Bailar, Amar, Vivir - Astrid Gallardo - E-Book

Bailar, Amar, Vivir E-Book

Astrid Gallardo

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Beschreibung

Ana descubre a los ocho años su amor por el ballet y, desde entonces, sueña con dedicar su vida a bailar, pero su madre no lo entiende como una profesión y esta será la primera barrera que tendrá que superar, aunque no la única y, ni mucho menos, la más difícil. Margot cree que su vida será mejor sin entregar su corazón a nadie pero descubre que existen hombres con buenas intenciones. Su sueño es llegar a ser una gran ejecutiva, pero los estudios no son su fuerte. Alejandro Durán sueña con conseguir un reconocimiento total del ballet clásico español, cambiar la percepción que se tiene de él y convertirlo en una profesión valorada. Sergio sueña con estar con Margot y, aunque parece inalcanzable para él, es un chico listo que sabe esperar el momento para conquistarla… Ana con Alejandro y Margot con Sergio protagonizan dos preciosas historias de amor.

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ASTRID GALLARDO

Primera edición digital: Octubre 2022

Título Original: Bailar, Amar, Vivir.

©Astrid Gallardo 2022

©EditorialRomantic Ediciones, 2022

www.romantic-ediciones.com

Diseño de portada: Maria Àngels Crespí

ISBN: 978-84-19545-07-7

Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.

ÍNDICE

Prólogo

Ana

I

II

III

IV

Margot

I

II

III

Ana y Margot

I

II

III

IV

V

Margot

I

II

III

Ana

I

II

III

IV

V

Epílogo

Agradecimientos

A mis hijas, Leyre e Irati,

para que siempre luchen por sus sueños.

La posibilidad de realizar un sueño eslo que hace que la vida sea interesante.

Paulo Coelho.

Prólogo

deLUCÍA LACARRA

“PRIMERA POSICIÓN, TENDU, SEGUNDA POSICIÓN”

Tenía nueve años y ese fue el preciso momento en el que dentro de mi corazón me convertí en una bailarina profesional, ejecutando aquellas posiciones con la misma pasión e intensidad con la que actuaría años más tarde en teatros míticos como el Palais Garnier o el Bolshoi.

Para mí la danza nunca ha sido un hobby, una profesión o una carrera, ha sido mi vocación y mi vida. Por ella lo he dado todo y de ella lo he recibido todo. Y las emociones y experiencias que he vivido sobre los escenarios no las puedo comparar con nada.

Se suele decir erróneamente de los bailarines que somos masoquistas, que nos gusta sufrir o pasar a través del dolor, pero la realidad es que la felicidad que sentimos al bailar hace que estemos dispuestos a trabajar y a sobrepasar nuestros límites, para poder subir encima de los escenarios y Bailar, Amar, Vivir en ellos.

Lucía Lacarra para “Bailar, Amar, Vivir”

Ana

I

Los padres de Ana se conocieron en la facultad, los dos amaban la medicina y dedicaron toda su juventud a estudiar para llegar a ser médicos. Javier siempre había tenido facilidad para los estudios, pero Teresa nunca había sido una estudiante brillante, al contrario, ella era muy consciente de que necesitaba más horas que sus compañeros para obtener los mismos resultados. Por eso estuvo muy indecisa cuando eligió la carrera. Fue su madre, Teruca, quien más la animó para que luchara por conseguir su sueño porque ella conocía muy bien a su hija y sabía que lo que más quería en el mundo era ejercer la medicina. Fue duro, pero después de seis años de licenciatura, siete meses de preparación del examen MIR y cinco años de especialidad, Teresa pudo dedicarse a la cirugía general y del aparato digestivo, mientras que Javier se convirtió en cirujano cardiovascular con mucho menos sufrimiento que su novia. Atrás quedaban para Teresa los momentos difíciles, las frustraciones, las dudas, el cansancio y la desesperación que sufrió en el camino y que le hicieron, incluso, pensar en abandonar y no presentarse al examen MIR. Afortunadamente, Teruca era una mujer excepcional que supo convencerla para que continuara y consiguió que sacara fuerzas que ni ella misma sabía que tenía. Gracias a su madre, Teresa no se rindió, aprobó sin problemas la primera vez que se presentó y pudo trabajar en lo que siempre había soñado. Había merecido la pena el esfuerzo.

Después del examen todo fue muy fácil, Teresa fue muy feliz durante su tiempo como médico residente y, al acabar la especialidad, la contrataron en el mismo hospital en el que hizo la residencia. A Javier le pasó lo mismo y le contrataron en el mismo centro en el que hizo su especialidad. Poco a poco fueron teniendo una vida cada vez más cómoda y desahogada, con su trabajo en la sanidad pública y ejerciendo también la medicina privada, se casaron y pudieron comprar su casa sin problemas y plantearse tener hijos sin dificultades económicas, y así, en su debido momento, llegaron las niñas, primero Ana y luego Mayte. Formaban una familia envidiable, Teresa y Javier fueron unos padres entregados y Ana y Mayte eran dos niñas preciosas. Ana era todo dulzura y cariño, un ángel del cielo, y Mayte era muy divertida y graciosa, mucho más inquieta que su hermana. Se llevaban cinco años, por eso Ana fue al colegio mucho antes que Mayte. Los profesores la adoraban porque era una niña que se hacía querer por su bondad y su sonrisa generosa, además era aplicada y obediente y desde pequeña se veía que era lista:

—Ana, si no cambia, podrá ser lo que quiera en la vida. Es muy trabajadora e inteligente –les decían a sus padres.

Destacaba mucho en Ana que era muy observadora, cuando miraba lo hacía profundamente, analizando todo lo que veía, lo que le daba un halo misterioso que producía una gran atracción, estaba pendiente de cada detalle y nada se le pasaba por alto, pequeñas cosas que podían parecer insignificantes para cualquiera, para ella tenían un valor especial. También llamaba la atención de Ana su curiosa forma de caminar porque se apoyaba mucho en las puntas de los pies y muy poco en los talones y esto hacía que pareciera que andaba de puntillas y dando pequeños saltitos. Su madre le decía que parecía que iba a ponerse a bailar.

Cuando Ana tenía siete años y estaba esperando ansiosamente que llegara su octavo cumpleaños, vio un anuncio en la televisión que le llamó poderosamente la atención:

— “El prestigioso ballet clásico de Moscú vuelve a conmover a su público con la representación de La Cenicienta, uno de los ballets más populares del mundo que atrae la atención tanto de niños como de mayores y del cual no podemos disfrutar a menudo, ya que su representación no suele ser frecuente en los repertorios habituales; así pues, poder asistir a la función podría considerarse como una fortuna para los espectadores”.

Este texto lo decía una voz en off que acompañaba unas imágenes de la representación del ballet. Ana se quedó maravillada con la elegancia y suavidad de movimientos de los bailarines, armoniosos y coordinados y, a la vez, tremendamente expresivos. Miraba el anuncio con su mirada profunda, sin pestañear, fijándose en los brazos, en las piernas, en las sonrisas, en los pies sobre las puntas que la dejaban atónita… no podía despegar los ojos de aquel delicado baile. Cuando acabó el anuncio siguió mirando la pantalla, pero ya no la veía, su mente se había transportado y se imaginaba que era ella la que interpretaba esa increíble danza. Tenía la boca abierta cuando, al volver en sí, vio que su madre la zarandeaba levemente:

— ¡Ana! ¡Ana! Te he llamado tres veces. ¿Qué es lo que te pasa?

Aquella noche soñó que bailaba, se veía a sí misma encima del escenario bailando sobre sus puntas y sentía al público mirándola y aplaudiéndola. Se levantó feliz con el recuerdo de su sueño y, a partir de ese momento, todos los días pensaba en el ballet, no había un solo día en el que no lo recordara y buscaba en la televisión ese anuncio que no podía apartar de su mente ni de sus sueños.

Su cumpleaños estaba ya muy cerca y su madre le preguntó qué quería que le regalaran. Ana contestó con decisión:

—Mamá, me gustaría que me llevarais a ver La Cenicienta, uno de los ballets más populares del mundo que atrae la atención tanto de niños como de mayores y del cual no podemos disfrutar a menudo, ya que su representación no suele ser frecuente en los repertorios habituales; así pues, poder asistir a la función podría considerarse como una fortuna para los espectadores.

Había reproducido exactamente las palabras del anuncio, en el que había varias de las que desconocía su significado. Era tremendamente divertido escuchar esas frases en una vocecita de apenas ocho años.

—Por supuesto, iremos a ver La Cenicienta –dijo su madre abrazándola y sin poder dejar de reír.

Por fin llegó el día que Ana había esperado con tanta expectación. Estaba ansiosa y muy excitada, nunca la habían visto así, ella era una niña muy tranquila. Javier y Teresa llevaron a su hija al teatro y también los acompañó la madre de Teresa, Teruca, aquella mujer que tanto había apoyado siempre a su hija tenía ahora una relación muy especial con su nieta.

Durante las dos horas y media que duró la actuación, Ana no despegó sus ojos del escenario, parecía taladrar con su mirada a los bailarines y, si su madre se acercaba para comentarle algo, ella contestaba con un “sssshhhhh”, poniéndose el dedo índice en los labios. En el intermedio no paró de hacer comentarios sobre la representación y toda clase de preguntas del tipo:

“¿Os habéis fijado cómo mueven los brazos? ¿Habéis visto cuántas vueltas dan sin marearse? ¿Cómo pueden poner los pies tan de puntillas? ¿Qué hacen para dar esos saltos tan altos?”

Al acabar la función Ana estaba realmente fascinada y le dijo a su madre:

—Muchas gracias, mamá. Ha sido el regalo más bonito del mundo.

Su abuela la vio tan feliz y emocionada que propuso:

—Podrías ir a clases de ballet y aprender a bailar como ellos.

— ¿De verdad podría dar clases y hacer lo que hacen ellos? –preguntó Ana, incrédula.

—Bueno, al menos podrías intentarlo. Si realmente te gusta, seguro que lo conseguirás.

—Claro que me gusta, me gusta mucho, me gusta muchísimo. Mamá, ¿podría ir a clases de ballet? ¿Tú sabes dónde están esas clases?

—Claro que puedes ir a clases de ballet. En tu colegio no hay, pero podríamos buscar un sitio donde pudieras darlas.

—Mamá, por favor, búscame el mejor sitio, quiero ser la mejor bailarina del mundo.

Teresa no dio mucha importancia a la pasión de su hija, no es que no quisiera que hiciera ballet, pero tenía tanto trabajo que se olvidaba de buscar una escuela adecuada para ella, a pesar de que cada día Ana le preguntaba si ya la había encontrado.

Un domingo que su abuela fue a su casa para comer en familia, entró en la habitación de Ana para saludarla con un beso y la vio vestida con el maillot de gimnasia del colegio, imitando los movimientos de los bailarines de ballet clásico: movía las manos delicadamente, andaba sobre las puntas de sus pies e intentaba girar como ellos.

— ¡Vaya! –dijo la abuela Teruca— lo haces muy bien. ¿Has empezado ya tus clases?

—No, abí. Mamá tiene mucho trabajo y no puede buscar el sitio para darlas –dijo Ana con una gran tristeza en su mirada.

—No te preocupes. Yo lo buscaré.

— ¿De verdad? —dijo corriendo hacia ella con los brazos abiertos y abrazándola fuertemente.

—Pues claro.

— ¿Tú no tienes mucho trabajo?

—No, yo no tengo mucho trabajo.

— ¡Mamá! ¡Mamá! –gritó Ana buscando a su madre—. ¡Abí puede buscarme las clases de ballet!

Teresa suspiró, tenía la esperanza de que a su hija se le pasaría esa ilusión.

—No es tan sencillo –dijo Teresa a Ana—. No va a ser fácil organizarnos para que puedas ir, yo no creo que pueda llevarte, ya sabes que trabajo mucho.

En ese momento la cara de Ana se transformó completamente. Su abuela sintió una punzada de dolor al ver la triste expresión que tenía, sus dulces ojos se apagaron de repente y miraban al suelo y la postura de su espalda hacía parecer que llevaba una pesada carga sobre sus hombros.

—No os preocupéis –dijo Teruca—. Yo podría llevarla. Ya encontraremos la manera.

— ¿Tú crees? –dijo Ana cambiando ligeramente la expresión de su rostro y sonriendo, aunque ahora era algo incrédula.

—Estoy segura –contestó su abuela con determinación.

Ana siguió soñando la semana siguiente, y la siguiente y, al fin, otro domingo en el que Teruca fue a comer a su casa, su abuela le dio la alegría:

—Ana, he encontrado una escuela de ballet que creo que puede ser adecuada. Yo no entiendo mucho, pero podemos probar para ver si te gusta. Hace unos días la vi mientras paseaba y entré para informarme, había muchas niñas de tu edad correteando por los pasillos porque estaban esperando para entrar en clase y estaban todas muy felices y muy guapas, con sus mallas y sus moños. Además, tuve la oportunidad de hablar con la dueña de la escuela, se llama María y, precisamente, era la profesora de ese grupo. Me gustó muchísimo, era muy simpática y se preocupaba mucho por sus alumnas. Dio la casualidad de que un poco más tarde iban a dar una clase abierta y me invitó a verla, me dijo que era la mejor forma de saber si me gustaba. A mí me encantó y estoy segura de que a ti te encantará también. Tendremos que ir en autobús desde el colegio, pero solo serán dos días a la semana y yo te llevaré para que tu madre no tenga que preocuparse. ¿Qué dices?

— ¡Que muchas gracias, abí! ¡Gracias! ¡Gracias! Tengo la mejor abuelita del mundo. Te quiero mucho, abí –decía mientras saltaba a los brazos de su abuela y la llenaba de besos.

—Gracias, mamá. ¡Qué haría yo sin ti! –dijo Teresa a su madre—. Será solo por un tiempo, ya verás cómo enseguida se le pasará este capricho.

—No tiene por qué pasársele, el ballet tiene muchos beneficios y será bueno para ella practicarlo.

—Sí, pero el progreso es muy lento. A ella le gustaría bailar como los bailarines profesionales y eso requiere muchos años de prácticas y esfuerzo. Las clases iniciales son lentas y rutinarias, por eso estoy segura de que le acabarán resultando aburridas y lo dejará.

Ana comenzó sus clases muy ilusionada. Le gustaba todo lo que hacía, lo que veía, lo que sentía y le encantaba vestirse para la clase. Su abuela le compró un pequeño equipo para empezar: maillot, medias y zapatillas de media punta. Prepararse era un maravilloso ritual que disfrutaba paso a paso, se vestía en silencio, deleitándose, su abuela le hacía un precioso moño… Cuando estaba arreglada, vestida y peinada, se sentía muy especial. Salía del vestuario con una enorme sonrisa y se despedía de su abuela con un beso. Siempre había querido a su abuela, pero ahora tenía con ella una unión diferente, única, llena de gratitud.

Ana era una alumna muy atenta y se comportaba con una seriedad inusual para su edad. Ningún ejercicio le parecía aburrido; le gustaba mucho estar en la barra, moviendo brazos y pies delicadamente, formando una hermosa fila de niñas perfectamente coordinadas.

Y no, no le parecía lento ni monótono, al contrario, esperaba muy ilusionada que llegara el siguiente martes o jueves, que desde entonces fueron sus días preferidos, y en ningún momento quiso dejar sus clases.

Se convirtió en una tradición que, por su cumpleaños, sus regalos tuvieran que ver con el ballet: nuevos maillots, nuevas mallas, ver representaciones…, todo lo que tuviera que ver con su gran afición le hacía muchísima ilusión. Pero, sin duda, el regalo más importante para ella fue el que recibió cuando cumplió once años: las deseadas zapatillas de puntas. En su escuela solían empezar con ellas a los doce años, pero Ana estaba tan ilusionada y había insistido tanto que María dio su visto bueno para que se iniciara un poco antes porque la veía preparada, tenía los pies fuertes y pensó que podía permitírselo. Ana anhelaba sentir esa emoción tan esperada, se imaginaba que sería como flotar. Algunas compañeras suyas sentían temor al empezar con las puntas porque habían oído que dolía y tenían miedo de que les pasara algo a sus dedos, pero Ana estaba tan contenta que su mente no recogía ningún pensamiento negativo.

Siempre recordarían su “bautismo de fuego”, tanto Ana como su abuela se emocionaron mucho la primera vez que ensayó con las puntas y Teruca guardó como recuerdo estas primeras zapatillas. Ana se acostumbró enseguida a usarlas y las añadió a su ritual a la hora de vestirse: cruzaba primero la cinta de dentro y luego la de fuera, las anudaba entre la parte interna del tobillo y del tendón de Aquiles y escondía el nudo debajo de las cintas. Cuando se las quitaba las guardaba cuidadosamente, doblaba cada zapatilla, las envolvía con las cintas y ocultaba sus extremos, luego las metía en una bolsita especial para ellas, colocadas enfrentadas, cada talón tocando con la punta de la otra. Después de las primeras vinieron muchas más, Ana las cambiaba cada vez que sentía que perdían eficacia y esto era muy a menudo porque tenía mucha fuerza en los pies y las usaba muchísimo, no solo en la escuela, también le gustaba ponérselas en casa y elevarse sobre ellas. Ana no cambiaba de pie sus zapatillas, cada vez que estrenaba unas marcaba el pie derecho y el izquierdo y las usaba siempre de la misma manera, aunque algunas compañeras las intercambiaban para que se desgastaran por ambos lados y duraran más.

Pasaba el tiempo y su abuela seguía llevándola a la escuela de ballet. Ana era una alumna dedicada y destacada y María, su profesora, era una excelente bailarina retirada que encajaba perfectamente con la personalidad de Ana y sabía sacar lo mejor de ella. Era comprensiva y tenía paciencia, hacía trabajar a sus alumnas, pero nunca las humillaba, se preocupaba por conocerlas y entenderlas, pensaba que la vida de cada uno influía en su forma de bailar y que había que saber perdonar un mal día. María adoraba a Ana y a menudo comentaba con su abuela las magníficas cualidades que tenía:

—Para bailar se necesitan principalmente tres cosas: arte, fuerza de voluntad y técnica. Son las tres cualidades que hacen falta para llegar a ser bailarín profesional. Ana ha nacido con arte y tiene una gran fuerza de voluntad porque ama el ballet y se esfuerza diariamente para mejorar, la técnica tiene que cultivarse día a día, año a año porque el ballet requiere una formación física constante para no caer en un giro, realizar pasos limpios de ejecución y conocer nuestro propio cuerpo y sus posibilidades. Ana destaca especialmente en los movimientos de la parte superior del cuerpo, mueve los brazos con precisión, agilidad, plasticidad y armonía, lleva la cabeza en una posición noble y tiene un fuerte aplomo en la postura del torso. Sabe expresar con facilidad pena, alegría, solemnidad, emoción, ligereza… y lo hace de una manera natural, le sale de dentro. Podría ser una gran bailarina si continuara mejorando su técnica –decía María entusiasmada. Sus ojos brillaban de una manera sorprendente cuando hablaba de Ana.

A Teruca le encantaba escuchar las alabanzas hacia su nieta y sabía que era muy buena en ballet, todos la habían visto en las actuaciones que organizaba la escuela, en festivales…, pero su hija Teresa no quería que esta actividad le quitara tanto tiempo, habían aumentado los días que ensayaba y aquel cambio no le gustó nada. Ana crecía y su madre quería que se centrara en sus estudios, recordaba el tiempo que ella había dedicado a su formación y sabía que su hija tendría que acabar renunciando a la danza.

Ana cumplía años y su abuela se hacía mayor y no podía con tanto ajetreo, por eso empezó a ir sola a la escuela de ballet. De vez en cuando su madre le proponía que lo dejara porque veía que empezaba a absorberla mucho, cuando hacían funciones multiplicaban los ensayos y, además, Ana solía quedarse después de las clases para continuar trabajando y perfeccionando sus ejercicios y muchas veces se le hacía muy tarde sin darse cuenta, pero sus notas seguían siendo excelentes y sus entrenamientos no le quitaban tiempo de estudio, sino de salir; Ana salía mucho menos que sus amigas porque prefería ensayar o descansar para poder ensayar o actuar al día siguiente. En el fondo, pensaba Teresa, es mejor que haga ejercicio a que salga a fumar y beber, como hacen las niñas de su edad, y tener una lucha diaria con la hora de llegada a casa.

II

Llegó el momento de elegir el itinerario que Ana quería estudiar en bachiller, lo que hacía que tuviera que plantearse más o menos su futuro porque lo que escogiera marcaría los estudios que podría seguir. Al ser una alumna brillante, tanto en el colegio, como en casa, como sus amigas, suponían que elegiría ciencias y todos pensaban que estudiaría medicina, dada la profesión de sus padres, su carácter comprensivo y sus ganas de ayudar siempre a los demás. Ella misma creía que si no estudiaba medicina les daría a todos un disgusto y optó por el itinerario que le permitía estudiar esta carrera, aunque realmente no tenía ninguna inquietud ni por estos estudios ni por otros, pero algo había que elegir. Sus padres se pusieron muy contentos, sobre todo su madre, y Ana pensó que había hecho lo correcto.

Teresa volvió a sugerir que dejara el ballet porque cada vez le quitaba más tiempo y sus notas ya eran importantes para poder estudiar lo que ella quería. Pero cuando su madre sacaba este tema, Ana sentía un dolor en el pecho y su dulce carácter se transformaba, volviéndose irascible:

—Mamá, te prometo que si mis notas bajan dejaré el ballet, pero mientras eso no ocurra no vuelvas a insinuármelo, por favor –dijo Ana esta última vez, muy seria y tajante.

—De acuerdo, Ana, lo has prometido.

—Sí, aunque no creo que sin bailar tuviera la energía y la fuerza necesaria para estudiar, ¡para vivir! –contestó, arrepintiéndose de su promesa.

—Lo has prometido –Teresa vio la posibilidad de poder acabar con esta afición porque era difícil mantener siempre un expediente excelente, con o sin ballet.

Lo había prometido. Antes de esta conversación, Ana sentía internamente esta presión porque, aunque no se hubiera dicho en voz alta, tenía claro que dedicar su tiempo libre a lo que ella quisiera dependía de sus resultados escolares, pero ahora la presión era también externa, se había duplicado. De todas formas, su vida no iba a variar, ella salía poco, mucho menos que sus amigas, conocía chicos y salía con ellos esporádicamente pero nunca tuvo nada serio con ninguno. Era una chica muy bonita, con una preciosa figura moldeada por el ballet y tenía mucho éxito, gustaba mucho a los chicos y a ella también le gustaban, pero no quería dedicarles mucho tiempo, porque no lo tenía, y si veía que alguno se interesaba demasiado por ella se agobiaba y acababa con la relación.

En su último curso de bachiller entró un alumno nuevo en su clase. Raúl era guapo, muy guapo, tenía unos preciosos ojos claros y una graciosa sonrisa muy pícara, era muy expresivo y tenía ese punto chulito que todas las chicas criticaban pero que tanto les atraía. Las volvía locas y Ana también se fijó en él. Raúl se daba cuenta y tonteaba con todas. Ana le gustó desde el principio y ambos se lanzaban miradas furtivas que apartaban en cuanto eran captadas por el otro. Raúl salía mucho con sus compañeros y compañeras de clase, pero Ana no solía ir con ellos por lo de siempre, su gran dedicación al ballet. Alguna vez Raúl le había pedido que los acompañara en alguna de sus salidas de grupo, pero Ana siempre había tenido algún ensayo y había rechazado la oferta. Le costaba enormemente decir que no, cada vez más. Por primera vez tenía su mente dividida y no era de uso exclusivo del ballet, ahora cada vez le dedicaba más parte de sus pensamientos a Raúl y tenía miedo de que él perdiera su interés por ella porque no le veía muy preocupado cuando le decía que no podía ir, ni le daba otras alternativas del tipo: “¿Y mañana?” “Podría ir a buscarte a tu escuela y acompañarte a casa después de los ensayos ¿qué te parece?” A Ana le encantaría salir con él, pero no tenía mucho tiempo y tenía que estar descansada, por eso siempre lo imaginaba proponiéndole acompañarla de la escuela a casa. “¿Será que no se le ocurre?” “Si de verdad le importara se le ocurriría” “¿Será que le da vergüenza mostrar su interés directamente?” “No, lo que ocurre es que no quiere perderse una fiesta por un paseo conmigo”. Pensaba mucho en él, incluso alguna vez se había sorprendido desconcentrándose en mitad de un ensayo, lo que hasta ahora no había conseguido ningún otro chico.

Raúl salió con muchas chicas de su curso, líos de un día, una semana, alguna le duró hasta un par de meses, pero enseguida se cansaba de ellas. Cuando ya había estado con todas las que le gustaban y solo le quedaba Ana, le hizo una nueva propuesta:

— ¿Nos vemos el viernes?

—El viernes tengo ensayo.

— ¿Qué pasa? ¿No te gusto?

“Si tú supieras…”—pensó Ana, pero no dijo nada y por respuesta le dio una de sus dulces sonrisas. La había descolocado un poco esa pregunta tan directa. ¿Qué podía contestarle? ¿Qué no? No era verdad, lo que más deseaba en ese momento era salir con él, si le decía que no, podía perder su oportunidad. ¿Que sí? ¿Y si pasaba de ella y se limitaba a pavonearse con su respuesta?

—Entonces ¿qué es lo que te pasa? ¿no te gusta divertirte? ¿no será que te gustan las chicas?

Bueno, esa no era la manera en la que se había imaginado coqueteando con Raúl, pero de aquí podía salir algo.

—Podrías venir a buscarme después del ensayo.

— ¿Está lejos?

—No mucho, pero si no te apetece no importa –a Ana le pareció un poco impertinente preguntar si estaba lejos. Nada está lejos si te interesa.

—Sí me apetece. Iré.

¡Vaya! La cosa había acabado bien. Le apetecía, lo había dicho de forma clara y contundente.

Desde entonces y hasta el viernes su cabeza no podía quitarse la imagen de Raúl diciendo “Sí me apetece. Iré” ¿Qué se pondría? “Sí me apetece. Iré” ¿Cómo se arreglaría el pelo? “Sí me apetece. Iré” ¿Cómo le saludaría? “Sí me apetece. Iré” Esa semana no tenía exámenes, afortunadamente porque su desconcentración era total. Intentaba estudiar, pero “Sí me apetece. Iré”. No puedo memorizar, intentaré resolver los problemas de matemáticas, “Sí me apetece. Iré”. Será mejor que me ponga con el libro que tenemos que leer, “Sí me apetece. Iré” “Sí me apetece. Iré” “Sí me apetece. Iré”. Una semana perdida, le costaría recuperarla con su escaso tiempo libre.

Llegó el viernes y ese día María notó a Ana especialmente feliz:

—Te veo muy contenta.

— ¿Sí? Como siempre ¿no? –replicó Ana con cara de felicidad y los ojos iluminados.

Cuando acabó el ensayo fue al vestuario a cambiarse. Tardó más de lo habitual, se puso el vestido que tanto le había costado elegir y se pintó con esmero; no solía pintarse, solo lo hacía para las funciones y los ensayos generales, pero ese día quería estar espléndida.

— ¿Vas a alguna fiesta? –le preguntaron sus compañeras.

Estaba guapa y se sentía guapa. Salió con una amplia sonrisa y con el estómago en un puño. Allí estaba. ¡Qué guapo!

—Hola.

—Hola.

—Estás muy guapa.

—Gracias —dijo tímidamente, encantada del comentario.

Fueron andando hacia la casa de Ana y Raúl le propuso tomar algo. Pararon en un sitio cerca de su casa, era agradable y tenía una suave música, muy acorde con el momento. Enseguida rompieron el hielo y hablaron de muchas cosas. Raúl era muy divertido, o al menos a ella se lo parecía, y sus comentarios le hacían mucha gracia. A ella le pareció que “de tú a tú” su chulería desaparecía y su toque conquistador aumentaba. Cuando la miraba se ruborizaba y sentía que iba a derretirse. Mientras hablaba, él colocaba su mano sobre el brazo de Ana, o sobre su pierna o le rozaba cariñosamente la mejilla. Le cogió la mano y jugueteó con ella, le dijo que era muy guapa y que le gustaba mucho. Estaba loca por él y le hubiera gustado que nunca acabara ese momento, pero cuando se dio cuenta de la hora que era se llevó un gran susto:

—Es muy tarde, vámonos a casa, por favor.

La acompañó abrazándola, pasando su brazo por encima de los hombros de ella. Al despedirse, le cogió la cara con las dos manos y la besó suavemente en la boca. Besaba de maravilla, buscando con su lengua la de Ana. Fue un beso largo, desplazando sus brazos sobre su espalda, apretándola contra él, soltándola ligeramente y volviéndola a apretar. Este beso le pareció el más excitante que había dado nunca.

–Adiós –dijo Raúl acariciándole la cara, la boca…

Al entrar en casa le fallaban las rodillas, le parecía estar sobre una nube. Esa noche no pudo dormir. Realmente le gustaba mucho, muchísimo.

Al día siguiente fueron a comer a casa de Teruca. La madre de Ana no se había dado cuenta, pero su abuela sí notó que estaba resplandeciente, especialmente contenta:

— ¿Qué te hace tan feliz?

—Abí, no se te escapa nada. Eres quien mejor me conoce del mundo. Estoy saliendo con un chico que me gusta mucho.

¿Estaba saliendo con él? ¿Y si Raúl no quería saber nada más de ella? ¿Por qué había dicho que salía con él? Su subconsciente le había traicionado porque era lo que ella quería, pero no sabía si eso estaba pasando realmente. Trató de explicarle un poco mejor a su abuela quién era Raúl y qué relación tenían porque decir que salía con él le había parecido más serio de lo que era.

—Me encanta hablar contigo, abí. Todo lo que te cuento te interesa y nunca lo criticas.

—Y a mí me encanta que me cuentes tus cosas. Son tan divertidas…

—Algunas son divertidas, pero sé que otras no te gustan y ni siquiera cuando esto pasa tienes una mala palabra para mí.

—Te quiero mucho, Ana. Nada de lo que hagas puede molestarme.

—Yo también te quiero mucho, abí.

Se dieron un abrazo. Las dos alimentaban día a día esa relación tan especial que las unía.

Raúl y Ana empezaron a verse más, Ana hacía un esfuerzo por salir con él y el grupo de clase, pero eran pocas las veces que podía hacerlo. Raúl iba a buscarla a la escuela de vez en cuando, pasaba un rato con ella y salía con sus amigos después de dejarla en casa, pero si tenía algún plan que le apeteciese no se lo perdía y no la veía ese día. Algunas veces los chicos y las chicas que habían estado con él comentaban cosas que a Ana no le gustaban, dejaban caer que podría haberse liado con alguien más o que tonteaba con esta o con aquella. Raúl tenía claro que quería divertirse.

— ¿De verdad te compensa el esfuerzo que haces y a todo lo que tienes que renunciar? –le preguntaba cuando rechazaba algún plan que a él le parecía irrenunciable.

—Raúl, el ballet me apasiona, me hace olvidarme de los problemas, es un desahogo, me hace ser fuerte y frágil a la vez, es mi motor, me hace soñar, ilusionarme cada día, porque la danza no solo es sacrificio y disciplina, sobre todo es ilusión. Es al ballet a lo que no puedo renunciar.

—Pues yo creo que tienes la “Fiebre del Ballet” y que esa fiebre te hace incapaz de pensar o hablar de algo que no sea ballet.

Ana pensó que le aburría cuando le hablaba de sus ensayos y sintió una profunda tristeza. Le hubiera encantado que a Raúl le gustara lo que hacía, lo que era, que se alegrara por cada uno de sus logros, que fuera su apoyo, pero no era así, al contrario, siempre tenía que estar justificándose y buscando la forma de que la entendiera.

III

Un día, al acabar uno de sus ensayos, María les dio una valiosa información:

—La Compañía Nacional de Ballet Clásico ha convocado un concurso para jóvenes bailarinas de todo el país. Habrá solo dos ganadoras que obtendrán una beca para continuar su formación y empezar a trabajar en esta Compañía. Esto es una gran oportunidad de futuro, supone abrir las puertas de la mejor compañía del país a los jóvenes talentos.

Las chicas hicieron mil preguntas todas a la vez, nerviosas, gritando. María las iba contestando como podía:

—Las candidatas que se presenten deberán tener entre quince y dieciocho años de edad y gran potencial como bailarinas clásicas.

—El concurso tendrá lugar en junio.

—Todas las bailarinas que quieran presentarse tendrán que pasar unas pruebas iniciales. Las seleccionadas tendrán dos exámenes posteriores que se realizarán ante un jurado compuesto por miembros de la Compañía Nacional: el director, un profesor o profesora, un coreógrafo o coreógrafa y el mejor bailarín que actualmente tiene esta Compañía. En cada una de las etapas se irán descalificando candidatas y finalmente quedarán diez, entre las que se elegirán a las dos ganadoras.

—Chicas, quedan unos meses, ahora tenéis que ir a casa y descansar. Iremos hablando de ello y nos pondremos a trabajar para estar lo más preparadas que podamos.

Era una gran oportunidad. Tenía que presentarse. Sabía que María la apoyaría, que contaba con ella. Ana era la mejor, siempre hacía el papel protagonista en las representaciones que su escuela organizaba. Había sacrificado mucho y era el momento de demostrar todo el trabajo que había hecho. Pero ¿cómo se lo diría a su madre? Esto suponía convertir el ballet en su profesión y ella no lo aceptaría. Además, las pruebas iniciales empezaban justo después de sus exámenes de selectividad y esto hacía que tuviera que preparar su curso, la selectividad y conseguir estar suficientemente preparada para poder optar al concurso de la Compañía Nacional de Ballet en solo unos meses. Todo a la vez. Iba a ser duro, muy duro, pero no podía dejar pasar este tren.

Al salir de la escuela siguió pensando cómo podía planteárselo a sus padres, sobre todo a su madre. Ese día no iba a ver a Raúl y pensaba que le hubiera gustado estar con él, necesitaba contárselo, pedirle ayuda, que la apoyara, pero no estaba, y sabía que, aunque hubiera estado, no habría encontrado en él lo que ella necesitaba ahora porque Raúl no entendía su amor por el baile. Tenía que contárselo a alguien, necesitaba hablarlo y que la escucharan, sabía que su vida sin bailar sería una vida a medias, triste, sin aliciente, pero quizás estuviera confundida y fuera un gran error dedicar su vida al ballet. Al llegar a casa saludó y se fue directa a su habitación, cerró la puerta y se puso sus zapatillas de puntas. Muchas veces hacía esto cuando estaba preocupada, triste, confusa o agobiada. El simple hecho de tenerlas en sus pies le producía un bienestar inexplicable, la llenaba de paz y tranquilidad. A veces hacía algunos pasos, pero hoy simplemente se sentó y estiró sus piernas, observando detenidamente sus pies enfundados en sus zapatillas haciendo movimientos punta-flex. Cuando estuvo más tranquila llamó a su abuela y estuvieron hablando mucho tiempo. Al principio solo habló Ana, le describió lo mejor que pudo la gran oportunidad que suponía, sus deseos y sus temores. Su mayor miedo era decepcionar a sus padres, pero también tenía miedo de no conseguirlo, de defraudarse a sí misma. Ana sabía que no sería una de las dos elegidas porque se presentarían muchas y serían las mejores, pero a ella le valdría con pasar las pruebas iniciales, porque solo el hecho de poder participar en el concurso era un honor por ser el más importante para estudiantes de ballet y, al ser seleccionada, se demostraba que estabas preparada, que habías hecho un buen trabajo y que tenías futuro en este mundo, aunque fuera en otro momento. Pero no sabía si merecía la pena desilusionar a sus padres solo para demostrar que estaba preparada. ¿Qué haría después? ¿Seguiría intentando abrirse camino con el baile? ¿Y si nunca lo conseguía? Podría encontrarse con veinticinco años sin haberlo conseguido y no tendría nada, mientras sus amigas habrían acabado sus carreras, estarían trabajando y tendrían un futuro mejor que el suyo. Era un mar de dudas. Teruca pudo ver todos los sentimientos que tenía Ana: esperanza, temor, angustia, pero lo que más veía era ilusión.

—Tienes que intentarlo. Si no lo haces toda tu vida te estarás preguntando qué hubiera pasado si lo hubieras hecho y, si no te va bien haciendo otra cosa, nunca te lo perdonarás. Bailar te hace feliz, lucha por lo que quieres.

— ¿Y si ni siquiera paso las pruebas iniciales? Y si las paso ¿qué haré cuando me retiren del concurso? Es imposible que lo gane ¿Sigo luchando? ¿Tendré fuerzas?

—Ya cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él.

Ana dejó de hablar durante unos segundos, pensativa, y asintió levemente con la cabeza.

— ¿Cómo puedo decírselo a mamá sin hacerle daño? Tú sabes que esto le va a doler.

— ¿Quieres que hable yo con ella?

—No, por favor. Esto es algo que debo hacer yo sola.

—Ya verás como sabes hacerlo. Pasado mañana iré a comer a tu casa y podrás contarme qué tal ha ido.

El sábado Teruca fue a casa de su hija a comer. En cuanto sonó el timbre, Ana salió disparada y le dio un gran abrazo. Estaba nerviosa, con los ojos muy brillantes.

— ¿Has hablado con tu madre?

—No, abí, no puedo. Estoy tan nerviosa que no me salen las palabras.

—No te preocupes. Ya encontrarás el momento.

Ana fue a su habitación y, de nuevo, se puso sus puntas. Esta vez sí hizo unos cuantos movimientos en el escaso espacio libre que quedaba en su cuarto.

Teruca fue a ayudar a su hija a preparar la comida. Ese era un momento muy familiar que las dos disfrutaban juntas. De repente, oyeron una voz y ambas se giraron:

—Mamá, quiero estudiar ballet –dijo la joven de diecisiete años, en el umbral de la puerta de la cocina, con sus puntas en quinta posición.