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Un prodigio de narración costumbrista que, a través de las vidas de personajes comunes, recoge los tumultuosos acontecimientos que sacudieron Venezuela entre 1992 y 2003: el intento de golpe de estado, la crisis económica y la agitación política generalizada. Historia sencillas, mínimas pero universales que nos ponen un espejo por delante para conocer tanto el país como a nosotros mismos.
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Seitenzahl: 379
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Alejandro Varderi
Saga
Bajo fuego
Copyright © 2013, 2022 Alejandro Varderi and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728372395
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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para Patricia Guzmán y Nicolás Bianco
por tanta memoria compartida
Qué más se puede decir para sacudir a los venezolanos que me escuchan, y sacarlos de su apatía, de su conformismo, de su cobardía cívica, para alertarlos de lo que puede suceder y va a suceder, si se deja pasar lo que se está diciendo y se está haciendo.
Jorge Olavarría
Y Nicolás a veces iba a la hora del lunch hasta la cafetería en el piso 27 del edificio donde Avon tenía sus oficinas, justo detrás del hotel Plaza, para encontrarse con Mark quien trabajaba allí como diseñador gráfico. Mientras lo esperaba en el comedor, o sorbía el café traído por este antes de volver a su despacho, miraba hacia los árboles de Central Park, que en invierno eran la promesa del follaje que vendría después, y escuchaba repentinamente fragmentos del diálogo entre dos representantes Avon. Quedaba entonces detenido ante el exceso de un maquillaje recién estrenado, o del brillante demasiado brillante ajustado al dedo, que la línea de joyas Avon ofrecía con descuento a sus vendedoras, y regalaba en colección de 14 quilates a quienes llevaran más de cuarenta años con la empresa. Todas, masticando la lechuga del sándwich con idéntica ambición puesta a llevarlas hasta la cúspide en el nivel de ventas.
Mientras los automóviles bajaban por la Quinta Avenida, en días muy grises de lluvia, cuando solo las luces se distinguían entre las ramas sin hojas de los árboles, Nicolás tiraba el vaso vacío del café, y volvía al banco pensando en que su vida hubiera sido muy distinta de haber permanecido en Caracas. Probablemente habría estado ahí comprando armas para defender su casa contra una invasión proveniente de los cerros, o planeando con los miembros de la junta de condominio la mejor estrategia para proteger la urbanización de posibles ataques enemigos.
“Begoña estuvo haciendo cola por siete horas para llenar el tanque de gasolina”, le dijo Miriam apenas escucharlo, cuando llamó el primero de enero para felicitarle el año. “Y sentada en casa este primero de enero del dos mil tres, comiéndome unas hallacas que la muchacha ha podido preparar, gracias a que habíamos empezado a aprovisionarnos antes de la huelga, me doy cuenta de que Chávez va a destrozar el país si no lo frenamos a tiempo. Por eso me reúno con amigos, marcho en las manifestaciones, y hablamos todos de organizar a la sociedad civil. Y yo, comiéndome estas hallacas obra de mi naturaleza previsora, herencia española claro, pienso en tantas navidades cuando habría estado esquiando en Vail, y me emociono al evocar a la gente que a esta misma hora debe estar llegando al Met para ver el Don Giovanni, y recuerdo con nostalgia mi apartamentico con vista a Central Park, cual si toda esa vida nunca hubiese existido”, siguió diciendo Miriam, en tanto Nicolás intentaba imaginarse a las señoras de Altamira y el Country Club vestidas de bandera, a pie por la autopista del Este con las cacerolas y pitos entre las manos.
—Mark...
—¿Sí?
—¿Qué tal si en vez de ir donde Helen esta noche nos escapamos de fin de semana a Puerto Rico?
Al decirlo, Mark se rio mucho, pues esas salidas imprevisibles era lo que más le gustaba de Nicolás, sorprendiéndolo siempre a pesar de los dramas y las pérdidas, porque así era él. Constantemente se asombraba de eso, de tantas reacciones de Nicolás, que eran en su imaginario un misterio, y ni aún después de haber viajado juntos a Caracas y Barcelona, conocido a sus amigos y parientes, podía entender o mucho menos prever.
Mark, con su mesa de dibujo frente a la ventana con vista a la calle 57 donde, a pesar de tener las persianas herméticamente cerradas, se mantenía vital y alerta tras esa protección, mientras miraba fotografías sepia de mujeres bellísimas puestas en fila sobre su escritorio —por detrás de las cuales había impreso un retrato de Nicolás que solo podía verse al acercarle cierta luz especial— junto a las lámparas iluminando perfumes y lociones para fotografiar. A Nicolás le gustaba llegar sin avisar y encontrarlo encantado ante un labial que estaría acomodando sobre la mesa, alumbrado como por una luz interior cuya claridad encendía sus facciones hasta transformarle el rostro en un candil muy particular.
En un estante guardaba los CDs y más arriba una bolsa con los productos Armani, los únicos que su piel toleraba, y la gorra de beisbolista junto a un oso de peluche regalo de su madre, quien aún conservaba intactos sus juguetes. Autos, trenes, un caballo de madera, con ella balanceándolo en la casa de Connecticut, mientras le decía a Nicolás que “en mí no hay lugar para algo distinto al amor por estos objetos, contenido en tantas tardes pasadas con mi hijo meciéndose sobre este mismo caballito. Feliz yo de saberlo parte integral de mi mundo aun cuando ya no esté y viva su vida. Una vida incomprensible para mí pero no pregunto, me quedo callada, pienso y muevo el caballito. Entonces él aparece niño ante mí una vez más, conmigo columpiándolo hasta que creció y dejó esta casa, la seguridad de estas paredes, para vivir donde tú lo encontraste”.
Mark, diseñando un logotipo de la nueva campaña de medias, bromeando con una modelo que habría venido a la sesión fotográfica para el catálogo de Pascua Florida, sonriéndole a la gerente de la sección Avon en español y quien le sonreiría de vuelta con complicidad maternal, guiñándole el ojo a la secretaria del director cuya música clásica a todo volumen en la oficina contigua le enervaba hasta ponerse los audífonos con la suya y apagarla.
Mark, enviándole notas divertidas a su jefa al otro lado del pasillo, y quien mantenía junto a la computadora un espejo de mano cuya finalidad nadie se había atrevido a preguntar, pero imaginaban podría servirle entre otras cosas para mirarse continuamente a sí misma, mientras ideaba el eslogan justo con que animar a las representantes a que vendieran, reclutaran, distribuyeran, llevaran en fin Avon por todos los rincones del planeta.
Nicolás pensaba en todo ello cuando descendía por el ascensor hasta la planta baja, saludaba al portero y se iba por la Sexta Avenida, feliz de haber encontrado con Mark la estabilidad que Rex no le pudo dar. Pero entonces era aventura lo que habían buscado, en el tiempo de viajar juntos a San Francisco, por ejemplo, y apenas llegar correr hasta la calle Castro para repasar los bares que, como los de Christopher en Manhattan, habían perdido sin embargo el esplendor de antes; de antes que Nicolás aprendiera a reservarse y entendiera que iba a perder a Rex.
Mirando llover sobre la avenida, desplegó la vista por el concreto y la neblina, volviendo seguidamente a los recortes de prensa extendidos sobre su escritorio: “A mass of Venezuelans, many with whistles, drums, horns and fireworks, clogged downtown Caracas in a protest against President Hugo Chávez”... “Era chef de un restaurante, pero por los momentos trato de arreglármelas vendiendo panqués en una esquina”... “Giovanna Dellepiazza, who has been unable to find a marketing job in Venezuela, hopes to get an Italian passport because her grandparents came from the Florence area: ‘I would rather look for a job in a place where I’m not afraid of getting shot’, she said”... “Aren’t they lovely? Contestants in a pageant rehearsing in Caracas, the capital of Venezuela, a nation with an admitted obsession with physical beauty. In this contest a total of 26 men are vying for the title of Mr. Venezuela”... “Located at Avenida Andrés Bello in Caracas, Samui is considered by some to be the best Thai restaurant in South America. And judging from the food, décor and presentation, it would be hard to find a better Thai restaurant in most cities in the United States”... “A police officer stood amid burning trash yesterday in Caracas, Venezuela, during a demonstration by supporters and opponents of President Hugo Chávez. The confrontation between the two sides was the first show of violence since three people were shot last Friday”.
Violencia y destrucción en una imagen del bulevar de Sabana Grande, más cercana a la que en estos días la televisión mostraba del centro de Bagdad, aún resistiendo la invasión norteamericana, que a las del tiempo cuando Nicolás lo recorría con Camila. Tomados ellos del brazo en vía hacia el Gran Café donde se encontrarían con quienes ya habían desaparecido: Roberto, hojeando algún libro acabado de comprar en Suma en tanto esperaba por Israel. Renan, con sus bolsas de Don Disco tomándose un capuchino antes de encontrarse con Samuel. Bruno y Leo, haciendo tiempo mientras llegaba la hora de la función en el cine Radio City. Álvaro, aguardando quizás por algún cliente puesto a resolverle la noche.
Todos, ocupando un lugar en el recuerdo que Nicolás mantenía activo con los episodios de cada uno, para así reconstruir la vida ya alejada de él. Tal como en Caracas empezó a rehacer su pasado catalán, desde las cartas que los abuelos Grau le enviaban de pequeño buscando mantenerlo vinculado con aquella realidad. Barcelona en la distancia, Caracas bajo la opacidad del humo proveniente de las bombas lacrimógenas, la basura quemada, y él en el piso 40 del Bank of America, con lluvia, y sin saber dónde poner tanta memoria.
“They say that absence in love is a silent presence”, recordó Nicolás le había dicho Rex horas antes de extinguirse. Y lo recordó, quizás no tanto por el dolor que pese a los años transcurridos seguía estando allí, cuando algo o alguien le devolvía la memoria de algún momento compartido, sino porque la época juntos había sido para ambos el intervalo donde todo parecía posible: juventud, belleza, salud, dinero, amor, y energía para disfrutarlos sin pensar en las consecuencias. Probablemente porque su generación se sabía condenada a morir por hacer, no la guerra sino el sexo, con la despreocupación aprendida de la generación anterior, ya prácticamente desvanecida, al haber llegado tarde a los medicamentos que los mantenían a ellos aún con vida. Entonces ya no desaparecían en masa sino se iban, uno a uno, cuando la batería de pastillas dejaba de surtir efecto; o el cuerpo simplemente se doblegaba exhausto a un catarro transformado en neumonía, o a alguna infección oportunista que habría logrado abrirse paso entre los intersticios del debilitado sistema inmunológico.
Nicolás tragó con un sorbo de agua el trizivir de la mañana y saltó de la cama. Mark aún dormía, cansado, pues había regresado de Los Ángeles en un vuelo que se retrasó y no llegó al aeropuerto Kennedy hasta la una de la madrugada. Mientras se afeitaba pensó que esa noche celebraban el cumpleaños de Helen y aún no le habían comprado el regalo. Helen, rehaciendo su vida sola, pero acompañada por el torbellino de dos hijos jugando despreocupados por los traspatios de la comunidad judía establecida en torno a los prados arbolados de Fairlawn, New Jersey. “También Helen ha perdido y ganado algo en el vaivén de las transacciones afectivas”, se dijo camino a la cocina.
En tanto la mañana entraba por la ventana de la sala y Nicolás revolvía el azúcar del café, la presencia silenciosa de Rex encontró su lugar junto al New York Times del sábado, dispuesto con varias secciones de la edición del domingo en la mesita de centro. Había dejado de llover y el sol iluminaba con fuerza las dos riveras del Hudson, festoneado por el blanco de la luz reflejándose contra la corriente que a esa altura de Manhattan podía seguirse ininterrumpidamente bajo el puente Washington en su curso hacia el sur.
Amplitud de un paisaje lindando por el norte con el parque Fort Tryon y el bosque de Inwood, y al oeste con New Jersey Palisades; todo ello visible desde grandes ventanales frente a los cuales dos butacas reclinables permitían hacerse con la vista sin obstáculos. Pese al lujo de espacio, a Nicolás le costó acostumbrarse a aquella nueva geografía, el cambio de río. Aún a veces cuando despertaba, se sorprendía por no tener el tope del edificio Chrysler ante él, ni al león de piedra del balcón de Rex vigilando ahora su propio deterioro.
Era en estas fechas, por el cumpleaños de Helen, cuando Rex volvía a invadirlo todo, aun cuando los muebles fueran otros y él también; no solo porque los años y el virus no habían sido amables con su cuerpo, sino porque había perdido en el trayecto el placer hacia la vida más allá del radio delimitado por su casa, el trabajo, Mark, y los pocos amigos supervivientes del aniquilamiento o los despidos masivos ocurridos tras la caída de las torres gemelas. “The days of wine and roses left and ran away”, cantaba Peggy Lee desde el tocadiscos, mientras un remolcador cruzaba frente a los ventanales y el motor de una avioneta atenuaba, volando hacia el norte, el ruido de sus sollozos.
—¿Cuándo empieza la muerte?
—Cuando se llega a un punto de la vida en que no se pueden reemplazar más a quienes perdimos y amamos una vez.
Y Rex le había hecho intempestivamente aquella pregunta a Nicolás, mostrando una sonrisa puesta a abrillantar la depresión de este en su primer invierno neoyorkino, mientras permanecían todos amontonados dentro del estudio de Helen para celebrar su cumpleaños. Habían levantado la cama apoyándola contra la pared. Algunos invitados hablaban sentados en círculo sobre la alfombra, y otros compartían codo a codo los contados metros de casa. Helen sin embargo no paraba de extraer maravillas de su minúscula cocina: cordero con vegetales y arroz salvaje, pollo a la naranja y cuscús, salmón ahumado con puré de castañas. Las botellas de vino pasaban de mano en mano, y Matilde liaba tabacos sin parar sentada en la única silla disponible.
Nicolás la había mirado fascinado por largo tiempo al llegar, pese a todas las veces que la había visto realizando una operación similar; pues Matilde con su nariz aguileña, labios muy rojos, el cabello negrísimo cayéndole en cascada sobre los hombros, vestido semitransparente, y botas de piel de cocodrilo, era el vivo retrato del desparpajo. Entre sorbo y sorbo de tinto desbrozaba desenvuelta el material y lo desplegaba sobre el vidrio de la mesita, combinándolo seguidamente con tabaco. Colocaba entonces la mezcla en su palma extendida y la cubría con papel de fumar. Un movimiento giratorio de muñecas ubicaba el contenido dentro del papel que Matilde, poniéndole un filtro, liaba precisa y encendía para regocijo de todos.
En tanto los tabacos cambiaban de manos y las botellas vacías se apilaban junto a la nevera, la curiosidad del uno por el otro fue en aumento. Pero no sería hasta horas después, cuando los amigos se habían ido y ellos lavaban los platos, mientras Helen fumada miraba el techo desde su cama, que tácitamente Rex y Nicolás se entendieron, cual si la armonía generada en el acto de fregar y secar a dúo hubiese sido el adelanto de la complicidad que vendría después.
Besaron a Helen ya en el sueño, y salieron a aquella madrugada de marzo que paradójicamente los acogió con calidez. Eran solo 25 cuadras hasta la casa de Rex y decidieron hacerlas a pie, pues Nicolás aún vivía con una amiga salvadoreña en un apartamento del East Village, donde únicamente contaba con un colchón, una cómoda y un estante en un ángulo de la sala.
Subiendo por la Primera Avenida, la calma reinante espejeaba el silencio de sus labios; solo un taxi rompía esporádicamente la tranquilidad del domingo apenas estrenado. Inaugurarse en el día y el comienzo de un amor. “Otro”, pensó Nicolás, mientras rozaba al caminar la mano de Rex. Así había sido con Álvaro; un encuentro fortuito, otra conversación, ese encantarse sin saber, la incógnita de los cuerpos todavía inexplorados... Sondeo de las miradas desplazándose de la calle a los espacios del sueño. Abrigados ellos por los escenarios del deseo que el camino armaba a su paso: Delis protegidos tras el celofán de sus flores, restaurantes extinguidos, panaderías aletargadas por el calor de los hornos, licorerías suspendidas en anticipada embriaguez, zapaterías inmóviles, tiendas tras cuyos cristales podían distinguirse muebles, ropa y electrodomésticos como bultos dormidos.
Reposo de las cosas, e intranquilidad de los cuerpos alerta tras esa mampara, que la casualidad del encuentro había alzado entre ellos, porque ni Rex ni Nicolás pensaron que la fiesta de Helen sería más que eso: la fiesta de Helen. Cada uno la había conocido por vías distintas; Rex en un concierto de fin de curso para los graduandos de Julliard, Nicolás porque le pidió el sacacorchos para abrir un vino escuchando a Pavarotti en Central Park. Y de ahí a compartir una pizza o un tabaco fue inmediato, especialmente cuando sentados en el suelo de su estudio después de fumar, Nicolás y Helen medio ciegos, comiéndose una con anchoas y pepperoni, despertaban a la realidad de aquel exceso, y echándose a reír dejaban a un lado lo que quedaba de ella; o alquilando Rex y Helen un auto para recorrer los pueblos cercanos a la caza de antigüedades, mientras Cat Stevens sonaba en el reproductor.
Pero ciertamente no imaginaron que el encuentro iba a ser tan arrasador, a pesar de haber sabido por Helen de la existencia del otro en un momento de incertidumbres. Nicolás, pues la vida caraqueña dejada atrás aún palpitaba próxima, desde el tiempo con Camila y las imágenes que Noel y Álvaro habían impreso en su memoria al partir. Rex, porque desde su venida a Nueva York nadie había llegado a él para quedarse más allá de lo que tardaría en poseerlo, eyacular y vestirse.
“Spare some change?”, balbuceó una mujer arrastrando un carrito con sus pertenencias a la altura de la calle 37. Rex le dio un dólar y Nicolás pensó que era demasiado generoso; un signo de su desprendimiento para con los otros, producto quizás de un malestar con el mundo por no haber sabido quiénes fueron sus verdaderos padres. No tanto porque los adoptivos hubieran dejado de amarlo alguna vez, sino porque la incógnita de su origen había quedado eternamente en el aire, haciéndole ir por la vida como disculpándose de su suerte.
Nicolás todavía pensaba en la pregunta sobre la muerte, tan fuera de lugar, que Rex le había hecho sin conocerlo. Pero así era también él, impulsivo e impredecible, para que Nicolás nunca se imaginase la vida juntos como dentro de un jardín encantado.
El portero saludó a Rex con un gesto donde Nicolás captó una cierta complicidad llevándolo a ponerse colorado, pues se había sentido incómodo al saberse en la mira de quien tantas veces lo habría visto llegar con el hombre de turno, “distinto en cada ocasión”, supuso acertadamente, porque así había resultado siempre. Fascinándose Rex con tipos cuyo gusto por la promiscuidad hacía imposible construir una relación estable. Cuerpos entonces, pasando vertiginosamente ante sus ojos con cada nuevo cuerpo; el suyo apretándose urgente contra el de Nicolás apenas se cerró la puerta del ascensor.
Cuando Rex abrió la del rellano y encendió la luz, Nicolás dejó escapar un grito de asombro que no le pudo explicar sino mucho después, porque su impresión había sido similar a la experimentada al entrar por primera vez a casa de Noel. Una impresión que iba más allá de las similitudes en la decoración, y se extendía hasta la atmósfera puesta a envolver las cosas; atisbos de una calidez, modelo de la imaginada por él tan pronto tuviera su propia casa.
Rex fue hasta la ventana del fondo y separó las cortinas. El tope del edificio Chrysler despedía una luz muy intensa que fue cubriendo de plata su piel en tanto se la descubría a Nicolás, inmóvil junto a la cama por deshacer. Desnudo ante el piano, Rex empezó a tocar el adagio del concierto No. 2 de Rachmaninoff, para que Nicolás recuperara a Leyla sin él saberlo. Otra casualidad casi cinematográfica, puesta a combinar en un solo plano— secuencia el mundo de Leyla y el de Noel.
La música repartió entonces la superposición del tiempo sobre muebles y objetos, tan cercanos a los contenidos en aquellos ochenta metros cuadrados de Noel, donde Nicolás aprendió a vivir hacía tan poco. Ello, sobre la memoria de un cuaderno azul en que había empezado a reconstruir tres lustros atrás a Leyla, reproducirla en otra mujer que fuera para él algo más que la posibilidad de detallar sus gestos a través del círculo armado por sus manos al atarlas a las sábanas, antes de entornar cuidadosamente la puerta del cuarto para no despertarlo cuando era niño. Una mujer, como el lugar al cual remitirse cuando vivir no fuera suficiente para seguir viviendo. Una mujer, en fin, que con Emilio y Ángel intentó sustituir por ella pero sin éxito, porque solo hubo una: Leyla o la única mujer con nombre.
“Leyla o la única mujer con nombre”, pensó ahora Nicolás, volviendo a la cocina con su taza vacía, mientras escuchaba a Mark cantando bajo la ducha en la habitación contigua.
Varios pistoleros descendieron de un par de automóviles y dispararon contra la multitud desarmada e indefensa que protestaba en la Plaza Altamira. Sobre el suelo quedaron tres cadáveres y dos docenas de heridos. Los asesinos formaban parte de los llamados círculos bolivarianos.
Firmas Press. Madrid
Nicolás fue hasta el cuarto y empezó a hacer la cama, deprisa porque eran ya las once y tenían que salir para comprarle el regalo de cumpleaños a Helen. Al poner los cojines sobre una silla volteó hacia la cómoda de las fotografías y su mirada quedó suspendida en una donde, sobre un paisaje de árboles y sol, con Emilio y Ángel bordeaba el vestido azul de Leyla. Los cuatro, sentados al borde de la fuente en la Plaza Altamira antes que la restauraran. Clic y el tiempo se detuvo en el presente de una respiración y un ángulo solar precisos, un grado muy definitivo de claridad en la superficie verde de las hojas, a cuyos lados los automóviles se sucedían sin pausa, en el caos urbano desde el cual la ciudad no dejaba de generarse continuamente “a partir de lo que la sostiene”, completó Nicolás sacudiendo las almohadas.
Mucho había cambiado desde que un transeúnte se detuvo y tomó aquella foto. De hecho, exceptuándolo a él, todo y todos se habían esfumado. Leyla y Ángel cuando, de su propia mano, decidieron evadirse del mundo al no poder negociar más con la existencia. Emilio, borrado violentamente de la vida, por una mujer cuya imagen quedó atrapada en el espejo del cuarto donde cada miércoles se encontraban. La Plaza Altamira, como el territorio trunco para los juegos infantiles cuando tiró tantas veces piedras en la fuente. La Plaza Altamira, donde ella y Leyla hicieron del obelisco una referencia desde la cual observar y observarse absortas en el movimiento de las avenidas. La Plaza Altamira, donde Emilio leyendo a Proust la encontró a ella y su reflejo, a pesar de que la fuente se hubiera secado y el fondo mostrase solo latas, botellas vacías, el varillaje de un paraguas. La Plaza Altamira, desde donde Nicolás subía trotando hasta el camino que lo llevaría al Ávila, ansioso por abrazar con los ojos la ciudad abajo. La Plaza Altamira, en el exceso de cuyos puestos navideños, un diciembre de 1981, percibió que el país se hundía. La Plaza Altamira, encontrada y perdida la madrugada, cuando tras enterrar a Noel, recogió sus maletas y se fue definitivamente. La Plaza Altamira, en fin, transformada hoy en una tribuna desde donde la oposición al gobierno voceaba su desencanto. “Sangre sobre el cemento que nos contuvo a nosotros una vez”, pensó Nicolás apartando la vista del retrato.
Mark salió del baño y camino a la cocina besó a Nicolás en el cuello. Este sonrió desde su lugar en los labios y terminó de hacer la cama. El olor de las papas friéndose le trajo el confort de un ritual que abría los espacios del fin de semana y tendía un puente con su pasado. También Rex las había preparado el primer domingo cuando despertaron abrazados tras la fiesta de Helen, y más atrás aún, su madre hacía del acto de freírlas imagen puesta a enlazar esa reminiscencia con la abuela Grau. “Ben fregidetes les feie la mare”, evocó Nicolás de la suya, al ver a Mark darles vuelta en el aceite hirviendo.
Y eran esos instantes de negociación con lo doméstico cuando Nicolás volvía a recuperarse, desde el recuerdo de quienes seguían estando allí a pesar de haber desaparecido. Que Mark preparando un brunch para dos fuese entonces la página donde podía recorrer la cronología de sus afectos, la nostalgia de su madre por la vida familiar al desarraigarse de una Barcelona puesta ahí a cruzarse en el trayecto de los amantes. Añoranza hacia los momentos compartidos, que lentamente se deshacían entre las papas amontonadas por Mark para comerlas con el revoltillo.
“Cuando la memoria es esta relación de promiscuidad que quien amo establece con los alimentos, solo el beneficio surgido al verle atareado entre los sartenes justifica esa gravedad que lo acompaña. Cómo no decir también que todo se resume en el instante de seguirlo con la mirada, mientras camina concentrado de un lado a otro de la cocina tostando pan, corrigiendo la sal y la pimienta, exprimiendo naranjas y limones. Objetos cotidianos empinándose por encima de nuestras miserias aireadas entre el cuarto y la cocina, en el azar de encuentros con quienes se irán rápido de nosotros, y nos dejarán solos una vez más, hablando sobre la muerte y la existencia en camiseta y zapatillas. Aún los amigos, proponiendo soluciones hipotéticas a nuestros problemas antes de seguir hacia sus propios asuntos. No más jumping around para nosotros ¿verdad Mark?, te diría si quisieras escucharme, pues aquí nos vamos a quedar, en esta casa blanca frente al Hudson, comiéndonos un brunch que tú preparas, mientras yo pienso en la posibilidad de comprendernos, desde la pérdida de toda la vida que ha pasado dejándonos de lado”.
Viendo por internet y en la prensa fotos de Caracas colapsada por las manifestaciones a favor y en contra de Hugo Chávez, Nicolás descubrió una faceta hasta entonces desconocida de la ciudad, aquella que recogía el fragor de la gente caminando por plazas y avenidas donde durante décadas solo había transitado el miedo. Miedo al hampa y a la marginalidad, al contacto con el otro, llevando a los caraqueños a aislarse tras las rejas de sus casas y los cristales ahumados de sus automóviles. “Ha sido necesario llegar al caos total para ver la Avenida Libertador abarrotada sin distingo de clases sociales”, reflexionó Nicolás masticando una papa frita. “Me pregunto si tal interacción será el verdadero cambio, o si solo durará el tiempo que dure la anarquía para entonces volver a la situación de indiferencia que precisamente desencadenó este desgobierno”, siguió diciéndose, al tiempo de Mark ofrecerle otro poco de revoltillo: alegoría del que embotaba en ese instante su cabeza.
Únicamente la visión del Ávila al atardecer persistía entre las rendijas que las imágenes de la ciudad tomada dejaban libres. Montaña o violencia del verde extendiéndose como un muro sobre el cual Nicolás se habría empinado para hacerse con otras geografías, aun cuando esta permaneciera circulando en su interior. Savia de las matas dejando caer sobre la tierra sus mangos, túnel vegetal puesto a depositarlo en las faldas cubiertas de musgo, donde con Camila tantas veces se habían aislado del exterior.
“Desaparecíamos una tarde completa para, recostados de los troncos, hablarnos de las cosas hechas en silencio por el otro. Y sopesábamos ahí la rutina familiar deshilachada por los exilios, las enfermedades y las muertes. Tú en París, viviendo la soledad de las traducciones y las clases de español para extranjeros, desde un palomar en Montmartre ligeramente menos estrecho que la chambre de bonne frente a Montsouris donde, veinte años atrás, todo había parecido posible. Yo, doblegado a los dictados del banco y a las presiones de los inversionistas, mientras me consumo literal y semánticamente en este apartamento frente al Hudson”.
Nicolás extendió mantequilla en su tostada y se remontó ladera arriba, en la memoria del tiempo cuando ya sin Camila y con Noel bajo tierra, regresaba a Caracas de vacaciones, y tras descansar del trote desde la Plaza Altamira ascendía cruzándose en el trayecto con quienes irían deteniéndolo para saludarlo, hacer un comentario sobre algún amigo común, o se alegrarían de verlo sin advertir que desde hacia varios años había dejado de vivir allí. Entonces Nicolás miraría con atención el rostro sonriente para buscar su ubicación en el archivo de episodios, a veces perdidos en la nebulosa de las horas, pero que volvían a él como destellos puestos a iluminar aquella bruma.
“Y repentinamente descendía Maribel en shorts, sus ojos inquietos recorriéndome, como recorrían el pizarrón durante las clases de cálculo del segundo año de la carrera; con ella sentada en las últimas filas. ‘Te veía desde lejos sin osar acercarme a tu grupo de estudios: Luciana, Ernesto, María Aurelia, Carmine, Graziana. Yo los contemplaba a ustedes en la distancia. ¿Sabías que Graziana y Carmine finalmente se casaron?’, interrogaba Maribel.
Y esas partículas de información se incorporaban al mosaico de vivencias que yo iba confeccionando con el discurrir de los otros: David, saludando sin detenerse, igual a cuando me llamaba para ir a fiestas, al bar donde conocí a Álvaro y donde volví a reencontrarlo por última vez la noche antes de mudarme a Nueva York. Radamés, parando en seco para contarme de su boda con Ana, tras muchas depresiones a causa de una atracción nunca resuelta hacia los amigos del grupo, quienes lo habían considerado siempre gay, aunque él lo hubiera negado rotundamente. Beatriz, enfundada en un mono fucsia, maquilladísima y cargada de pulseras, tal cual nos la encontrábamos Camila y yo en el hueco. ‘Te muestro una foto de Gabriela que ya está a punto de terminar el bachillerato’, me dijo una vez, para yo intentar imaginarme su horror por haber tenido que parir sin maquillaje, como le confesó a Camila tras el nacimiento de su segundo hijo, cuando pensábamos que una hija habría sido para ella demasiado competencia. Francisco, impecable en un conjunto Adidas, haciéndome confidente de su separación de Silvie, y del abrupto casamiento con una estudiante suya de l’école a quien había dejado embarazada, si bien al volver a Caracas cambió la enseñanza por la dirección general de una fundación privada, desde donde administra hoy los destinos de la cultura nacional. Rostros y nombres borrados, pero indeleblemente grabados en mí desde el retrato que mis ojos les tomaron a ellos en un canto de la montaña”.
Mark extendió el pie hacia Nicolás y sonrió mientras le hacía cosquillas en el sexo, señal de que quería volver a la cama. El amor tras un brunch de fin de semana era el que más disfrutaban, pues venía deslastrado del cansancio de la noche, y de la urgencia del de las mañanas antes de salir para el trabajo. Por eso, entre el comienzo de la digestión y su resolución definitiva, se distanciaban del afuera y Nicolás, en tanto penetraba el bosque del otro, perdía conciencia de la realidad hasta no saber si era el cuerpo de Mark o la vegetación del Ávila lo que se cerraba sobre él aprisionándolo.
“Asido al tronco de quien amo me evado del mundo buscando sean solo nubes lo que a toda velocidad pase sobre nosotros. El follaje se mueve con la brisa, y yo acaricio las ramas de Mark para ver flores rodar por la piel de sus laderas hasta la Plaza Altamira, en señal de duelo por los muertos y heridos que protestaron allí contra el gobierno. ¿Dónde quedaron entonces los pétalos de las rosas, derramadas desde las manos que aplaudieron a Chávez ante el Consejo Nacional Electoral, el día cuando se proclamó candidato a la presidencia desde otra plaza, la Plaza Caracas? ¿Dónde los himnos, pancartas y banderas que reconciliarían al país? ¿Dónde la hora del renacer, de la reconstrucción, de la reunión en el abrazo, del amor y de la paz que aquella mañana de julio Chávez aseguró sería la consigna de su mandato? Únicamente el odio desbordándose por autopistas, calles y plazas que abrigaron una vez comparsas y retretas, orquestas y elecciones de la reina del carnaval”.
“En los cuarenta y cincuenta, por la Avenida Libertador, el centro de Caracas y la recién inaugurada Plaza Altamira, los carnavales eran una gran rumba”, recordó Nicolás haber leído recientemente en la prensa caraqueña. Y a medida que el deseo daba respiro al beso de los amantes, se devolvió al tiempo cuando la Plaza Altamira aún era inocente. Antes de las tarimas y los discursos, las imágenes de Simón Bolívar apropiadas por quienes apoyaban o atacaban la revolución chavista.
“Entonces la mezcla de pobres con ricos, blancos con negros, era solo fiestas, carrozas, disfraces”, le había dicho con nostalgia su madre desde Barcelona, cuando Nicolás llamó pocos días después de la masacre. “Y después nos íbamos con los Claret y los Font al hotel Ávila, con todo aquello lleno de señoras disfrazadas de negritas echándoles papelillos a los caballeros, y bailando el trencito al ritmo de Celia Cruz, Beny Moré, Tito Rodríguez, y las orquestas de Pérez Prado, Chucho Sanoja, Aldemaro Romero”, siguió contándole en un suspiro. “Tirábamos caramelos y juguetes desde el auto circulando en torno a la plaza al grito de aquí es, ‘aquí es’, antes de seguir hacia Chacao y Sabana Grande, lanzando dulces por la ventanilla a los niños apostados en las aceras de las avenidas”, evocó Nicolás de su propia infancia, en tanto Mark se deslizaba fuera de él y volvía a la ducha, pues eran ya las dos y todavía no habían salido a comprarle el regalo de cumpleaños a Helen.
So it has come at last the Distinguished Thing.
Henry James
“Siempre nos quedamos paralizados ante la belleza”, pensó Rex, evocando desde su cama en el hospital la mañana cuando abrió los ojos y encontró por primera vez a Nicolás asido a él desde el sueño. Había amanecido primavera aquel día de invierno tras el cumpleaños de Helen, sobre un cielo cuyo azul desafiaba las formas del frío presionando contra los cristales entelados de las ventanas. El edificio Chrysler al frente atravesaba la transparencia del aire, que abriendo el balcón Rex respiró apoyado del león de piedra esculpido en una esquina. “No debo pedir mucho entonces, salvo el tiempo para disfrutar este esplendor”, se dijo, volviendo a abrazarse a Nicolás, quien al contacto con la piel aterida de Rex se despertó colgándose de sus labios.
La enfermera entró a comprobar el nivel del suero y observar cómo estaba. Pero Rex ya no estaba o cada vez estaba menos, pues había empezado a desprenderse de las cosas alrededor y a devolverse a las que quedaron relegadas al estadio del sueño. Hipnotizado él ante la vida pasándole por delante para que pudiera tocarla con los ojos antes de dejarse ir de ella; en especial las cosas que nunca hizo ni tuvo pero quedaron ahí, estáticas, produciéndole una sensación similar a las cartas donde habría consignado para sus amigos tantos planes que no se llevaron a cabo. Rostros pasando por él sin pasar; inubicables, cual si hubiesen sido los teléfonos de todos aquellos nombres que le brindaron unos instantes el cuerpo y siguieron su camino, o las postales enviadas para rememorar un encuentro, ofrecer un eterno recuerdo, reflexionar acerca de la continuidad de la relación a pesar de las distancias, las incertidumbres y los miedos.
“Rex thanks again for being there with me. I’m glad we can appreciate life’s continuities together, it helps to understand the many discontinuities”, recordó le había escrito Frank desde Londres tras el suicidio de su amante. También Rex había pensado en el suicidio. Muchas veces había pensado en el suicidio; como si el suicidio hubiese nacido con él y lo llevara pegado a la piel, mezclado con el marro de sus huesos. “Basta con un poco de memoria para llegar al suicidio”, le había dicho Nicolás hablándole de Ángel, a quien Rex no conoció pero era parte del imaginario que su amante había aportado a la relación. Un imaginario incomprensible para él en muchos puntos, dada la extensión, variedad, excesos sentimentales y dependencias emocionales inexistentes en su realidad.
Y es que su recorrido había sido en verdad muy distinto, pues nunca se planteó vivir con nadie, y mucho menos realizar votos de amor perpetuo, como varios conocidos habían empezado a hacer últimamente, incluyendo ceremonias matrimoniales, intercambio de alianzas, banquetes nupciales con tarta de bodas y orquesta en vivo, tras años de promiscuidad y sexo anónimo. Había que protegerse. Había que cuidarse. Había, en fin, que comprometerse. Y como Frank y su nueva relación, hasta tener hijos con alguna pareja de mujeres y compartir la custodia, ocuparse de los pañales, mudarse a un barrio con buenas escuelas. Así habían cambiado las cosas a las que Rex se resistió; por eso mientras sus amigos planeaban baby showers y viajes de luna de miel, él se moría de sida en un hospital de Manhattan, y afuera otra década se iniciaba.
“Are you ready for the nineties?”, clamaban los altavoces de Quick, The World, Roxy. “Are you ready for the nineties?”, se preguntaban susurrando los viejos desde los bancos de Tompkins Square Park, a pesar de que el otoño del 89 era aún una promesa en el calendario del paisaje. Todavía estarían floreciendo los geranios que Rex plantó en las jardineras hacía tan poco, y Mrs. Kenton regaría los suyos en el apartamento contiguo, con Nicolás llegando al vacío de una casa hecha propia cuatro años atrás. Cuatro años de felicidad antes del fin; tiempo hecho de momentos iluminados aclarando ahí lo que quedaba de él.
“Rex, fondest wishes to you during this celebration of lights, life and good will: Remembering you always”, extrajo de otra memoria postal, adelantándose a las festividades que, percibía, irían a desarrollarse sin él. Esta vez la tarjeta la enviaba Chris desde Berlín, en su primera navidad fuera de Nueva York “for good”, como él mismo había dicho, al partir con la firme intención de no pisar tierra norteamericana mientras Reagan siguiera en el poder. Si bien con Bush continuando la labor de limpieza étnica, sexual y racial iniciada por aquel, Rex imaginó que Chris seguiría firme en su exilio.
Quiénes quedaban en pie de su grupo. Con tantas muertes y deserciones parecía como si toda su generación fuera a desaparecer, espejeando así la del abuelo y el padre, sacrificados también a las dos grandes guerras. “Life is either an unfolding drama or a lawsuit waiting to happen”, había agudamente apuntado Peter entre cerveza y cerveza, la noche cuando una demanda por negligencia médica y la ruptura con su último amante, los llevó hasta el Tunnel bar donde ¡Sorpresa! Rex se encontró con el alumno de la clase de piano de Julliard, que desencadenó su propio drama con Nicolás.
“Y él tan joven, con veinte años y unos ojos abriéndose asombrados a toda la vida aún por pasar. Peter nos dejó en seguida, y cuando le hablé al chico de las depresiones de mi madre, siempre pendiente de su jardín, él me habló de la suya, de todo lo que habría hecho por ella. ‘Y mi madre es muy nerviosa, de joven le dieron demasiadas pastillas. En estos momentos está bien, se medica, pero yo le temo a las pastillas. No me drogo, no bebo. Hoy la vida es demasiado difícil, hay mucha competencia, por eso necesito alejarme de todo y estar solo a veces. Venir a Manhattan, seguir mis clases en Julliard. Viviré aquí algún día, lo sé. La primera vez que vine desde New Jersey subí y bajé tres veces las torres gemelas, hasta la calle catorce caminé. Iba de una acera a otra, me metía en todas las tiendas. En los suburbios uno crece rodeado de lo americano pero siempre le llega como de segunda mano; por eso me encanta estar y tenerlo todo aquí. Aquí estoy en lo americano y no tengo que falsificarlo. Y mi madre... sí, se iba y me decía cosas. De pequeño me decía que había venido de París, que era francesa, pero ya está mejor y me quiere tal como es’, siguió diciendo él en tanto yo lo miraba sorprendido. Y habló y habló hasta que le puse el dedo sobre los labios, y ahí empezó todo; ahí fue el principio del fin”.
Pero así es la vida y de nada sirve arrepentirse, y más cuando el daño no puede repararse. Cruzar la calle en el momento errado, tener sexo con el cuerpo equivocado, subir al avión que no debiera haber sido, estar en un edificio en el instante del horror. Riesgos individuales y colectivos puestos a enfrentarnos a ese polvo que somos “siempre antes de tiempo”, pensó Rex, a pesar de las precauciones y las resistencias, los sacrificios y las negaciones, las represiones y las claudicaciones.
Cómo prever el momento cuando se esfumará la belleza, el equilibrio para dar paso al espanto. ¿Cómo huir de tanta intemperie? En El libro de los muertos aprendemos de Egipto el arte de vivir a pesar de la muerte, desde lo sublime del cuerpo que no es el alma, sino ese instante de oro de la carne puesto a garantizar la perpetuidad de la memoria, vislumbrado una vez por Rex, en la piel de Nicolás dormido sobre su cama tras la fiesta de Helen. Instante desvanecido, como los incontables nombres destruidos por la epidemia y de cuyo tránsito solo quedaba la instantánea, un retrato, el mensaje cosido a la tela, por primera vez expuesta cual enorme edredón sobre la explanada frente al capitolio de Washington, en octubre dos años atrás.
Entonces, Nicolás y Rex recorrieron los paneles lentamente, para poder calibrar de a poco la magnitud de lo perdido, de la existencia truncada en todos los estadios del vivir. Padres, esposas, hijos, amantes, hermanas, amigos, compañeras mirándolos insistentemente desde las fotografías, misivas, objetos hilvanados sobre cada rectángulo extendido en la hierba del Mall, como la imagen más nítida del cuerpo amado, sin percatarse de su particular impacto en quienes habían quedado atrás, frágiles y quebrados, a fin de poder sopesar su vacío.
Y participaron de los discursos, las canciones, la vigilia, hasta que la claridad del día ocupó la de las velas encendidas. Comiéndose después unos huevos con jamón en un café de Dupont Circle, Nicolás y Rex se observaron desde los ojos dormidos. “El mundo parecía habitable”, caviló Rex, evocando el modo como Nicolás pasó bajo los arcos de sus pestañas en ruta hacia su boca que, levantándose intempestivamente, había besado aquel día dejándole un rastro de yema sobre los labios.
“Hay muertes que no se superan, uno simplemente aprende a vivir con ellas”, le dijo Helen a Nicolás en el décimo aniversario del entierro de Rex. Quizás para reconfortarlo cuando tan lejos parecía estar todo posible confort, y la existencia la entendía como un escape de sí mismo. Ahí Nicolás empezó a toparse con los lugares que volvían repentinamente a él desde un imaginario relegado al estadio del sueño: la vigilia en Washington junto al gigantesco edredón con los retazos de vidas desvanecidas antes de la de Rex, el ruido del mar contra la playa desde el apartamento que Miriam les prestó un verano en la isla de Margarita, caminando por la Gran Vía madrileña en dirección a Chueca para encontrarse con el deseo que estallaría desde los bares apretándose en las empinadas callejuelas, recorriendo el West Village neoyorkino hasta detenerse frente alguno de los townhouses donde soñaban se mudarían algún día a fin de vivir felices para siempre.
—¿Por qué te ríes?
—Tal vez porque a veces me pongo a recordar la manera como creía iba a ser mi vida hace diez, quince, veinte años y, te digo, si alguien me hubiera dicho entonces cuán corto iba a ser el vuelo en comparación a todo lo que ambicionaba...
—¡Gracias por lo que me toca!
—No, Mark, no eres tú, ni el trabajo, ni esta ciudad, ni la salud perdida hace tanto, no es nada de eso y es todo eso a la vez, ¿me explico?
—No.
—Trataré de ser más claro. Es como si el tiempo que ha ido pasando me hubiera poco a poco alejado de todo lo que quise tener y ser, hasta descubrirme hoy aferrado a los jirones de existencia salvados a ese naufragio. Pero no te culpo ni culpo a las circunstancias por mi fracaso; solo yo soy culpable. Culpable de no haber perseverado más, ambicionado más, manipulado más, calculado más fríamente las consecuencias de mis actos... o su ausencia. “Tú eres muy pasivo conmigo, y esa es una manera de olvidarme”, me dijo Rex poco antes de morir, y posiblemente tenía razón: fui muy pasivo, no solo con él sino con la vida en general, por eso he acabado quedándome sin nada.
