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Chattie Winslow había viajado a la zona más despoblada de Australia para solucionar un drama familiar. Lo que no esperaba era conocer al duro y guapo Steve Kinane y convertirse en empleada temporal de su explotación ganadera. Chattie y Steve tuvieron que hacer un tremendo esfuerzo para no dejarse llevar por el deseo que sentían el uno por el otro. Pero cuando descubrió la verdadera razón por la que Chattie estaba allí, se le ocurrió proponerle algo: un matrimonio de conveniencia. En poco tiempo, Chattie se dio cuenta de que no podría vivir sin el rancho... ni sin Steve.
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Seitenzahl: 184
Veröffentlichungsjahr: 2019
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Lindsay Armstrong
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Huérfanos de amor, n.º 1533 - marzo 2019
Título original: The Australian’s Convenient Bride
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-468-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
STEVE Kinane salió de la autopista, juró entre dientes y se detuvo en la polvorienta cuneta de aquella carretera desierta junto a la chica que hacía autostop. En Australia era un deber no dejar jamás abandonada a una persona en apuros, pero aquél había sido un día muy largo, y tenía la sensación de que el asunto lo obligaría a desviarse de su camino. Entonces se dio cuenta de que ella llevaba guardaespaldas: un perro gris con manchas negras en el lomo que la seguía de cerca. Era un perro de tamaño medio, pero estaba en forma y era de una raza de legendaria lealtad, así que no era enteramente una damisela en apuros. Steve abrió la puerta y el perro ladró, pero bastó una orden de su ama para que se sentara obedientemente.
–Hola, ¿adónde vas? –preguntó él saliendo del coche y acercándose.
Era una chica elegante, joven y rubia. Debía de tener poco más de veinte años. Llevaba el pelo largo, rizado y recogido bajo un sombrero azul de verano. Tenía los ojos grises muy abiertos, la mirada era directa, y la silueta, con vaqueros ajustados y una camiseta, era femenina y esbelta.
–Buenas tardes –respondió ella–. Gracias por parar. Voy al rancho de Mount Helena, creo que queda a unos quince kilómetros de aquí.
–¿Te esperan? –preguntó él frunciendo el ceño.
–¿Es que acaso lo conoces? –preguntó ella a su vez educadamente, observando la suciedad de sus vaqueros, botas y manos.
–Sí… trabajo allí –contestó Steve mintiendo en parte.
Inmediatamente él se preguntó por qué no le decía toda la verdad. Era evidente que se había dejado llevar por el instinto. Ella, sin embargo, pareció relajarse.
–¿Sí?, pues te agradecería que me llevaras. No parece que sea ésta una carretera muy transitada –comentó ella mirando a su alrededor–. A propósito, me llamo Charlotte Winslow –añadió alargando la mano.
Steve se la estrechó. Ella tenía el brazo moreno y la piel de seda. El perro ladró como un buen guardián.
–Basta, Rich –murmuró ella retirando la mano.
–Lo siento, pero no me suena tu nombre –comentó él.
–Llámame Chattie, todos me llaman así. Bueno, puede que no tuvieran tiempo de comentarte nada acerca de mi llegada.
–Sí, puede –respondió él mirándola de arriba abajo.
Chattie respiró hondo mientras soportaba aquella escrutadora mirada que la desnudaba.
–¿Buscas a Mark Kinane por casualidad?
–¿Qué te hace pensar eso? –preguntó ella a su vez.
Chattie vaciló un momento y finalmente decidió que lo mejor era admitir la verdad. Pensara él lo que pensara. Así que añadió:
–Sí.
–¿Y eso?
–Bueno, él y yo… Mark me habló del rancho y me invitó, así que aquí estoy.
–¿Y cómo has llegado hasta aquí? –siguió preguntando Steve Kinane incrédulo.
–Un amigo me trajo desde Brisbane. Me habría llevado hasta el rancho, pero su coche no es un todoterreno y no quería arriesgarse a romper la suspensión por esta carretera.
–¿Y qué habrías hecho si no hubiera pasado nadie por aquí?
Ella se encogió de hombros y contestó:
–Habría esperado un rato y habría vuelto a la autopista. No creo que me costara mucho encontrar a alguien que me llevara al pueblo más cercano, y mañana ya vería…
–Está bien, el perro y el equipaje en el asiento de atrás –accedió él al fin cargando con la bolsa de viaje.
Cinco minutos más tarde emprendían camino. El perro iba en el asiento de atrás, en guardia, respirando sofocado casi encima de la nuca de Steve. Chattie quedó impresionada al ver cómo él manejaba el vehículo por aquella difícil carretera llena de baches. El empleado de Mount Helena, de fuertes brazos, resultaba viril y atractivo. Incluso se ruborizó recordando la forma en que él la había mirado. Pero debía estar loca al ocurrírsele pensar cosas así, se dijo desviando la vista al paisaje rocoso y arbolado.
–¿Cuánto tiempo hace que conoces a Mark, Chattie Winslow?
–Unos meses.
Él la miró de reojo. Ella se había quitado el sombrero, su perfil era delicioso. Tenía la nariz pequeña y recta, los labios encantadoramente perfilados, la mandíbula delicadamente esculpida y el cuello largo y perfecto. Hasta la oreja era bonita, sujetando unos mechones de cabello rubio. De pronto Steve pensó que jamás se había fijado en las orejas de las mujeres. Sí, mejor era dejar que Mark se ocupara de ella. Mark sabía tratar a las mujeres, aunque tenía la sensación de que aquélla era demasiado para él.
–¿Cómo conociste a Mark?
–En una fiesta –respondió Chattie sin faltar a la verdad pero consciente, por otra parte, de que su forma de hablar podía inducirlo a error.
Explicar las cosas de un modo tan simple podía hacerle creer que era la novia de Mark, y eso no serviría más que para complicarlo todo. Por eso añadió:
–¿Por qué tengo la sensación de que me estás interrogando?
Él sonrió torciendo la boca de un modo encantador y contestó:
–Pura curiosidad. Por aquí sólo hay vacas. A veces tanta vaca y tanto aislamiento te vuelven loco.
–Sí, lo comprendo –contestó Chattie echándose a reír–. Creo que a Mark le pasa lo mismo.
Su risa era musical. Ella se calló y se mordió el labio, pensativa. No quería hablar de Mark Kinane con nadie hasta que no lo encontrara, y menos aún con un empleado del rancho. ¿Por qué, sin embargo, no dejaba de hacerlo?
–¿Sabes? Soy profesora.
El vehículo se desvió bruscamente al saltar un bache, pero Steve sujetó el volante.
–¿Por qué te sorprende tanto? –preguntó ella.
–No lo pareces –respondió él mirándola de reojo.
En esa ocasión, sin embargo, sus miradas se encontraron. Ambos la sostuvieron por un momento, resultando de lo más significativo.
–Gracias, pero es probable que tengas una idea un poco anticuada de qué es una profesora.
–Quizá –respondió él encogiéndose de hombros–. ¿Qué enseñas?
–Disciplinas domésticas como cocinar, coser… Me encanta.
Steve Kinane reflexionó. Cada vez sentía más curiosidad. A Mark jamás le habían gustado las mujeres hogareñas. O, al menos, hasta ese momento. Su vida amorosa estaba plagada de modelos y futuras estrellas de cine, criaturas bellas y vaporosas con escasos talentos prácticos. Aquella chica, en cambio, aunque daba el tipo físicamente, enseñaba disciplinas útiles y parecía, a juzgar por lo bien enseñado que tenía al perro, una persona práctica y con los pies en la tierra.
–¿Tienes algo en contra de ellas? –preguntó Chattie al ver que él guardaba silencio.
–En absoluto –negó Steve.
–También pinto y toco el piano –añadió ella seria.
Steve tuvo la impresión de que le tomaba el pelo, así que preguntó:
–¿Qué sabes de Mount Helena?
–Pues… no mucho.
–Pero Mark te habrá contado algo, ¿no?
Él estaba serio, la miraba con suspicacia. Quizá fuera un empleado de Mount Helena, pero era un tipo duro capaz de interrogarla en toda regla. Y perfectamente capaz, también, de detener el vehículo y dejarla tirada en aquella carretera.
–Me da la impresión de que Mark aún no sabe si quiere ser ranchero, pero me dijo que el rancho era impresionante. Yo jamás he visto ninguno tan grande.
–Sigue –ordenó él.
–¿Qué más quieres saber? Tiene un hermano mayor que dirige el rancho y que va por ahí dándole órdenes a todo el mundo. Un dictador, vamos. Pero supongo que eso ya lo sabes.
El perro ladró. Steve Kinane pareció enfadarse, pero al menos dejó de mirarla con suspicacia.
–¿Y no te da apuro llegar allí con un perro?
–He entrenado a Rich para dormir fuera de casa si es necesario. Además, no es peligroso. En realidad es un perro muy amable con las personas.
–Sí, mientras no levantes la mano o la voz.
Las miradas de ambos se encontraron.
–Me lo encontré abandonado en un vertedero, no comprendo cómo sobrevivió –explicó Chattie con frialdad–. Tuve que escalar por el contenedor y bucear entre la basura para sacarlo, y desde entonces ha sido mi fiel compañero.
–Servidor agradecido y devoto –añadió Steve–. No te enfades, yo habría hecho lo mismo.
Steve giró el volante y atravesó una serie de alambradas, pasando por encima de un par de enormes rejas metálicas instaladas en el suelo sobre las cuales los animales no podían caminar. Sobre las puertas de las alambradas había carteles que anunciaban que se trataba del rancho Mount Helena. A partir de allí la carretera mejoraba notablemente.
–Estamos llegando, ¿verdad?
–Sí, falta kilómetro y medio más o menos.
El resto del trayecto lo hicieron en silencio, hasta que por fin Steve paró junto al muro que cerraba un jardín. Chattie observó la casa encalada de tejado rojo por encima de la valla. Estaba rodeada de césped y arbustos, aislada del resto del rancho por aquella tapia perfectamente construida. Todo estaba muy bien cuidado, y se veía que la casa era antigua. Tras ella había una serie de depósitos de agua disimulados por buganvillas, y a partir de allí el terreno subía y bajaba formando pequeñas colinas cubiertas de césped.
Los colores eran maravillosos, pensó Chattie observando la tierra roja, el cielo, el césped y la casa, y suspirando. Steve Kinane la observó inquisitivo. Ella sonrió ruborizada.
–Está todo muy cuidado.
–¿Esperabas otra cosa? –preguntó él.
–No sé, la verdad. Mark… bueno, a los hombres no se les da bien describir lugares, ¿no te parece?
Steve no respondió. Se encogió de hombros, abrió la puerta y dijo:
–El… el mayordomo debe estar por aquí… sí, allí. Iré a hablar con él.
Chattie parpadeó confusa. El mayordomo era un hombre fuerte, de unos cuarenta años, calvo y con coleta. Steve y él hablaron, pero Chattie no oyó nada. Los dos hicieron gestos de incredulidad. El mayordomo sacudió la cabeza como si estuviera desorientado. Ambos se acercaron, y sólo entonces Chattie cayó en la cuenta de que él ni siquiera le había dicho su nombre.
–Chattie, éste es Slim. Él se encarga de la casa y cuidará de ti hasta que… esto se solucione.
–¿Qué tal, Slim? –saludó Chattie alargando la mano.
El perro ladró.
–Bien, ¿y tú? –contestó Slim–. Quiero decir, bienvenida a Helena, señorita.
–Gracias. ¿Está Mark por aquí?
–Ahora mismo no –respondió Slim.
–¡Vaya!
–Pero nosotros podemos atenderla –se ofreció Slim–. Iré por el equipaje. El perro, ¿está entrenado?
Chattie le explicó que estaba muy bien entrenado, y Slim le contó que la casa estaba rodeada de perros pero que no había objeción alguna al hecho de que Rich se instalara dentro. Chattie miró inquisitiva a Steve, que la ignoró, y minutos después subió a la habitación de invitados. Slim le llevó un té al dormitorio y le advirtió que la cena se servía a las siete. Le aconsejó además que descansara y que dejara el equipaje para otro momento.
Chattie no volvió a ver al hombre que la había llevado allí. Ni siquiera pudo agradecérselo ni averiguar su nombre. Al preguntarle a Slim cuándo podría ver a Mark, el mayordomo simplemente se encogió de hombros.
A solas, Chattie se sentó en la cama. Rich se sentó a sus pies y apoyó la cabeza en sus rodillas.
–¿Por qué tengo extrañas vibraciones? –preguntó Chattie en voz alta, acariciando al animal–. Y no me digas, después de llegar hasta aquí, que la persecución ha sido inútil y que Mark no está.
Chattie miró a su alrededor. Aunque anticuado, el dormitorio era grande y cómodo. Tenía baño propio y terraza. De hecho todo en la habitación era grandioso: la cama, el armario de caoba con un espejo en el panel central, la cómoda, las cortinas de cretona de flores y la colcha roja de seda. El baño había sido modernizado recientemente, y había muebles de jardín en la terraza perfectamente barnizados.
Chattie se sirvió té y comenzó a bebérselo a sorbos mientras pensaba en el lío en el que se había metido. Era evidente que la creían la novia de Mark. Su forma de llegar allí tenía tintes trágicos, sólo que en realidad la tragedia afectaba a su hermana Bridget.
Chattie suspiró. Nada más quedar huérfanas al cuidado de una tía para la cual no eran más que una carga, Bridget había comenzado a meterse en líos. Incluso con diecinueve años, y a punto de convertirse en modelo, su hermana seguía siendo una persona encantadora pero vulnerable. ¿Acaso su destino era seguir siéndolo de por vida? ¿Sería para siempre afectuosa, generosa, insensata, despistada y a veces incluso sorprendentemente tonta mientras no tuviera alguien que la guiara? ¿Y estaría ella destinada a ser responsable de su hermana de por vida, a sentirse como una anciana de cien años a pesar de tener sólo veintiuno?
Chattie volvió a suspirar y dejó la taza sobre la bandeja. Nada más conocer ambas a Mark en una fiesta, Chattie había comprendido que su hermana estaba hechizada por él. Había tratado por todos los medios de ponerle los pies en la tierra. Y lo mismo había seguido haciendo después, cuando ambos rompieron y ella tuvo que recoger los pedazos del corazón de Bridget. Sólo había perdido el control en una ocasión: cuando Bridget le enseñó el resultado de la prueba del embarazo y le aseguró que el bebé era de Mark y que jamás volvería a amar a ningún otro hombre.
–¿Lo sabe él? –había preguntado entonces Chattie a gritos–. ¿Cómo ha ocurrido?
Mark no sabía nada, por supuesto. Por aquel entonces ni siquiera Bridget lo sabía. Y a la pregunta de cómo había ocurrido, su hermana había respondido a su estilo: mezclando fechas, olvidando tomar algún día la píldora… Quizá incluso ambos se hubieran dejado llevar por la pasión en una ocasión o dos, perdiendo la cabeza. Chattie se había enfadado seriamente con su hermana por primera vez en la vida, arrancándole la historia completa de la ruptura y sin conformarse con la versión abreviada.
Mark Kinane, que tenía veintiún años igual que ella, era un joven desorientado, según parecía. Se había comprometido para casarse una vez, pero había roto con su novia y, por otro lado, no sabía qué hacer con su vida. Su hermano mayor, eternamente dedicado a dirigirle reproches, le había ordenado volver a casa, un enorme rancho.
Bridget aseguraba que el hermano mayor, el dictador, era el responsable de todas las desgracias de Mark: de su inseguridad, de sus dificultades… Según ella, el mayor había sido siempre el favorito del padre. Obligaba a Mark a ser algo que no quería, minaba incansablemente su confianza en sí mismo. Pero con Bridget a su lado, y con la responsabilidad que suponía tener una familia, todo cambiaría.
Pero Chattie no estaba tan segura de ello. Mark era encantador, cierto. Irresistible, tenía que admitirlo, pero, ¿no era también insustancial e inmaduro?, ¿y cómo se tomaría la noticia? Una cosa era cierta: Mark tenía derecho a saberlo, y el bebé tenía derecho a exigirle un sustento.
Nada más afirmar Bridget que ella misma le daría la noticia a Mark en persona, Chattie había resuelto hacer las cosas a su modo. Bridget era demasiado frágil, no permitiría que lo persiguiera por todo el país en lo que podría convertirse en una aventura peligrosa. Ella lo buscaría. La gratitud que entonces le había demostrado Bridget había resultado conmovedora, pero no obstante Chattie había tomado sus precauciones. Había llamado por teléfono al rancho, pero él no estaba. Y le había pedido a una amiga que pasara unos días con Bridget mientras ella estaba fuera.
–Bueno, Mark no andará lejos –comentó Chattie en voz baja sin dejar de acariciar a Rich.
El perro abrió un ojo.
–No sé qué hacer, se han creído que soy su novia –añadió Chattie sonriendo.
El perro se rascó la oreja.
–Sí, lo sé, es el viejo problema de siempre. Bueno, ya improvisaré. A juzgar por el hombre que nos recogió en la carretera, aquí nadie suelta prenda.
Chattie comenzó entonces a pensar en él. ¿Eran imaginaciones suyas, o había algo en él que…? Era incapaz de definirlo con palabras, pero parecía algo más que un simple y oscuro trabajador de un rancho. Aunque, desde luego, le iba bien eso de vivir en medio del remoto oeste de Queensland. Chattie rememoró su imagen tratando de precisar aquella esquiva cualidad, pero no llegó a ninguna conclusión. Por sucio y polvoriento que fuera, resultaba muy atractivo con aquel cabello negro y espeso, aquellos ojos oscuros y aquel cuerpo esbelto.
Resultaba difícil apartarlo de la imaginación. De hecho era difícil pensar en él sin imaginar sus manos, su estatura y su fortaleza y sin recordar, además, el hecho de que él la había desnudado con la mirada. La experiencia le había resultado molesta, pero no la había dejado fría…
Mejor dejarlo, se dijo bostezando. Aquél había sido un día duro. No tenía intención de seguir el consejo de Slim de ocuparse del equipaje en otro momento, pero por un segundo el deseo de tumbarse y cerrar los ojos resultó irresistible.
Dos horas más tarde Chattie despertó en medio de la oscuridad. Por un momento se sintió desorientada, pero enseguida recordó. Alargó la mano hasta la mesilla y encendió la luz. Eran las seis y media. Aguzó el oído, pero no oyó nada.
–Bien, chico, ya basta de dormir –comentó levantándose.
Rich se desperezó y juntos bajaron al jardín para estirar las piernas.
–No es un gran ejercicio, pero tendrás que conformarte –murmuró Chattie volviendo al dormitorio a tomar una ducha.
Había terminado de vestirse cuando alguien llamó a la puerta. Era Slim.
–La cena está lista, señorita. El señor Kinane quiere que se reúna con él para tomar una copa.
–¿Quién, Mark?
Slim sacudió la cabeza en una negativa y añadió:
–A propósito, le he preparado la comida al perro. ¿Crees que querrá venir conmigo?
Chattie se lo agradeció. Estaba a punto de tenderle la correa del perro cuando se le ocurrió preguntar:
–¿Cuántos señores Kinane hay en la casa? Que yo sepa, el padre de Mark murió, y sólo tiene un hermano.
–Sí, ése –asintió Slim–. Te guiaré.
–Gracias –contestó Chattie tragando.
Steve Kinane se llevaba la copa de whisky escocés a los labios cuando oyó a Slim anunciar:
–Aquí es, señorita.
Se giró en dirección al vestíbulo y vio un par de ojos grises atónitos.
Charlotte Winslow se había cambiado para cenar. Él también, pero sólo para ponerse unos vaqueros limpios y una camisa de explorador recién planchada. Ella, en cambio, estaba sensacional. Llevaba el pelo suelto, una melenita corta y rizada justo por encima de los hombros. A la luz de la lámpara, su rubio era casi platino. Iba vestida con sencillez, pero con elegancia: pantalones y blusa de seda de color caramelo, todo bien ajustado. Aquella mujer resultaba atractiva incluso con la boca abierta.
–Entra, Chattie. ¿Qué quieres tomar?
Ella cerró la boca y preguntó:
–¿Eres quien yo creo?
–Soy Steve Kinane, el hermano mayor de Mark… El dictador, nada menos.
POR QUÉ no me lo dijiste?
–Para ser sinceros, señorita Winslow, me preguntaba si me ocultabas algo. ¿Quieres una copa?
–Si, no me vendría mal.
–¿Qué quieres beber?
–Si tuvieras algo parecido a una copa de vino blanco helado…
–Hecho –contestó él dejando el vaso y abriendo la puerta de un armario que resultó ser una nevera.
Chattie lo observó abrir la botella. Steve Kinane se parecía muy poco a su hermano. Debía tener poco más de treinta años, pero mientras Mark era rubio y de ojos azules, aquel hombre, moreno y de ojos negros, le recordaba a un viejo y sólido árbol. Estaba en plena forma, y aquella esquiva cualidad que había sido incapaz de descifrar era sin duda el típico aire de autoridad propio del dueño de un rancho como Mount Helena. Nada de eso la había impresionado particularmente hasta ese momento, sin embargo.
–Siéntate –sugirió él tendiéndole la copa con una seca sonrisa en los labios.
Chattie miró a su alrededor y eligió un sillón verde. El salón de Mount Helena estaba amueblado al estilo del resto de la casa: con grandiosidad, pero con una acertada combinación de tonos verdes y topacios. Steve se sentó en otro sillón frente a ella.
–¿Y bien?
–Trato de averiguar qué es lo que crees que te oculto –contestó ella con frialdad, dando un sorbo.
–Para empezar, podrías comenzar por explicarme por qué persigues a mi hermano.
–¿Qué te hace pensar que lo persigo?