Culpables de amor - Lindsay Armstrong - E-Book

Culpables de amor E-Book

LINDSAY ARMSTRONG

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Beschreibung

Lo que ella necesitaba era amor. La tensión sexual que había entre Ellie y el guapo y rico doctor Brett Spencer resultaba casi insoportable, pero Ellie no esperaba que le propusiera un matrimonio de conveniencia. ¿Cómo podría casarse con un hombre que jamás la amaría, sobre todo cuando ella estaba loca por él? Ellie estaba convencida de que Brett quería casarse con ella por las razones equivocadas y se negaba a poner en peligro su corazón y el de su hijo. Pero si continuaba besándola de aquella manera, no sabía cuánto tiempo podría resistirse...

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Seitenzahl: 172

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Lindsay Armstrong

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Culpables de amor, n.º 1434 - noviembre 2017

Título original: His Convenient Proposal

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-464-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

EL VIAJE de Johannesburgo a Sidney era largo y tedioso.

Por lo tanto, a Brett Spencer no le molestó que la persona que viajaba a su lado resultara habladora. Por supuesto, el hecho de que fuera una rubia despampanante de veintipocos años con una camiseta roja ajustada y escotada no influyó para que le respondiera animosamente.

Cuando llegó la cena, ya se llevaban fenomenal. Ella sabía que él era un médico que volvía a Australia después de pasar una temporada en el Congo estudiando las enfermedades tropicales. Él, por su parte, sabía que ella era una bailarina que venía de actuar en una revista en un centro turístico en Sudáfrica. También sabía de ella que bailaba en topless, pero que nunca había aceptado bailar desnuda.

–Muy inteligente –comentó él–, si lo hicieras te podrías resfriar.

Chantal tenía unos preciosos ojos violetas y la piel de su rostro ovalado era perfecta. Lo miró con suspicacia, pero enseguida soltó una risa encantadora.

Mientras tomaban la ternera marinada con especias y el vino tinto, ella le contó su vida. Su verdadero nombre era Kylie Jones, pero había decidido cambiárselo mientras iba en pos de la única fama que creía a su alcance. Al final de la historia, a Brett le dio la impresión de que además de ser una bailarina de topless, con una fantástica figura, también era una superviviente inteligente de la jungla de la vida, y una buen chica.

Después de la cena, vieron la película que echaban, una comedia que les gustó. Luego, reclinaron sus asientos mientras el avión seguía su viaje y la cabina se iba quedando en silencio.

Pero Chantal no tenía sueño. Aparentemente, tenía demasiadas cosas en la cabeza para poder dormir. Así que, continuaron hablando en voz baja.

La chica le contó que le habían ofrecido dos trabajos, los dos eran revistas, uno en Melbourne y el otro en la Costa Dorada. Aunque ella era de Melbourne, todavía no se había decidido por ninguno de los dos.

–¿Tienes compañera, Brett?

–Por el momento, no –contestó él, después de una breve vacilación.

–No pareces una persona solitaria –le dijo ella acariciándole el antebrazo con la punta de los dedos.

–No siempre estoy solo –concedió él–. Aunque el Congo es bastante limitado en ese aspecto.

–¿Por qué no formamos una pareja? Tengo el presentimiento de que eres del tipo de hombre que a mí me gusta.

–¿Y qué tipo es ese? –preguntó él, convencido de que el único motivo por el que seguía con aquella conversación era porque estaban a más de diez mil metros sobre la tierra, atrapado en un vuelo largo y aburrido.

–¿Mi tipo? –preguntó Chantal con un tono soñador–. Hay una canción que lo define muy bien. Ya la he bailado muchas veces… Un hombre capaz de hacerle sentir a una chica que vale un millón de dólares. Dime que tú no eres de ese tipo, Brett.

Él no dijo ni sí ni no. En lugar de eso, respondió:

–No creo que debieras juzgar a una persona solo por las apariencias, Chantal.

–Una chica sabe –le aseguró ella–. Especialmente, cuando tiene un trabajo como el mío donde todo se basa en la apariencia física –añadió mientras se apoyaba en un codo y lo recorría con aquellos sorprendentes ojos violetas–. Me imagino que es como un aura. Es tu manera de hablar, la forma en la que sonríes, tu sentido del humor –dijo meneando la cabeza–. Sencillamente, está ahí.

Durante unos treinta segundos, mientras se miraban a los ojos, Brett Spencer tuvo la tentación de demostrarle que tenía razón. Por supuesto, cuando llegaran a Sidney. Una persona tenía que ser de piedra para no sentirse tentado. Pero en lo más profundo, sabía que no podía complicar más su ya complicada vida.

–Chantal –dijo él con suavidad y cubrió la mano de ella con la suya–. Muchas gracias por la oferta. No creas que esto es fácil, pero…

–Yo no soy tu tipo –lo interrumpió ella, con un deje de amargura.

–Al contrario. Eres el tipo de chica con el que podría soñar toda la vida.

–¿El tipo de chica que solo se te viene a la cabeza en términos de sexo?

Él hizo una pausa y se preguntó, con su humor negro, si el avión estaría equipado con paracaídas. También se alegró de no haberle dicho su apellido.

–Mira, quizá sea porque soy un poco mayor…

–¿Cuántos años tienes?

Él se encogió de hombros.

–Treinta y cinco. Y tú debes tener… ¿veintiuno?

Ella se mostró momentáneamente halagada.

–Veinticuatro.

–Aun así, he tenido once años más de experiencia que tú en este asunto –dijo él con ironía–. Creo que es una buena idea que dos personas se conozcan un poco antes de… lanzarse.

–Si no estuviéramos en un avión podría enseñarte lo equivocado que estás –dijo ella con voz aterciopelada–. De alguna manera hay que empezar.

«Cuánta razón tienes, Kylie Jones», se dijo Brett. «Maldita sea, debo estar loco»

–Entonces –continuó ella–, seamos sinceros. Yo nunca podría ser la chica apropiada para ti, ¿verdad? Solo la aventura de una noche.

–Prefiero decir que yo no soy, ni nunca podría ser, el hombre apropiado para ti.

–¿Cómo te gustan las mujeres? ¿Intelectuales y de clase social alta? Por tu forma de hablar parece que tú mismo eres un intelectual de clase alta.

–No tiene nada que ver con eso, Chantal. Que yo no me considere el hombre apropiado para ti no quiere decir que no exista un «señor apropiado» en alguna parte… eres encantadora. Pero… Tómatelo con calma.

 

 

Ella se quedó dormida, pero él no. Quizá porque su vida estaba a punto de cambiar drásticamente, pensó. Volvía a casa después de cinco años. De vuelta a la civilización y a un despacho y no estaba seguro de que eso fuera lo que quisiera. Sabía que necesitaba un descanso. Además, tenía cosas que escribir y una nueva enfermedad que analizar. El problema no era que no le gustase la civilización; pero no estaba seguro de cuánto tiempo podría resistir la llamada del mundo salvaje, la llamada del trabajo entre personas que necesitaban ayuda con desesperación.

Además, estaba Elvira Madigan. La novia de su mejor amigo a la que había rescatado y había establecido en su propia casa. Una chica con la que se le había ocurrido casarse en varias ocasiones, pero siempre por los motivos equivocados… bueno, casi siempre…

Capítulo 2

 

LA PRIMERA nota en la puerta del frigorífico decía:

 

Querida mamá:

Solo quería decirte q no estoy ciego. Sé q hay un hombre nuevo en tu vida por el tiempo q pasas frente al espejo. Espero q sea mejor q el último. ¡¡¡También lo sé xq no hay nada q llevarse a la maldita boca!!! Q conste q no he utilizado la palabra que empieza por J.

Tu querido hijo,

Simon.

 

La otra nota, con una escritura más madura decía:

 

Simon:

El frigorífico está lleno de comida. De acuerdo, no hay nada congelado ni preparado, pero eso es porque esos alimentos tienen un alto contenido en grasas animales y sales; cosas muy malas para la salud. Por cierto, la palabra que empieza por M no es más aceptable que la que empieza por J, así que, por favor, no vuelvas a utilizarla.

Con cariño,

mamá.

 

La tercera nota tenía dibujado a lápiz el rostro de un niño pecoso llorando.

 

Mamá:

¡Solo tengo diez años! Todavía no he tenido tiempo d aprender a cocinar. ¿Q tiene d malo comer pizza d vez en cuando? Otros niños la comen todo el tiempo y no parece q se estén muriendo. Además, no t olvides d q tú eres una mamá trabajadora y yo soy tu único hijo.

Simon. ¡Los chicos en desarrollo del mundo unidos contra el hambre!

 

La última nota era la más larga.

 

Simon:

Con el chantaje no vas a conseguir nada. Y lo que estás insinuando no es cierto. Cada día te hago dos comidas nutritivas y me esfuerzo por prepararte un almuerzo imaginativo y delicioso para que te lleves al colegio. Por lo que, de momento, no tienes que aprender a cocinar. Si el problema está entre horas, estoy segura de que ya eres mayorcito para hacerte un sándwich ó 6 con lechuga, jamón, queso o cualquiera de las otras cosas que abundan en el frigorífico. Si lo que sucede es que te mueres por utilizar el microondas, en este momento puedes calentar el pollo que sobró de anoche.

Mamá. ¡Madres explotadas e infravaloradas unidas!

 

 

Debajo de la nota había un dibujo a lápiz: una mujer con seis manos con cacerolas y sartenes, una escoba, una plancha y el pelo recogido con pinzas de la ropa.

La cocina donde estaba el frigorífico-tablero de notas era muy agradable. Siempre había sido una habitación acogedora. Tenía baldosas de terracota y una ventana con vistas al jardín; pero, además, había otros detalles que no recordaba, pensó Brett Spencer mientras se alejaba del frigorífico con una sonrisa en los labios.

Unas cortinas amarillas nuevas, macetas con albahaca, perejil y tomillo en el alféizar de la ventana, y tarros con hojas de laurel y ese tipo de cosas que muestran la presencia de una persona que se toma la comida en serio: un juego de cuchillos de cocina, un picador de carne, un rallador de ajo, un recipiente con limones y un estantería llena de especias.

En un extremo de la cocina, había una mesa redonda con cuatro sillas. La mesa estaba llena de cosas. Había libros, revistas, una cesta con fruta, una pelota de béisbol y dos gorras.

La puerta del jardín se abrió de repente y un niño aterrizó en la cocina. Se paró en seco cuando vio a Brett.

–¿Quién eres tú?

A Brett le dio un vuelco el corazón. No cabía duda de quién era hijo aquel niño…

–Tú debes ser Simon –dijo con suavidad mientras el pequeño dejaba la cartera sobre la mesa, haciendo que la pelota rodara y cayera al suelo–. Soy Brett. He venido a ver a tu madre.

–¡Caramba! –exclamó el niño con los ojos muy abiertos, después se agachó a recoger la pelota–. ¿No me digas que por fin lo ha conseguido?

–¿Qué ha conseguido?

–Tiene un gusto espantoso con los hombres –le confió el niño–. Pero tú pareces bastante normal y si ese coche de ahí fuera es tuyo, es muy chulo.

–Sí, lo es. Pero… ¿por qué dices que tiene mal gusto con los hombres?

–Bueno, el último estaba obsesionado con la naturaleza. Siempre nos llevaba de excursión al campo y no paraba de hablar de pájaros y plantas. No creía en la televisión y quería enseñarme a hacer nudos. ¿Sabes? Cuando mi madre por fin vio la luz, yo ya estaba agotado. ¿Tú no serás un fanático de la naturaleza, verdad? –preguntó con desconfianza–. Quiero decir, pareces normal, pero nunca se sabe.

–No, no soy…

–Después llegó el artista –continuó Simon risueño, pero con el ceño fruncido–. No había visto en su vida un bate de béisbol y siempre la humillaba.

–¿Que la humillaba?

–A mi madre le gusta el arte convencional. Él siempre decía que tenía el gusto de una gallina. Yo le decía a mi madre que seguro que una gallina con un pincel pintaba mejor que él.

–Muy bien hecho, pero…

–¿Estás seguro de que no eres un artista disfrazado? –preguntó Simon mirando a sus pantalones de color beige y a su camisa azul.

–Completamente seguro –dijo Brett con ironía–. Además, me gusta el arte convencional.

–Después –continuó Simón elevando los ojos al techo–, llegó la figura paternal. ¡Ese era el peor de todos!

–¿Ah, sí? ¿Por qué?

–Estaba siempre intentando ayudarme con mis deberes; se volvía loco por jugar al ajedrez y al Scrabble y solía hacer crucigramas –finalizó Simon meneando la cabeza.

–¿Peor que el fanático de la naturaleza? –preguntó Brett con seriedad.

–Sí. No tenía sentido del humor.

–Eso puede ser muy duro –asintió Brett.

–Sobre todo, si tu madre está un poco chiflada. Pero él no se daba cuenta, así que, ella intentaba estar todo el tiempo seria. A mí me gusta mi madre chiflada.

–¿Te gustó alguno de ellos?

Simon se mordió el labio con una expresión malvada que solo un pecoso de diez años podría poner.

–Había uno que no me molestaba. No es que me gustara, pero solía darme un billete de cinco dólares y decirme que me perdiera un rato.

–Entiendo. No estás agarrando bien la pelota. ¿Quieres que te enseñe?

Simon le pasó la pelota y Brett se la colocó en el centro de la mano y puso los dedos sobre la costura.

–¿Ves? Después tienes que mover la muñeca así para que salga disparada.

–¿Te gusta el cricket? –preguntó Simon con incredulidad–. ¿Más que el Scrabble y el ajedrez?

–Más que nada. ¿Así que creíste que era el nuevo hombre en la vida de tu madre?

–¿Quién si no? Ha cambiado de peinado y el otro día la vi pintándose las uñas. ¿No es eso lo que hacen las chicas?

–Ellas… sí, probablemente –murmuró Brett, pensativo.

–Tú estabas en la cocina y dijiste que venías a verla así que imaginé que ella te invitó. ¡Oye! No serás un profesor, ¿verdad?

–No –respondió Brett y dejó la pelota sobre la mesa. Después, los dos se volvieron hacia la puerta al oír que alguien entraba.

–Simon, perdona que llegue tarde –dijo la mujer sin aliento–. He visto un coche aparcado en la entrada. ¿Te ha traído…?

Sus palabras se perdieron en el aire cuando sus ojos se posaron sobre Brett Spencer.

Habían pasado cinco años desde la última vez que había visto a Ellie Madigan, pensó Brett. Cinco años que no habían pasado por ella. Si cabía, aún estaba más guapa. Aunque había perdido la inocencia, la inseguridad de aquella chica que su amigo Tom King le había presentado hacía once años. También había desaparecido la chica desesperada de no mucho después. Y tampoco quedaba nada de aquella mujer pálida y bastante delgaducha que corría detrás de un pequeño de cinco años bastante enérgico.

De hecho, hasta el momento en que se paró en seco, había irradiado energía. Su paso había sido firme y en sus labios había visto una gran sonrisa. Y, desde luego, no estaba nada pálida.

Elvira Madigan tenía el pelo castaño y rizado, cortado a media melena. Sus ojos color avellana con pintas doradas eran claros y expresivos y su figura, esbelta. Si no supiera que tenía un hijo de diez años, nunca se lo habría imaginado.

–¡Tú! –exclamó ella, por fin–. No sabía… no esperaba… –se paró y se inclinó para recoger el bolso que se le había caído por la sorpresa.

–Es culpa mía, debería haberte llamado, Ellie –dijo Brett–. Espero que no te importe que haya entrado…

–Bueno… es tu casa –dijo ella, tragando con dificultad–. Ya veo que os habéis conocido.

–Pensé que era el nuevo hombre en tu vida. ¿Qué significa que esta es su casa? –preguntó Simon, girándose para mirar a Brett con cautela.

–Todavía no habíamos llegado a ese punto –murmuró Brett–. Simon, soy Brett Spencer. Ya nos conocíamos, pero tú solo tenías cinco años la última vez que te vi.

Simon se quedó con la boca abierta.

–¿Quieres decir que tú eres el mejor amigo de mi padre? Vaya…

–¡Simon…! –advirtió su madre.

–¡Si es genial, mamá! –exclamó el niño volviéndose hacia su madre con entusiasmo–. A este tipo le gusta el arte convencional, no está loco por los pájaros y las abejas y no le importa que estés un poco chiflada… ¿Qué más podrías pedir?

Ellie no pudo evitar una sonrisa.

–Simon…

–Además, entiende de cricket. Lo que no comprendo es por qué nunca pudiste decirme quién era. Bueno… ¿sabéis qué? Os voy a dejar solos un rato –dijo con una sonrisa pícara–. Y no te costará ni un centavo –añadió para Brett.

Agarró una manzana de la cesta de encima de la mesa, se puso una gorra de béisbol con la visera hacia atrás, agarró su pelota de cricket y se marchó.

–¿Que no te costará ni un centavo? –preguntó Ellie mientras se dejaba caer en una silla–. ¿Qué ha querido decir con eso?

–Uno de tus ex… uno de los hombres de tu vida solía darle cinco dólares para que desapareciera.

A Ellie se le encendió el rostro.

–Estás bromeando.

–No, a menos que Simon suela inventarse cosas.

–¿Simon? –dijo ella–. Es la persona más sincera que conozco. ¡Oh, no! –exclamó poniéndose aún más colorada–. Arte, pájaros… ¿Te ha hablado de todos ellos?

–Me describió a cuatro.

–¿Por qué? ¿Cómo es posible que estuvierais hablando de mí así?

Brett sonrió.

–Debido a tu nuevo peinado había supuesto que tenías un nuevo hombre en tu vida y como me encontró en la cocina…

–Pero eso no explica… –dijo ella con los ojos muy abiertos por la incredulidad.

–Parece… –se detuvo para elegir bien sus palabras–. Parece que no está muy de acuerdo con tu gusto para los hombres.

–¿Crees que no lo sé? –dijo Ellie, elevando la voz–. Siempre los he elegido pensado que podían aportarle algo que yo no podía darle pero… –se detuvo y tomó aliento–. Nunca dejó que ninguno se le acercara.

–Quizá deberías elegirlos pensando en ti.

–Bueno, está claro que a mí me gustaban. O por lo menos eso creía…

–Deberías haber elegido a alguien con buenos conocimientos de cricket.

Ellie levantó la barbilla.

–¿Qué estás haciendo aquí?

Él agarró una silla y se sentó enfrente de ella.

–Ha llegado el momento de que hablemos de ciertas cosas.

–¿Quieres que te devuelva tu casa?

Brett tenía treinta y cinco años y medía uno ochenta y cinco. Tenía los ojos grises, el pelo oscuro y la expresión de sus labios, cuando no estaba sonriendo, era bastante dura. Además, tenía el aspecto de ser un hombre que sabía lo que quería… y lo conseguía. Lo único que nunca había querido había sido a la novia de su mejor amigo, Ellie Madigan…

–No –dijo, tocándose la barbilla–. A menos que tengas planes para casarte y marcharte…

Ellie lo miró con una débil sonrisa.

–No.

–¿Qué pasa con el nuevo?

–¿Quién te ha dicho que haya uno nuevo? –hizo una pausa y miró hacia el frigorífico–. No tengo intenciones de casarme con él. ¡Oh, maldita sea! ¡Esta noche viene a cenar!

Brett comenzó a reírse.

–¡A mí no me parece gracioso! –dijo Ellie, pensando en lo rabiosamente guapo que se ponía cuando se reía.

–No te preocupes Ellie. Yo te echaré una mano con Simon.

–¿Piensas quedarte?

–Sí –respondió él, encogiéndose de hombros.

–¿Cuánto tiempo?

–He regresado definitivamente. Me han ofrecido una beca para que estudie aquí ciertas enfermedades.

Los ojos color avellana de ella se encontraron con los grises de él.

–Entonces… –Ellie se aclaró la garganta–. ¿Cuál es el trato?

–El único trato es que de momento no tenemos que precipitarnos.

–¿Por qué no me avisaste, Brett?

–No quise preocuparte innecesariamente. Tienes buen aspecto, Ellie.

«No me hagas esto», pensó ella mientras él la recorría con la mirada. «No me intentes medir con tu escala, sé que nunca te he interesado ni física ni mentalmente».

Pero él continuó con el escrutinio unos segundos más, a pesar de sus ruegos. Y una tenía que ser de piedra para que no le afectara esa mirada.

Ellie agarró una revista y se la puso delante por si acaso su pezones decidían traicionarla.

–Gracias. Me siento muy bien –dijo intentando aparentar naturalidad.

–¿Así que la vida te está tratando bien?

–Muy bien. Por fin acabé el postgrado en logopedia y ahora trabajo en una clínica privada, principalmente con niños. Me encanta.

–Simon se parece mucho a Tom. Me ha parecido que también es más inteligente de lo normal ¿Me equivoco?