Belleza escondida - Lindsay Armstrong - E-Book
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Belleza escondida E-Book

LINDSAY ARMSTRONG

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Beschreibung

Su jefe nunca se había fijado en ella antes... ¡pero eso iba a cambiar! Cam Hillier, magnate de las finanzas, necesitaba que una joven atractiva y educada lo acompañara a una fiesta, pues su pareja acababa de dejarle plantado. Por eso, Cam se fijó en la mujer que tenía más a mano: su discreta secretaria, Liz Montrose. El empleo de Liz no incluía tareas de acompañamiento. Sin embargo, como sólo estaba ella para mantener a su hijita y llevar dinero a casa, no pudo negarse a la petición de su jefe. ¡Aunque ya no se escondería detrás de vestidos anodinos ni gafas de pasta!

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Seitenzahl: 180

Veröffentlichungsjahr: 2011

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Lindsay Armstrong. Todos los derechos reservados.

BELLEZA ESCONDIDA, N.º 2125 - diciembre 2011

Título original: The Girl He Never Noticed

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-105-6

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

SEÑORITA Montrose, ¿dónde diablos está mi acompañante? –preguntó Cameron Hillier.

–No tengo ni idea, señor Hillier –repuso Liz Montrose, arqueando las cejas–. ¿Cómo voy a saberlo?

–Porque es su trabajo. Es usted mi secretaria, ¿no es así?

Liz se quedó mirando a Cam Hillier, sintiéndose un poco soliviantada. Ella no lo conocía bien. Sólo llevaba en ese puesto una semana y media, pues una agencia la había llamado para sustituir al secretario habitual, que tenía una baja por enfermedad. Pero ese poco tiempo había bastado para darse cuenta de que podía ser un jefe difícil, exigente y arrogante.

¿Cómo iba a saber ella lo que había pasado con la mujer que, en apariencia, acababa de darle plantón?

Liz miró a su alrededor sin saber qué responder. Estaban en la entrada del despacho, en el territorio de otra secretaria, Molly Swanson. Y Molly, colocada a espaldas del señor Hillier, le señaló al teléfono, haciéndole señas.

–Eh… Llamaré para comprobarlo –le dijo Liz a su jefe.

Cam se encogió de hombros y se metió en su despacho.

–¿Cómo se llama? –le susurró Liz a Molly, tomando el teléfono.

–Portia Pengelly.

–¿No será la modelo y estrella de televisión?

Molly asintió al mismo tiempo que respondían al otro lado de la línea.

–Esto… ¿señorita Pengelly? –dijo Liz y, cuando recibió la confirmación, continuó– : Señorita Pengelly, llamo de parte del señor Hillier, Cameron Hillier…

Dos minutos después, Liz le devolvió el teléfono a Molly, sin saber si echarse a reír o a llorar.

–¿Qué? –preguntó Molly.

–¡Dice que prefiere salir con una serpiente de dos cabezas! ¿Cómo voy a decirle eso?

El despacho de Cam Hillier era bastante austero. Tenía una alfombra verde, persianas color marfil en las ventanas, una gran mesa de roble con una silla de cuero verde y dos sillas delante. A Liz le parecía una habitación cómoda y tranquila. Los cuadros de las paredes representaban dos de los negocios que le habían hecho multimillonario: los caballos y una flota pesquera.

Había fotos enmarcadas de caballos, yeguas y potrillos. Había paisajes marinos con barcos sacando redes llenas, con bandadas de gaviotas sobrevolándolas.

Liz había contemplado esas imágenes en ausencia de su jefe y había descubierto un curioso hilo conductor: Shakespeare.

Los tres caballos retratados se llamaban Hamlet, Próspero y Otelo. Las barcazas tenían los nombre de Miranda, Julieta, Como gustéis y Cordelia.

Lo cierto era que le producía curiosidad saber de dónde provenía ese interés por Shakespeare. Aunque Cam Hillier no era la clase de hombre con quien una podía embarcarse en una conversación trivial. La agencia de empleo que la había contratado le había advertido de que era un hombre de negocios del más alto nivel y que no sería fácil de manejar.

Pero Liz había tratado con hombres de negocios importantes y, de hecho, creía tener un don para ello. Sin embargo, nunca había tenido que decirles que su novia prefería salir con una serpiente…

Y había algo más que hacía a Cam Hillier diferente.

Era joven, tenía poco más de treinta años, estaba en buena forma y, como decía su contable femenina… era sexy hasta reventar.

Además, tenía un aire indefinible que Liz no había logrado descifrar. Era alto, fuerte y de anchas espaldas. Su pelo era moreno, denso, con ojos enormes y azules, en un rostro no perfecto, era cierto, pero esos ojos por sí mismos bastaban para hacer que cualquiera se derritiera.

Aunque no se enorgullecía de ello, Liz tenía que admitir que ella tampoco era inmune a los encantos masculinos de su jefe. Entonces, sin poder evitarlo, le asaltó el recuerdo de un incidente no muy lejano con él…

Había sido un día caluroso en Sídney mientras caminaban juntos por la calle, hacia una reunión. Habían ido a pie porque su destino había estado sólo a dos manzanas de la oficina. La calle había estado llena de tráfico y la calzada, de peatones. Entonces, a ella se le había trabado el tacón en un adoquín mal puesto. Se había tambaleado y se habría caído si él no la hubiera sujetado, agarrándola de los hombros.

–G-gracias –había balbuceado ella.

–¿Está bien? –había preguntado él, mirándola con una ceja levantada.

–Sí –había mentido ella. Porque no había estado bien. Se había sentido demasiado afectada por el contacto de sus manos, por su cercanía, por lo alto que era, por lo ancho de sus hombros, por lo espeso de su pelo.

Y, sobre todo, se había quedo perpleja por la excitante sensación que le había invadido al estar tan cerca de Cam Hillier.

En ese momento, por suerte, Liz había tenido la suficiente claridad mental para bajar la mirada e impedir que él pudiera leerlo en sus ojos.

Su jefe la había soltado y habían seguido caminando.

Desde ese día, Liz había tenido mucho cuidado en presencia de Cam para no tropezarse ni hacer nada que pudiera despertar esas sensaciones de nuevo. Si Cam Hillier había notado algo, no había dado muestras de ello… lo que era de agradecer. Aunque, si era sincera, tenía que reconocer que, en cierta forma, le gustaría ser algo más que un robot para él…

Al principio, ese pensamiento la había sorprendido.

Se había intentando convencer de que le parecería odioso que la tratara de forma distinta a lo que se espera de una relación jefe empleada. Y había decidido censurar su deseo como una locura transitoria, aunque no conseguía quitárselo de la cabeza del todo.

Sobre todo, porque Cam Hillier, un jefe exigente y arrogante donde los hubiera, tenía una sonrisa capaz de hacer perder los papeles a cualquiera.

Sin embargo, en ese momento, Cam no estaba sonriendo. Levantó la vista del informe que estaba leyendo y arqueó una ceja.

–La señorita Pengelly… –comenzó a decir Liz y tragó saliva. Podía decirle que la señorita Pengelly lamentaba… Sería una mentira demasiado grande. Tal vez, que la señorita Pengelly se disculpaba… ¡Portia no había hecho nada de eso!–. La señorita Pengelly… no va a venir.

–¿Así, sin más? –replicó él y maldijo para sus adentros.

–Bueno… más o menos –contestó Liz y notó cómo se ruborizaba.

Cam la miró con atención, esbozó una de sus seductoras sonrisas por una milésima de segundo y volvió a ponerse serio.

–Entiendo –respondió él con tono grave–. Lo siento si le ha resultado una situación embarazosa. Ahora… tendrá usted que venir en su lugar.

–¡Claro que no! –exclamó Liz, sin pensarlo.

–¿Por qué no? Es sólo un cóctel.

–Por eso. ¿No puede usted ir solo?

–No me gusta ir solo a las fiestas. Tiendo a ser acosado. A Portia –explicó él, suspirando con exasperación al pronunciar su nombre–, se le daba muy bien defenderme de ataques de otras mujeres. Con sólo una mirada, las hacía desistir.

–¿Era eso todo lo que era…? –comenzó a preguntar ella, parpadeando–. Mire, señor Hillier, si su secretario habitual, al que yo estoy reemplazando, estuviera aquí, no podría llevarlo con usted para que le protegiera de… los ataques.

–Es verdad –admitió él–. Pero Roger habría podido encontrarme a alguien.

Liz apretó los labios, pensando que se refería a una compañía de alquiler.

–Bueno, yo tampoco puedo hacer eso –aseguró ella y se le ocurrió otra buena razón para no acceder–. Además, no tengo los… encantos ni… la habilidad defensiva de Portia Pengelly.

Cam Hillier se puso en pie y salió de detrás del escritorio.

–Oh, yo de eso no entiendo –señaló él y se sentó en la mesa. La contempló un momento, fijándose en sus gafas de pasta y su pelo liso negro–. No se anda usted con rodeos, ¿verdad? –murmuró.

–¿Y eso que tiene que ver? –replicó ella con tono cortante y se miró al vestido color crema que llevaba, elegante pero muy sencillo–. Además, no estoy vestida para la ocasión.

–Pues lo estará. De hecho, sus grandes ojos azules, ese pelo liso y el atuendo austero le dan un aire de mujer de hielo. Será tan efectivo como las tácticas defensivas de Portia.

Liz se encendió de furia y respiró hondo para calmarse. Pero, casi de inmediato, su deseo de darle una bofetada y salir de allí cedió al pensar que le iban a pagar muy bien por trabajar para él. Y, también, porque sabía que, si se iba y, sobre todo, si lo abofeteaba, aquello supondría una mancha negra en su historial profesional…

Cam Hillier la observó, esperando.

–Iré. Pero sólo como empleada. Y necesito unos minutos para refrescarme.

Lo que Liz vio en sus ojos entonces, un brillo malicioso y divertido, le hizo estar de peor humor todavía.

–Muchas gracias, señorita Montrose. Aprecio su ayuda. Nos veremos en el vestíbulo dentro de quince minutos –se limitó a decir él, poniéndose en pie.

Liz se lavó la cara y las manos en el baño de empleados, una sinfonía de mármol negro moteado y espejos grandes y bien iluminados. Todavía estaba molesta. Más aún, se sentía seriamente ofendida… y estaba deseando vengarse.

Observó su reflejo en el espejo. Para ir a trabajar, elegía atuendos formales y sencillos, pero no siempre vestía así. Resultaba que su madre era una excelente modista. Y el vestido color marfil que llevaba puesto tenía una chaqueta de seda a juego. Además, daba la casualidad de que había recogido la chaqueta de la tintorería esa misma mañana, a la hora del almuerzo. La tenía dentro de su cubierta de plástico, colgada detrás de la puerta del baño.

Liz la miró, la tomó en sus manos, le quitó el plástico y se la puso. Tenía hombreras, cuello redondo y se ajustaba a la cintura, con un poco de vuelo sobre las caderas. Era una chaqueta a la última moda, de un tejido estupendo y estiloso, con estampado de piel de leopardo en tonos azul, negro y plateado. Era original y llamativa.

Sonrió ante su imagen, pues ya no parecía tanto una secretaria, sino una mujer habituada a ir a cócteles. Bueno, más o menos, se dijo y titubeó un momento, antes de quitarse la chaqueta y colgarla otra vez.

Entonces, tomó una decisión. Se quitó los pasadores del pelo, dejándolo caer. Se quitó las gafas y buscó en el bolso las lentillas. Se las colocó con cuidado. Luego, sacó su neceser de maquillaje y examinó lo que contenía. Tendría que arreglárselas sólo con la sombra de ojos, la máscara de pestañas y el pintalabios que llevaba.

Después de pintarse los ojos, dio un paso atrás para observarse y la diferencia le pareció bastante sorprendente. Se roció con perfume, se cepilló el pelo y movió la cabeza hacia delante, para darle un aspecto un poco desarreglado. A continuación, volvió a ponerse la chaqueta y se la abrochó. Por suerte, los zapatos que llevaba eran de un tono plateado que combinaba a la perfección.

Se echó un último vistazo ante el espejo y quedó satisfecha con lo que vio. Pero, de pronto, le surgió una duda.

¿Parecería una dama de hielo?, se preguntó, frunciendo el ceño. Si él supiera…

Cam Hillier estaba en el vestíbulo hablando con Molly cuando Liz llegó. Él le estaba dando la espalda, pero se volvió al ver la mirada de estupefacción de Molly.

Durante un instante, Cam no la reconoció. Tuvo que mirar dos veces para darse cuenta de que era Liz. Entonces, soltó un suave silbido, algo que a ella le hubiera resultado muy satisfactorio si no hubiera sido por un detalle. Su jefe la recorrió con la mirada, deteniéndose en sus piernas y, luego, volvió a posarla en sus ojos, de esa manera en que los hombres le hacían saber a una mujer que la estaban considerando como pareja de cama.

Para su desgracia, aquella mirada provocó en Liz las mismas sensaciones involuntarias que la habían poseído cuando se había tropezado en la calle: respiración acelerada, palpitaciones y la desagradable conciencia de lo alto y guapo que era su jefe. Sólo gracias al resentimiento que todavía tenía hacia él consiguió no sonrojarse. Incluso levantó la barbilla con gesto desafiante.

–Entiendo –comentó él y se metió las manos en los bolsillos, fingiendo seriedad–. Lo siento si la he ofendido, señorita Montrose. No sabía que podía tener ese aspecto… tan impresionante. Ni sabía que era capaz de sacarse de la manga un atuendo de alta costura –señaló, observando su chaqueta un momento, antes de mirarla a los ojos–. De acuerdo. Vámonos.

Llegaron a la fiesta en un momento. En parte, porque el Aston Martin de Cam Hillier era un coche rápido y manejable. Y, en parte, porque él era un excelente conductor y conocía bien las calles traseras de Sídney, para evitar el tráfico de la ciudad en hora punta.

Liz intentó disimular sus nervios, hasta que llegaron.

–Creo que equivocó su vocación, señor Hillier. Debió ser usted piloto de Fórmula Uno –comentó ella cuando él aparcó.

–Lo fui. En mi juventud –replicó él–. Hasta que comencé a aburrirme.

–Bueno, yo no diría que el trayecto ha sido aburrido –comentó ella–. Pero no se puede aparcar aquí, ¿o sí?

Cam había parado delante del garaje de una casa, la que había al lado de una enorme mansión que estaba encendida como una tarta de cumpleaños y, sin duda, debía de ser el lugar de la fiesta.

–Eso no es problema.

–¿Y si el dueño quiere entrar o salir? –preguntó ella.

–El dueño está fuera.

Liz se encogió de hombros y miró a su alrededor.

Estaban en Bellevue Hill, uno de los barrios más lujosos de Sídney. Seguro que la fiesta reunía a personajes de la clase más alta de la ciudad. A ella no le apetecía asistir a un evento así ni lo más mínimo.

–De acuerdo –dijo Liz y agarró el manillar–. ¿Terminamos de una vez con esto?

–Un momento –pidió él con tono seco–. Me he dado cuenta de que la he ofendido. Y me he disculpado. Y usted, con su increíble metamorfosis, ha ganado la última baza. Por lo tanto, me pregunto si hay alguna razón para que siga mostrándose tan rígida y descontenta. Se comporta como si fuera una institutriz.

Liz se sonrojó y se quedó sin palabras.

–¿Qué es lo que desaprueba exactamente? –quiso saber él.

–Si de veras quiere saberlo…

–Sí quiero –le interrumpió él.

Liz abrió la boca y se mordió el labio.

–No es nada. No soy quién para darle mi aprobación o no –contestó ella. Se colocó el pelo, enderezó los hombros y se giró hacia él–. ¿De acuerdo?

Cam Hillier se quedó mirándola con gesto inexpresivo durante un largo instante. Entonces, sucedió algo muy curioso. En los reducidos confines del coche, no fue desaprobación lo que latió entre ellos, sino atracción.

Liz volvió fijarse en lo anchos que eran sus hombros bajo la chaqueta negra que llevaba con una camisa verde claro y una corbata más oscura. Se fijó en su sonrisa y en sus ojos inteligentes, azules e inmensos.

Y se dio cuenta del modo en que él la estaba mirando… Un temblor la recorrió y se le puso la piel de gallina, pues estaban tan cerca que le resultó imposible no imaginarse los brazos de él rodeándola, sus manos en el pelo, su boca besándola.

Ella se giró de forma abrupta.

Él no dijo nada, sólo se limitó a abrir la puerta y salir. Liz lo imitó.

Aunque Liz había sido consciente de que iba a asistir a una fiesta de la clase alta, lo que vio cuando entró por la puerta de aquel hogar de Bellevue Hill la dejó sin aliento. Un ancho pasillo de piedra conducía a la primera de tres terrazas y a unas maravillosas vistas de la bahía de Sídney bajo los últimos rayos de sol. Antorchas encendidas iluminaban las terrazas, había jarrones de cerámica con exóticas flores y, en el nivel inferior, una piscina de color aguamarina parecía derramarse en una cascada hacia el final de la tercera terraza.

Había ya muchos invitados allí. Las mujeres formaban un ramo de colores, igual que las flores. En una esquina de la terraza de en medio, había una banda tocando música africana con un ritmo sensual, acompañado por el suave e hipnótico sonar de los tambores.

Un camarero con guantes blancos apareció a su lado de inmediato para ofrecerles champán.

Liz estuvo a punto de declinar el ofrecimiento, pero Cam le puso una copa en la mano sin más. En ese momento, la anfitriona se acercó a ellos.

Era una mujer alta e impresionante, con una túnica rosa y una buena cantidad de joyas de oro y diamantes. Tenía el pelo gris pintado con mechas rosas.

–Mi querido Cam –saludó la anfitriona–. ¡Creí que no ibas a venir! –exclamó y arqueó las cejas al mirar a Liz–. ¿Pero quién es ésta?

–Se llama Liz Montrose, Narelle. Liz, ésta es Narelle Hastings.

–¿Cómo está? –murmuró Liz, tendiéndole la mano.

–Muy bien, querida, muy bien –replicó Narelle, analizando a Liz de arriba abajo con rapidez y experiencia–. ¿Así que has suplantado a Portia?

–Nada de eso –respondió Cam Hillier–. Portia ya no quiere salir conmigo y, como Liz está sustituyendo a Roger en la oficina, la he presionado para que me acompañara. Eso es todo.

–Querido, llámalo como quieras, pero no esperes que me crea que eres un angelito –le dijo Narelle con tono cariñoso. Luego, se giró hacia Liz–. Eres demasiado bonita para ser sólo una secretaria, querida. Y Cam tampoco está mal. Son las cosas que hacen que el mundo siga dando vueltas –señaló y volvió a mirar a Cam–: ¿Cómo está Archie?

–Echo un manojo de nervios. Wenonah está a punto de tener los cachorros en cualquier momento.

–Dale recuerdos –repuso Narelle, riendo–. ¡Oh! Disculparme. Han llegado más invitados –añadió, dirigiéndose a Liz–. Y no te olvides, la vida no es sólo trabajo, ¡así que disfruta de Cam mientras puedas!

Dicho aquello, Narelle se esfumó y Liz se quedó mirándola, estupefacta.

–No diga nada al respecto –le advirtió Liz a Cam.

–No pensaba hacerlo. Reconozco que Narelle puede ser un poco… excéntrica.

–De todas maneras, no ha sido buena idea venir.

Cam la observó un momento y se encogió de hombros.

–A mí no me ha parecido de importancia.

Liz lo miró, dispuesta a seguir protestando, cuando, de pronto, volvió a caer en la cuenta de lo peligrosamente atractivo que era. Alto y moreno, con ese físico tan armonioso. Era lógico que todas las mujeres a su alrededor estuvieran pendientes de él. Y era comprensible que se sintiera acosado…

–No es su reputación lo que está en juego –le espetó ella al fin–. Seguramente, ya está…

–¿Por los suelos? –adivinó él.

Liz hizo una mueca y apartó la vista. Pensó que debía tener cuidado, pues no quería tener ninguna mancha en su historial ni que la carta de recomendación para su siguiente trabajo rezara que había insultado a su jefe diciéndole que tenía mala reputación.

–Este lugar es muy hermoso –comentó ella, cambiando de tema, y le dio un trago a su champán–. ¿Es una fiesta benéfica o por algún motivo en especial?

Cam arqueó las cejas, sorprendido por el giro de la conversación, y sonrió.

–Creo que no. Narelle no necesita excusas para celebrar una fiesta. Es la reina de la alta sociedad.

–Qué… interesante.

–¿No le parece bien que alguien haga una fiesta que no sea benéfica?

–¿He dicho yo eso?

–No lo ha dicho, pero me ha dado la sensación de que lo estaba pensando. Por cierto, Narelle es mi tía abuela.

Liz le dio otro trago a su copa.

–Gracias –dijo ella.

Cam le lanzó una mirada interrogativa.

–Gracias por habérmelo dicho –explicó ella–. A veces, me cuesta… no decir lo que pienso. Pero nunca diría nada malo de la tía abuela de nadie.

En esa ocasión, Cam no sólo sonrió, sino que comenzó a reírse.

–¿Qué es tan gracioso?

–No estoy seguro –contestó él, sonriendo–. No sé si es que me confirma lo que sospechaba, que es usted una mujer correcta hasta la médula. O si es porque considera a las tías abuelas como una especie de seres sagrados.

Liz hizo una mueca.

–Supongo que ha sonado un poco raro, pero ya sabe a lo que me refería. Por lo general, no me gusta meterme en temas personales.

Cam esbozó una expresión escéptica, pero no explicó por qué.

–Narelle puede cuidarse sola mejor que nadie. Lo que me llama la atención es que usted haya elegido una profesión que requiere gran diplomacia, si es que tiene tanta dificultad para no decir lo que piensa.

–Sí, bueno, también es un misterio para mí –admitió ella–. La verdad es que estoy aprendiendo a guardarme mis opiniones para mis adentros.

–Conmigo, no, ¿eh?

Liz bajó la vista y bebió un poco más de champán.

–Con toda honestidad, señor Hillier, nunca antes me habían dado el recado de decirle a mi jefe que… preferirían salir con una serpiente de dos cabezas.

Cam Hillier soltó un silbido.

–¡Debía de estar muy enfadada por algo!

–Sí… por usted. Además de eso, me ha molestado un poco lo que ha dicho sobre que ir a la fiesta le dejaría expuesto a que lo acosaran…

–Es por el dinero –le interrumpió él.

–Ya. Como su tía, no pienso creerme que es usted ningún angelito –comentó ella con ironía. De pronto, se encogió ante el inesperado flash de una cámara–. Si le suma a eso la posibilidad de que nos tomen por pareja y lo peligrosa que es su conducción por las callejuelas de Sídney, ¿le sorprende todavía que me cueste no decir lo que pienso?

–La verdad es que no –admitió él–. ¿Le gustaría abandonar el trabajo?

–Ah –dijo Liz y bajó la vista a su copa, dándose cuenta de que casi se lo había bebido todo–. En rea lidad, no. Necesito el dinero. Así que, si pudiéramos limitarnos al horario del trabajo y a las tareas habituales de una secretaria, se lo agradecería.

Cam lo pensó un momento.

–¿Cuántos años tiene? ¿Y cómo consiguió el trabajo?