De la inocencia a la pasión - Lindsay Armstrong - E-Book

De la inocencia a la pasión E-Book

LINDSAY ARMSTRONG

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Beschreibung

De apocada asistente personal… ¡a esposa del jefe!   Alexandra Hill está a años luz de las sofisticadas empleadas de Max Goodwin. Pero este director general necesita una intérprete y... pronto. Contrata a Alex con una condición: ¡un cambio de imagen! Pronto pasa de ser una poco agraciada traductora a una asombrosa belleza... y los pensamientos de Max pasan de lo profesional a lo muy personal... La vida de playboyde Max no puede ser más distinta de la educación conventual de Alex, pero ella no quiere ser sólo la amante de un millonario. Sin embargo, Max había decidido hacía mucho tiempo que jamás se casaría...

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Seitenzahl: 198

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2008 Lindsay Armstrong

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El de la inocencia a la pasión, N.º 1933 - diciembre 2024

Título original: The Billionaire Boss’s Innocent Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales , utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788410742345

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Alexandra Hill llegó a su casa de Brisbane una mañana de mayo especialmente fría.

Había estado esquiando con unos amigos en los Alpes meridionales. Y aunque hacía frío en Canberra cuando se había subido al avión envuelta en su bufanda, no había pensado que agradecería tanta ropa en el previsible invierno subtropical de Brisbane.

Aún llevaba el abrigo cuando se bajó del taxi que había tomado en el aeropuerto para encontrarse con su jefe, que la esperaba en la puerta de su casa en Spring Hill.

Simon Wellford, pelirrojo y regordete y creador de Wellford Interpreting Services, la rodeó con un brazo.

–¡Gracias a Dios! Tu vecina no sabía si volvías hoy o mañana. Te necesito, Alex. Realmente te necesito –dijo apasionado.

Alex, que sabía que Simon estaba felizmente casado, se liberó de sus abrazos.

–Aún estoy de vacaciones, Simon, así que…

–Lo sé –la interrumpió–, pero te compensaré, te lo prometo.

Alex suspiró. Trabajaba para Simon como intérprete y sabía que era impulsivo.

–¿Qué emergencia hay esta vez? –preguntó.

–Yo no lo llamaría emergencia, definitivamente no –negó–. ¿Llamarías a Goodwin Minerals otra cosa que no fuera un golpe maestro?

–No sé nada sobre Goodwin Minerals y no sé de qué me hablas, Simon.

–Es enorme –chasqueó la lengua–. Es una empresa puntera en el mundo de la minería y está entrando en el mercado chino. Bueno –agitó una mano en el aire–, están a punto de empezar las negociaciones en Brisbane con un consorcio chino, pero uno de sus intérpretes de mandarín está enfermo y necesitan una sustituta. Casi de inmediato –añadió.

Alex apoyó la bolsa en la maleta de ruedas.

–¿Intérprete presencial? –preguntó ella.

–Mira –Simon dudó un momento–. Sé que para mí sólo haces trabajo por teléfono y de documentación, Alex, pero eres muy buena.

–¿Se va a hablar con lenguaje técnico de minería?

Simon la miró mientras pensaba, después dijo:

–No. Te necesitan para los eventos sociales. Ellos… –dudó– querían saber si te sientes cómoda con las formalidades sociales.

–Así que les has dicho que no me como los guisantes con el cuchillo –señaló Alex y después se echó a reír.

–Les he dicho que tienes formación en diplomacia. Eso ha parecido tranquilizarlos –dijo un poco incómodo porque, a decir verdad, tenía alguna reserva sobre Alex que no era sobre sus buenas maneras ni sobre su fluido mandarín… sino sobre cómo vestía.

Nunca la había visto con otra cosa que no fueran unos vaqueros, también tenía una variada colección de largas bufandas que gustaba de enrollarse al cuello, y estaba claro que no se hacía con su pelo. También llevaba gafas. Parecía la clásica bibliotecaria.

Nunca le había importado su aspecto porque atender el teléfono y traducir documentación era algo que se hacía entre bastidores. De hecho, hacía gran parte del trabajo desde casa.

Tendría que resolver eso más tarde. Lo importante era conseguir el trabajo y se agotaba el tiempo.

–Sube al coche, Alex –dijo–. Tenemos una entrevista con Goodwin dentro de veinte minutos.

–Simon… –lo miró de soslayo–, estás de broma. Acabo de llegar a casa. Tengo que darme una ducha y cambiarme de ropa. ¡Además aún no estoy segura de querer este trabajo!

–Alex… –abrió la puerta del coche–, por favor.

–No, Simon. ¿Me vas a decir que te has comprometido a que haría una entrevista y a que Wellford aceptaría este contrato antes de estar seguro de que volvía hoy de vacaciones?

–Sé que parece un poco… bueno… –se encogió de hombros.

–Parece exactamente como tú, Simon Wellford –dijo airada.

–Hay que aprovechar las oportunidades –respondió él–. Esto podría suponer una enorme cantidad de trabajo, Alex. Podría ser el despegue de Wellford y… –hizo una súbita pausa antes de añadir–: Rosanna está embarazada.

Alex miró a su jefe parpadeando. Rosanna era la esposa de Simon y ése sería su tercer hijo, así que el futuro de la agencia de intérpretes se volvía especialmente importante.

–¿Por qué no lo has dicho desde el principio? –exigió saber y después suavizó el gesto–. ¡Simon, es una gran noticia!

 

 

Una vez en el coche, empezaron a presentársele algunas de las dificultades relacionadas con esa misión.

–¿Cómo voy a explicar la forma en que voy vestida?

–Diles la verdad. Acabas de llegar de esquiar. Por cierto, nos vamos a reunir con Margaret Winston. La primera secretaria de Max Goodwin.

–¿Max Goodwin?

–La fuerza conductora de Goodwin Minerals… no me digas que nunca has oído hablar de él.

–Pues, no. Simon… –Alex agitó el brazo en el aire mientras él seguía conduciendo– ¿tienes que conducir tan deprisa?

–No quiero llegar tarde. Es un hombre muy poderoso, Max Goodwin, y…

–¡Simon! –le interrumpió Alex, pero era demasiado tarde, un camión de reparto se cruzó delante de ellos y, a pesar de frenar varias veces, se empotraron en su parte trasera.

Simon Wellford golpeó el volante y rugió. Después se volvió a mirar a Alex.

–¿Estás bien?

–Bien, ligeramente zarandeada, eso es todo. ¿Y tú?

–Igual –miró al conductor del camión, un fornido hombre con aire de estar enfadado–, pero esto lo echa todo a perder.

–¿Estamos muy lejos?

–Sólo a una manzana…

–¿Por qué no voy yo? Tú vas a estar entretenido un rato aquí, pero yo puedo irme. ¿Cómo se llama?

–Margaret Winston y es en el edificio Goodwin, la siguiente manzana a la derecha. Planta quince. Alex, te lo deberé de verdad si consigues este trabajo –dijo con intensidad.

–¡Haré todo lo posible! –salió del coche.

–Si todo lo demás falla, ¡déjalos alucinados con tu mandarín! –le dijo antes de que cerrara la puerta.

Ella se echó a reír.

 

 

Al llegar se encontró con que no sólo tenía que enfrentarse con Margaret Winston, sino que también estaba Max Goodwin y un caballero chino, el señor Li, lo que incrementó el ahogo provocado por haber recorrido corriendo la última manzana antes de llegar al edificio Goodwin.

Fue Margaret Winston, una mujer de mediana edad, pelo castaño exquisitamente arreglado y traje sastre verde oliva, quien la acompañó al impresionante despacho de Max Goodwin.

Una pared de ventanales daba al río Brisbane que corría al lado del frondoso Kangaroo Point y bajo el puente Storey. Un mar de moqueta azul real cubría el suelo. Había un inmenso escritorio en un extremo y algunos fascinantes aguafuertes del antiguo Brisbane enmarcados en pan de oro colgaban de las paredes. En el otro extremo había un tresillo de cuero marrón y una mesita de café.

El mismo Max Goodwin era impresionante.

Por alguna razón, la breve descripción que le había hecho Simon había hecho pensar a Alex que sería un hombre rudo y correoso. Pero Max Goodwin era lo más alejado de eso. Estaría en la mitad de la treintena y resultaba el hombre más intrigante que había visto en años. No sólo era un buen espécimen, físicamente hablando, bajo el traje azul marino, también tenía unos destacables ojos azules. El cabello era oscuro y el rostro esculpido con unos labios finos y cincelados.

No había nada retorcido ni correoso en él, aunque bien podría serlo mentalmente, pensó ella. Había una intensidad aquilina en su mirada que intimidaba y hablaba de un hombre que sabía lo que quería… y cómo conseguirlo.

Lo siguiente que pensó fue que ella no era lo que él quería.

Fue una sensación que confirmó cuando, tras las presentaciones y una profunda inspección de ella, se frotó la mandíbula irritado y dijo:

–Oh, ¡por el amor de Dios! Margaret…

–Señor Goodwin –interrumpió a propósito Margaret–, no he podido encontrar a nadie más, la tarde de mañana está demasiado próxima y el señor Wellford me ha asegurado que la señorita Hill es extremadamente competente.

–Seguramente será así –espetó Goodwin–, pero parece que tuviera dieciocho años y se hubiera escapado del noviciado.

Alex carraspeó.

–Puedo asegurarle que tengo veintiún años, señor. Y disculpe por la sugerencia, pero ¿esto no es como juzgar un regalo por su envoltorio? –hizo una pausa, una suave reverencia y lo repitió en mandarín.

El señor Li en ese momento dio un paso adelante y se presentó como miembro del equipo de intérpretes. Se dirigió a Goodwin y le dijo:

–Muy fluido, señor Goodwin, muy correcta y respetuosa.

El silencio que siguió a su intervención estaba lleno de tensión mientras Goodwin la miraba fijamente a los ojos y después la estudiaba de la cabeza a los pies.

Quizá no tenía dieciocho años, decidió, pero sin pizca de maquillaje, el pelo que se escapaba del moño completamente alborotado, las gafas de montura metálica, el chándal y las botas… no era ni de lejos lo que necesitaba.

A menos, echó otra mirada a la señorita Hill, que, bueno, podía no ser imposible. Era de la estatura adecuada, siempre un plus cuando se estaba un poco rellena. Las manos eran finas y elegantes, la piel bastante cremosa, y los ojos…

Entornó los suyos y preguntó:

–¿Podría quitarse las gafas un momento?

Alex parpadeó y después hizo lo que le pedía Goodwin. Sus ojos eran de un claro y fascinante color avellana.

–Ajá –dijo–, gracias, Margaret, me haré yo cargo de esto por el momento. Gracias, señor Li. Por favor, siéntese, señorita Hill –señaló un sillón de cuero marrón.

Alex se sentó y él hizo lo mismo frente a ella y apoyó el brazo en el respaldo.

–Hábleme de su formación –siguió– y cómo llegó a hablar mandarín.

–Mi padre era miembro del cuerpo diplomático. Tuve –sonrió– lo que podría llamarse una infancia de trotamundos y los idiomas se convirtieron en algo sencillo para mí. Opté por el mandarín al pasar cinco años en Beijing.

–Una formación diplomática –dijo pensativo–. Así que ¿se ve a usted misma dedicada a ser intérprete profesional?

–Realmente no, pero es una buena forma de conservar mis habilidades, y no pasar necesidad –añadió en tono humorístico–. Pero estoy pensando en dedicarme a la carrera diplomática. No hace mucho que he salido de la universidad, donde me he graduado en lenguas.

Goodwin se pasó una mano por el pelo y luego preguntó bruscamente:

–¿Plantea objeciones al maquillaje?

Lo miró en silencio un momento mientras se fijaba en algunos detalles más de su indumentaria.

–Usted evidentemente no cree que vaya bien vestida. Yo…

–¿Cree que podría vestirse bien? –la interrumpió y siguió con una lista de funciones que hizo parpadear a Alex: cócteles, almuerzos, partidos de golf, cruceros por el río, bailes, cenas, etcétera.

–Mire –interrumpió ella en esa ocasión–. Creo que estamos perdiendo el tiempo, señor Goodwin. Sencillamente no tengo la ropa necesaria para asistir a ese tipo de actos y puede que tampoco… ¿cuál es la palabra?, el ímpetu. Traducir fielmente es una cosa, pero esto es algo completamente distinto.

–Yo le proporcionaría la ropa. Luego podría quedársela.

–Oh. No. No podría –dijo incómoda–. Muy amable por su parte, pero no, gracias.

–No es amabilidad –replicó impaciente–. Será un gasto legal y deducible. Y no sería como un pago por sus «favores».

–Desde luego –dijo ella cortante.

Goodwin sonrió súbitamente con un brillo alegre en los ojos.

–¿Por qué no entonces?

Alex se revolvió en el sillón y después cruzó las manos en el regazo.

–Me sentiría… me sentiría incómoda. Me sentiría comprada, aunque no por las razones habituales.

–Devuélvamela –levantó los ojos al cielo– entonces. Seguro que encuentro a alguien que la aprecie.

–Eso sería más apropiado –musitó–, pero hay algo más. Para ser completamente sincera, me causa cierta irritación que no me considere lo bastante buena.

–No es eso –dijo entre dientes–. Es que no quiero que se sienta como la Cenicienta. De acuerdo, vale –levantó las manos–, también necesito que se tome en serio la otra parte, por eso una ligera sofisticación ayudaría.

Alex se mordió el labio inferior. Una parte de ella quería rechazar la oferta. Había mucho en Max Goodwin que no le gustaba, su arrogancia y alguna cosa más. ¿Qué tal sería cambiar los papeles? Demostrarle que no lo pondría en vergüenza, algo que había estado a punto de decirle.

Miró hacia abajo y vio el aspecto que tenía. No había gozado de la oportunidad de explicarle por qué iba así vestida.

Por otro lado, aquello era un reto interesante.

Además estaba Simon y su empresa, por no mencionar el bebé en camino…

–Supongo que podría intentarlo –dijo ella–, aunque… –se encogió de hombros– no hace mucho que dejé el convento, por si sirve de algo, señor Goodwin, alrededor de un año.

–¿Era monja? –preguntó sorprendido.

–Oh, no. Pero mis padres murieron cuando tenía diecisiete años y me acogieron en un convento, así que luego me quedé. La madre superiora era pariente de mi padre… mi única pariente viva. Y me quedé con ellas mientras estudiaba en la universidad. Murió el año pasado.

–Ya… entiendo. Bueno, iba a decir que eso lo explica todo, pero ¿explica algo? –se preguntó retórico mientras sonreía caprichoso.

–Probablemente explica por qué soy la clásica chica normal. Por qué estoy acostumbrada a la sencillez y a las cosas útiles –dijo en tono serio–. Tampoco significa que no pueda ser de otra manera.

–¿Le preocupa que pueda aprovecharme de usted, señorita Hill? –la miró fijamente.

–¿Sexualmente? Ni lo más mínimo –respondió con serenidad–. Me imagino que no estoy al nivel de lo que usted está acostumbrado, señor Goodwin. De todos modos, también puede estar casado y tener una docena de críos –hizo una pausa como si le extrañara que Goodwin no dijera nada.

Entonces él dijo:

–No estoy casado –frunció el ceño–. Y sólo por curiosidad, ¿a qué nivel se imagina que estoy acostumbrado?

–Oh… –agitó una mano en el aire– glamour, sofisticación y todo eso.

Goodwin sonrió, pero no negó la acusación y luego dijo:

–Si no le preocupa que pueda aprovecharme de usted, ¿qué le preocupa?

–Tengo la sensación de que es el clásico jefe que consigue lo que quiere cueste lo que cueste –dijo Alex cándidamente antes de quitarse las gafas para limpiarlas con la bufanda–. Yo eso no lo llevaría muy bien –dijo con calma y se volvió a poner las gafas.

Pero pareció como si de pronto Goodwin tuviera la cabeza en otra cosa. Además se le había ocurrido pensar que nunca había visto unos ojos así y… ¿era su imaginación o no era capaz de resistirse a ellos?

Por supuesto que no, se dijo. Era su muy correcto y fluido mandarín, evidentemente.

–¿Ha probado alguna vez a ponerse lentillas? –se descubrió preguntando.

Alex parpadeó tras los cristales de las gafas por el brusco cambio de tema y por la sensación de que Max había pasado de los negocios a lo personal… ¿o no era más que una suposición ridícula?

–Sí, tengo unas, pero prefiero las gafas –dijo despacio frunciendo el ceño.

–Debería insistir con las lentillas –le dijo él poniéndose de pie–. Muy bien, veamos cómo discurre esto –se inclinó sobre la mesa y pulsó el botón para llamar a Margaret Winston.

Cuando llegó Margaret, no vio ningún problema en la preparación de Alex; incluso pareció aliviada. Después se puso manos a la obra.

Nombró un establecimiento de primer nivel y les dijo que tenía un servicio de atención al cliente que ayudaba en la elaboración de vestuarios completos, cosmética a tono y tenía incluso su propia peluquería. Añadió que podía llamar inmediatamente por teléfono y concertar una cita.

–Gracias, Margaret, es una excelente noticia. Por cierto, ¿vuelvo a ir con retraso?

–Sí, señor Goodwin, así es… iba a llamar ahora mismo para avisar de su retraso.

–Gracias. Eh… me gustaría poner en antecedentes a la señorita Hill. ¿Cuándo voy a tener tiempo para hacerlo?

–Me temo que… –reflexionó un instante– va a tener que esperar unas horas. A eso de las seis esta tarde tiene una hora libre.

–¿Está bien para usted, señorita Hill? –se dirigió a Alex.

–¿Dónde?

–Aquí. Tengo un ático arriba del todo. Sólo tiene que llamar al timbre del ático y decir su nombre, Margaret se lo habrá dado al personal de arriba –tendió una mano a Alex.

–¿Me tiene que poner en antecedentes? –no le estrechó la mano.

–Sí –bajó la mano–. Antecedentes sobre las negociaciones –dijo y luego añadió–: Eso es todo. Y sobre todo porque no va a ser sólo charla social lo que va a tener que traducir, ya que muchas conversaciones clave se desarrollan fuera de la sala de reuniones. Así que me gustaría que estuviera al tanto de alguno de los matices de esas charlas –alzó una ceja con gesto sarcástico–. ¿Todo aclarado?

–Sólo preguntaba –se encogió de hombros.

–Porque, a pesar de que diga lo contrario, no puede evitar preguntarse si tengo algo más en mente, ¿verdad?

–Si hubiera conocido a mi madre superiora –dijo con una súbita sonrisa–, habría sabido que ático y después de la hora de salir son cosas que las chicas sensatas tienen que evitar como la peste. Supongo que ese hábito de ser suspicaz lo tengo demasiado arraigado. En realidad, ahora lo he superado… Vendré –tendió la mano sin ser consciente de la mirada de sorpresa de Margaret y después de su sonrisa de aprobación.

Pero fue en el momento en que le estrechó la mano cuando Alex descubrió algo hipnotizador en Max. ¿Sería puro magnetismo animal?, se preguntó. Tenía que reconocer que, aunque era arrogante, también era guapo e impresionante con esos hombros anchos y ese traje sastre que le sentaba a la perfección.

«No seas ridícula, Alex», se dijo de inmediato…

Pero no era sólo ese torturador aspecto, reflexionó. Había una vitalidad en él que era difícil de resistir. Lo encontraba interesante, un oponente con quien valía la pena cruzar la espada.

Estaba además esa sensación que había experimentado antes cuando él había cruzado la línea y había llevado la conversación a un tema personal… ¿no era por eso por lo que había tenido dudas sobre aceptar la reunión en el ático?

Por otro lado, y eso la sorprendió un poco mientras le soltaba la mano, estaba el detalle curioso y fascinante de descubrir la anchura de sus hombros…

Capítulo 2

 

 

 

 

 

A las seis menos cinco de esa tarde, Alex entró en el vestíbulo del edificio Goodwin con la bufanda ondeando al viento y varias bolsas de compras en las manos.

Miró a su alrededor sin aliento buscando el timbre y fue interceptada por el conserje. Le dijo su nombre y a quién tenía que ver. La miró dubitativo un momento, pero después la acompañó al ascensor del ático… tuvo el detalle de poner un gesto de disculpa cuando al dar su nombre, recibió el permiso para subir y las puertas se abrieron.

–Piso treinta y cinco, señora. ¡Que pase una buena tarde!

Alex pulsó el treinta y cinco y se preparó para compartir el trayecto con su estómago… no le gustaban los ascensores, pero ése resultó de lo menos angustiante. Al llegar, la puerta se abrió directamente en el ático de Max Goodwin.

No fue Max quien la recibió, sino un hombre de alrededor de cuarenta años quien le dijo encantador:

–¿Supongo que la señorita Hill? Soy el coordinador doméstico de Max, Jake Frost. Me temo que él va a llegar un poco tarde. ¿Le importa pasar al salón y esperarlo tomando algo? Oh… yo le llevaré las bolsas.

–Gracias, gracias –se quitó la bufanda y la chaqueta–. Algo sin alcohol estará bien… comprar puede ser agotador y da mucha sed.

–No tiene aspecto de cansada en absoluto –dijo Jake mientras se llevaba las bolsas.

–No es para mí –aseguró Alex–. Quiero decir, que lo es, pero luego lo devolveré. No es que sea una derrochona ni nada semejante –le brillaron los ojos detrás de las gafas–. Oh, ¿importa realmente lo que la gente piense de mí?

Jake Frost se tomó un momento para tener una visión más personal y menos profesional de la nueva intérprete. Le habían hablado de ella y no había pensado mucho en cómo sería. En ese momento decidió que era encantadora, aunque no fuera la clase de mujer que Max Goodwin habitualmente…

«Pero ¿en qué estoy pensando?», se preguntó. «Esto es un asunto de trabajo».

La sonrisa que le dedicó a Alex fue completamente auténtica.

–Creo que sería una pena no disfrutarlo aunque sea un poco, incluso aunque lo vaya a devolver.

 

 

Unos minutos después, Alex tenía en sus manos un vaso y contemplaba las vistas del ático de Max Goodwin. Una hermosa perspectiva del río y la ciudad a la caída del sol.

El salón era espacioso y absolutamente llamativo. La alfombra era de color verde mar, los sofás estaban tapizados en terciopelo albaricoque con cojines rojos y las mesas esmaltadas en negro.

Un magnífico gabinete chino lacado en negro y oro dominaba una de las paredes y en otra una maravillosa pintura abstracta ocupaba un lugar de honor y llenaba de color la habitación.

–Hola, señorita Hill–dijo una voz detrás de ella, y se dio la vuelta para ver a Max entrar en el salón.

Era evidente que acababa de ducharse, aún tenía el pelo húmedo, y llevaba unos vaqueros y un suéter. Se acercó al bar y se sirvió algo de beber.

–Siéntese –invitó.

Jake se acercó mientras ella se sentaba.

–He llamado para decir que ibas con retraso, Max. He puesto el vino en una bolsa fría –señaló la bolsa en el bar– y aquí están las flores –tomó un ramo y volvió a dejarlo en su sitio–. Así que me marcho si no te importa.

–Claro. Adiós –se despidió de él y se sentó enfrente de Alex–. Bueno, ¿cómo le ha ido esta tarde?

–Bien –dijo Alex–. Creo. Pero mire, señor Goodwin, si va con retraso, quizá podría encontrar otro momento para mí.

–No, no importa si voy un poco tarde, no hay otro momento y estoy decidido a disfrutar de esta cerveza.

–Sólo quería que no llegara tarde a su cita –se encogió de hombros.

–Mi cita –parecía estarse divirtiendo–, como la llama con cierto tono de desaprobación, señorita Hill, es con mi abuela. Está en una residencia y el vino y las flores son para agasajarla.

–Oh –Alex se quitó las gafas para limpiarlas.

¿Había parecido un reproche lo que había dicho? ¿Se estaría creando en su cabeza de un modo inconsciente la opinión de que Max Goodwin era algo así como un playboy