Bailando la adversidad. Cuando la vida te rompe, pero te da otra oportunidad - Yolanda Torosio - E-Book

Bailando la adversidad. Cuando la vida te rompe, pero te da otra oportunidad E-Book

Yolanda Torosio

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Beschreibung

¿Cómo empezar de nuevo cuando todo se ha roto en pedazos? En un pequeño pueblo de la Mancha, una niña de familia humilde, hija de un gitano y una paya, soñaba ser bailarina. Con mucho esfuerzo pudo cumplir su sueño. Después de llegar a lo más alto en los musicales con Hoy no me puedo levantar de Nacho Cano y conseguir un papel principal en la serie Gigantes, sufrió un ictus que la dejó incapacitada. Tras varias operaciones, comenzaría toda una travesía de rehabilitación y aprendizaje. Una lucha titánica que le enseñaría a funcionar de otra manera. Un día recibió una llamada muy especial que le cambió la vida. Yolanda Torosio nos cuenta en este libro su proceso de sanación y nos revela la importancia de la actitud y el optimismo para hacer frente a los momentos más amargos. Un sorprendente testimonio sobre el amor a la danza de la vida. Un relato emotivo y sincero de lo que supone tener que empezar de cero y reinventarse. «Comparto mi experiencia con la intención de dar visibilidad a esta enfermedad, y transmitir un mensaje de esperanza, fuerza y positividad dentro de la adversidad, animando a tener una actitud de guerrero, pues las guerras no se ganan si no se luchan. Es muy importante no ponerte limitaciones antes de intentarlo y no permitir que otros te las pongan. El poder de la mente es impredecible y la capacidad del cerebro desconocida. Aquello en lo que pones el foco, el universo lo multiplica. El optimista es más perseverante, lo intenta más veces y eso hace que llegue más lejos. Uno no sabe lo lejos que puede llegar hasta que llega».

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

Bailando la adversidad. Cuando la vida te rompe, pero te da otra oportunidad

© 2024, Yolanda Torosio Hernández

© 2024 del prólogo, Nacho Cano

© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

 

Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO

Imagen de cubierta: Alamy

 

I.S.B.N.: 9788410021228

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Prólogo

1. En un lugar de la Mancha…

2. Persiguiendo mi sueño

3. Hoy no me puedo levantar

4. La muerte de Orietta

5. ¡No puedo más!

6. No estoy borracha, me ha dado un ictus

7. Alfombra roja, luces y sombras

8. Saliendo del pozo

9. Abriendo mis nuevas alas

Reflexiones y aprendizajes

Agradecimientos

Recordatorio para activar el código ictus

 

 

 

 

 

 

Con todo mi amor a mis ángeles incondicionales, mis padres

Prólogo

 

 

 

 

 

Era el año 2004.

Una masa de 2.500 jóvenes se ordenaba en línea para hacer el casting de Hoy no me puedo levantar.

Por aquel entonces, con tan solo tres musicales en la Gran Vía, ser artista completo, es decir, cantar-bailar-actuar, no era aún una profesión.

Quise verlos a todos porque sabía que tendría que ver más allá de lo obvio.

Buscaba luz y talento. Pero, sobre todo y por encima de todo, buscaba energía.

Entonces apareció Yolanda Torosio. Su nombre la retrataba. Era un toro de Miura.

Su persona era una carismática condensación de energía, sensualidad, belleza, movimiento y raza.

Yolanda fue la dinamo de aquel espectáculo. El más intenso, el más largo y el más exitoso de la historia.

Un musical que duraba cuatro horas y media, con once funciones a la semana, que no descansaba ningún día y donde el cartel de «todo vendido» formaba parte de la decoración permanente.

Ella fue la mejor bailando, la mejor en el escenario, la mejor organizando y sobre todo la mejor persona.

Pero, de pronto, este Fórmula Uno se quedó sin gasolina cuando estaba por cruzar la meta. Su motor se fue ahogando y su belleza se congeló sobre el asfalto.

Los espectadores, fotógrafos, sponsors se fueron y ella se quedó sola en la noche más oscura.

Por fuera ese automóvil estaba ausente de vida. Ni el reflejo de la luna en su chasis estaba ya.

Pero dentro, una pequeña luz de emergencia quedó encendida. Esa que se enciende cuando se va todo.

Este libro cuenta la historia de esa luz.

No la del túnel que se ve cuando te mueres, sino la luz que se enciende con esa batería mínima que queda de reserva.

La que ilumina ese pequeño piloto de emergencia que aún te engancha a la vida y a la que se agarran los valientes.

Yolanda ha conseguido, desde esa condición, volver a hacer rugir el motor, está esperando ya que se coloquen las demás máquinas y que el público ocupe la grada para que empiece su próxima carrera. Ya comienza a ondear la bandera de salida.

Vuelve el espectáculo.

Yo estoy también en la grada, no me la quiero perder.

Siéntate conmigo.

 

NACHO CANO

1 En un lugar de la Mancha…

 

 

 

 

 

Mi niñez fue preciosa, en la tranquilidad de un pueblo pequeño, pero con un sueño grande. Un pueblo con vida, donde las calles, la plaza y el parque se convertían en el escenario de juegos y risas, donde caerte de un columpio era caer sobre tierra, a la vez que aprendíamos cosas tan importantes como integrarte en un grupo, compartir, respetar unas reglas y saber perder.

Divertirnos en las eras, montar en patines y jugar en las calles a la goma o a pelota, donde la gente sacaba las sillas a la puerta de su casa para tomar el fresco, relacionándose así con los que también lo hacían, era algo normal que hoy por hoy es difícil de ver. Donde la palabra INOCENCIA era el título de nuestros días. Este pueblo manchego de cuyo nombre sí quiero acordarme es Santa Cruz de Mudela, mi pueblo.

 

 

SIEMPRE SUPE QUE QUERÍA BAILAR

 

Tendría cuatro o cinco años, cada vez que me subía en el coche de alguien (pues nosotros no teníamos) me mareaba y sentía que mi estómago se retorcía incluso en los trayectos más cortos (decía que los coches olían a mareo). Pero encontré una forma de transformar ese malestar. Cerraba los ojos, apoyaba la frente en mis brazos sobre el asiento de delante, me dejaba llevar por la música que sonaba en ese momento y me imaginaba bailando. Hacer eso me hacía sentir bien. Sin pensar por qué, automáticamente, mi mente sabía que visualizar esa escena calmaba mi malestar. Esta fue mi primera conexión con la danza, ella se convirtió en mi aliada, fue como encontrar un refugio que me daba paz en medio de la incomodidad.

Algo que también me marcó fue un circo pequeño que vino al pueblo. Mis padres nos dieron la sorpresa de llevarnos a verlo. Iba a ser la primera vez que vería un espectáculo. La taquilla se encontraba en la ventanita de una caravana, las gradas estaban al aire libre; era muy humilde pero mágico. Había varios números, payasos, trapecistas, etc. Sin embargo, mi atención se centró en la contorsionista. La observé con detalle y algo dentro de mí despertó. Sentí una profunda admiración y me identifiqué con ella. Mi corazón reconoció ese lenguaje. Me vi reflejada en aquella artista y comencé a imitar algunas posturas, como si mi cuerpo encontrara en ello su lugar. La flexibilidad que me acompañaba la había heredado de mi madre, ella era sorprendentemente flexible. En el portal de mi casa dejaba volar mi imaginación bailando temas de Teresa Rabal, o el enérgico inicio de la película Lady Halcón. A través de la música encontraba la libertad de expresión.

Crecí entre bares. Los Hernández, hermanos de mi abuela, tenían un bar frente a la plaza, el bar Botas. Los llamaban así porque hacían botas de vino. Mi tío José Luis (hermano de mi madre) llevaba el del casino, luego tuvo el suyo; mi tío Ramón (el Chichi) tenía otro; y este, junto a mis padres y mi tío Manolete ponían una caseta en el parque. Todo esto ha hecho que, durante mucho tiempo, mi hermana, mis primos y yo jugásemos en diferentes lugares, disfrutando de una manera especial.

 

 

QUIÉN SOY, DE DÓNDE VENGO, A DÓNDE VOY

 

El amor innato que sentía por la danza tal vez encontraba su raíz en la figura de mi padre: Jesús, un hombre de raza gitana. Era hijo del patriarca; él y mi abuela se casaron según las costumbres gitanas. Se dedicaban a vender y comprar caballos en las ferias de otros pueblos.

Mi padre me parecía muy alto, guapo, con su pelo negro y rizado y una piel de un moreno aceitunao. Siempre bailaba en las fiestas, sin parar de sonreír. Era un trabajador incansable. Con solo doce años empezó a trabajar en la alfarería, después en las cerámicas y más tarde en la albañilería. Un albañil que desafiaba el límite físico. Era admirado y respetado por todos aquellos que habían sido testigos de su dedicación y habilidad en el oficio. Me sentía orgullosa de él, al ver cómo dejaba su huella en cada construcción. Cada «obra» la hacía con arte, entrega y pasión.

Tenía una voluntad y constancia inquebrantables, sensible, fiel a sí mismo, sincero, coherente, auténtico, gracioso, perfeccionista, responsable y muy buen padre. Su vida ha girado siempre en torno a su familia y he de decir que¡hace el mejor pisto que he probado en mi vida!

A través de su ejemplo, aprendí la importancia de seguir mis pasiones con determinación y de entregar mi esfuerzo a cada cosa que realizara. Su amor por la familia, su arte y su trabajo forman un legado que llevo conmigo, recordándome que la danza de la vida es una sinfonía que se compone con amor y dedicación a cada paso.

Siendo muy jovencito ya era un apasionado de la música y tocaba la guitarra eléctrica. Compartía su talento con otros cinco jóvenes, entre los cuales se encontraban sus hermanos mayores: mis tíos Manolete y Ramón. Crearon un grupo de música que tocaba en las fiestas de los pueblos cercanos. Se hacían llamar Los Pagit, una fusión de «payos» y «gitanos» que reflejaba la diversidad y el espíritu de unión que los caracterizaba: un testimonio del poder de la música para unir corazones y romper barreras.

El destino uniría más aún a estos tres hermanos, que eran los más pequeños de diez en su familia, ya que el amor los llevó a casarse con tres mujeres payas.

Mis padres se conocieron un domingo por la tarde, en un rincón de los años setenta. Paseaban por la calle principal del pueblo, cada uno con sus amigos, que era lo que solían hacer los chicos y chicas de su época. Él tenía veinte años, ella quince. Mi madre Virtudes era muy guapa, con un pelo precioso, pelirrojo como Marte, largo, ondulado, de ojos azules y una piel muy blanca. Se cruzaron y mi padre se acercó a ella ofreciéndole cacahuetes. Le brindó los que llevaba en su mano y mi madre, aceptando, ¡cogió todos! Entonces… surgió la chispa. Se volvieron a ver en el salón de baile. Él la sacó a bailar, ella estaba deseando que lo hiciera. Es más, si no hubiera sido así, ¡habría sido al revés!

Al principio tuvieron problemas por su diferencia racial. Tanto, que a ella no la dejaban salir y se tenían que buscar sus artimañas. Antes de ir a trabajar, mi padre se acercaba al instituto y se veían un rato hasta que ella tenía que entrar a clase. Con el tiempo todo se normalizó y estos problemas se disolvieron, el amor se impuso por encima de todo.

Ella quería ser enfermera. La vocación de cuidar a los demás le venía de familia, ya que mi abuela fue una cuidadora durante toda su vida. No tenía estudios, pero estaba en su naturaleza. Yo sentía una gran admiración, agradecía que fuera mi madre, pues era una madre ejemplar. Inteligente y generosa, muy fuerte, valiente, sensible y bondadosa. Su autenticidad y sinceridad la hacen destacar. Muy comprensiva, empática, paciente, discreta y con valores muy claros. Siempre ve el vaso medio lleno y su risa está en todo momento presente. Se le hubiera dado genial ser actriz, sobre todo de comedia. Esta vena artística le venía de mi abuelo, que era actor en un grupo de teatro.

Después de cinco años de relación se casaron y formaron una familia con tres hijos. Primero nació Carmen, a la que siempre he admirado por ser una persona íntegra, positiva y con coraje. También es muy sensible, compasiva, cariñosa, fiel y generosa. Su inteligencia y gran corazón han hecho de ella una gran enfermera, ¡mira por dónde!… Tiene una personalidad muy marcada y un sentido del humor que me encanta, es bastante protectora y con su actitud matriarcal tiende a fomentar la unión de los que estamos a su alrededor. Siempre ha querido tocar el piano, estoy segura de que su sensibilidad habría encontrado un modo de salir a través de las teclas, creando bonitas melodías.

Tres años más tarde llegué yo. Siempre me he considerado muy sensible, soñadora y fuerte, con un enfoque de la vida optimista y lleno de posibilidades. Me gusta más escuchar que hablar, pues a través de la escucha conecto mejor con las personas; soy intuitiva, algo cabezona y muy despistada. Cuando era pequeña, a menudo me veía absorta en mis pensamientos, dejando que mi mente divagase y se perdiera en sus ideas. Creo que esto hacía que se me olvidaran mucho las cosas, tanto es así que el médico me recetó pastillas para mejorar la memoria… ¡y se me olvidaba tomármelas!

Cinco años después nació mi hermano Rober, el pequeño de la familia, que nos llenó de vida. Inteligente, sensible, optimista, sabe escuchar y entender a los demás. Es generoso, sencillo, alegre y transparente, inspira confianza, siendo también muy auténtico y coherente. Se lleva bien con muchísima gente. Tiene su propia peluquería de caballeros desde los dieciocho años. Bailaba muy bien, siempre he dicho que podría haber sido un bailarín profesional, y tiene una vis cómica que hace reír a todos los que podemos disfrutar de él.

Los tres somos blanquitos de piel, pero nos ponemos morenos con el sol, de pelo rizado, con ojos claros y unos labios gorditos que también tienen nuestros padres. De hecho, a mi hermana y a mí nos llamaban las «morritos».

Y no me podía olvidar de nuestra perrita Chispas. Era una perra salchicha muy gordita con la que compartí un montón de momentos. ¡Empezando por el año de nacimiento! Alguna vez le daba a escondidas leche con Cola Cao, yo era pequeña y no sabía que no era bueno para ella, mi intención era darle ese momento de placer. Formó parte de la familia hasta sus doce años, que también eran los míos. Fue muy especial en mi infancia, siempre la querré.

 

 

TESOROS DE MI INFANCIA

 

Fui a un cole de monjas, allí comencé a descubrir mi vocación… El colegio organizaba un festival de fin de curso cada año, este tenía lugar en el «cine del patito». Lo llamábamos así porque su dueño tenía este apodo, y era el cine de invierno, de verano y también nuestro escenario. Nosotros representábamos una obra de teatro, y con solo seis años comprobé que subirme al escenario me gustaba. Era un lugar en el que me sentía cómoda. En la vida, a pesar de ser extrovertida para algunas cosas, he sido muy tímida para otras, tan tímida que una vez estando en casa de una compañera, su madre me ofreció la merienda, y yo, agradeciéndoselo, le dije que no. Ante su insistencia me iba sintiendo cada vez más abrumada por la vergüenza. A medida que le decía «no, gracias» daba un paso atrás lentamente hasta el punto de salir del salón y desaparecer, quedándome tras una pared en el pasillo. Podía parecer mala educación, cuando era pura y extrema timidez.

 

Sorprendentemente, el escenario se convirtió en mi refugio, el lugar donde la timidez dejaba paso a la expresión de mi ser.

 

Al final de cada actuación, una lluvia de caramelos caía desde las butacas hasta el escenario. ¡Aquello parecía la cabalgata de Reyes! Esos festivales quedaron grabados en mi memoria como tesoros de mi infancia.

Carol siempre estuvo en mi clase, pero hasta los ocho años no se convirtió en mi mejor amiga, la hermana extra que la vida me regaló. Morena, pelo rizado, con una inteligencia admirable, pero lo que más me fascinaba eran sus valores. Lo pensaba años después y agradecía haber tenido su influencia desde tan pequeña; dejó una huella imborrable en mi vida.

Siempre estábamos juntas, venía a buscarme para ir al cole, hacíamos los deberes un día en mi casa y otro en la suya, en la que para merendar muchas veces había bocadillos de nocilla, en la mía no, eran de jamón de York, chóped, chorizo…, esas cosas, así que ¡para mí era una fiesta! Al terminar nos acompañábamos a casa. Éramos tan inseparables que una vez ¡me fui hasta la suya en bata! ¡Entré y todo! Su familia, sorprendida, se partió de risa al verme aparecer así, haciendo que nosotras nos riéramos también, dándonos cuenta de que aquello muy normal no era. Íbamos creciendo y aprendiendo una al lado de la otra, compartiendo risas, secretos, sueños, alegrías y tristezas, brindándonos siempre un apoyo incondicional.

 

 

MIS PRIMERAS CLASES DE BAILE

 

Carol y yo íbamos a un montón de actividades extraescolares: kárate, baloncesto, teatro, gimnasia rítmica y, mi favorita, ¡baile! La profesora era Marga. Guapísima, morena, con pelo rizado, tipazo, me gustaban su maillot con rayas de colores, calentadores y zapatillas de jazz, su forma de moverse y dar la clase. La admiraba, fue mi primera referencia. Y gracias a ella descubrí que quería dedicarme a eso.

Aprendimos mucho con Marga, y al final del curso hicimos una actuación, recuerdo aquel tutú rosa que mi madre me hizo con tanto amor. Mi corazón latía con fuerza, estaba nerviosa, era la primera vez que bailaba en un escenario frente a un público. A pesar de los nervios, todo salió bien. Mejor que bien, ¡si hasta felicitaban a mi madre! Los comentarios que le hicieron reforzaron mi confianza.

Después Marga nos entregó unas notas. Seguramente ella no fuera consciente de la importancia que tuvo esa hoja de papel, en ella destacaba mi buen hacer en esta disciplina, y lo más importante es que veía que podía tener un futuro como bailarina. Sus palabras llenaron mi corazón de alegría y motivación. Su reconocimiento y apoyo me dieron el impulso necesario para perseguir mi pasión con determinación. Esa nota activó mi motor para convertirme en la bailarina que soñé ser.

Mi hermana, mis primos y yo pasábamos mucho tiempo en el parque, donde nuestros padres habían puesto una caseta. Jugábamos en todos los rincones y bailábamos coreografías en el paseo. ¡Lo pasábamos en grande!

Por otro lado, en el patio del bar de mi tío José Luis, con mi madre, hermanos y mis primas Mariola y Mari Carmen, improvisábamos teatrillos divertidos y en la calle recreábamos la cabecera de una serie de televisión, con sentido del humor y originalidad.

De una manera u otra, este mundo siempre estaba presente en mi vida, fue una parte esencial de mi infancia, dejando una semilla que florecería en el futuro.

Cuando tenía doce años, y aún estaba en el colegio, empecé a estudiar la carrera de Danza Clásica en el conservatorio de Valdepeñas (un pueblo más grande que el mío, a 14 km de distancia). El primer año, mi prima Moni también venía. Ella y yo hemos sido cómplices toda la vida, muy buenas amigas. Mi madre siempre nos acompañaba. Cogíamos el autobús, nos traía un bocadillo de chóped con aceite, que aún puedo oler, y una bolsa preparada por si yo vomitaba, ya que me seguía mareando. Sin embargo, algo había cambiado. Estaba emocionada, iba a bailar de verdad y no solo en mi imaginación para aliviar el malestar. Una vez allí, a veces nos compraba una bamba de nata en la misma pastelería. Nosotras íbamos al conservatorio y ella esperaba pacientemente a que terminásemos la clase, entonces volvíamos juntas de nuevo. Aquel tiempo compartido entre madre e hija se convirtió en momentos preciosos de complicidad y cariño que hoy en día valoro aún más.

La danza clásica es una disciplina muy dura, muy rigurosa. Tienes que moldear el cuerpo de una forma antinatural, y si alguna de tus condiciones no te acompaña, es más duro todavía. En mi caso, no tenía «en dehors» en las caderas, que significa «hacia fuera». Esto quiere decir que mi rotación externa era muy escasa, siendo una de las bases de la técnica en la danza clásica. Me quedaba dormida con las piernas flexionadas y las rodillas hacia fuera para trabajarlo. La paciencia, tenacidad, constancia y disciplina se hacían presentes en este camino de rosas con espinas, siendo acompañantes que, más adelante, se convertirían en mis aliadas. La satisfacción viene con el tiempo, cuando empiezas a sentir y ver los cambios que se van produciendo en el cuerpo, cuando algo que llevas intentando hacer una y otra vez por fin te sale. Si quieres dedicarte a ello, toda tu vida gira en torno a la danza y lo que conlleva ser profesional: alimentación, seguir trabajando fuera de clase…, y aunque había un respeto por la danza clásica, esta no era mi pasión. Sentía un mayor entusiasmo por la danza contemporánea o el jazz, pero mi conservatorio en ese momento solo ofrecía clásico y español. Tenía que elegir uno y opté por el clásico, sabiendo que era la base de todos los tipos de danza que podría plantearme más adelante.

Las puntas son esas zapatillas diseñadas por tu peor enemigo que te hacen bailar sobre los dedos, sufriendo los estragos que estas producen durante su uso, como las deformidades de los huesos; la caída de las uñas, sobre todo del dedo gordo; las heridas…, es horrible cuando tienes heridas y debes seguir trabajando. Son muy duras, de hecho, cuando las compras y están nuevas, hay que amoldarlas un poco. Nos poníamos un protector de silicona, pero aun así…

En algunos estilos, la danza clásica en el cuerpo es tan fundamental como las matemáticas en la música.

En el año 1992, coincidiendo con la Expo de Sevilla, mi padre se sacó el carnet de conducir y le compró a Ramón su Peugeot 504 gris, al que llamábamos «tanque». Con ese nombre te puedes imaginar que no era un deportivo ligero. Con la ropa de trabajo y sin cenar, venía desde el pueblo a buscarme al conservatorio. Cuando yo salía, siempre estaba ahí, esperando con mi madre dentro del tanque.

Muchos años más tarde, rememoraba esto antes de empezar a bailar un número en solitario de un espectáculo ante una gran multitud. Aparecía acurrucada, subiendo por un elevador. Un poco nerviosa, pero con ganas y conectando con una parte de mí siempre intacta. Esos segundos, mientras la plataforma hacía el recorrido hasta encajar con el escenario, recordaba a mis padres en la puerta del conservatorio, esperándome en el tanque. Pensaba en ese momento con un sentimiento de gratitud, me emocionaba al recordar el amor y dedicación que habían demostrado a lo largo de los años, sacrificando sus propias comodidades para apoyarme. Siendo consciente del tiempo y esfuerzo que les había supuesto. Esta era la mejor forma que tenía de compensarlos, había merecido la pena.

El amor de mis padres es incondicional, auténtico y desinteresado, solo quieren que esté bien. Me acompañan con el sentimiento que sea, sintiéndolo ellos también. Entre otras muchas cosas, algo que admiro y valoro de ellos es su sencillez, voluntad y constancia para todo. SIEMPRE están ahí. Son las personas más importantes de mi vida. Su presencia es un pilar fundamental.

 

En el amor y cuidado de mis padres encontré la fuerza para hacer frente a los desafíos y dificultades que se presentaron más tarde en mi camino.

 

 

PRIMEROS EXÁMENES DE DANZA

 

En Valdepeñas conocí a Maite, Marta y Silvia. Empezamos recibiendo clases de danza y terminamos compartiendo el mismo sueño.

Cada año debíamos enfrentarnos a una prueba muy exigente: examinarnos por libre. Esto significaba prepararnos durante todo el curso en nuestro conservatorio para realizar el examen en otra ciudad. En nuestro caso, primero fue en Málaga y posteriormente en Córdoba.

Mi profesora me dio la noticia de que había aprobado 1.º. La alegría y gratitud recorrían todo mi cuerpo, sin poder contener la emoción, me encerré en el baño para llorar de felicidad.

Sin embargo, la vida también tenía momentos de desaliento y aprendizaje. Cuando me examiné de 2.º, sucedió lo contrario. Suspendí. A la decepción del suspenso se sumó una mala información sobre la reforma del plan de estudios que me llevó a estar un par de años sin examinarme.

Aunque la frustración y tristeza me acompañaron en aquel momento, también me dio la oportunidad de aprender a no rendirme, a mantener con determinación y paciencia el foco en mi objetivo. Para ello solo quedaba una opción: mejorar.

Justo en ese momento, mi padre se quedó en el paro y no me podían seguir pagando las clases. Mi madre me lo dijo llorando (mira que la he visto llorar pocas veces, sé que le dolió más a ella que a mí). Yo le dije que lo entendía y que no se preocupara. A veces, solo hay una oportunidad. Entonces ella me respondió con tristeza y cariño que siempre me apoyarían en todo lo que pudieran. Nunca olvidaré sus palabras.

Después de esto, me fui a los recreativos y al fondo, tras una pared, apoyada y sentada en el suelo, escondida, tuve mi momentito de desahogo. La incertidumbre me invadía, los problemas parecían un mundo hasta que cambié la visión y, de repente, una idea asaltó mis pensamientos: ¡ya está!,me pondría a trabajar de camarera los fines de semana.

 

 

UN SER ESPECIAL

 

Con quince años empecé en el balneario Cervantes, situado a unos 3 km del pueblo. Así pude apuntarme otra vez a clases de danza.

La metre del balneario había sido la novia de mi tío Jesús. Podríamos decir que él (hermano de mi madre) era nuestro «tío guay», el más divertido y bromista. Pero, aparte de eso, era muy buena persona, humilde, sensible y bondadoso. Sin duda, un Ser especial.

Recuerdo, entre risas, esas bromas que nos gastaba a las sobrinas en el bar Botas. Nos subía a una barra de hierro que había en el techo, a la que nos agarrábamos quedándonos colgadas, y hacía como que se iba, dejándonos ahí. Nosotras gritábamos llamándole para que nos bajase, venía y lo hacía, pero lo más gracioso es que lo volvía a hacer y nosotras volvíamos a caer, repitiéndose la misma escena otra vez.

Él tocaba y cantaba temas de Sabina, Aute, Silvio Rodríguez… Daba algún concierto que otro con su guitarra. Había un tema infantil sobre una ovejita que siempre nos cantaba en casa. En uno de los conciertos se la pedí, y el «tío» con dos narices la cantó.

Jesús llevaba el bar de «Los baños», que era un balneario muy humilde por entonces. Allí hay una fuente de agua agria que sale de la tierra de forma natural. La gente la bebía y rellenaba sus botellas y garrafas. Me sentía muy orgullosa de él cuando íbamos allí. Había una piscina, recuerdo discutir con una niña en el agua. Me decía que se lo iba a decir a su abuelo, dueño de varias tierras de alrededor, así que saqué pecho y le dije:

—¡Pues entonces yo se lo diré a mi tío, que es el dueño de este lugar!

Un lugar que él quería convertir en un balneario renovado. Era su sueño, un sueño que años más tarde otros cumplieron. Hoy en día es el balneario Cervantes.