Belleza escondida - Aventura para dos - Lindsay Armstrong - E-Book

Belleza escondida - Aventura para dos E-Book

LINDSAY ARMSTRONG

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Beschreibung

Belleza escondida Su jefe nunca se había fijado en ella antes... ¡pero eso iba a cambiar! Cam Hillier, magnate de las finanzas, necesitaba que una joven atractiva y educada lo acompañara a una fiesta, pues su pareja acababa de dejarle plantado. Por eso, Cam se fijó en la mujer que tenía más a mano: su discreta secretaria, Liz Montrose. El empleo de Liz no incluía tareas de acompañamiento. Sin embargo, como sólo estaba ella para mantener a su hijita y llevar dinero a casa, no pudo negarse a la petición de su jefe. ¡Aunque ya no se escondería detrás de vestidos anodinos ni gafas de pasta! Aventura para dos La señorita intachable cayó en los brazos del rey de los ganaderos… De comportamiento intachable, la señorita de la alta sociedad, reconvertida en periodista, Holly Harding, buscaba su primera gran exclusiva. ¿Y quién mejor que el infame rey de los ganaderos, Brett Wyndham? Sin embargo, cuando Holly conoció a Brett, descubrió en el enigmático multimillonario algo inherentemente peligroso que la hizo temer por su actitud sensata y profesional. Cuando el avión privado en el que viajaban se estrelló en el interior de Australia, se vio obligada a depender de Brett para su protección. ¿Cuánto tiempo podría la inexperta Holly negar la abrasadora atracción que existía entre ellos?

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Seitenzahl: 368

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 485 - octubre 2024

© 2011 Lindsay Armstrong

Belleza escondida

Título original: The Girl He Never Noticed

© 2010 Lindsay Armstrong

Aventura para dos

Título original: The Socialite and the Cattle King

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011 y 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1074-075-4

Índice

Créditos

Belleza escondida

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Aventura para dos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

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Capítulo 1

SEÑORITA Montrose, ¿dónde diablos está mi acompañante? –preguntó Cameron Hillier.

–No tengo ni idea, señor Hillier –repuso Liz Montrose, arqueando las cejas–. ¿Cómo voy a saberlo?

–Porque es su trabajo. Es usted mi secretaria, ¿no es así?

Liz se quedó mirando a Cam Hillier, sintiéndose un poco soliviantada. Ella no lo conocía bien. Sólo llevaba en ese puesto una semana y media, pues una agencia la había llamado para sustituir al secretario habitual, que tenía una baja por enfermedad. Pero ese poco tiempo había bastado para darse cuenta de que podía ser un jefe difícil, exigente y arrogante.

¿Cómo iba a saber ella lo que había pasado con la mujer que, en apariencia, acababa de darle plantón?

Liz miró a su alrededor sin saber qué responder. Estaban en la entrada del despacho, en el territorio de otra secretaria, Molly Swanson. Y Molly, colocada a espaldas del señor Hillier, le señaló al teléfono, haciéndole señas.

–Eh… Llamaré para comprobarlo –le dijo Liz a su jefe.

Cam se encogió de hombros y se metió en su despacho.

–¿Cómo se llama? –le susurró Liz a Molly, tomando el teléfono.

–Portia Pengelly.

–¿No será la modelo y estrella de televisión?

Molly asintió al mismo tiempo que respondían al otro lado de la línea.

–Esto… ¿señorita Pengelly? –dijo Liz y, cuando recibió la confirmación, continuó– : Señorita Pengelly, llamo de parte del señor Hillier, Cameron Hillier…

Dos minutos después, Liz le devolvió el teléfono a Molly, sin saber si echarse a reír o a llorar.

–¿Qué? –preguntó Molly.

–¡Dice que prefiere salir con una serpiente de dos cabezas! ¿Cómo voy a decirle eso?

El despacho de Cam Hillier era bastante austero. Tenía una alfombra verde, persianas color marfil en las ventanas, una gran mesa de roble con una silla de cuero verde y dos sillas delante. A Liz le parecía una habitación cómoda y tranquila. Los cuadros de las paredes representaban dos de los negocios que le habían hecho multimillonario: los caballos y una flota pesquera.

Había fotos enmarcadas de caballos, yeguas y potrillos. Había paisajes marinos con barcos sacando redes llenas, con bandadas de gaviotas sobrevolándolas.

Liz había contemplado esas imágenes en ausencia de su jefe y había descubierto un curioso hilo conductor: Shakespeare.

Los tres caballos retratados se llamaban Hamlet, Próspero y Otelo. Las barcazas tenían los nombre de Miranda, Julieta, Como gustéis y Cordelia.

Lo cierto era que le producía curiosidad saber de dónde provenía ese interés por Shakespeare. Aunque Cam Hillier no era la clase de hombre con quien una podía embarcarse en una conversación trivial. La agencia de empleo que la había contratado le había advertido de que era un hombre de negocios del más alto nivel y que no sería fácil de manejar.

Pero Liz había tratado con hombres de negocios importantes y, de hecho, creía tener un don para ello. Sin embargo, nunca había tenido que decirles que su novia prefería salir con una serpiente…

Y había algo más que hacía a Cam Hillier diferente.

Era joven, tenía poco más de treinta años, estaba en buena forma y, como decía su contable femenina… era sexy hasta reventar.

Además, tenía un aire indefinible que Liz no había logrado descifrar. Era alto, fuerte y de anchas espaldas. Su pelo era moreno, denso, con ojos enormes y azules, en un rostro no perfecto, era cierto, pero esos ojos por sí mismos bastaban para hacer que cualquiera se derritiera.

Aunque no se enorgullecía de ello, Liz tenía que admitir que ella tampoco era inmune a los encantos masculinos de su jefe. Entonces, sin poder evitarlo, le asaltó el recuerdo de un incidente no muy lejano con él…

Había sido un día caluroso en Sídney mientras caminaban juntos por la calle, hacia una reunión. Habían ido a pie porque su destino había estado sólo a dos manzanas de la oficina. La calle había estado llena de tráfico y la calzada, de peatones. Entonces, a ella se le había trabado el tacón en un adoquín mal puesto. Se había tambaleado y se habría caído si él no la hubiera sujetado, agarrándola de los hombros.

–G-gracias –había balbuceado ella.

–¿Está bien? –había preguntado él, mirándola con una ceja levantada.

–Sí –había mentido ella. Porque no había estado bien. Se había sentido demasiado afectada por el contacto de sus manos, por su cercanía, por lo alto que era, por lo ancho de sus hombros, por lo espeso de su pelo.

Y, sobre todo, se había quedo perpleja por la excitante sensación que le había invadido al estar tan cerca de Cam Hillier.

En ese momento, por suerte, Liz había tenido la suficiente claridad mental para bajar la mirada e impedir que él pudiera leerlo en sus ojos.

Su jefe la había soltado y habían seguido caminando.

Desde ese día, Liz había tenido mucho cuidado en presencia de Cam para no tropezarse ni hacer nada que pudiera despertar esas sensaciones de nuevo. Si Cam Hillier había notado algo, no había dado muestras de ello… lo que era de agradecer. Aunque, si era sincera, tenía que reconocer que, en cierta forma, le gustaría ser algo más que un robot para él…

Al principio, ese pensamiento la había sorprendido.

Se había intentando convencer de que le parecería odioso que la tratara de forma distinta a lo que se espera de una relación jefe empleada. Y había decidido censurar su deseo como una locura transitoria, aunque no conseguía quitárselo de la cabeza del todo.

Sobre todo, porque Cam Hillier, un jefe exigente y arrogante donde los hubiera, tenía una sonrisa capaz de hacer perder los papeles a cualquiera.

Sin embargo, en ese momento, Cam no estaba sonriendo. Levantó la vista del informe que estaba leyendo y arqueó una ceja.

–La señorita Pengelly… –comenzó a decir Liz y tragó saliva. Podía decirle que la señorita Pengelly lamentaba… Sería una mentira demasiado grande. Tal vez, que la señorita Pengelly se disculpaba… ¡Portia no había hecho nada de eso!–. La señorita Pengelly… no va a venir.

–¿Así, sin más? –replicó él y maldijo para sus adentros.

–Bueno… más o menos –contestó Liz y notó cómo se ruborizaba.

Cam la miró con atención, esbozó una de sus seductoras sonrisas por una milésima de segundo y volvió a ponerse serio.

–Entiendo –respondió él con tono grave–. Lo siento si le ha resultado una situación embarazosa. Ahora… tendrá usted que venir en su lugar.

–¡Claro que no! –exclamó Liz, sin pensarlo.

–¿Por qué no? Es sólo un cóctel.

–Por eso. ¿No puede usted ir solo?

–No me gusta ir solo a las fiestas. Tiendo a ser acosado. A Portia –explicó él, suspirando con exasperación al pronunciar su nombre–, se le daba muy bien defenderme de ataques de otras mujeres. Con sólo una mirada, las hacía desistir.

–¿Era eso todo lo que era…? –comenzó a preguntar ella, parpadeando–. Mire, señor Hillier, si su secretario habitual, al que yo estoy reemplazando, estuviera aquí, no podría llevarlo con usted para que le protegiera de… los ataques.

–Es verdad –admitió él–. Pero Roger habría podido encontrarme a alguien.

Liz apretó los labios, pensando que se refería a una compañía de alquiler.

–Bueno, yo tampoco puedo hacer eso –aseguró ella y se le ocurrió otra buena razón para no acceder–. Además, no tengo los… encantos ni… la habilidad defensiva de Portia Pengelly.

Cam Hillier se puso en pie y salió de detrás del escritorio.

–Oh, yo de eso no entiendo –señaló él y se sentó en la mesa. La contempló un momento, fijándose en sus gafas de pasta y su pelo liso negro–. No se anda usted con rodeos, ¿verdad? –murmuró.

–¿Y eso que tiene que ver? –replicó ella con tono cortante y se miró al vestido color crema que llevaba, elegante pero muy sencillo–. Además, no estoy vestida para la ocasión.

–Pues lo estará. De hecho, sus grandes ojos azules, ese pelo liso y el atuendo austero le dan un aire de mujer de hielo. Será tan efectivo como las tácticas defensivas de Portia.

Liz se encendió de furia y respiró hondo para calmarse. Pero, casi de inmediato, su deseo de darle una bofetada y salir de allí cedió al pensar que le iban a pagar muy bien por trabajar para él. Y, también, porque sabía que, si se iba y, sobre todo, si lo abofeteaba, aquello supondría una mancha negra en su historial profesional…

Cam Hillier la observó, esperando.

–Iré. Pero sólo como empleada. Y necesito unos minutos para refrescarme.

Lo que Liz vio en sus ojos entonces, un brillo malicioso y divertido, le hizo estar de peor humor todavía.

–Muchas gracias, señorita Montrose. Aprecio su ayuda. Nos veremos en el vestíbulo dentro de quince minutos –se limitó a decir él, poniéndose en pie.

Liz se lavó la cara y las manos en el baño de empleados, una sinfonía de mármol negro moteado y espejos grandes y bien iluminados. Todavía estaba molesta. Más aún, se sentía seriamente ofendida… y estaba deseando vengarse.

Observó su reflejo en el espejo. Para ir a trabajar, elegía atuendos formales y sencillos, pero no siempre vestía así. Resultaba que su madre era una excelente modista. Y el vestido color marfil que llevaba puesto tenía una chaqueta de seda a juego. Además, daba la casualidad de que había recogido la chaqueta de la tintorería esa misma mañana, a la hora del almuerzo. La tenía dentro de su cubierta de plástico, colgada detrás de la puerta del baño.

Liz la miró, la tomó en sus manos, le quitó el plástico y se la puso. Tenía hombreras, cuello redondo y se ajustaba a la cintura, con un poco de vuelo sobre las caderas. Era una chaqueta a la última moda, de un tejido estupendo y estiloso, con estampado de piel de leopardo en tonos azul, negro y plateado. Era original y llamativa.

Sonrió ante su imagen, pues ya no parecía tanto una secretaria, sino una mujer habituada a ir a cócteles. Bueno, más o menos, se dijo y titubeó un momento, antes de quitarse la chaqueta y colgarla otra vez.

Entonces, tomó una decisión. Se quitó los pasadores del pelo, dejándolo caer. Se quitó las gafas y buscó en el bolso las lentillas. Se las colocó con cuidado. Luego, sacó su neceser de maquillaje y examinó lo que contenía. Tendría que arreglárselas sólo con la sombra de ojos, la máscara de pestañas y el pintalabios que llevaba.

Después de pintarse los ojos, dio un paso atrás para observarse y la diferencia le pareció bastante sorprendente. Se roció con perfume, se cepilló el pelo y movió la cabeza hacia delante, para darle un aspecto un poco desarreglado. A continuación, volvió a ponerse la chaqueta y se la abrochó. Por suerte, los zapatos que llevaba eran de un tono plateado que combinaba a la perfección.

Se echó un último vistazo ante el espejo y quedó satisfecha con lo que vio. Pero, de pronto, le surgió una duda.

¿Parecería una dama de hielo?, se preguntó, frunciendo el ceño. Si él supiera…

Cam Hillier estaba en el vestíbulo hablando con Molly cuando Liz llegó. Él le estaba dando la espalda, pero se volvió al ver la mirada de estupefacción de Molly.

Durante un instante, Cam no la reconoció. Tuvo que mirar dos veces para darse cuenta de que era Liz. Entonces, soltó un suave silbido, algo que a ella le hubiera resultado muy satisfactorio si no hubiera sido por un detalle. Su jefe la recorrió con la mirada, deteniéndose en sus piernas y, luego, volvió a posarla en sus ojos, de esa manera en que los hombres le hacían saber a una mujer que la estaban considerando como pareja de cama.

Para su desgracia, aquella mirada provocó en Liz las mismas sensaciones involuntarias que la habían poseído cuando se había tropezado en la calle: respiración acelerada, palpitaciones y la desagradable conciencia de lo alto y guapo que era su jefe. Sólo gracias al resentimiento que todavía tenía hacia él consiguió no sonrojarse. Incluso levantó la barbilla con gesto desafiante.

–Entiendo –comentó él y se metió las manos en los bolsillos, fingiendo seriedad–. Lo siento si la he ofendido, señorita Montrose. No sabía que podía tener ese aspecto… tan impresionante. Ni sabía que era capaz de sacarse de la manga un atuendo de alta costura –señaló, observando su chaqueta un momento, antes de mirarla a los ojos–. De acuerdo. Vámonos.

Llegaron a la fiesta en un momento. En parte, porque el Aston Martin de Cam Hillier era un coche rápido y manejable. Y, en parte, porque él era un excelente conductor y conocía bien las calles traseras de Sídney, para evitar el tráfico de la ciudad en hora punta.

Liz intentó disimular sus nervios, hasta que llegaron.

–Creo que equivocó su vocación, señor Hillier. Debió ser usted piloto de Fórmula Uno –comentó ella cuando él aparcó.

–Lo fui. En mi juventud –replicó él–. Hasta que comencé a aburrirme.

–Bueno, yo no diría que el trayecto ha sido aburrido –comentó ella–. Pero no se puede aparcar aquí, ¿o sí?

Cam había parado delante del garaje de una casa, la que había al lado de una enorme mansión que estaba encendida como una tarta de cumpleaños y, sin duda, debía de ser el lugar de la fiesta.

–Eso no es problema.

–¿Y si el dueño quiere entrar o salir? –preguntó ella.

–El dueño está fuera.

Liz se encogió de hombros y miró a su alrededor.

Estaban en Bellevue Hill, uno de los barrios más lujosos de Sídney. Seguro que la fiesta reunía a personajes de la clase más alta de la ciudad. A ella no le apetecía asistir a un evento así ni lo más mínimo.

–De acuerdo –dijo Liz y agarró el manillar–. ¿Terminamos de una vez con esto?

–Un momento –pidió él con tono seco–. Me he dado cuenta de que la he ofendido. Y me he disculpado. Y usted, con su increíble metamorfosis, ha ganado la última baza. Por lo tanto, me pregunto si hay alguna razón para que siga mostrándose tan rígida y descontenta. Se comporta como si fuera una institutriz.

Liz se sonrojó y se quedó sin palabras.

–¿Qué es lo que desaprueba exactamente? –quiso saber él.

–Si de veras quiere saberlo…

–Sí quiero –le interrumpió él.

Liz abrió la boca y se mordió el labio.

–No es nada. No soy quién para darle mi aprobación o no –contestó ella. Se colocó el pelo, enderezó los hombros y se giró hacia él–. ¿De acuerdo?

Cam Hillier se quedó mirándola con gesto inexpresivo durante un largo instante. Entonces, sucedió algo muy curioso. En los reducidos confines del coche, no fue desaprobación lo que latió entre ellos, sino atracción.

Liz volvió fijarse en lo anchos que eran sus hombros bajo la chaqueta negra que llevaba con una camisa verde claro y una corbata más oscura. Se fijó en su sonrisa y en sus ojos inteligentes, azules e inmensos.

Y se dio cuenta del modo en que él la estaba mirando… Un temblor la recorrió y se le puso la piel de gallina, pues estaban tan cerca que le resultó imposible no imaginarse los brazos de él rodeándola, sus manos en el pelo, su boca besándola.

Ella se giró de forma abrupta.

Él no dijo nada, sólo se limitó a abrir la puerta y salir. Liz lo imitó.

Aunque Liz había sido consciente de que iba a asistir a una fiesta de la clase alta, lo que vio cuando entró por la puerta de aquel hogar de Bellevue Hill la dejó sin aliento. Un ancho pasillo de piedra conducía a la primera de tres terrazas y a unas maravillosas vistas de la bahía de Sídney bajo los últimos rayos de sol. Antorchas encendidas iluminaban las terrazas, había jarrones de cerámica con exóticas flores y, en el nivel inferior, una piscina de color aguamarina parecía derramarse en una cascada hacia el final de la tercera terraza.

Había ya muchos invitados allí. Las mujeres formaban un ramo de colores, igual que las flores. En una esquina de la terraza de en medio, había una banda tocando música africana con un ritmo sensual, acompañado por el suave e hipnótico sonar de los tambores.

Un camarero con guantes blancos apareció a su lado de inmediato para ofrecerles champán.

Liz estuvo a punto de declinar el ofrecimiento, pero Cam le puso una copa en la mano sin más. En ese momento, la anfitriona se acercó a ellos.

Era una mujer alta e impresionante, con una túnica rosa y una buena cantidad de joyas de oro y diamantes. Tenía el pelo gris pintado con mechas rosas.

–Mi querido Cam –saludó la anfitriona–. ¡Creí que no ibas a venir! –exclamó y arqueó las cejas al mirar a Liz–. ¿Pero quién es ésta?

–Se llama Liz Montrose, Narelle. Liz, ésta es Narelle Hastings.

–¿Cómo está? –murmuró Liz, tendiéndole la mano.

–Muy bien, querida, muy bien –replicó Narelle, analizando a Liz de arriba abajo con rapidez y experiencia–. ¿Así que has suplantado a Portia?

–Nada de eso –respondió Cam Hillier–. Portia ya no quiere salir conmigo y, como Liz está sustituyendo a Roger en la oficina, la he presionado para que me acompañara. Eso es todo.

–Querido, llámalo como quieras, pero no esperes que me crea que eres un angelito –le dijo Narelle con tono cariñoso. Luego, se giró hacia Liz–. Eres demasiado bonita para ser sólo una secretaria, querida. Y Cam tampoco está mal. Son las cosas que hacen que el mundo siga dando vueltas –señaló y volvió a mirar a Cam–: ¿Cómo está Archie?

–Echo un manojo de nervios. Wenonah está a punto de tener los cachorros en cualquier momento.

–Dale recuerdos –repuso Narelle, riendo–. ¡Oh! Disculparme. Han llegado más invitados –añadió, dirigiéndose a Liz–. Y no te olvides, la vida no es sólo trabajo, ¡así que disfruta de Cam mientras puedas!

Dicho aquello, Narelle se esfumó y Liz se quedó mirándola, estupefacta.

–No diga nada al respecto –le advirtió Liz a Cam.

–No pensaba hacerlo. Reconozco que Narelle puede ser un poco… excéntrica.

–De todas maneras, no ha sido buena idea venir.

Cam la observó un momento y se encogió de hombros.

–A mí no me ha parecido de importancia.

Liz lo miró, dispuesta a seguir protestando, cuando, de pronto, volvió a caer en la cuenta de lo peligrosamente atractivo que era. Alto y moreno, con ese físico tan armonioso. Era lógico que todas las mujeres a su alrededor estuvieran pendientes de él. Y era comprensible que se sintiera acosado…

–No es su reputación lo que está en juego –le espetó ella al fin–. Seguramente, ya está…

–¿Por los suelos? –adivinó él.

Liz hizo una mueca y apartó la vista. Pensó que debía tener cuidado, pues no quería tener ninguna mancha en su historial ni que la carta de recomendación para su siguiente trabajo rezara que había insultado a su jefe diciéndole que tenía mala reputación.

–Este lugar es muy hermoso –comentó ella, cambiando de tema, y le dio un trago a su champán–. ¿Es una fiesta benéfica o por algún motivo en especial?

Cam arqueó las cejas, sorprendido por el giro de la conversación, y sonrió.

–Creo que no. Narelle no necesita excusas para celebrar una fiesta. Es la reina de la alta sociedad.

–Qué… interesante.

–¿No le parece bien que alguien haga una fiesta que no sea benéfica?

–¿He dicho yo eso?

–No lo ha dicho, pero me ha dado la sensación de que lo estaba pensando. Por cierto, Narelle es mi tía abuela.

Liz le dio otro trago a su copa.

–Gracias –dijo ella.

Cam le lanzó una mirada interrogativa.

–Gracias por habérmelo dicho –explicó ella–. A veces, me cuesta… no decir lo que pienso. Pero nunca diría nada malo de la tía abuela de nadie.

En esa ocasión, Cam no sólo sonrió, sino que comenzó a reírse.

–¿Qué es tan gracioso?

–No estoy seguro –contestó él, sonriendo–. No sé si es que me confirma lo que sospechaba, que es usted una mujer correcta hasta la médula. O si es porque considera a las tías abuelas como una especie de seres sagrados.

Liz hizo una mueca.

–Supongo que ha sonado un poco raro, pero ya sabe a lo que me refería. Por lo general, no me gusta meterme en temas personales.

Cam esbozó una expresión escéptica, pero no explicó por qué.

–Narelle puede cuidarse sola mejor que nadie. Lo que me llama la atención es que usted haya elegido una profesión que requiere gran diplomacia, si es que tiene tanta dificultad para no decir lo que piensa.

–Sí, bueno, también es un misterio para mí –admitió ella–. La verdad es que estoy aprendiendo a guardarme mis opiniones para mis adentros.

–Conmigo, no, ¿eh?

Liz bajó la vista y bebió un poco más de champán.

–Con toda honestidad, señor Hillier, nunca antes me habían dado el recado de decirle a mi jefe que… preferirían salir con una serpiente de dos cabezas.

Cam Hillier soltó un silbido.

–¡Debía de estar muy enfadada por algo!

–Sí… por usted. Además de eso, me ha molestado un poco lo que ha dicho sobre que ir a la fiesta le dejaría expuesto a que lo acosaran…

–Es por el dinero –le interrumpió él.

–Ya. Como su tía, no pienso creerme que es usted ningún angelito –comentó ella con ironía. De pronto, se encogió ante el inesperado flash de una cámara–. Si le suma a eso la posibilidad de que nos tomen por pareja y lo peligrosa que es su conducción por las callejuelas de Sídney, ¿le sorprende todavía que me cueste no decir lo que pienso?

–La verdad es que no –admitió él–. ¿Le gustaría abandonar el trabajo?

–Ah –dijo Liz y bajó la vista a su copa, dándose cuenta de que casi se lo había bebido todo–. En rea lidad, no. Necesito el dinero. Así que, si pudiéramos limitarnos al horario del trabajo y a las tareas habituales de una secretaria, se lo agradecería.

Cam lo pensó un momento.

–¿Cuántos años tiene? ¿Y cómo consiguió el trabajo?

–Tengo veinticuatro y soy diplomada en secretaría de dirección. Era la mejor de mi clase, aunque le cueste creerlo.

–No me cuesta. Me di cuenta de que era muy inteligente por la forma en que tomó las riendas de la situación desde los primeros días.

–Bueno, gracias –repuso ella y le dio otro trago a su champán.

–Y Molly dice que es usted una especie de genio de las nuevas tecnologías.

–No tanto. Pero me gustan los ordenadores.

–Eso me hace preguntarme por qué hace trabajos temporales en vez de dedicarse en serio a su carrera –comentó él con aire meditativo.

Liz miró a su alrededor. Unas cuantas parejas había empezado a bailar y ella sintió la irresistible llamada de los tambores africanos. Deseó ser libre, tener una pareja con quien bailar, hablar, compartir los problemas… Alguien que le ayudara a sobrellevar su carga.

Necesitaba a alguien que le ayudara a vivir la vida.

Había pasado tanto tiempo desde la última vez que había bailado, desde que se había soltado el pelo… que había olvidado lo que se sentía.

Como impulsada por un resorte, levantó la vista hacia su acompañante, que la estaba mirando con gesto interrogativo. Por un instante, Liz creyó que iba a pedirle que bailara con él. Y se imaginó en la pista de baile, meciéndose entre sus brazos.

¿Habría él adivinado la dirección de sus pensamientos? Y si así era, ¿cómo?, se preguntó Liz. Al parecer, su jefe estaba empezando a darse cuenta de que era un ser humano y no sólo un robot…

Ella apartó la vista, alarmada. No quería tener vínculos con ningún hombre. No quería pasar por eso de nuevo. Estaba furiosa por haberle tenido que demostrar a Cam Hillier que era algo más que un mueble de oficina…

–¿Quién es Archie? –preguntó Liz, soltando lo primero que se le pasó por la cabeza para romper el flujo de sus pensamientos.

–Mi sobrino.

–¿Es amante de los animales?

–Mucho.

Liz esperó un momento, pero fue evidente que Cam Hillier no parecía dispuesto a seguir hablando de su primo.

Entonces, ella miró hacia la multitud y, de repente, una alta figura llamó su atención. Era un hombre… alguien que en el pasado lo había sido todo para ella. Al verlo, se giró de forma abrupta y le tendió la copa a su jefe.

–Disculpe, pero tengo que ir al baño –explicó ella y desapareció dentro.

Sin saber cómo, Liz se había perdido dentro de la mansión de Narelle Hastings. Había encontrado el baño y había pasado diez minutos intentando calmarse. Sin embargo, su turbación había sido tanta que no había podido pensar con claridad. Había salido, decidida a irse de la fiesta y se había topado con Narelle despidiéndose de algunos invitados. Entonces, había dado media vuelta y había atravesado varios pasillos, hasta llegar a la cocina. Por suerte, había estado vacía, pero ella sabía que en cualquier momento podían llegar los camareros.

Bueno, se iría por la puerta trasera, se dijo.

Al principio, le pareció una solución prometedora. La cocina daba a un patio de servicio, con la puerta al final del muro. ¡Excelente! Lo malo fue que se encontró la salida cerrada con llave.

Liz tomó aliento, temblorosa, dándose cuenta de que podía meterse en una situación muy embarazosa si la encontraban allí. ¿Cómo diablos iba a explicarles a Cam Hillier y, sobre todo, a su tía abuela que estaba dando vueltas por la casa a su merced?

De pronto, escuchó voces provenientes de la cocina. Dudó tener el valor necesario para volver a entrar y sopesó sus opciones. No era buena idea intentar saltar el muro que daba a la calle, pues podía caerle a alguien encima. Pero la casa de al lado, en cuya entrada de vehículos había aparcado Cam Hillier, se suponía que estaba vacía. Su jefe le había dicho que el dueño no estaba. Eso hacía que el muro que lindaba con ella fuera mejor opción. Lo único que tenía que hacer era trepar por el muro y, una vez en el jardín contiguo, salir por la cancela que había visto desde la calle. Pero… ¿cómo iba a hacer eso?

La puerta de la cocina se abrió y ella se ocultó en unas sombras, tensa. Un criado sacó una bolsa de basura y la dejó en un cubo verde, cerrando la puerta tras él.

El cubo le dio una idea a Liz. Podía pegarlo al muro, subirse encima de él y, así, saltar a la casa de al lado.

Igual que todo lo demás que le había sucedido en aquel día interminable, no era muy buena idea. Para empezar, justo cuando iba a ponerse en acción, salieron más criados de la cocina llevando más bolsas de basura. Eso le hizo reconsiderar el plan.

¿Y si conseguía saltar al otro lado y alguien se daba cuenta de que el cubo había sido movido de sitio?

Sin embargo, no podía seguir escondida en el patio trasero mucho tiempo más. Mirándose el reloj, se dio cuenta de que ya llevaba allí veinte minutos.

Liz se mordió el labio y apretó los puños, esforzándose por mantener la calma, casi segura de que iba a tener que entrar en la cocina de nuevo. Pero algo decidió la suerte por ella. Una voz dentro de la cocina avisó a los demás de que iba a cerrar con llave la puerta. Y ella oyó la cerradura.

Liz cerró los ojos un instante, antes de salir corriendo a por el cubo, ponerlo contra el muro y quitarse los zapatos. Se puso el bolso al hombro, tiró los zapatos al otro lado, se levantó la falta y subió al cubo. Trepar desde casa de Narelle era fácil, gracias a su invento, pero lo difícil iba a ser bajar a la casa adyacente. Descolgándose por la pared, intentó adivinar qué altura tenía.

Cuando sólo le quedaba un palmo para llegar al suelo, saltó. Pero perdió el equilibrio y se cayó. Justo cuando estaba incorporándose y examinándose las medias rotas y el rasguño en la rodilla, las puertas del paso de carruajes comenzaron a abrirse, acompañadas por el sonido del motor de un coche.

Liz se puso en pie y se quedó mirando las luces de los faros del lujoso coche que atravesaba las puertas y se paraba delante de ella.

La ventanilla del conductor, que quedaba a su lado, se abrió. Ella inclinó la cabeza y, al ver al hombre que había detrás del volante, comprendió…

–Ah. Ya entiendo. Ésta es su casa –señaló ella–. ¡Por eso, sabía que no habría problema con que aparcara en el camino de entrada!

–Elemental, Liz –repuso él, llamándola por su nombre de pila por primera vez–. Lo que es un misterio para mí es qué diablos estás haciendo aquí.

Capítulo 2

QUIÉN es él?

La pregunta quedó en el aire, mientras Liz miraba a su alrededor, sentada en un cómodo sofá de terciopelo color canela. Delante, tenía una mesita baja de madera, con un bonsái. Más allá, sobre la chimenea, un hermoso cuadro original de la escuela Heidelberg.

Había dos sillones a juego y otros muebles preciosos sobre los suelos de madera. Las ventanas daban a una elegante piscina con una fuente, altos cipreses y, a lo lejos, a las luces de la bahía de Sídney.

No era tan espectacular como la residencia de su tía abuela, pensó ella, pero era lujosa y elegante hasta decir basta.

Su propietario estaba sentado en un sillón delante de ella.

Se había quitado la chaqueta y la corbata, se había abierto los primeros botones de la camisa. Y había servido dos copas de coñac.

Liz se había limpiado como había podido en el baño de invitados. Se había quitado las medias rotas, se había lavado la herida de la rodilla y se había puesto una tirita.

No había podido encontrar uno de los zapatos… hasta que lo habían hallado en un cubo de agua que, al parecer, el jardinero había dejado allí.

Hasta el momento, la única explicación que Liz había dado había sido que había visto a alguien en la fiesta con quien no quería encontrarse, que había intentado escapar y que le había salido el tiro por la culata.

–¿Él? –replicó ella pasados unos minutos–. ¿Qué le hace pensar que es un hombre?

–Vamos, Liz. ¡Si tu historia es verdadera, no puedo imaginarme que una mujer te provocara una reacción así! De todas maneras, te vi posar los ojos en un hombre y ponerte pálida antes de que… desaparecieras. Y, por cierto, con ello me pusiste en una situación un tanto embarazosa –añadió con tono seco.

–¿Le acosaron? –preguntó ella, abriendo mucho los ojos.

–No –negó él, mirándola con rencor–. Pero hice que Narelle te buscara en los baños. Se preocupó mucho.

–¿Y luego?

–No encontramos rastro de ti –explicó él, encogiéndose de hombros–. Así que imaginamos que habías pedido un taxi y te habías ido.

–Mientras, yo estaba escondida en el patio de servicio –comentó Liz con un suspiro–. De acuerdo, era un hombre. Nosotros… fuimos pareja, pero no salió bien y yo… no quería encontrármelo –balbuceó.

–Lo entiendo –repuso él, frunciendo el ceño–. ¿Pero por qué no me dijiste eso sin más? Podías haber salido por la puerta principal.

–Me sentía un poco confusa –confesó ella.

–¿Un poco? Yo diría más bien histérica… y eso no tiene sentido. Te expusiste a que Narelle pensara que querías llevarte algo de su casa. Yo también podía haberlo pensado, si te digo la verdad. Podíamos haber llamado a la policía –señaló él–. Y me extraña que te comportes como una histérica, no pensé que fueras de esa manera…

Eso era porque él no conocía las circunstancias, pensó Liz, dándole otro trago al coñac.

–Los asuntos del corazón pueden ser… diferentes –explicó ella en voz baja–. Puedo ser un ejemplo de calma en unas ocasiones, pero en otras…

–¿Así que no eres una dama de hielo, después de todo? –observó él y, cuando Liz no dijo nada, añadió–: Acabo de recordar algo. Eres madre soltera, ¿no?

Liz lo miró de pronto con ojos fríos como el hielo.

–No lo digo para criticarte –se explicó él–. Sólo lo comento porque ahora entiendo por qué trabajas en empleos temporales nada más.

–Sí –afirmó ella y se relajó un poco.

–Háblame de ello.

Sujetando el vaso entre las manos, Liz se sintió inundada de calidez, como siempre le ocurría cuando pensaba en el milagro de su vida.

–Tiene casi cuatro años, se llama Scout… y es preciosa –señaló ella, sonriendo.

–¿Quién la cuida cuando estás trabajando?

–Mi madre. Vivimos juntas. Mi padre murió.

–¿Y lo lleváis bien así?

–Sí. Scout adora a mi madre y mi madre… bueno, a veces, también necesita que la cuiden –admitió Liz, pensativa–. En ocasiones, discutimos, pero nos llevamos bien.

–¿Y el padre de Scout?

Liz se sobresaltó ante la pregunta. Se puso tensa y tragó saliva.

–Señor Hillier, eso no es asunto suyo.

Cam la observó con atención, percatándose del cambio. Era obvio que el padre de Scout era un tema peliagudo para ella.

–Señorita Montrose, la forma en que escaló mi muro y cómo se recorrió entera la casa de mi tía abuela sí es asunto mío. Hay muchas cosas valiosas en ambas casas –le espetó él y la miró a los ojos–. Y todavía no he quedado satisfecho con la explicación.

–No… no entiendo a qué se refiere. No tenía ni idea de que ésta fuera su casa. Ni sabía que íbamos a ir a casa de su tía abuela esta noche –repuso ella con furor–. ¡Sólo una idiota decidiría dejarse llevar por el calor del momento para robar en ambas!

–O una madre soltera con dificultades económicas –puntualizó él y, cuando ella no fue capaz de articular una respuesta, añadió–: Una madre soltera con un gusto muy caro para la ropa, por cierto.

Liz cerró los ojos, furiosa consigo misma por haber sido tan tonta.

–No son caras. Mi madre las hace. ¡De acuerdo! –exclamó ella y echó la cabeza hacia atrás con decisión–. El hombre de la fiesta era el padre de Scout. Por eso me puse así. Llevaba años sin verlo y sin hablar con él.

–¿Lo has intentado?

–Sabía que lo nuestro había terminado –contestó Liz, meneando la cabeza–. Descubrí que yo sólo había sido una aventura para él. No me quedó otra elección que retirarme. Aunque, entonces, yo no…

–¿No sabías que estabas embarazada? –le interrumpió él con un toque cínico.

–Oh, sí lo sabía –replicó ella, ignorando su tono de voz. Tomó un sorbo más de coñac para tragarse las lágrimas.

–¿No se lo dijiste a él? –inquirió Cam, frunciendo el ceño.

–Sí se lo dije. Me contestó que debía abortar. Me ofreció… ayuda para hacerlo y, también… me dijo que iba a empezar una nueva vida con otra mujer y que se iba a mudar a otro estado. Yo le dije que no se preocupara, que podría arreglármelas. Y me fui. Fue la última vez que lo vi.

–¿No sabe que tuviste a la niña?

–No.

–¿No piensas decírselo?

–¡No! –exclamó ella, nerviosa, y dejó el vaso sobre la mesa–. Cuando Scout nació lo único que pensé fue que era mía. Él ni siquiera había querido que naciera, así que ¿por qué iba a compartirla? Sigo pensando lo mismo, pero… Un día, voy a tener que verlo desde el punto de vista de Scout –admitió–. Cuando sea mayor, puede que quiera saber quién es su padre.

–¿Pero no quieres que él lo sepa mientras tanto? Por eso, has tomado unas medidas evasivas tan extremas esta noche –comentó él–. ¿Crees que puede haber cambiado de opinión respecto a tener una hija?

–No lo sé –respondió ella con un pesado suspiro–. Pero Scout es tan encantadora, que nadie puede resistirse a ella. Se parece a su padre algunas veces. Hace poco leí un artículo sobre él en la prensa económica. Se está abriendo camino en los negocios y lleva cuatro años casado. No tienen hijos. Puede que sea una paranoica, pero temo que quieran quitarme a Scout.

–Liz –dijo él, incorporándose en su asiento–. Tú eres su madre. No pueden… a menos que no seas capaz de mantenerla.

–Tal vez, legalmente, no. Pero hay otras maneras. Cuando crezca, es posible que Scout prefiera lo que ellos pueden ofrecerle. Ellos son ricos. Yo sólo… sobrevivo –admitió ella, con lágrimas en los ojos.

–¿Has superado vuestro fracaso, Liz?

Un completo silencio cayó sobre ellos, interrumpido sólo por la bocina de un barco en la bahía.

–No lo he olvidado ni lo he perdonado –reconoció ella, con los ojos perdidos en la lejanía–. Ni me he perdonado a mí misma por haber sido tan ingenua.

–Deberías hacerlo. Son cosas que pasan. Son lecciones de la vida.

Entonces, Liz observó con sorpresa un brillo de comprensión en los ojos de él.

Ella se humedeció los labios y tomó aliento para recuperar la calma. El que Cam Hillier no la estuviera juzgando la hizo emocionarse. Bajó la vista, luchando por contener las lágrimas.

De pronto, se dio cuenta, sin embargo, de que acababa de contarle todos sus problemas a un extraño, con la complicación añadida de que era su jefe.

Con una respiración temblorosa, Liz se enderezó.

–Lo siento –admitió ella–. Si quiere despedirme, lo comprendo. Al menos, ¿me cree ahora?

–Sí –afirmó Cam Hillier sin titubear–. Eh… no, no quiero despedirte. Te llevaré a tu casa –señaló, apuró el vaso de coñac y se puso en pie.

–No hace falta, tomaré un taxi –replicó ella, levantándose.

–¿Con un solo zapato? –preguntó él arqueando una ceja–. El otro está echado a perder.

–Yo…

–No discutas –sugirió él y se puso la chaqueta.

Después de ti –señaló, indicándole que lo precedería para salir.

Liz se esforzó por caminar con toda la dignidad posible, a pesar de no llevar zapatos.

Cam la dejó en su casa y esperó a que ella entrara antes de irse. Observándola desde el coche, reparó en que sus piernas eran tan largas y bonitas como las de Portia. De hecho, aunque no fuera tan voluptuosa como Portia, era alta, de hombros rectos y de estrecha cintura. En conjunto, tenía una figura esbelta y elegante… ¿cómo no se había dado cuenta antes?

Tal vez, porque ella se había ocultado tras esas gafas de pasta, atuendos austeros y con cierto toque militar y el pelo siempre recogido en un moño apretado…

Con una mueca, Cam tuvo que admitir para sus adentros que, tras su apariencia distante de dama de hielo había una verdadera rompecorazones. Otra cosa de la que se había percatado era que Liz parecía sentir algo hacia él, le gustara a ella o no.

En cualquier caso, en poco menos de dos semanas dejaría el trabajo, pensó él. A menos…

A la mañana siguiente, Liz le sirvió a su hija un huevo pasado por agua con una cara dibujada. Scout aplaudió encantada.

–Debiste de llegar tarde anoche, Liz. No te oí llegar –comentó Mary Montrose.

Había sido una suerte que su madre no la hubiera visto, pensó Liz, sin muchas ganas de compartir con ella lo que le había pasado la noche anterior. Sobre todo, lo relacionado con su aspecto desarreglado, con el vestido rasgado, la herida en la rodilla y un zapato empapado.

En ese momento, le ofreció a su madre una versión abreviada de la noche.

Mary se incorporó en la silla con excitación.

–Una vez diseñé un vestido para Narelle Hastings. ¿Dices que es la tía abuela de Cameron Hillier?

–Eso me dijo él –respondió Liz sonriendo, mientras le quitaba la cáscara al huevo de su hija.

Su madre era una ferviente seguidora de la escena social.

–Veamos… –meditó Mary un momento–. Creo que Narelle era tía de su madre… es decir, su tía abuela. ¡Eso es! Me alegro de que esté bien. La verdad es que el clan Hastings Hillier ha sufrido un par de tragedias.

Liz le limpió la carita a su hija y le dio un beso en la nariz.

–Buena chica. ¡Te lo has comido muy bien! ¿Qué tragedias? –le preguntó a su madre.

–Los padres de Cameron murieron en un accidente de avión y su hermana en una avalancha en la nieve. ¿Cómo es él?

Liz titubeó, sin estar segura de cómo describirlo.

–Es normal –dijo Liz, despacio, y se miró el reloj–. Tengo que irme enseguida. Bueno, ¿qué vais a hacer hoy, chicas?

–Koalas –respondió Scout.

La niña tenía la piel clara, como su madre, y grandes ojos azules. Y era la viva imagen de la salud.

–¿Vais a comprar un koala? –preguntó Liz, fingiendo sorpresa.

–No, mami –le explicó la niña con cariño–. ¡Vamos a verlos en el zoo? ¿A que sí, abuela!

–Y a otros muchos animales, tesoro –confirmó su abuela–. ¡Lo estoy deseando!

Liz respiró hondo, pensando en lo mucho que le gustaría acompañarlas.

–A veces, no sé cómo darte las gracias –le murmuró Liz a su madre.

–No es necesario –aseguró Mary–. Ya lo sabes. Liz parpadeó y se puso en pie, lista para irse a arreglar para el trabajo.

El piso en el que vivía con Scout y con Mary estaba en un barrio del centro de Sídney. Era cómodo y estaba cerca de todas partes, del centro histórico, de los parques y de la zona comercial y de ocio.

La casa tenía tres dormitorios y un pequeño estudio. Habían convertido el estudio en una habitación para Scout y el tercer dormitorio en un taller para Mary. Se parecía a la cueva de Aladino, pensaba Liz en ocasiones. Había pilas de ropas y telas de colores y tejidos maravillosos, además de una selección de botones, cuentas, lentejuelas, lazos y plumas de todos los colores.

Mary tenía una clientela fija para quienes creaba sus diseños. Pero las dos personas para las que más le gustaba coser eran su hija y su nieta. Por eso, aunque Liz apenas se gastaba dinero en comprar cosas para ella, nadie lo hubiera dicho a juzgar por su forma de vestir.

Ese día, Liz decidió que sería una tontería seguir escondiendo la originalidad y belleza de su vestuario. Para ir a trabajar, se puso unos pantalones negros ajustados y una blusa blanca y negra con medias mangas, con un cinturón en la cintura. Los zapatos eran negros, con plataformas de corcho. Escogió, también, un brazalete negro y plateado.

Cuando iba a recogerse el pelo delante del espejo, se lo pensó mejor. No tenía sentido hacerlo, después de que él la hubiera visto con el pelo suelto. Además, se puso las lentillas.

En el autobús de camino a la oficina, sin embargo, Liz no estaba pensando en su propio aspecto. Sólo podía pensar en Cam Hillier.

La noche anterior, no había podido dormir bien, reviviendo continuamente lo que había pasado.