Cantos de vida y esperanza - Rubén Darío - E-Book

Cantos de vida y esperanza E-Book

Darío Rubén

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Beschreibung

Libro publicado en 1905, Cantos de vida y esperanza, Los cisnes y Otros poemas representa la cima y síntesis de la obra lírica de Rubén Darío (1867-1916). En esta obra canónica, el poeta nicaragüense reorientó una escritura que, sin abandonar los mundos de Azul... y Prosas profanas -publicados también en esta colección-, da espacio a la irrupción impetuosa de lo personal en su poesía: sentimientos de culpa y también gozosos, pesares y temores, atracción por el eros y anhelo de espiritualidad se unen a reflexiones sobre la cultura, la historia y la defensa de lo americano y lo hispánico, amenazado en la confluencia de los siglos XIX y XX por poderosas fuerzas como Estados Unidos. La edición del texto, revisada, amplía, entre otras notas de comentario, las variantes de los manuscritos de la obra presentes en la Biblioteca del Congreso de los EE UU, y proporciona al lector un amplio recorrido por sentidos, contextos y situaciones que el tiempo ha podido distanciar, pero que siguen siendo poéticamente imprescindibles.

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Seitenzahl: 270

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Rubén Darío

Cantos de vida y esperanza

Los cisnes y otros poemas

Edición, prólogo y comentariode José Carlos Rovira

Índice

Prólogo, por José Carlos Rovira

Esta edición

Cantos de vida y esperanzaLos cisnes y otros poemas

Prefacio

Cantos de vida y esperanza

I.[Yo soy aquel que ayer no más decía]

II.Salutación del optimista

III.Al rey Óscar

IV.Los tres reyes magos

V.Cyrano en España

VI.Salutación a Leonardo

VII.Pegaso

VIII.A Roosevelt

IX.[¡Torres de Dios! ¡Poetas!]

X.Canto de esperanza

XI.[Mientras tenéis, oh negros corazones,]

XII.Helios

XIII.Spes

XIV.Marcha triunfal

Los cisnes

I.[¿Qué signo haces, oh Cisne, con tu encorvado cuello]

II.En la muerte de Rafael Núñez

III.[Por un momento, oh Cisne, juntaré mis anhelos]

IV.[Antes de todo, ¡gloria a ti, Leda!]

Otros poemas

I.Retratos

I.[Don Gil, Don Juan, Don Lope, Don Carlos, Don Rodrigo,]

II.[En la forma cordial de la boca, la fresa]

II.Por el influjo de la primavera

III.La dulzura del ángelus...

IV.Tarde del trópico

V.Nocturno

VI.Canción de otoño en primavera

VII.Trébol

I.De Don Luis de Argote y Góngora a Don Diego de Silva Velázquez

II.De Don Diego de Silva Velázquez a Don Luis de Argote y Góngora

III.[En tanto «pace estrellas» el Pegaso divino]

VIII.«Charitas»

IX.[¡Oh, terremoto mental!]

X.[El verso sutil que pasa o se posa]

XI.Filosofía

XII.Leda

XIII.[¡Divina Psiquis, dulce Mariposa invisible]

XIV.El soneto de trece versos

XV.[¡Oh, miseria de toda lucha por lo finito!]

XVI.A Phocás el campesino

XVII.[¡Carne, celeste carne de la mujer! Arcilla,]

XVIII.Un soneto a Cervantes

XIX.Madrigal exaltado

XX.Marina

XXI.Cleopompo y Heliodemo

XXII.Ay, triste del que un día...

XXIII.[En el país de las Alegorías]

XXIV.Augurios

XXV.Melancolía

XXVI.¡Aleluya!

XXVII.De otoño

XXVIII.A Goya

XXIX.Caracol

XXX.Amo, amas

XXXI.Soneto autumnal al Marqués de Bradomín

XXXII.Nocturno

XXXIII.Urna votiva

XXXIV.Programa matinal

XXXV.Ibis

XXXVI.Thánatos

XXXVII.Ofrenda

XXXVIII.Propósito primaveral

XXXIX.Letanía de Nuestro Señor Don Quijote

XL.Allá lejos

XLI.Lo fatal

Comentario

Prefacio

Cantos de vida y esperanza

Los cisnes

Otros poemas

Bibliografía citada y esencial

Créditos

Prólogo

Cantos de vida y esperanza y el origen poético del siglo XX hispanoamericano

... Cantos de vida y esperanza es su libro mejor...

Octavio Paz, 1964

Esta edición actualiza la publicada en 2004 en esta misma editorial. Casi veinte años de distancia nos obligan a revisar y ampliar, aunque sea sin grandes cambios, la introducción y comentario anteriores. Entonces, estábamos en vísperas del centenario de la primera edición en 1905 de Cantos de vida y esperanza, y quisimos conmemorar, por ello, que se editaba de nuevo uno de los libros principales de la tradición poética hispánica y de su historia esencial a lo largo del siglo XX. Estas afirmaciones, tan peligrosas a veces en el terreno crítico e historiográfico, se asumen cuando la sensación de singularidad, el despegue de su recepción y el redescubrimiento de sus valores nos permiten afirmar que Darío con esta obra consiguió un nuevo espacio canónico para la poesía en lengua española.

Mi Rubén Darío: las imágenes de «una vida de novela»

En la recepción infantil del poeta –allá por la España de avanzados los años 50– hay una imagen perdurable: en una enciclopedia formativa de escolares aparecía un dibujo de Darío con sus entorchados de embajador de Nicaragua «ante su majestad católica» el rey de España y, al lado, aparecían dos poemas que tienen mucho que ver con la formación de la imagen del poeta en nuestra infancia. Se trata de la «Salutación del optimista» y de la «Marcha triunfal», dos textos de Cantos de vida y esperanza descontextualizados y ofrecidos a una imagen «nacional» (española) del poeta nicaragüense.

Hubo que desmontar la imagen de este Darío trizado por el nacionalismo español en su peor época. La lectura de La vida de Rubén Darío escrita por él mismo fue la mejor forma de entrar en un diario de complejidad asegurada. Escribió este libro el poeta en 1911, cuando contaba 44 años, cuatro más como dice en su primer párrafo que los que Benvenuto Cellini recomendaba para escribir las memorias. La vida del poeta «escrita por él mismo» es la reafirmación de todo un mundo que se precipitaba hacia su final: gozos y penas recorrían al poeta que, a pesar de todo, quería mostrar más las glorias que las desdichas.

La suya había sido una vida novelesca: el colombiano Germán Espinosa recreó, en un relato que se llama «Al ocaso de los frescos racimos», al Darío final, y cuenta una anécdota del tiempo de Valldemosa, cuando vivió junto a la cartuja mallorquina y se veía asediado por sueños, pesadillas y alcoholes hasta el punto de tener una visión del mismísimo diablo, Lucifer, que provocó su confesión con un sacerdote alemán: «Padre, mi vida ha sido una novela», le dijo, para que aquél le respondiese: «Hijo mío, la mía ha sido dos; recemos». Una vida «de novela» parece que es el resultado último (cronológicamente) que produjo: cuando escribo estas notas, han aparecido en el terreno explícito de la biografía, el Rubén Darío de Blas Matamoro (2002), el de Julio Ortega (2003) y hasta un Yo, Rubén Darío. Memorias póstumas de un Rey de la Poesía de Ian Gibson (2002); hasta la muy reciente de Rocío Oviedo y Julio Vélez (2021) hay una sobreabundante escritura biográfica que tiene sus orígenes, al poco de morir el poeta, en el Rubén Darío de José María Vargas Vila (1917) y, bastantes años después, en la obra biográfica principal de Edelberto Torres, La dramática vida de Rubén Darío (1951), donde sigue estando seguramente la mejor construcción documental del escritor, mientras que en un breve libro de Teodosio Fernández (1987a) encontramos perfilada una excelente lectura de la vida en conjunción con los textos de creación de Darío.

Esta breve nota sobre las biografías de Darío, que podríamos ampliar hasta límites insospechados, tiene que ver con la historia del libro que editamos: quien en la tradición parnasiana y decadentista había escrito Azul y Prosas profanas –junto con centenares de textos más de crónica y reflexión cultural– un buen día, contando treinta y pocos años de triunfo, bohemia y alcoholes excesivos, decidió escribir un libro que se dirigía a un público diferente, a una minoría mucho más amplia diríamos, hasta una muchedumbre como posibilidad según dice en el prólogo a la obra, titulando aquello que él ya no podía ordenar, y que Juan Ramón Jiménez iba a editar en actitud devocional hacia el gran maestro, nada menos que Cantos de vida y esperanza.

Publicación de la obra

En 1905, cuando aparece en Madrid Cantos de vida y esperanza, Rubén Darío tiene 38 años. Vive en París, entre viajes europeos y españoles, desde unos cinco años antes. Su salud comienza a estar maltrecha y, entre bohemia, alcoholes, crónicas periodísticas y versos, el poeta vive reconocimientos clamorosos, a veces casi devocionales: es el gran escritor responsable de la mayor renovación en español de la lengua poética, el artífice del modernismo literario. Unos meses antes de la publicación de la obra, el 28 de marzo, en sesión solemne del Ateneo de Madrid, ha leído su «Salutación del optimista»:

Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda,

espíritus fraternos, luminosas almas, ¡salve!

Son tiempos de triunfo acompasados, como siempre, con tiempos de dolor. En febrero había vuelto a España acompañado por Francisca Sánchez y en junio, en el pueblecito de Francisca en Ávila, Navalsauz, ha muerto su hijo Rubén Darío Sánchez, Phocás, a quien el mismo mes del regreso había dedicado los emocionados versos:

Phocás el campesino, hijo mío, que tienes,

en apenas escasos meses de vida tantos

dolores en tus ojos que esperan tantos llantos

por el fatal pensar que revelan tus sienes...

Es el Darío humano, demasiado humano quizá, el que está filtrándose en cada verso de los Cantos; su esteticismo y culturalismo anterior, el de sus grandes triunfos poéticos, el de Azul (1888), el de Prosas profanas (1896), sigue presente pero conmovido por sentimientos, gozos, dolores, ideas, pasiones, un desgranar intenso de vida y esperanzas. Sobre este mundo poético, y la relación que mantiene con la producción anterior y posterior, hay un valioso estudio global en la monografía Rubén Darío de Carmen Ruiz Barrionuevo (2002).

La edición por Juan Ramón Jiménez

El episodio editorial de 1905 es sobradamente conocido: fue Juan Ramón Jiménez quien publicó en Madrid (en la Tipografía de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos) la obra, tras amplia correspondencia y varios encuentros con el poeta nicaragüense, de todo lo cual dio cuenta el de Moguer sucesivamente alrededor de un título, Mi Rubén Darío, que fue creciendo hasta la edición de 1990, reconstrucción textual de Antonio Sánchez Romeralo (Jiménez, 1990), mediante sucesivas ampliaciones de textos y documentos de Juan Ramón Jiménez, concebidos en 1923 como testimonio de la relación. Desde 1903 y hasta 1905 hay un conjunto de referencias imprescindibles para entender cómo se fue construyendo la obra: en 1903, hacia febrero, está anunciando en la correspondencia que va a enviar versos y prosas para Helios, la revista de Juan Ramón, y el 12 de abril el anuncio es más concreto: «Dígame si alcanza –o hasta cuándo alcanza– para el número próximo, algo –versos– que le voy a mandar. O para el otro. Le enviaré lo primero de mi próximo volumen de versos» (Jiménez, 1990: 96; el subrayado es nuestro); el 24 de julio, desde París, realiza el anuncio definitivo de la obra: «No publique el soneto a Cervantes [...] Mañana o pasado le enviaré otros versos, todos de mi próxima plaquette: Cantos de vida y de esperanza» (ibídem: 98); y el 20 de octubre:

No le he escrito antes porque desde hace muchos días me encuentro en un estado de espíritu muy molesto. Estoy enfermo del entendimiento, de la memoria y de la voluntad. Mi pobre alma con sus tres potencias dadas al diablo, no sabe qué hacer [...] Preparo mi nuevo libro de versos y no quedo satisfecho de lo que hago (ibídem: 99);

a comienzos del siguiente año, desde Málaga, donde se está curando de una afección bronquial, el 12 de enero de 1904: «Martínez Ruiz me ha pedido algo para Alma Española. Le mandaré; pero antes daré versos nuevos a Helios, dentro de pocos días. Aquí sigo solo; muy solo, y siempre el encanto del mar» (ibídem: 102); pocos días después, el 17 del mismo mes, también desde Málaga le dice: «Le mando esos versos. Ojalá le gusten. Hago lo que puedo, y lo que siento» (ibídem: 102-103); el 30 de marzo, nuevamente en París: «Le mandaré, pues, pronto versos. Para B y N[Blanco y Negro] y para el libro. Le mandaré además los documentos que pueda para ese libro que me tiene prometido» (ibídem: 109).

El 12 de diciembre la propuesta es más concreta:

En cuanto al de versos míos, le diré que tengo yo unos cuantos que podrían formar una bonita plaquette, juntándolos con los que usted tiene (la «Marcha Triunfal» por ejemplo que yo no tengo). Se podría clasificar lo que hay y dar ordenación a los escasos materiales. Si usted gusta, lo haremos –o lo hará su bondad de usted (ibídem: 113).

Jiménez apostilló esta carta, olvidando que Darío sí había anunciado el título en julio de 1903:

R. D. empezaba ya en estas fechas a concebir su libro Cantos de vida y esperanza, pero este título no lo había pensado aún. El gran poeta, siempre alcoholizado olvidaba y perdía sus poemas, sus libros, todo lo suyo. Yo pude copiarle de mi memoria la «Marcha triunfal», «Cosas del Cid», «Al Rey Óscar» y otros poemas que recojió en dicho libro. Su tercera mujer, la buena Francisca Sánchez le ordenaba y le guardaba cuanto podía... (ibídem: 114);

el 24 de diciembre, Darío concretaba más la nueva perspectiva temática, el nuevo tono vital y poético, que estaba creando: «Voy a mandarle pronto, muy pronto los versos. Usted verá. Hay de todo. Mas por primera vez se ve lo que Rodó no encontró en Prosas profanas: el hombre que siente. Será que cuando escribía entonces, aunque sufría, estaba en mi primavera y esto me consolaba y me daba alientos y alegría» (ibídem: 115), y unos días después, el 17 de enero:

Los versos no han ido porque he estado enfermo. Estoy ya convaleciente y pronto me pondré a copiar. Entre cortos y largos poemitas, habrá como unos cuarenta o cincuenta, contando con algunos viejos. De más decirle que no quedo muy satisfecho. Apenas me gustan algunos nuevos, porque me han brotado de lo más hondo (ibídem).

La correspondencia se interrumpe en el viaje a Madrid de febrero de 1905, y con una nota y el envío de un poema desde Ciudad Real. Juan Ramón Jiménez dejó constancia varias veces de aquel viaje y los encuentros con el maestro nicaragüense en una casa madrileña. En la evocación que sigue, la tristeza por su estado y los datos de escritura de la «Salutación del optimista» adquieren un valor relevante para la construcción de los Cantos:

Recuerdo, de aquella casa, una escena que pinta bien el lado infantil del gran poeta [...] Yo solía suplicarle al gran poeta que no bebiera whisky ni coñac Martel Tres Estrellas en la forma que los bebía. El alcohol lo idiotizaba, bebido era monstruoso, una especie de hipopótamo callado. Rubén Darío, por una falta absoluta de voluntad y acaso por evadirse [...] estaba siempre borracho. Una noche me lo encontré en la calle de las Veneras [donde vivía] sentado en el suelo, la cabeza en la pared, abierta la levita, y el sombrero de copa y los guantes en el arroyo [...] Una tarde en que estábamos hablando, yo sentado ante su mesa, él paseando por su gabinete, como acostumbraba, observé que cada vez que llegaba a la alcoba se retenía en ella un ratito. Tenía encendida la luz y por los cristales rayados yo lo estaba viendo todo. Llegaba a su mesilla de noche, tomaba una copa de whisky y soda, más whisky que soda, y luego se enjuagaba la boca con soda y se volvía a donde yo estaba refregándose las manos. [...] tenía una hoja de papel de barba en la mesa del despacho. Lo que estaba escribiendo, dictando, era la «Salutación del optimista», línea a línea. Unas veces escribía el secretario (un pobre funcionario cesante, muy pintoresco, que se daba gran importancia porque había leído algo de Vicente Blasco Ibáñez), otras quien estuviera en la habitación, la criada, yo, el pupilero, algún poeta joven de la bohemia madrileña (ibídem: 138).

Sin embargo, José María Vargas Vila, testigo también de aquellos días, nos ha dado una versión diferente, al narrarnos que la noche antes del acto en el Ateneo no había escrito ningún verso y esto –ya que había sido invitado por presión del propio Vargas Vila según cuenta– le preocupaba:

Palacio Viso [el secretario de Vargas Vila] fue el comisionado para esa empresa [la escritura del poema]; aquella noche se dirigió a casa de Darío, con intención de instalarse en ella hasta obtener la victoria; iba resuelto a emplear todas sus fuerzas, no espirituales, sino espirituosas, que fueran necesarias para vencer la indolencia del Poeta, que en momentos semejantes llegaba hasta la abulia definitiva; el efecto de esas fuerzas fue lento, pero completo; a las dos de la mañana el Poeta entró en grado de sonambulismo lúcido, que marcaba los instantes álgidos de su grande inspiración; silencioso, grave, impenetrable, como siempre que estaba en ese estado, se puso a escribir; dos horas después, leía a sus amigos conmovidos y atentos, aquella admirable «Salutación del optimista» [...] una de las más bellas poesías, de lengua hispana, y de todas las lenguas, acababa de ser escrita... (Vargas Vila, 1994: 59).

En 2002 apareció editada por primera vez la novela Bohemia de Rafael Cansinos Assens. Darío es un personaje de aquel entramado en que Alejandro Sawa, Manuel Machado, Ricardo Calvo, Ramón del Valle-Inclán, Francisco Villaespesa, etc., emergen en una ficción construida sobre la realidad madrileña de los años que van de 1900 a 1905. Un episodio destacado es el acto del Ateneo aludido, la admiración de todos –González Blanco, Villaespesa, Valle-Inclán, hasta Menéndez Pelayo– por el poeta y sus versos en una presencia que reconstruye el papel solemne del vate nicaragüense en el Madrid de la época (Cansinos Assens, 2002: 129-132).

Las circunstancias de escritura, que ampliaremos en el comentario de los poemas, no deben hacernos perder de vista ahora algunos valores generales de la obra que debemos resaltar.

«El movimiento de libertad que me tocó iniciar...»

El tono del «Prefacio» es similar al de Prosas profanas («Podría repetir aquí más de un concepto de las palabras liminares de Prosas profanas»), desarrollando ahora una afirmación de la aristocracia del arte y un desprecio «a la mediocridad, a la mulatez intelectual, a la chatura estética».

La frase siguiente es una afirmación personal con relación al modernismo: «El movimiento de libertad que me tocó iniciar en América, se propagó hasta España y tanto aquí como allá el triunfo está logrado». La reivindicación de la paternidad del modernismo es un tema muy presente en el Darío de estos años; así, el 24 de enero de 1904 se dirige en carta a Juan Ramón Jiménez:

En la revista de Nervo, el poeta Tablada, al hacer un medallón de J. A. Silva, repite una inexactitud [...] para alabar al exquisito y gran poeta que fue Silva, se dice, erróneamente, que el movimiento «moderno» de América se debió a él. Yo no reclamo nada para mi talento, ni para mi corta obra; pero sí para la verdad en la historia de nuestras letras castellanas. Es cuestión de fechas. Cuando yo publiqué mi canción del Oro y todo lo que constituye Azul, no se conocíaen absoluto ni el nombre ni los trabajos de Silva [...]. En América y en España (Valera) tengo yo testigos del origen del movimiento [...]. En cuanto a Francia, saben bien desde cuándo comenzaron mis trabajos [...]. Verdad y justicia no están de más cuando se piensa y siente de buena voluntad... (Jiménez, 1990: 103-104).

Al margen de cuestiones ampliamente debatidas por la historiografía literaria, como el tema de los precursores o de los orígenes del movimiento (Martí, Gutiérrez Nájera, Silva, Casal, etc.), lo que es indudable es que a la «definición omnicomprensiva de la literatura finisecular» (Mainer, 1994) la bautizó en castellano Darío como «modernismo» en 1888, el año de la publicación de Azul, en el artículo «La literatura en Centroamérica» (datado por Ernesto Mejía Sánchez en esa fecha), reafirmando el término en 1890, en su «Fotograbado» de Ricardo Palma, donde dice que es «el espíritu nuevo que hoy anima a un pequeño pero triunfante y soberbio grupo de escritores y poetas de la América española: el modernismo» (cit. por José Olivio Jiménez, 1985: 15) y resolviéndolo ampliamente, con una imprescindible reflexión teórica, en «El modernismo», artículo que Darío publica el 28 de noviembre de 1901 en España contemporánea. El término en cualquier caso es traducción del modernisme francés, como demostró Alfredo Roggiano en «Modernismo: origen de la palabra y evolución de un concepto» (en Schulman, 1987: 39-50).

La segunda afirmación central tiene que ver con las innovaciones métricas que ha desarrollado: «En todos los países cultos de Europa se ha usado del hexámetro absolutamente clásico». La defensa de su uso del hexámetro en Historia de mis libros explica suficientemente el debate sobre la propuesta versal contestada tradicionalmente en castellano por la no existencia de sílabas largas y breves, a pesar de que se hayan querido establecer a veces en las acentuadas (largas) y no acentuadas (breves):

Elegí el hexámetro por ser de tradición greco-latina y porque yo creo, después de haber estudiado el asunto, que en nuestro idioma, «malgré» la opinión de tantos catedráticos, hay sílabas largas y breves, y que lo que ha faltado es un análisis más hondo y musical de nuestra prosodia. Un buen lector hace advertir en seguida los correspondientes valores; y lo que han hecho Voss y otros en alemán, Longfellow y tantos en inglés, Carducci, D’Annunzio y otros en Italia, Villegas, el padre Martín y Eusebio Caro el colombiano, y todos los que cita Eugenio Mele en su trabajo sobre La poesía bárbara en España, bien podíamos continuarlo otros, aristocratizando así nuevos pensares. Y bella y prácticamente lo ha demostrado después un poeta del valer de Marquina. Flexibilizado nuestro alejandrino, con la aplicación de los aportes que al francés trajeran Hugo, Banville y luego Verlaine y los simbolistas, su cultivo se propagó –quizá en demasía– en España y América (Darío, 1988: 86-87).

En la Métrica española de Tomás Navarro Tomás podemos seguir las adaptaciones del hexámetro latino al castellano, desde la aportación teórica de El Pinciano en su Filosofía antigua de 1596 hasta la imitación de José Eusebio Caro en el poema «En alta mar». En el modernismo hispanoamericano, aparte de Darío, cuyo mejor resultado fue la «Salutación del optimista» de estos Cantos, Guillermo Valencia en «A Popayán», Francisco Gavidia en «Los Aeronautas» o Alfonso Reyes en «La hora de Anáhuac» siguieron los ejemplos de aclimatación principales que Darío cita como precedentes, la Evangeline de Longfellow y las Odi barbare de Giosuè Carducci, obra a cuya imitación del hexámetro y a la de Carducci por poetas españoles está dedicado el libro del napolitano Eugenio Mele.

Una nueva actitud poética: el mito del pelícano

Fue en 1899 cuando el uruguayo José Enrique Rodó publicó su ensayo Rubén Darío. Su personalidad literaria. Su última obra, dedicado al comentario de Prosas profanas. Darío valoró ampliamente el elogio de Rodó y, sin embargo, debió anotar dos cuestiones como reservas que, quizá, él mismo se podía aprestar a responder: la primera es que Rodó comienza recordando una frase en una conversación en la que alguien afirmó:

No es el poeta de América, oí decir una vez que la corriente de una animada conversación literaria se detuvo en el nombre del autor de Prosas profanas y de Azul. Tales palabras tenían un sentido de reproche; pero aunque los pareceres sobre el juicio que se deducía de esa negación fueron distintos, el asentimiento para la negación en sí fue casi unánime. Indudablemente, Rubén Darío no es el poeta de América (Rodó, 1995a: 49).

Sobre el primer argumento, afirma Rodó que él no lo está diciendo en tono de reproche, sino en afirmación de universalidad:

Cabe [...] cierta impresión de americanismo en los accesorios; pero, aun en los accesorios, dudo que nos pertenezca colectivamente el sutil y delicado artista del que hablo [...] Aparte de lo que la elección de sus asuntos, el personalismo nada expansivo de su poesía, su manifiesta aversión a las ideas e instituciones circundantes, pueden contribuir a explicar el antiamericanismo involuntario del poeta, bastaría la propia índole de su talento para darle un significado de excepción y singularidad (ibídem: 49-50),

para determinar a continuación que las razones de su valor son las que lo convierten en «un gran poeta exquisito», y seguir explicando que «no cabe imaginar una individualidad literaria más ajena que ésta a todo sentimiento de solidaridad social y a todo interés por lo que pasa en torno suyo».

La segunda razón, más determinante que la primera para la atención del propio Darío, es la negación que Rodó hace de cualquier tono personal en la obra que comenta:

Los que, ante todo, buscáis en la palabra de los versos la realidad del mito del pelícano, la ingenuidad de la confesión, el abandono generoso y veraz de un alma que se os entrega toda entera, renunciad por ahora a cosechar estrofas que sangren como arrancadas a entrañas palpitantes. Nunca el áspero grito de la pasión devoradora e intensa se abre paso al través de los versos de este artista poéticamente calculador, del que se diría que tiene el cerebro macerado en aromas y el corazón vestido de piel de Suecia. También sobre la expresión del sentimiento personal triunfa la preocupación suprema del arte, que subyuga a ese sentimiento y lo limita... (ibídem: 52).

Otras notas similares, aunque menos elogiosas, había provocado el libro. Podemos hablar incluso de un ambiente literario que en su novela El mal metafísico describió Manuel Gálvez, en un episodio que podemos recordar pues es un testimonio de época publicado en 1917: cuenta Gálvez que uno de los protagonistas, Carlos, pronuncia el nombre de Darío en una tertulia y todos ríen; cuando el joven protesta, uno de los invitados lee «en tono de chacota» el «Responso a Verlaine», lo que provoca chistes; Carlos responde indignadamente y con severidad se le amonesta para que esté en silencio.

Entre los recuerdos de Juan Ramón en su juventud en una invitación a Sevilla, hacia 1898 o 1899, hay un testimonio similar del joven poeta, quien está descubriendo a Darío y cuenta que:

Se le discutía en la Biblioteca y en el café. Don Francisco Rodríguez Marín, don Luis Montoto y Rausenkrausch, don José de Velilla, don José Lamarque de Novoa, don Luis Abaurre y Mesa, todos los ilustres poetas sevillanos que se reunían en el café de La Perla, decían que estaba loco y que iba a volverme loco a mí, una lástima, porque yo iba por tan buen camino. Y se reían de esto y de lo otro como si fueran dueños del secreto del Olimpo. No era ése el camino que debía yo seguir (Jiménez, 1990: 55).

No parece de todas formas que fueran estos aspectos que reflejaban algunos ambientes literarios los que pudieron afectar a Darío. Sí, probablemente, la lectura de Rodó, que dejó en la memoria un elogio y una intensa observación que decidió aceptar parcialmente. En la carta que ya citamos antes a Juan Ramón del 24 de diciembre de 1904 la referencia se hacía explícita: «... por primera vez se ve lo que Rodó no encontró en Prosas profanas: el hombre que siente». En 1905, significativamente, dedica el libro a Rodó y sabe al hacerlo que está invirtiendo las dos apreciaciones del pensador uruguayo. No llegará al extremo del mito del pelícano que cita Rodó, pero sí a rearmar su poesía con un yo que, sin abandonar mitos, ritmos y belleza, resuelva en interiores una gran parte de la nueva escritura que confluye en Cantos. Los primeros versos del libro, en los que enarbola el pronombre de autopresentación como primera palabra, son un recuento del pasado para dar paso a una nueva actitud poética:

Yo soy aquel que ayer no más decía

el verso azul y la canción profana...

El libro, lo comprobaremos en su lectura, se carga a partir de aquí de vida personal, de política, de reutilización de los símbolos –el cisne como emblema principal– en una nueva dimensión americana que tiene actitudes incuestionables de solidaridad social frente a amenazas históricas que los pueblos poderosos –los Estados Unidos de América– realizan contra los más débiles (los pueblos «de la América ingenua que tiene sangre indígena, / que aún reza a Jesucristo y aún habla en español», como dice en la renombrada oda «A Roosevelt»). Se carga su poesía sobre todo de dolor en un tiempo en que la maestría poética se dedica a reconstruirlo, junto a ímpetus todavía de gozo, tan vinculados al eros, junto a desolados transcurrires del tiempo, desdichas familiares incluso, o mitos que constelan pasos personales, anotaciones sobre la cultura, observaciones sobre pintores, recuerdos y construcciones de la memoria, recorridos simbólicos por los propios itinerarios para trazar, desde la actitud desolada generalmente, algún atisbo de vida y esperanza.

En esa dialéctica, entre el pasado de exclusiva belleza –que no fue absolutamente tal– y el presente de emergencias de un yo que supera al romántico por los mismos efectos de la escritura, por la modernidad de la misma, por la renovación impuesta al lenguaje, encontramos seguramente al Darío más intenso, que llega a ser popular incluso por primera vez, sin abandonar ni un ápice los territorios de belleza ya conquistados con la palabra y el ritmo, con la reflexión y la cultura filtrada en la tradición que ya había creado. Y es precisamente en este nuevo trazo donde se cumple la necesidad de mirar al poeta a lo largo de toda su obra, con preferencias pero sin exclusiones de ninguna escritura frente a otra, porque los Cantos son la memoria de la primera madurez, que es consciente del mundo poético anterior, al que no abandona, sino que recrea en una nueva intensidad.

Un testigo contemporáneo de la cultura y la poesía, Mario Benedetti, llamó la atención hace bastantes años sobre esto señalando una tendencia parcial a la lectura de Darío. Fue en su trabajo «Rubén Darío, Señor de los tristes» (1967), donde dice:

Hay quienes sostienen (sobre todo en los últimos tiempos) que lo único que vale en Darío es su aspecto art nouveau. Es posible que esa tesis signifique una mera prolongación esnob de la comercialísima embestida art nouveau lanzada por los avispados anticuarios de París. Una vez que tal renacimiento refenezca, la poesía de Darío perecerá o (así lo espero) sobrevivirá, no tanto por su lado art nouveau como por otros rasgos más permanentes, aunque seguramente menos cotizables en la bolsa de valores frívolos (Benedetti, 1995: 164).

Benedetti optó sin embargo también por una lectura parcial e inversa, en la que prevalecía el ser «desvalido, desamparado, indefenso», al que se le caen «los abanicos de sus marquesas», «los faisanes de hojalata», «los candelabros de utilería», para quedar solo ante nosotros. En la lectura que proponemos, en los comentarios a los textos que realizamos, no caen ni abanicos, ni faisanes, ni candelabros: persisten como decorados antiguos, e intensamente simbólicos, de un ser que se expresa de una manera nueva ante muchas cosas, por ejemplo ante la muerte.

Para una lectura de la obra: salida de «la sagrada selva»

La creación de una espacialidad simbólica se puede identificar en la «sagrada selva», espacio generado desde «El rey burgués» de Azul, y mediado por el «Coloquio de los centauros» de Prosas profanas, que confluye en el primer poema de Cantos de vida y esperanza, síntesis de una naturaleza capaz de cargarse de la simbolización personal del arte, y del poeta ante el arte:

Mi intelecto libré de pensar bajo,

bañó el agua castalia el alma mía,

peregrinó mi corazón y trajo

de la sagrada selva la armonía.

¡Oh, la selva sagrada! ¡Oh, la profunda

emanación del corazón divino

de la sagrada selva! ¡Oh, la fecunda

fuente cuya virtud vence al destino!

En el desolado cuento que se llama «El rey burgués», monarca de inmensa riqueza y refinamiento, el poeta, que va a ser invitado a la función decorativa de tocar una caja de música «en el jardín, cerca de los cisnes» para cuando el rey se pasee, y muere de frío para ganarse unos pedazos de pan, ha contado antes al rey su historia de independencia artística: «He ido a la selva, donde he quedado vigoroso y ahíto de leche fecunda y licor de nueva vida».

Es en el «Coloquio de los centauros», en la recreación mítica de fuerzas naturales fundidas a las humanas, al alma, al eros, a la razón, al sentimiento, a todas las esenciales dimensiones de la vida, donde construye una «selva sagrada» que es también lujuria, en una unión de contrarios que densifica su lectura en la tradición esotérica de la unidad esencial de las fuerzas de la existencia y la naturaleza.

En Cantos de vida y esperanza, la «sagrada selva» es síntesis de la naturaleza simbólica, refugio del arte y de la vida (del eros, de la verdad, de la luz) en el que se sumergió el poeta tras su peregrinación juvenil por el instinto, la cultura, la tentación de la torre de marfil, el dolor, un complejo de estímulos temáticos que tiene su espacio escénico en las rosas, los cisnes, las góndolas, las liras, los lagos que pueblan su «jardín de sueño». El mundo del conflicto parecía haberse debilitado en la aceptación de aquella sagrada selva, que es el arte puro, y prolongación del espíritu divino. En esa dimensión, que engloba todo lo real, se produce la unidad de los contrarios: el esoterismo resuelve una línea principal de esta construcción, que se afinca en la obra dariana como elaboración definitiva de su estética en el pasado.

La obra sin embargo es un despliegue de un mundo de contradicciones, en el que el sujeto poético deambula, sale de la sagrada selva, de la armonía, para enfrentarse con la complejidad de obsesiones que ha ido determinando en la poesía anterior; obsesiones que ahora se sitúan en el primer plano de los poemas. Se podría pensar que el entramado simbólico anterior se va a debilitar para que emerja un yo que se narra en sus gozos y sus más abundantes dolores, pero ocurre precisamente lo contrario: el entramado simbólico se pone en función de la nueva expresión del yo, se densifica en una funcionalidad en la que mitos, decoraciones, ritmos y palabras realzan la expresión individual que se pretende.

El poeta recorre ahora directamente el tiempo vivido, la persistencia del eros y su debate personal con el mismo, incluye retazos de vida familiar, se abre definitivamente a la historia contemporánea y sus amenazas para los pueblos hispánicos, hace crónica interesada de momentos contemporáneos, presiente la muerte, recrea la angustia ante la misma, se plantea un mundo de enigmas, asume una posición melancólica y recupera el pasado con nostalgia, insiste sobre las incertidumbres del más allá, rememora artistas y escritores que le han sido esenciales, construye en un decurso poético amplio un testimonio de sí mismo que no abandona los recursos estéticos que hasta aquí había puesto en pie.

Este resumen breve, e insuficiente, del mundo temático de Cantos de vida y esperanza