he ahí el misterio8.
En un famoso escrito que, con el título de «Los colores del estandarte», publica el 27 de noviembre de 1896, ofrece Darío importantes precisiones acerca de los procedimientos estilísticos y de los principales objetivos de su arte en esta primera etapa:
Mi adoración por Francia fue, desde mis primeros pasos espirituales, honda e inmensa. Mi sueño era escribir en lengua francesa... Al penetrar en ciertos secretos de armonía, de matiz, de sugestión, que hay en la lengua de Francia, fue mi pensamiento descubrirlos en el español, o aplicarlos. La sonoridad oratoria, los cobres castellanos, sus fogosidades ¿por qué no podrían adquirir las notas intermedias y revestir las ideas indecisas en que el alma tiende a manifestarse con mayor frecuencia? Luego, ambos idiomas están, por decirlo así, construidos con el mismo material. En cuanto a la forma, en ambos puede haber idénticos artífices. La evolución que llevara al castellano a ese renacimiento habría de verificarse en América, puesto que España está amurallada de tradición, cercada y erizada de españolismo. «Lo que nadie nos arranca, dice Valera, ni a veinticinco tirones.» Y he aquí cómo, pensando en francés y escribiendo en castellano que alabaran por lo castizo académicos de la Española, publiqué el pequeño libro que iniciaría el actual movimiento literario americano, del cual saldrá, según José María de Heredia, el renacimiento mental de España. Advierto de que, como en todo esto hay sinceridad y verdad, mi modestia queda intacta.
Otra obra publicada en 1896, Los raros, en la que Darío incluyó diecinueve semblanzas de escritores de diferentes países, se presenta hoy como el ejemplo máximo de su devoción por los más novedosos movimientos literarios europeos de la segunda mitad el siglo XIX (el parnasianismo, el simbolismo y el prerrafaelismo). En el prólogo de la segunda edición, aparecida en Barcelona en 1905, se reafirmó en sus viejas creencias: «Restan la misma pasión de arte, el mismo reconocimiento de las jerarquías intelectuales, el mismo desdén de lo vulgar y la misma religión de belleza».
A pesar de esta devoción por lo francés, Darío siempre defendió el buen uso del castellano. En un artículo sobre el poemario Penumbras de Narciso Tondreau escribe:
La moda francesa, invadiendo la literatura, ha hecho que la lengua castellana se convierta en una jerga incomprensible. La tendencia generalizada es la imitación de escritores y poetas franceses. Puesto que muchos hay dignos de ser imitados, por razones de escuela y de sentido estético, sígaseles en cuanto al sujeto y lo que se relaciona con los vuelos de la fantasía, pero hágase el traje de las ideas con el rico material del español idioma, adunando la brillantez del pensamiento con la hermosura de la palabra9.
Eduardo de la Barra, el primer crítico de Azul..., destacó el virtuosismo técnico del libro y la originalidad frente a sus fuentes:
Aquellos ingenios, aquellos estilos, todos aquellos colores y armonías [se refiere a autores extranjeros] se aúnan y funden en la paleta del escritor centroamericano, y producen una nota nueva, una tinta suya, un rayo genial y distintivo que es el sello del poeta. De aquellos diferentes metales que hierven juntos en la hornalla de su cerebro, y en que él ha arrojado su propio corazón, al fin se ha formado el bronce de sus Azules.
Su originalidad incontestable está en que todo lo amalgama, lo funde y lo armoniza en un estilo suyo, nervioso, delicado, pintoresco, lleno de resplandores súbitos y de graciosas sorpresas, de giros inesperados, de imágenes seductoras, de metáforas atrevidas, de epítetos relevantes y oportunísimos y de palabras bizarras, exóticas aún, mas siempre bien sonantes.
Juan Valera, en su temprana crítica de Azul..., mezcló, entre las influencias, a románticos, parnasianos, simbolistas y decadentes (Hugo, Lamartine, Musset, Baudelaire, Leconte de Lisle, Gautier, Bourget, Sully Prudhomme, Daudet, Zola, Barbey d’Aurevilly, Catulle Mendès, Rollinat, Goncourt, Flaubert y otros autores de la época), pero también destacó la originalidad «muy extraña», el afrancesamiento («el galicismo mental», no el verbal) y el carácter puramente artístico de la obra:
En los cuentos y en las poesías todo está cincelado, burilado, hecho para que dure, con primor y esmero, como pudiera haberlo hecho Flaubert o el parnasiano más atildado. Y, sin embargo, no se nota el esfuerzo, ni el trabajo de la lima, ni la fatiga del rebuscar; todo parece espontáneo y fácil y escrito al correr de la pluma, sin mengua de la concisión, de la precisión y de la extremada elegancia.
Esto no le impidió advertir que, aunque se trataba de un producto de la imaginación que no enseña nada ni trata de nada, «se ven aparentes las tendencias y los pensamientos del autor sobre las cuestiones más trascendentales», y, sin concretar cuáles son los aspectos negativos, considera justo confesar «que los dichos pensamientos no son ni muy edificantes ni muy consoladores». En general, Valera señaló en Azul... dos aspectos característicos de la literatura de «última moda»: el pesimismo, derivado de la pérdida de la fe católica, y la pretensión de acercarse al abismo de lo incognoscible para extraer de él fragmentos y escombros de religiones muertas para «formar algo como ensayo de nuevas creencias y de renovadas mitologías».
El título, que también se ha hecho depender de la literatura francesa, tiene un marcado carácter simbólico (ya Baudelaire había establecido las famosas «correspondencias» entre el mundo exterior y el interior y Rimbaud había atribuido un determinado color a las vocales en un famoso soneto). Los puntos suspensivos refuerzan la idea de indefinición y lejanía.
Como ocurrirá en otras obras de Darío, el azul, que aparece en la obra más de medio centenar de veces, aplicado a la naturaleza, a las personas, a las cosas, como símbolo de vida opuesto a lo «opaco» y con connotaciones de pureza y de trascendencia, se presenta aquí como equivalente del ideal, del sueño y del misterio, o de varias cosas a la vez. Víctor Hugo había escrito «L’art c’est l’azur», frase que sirvió como epígrafe para el prólogo de Eduardo de la Barra. Sin embargo, Darío reivindica su originalidad. En Historia de mis libros puntualiza: «No conocía aún la frase huguesca... Mas el azul era para mí el color del ensueño, el color del arte, un color helénico y homérico, color oceánico y firmamental. [...] Concentré en ese color célico la floración espiritual de mi primavera artística». Recordemos que estos significados de «azul» eran frecuentes en las literaturas hispánica y francesa. Curiosamente, Huysmans, en À rebours, había atribuido a ese color valores próximos a los de Darío.
Muchos críticos han considerado Azul... como una obra de arte puro, estetizante y de evasión. El mismo Darío se refirió a su deseo de solventar, con la ayuda de los autores del Parnaso francés, problemas técnicos y formales. Pero también se ha señalado el mensaje de rebeldía que encierra la obra y el tratamiento en ella de asuntos trascendentes.
En los cuentos, Darío adapta y aclimata en castellano las tendencias de la prosa francesa desde la publicación, en 1856, de la novela fantástica, de corte parnasiano, Avatar, de Théophile Gautier, obra en la que, bajo la influencia musical de Wagner, se describían ambientes urbanos refinados y suntuosos y en la que la belleza se colocaba por encima del bien. Así, va alternando la bohemia nocturna parisiense, en la línea de las Escenas de la vida bohemia de Murger («El pájaro azul»); el naturalismo zolesco («El fardo»), aunque aquí la denuncia social se queda en una emotiva tragedia familiar; el poema en prosa, experimentado después de Baudelaire por Catulle Mendès («El palacio del sol», «El velo de la reina Mab», «La canción del oro»); el cuento parisiense ligero y licencioso, cultivado por Mendès y Armand Silvestre («La ninfa»); el orientalismo («El rey burgués» y «La muerte de la emperatriz de la China»), en la línea de Judith Gautier, Pierre Loti y los hermanos Goncourt; el clasicismo, puesto de moda por Leconte de Lisle («El sátiro sordo»). La erudición y los escenarios fantásticos se introducen en «El rubí», «La ninfa» y «El rey burgués».
Los denominados «cuadros» de «En Chile», en los que domina la prosa impresionista, contaban con el precedente de La maison de l’artiste (1881) de Edmond Goncourt. Según Darío, los cuadros pictóricos del álbum porteño, escritos en Valparaíso, junto al mar, eran «ensayos de color y de dibujo que no tenían antecedentes en nuestra prosa»10.
Los asuntos más reiterados en estos cuentos son los misterios de la creación artística, la lucha por un ideal, el conflicto entre el artista y una sociedad mercantilista en la que no tiene cabida el arte, la prevención contra el positivismo y la disconformidad con situaciones humanas y sociales que considera injustas. El ejemplo máximo está en el soñador Garcín, de «El pájaro azul», que prefiere suicidarse antes de tener que integrarse en una sociedad opresiva.
El relato más crítico de la sociedad capitalista, del poder del dinero y de la explotación humana es, sin duda, «La canción del oro». En parecida línea se sitúa otro cuento posterior, «¿Por qué?», fechado el 17 de marzo de 1892:
