Matrimonio... o nada - Lindsay Armstrong - E-Book

Matrimonio... o nada E-Book

LINDSAY ARMSTRONG

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Beschreibung

Neve Williams se sentía orgullosa de las entrevistas que solía hacer para su periódico, pero temía la que le esperaba con Rob Stowe. Y sus temores se confirmaron cuando comprobó lo reacio que se mostraba el famoso millonario a hablar con ella. ¡Tal vez tuviera que ver con la evidente atracción física que surgió entre ellos de inmediato! Finalmente, Rob se animó a hablarle de sus sentimientos... ¡Pero Neve no entendía por qué se empeñaba en casarse! Además, ¿cómo iba a aceptar, sabiendo que la madre de la hija de Rob seguía con él?

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Seitenzahl: 195

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Lindsay Armstrong

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Matrimonio… o nada, n.º 1122 - junio 2020

Título original: Marriage Ultimatum

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-098-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ROB STOWE miró por la ventana de su estudio y silbó con suavidad. Una mujer caminaba por la acera, y, para su sorpresa, el mero hecho de observarla lo llenó de espontánea apreciación.

Debía medir un metro setenta y cinco y tendría unos veinticinco años. Su larga melena negra se balanceaba al ritmo de sus elegantes zancadas. Su bonita y esbelta figura le hizo sonreír con admiración.

Pero dejó de hacerlo al ver que se detenía ante la puerta de su casa. ¿Sería aquella la sustituta de Brent Madison?, se preguntó, y maldijo entre dientes.

 

 

Eran las tres de la tarde, pero las oscuras nubes que poblaban el cielo habían eliminado todo color de las calles y soplaba un frío viento.

Neve Williams se ciñó el abrigo y miró la hoja de papel que sostenía en su enguantada mano. Era allí. Aquella antigua y bella construcción de dos plantas en el barrio Woollahra, de Sydney, era la casa de Rob Stowe. El periódico para el que trabajaba la había enviado a entrevistarlo en sustitución de Brent, un famoso colega que había enfermado a última hora. Apenas había tenido tiempo para preparar la entrevista. Dudó brevemente antes de pulsar el timbre de la entrada. Estaba a punto de hacerlo de nuevo cuando la puerta se abrió, revelando a una mujer tan atractiva y famosa que Neve se quedó boquiabierta.

–Tu debes ser la sustituta de Brent Madison, ¿no? –dijo Molly Condren, conocida actriz del cine y la televisión.

Neve cerró la boca.

–Sí, pero, desgraciadamente, no he venido a entrevistarla a usted, señorita Condren.

Molly Condren le dedicó una de sus famosas sonrisas y echó atrás su igualmente famosa melena pelirroja.

–Eres muy amable –dijo, cálidamente–. Pero ya vas a tener suficiente con entrevistar a Rob. Lo cierto es que se está pensando lo de la entrevista. Conoce bien a Brent, y no le ha hecho mucha gracia que el periódico haya enviado a otra persona. ¡Pero pasa! ¡Debes estar congelada!

Tras cerrar la puerta, Molly señaló un perchero. Neve se quitó el abrigo, lo colgó, se pasó una mano por el pelo y se miró brevemente. Llevaba un jersey amarillo de cuello alto, pantalones de ante de color caramelo y unas botas altas marrones. Se colgó de nuevo el bolso del hombro y se dispuso a seguir a Molly.

Pero la actriz la miraba pensativamente.

–Pareces más una modelo que una periodista –dijo, con el ceño ligeramente fruncido–. Me temo que eso tampoco le va a gustar.

–Gracias. Pero las apariencias engañan, señorita Condren. Soy exclusivamente periodista, y estoy bastante acostumbrada a tratar con personajes… difíciles.

Molly se encogió de hombros.

–Sólo pretendía prevenirte.

–¿Prevenirla sobre qué? –preguntó una irritada voz masculina–. ¡Por Dios santo, Molly! Hazla pasar de una vez.

Molly pasó a la habitación de la que había surgido la voz.

–Puede que seas Rob Stowe, el famoso motor de tantas empresas con éxito, pero hoy no pareces de muy buen humor.

Neve se detuvo en el umbral y miró su alrededor. Era una habitación grande, llena de colorido, con una chimenea encendida al fondo. Frente a esta, de espaldas a la puerta, se hallaba Rob Stowe. Estaba sentado en una silla de ruedas.

No hizo ningún esfuerzo por girar la silla, y Molly miró a lo alto con gesto exasperado mientras conducía a Neve en torno a la silla.

–Esta es la periodista que ha venido a hacer la entrevista que aceptaste, Rob. Y no es culpa suya que Brent cayera enfermo de mononucleosis –dijo, lanzándole una clara indirecta.

–Soy consciente de ello.

–Bien. En ese caso, voy a preparar café –tras hacer un breve gesto de despedida, Molly dejó a Neve sola frente a su destino.

Pero Neve no había estado bromeando respecto a su capacidad como periodista y miró los oscuros y burlones ojos de Rob Stowe con total calma.

A pesar de estar confinado en la silla de ruedas, se notaba que era un hombre alto. Vestía vaqueros y un jersey deportivo. Su oscuro y revuelto pelo negro rozaba el cuello de este. Su rostro era fascinante.

Era un rostro delgado, anguloso, con unas leves arrugas junto a la boca y sombras bajo sus negros ojos… señales de dolorosas adversidades soportadas y conquistadas. En aquellos momentos, el sesgo de su boca resultaba duro, pero Neve había visto fotos suyas sonriendo, y sabía que el humor y la vitalidad de su expresión podían resultar deslumbrantes.

¿Sería ella capaz de hacer resurgir aquel humor y aquella vitalidad?, se preguntó, mientras él la observaba atentamente. Sin embargo, cuando Rob Stowe detuvo la mirada en sus senos para luego deslizarla lentamente hacia su cintura, Neve no pudo negar cierta excitación ante la insolencia con que la estaba desnudando con los ojos.

Y eso la desconcertó, pues no estaba acostumbrada a que un desconocido tuviera aquel efecto sobre ella. Sin ocultar su ligera irritación, se echó el pelo hacia atrás, apoyó las manos en las caderas y lo miró fríamente a los ojos.

–Vaya, vaya –dijo él con suavidad–. Veo que es bastante arrogante, señorita… Me temo que he olvidado su nombre –alzó las cejas burlonamente.

–Williams –replicó ella–. Neve Williams. Y no, no soy particularmente arrogante, señor Stowe. Pero si prefiere pensar que lo soy, adelante; por mí no hay problema. Y si se ha arrepentido de haber aceptado conceder esta entrevista, dígamelo y me iré.

Mientras decía aquello, Neve recordó las últimas palabras de su editor. «No vuelvas sin esa entrevista, Neve. Es la primera que concede Rob Stowe en dos años, así que es una auténtica primicia». Neve se encogió de hombros, pensando que lo que tuviera que ser, sería.

–¿Qué se supone que significa eso? –preguntó Rob.

Una ligera sonrisa curvó los labios de Neve.

–Acabo de recordar que podrían despedirme si no consigo la entrevista, señor Stowe.

–¿Y qué haría si le dijera que se marchara? –preguntó él en tono irónico.

–Me iría. No tengo por costumbre humillarme ante nadie. Puede que, en el fondo, sí sea un poco arrogante –replicó Neve, sin humor.

Rob Stowe permaneció unos momentos en silencio, mirándola.

–Ojos violetas –murmuró, finalmente–. Creo que nunca había visto unos. Oh, bien, puede sentarse.

–Gracias –Neve ocupó un pequeño sofá que estaba junto a la silla de ruedas.

–Aunque eso no quiere decir que no vaya a tener que volver a su periódico sin la entrevista –añadió Rob mientras ella abría su bolso.

–Comprendo –Neve sacó un lápiz, un cuaderno y una pequeña grabadora–. ¿Le importa que grabe la entrevista?

–No, siempre que sea yo quien edite la cinta.

Neve lo miró directamente a los ojos:

–Por supuesto. Tengo entendido que el trato consistía en que podría editar toda la entrevista.

–Sí –Rob asintió y la miró pensativamente–. Sé que, normalmente, a los periodistas no les gusta que retoquen sus a menudo inadecuadas versiones de las cosas.

–Para mí es un reto conseguir escribir un artículo que nos satisfaga a ambos –replicó Neve con frialdad.

Se miraron un largo momento, hasta que él esbozó una sonrisa.

–No puedo evitar preguntarme qué clase de retos le gustan en la cama, señorita Williams. Con esa figura, estoy convencido de que debe estar muy solicitada en ese… terreno. Pero empecemos ya con la entrevista.

«No respondas», se advirtió Neve. Sin embargo, lo hizo.

–Y yo no puedo evitar preguntarme hasta que punto será usted capaz en ese… terreno.

Para su sorpresa, Rob Stowe rompió a reír.

–Muy bien –dijo–. Sabía que no podía ser tan fría y serena como parece. Muy pocas mujeres lo son, sobre todo cuando uno recurre a la típica insinuación machista.

Neve se mordió el labio.

–En ese caso, ¿podemos considerarnos en paz, señor Stowe?

–Claro que sí, señorita Williams. Pero cuánto dure la paz es otro asunto. ¿Por dónde quiere que empecemos?

Neve miró a su alrededor, tratando de reorganizar sus pensamientos.

–Mi editor ha sugerido que comencemos hablando un poco de su pasado, aunque ya es bastante conocido –tras una pausa, añadió–. Luego estaría bien hablar sobre cómo se ha enfrentado al accidente. Los médicos temían que no volviera a caminar, pero según dicen, siendo la clase de hombre que es, lo logrará.

–¿Cómo me he enfrentado al accidente? –repitió Rob Stowe–. Bastante mal, como Molly podrá sin duda atestiguar, ¿verdad, Molly? –añadió despreocupadamente mientras la actriz entraba en la habitación con una bandeja.

–No lo haré, Rob. ¡Has estado brillante! Eres una inspiración para muchas personas –mirando a Neve, añadió–: No dejes que te engañe.

–Sólo veo dos tazas –dijo Rob.

–Yo me voy a la peluquería, querido. También voy a depilarme y a que me hagan las uñas, así que estaré fuera unas cuantas horas. Pero estoy segura de que vosotros tenéis bastante de qué hablar. ¡Adiós! –Molly se despidió moviendo animadamente la mano.

–Adiós –contestó Neve, mientras Rob permanecía en silencio. Al ver que este se prolongaba demasiado, dijo–: ¿De qué le gustaría hablar, señor Stowe?

–Se refiere… ¿a cualquier cosa?

Neve asintió.

–Es una pequeña fórmula que me gusta utilizar en mis entrevistas. Puede empezar hablando de lo que le apetezca, y depende de usted que lo grabemos o no.

Tras permanecer pensativo unos momentos, Rob sonrió maliciosamente.

–Hábleme de usted, Neve. Y puede grabarlo o no; como quiera.

–De acuerdo –Neve no puso en marcha la grabadora, pero tampoco pareció en lo más mínimo desconcertada –. Tengo veintiséis años. Nací en Western Queensland, en una explotación de ganado ovino. Me licencié en arte y lengua inglesa en la universidad de Queensland y empecé a trabajar para el Courier Mail como reportera parlamentaria. Vine a Sidney hace tres meses, decidida a escapar de la política por una temporada, y conseguí empezar a escribir para el dominical del periódico.

–Mmm –dijo Rob, reflexivamente–. He leído un par de sus entrevistas en la revista. Me parecieron muy buenas.

Neve no ocultó su sorpresa.

–Gracias. Facilita las cosas que los entrevistados sean personas interesantes.

Un brillo de diversión iluminó los ojos de Rob.

–¿Casada?

–No. Ni comprometida en ninguna relación, de momento.

–¿Por qué?

Neve alzó los hombros.

–Supongo que estoy demasiado ocupada. ¿Y usted?

–Suponía que eso era evidente.

–Si se refiere a la señorita Condren…

–Por supuesto que me refiero a Molly –dijo Rob, impaciente.

–¿Puedo incluir eso en mi artículo?

–No.

–Muy bien –dijo Neve, asintiendo–. ¿Quiere saber algo más de mí?

–Sí. Debería trabajar en televisión. Su aspecto le facilitaría las cosas. ¿Se lo ha planteado alguna vez?

Neve sonrió.

–Por supuesto. Pero esos trabajos no caen del cielo. Además, me gusta escribir. Algún día me gustaría escribir un libro.

–¿A qué se dedicaban sus padres?

–Mi madre a ocuparse de su marido y sus seis hijos. Mi padre era el mecánico de la explotación.

Rob Stowe se inclinó hacia delante en la silla y miró a Neve atentamente.

–Así que las cosas le han ido bien, ¿no, señorita Willians? Hay un gran salto entre una explotación ovina y entrevistar a los ricos y famosos.

–A usted tampoco le ha ido mal –dijo Neve, sin apartar la mirada.

Él la miró burlonamente.

–Así que somos parecidos.

Neve movió la cabeza.

–Me queda mucho camino por recorrer para alcanzar su nivel de logros.

–De todos modos, tengo la sensación de que somos bastante parecidos. ¿Le importaría servir el café?

Neve se levantó.

–Por supuesto. ¿Cómo quiere el suyo?

–Solo y sin azúcar.

Neve alzó la cabeza y sus ojos brillaron.

–A fin de cuentas, puede que tenga razón. Así es como me gusta el mío –dijo, dejando la taza que acababa de servir en la mesita, junto a él.

Un momento después, un gran labrador de color dorado entró corriendo en la habitación y saltó sobre Neve con intención de lamerla a modo de saludo. Sorprendida, Neve no logró mantener el equilibrio y cayó al suelo.

Las consecuencias fueron desastrosas. Tiró la mesita con tacita incluida y el ardiente contenido de esta se derramó sobre Rob Stowe, que dio un grito de dolor mientras Neve y el perro chocaban contra la alfombra.

Al mismo tiempo, una niña de unos doce años con una larga melena pelirroja se detuvo en el umbral de la puerta y se llevó una mano a la boca.

–¡Recórcholis! –exclamó.

–¡Portia! –protestó Rob–. ¡Deja de decir «recórcholis»! ¿Y cuántas veces te he dicho que no dejes entrar aquí a Oliver? ¡Me he escaldado con el café por su culpa! Y…

–Cuánto lo siento, Rob –Portia entró en la habitación, y de camino hacia la silla de ruedas tomó un tapete que se hallaba bajo un florero y se dedicó a secar con él a Rob–. Y en cuanto a lo de «recórcholis», la última vez que maldije me amenazaste con todo tipo de castigos, así que sólo trato de reformarme. ¡Oliver! ¡Levántate! ¿Cómo está? –añadió, dirigiéndose a Neve con una expresión encantadora–. ¡Espero que no se haya hecho daño!

Neve se sentó, miró a la niña pelirroja y dijo, temblorosamente:

–No serás Portia Condren, ¿no? –entonces sintió el tobillo a través de la bota–. Estoy segura de que tu perro no me ha tirado a propósito, pero puede que me haya hecho un esguince de tobillo.

–Sí, soy Portia Condren –replicó la niña–. Es muy lista, pero… ¿Rob? –dijo, volviéndose hacia él con ojos suplicantes–. ¿Qué hago ahora?

–Quítale la bota… no, primero llévate al perro. Luego vuelve aquí enseguida.

–Sí, Rob –Portia se fue, tirando del poco predispuesto animal.

–Maldita sea –murmuró Rob, que, para consternación de Neve, empezó a levantarse de la silla.

–¡No! No se preocupe. Estaré bien.

Pero él hizo caso omiso, y con la ayuda de una muleta que se hallaba junto a la silla, se irguió y luego se sentó cuidadosamente en el suelo, junto a ella. El esfuerzo le hizo palidecer, pero enseguida deslizó las manos por la bota, localizó la cremallera y la bajó.

–Voy a tirar de ella con suavidad mientras usted trata de sacar el pie.

–Ojalá no hubiera… no había necesidad de que se levantara –dijo Neve, ansiosa–. Yo…

–¿Quiere callarse y hacer lo que le he dicho? –interrumpió Rob, aunque su mirada denotó una evidente amabilidad.

Neve tragó, y entre los dos consiguieron sacar la bota. Bajo un calcetín amarillo, el tobillo estaba visiblemente hinchado. Cuando él le quitó el calcetín, comprobaron que el tobillo empezaba a ponerse azul.

–Podría estar roto… –murmuró Rob–. ¡Portia!

–Ya estoy aquí, ya estoy aquí –la niña se arrodilló junto a ellos y miró el tobillo–. ¡Oh, recaramba!

–Eso es tan feo como «recórcholis» –dijo Rob, ácidamente.

–¿Y qué quieres que diga? –replicó Portia, ofendida, y a continuación pasó cariñosamente un brazo por los hombros de Neve–. ¡Pobrecita!

–Lo que quiero es que llames al doctor –dijo Rob–. Mi móvil está en la silla.

Portia se puso en pie de un salto y tomó el móvil.

–¿Tu doctor? –preguntó.

–Sí. Pero será mejor que me des el teléfono para que lo llame yo.

–No, yo puedo hacerlo. Sé que tienes su número programado en caso de emergencia…

–Basta con que llames a un taxi –dijo Neve–. Puedo ir a mi propio médico. No creo que el tobillo esté roto…

Pero Portia ya estaba hablando excitadamente por el teléfono.

–Soy Portia, doctor Berry. No, no, Rob está perfectamente; puede que un poco quemado, pero es esta señorita, esta encantadora señorita… y todo por mi culpa. Oliver la ha tirado y creemos que se ha roto el tobillo. Por cierto, Rob se ha levantado de la silla y sé que no debería…

–Dame el teléfono, Portia –ordenó Rob entre dientes.

Pero la niña colgó, le entregó el teléfono y, casi maternalmente, dijo:

–El doctor ya está en camino.

 

 

A la mañana siguiente, Neve apoyó el bastón contra el escritorio del editor y se sentó cuidadosamente.

–¿Qué diablos te ha pasado? –preguntó George Maitland, frunciendo el ceño.

–Me hice un esguince de tobillo.

–Oh. ¿Y cómo fue la entrevista?

–No hubo entrevista.

–¡Neve! ¡Ya te lo advertí! También te dije que Rob Stowe podía ser difícil… ¡No me digas que lo dejaste plantado!

–Gracias por preocuparte por mi tobillo, George –dijo Neve en tono irónico–, pero no, no lo dejé plantado.

George Maitland parpadeó.

–Será mejor que me cuentes lo que pasó.

–Podría haberlo dejado plantado, desde luego –dijo Neve–. Fue capaz de utilizar hasta insinuaciones sexuales para ponerme en mi sitio, y dejó bien claro lo que pensaba sobre la mayoría de los periodistas y sus a menudo inexactas versiones de las cosas. También me hizo algunas preguntas personales.

–No… no te pelearías con él, ¿verdad? –preguntó George, preocupado–. Sé que tienes tu orgullo, pero el hombre está en una silla de ruedas, Neve…

–Que tú sepas, George, ¿me he peleado alguna vez con alguien? –preguntó Neve, en un tono que no presagiaba nada bueno.

George se encogió de hombros.

–No. No, pero sé que no sueles andarte precisamente con halagos y… y me preguntaba si habrías dicho algo que hubiera podido molestarlo.

Neve movió la cabeza y empezó a reír.

–¡Recórcholis! –dijo, y miró el desconcertado rostro de su editor–. Te contaré lo que pasó.

–Entonces, ¿la entrevista sigue en pie? –preguntó George en cuanto Neve terminó de contarle lo sucedido, sin mencionar a Molly y apenas a Portia–. ¡Supongo que después de lo que pasó os habréis hecho prácticamente amigos!

Neve apartó la mirada. A la vez, alguien llamó a la puerta y George dijo impacientemente que pasaran. En primer lugar apareció una enorme cesta de flores, seguido de su secretaria. Esta dejó la cesta en el suelo junto a Neve.

–Son para ti –dijo, lacónicamente.

–¿Quieres apostar algo a que son de Rob Stowe? –dijo George, anhelante–. ¡Ese ramo debe haberle costado por lo menos doscientos dólares!

Suspirando, Neve tomó la nota que iba sujeta al lazo que rodeaba el ramo. Sus labios se curvaron en una sonrisa.

–Habrías perdido la apuesta, porque el ramo me lo envía el perro.

George alzó las cejas.

–¿Y dice algo el perro sobre volver a terminar la entrevista?

–No, George. ¡Y eres el hombre más testarudo que he conocido! –protestó Neve.

George se encogió de hombros.

–Sospecho que tú me ganas, Neve. Y ahora, ¿te importaría decirme por qué no quieres seguir adelante con la entrevista?

Neve volvió a suspirar.

–Creo que es Stowe el que no querrá seguir adelante con la entrevista.

–¡Pero aceptó concederla!

–Puede que lo hiciera, pero sospecho que se ha arrepentido. Además, esperaba que lo entrevistara Brent, y no creo que conmigo se sienta tan cómodo.

–Lleva toda su vida concediendo entrevistas… hasta el accidente. ¿Y sabes por qué aceptó dar esta? Porque había muchas posibilidades de que llegara a quedarse parapléjico, de que no volviera a caminar, y sin embargo, contra todo pronóstico, volverá a hacerlo. Por eso decidió concederla, para animar a otras personas confinadas en sillas de ruedas.

Neve permaneció en silencio.

–¿Neve?

–¿Pero sugirió él la entrevista o te encargaste tú de convencerlo, tocándole la fibra sensible?

George parpadeó.

–Estamos hablando de un hombre de negocios muy duro, Neve.

–Puede que ahora no sea tan duro.

George movió la cabeza.

–Sólo hay una manera de resolver esto –dijo, y alargó una mano hacia el teléfono.

–No… –empezó a protestar Neve, pero George la ignoró mientras le decía a su secretaria que lo pusiera con Rob Stowe.

Mientras, la mente de Neve regresó al día anterior. El resto de la tarde fue casi una fiesta. El doctor Berry resultó ser un jovial gigante que ayudó a Rob a volver a su silla antes de ocuparse competentemente del tobillo de Neve. Portia preparó café y todos acabaron sentados frente al fuego, charlando.

No había duda de que Portia Condren era una niña brillante. Hizo muchas preguntas a Neve sobre su trabajo, preguntas sorprendentemente inteligentes, y le dijo que la lengua era su asignatura preferida en el colegio.

También quedó claro que Rob estaba muy orgulloso de Portia, a pesar de la capacidad de esta para provocar situaciones caóticas, y que ella lo adoraba. Había algo en los oscuros ojos de la niña que hizo preguntarse a Neve si sería hija suya.

Entonces llegó Molly y se unió a la improvisada reunión.

–No puedo daros la espalda un momento sin que suceda un desastre –mientras decía aquello, estaba abriendo una botella de champán de la que Portia pudo beber un sorbito. A pesar de los calmantes que le había dado, el doctor Berry dio permiso a Neve para tomar una sola copa, si le prometía irse directamente a casa y a la cama.

Pero lo más especial de todo fue el propio Rob Stowe, pensó Neve, mientras George esperaba impaciente a que le pusieran en contacto con él. La vitalidad y humor que Neve conocía a través de los periódicos y la televisión se había manifestado de forma aún más dinámica en directo… al menos, hasta que el cansancio se apoderó de él, reflejándose con claridad en los rasgos de su rostro.

Todos lo notaron, y en cuanto el doctor Berry hizo una disimulada seña, Neve sacó su móvil del bolso y pidió un taxi. Cuando salía del cuarto de estar, acompañada por el doctor, miró hacia atrás, y al ver a Molly, Rob y Portia reunidos en torno al fuego, sintió una extraña melancolía.

¿Cómo era posible conocer a un hombre durante un par de horas y saber que sería peligroso volver a verlo?, se preguntó, volviendo al presente.

–¿Rob? Aquí George Maitland –dijo George–. ¿Qué tal estás, hijo? ¿Bien? Eso es estupendo… Sí, ella también está bien. Necesita un bastón para andar, pero me ha asegurado que sólo se trata de un pequeño esguince… Sí, las flores acaban de llegar, y me dice que te las agradece mucho. ¡Le han animado el día inmensamente!

Neve taladró a su jefe con la mirada.

George la ignoró.

–El asunto es que nos preguntábamos si querrías seguir adelante con la entrevista. Neve no está segura al respecto, pero Brent podría estar varios meses de baja, y yo tenía pensado publicar tu entrevista junto a la de una jugadora de jockey que se rompió el cuello y que, a pesar de haberse quedado tetrapléjica, está decidida a volver a caminar…

Tras medio minuto de tenso silencio, la expresión de George se animó.

–¿En serio? Estupendo. Sí, sí –anotó algo en una hoja y, tras despedirse, colgó el teléfono y miró a Neve con gesto triunfante–. El viernes por la mañana, a las once. Hoy es martes, y Rob piensa que para entonces podrás moverte mejor. Tendré que retrasar la publicación a la semana siguiente, pero será un éxito de todos modos, Neve. Y por cierto, tómate estos días libres hasta el viernes.

–¿Por qué has tenido que decirle que no estaba segura respecto a la entrevista? –preguntó Neve, frunciendo el ceño.

–Sólo le he dicho la verdad –contestó George, virtuosamente–. Pero sé que puedes hacerlo, Neve, y, probablemente, mejor que Brent. Entre nosotros, creo que se está oxidando un poco.