Bellísimas personas - Andreu Martín - E-Book

Bellísimas personas E-Book

Andreu Martín

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Beschreibung

Un estudio sobre la naturaleza del mal, sus razones y sus mecanismos, vestido con el elegante traje de thriller psicológico que solo un maestro como Andreu Martín es capaz de confeccionar. El responsable del secuestro de un niño a finales de los años setenta en Barcelona es puesto en libertad tras cumplir condena. Una periodista decide volver a investigar el suceso que lo llevó a la cárcel, sin saber que se está acercando demasiado a una verdad que quizá sea insoportable.-

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Andreu Martín

Bellísimas personas

 

Saga

Bellísimas personas

 

Copyright © 2000, 2021 Andreu Martín and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726961973

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

I

De pronto, empieza a llover a mares. Y Daniel no lleva ni paraguas ni impermeable.

Es un chaparrón imprevisto después de un día inseguro, frío, de cielo bajo y gris y mucha electricidad en el aire. Qué nervios.

Me pregunto qué debe de sentir una madre cuando son las nueve y media de la noche y todavía no tiene en casa al hijo de nueve años que siempre llega del colegio antes de las siete.

No hace tanto que yo vivía el problema desde el otro lado. Padres pesados y sobreprotectores, paranoicos, obstáculos de la libertad, vergüenza de adolescente casquivana que justo ahora empieza a disfrutar de una vida privada recién estrenada.

«Hoy no, mis padres no me dejan», es una frase humillante.

«Lo siento, mis padres me esperan a las siete; no puedo.»

Son expresiones abrumadoras que revelan dependencia e inmadurez en esa edad inmadura en que la autosuficiencia es un mérito esencial. Aquel muchacho que pretendía arrastrarte al catre y tú —¿que lo estabas deseando?— tuviste que negarte porque tus papás no te daban tiempo —si lo piensas bien: salvada por la campana, porque a lo mejor no te apetecía tanto como creías, ¡uf!—, qué vergüenza. Ojalá se te hubiera ocurrido otra excusa, más airosa.

Me imagino a Daniel —se lo imagina la madre— corriendo pegado a la pared para guarecerse bajo los balcones, pisando charcos, salpicado por las cortinas de agua que levantan los coches que pasan veloces y ciegos a su lado. ¡Va a pillar una pulmonía! Y ojalá que sólo sea una pulmonía.

La calle Ganduxer ya baja como un torrente. Y veo —ve la madre— un torrente de verdad, de montaña, desbordado, caudaloso y arrollador, que arrastra al niño que se ha perdido en el bosque. Lo arrastra, lo cubre, lo golpea contra las rocas, lo ahoga, lo despedaza, lo hace desaparecer para siempre. Veo a Daniel escondido en un portal oscuro como caverna de lobo, veo una mano que sale de la negrura y le tapa la boca y tira de él hacia el interior, hacia la nada. Cosas de mi imaginación irrefrenable. Imaginación de madre. ¿Por qué no podemos pensar en cosas positivas? Que se ha entretenido cambiando cromos, por ejemplo, o tebeos de El Capitán Trueno, que se está divirtiendo tanto que se le ha olvidado mirar el reloj —el reloj que le regaló su padrino el día de la Primera Comunión—. Habrá ido a casa de uno de sus amigos y allí le habrá sorprendido la lluvia y está esperando que escampe. ¿Pero, entonces, por qué no telefonea?

Mientras escribo esto, miro a Roger, que está dormido en la cuna y me pregunto qué sentiré cuando sea él quien me diga: «A las seis y media estaré aquí», y pasen las siete, y las siete y media, y las ocho, y las ocho y media, y las nueve y media, y mi Roger, la madre que lo parió, que no llega. No puedo saberlo porque no lo he vivido, pero puedo imaginármelo. Si ahora mismo alguien se llevase a Roger de la cuna y me prometiera que lo devolvería dentro de una hora y, llegado el momento, no lo hiciera. Y pasara una hora y no me trajeran a Roger, y pasaran dos horas, y pasaran tres horas, ¿yo, qué haría? ¿Qué pensaría? Sobre todo: ¿qué sentiría?

—Cuando salgas del cole —a las seis—, corriendo a casa, ¿eh, Daniel?

—Sí, mamá.

Pues claro que sí. Corriendo a merendar, que sale con unas ganas de merendar cada día...

No tiene por qué haberse mojado porque no ha empezado a llover hasta las siete y a las seis y media no llovía y a las seis y media Daniel ya tendría que haber bajado del autobús, a manzana y media de aquí. ¡Ya tendría que estar aquí! Estas palabras se repiten como un delirio. ¡Ya tendría que estar aquí!

Daniel Cortés Arnau tenía nueve años, vivía en la parte alta de Barcelona, digamos que en la calle Ganduxer, y estudiaba en los Jesuitas de la calle de Caspe.

¿Qué pensaba, qué sentía, la madre de Daniel, aquel lunes, 16 de octubre de 1978? ¿Qué hacía?

Había telefoneado a los amigos del colegio.

A Artigues, aquel gordo y coloradote, como un hijo de campesinos: «No, Daniel no está aquí. Le he acompañado hasta la parada del autobús. Cuando yo he llegado a casa, todavía no llovía, no, señora».

A Aulí, que vive cerca de aquí: «No, hemos venido juntos en el autobús, sí, pero no ha venido a casa, no, señora. Ha dicho que se iba a su casa».

Barabino, el amigo del alma: «No, hoy no ha venido a casa».

Castelló: «Daniel no está aquí».

Fernández: «No está».

¿Dónde coño se ha metido?

«¡Cuando llegue, me va a oír! ¡Le pegaré una paliza que se acordará toda la vida! ¿Pero qué se habrá creído ese mocoso?»

Páginas amarillas. Hospitales y clínicas. «¿No han ingresado a un niño en urgencias?» No sé, un accidente. Que le haya pillado un coche, que le haya caído un pedazo de cornisa en la cabeza.

Que se haya muerto.

En una situación así, yo lloraría. Tengo clarísimo que lloraría.

De manera que la madre de Daniel rompe a llorar.

¿Y la policía? No, no, la policía no, de ninguna manera. Pienso que yo no me habría puesto en comunicación con la policía, porque hacerlo sería como reconocer lo peor, invocar a la catástrofe, abrir la puerta de casa a las brujas y a los dragones.

Ha caído la noche y, a la luz enfermiza de cada relámpago, la madre escruta las esquinas que se divisan desde su balcón, como si pensara que ese flas providencial le permitirá ver a su hijo perdido en la calle, el hijo que ya llega, míralo, qué despistado, ¿qué le habrá pasado?, pobrecito. ¿Se habrá vuelto amnésico? Un golpe en la cabeza, va vagando por la ciudad, nadie se fija en él porque esta lluvia no lo permite. Y no amaina. Es un diluvio de los que hacen parpadear las bombillas de vez en cuando. El rayo quiebra el cielo negro con estrépito de hacerlo añicos. Lloran los cristales de las ventanas.

Suena el teléfono y pego un brinco, pega un brinco la señora Cortés, que entonces los teléfonos todavía sonaban con sobresalto de campanilla perentoria. Y, en el momento de descolgar, piensa —quiere pensar— que escuchará la voz de Daniel diciendo: «Mamá, perdona que no haya llegado aún a casa, pero es que...» ¡Ni peroesque ni peroesca, sinvergüenza, ven inmediatamente a casa, que vas a ver la que te espera! Y piensa —pero no quiere pensarlo— que escuchará una voz neutra que le dirá: «¿Señora Cortés? Verá: la llamamos desde la clínica...». O bien: «¿Señora Cortés? Le habla la policía...».

Los latidos del corazón son dolorosos.

Son las nueve y media del lunes 16 de octubre de 1978.

—¿Diga?

—Con el señor Cortés, por favor.

—No está. ¿De parte de quién?

—¿Usted es la señora Cortés?

—Sí. ¿Quién es?

—Mire, señora. Su hijo Daniel está con nosotros. Si quiere que lleguemos a un acuerdo, tendrá que darnos dos millones de pesetas.

Un mareo. Se abre la tierra bajo tus pies y caes y tienes miedo de caerte de verdad. Tienes que apoyar una mano en la pared.

—¿Me está escuchando? —insisten.

Sí, sí, le está escuchando, pero no puede responder, yo no podría responder, yo querría morirme en aquel preciso instante, me emborracharía de miedo y me temblarían las piernas, me negaría a continuar escuchando, me negaría a continuar viviendo. La señora Cortés se quiere morir.

—No las tengo —es lo primero que se le ocurre, probablemente porque le gustaría tener los dos millones en la mano y estar hablando personalmente con el secuestrador y darle el dinero, realizar el intercambio ahora mismo, aquí mismo, y se acabó, pero no puede ser y la boca se le llena de un llanto dulce—. Aquí no tengo dos millones, no los tengo en casa.

—Búsquelos. Dígale a su marido que mañana vaya al banco, saque dos millones de pesetas y que a las diez este ahí, en su casa. Que volveremos a establecer contacto para darle instrucciones —se le han roto las defensas y ahora ya llora a mares, encorvada, apoyándose en una mesa demasiado frágil, demasiado pequeña para soportar el peso que descarga sobre ella—. Ah, y otra cosa. No avise a la policía porque podríamos matar al niño.

Niega con la cabeza. No. Eso ni mencionarlo. Matar al niño, no. Por favor, por favor, matar al niño, no.

Yo misma me sorprendo haciendo que no con la cabeza, emocionada como si estuviera viviendo el momento, como un actor que se ha metido tanto en la piel del personaje que no puede desprenderse de él fácilmente, que daría la vida por los ideales del ente de ficción. Una especie de locura. Vaya usted a saber cuál fue la reacción de la señora Cortés.

Vaya usted a saber cuál fue la reacción del señor Cortés, cuando regresó a su casa, cerrando el paraguas con algún comentario acerca de «la que está cayendo». Si la mujer estaba tan hundida como me imagino, él soportaría el golpe con dignidad, se tragaría cualquier aspaviento. Es bastante mayor que ella, se ve como un patriarca, siempre ha tenido miedo de que le fallaran las fuerzas cuando llegase la crisis y, ahora que cae sobre él, tiene que mostrarse firme, el macho de la pareja, el capitán del barco que en seguida se hace cargo y toma el control de la situación.

Le veo avanzando por el pasillo, secándose con la toalla, como si nada, reprimiendo el temblor de las piernas y de las manos y del mentón. Negándose a pensar para no flaquear. No recuerdes al niño, no imagines qué pueden estar haciéndole, ignora las fotos que hay por toda la casa, olvídate de los planes que habíais hecho para el próximo fin de semana.

—¿A quién llamas?

—A Eduardo.

Eduardo Arnau, hermano de la esposa, abogado, claro que sí, ¿cómo no se le ha ocurrido a ella? Eduardo nos ayudará.

—Eduardo, mira... Que Daniel...

¿Cómo lo dirían? ¿Cómo se da una noticia como ésta? Supongo que de golpe, sin prolegómenos, como la noticia de una muerte.

Como la noticia de una muerte.

—Han secuestrado a Daniel. Nos acaban de telefonear pidiendo rescate.

Eduardo hace que lo repitan varias veces, de varias formas distintas. ¿Qué? ¿Qué dices que ha pasado? ¿No será una broma? ¿Cómo lo sabéis? ¿Con quién ha hablado? El señor Cortés pega un puñetazo en la pared y grita:

—¡Cállate de una puta vez y escucha! —se hace un silencio al otro lado del hilo. Este grito es la primera manifestación de debilidad del padre que está envejeciendo vertiginosamente. La segunda manifestación es la súplica, después de la larga pausa—. Ven, Eduardo... Ven, por favor. ¿Puedes venir?

Cuando llega Eduardo, el matrimonio Cortés ya se ha hundido. Han tenido tiempo de abrazarse con toda la fuerza de su amor acumulado. Han llorado juntos, han blasfemado juntos, «Puta mala suerte, ¿pero qué hemos hecho nosotros? ¿Por qué tiene que ocurrirnos esto a nosotros?». Qué difícil es reflejar en un libro la desgracia súbita. Los libros siempre cuentan excepciones, el lector ya sabe que en ellos encontrará extravagancias, los protagonistas de los libros siempre son los otros, aquellos a quienes sucede lo que nunca sucede a nadie. Ahora, padre y madre están derrumbados sobre el sofá, con la mente y la mirada en blanco, «no pienses, no pienses», catastróficamente abandonados a su destino. Eduardo mantiene el aplomo, la seguridad, la serenidad de siempre. Pero eso no tiene ningún mérito cuando no se es el padre de la criatura.

—Eduardo. ¿Qué hacemos?

En una palabra:

—Policía.

—¿Estás seguro? Pondremos en peligro la vida de Daniel.

—La vida de Daniel ya está en peligro. Y la policía actuará con mucha discreción.

¿Actuó con mucha discreción, la policía?

—Que alguien se quede con Pilar —o como se llamara la madre del niño.

El comisario jefe de la Brigada Judicial tenía cincuenta y nueve años. Ya se había puesto la chaqueta y la gabardina, «¡y coge el paraguas, que no veas cómo llueve!», se había abrochado el botón del cuello de la camisa y se había ajustado la corbata, y «bueno, hasta mañana, que es tarde», ya se iba a su casa, cuando uno de los del turno de noche le llamó:

—¡Eh, tú! —llamémosle Morón, que suena a policía de la transición—. ¡Eh, Morón, que te llaman de arriba!

—Hostias.

Malos augurios. El jefe superior. Morón se pone al teléfono y, de mala gana, con cara pocos amigos, responde:

—A sus órdenes.

—Tenemos un secuestro.

—Hostias.

Un secuestro. ¿Otro? Hace un mes que los del grupo Cuarto van arrastrando un secuestro.

—¿Cuántos hombres tienes?

—¿Aquí? ¿Ahora? Acaban de entrar los del turno de noche.

—Pues que no se muevan. Ahora bajamos.

Las batallitas de mi padre, resistente antifranquista de toda la vida, hacen que me imagine anacrónicos policías malcarados, de bigotes rectilíneos y muy finos en rostros foscos. Me los veo con trajes de ropa barata, arrugada, sucia, impregnada de olor a sudor de días y días de trabajo en lugares oscuros y saturados de humo de tabaco negro. Ropa gruesa que, empapada por la lluvia, huele a perro vagabundo. Profesionalidad disfrazada de arrogancia barata. Irritación mal disimulada, porque estas cosas siempre tienen que llegar a última hora del día, cuando estás más cansado y con ganas de irte a casa o a tomar una copichuela con los colegas. (Me parece que, en aquella época, colegas todavía significaba «colegas», es decir, personas que tienen la misma profesión. No había adquirido el significado de «amiguetes» que tiene hoy.)

Paco Juárez estaba de guardia en ese momento. Tomó parte en la reunión de urgencia. Pertenecía al Grupo de Delincuencia Organizada, nombre rimbombante que reunía a profesionales normales y corrientes, no mucho más especializados que los otros. En realidad, en aquella época todos los grupos hacían de todo.

—A ver, qué hay, qué ha pasado.

El señor Cortés, secundado por su cuñado abogado y por un jefe superior muy autoritario, dictó la denuncia que alguien escribió a máquina.

Ministerio del Interior

Dirección General de la Policía

Jefatura Superior de Policía

 

Registro de salida número...

 

COMPARECENCIA. - En Barcelona, siendo las veintitrés horas y diez minutos del día 16 de octubre de mil novecientos setenta y ocho, ante el titular del carné profesional ..., como Instructor, y el..., con carné profesional ..., como Secretario, COMPARECE DON ... nacido el... de ... de ..., en ... hijo de ... y de ..., de estado civil..., de profesión..., y domiciliado en ..., calle ..., número ..., piso ..., teléfono ..., quien acredita su identidad con la exhibición de ..., y MANIFIESTA:

«¿No les dio miedo denunciar el secuestro de su hijo?», preguntó el famoso periodista Enrique Rubio para la revista Pronto (3-XI-78).

«Consideramos que es un deber —respondieron los padres de Daniel Cortés—. Si no lo hubiéramos hecho, hoy ese delincuente estaría libre y con dos millones de pesetas. Y nosotros sin nuestro hijo.»

—Sobre todo, les ruego máxima discreción.

—No se preocupe.

—No es el primer caso que tenemos.

Los policías disimulaban como podían su inquietud. Dos secuestros en un mes hacía pensar en una banda especializada como las que actuaban entonces —y actúan aún ahora— en Italia, o en muchos países de Sudamérica. Una maldición.

—¿Quién lleva el secuestro de la mujer?

—Los del grupo Cuarto. El Madriles, Reverte, Láinez...

—Que vengan en seguida.

Esto cuchicheado rápidamente por los pasillos, que no lo oigan los parientes del chico desaparecido.

—Tenemos que pedir el mandamiento judicial para el control y observación del teléfono del denunciante para poder determinar la procedencia de la conexión telefónica de mañana.

Hay policías que hablan así, como si se hubieran aprendido de memoria las fórmulas de cada uno de los trámites que han de realizar a lo largo del día. Eso provoca una sensación de rutina y de aburrimiento que puede llegar a sugerir ineficacia. Alguien escribía literalmente, en alguna máquina ruidosa, «mandamiento judicial para el control y observación del teléfono del denunciante para poder determinar la procedencia de la conexión telefónica», sin entender muy bien qué quería decir lo que escribía y sin hacer el menor esfuerzo por entenderlo. «Diligencias previas n.o 3135/78.»

La casa de los Cortés se llenó de policías cargados con aparatos y cables, una tecnología de baquelita, de película en blanco y negro de los años cuarenta. Me los imagino con sombrero, tirando colillas por los alrededores, haciéndose un lío con los enchufes. (Anacronismo.)

Y el matrimonio Cortés mirándolos con aprensión: «¿Tú crees que hemos hecho bien acudiendo a la policía? ¿No hubiera sido mejor obedecer exactamente las órdenes del hombre que dice que tiene a Daniel en sus manos? Habrán visto entrar a los policías en casa. Seguro que nos vigilan. ¿Y si...?».

Preguntas y más preguntas.

—¿Cómo era la voz?

—¡Yo qué sé cómo era la voz!

—¿Sería capaz de identificarla si la volviera a escuchar otra vez?

—¡Yo qué sé si sería capaz de identificarla, yo qué sé!

No quiero hablar de nervios porque es como no decir nada, porque hay gente que tiembla y que se muerde las uñas y que dice que no está nerviosa. No quiero hablar de angustia porque he conocido a chicas que decían que se encontraban perfectamente mientras lloraban desconsoladamente. No es eso. Me gustaría describir un sentimiento más profundo y, por lo tanto, más inconcreto. Se me ocurre que todo debía de perder consistencia alrededor de los señores Cortés, que su entorno se iría empobreciendo, perdiendo sentido y valor. La decoración del piso se volvería decorado vulgar y falso, como telón de fondo mal pintado. La porcelana de Granada, las figuras crisoelefantinas, el kílim turco, el reloj carillón, el Egon Schiel que compraron en el moma de Nueva York, todo aquello que alguna vez les había hecho vibrar de orgullo, de repente ya no les transmitía ninguna especie de emoción. Los señores Cortés cambiarían gustosos todo aquello, y más, los diamantes del joyero de arriba, y los fajos de billetes de la caja fuerte empotrada, y el dinero de las cuentas corrientes y las libretas, y la casa de L’Estartit, y los pisos del Ensanche, todo, todo, todo lo darían, todo y gustosamente, con tal de ahorrarse estos momentos malditos, llenos de presentimientos que les ahogan. Me imagino que se retorcían las manos, que se pasaban los dedos por los cabellos, que se frotaban los ojos, y que se miraban, él a ella, ella a él, con una especie de rencor, porque necesitaban culpables del desastre y no tenían a nadie más cerca.

Cambio el nombre del niño, que no se llamaba Daniel, y el apellido de los padres, que no se llamaban Cortés, porque todo esto me lo invento, porque no puedo saber lo que pensaban, ni mucho menos lo que sentían, pobre gente, y no podría saberlo aunque estuviese hablando con ellos horas y horas, y no me queda más remedio que atribuirles mis propios sentimientos, lo que me parece que yo pensaría y experimentaría si fuera protagonista de una situación parecida. Me veo con toda claridad mirando a Doménec con rencor, si el niño desaparecido fuera Roger. Sé que, en aquellos momentos, no me sentiría más cerca de él, como dicen que sucede en estos casos. Nada de tomarnos de las manos ni de acariciarnos el cabello o el rostro. Yo odiaría a Doménec por haberme hecho aquel hijo que estábamos perdiendo. Le miraría mal, abominaría de él, me odiaría a mí misma por haber insistido en tener el crío. Ya me decía Doménec que abortara. Y me lo recordaría: «Ya te lo decía yo». «¡Vete a la mierda!» Más me hubiera valido abortar antes que pasar por un trance como éste.

Qué espanto. Qué sola me encontraría.

Pero éstos son mis sentimientos, y nadie más que yo tiene la culpa de ellos, y por eso disfrazo el nombre del niño y el nombre de los padres, y atribuyo a la familia posesiones, riquezas y emociones que no sé si tenían, porque hay aspectos de esta historia real que nunca podré conocer y no quiero falsear nada ni ofender a nadie.

El hombre, mi hombre, Doménec, se hundiría durante la noche. En consecuencia, se hunde el señor Cortés de mi relato. De pronto el llanto, el mareo, los vómitos le postran en cama y la señora Cortés tiene que atenderlo como a un pobre enfermo, sólo le faltaba eso a la pobre Pilar, sólo nos faltaba eso, Pilar, tener que cuidar de un enfermo precisamente esta noche. Y el hijo mayor, el hermano de Daniel, incubando odio en un rincón, tan feroz, maquinando venganzas, solo, solos los tres. Aquel día todo se rompió. Aquella noche.

Noche rasgada por las sirenas de los bomberos que acuden a luchar contra inundaciones.

Noche de insomnio y de silencios densos entre recriminaciones más o menos explícitas. Noche de odio. «¡Te dije que era demasiado pequeño aún para ir y volver solo del colegio cada día!» ¿Lo dirían? ¿Se atreverían a decirlo? Yo lo pensaría pero no lo diría. Doménec sí, que él todo lo suelta sin manías, porque es así de bruto y yo soy una pánfila que le ha soportado demasiados desaires sin chistar. Él sí, que si mira que te lo dije, que si tú tienes la culpa. Y yo le odiaría. Yo sería una máquina de odio que dirigiría mi furia —silenciosa, reprimida— contra él de manera provisional, antes de cargar contra el auténtico culpable del conflicto cuando lo agarrásemos. Porque lo atraparíamos. Yo pensaría que sí, que teníamos que atraparlo. Y que me gustaría matarlo con mis manos.

Policía telefoneando otra vez a todos los amigos de Daniel. Artigues, Aulí, Barabino, Castelló, Fernández, preguntando a todos ellos si habían visto alguna sombra ominosa alrededor de Daniel Cortés desde que había salido del cole. En seguida queda claro que ha tomado el autobús cerca del colegio de los Jesuítas de Caspe y que ha viajado hasta la plaza de San Gregorio Taumaturgo —me invento el recorrido, tengo que comprobar si hay algún autobús que vaya de la calle de Caspe hasta la plaza de San Gregorio Taumaturgo—. En algún punto entre la parada del autobús y la casa donde viven los Cortés, Daniel se ha encontrado con los secuestradores.

Policías empapados y rezongones levantando de la cama a los propietarios e inquilinos de las tiendas de aquel tramo de la calle Ganduxer en medio de aquella noche de fin del mundo. Quiero imaginármelo así. No podría soportar la idea de unos funcionarios sin imaginación ni iniciativa esperando pasivamente la llamada de la mañana siguiente. Descarto a policías impávidos bebiendo cerveza tibia y comiendo bocadillos aceitosos que les manchan corbata y camisa. Tengo que recrear a vecinos iracundos porque aquellos individuos mal vestidos y peor educados los despiertan y les interrogan a horas intempestivas sobre un niño del que no han oído hablar en su vida. «¿Conocen a este niño?», con una foto. «¿Le han visto esta tarde?» No, no, no. Ya no dan pie a la siguiente pregunta: «¿Lo han visto acompañado de un hombre u hombres, sospechosos o no?» No. No. No. Oscuridad. Miedo. «¿Y si están vigilando el edificio y ven este ir y venir de policías, y comprenden que no hemos hecho lo que nos exigían y matan al niño?» Noche de oscuridad, de miedo, de insomnio, de silencios, de odio, de preguntas sin respuesta.

Resulta insufrible pensar que, con la luz del sol y con el cese de la lluvia, hay miles y miles de personas que saltan de la cama y se incorporan a la vida con la indiferencia de cada día. Con la irresponsabilidad de quien cree de verdad que nunca pasa nada. «¿Qué tal, la vida?» «Nada, como siempre.» Saldrán a la calle con legañas en los ojos y harán lo de cada día, como si no pasara nada de particular. Protestando y arrastrando los pies o sacando pecho y pisando firme, optimistas o amargados, tosiendo el primer cigarrillo o aspirando a pleno pulmón el aire fresco de la madrugada, limpio por el rocío. En el metro, o mientras desayunan, leerán en los periódicos que el cardenal Wojtyla, que acaba de ser nombrado papa, adoptará el nombre de Juan Pablo II. Habemus papam, por fin. Es el tercer papa en lo que va de año. En el mes de agosto murió Pablo vi y eligieron al fugaz Albino Luciani que moriría treinta y tres días después de ser nombrado Juan Pablo i. El periódico dice también que Juan Marsé ha ganado el premio Planeta con la novela La muchacha de las bragas de oro y que el finalista fue Alfonso Grosso con Los invitados, una especulación sobre aquel misterioso crimen de Los Galindos.

Mañana de octubre, fría, cielo sin nubes, viento de componente norte. Y, en casa de los Cortés, mañana de ojeras tenebrosas, mañana de lágrimas secas, de migraña, de angustia. Mañana de silencios insoportables, de animosidad, mañana vacía de preguntas y de respuestas.

El señor Cortés, enfermo, va al banco, cerca de casa, acompañado de su cuñado Eduardo Arnau, el abogado, y extrae un millón. Tiene otro millón en la caja fuerte empotrada, detrás del tapiz del recibidor. (Esto me lo invento para dar verosimilitud, para alejarme de los auténticos protagonistas del drama.) Lo mete en una cartera de cuero marrón. De cuero marrón, eso sí.

El secuestrador dijo que volvería a dar señales de vida a las diez, pero ya es la hora y no pasa nada. Las diez y cinco, las diez y diez y la casa llena de humo de cigarrillos. Escuecen los ojos, de llanto, de sueño, de humo, de nervios. Pilar, su hermano y su hijo mayor, adolescente rabioso, desayunan sin apetito. El señor Cortés corre de la cama al váter. Los policías, en cambio, disimulan el apetito, fingen que comen por inercia. Unos dedos que tamborilean sobre la mesa. Un suspiro. Pilar que se incorpora de pronto, se cubre la boca con la mano, como si acabara de recordar alguna cosa importante, y se queda así, cruzada de brazos y amordazada, mirando por la ventana el día anticiclónico, mediterráneo, luminoso y frío. El policía —acaso Paco Juárez— que, con una cerilla ruidosa, enciende el enésimo cigarrillo. El otro policía, aquel al que llaman Morón, que dirige al resto, que se ha mantenido despierto toda la noche a fuerza de cafés y tabaco, asiste al desasosiego de la familia desde una distancia y con una indiferencia casi despectivas. Es el profesional que sabe que para ser eficaz no debe dejarse ablandar por los sentimientos.

—¿Quieren tomar algo? —pregunta la criada, viejecita y ausente, que ha estado llorando toda la noche en su habitación, olvidada de todos, ella que tanto quiere al niño. Ella le enseñó a jugar al parchís, y a la oca, y a la brisca.

—No, gracias.

—Bueno, sí. Un cafelito. Si ya lo tiene hecho...

Y el timbrazo, por sorpresa. El timbre estallando en el rincón del salón donde están fijadas todas las miradas. Los policías, automáticamente, imparten órdenes con gestos imperativos y murmullos. Precipitación de movimientos, como si la llamada tan esperada les hubiera pillado desprevenidos. Pilar es quien alarga el brazo, quien se apodera del auricular.

—¿Diga? —y un silencio. Quietud absoluta. Sólo la cinta del magnetofón ha empezado a girar. Son exactamente las diez y cuarto—. ¿Diga? ¿Diga? —y, por fin—. Han colgado.

Desesperación. ¿A qué coño están jugando? Uno de los policías se ve obligado a explicar:

—Es una comprobación.

«Pero comprobación de qué, por el amor de Dios?» Nadie dice nada, pero la atmósfera de la sala se llena de blasfemias y de protestas. «¿Qué cojones significa de comprobación? Como si existiera un manual del buen secuestrador que le obligase a hacer comprobaciones previas. Como si el policía estuviera tratando con secuestradores día sí, día también, cualquiera diría que cada día secuestran a un par de críos, en Barcelona. Que hace años que no secuestraban a ninguno, por si no lo sabía. Hace años que no secuestran ningún niño en la ciudad y, me cago en la madre que los parió, nos ha tenido que tocar a nosotros.»

Diez y veinte. Segunda llamada. El corazón da un brinco cuando el teléfono suena de nuevo.

—¿Diga? —grita Pilar—. ¿Diga? ¿Me oye?

Han vuelto a cortar.

—¿Pero se puede saber a qué coño está jugando?

—Calma.

—¿Y si tiene el teléfono estropeado?

—Tranquilos. Son comprobaciones.

—¿Pero comprobaciones de qué, por el amor de Dios?

Pasa tanto rato que alguien se atreve a decir:

—Éste ya no insiste más. Éste se ha echado atrás.

—¿Y eso qué quiere decir? —salta el padre.

—Que se ha arrepentido. Que se lo ha pensado mejor. Que lo mismo está soltando al crío ahora mismo.

—Juárez —le riñe Morón con autoridad—. No hay que dar falsas esperanzas.

—Quién sabe.

—Juárez.

Tercera llamada. Son las diez y media. Y ahora sí. Es el mismo hombre de ayer. Todos pueden ver cómo tiembla la mano de Pilar que sujeta el auricular. Es un párkinson. Se golpea rítmicamente la oreja.

—¿Tiene el dinero?

—Sí. ¿Puedo hablar con el niño? —le sale una voz que no es la suya.

—No —cortante y definitivo—. Escúcheme bien. El señor Cortés cogerá su coche 1430 e irá al aparcamiento del Real Automóvil Club de la plaza de Cataluña...

—Mi marido no está en condiciones de conducir. Está muy nervioso.

—Pues vaya usted.

—No, no. Yo tampoco puedo. Oiga... ¿Puede ir un hermano mío?

—De acuerdo, que venga quien quiera. ¿Cómo se llama?

—Eduardo Arnau.

—¿Con qué coche vendrá?

Pilar se vuelve hacia su hermano Eduardo.

—¿Qué coche tienes?

Eduardo hace gesto de ponerse al aparato, pero Pilar no se lo permite de ninguna manera. Sería capaz de arañar los ojos de quien quisiera quitarle aquel auricular.

—Un Renault 12. Un R-12 TS familiar —dice Eduardo.

—Un R-12 TS familiar.

Pilar hace señas de que necesita papel y lápiz para anotar algo.

—Amarillo —añade Eduardo.

—Amarillo.

Ponen en manos de Pilar un bolígrafo y una libreta de espiral.

—¿Matrícula?

—¿Qué matrícula tienes?

—¡Déjame hablar a mí, por Dios! —ni soñarlo—. Barcelona, 8344-BX.

Pilar repite el número de la matrícula.

—¿Y él cómo irá vestido? —el interlocutor parece muy seguro de sí mismo, muy serio, como si estuviera muy acostumbrado a estas cosas.

—Que cómo irás vestido —tío Eduardo hace un gesto: «Tal como voy ahora, ya puedes verlo»—. Traje azul oscuro. Camisa blanca. Corbata de rayas azules y rojas.

—Bueno —acepta el secuestrador—. Eduardo Arnau. Un R-12 TS familiar, de color amarillo, B-8344-BX. De acuerdo. Pues el señor Eduardo Arnau tiene que ir al aparcamiento del Real Automóvil Club de la plaza de Cataluña. Allí, dejará el vehículo y se dirigirá a la cafetería Nuria, ¿sabe dónde está? En la Rambla de Canaletas. Allí recibirá nuevas instrucciones por teléfono. ¿Entendido?

Aquel hijo de puta hablando con tanta frialdad de mi hijo. Mi hijo llorando en algún lugar del mundo, muerto de miedo, acorralado, tal vez maniatado, aquel cabrón enviándome una descarga de odio a través de la línea telefónica. Yo desearía verlo muerto, querría verle sufrir mucho, pero que mucho. Yo lo viviría así. «Te daré lo que quieras, cabrón, pero un día te atraparemos y te mataré yo, yo personalmente.»

Pilar ha garrapateado lo que ha podido en la libreta de espiral.

—Sí, sí. Entendido, entendido. ¿Puedo hablar con mi hijo?

—No lo tenemos aquí, porque estamos hablando desde una cabina.

—¿Cómo está?

—No se preocupe: está bien.

—¿Está bien? ¿De verdad?

—Ha pasado bien la noche. Sólo ha tenido un poco de frío.

Repentinamente, Roger se despierta de una pesadilla con un llanto estridente y desesperado y me contagia su espanto. Me pregunto cuál debe de ser su sueño, tan terrible. Me pregunto si, mientras escribía este primer capítulo, no habré hecho algo que le haya provocado la pesadilla, si no le habré transmitido telepáticamente alguna clase de horror.

II

Hoy sale de la cárcel.

Quiero decir que sale definitivamente, para no volver, porque en 1991, cuando ya había cumplido trece años de condena, las dos terceras partes, le concedieron el régimen abierto y, desde entonces, sólo va a dormir a la cárcel los sábados y domingos. Cuando empecé a interesarme por él, ya lo sorprendí instalándose por su cuenta con negocio propio en la calle Carders de Barcelona. Había estado trabajando en una fábrica de tejidos de Sabadell y en aquellos momentos estaba de empleado en un almacén de tejidos al por mayor en la ronda de San Pedro.

Era la primera mitad del año 1996 cuando le remití una carta. El primer paso para escribir este libro con el máximo de datos posible. Él me respondió:

Apreciada señora:

He recibido su carta de fecha 24-5-96, que paso a responder en los términos siguientes.

A raíz de los hechos a que usted hace alusión en su escrito, mi gran aspiración, entre otras, ha sido durante muchos años, mantenerme en el más gris de los anonimatos, tratando de enterrar aquellos tristes incidentes, cuyo recuerdo sólo contribuiría a levantar ampollas en determinados colectivos familiares. Creo haberlo conseguido, acogiéndome en el Art. 18 de la Constitución, que ampara el derecho a la propia imagen, deteniendo algún que otro telefilme, reportaje sensacionalista, etc., en diferentes medios de comunicación.

Respecto al proyecto que menciona en su escrito, de escribir un libro que recoja casos de las características del que nos ocupa, lamento no poder ayudarla. El individuo que usted busca en mi persona nació y murió en aquellos tiempos de desequilibrio mental, trastorno cerebral o llámelo como quiera, porque nunca me sentí identificado con él.

Opino que cualquier explicación sobre el tema por mi parte sonaría a justificación; y yo le preguntaría: ¿Le parece que «aquello» tiene alguna clase de justificación? Le digo lo mismo que a muchos otros que se han dirigido a mí, con intenciones similares a la suya: déjeme en paz, por favor. Bastante tengo con mis remordimientos de conciencia, mi sentimiento de vergüenza y, a veces, mi controlada desesperación. Además, ya corrió demasiada tinta sobre este asunto en su momento, hace veinte años.

Mi vida actual no interesa a nadie, porque es de lo más común. Desde hace más de seis años —el tiempo en que estoy acogido al Régimen Abierto—, vuelvo a ser el trabajador que era antes de que me pasara aquella desgracia y, si me van bien las cosas, pronto abriré un pequeño negocio en el centro de Barcelona.

Lamento decepcionarla, pero existen razonamientos, además de los que expongo, que están muy por encima de los intereses comerciales, que no pueden mover a nadie a remover un tema que haría mucho daño a muchos a costa del morbo de unos pocos.

Atentamente...

Le hubiera dado un beso. Le hubiera dicho que no me decepcionaba en absoluto. Muy al contrario, aquélla era una carta sumamente sugestiva. Multiplicaba por tres los motivos que yo tenía para escribir este libro.

Hasta aquel momento, mi única razón para estudiar el tema era la propuesta que me había hecho Silvia Querini, aquella editora de hierro con vestido de seda, mirada incisiva y sonrisa enigmática, que conocí el día en que mi padre presentaba el libro Malas noticias en la librería Laie de Barcelona. Era a finales de noviembre del 95. Vázquez Montalbán —a quien, por cierto, acababan de otorgar el Premio Nacional de las Letras— dijo unas palabras y, después, fuimos toda la pandilla a cenar al Flo, el restaurante de la calle Fontanella, delante de La Casa de las Mantas. Silvia Querini se sentó entre mi padre y yo. Mientras esperábamos el primer plato, nos explicó que la editorial iniciaría de inmediato una colección de libros basados en crímenes reales, lo que los anglosajones denominan true crimes. Estaba preocupada porque tenía muy buenos títulos de autores norteamericanos pero ningún autor nacional:

—¿Por qué no te animas a escribirme un true crime? — me dijo de buenas a primeras.

—¿Por qué no se lo pides a mi padre? —repliqué, sorprendida.

El famoso periodista especializado en sucesos era mi padre. Yo apenas estaba terminando la carrera de Ciencias de la Información.

—Porque es un vago. Ya se lo he pedido y me ha dicho que no.

—Uy, no, menudo trabajón —decía mi padre, riendo y mirando hacia otra parte, frivolizando como acostumbra—. Yo he publicado este libro —se refería a Malas noticias— porque sólo he tenido que ir juntando los artículos que estaban criando polvo en los cajones de casa y dárselos al editor, pero no he tocado ni una coma, ¿eh? Tal como estaban, con todas las cagadas y las faltas de ortografía, así han ido.

—Las faltas de ortografía te las hemos corregido nosotros —le indicó la Querini, usando el mismo tono superficial.

—¿Pero, ahora, ponerme a investigar, ir a hemerotecas, buscar abogados y policías, leerme el sumario del juicio...? —«Ni soñarlo».

—Pues ayuda a tu hija.

—Ah, eso sí. Si ella quiere, ya sabe dónde tengo mi archivo. Así me lo pondrá un poco en orden.

Al segundo plato, me advertía la editora, que parecía que había estado pensando sobre el tema del true crime mientras los otros hablábamos de corrupciones del gobierno socialista y de la furibunda acometida de los opositores populares:

—Pero aquí no podemos hacerlo como en los Estados Unidos. Allí, los escritores van cobrando un sueldo mientras realizan la investigación, durante todo el tiempo que haga falta. Aquí, tendrás que espabilarte sola y, cuando tengas acabado el libro, me vienes a ver —me pareció que quería desanimarme y, en los postres, me dio el empujón definitivo al añadir—. Es imposible. Quítatelo de la cabeza. Nunca podremos competir con los periodistas americanos.

Me sonaba a desafío y me convenció. Tal vez aquí fuera imposible un true crime para un periodista profesional, que necesita inmediatamente cada peseta que le pagan por cada línea que escribe, pero entonces yo aún vivía en casa de mis padres, que me solucionaban la vida, y disponía de todo mi tiempo, con el añadido del entusiasmo de la juventud, que no es poco. Era la oportunidad de hacer prácticas, ganarme unos dineros y darme a conocer.

Hasta que recibí la carta del Mentiroso, éstos eran los motivos que me impulsaban a escribir el libro. Se podían resumir en un «¿Por qué no? No tengo nada que perder».

Mi padre me ayudó con sumo interés y eficacia, pero con aquella actitud despectiva tan propia de él, como si creyera que nada vale ya la pena. Él hizo una selección previa de los casos que le parecían interesantes y él me señaló el del Mentiroso de Cornellá como ideal. (De momento, le llamaré Mentiroso de Cornellá porque pienso que así mantendré mejor el interés del lector. En todo caso, si me parece un recurso demasiado pesado o demasiado tramposo, siempre estoy a tiempo de recurrir a la tecla Reemplazar y poner su nombre real. ¿Los Siete Magníficos de Cornellá City?) Los hechos eran espectaculares y estremecedores y, al mismo tiempo, diáfanos, sencillos, con pocas personas implicadas, de las cuales precisamente mi padre conocía a unas cuantas. Pedro Costa Musté, por ejemplo, maestro de periodistas que llevó el caso desde la revista Interviú, o el inspector jefe que en el año 1978, en que ocurrieron los hechos, dirigía el grupo de homicidios de la policía. Éste me presentó al agente —en el libro le llamaré Paco Juárez— que había detenido personalmente al Mentiroso. Después, conocí al abogado que lo defendió de oficio y me proporcionó el sumario judicial. Y, por fin, el director del archivo de La Vanguardia, Salmurri, me facilitó generosamente el trabajo de hemeroteca y de archivo.

(Me incomoda un poco mezclar nombres reales —Pedro Costa, Silvia Querini, Salmurri— con los nombres inventados y el entorno falseado de quienes vivieron el drama. ¿Deberían ser todos los nombres ficticios? No sé qué hacer. Pensaré sobre ello.)

En cuanto supe que el Mentiroso de Cornellá estaba en la cárcel—¿debo poner centro penitenciario?— de Can Brians, le escribí la carta pidiéndole una entrevista.

Estoy reuniendo toda cuanta documentación me sea posible sobre las experiencias de las que usted fue protagonista en el año 1978. Creo que, en un caso así, tiene usted el derecho a expresar libre y extensamente su opinión, su visión y su interpretación de los hechos y creo que yo tengo la obligación de plasmar todo ello con absoluta fidelidad en mi obra.

Y el Mentiroso me respondió con su carta que, de pronto, a pesar de su evidente intención de hacerme desistir, me abría puertas y curiosidades que no habría podido ni imaginar.

«El individuo que usted busca —decía— nació y murió en aquellos tiempos de desequilibrio mental.» ¿Qué significaba eso? ¿Es posible? ¿Un monstruo aparece en el interior de una persona, por sorpresa, crece de súbito, actúa y se esfuma sin dejar rastro? ¿Qué sabemos de ese monstruo? ¿Puede volver a comparecer cuando menos lo esperemos, cuando menos lo espere el mismo que ya fue poseído entonces? ¿No? ¿Por qué no? «Yo no sé quién era aquel hombre, no era yo, ya no existe...», ¿y no se hable más? En cualquier caso, el hombre que me escribía sentía remordimientos y hablaba de justificaciones. Si no se identificaba con aquel hombre que ya había muerto en aquellos tiempos de desequilibrio mental, ¿a qué venía hablar ahora de remordimientos y justificaciones? Hace veinte años, declaró a la prensa que «no sentía ningún remordimiento por lo que había hecho».

Me chocó también su doble amenaza, que no era contra mí sino contra «determinados colectivos familiares» en quienes podría «levantar ampollas» la publicación del libro, tal como insistía en la despedida final: «tema que haría mucho daño a muchos, a costa del morbo de unos pocos».

Morbo. ¿Qué quería decir con eso? ¿Me estaba llamando morbosa? ¿Era yo una morbosa? ¿Qué me atraía realmente de aquella historia? ¿Había algún elemento enfermizo en mi interés? ¿No estaría participando yo, de alguna manera remota, de la misma patología que el asesino? ¿Buscaba escribir un libro que gratificase a los enfermos de sexo y violencia, para que babearan y se masturbaran al llegar a los párrafos más suculentos? ¿Era eso lo que yo pretendía?

La carta añadía a las primeras motivaciones del «¿por qué no?» un elemento mucho más decisivo, casi diría que esencial: la tesis del libro. Incluso más de una tesis. Ya no se trataba únicamente de exponer unos hechos tal como sucedieron, sino de reflexionar sobre ellos, de encontrar respuestas a la serie de preguntas que aquella misiva me sugería. De ahí deriva mi obsesión actual. A partir de aquel momento, se me antojó que la simple descripción de unos acontecimientos no me resultaría más interesante que contar un chiste acodada en la barra de un bar. Acababa de tomar conciencia de que la exposición de unos hechos favorece su análisis y puede acabar por encontrar coherencia allí donde sólo veíamos disparates gratuitos. Más aún: existe la posibilidad de que las conclusiones a que llegues te ayuden a explicarte tu propia vida y así te ves tan implicada en la obra, tanto intelectual como visceralmente que, por fin, ya no puedes trabajar sólo para hacer unas prácticas, ni para ganar un dinero, ni para darte a conocer, estos motivos de pronto se te antojan casi blasfemos de tan frívolos: acabarás trabajando porque necesitas responder a esas cuestiones urgentemente, porque te juegas la vida.

Otro de los efectos que tuvo la carta del Mentiroso fue el de hacerme sentir culpable. Entre líneas, entendí una protesta, una súplica. Me decía que él ya había cumplido con la sociedad y que no era justo que yo ahora quisiera continuar castigándolo, denunciándolo, recordando públicamente lo que había hecho. ¿Qué pretendía yo? ¿Perjudicar sus intereses precisamente cuando empezaba a levantar un pequeño negocio, cuando estaba consiguiendo rehacer su vida? Interpretaba que aquel hombre me advertía de que en la sociedad democrática existen unas reglas del juego que todos hemos de respetar y que él tenía derechos como cualquier otro ciudadano. Por eso decidí cambiar los nombres de los principales implicados y enmascarar la historia tanto como me fuera posible sin desvirtuarla.

Cuando le notifiqué estas intenciones a Silvia Querini, me objetó que aquél no era el trato. Un true crime debe ser un reportaje, con nombres y apellidos, con fechas y horas precisas, con declaraciones exclusivas, a ser posible con la foto del asesino en la portada. Lo que yo pretendía hacer no era un true crime sino una novela, una pura obra de ficción.

—De todos modos —me animó—, cuando la tengas terminada tráemela y me la leeré con mucho gusto. Aunque debo confesarte que la colección de true crimes no tiene demasiado futuro.

Publicaron muy pocos títulos, entre ellos la excelente novela de Juan Madrid Viejos amores, y el minucioso análisis que Martínez Láinez hizo de los crímenes de Alcácer, Sin piedad.

Pero en seguida me lié con Doménec y se inició aquella época turbia de risas y alcohol que me desbarató la vida durante un año bien largo. A pesar de todo, nunca me quité el caso de la cabeza. Cada libro que leía, cada película que veía, cada reportaje de la tele que tuviera la más mínima relación con asesinatos gratuitos y psicopáticos alimentaba el bagaje para esta aventura que cada vez me interesaba más y más. Hablábamos mucho de ello con Doménec. Él me regaló libros como Psicoanálisis criminal del doctor Jiménez de Asúa, o el Fichero de un psiquiatra criminalista de James Brussel. Y fue él quien me animó para que hablase con el director de la Modelo, Ignacio Estany, y me sugirió que vigilara las salidas del Mentiroso y que le siguiera para ver cómo y dónde vivía.

Ignacio Estany no aparenta más de cuarenta años. Es animoso, dinámico, inteligente y abierto. Tiene un despacho decorado con trabajos manuales de los reclusos donde me recibió con una sonrisa espléndida. Me informó de que el Mentiroso había estado en un centro penitenciario de Madrid durante más de diez años. (Y aquí ya me pongo a inventar, y continuaré inventando de manera arbitraria cada vez que haga referencia al Mentiroso y a sus actos, elaborando esta máscara de respeto para preservar su identidad.) Pidió el traslado a Barcelona en el 91, cuando le concedieron el régimen abierto, porque adujo que tenía más posibilidades de rehacer su vida aquí que en otra parte. Lo llevaron primero a Can Brians, a treinta kilómetros de Barcelona, y en 1994 a la Modelo, en el centro de la ciudad. Me consta que Ignacio Estany habló de mí al Mentiroso y le insistió para que me recibiera, pero fue en vano. El Mentiroso se indignó al saber que todavía hay periodistas interesados en él, como buitres que olfatean la carroña.

El primer lunes que fui a esperarle a la salida de la cárcel, se trasladó directamente al almacén de tejidos de la ronda de San Pedro donde trabajaba. Por la tarde, al salir, se fue a reunir con él un hombre llamado Felipe Leyre, y los dos visitaron un local cercano, el local de la calle Carders donde ha montado su negocio de cestería. El local estaba en ruinas y, durante el año 1996, el Mentiroso lo estuvo acondicionando, picando paredes, vaciándolo de cascotes, alicatando, pintando, cambiando los marcos de las puertas... Yo iba a verle con frecuencia, le espiaba de lejos, trataba de imaginarme qué debía de estar pensando, qué debía de quedar en su memoria de todo lo que había sucedido catorce años atrás. Me daba miedo, tan taciturno, tan solo, tan hostil hacia su entorno. Le notaba los años de cárcel sobre las espaldas, le veía castigado y humillado, endurecido y resignado.

Días después, fui a ver a Felipe Leyre, que se me sacudió sin contemplaciones. Es un hombre de aspecto huraño, mayor que el Mentiroso, tal vez tenga sesenta y cinco o setenta años. Se me ocurrió emplear la palabra «amigos» y saltó:

—¡Yo no soy amigo de ese hombre! ¡Somos conocidos! No le hago ningún favor. Él quiere alquilar un local, yo tengo un local y se lo alquilo y ya está.

—Pero él le escribió porque se conocían de antes.

—Nos conocíamos de antes, pero no éramos amigos.

—¿Y me puede explicar de qué se conocían?

—No, no puedo explicártelo, no tengo tiempo ahora. Trabajábamos en la misma inmobiliaria, ya está. ¿Conforme? Pues ya está.

Me dio mucha lástima comprobar cómo renegaba de él. Me desazona el vacío infinito que se forma alrededor de este hombre derrotado. Aquel día estuve pensando si existen crímenes —pecados— imperdonables y recordé que la finalidad de la cárcel es la reinserción del condenado, lo que significa ayuda para regresar a la vida normal, a la calle, a la sociedad, al anonimato de lo cotidiano. A pesar de lo cual, es evidente que el castigo se prolonga más allá, mucho más allá, de los muros que retienen al prisionero. Y parece que es un castigo para siempre. Cadena perpetua.

Pero el libro no avanzaba. Toda mi atención la absorbía Doménec. Las citas por sorpresa, las cartas, los viajes entre semana, cuando él convencía a su mujer de que tenía que hacer algún reportaje inesperado. Y las broncas, los gritos, los llantos, las promesas. Las borracheras, sola o acompañada de un Doménec arrepentido.

Recuerdo una mañana de invierno. Hacía mucho frío. Era noche cerrada aún cuando salió el Mentiroso, encogido, la cabeza hundida entre los hombros, corriendo hacia la parada del metro. Le observaba de lejos, a caballo de la moto, emmascarada por el casco integral. Yo lloraba. Había tenido una de aquellas peloteras con Doménec. No estaba embarazada todavía. Era la época del caos. Chillando sobre la cama de sábanas arrugadas, en aquel estudio de la calle Verdi que siempre me pareció habitación de meublé. «Eres un hijoputa», le decía yo. Y él: «Eres una histérica», con un desprecio tan absoluto, tan cruel, que dolía más que un escupitajo. Y me escapé, en plena noche, y fui a ver cómo salía el Mentiroso de la cárcel. No sé qué significado darle a esta decisión. Supongo que la depresión me identificaba con aquel pobre hombre abandonado por todos.

Más tarde, llegó el embarazo, el cataclismo con Doménec, la huida de casa de mis padres, la independencia de este piso pequeño y oscuro de la calle Carders, tres porterías más allá del establecimiento del Mentiroso. Había visto que lo alquilaban cuando venía a hacer mi «trabajo de campo» siguiendo los pasos del ex convicto y, cuando me encontré con la necesidad de buscar casa propia, no dudé en instalarme aquí, ligando irremisiblemente mi destino al de este hombre que me iba intrigando cada día más y más. Es un piso pequeño y viejo de paredes torcidas y suelo desigual que se mueve y transmite sensación de inseguridad porque descansa sobre vigas de madera. Un pasillo muy estrecho, una cocina, la sala donde trabajo, un dormitorio y un cuarto de baño. La ventana del dormitorio da a la calle; la de la sala, donde me encuentro ahora, a un patio interior por donde bajan las cañerías de los desagües del edificio. En verano escribo envuelta en olores de comida, de gritos intemperantes, berridos, o mujeres que cantan mientras hacen sus tareas. El vecino del otro lado del patio interior es un hombre viejo, de aspecto atormentado, a quien veo de vez en cuando por la calle recogiendo cartones.

A pesar de ser un piso muy económico, en el traspaso, los dos primeros meses de alquiler, el ordenador y los muebles imprescindibles, invertí todos mis ahorros. Todavía no había terminado de vaciar las cajas de cartón cuando mi padre me vino a ver. Hablamos en la terraza del bar de la plaza de Sant Agustí Vell. (Era el agosto sofocante de 1997.)

—Entiendo que te incomode tener que aceptar dinero de mi bolsillo. Sabes que siempre podrás contar con mi ayuda. Quede claro que nadie te ha echado de casa: te has ido porque has querido. Pero me parece que no puedes rechazar un trabajo. En la productora de Vallés necesitan una auxiliar para un programa de tele que ahora estamos preparando. Harías un poco de todo. Documentalista, redactora, un poco secre, un poco ir a buscar los cafés al bar... ¿Qué te parece?

Siempre con esa actitud desganada y despectiva, quitando importancia al favor y a la favorecida. Le di un beso. Me estaba salvando la vida de la manera más elegante posible. Y me puse a trabajar en Jutjat d’Incidències (Juzgado de incidencias) con él y sus amigos, y la documentación del caso del Mentiroso de Cornellá quedó olvidada bajo un montón de nada.

Ya hace tiempo, pues, que sigo al Mentiroso, que sé dónde vive y dónde trabaja, que conozco de cerca su soledad, su profunda derrota.

Pero es que hoy sale definitivamente. A partir de hoy ya será libre, ya ha cumplido los treinta años de cárcel que le impusieron, ya tendrá que ser como un ciudadano más, con todos sus derechos. Diez de los años los redimió trabajando, estudiando, participando en actividades o colaborando con la administración, se le perdonaba un día por cada dos que se dedicaba a estas cosas. De los otros veinte años, estuvo trece sin pisar la calle, dos saliendo de mañana y yendo a dormir cada día a la celda y ahora hace cinco que sólo debe ir los fines de semana.

Ignacio Estany, director de la Modelo, me ha telefoneado personalmente para darme la noticia.

—¡Que hoy sale! —ha anunciado, con entusiasmo cómplice.

—¿A qué hora?

—Tres y media, las cuatro. Después de comer.

—¿Hoy le hacéis comer allí, como despedida?

Ignacio se ríe y no contesta. Supongo que necesitarán al Mentiroso para acabar de firmar papeles, hacer maletas, hacer recuento de sus pertenencias, de cuánto ha de cobrar si es que debe cobrar algo, de lo que debe devolver si es que tiene que devolver algo. Qué sé yo.

He decidido no escribir más por hoy. Hago la copia de seguridad en el zip y apago el ordenador, cierro la libreta de los apuntes, la carpeta de la documentación. Me siento tan excitada como si fuera yo la que estuviese a punto de recuperar la libertad.

Me sorprende la llamada de mi madre, que me parece inoportuna.

—¿Sabes dónde está tu padre?

Ostras, yo qué sé, no me marees, ¿qué os ha pasado?

—No, no sé dónde está. ¿Qué pasa?

—Que no ha venido a dormir. Ayer por la noche tuvimos una bronca...

No me intereso por el motivo ni por los términos de la bronca. Ya me los sé de memoria. Mi madre diría: «No, nada, lo de siempre».

—Pues no, no sé nada de él.

La planto sin preguntas. Pongo Tom Waits en el cedé, Tom Traubert’s Blues, Waltzing Matilda, y miro el reloj y no sé qué haré hasta las tres y media. Llevar el niño con Anna, la vecina del otro lado del rellano. Quizá me duche. Demasiado tiempo para esperar y demasiado poco para ponerme a escribir de nuevo. O sea, impaciencia.

La llamada de mi padre me pilla desnuda, justo antes de meterme en la ducha. La voz profunda de actor de doblaje, de pronunciación lenta y cargada de trascendencia, o de tristeza, o alguna cosa por el estilo. Que me invita a comer.

—Mira, papá, es que ahora no puedo.

—Nuria, por favor. Es muy importante.

—Sí, ya me ha dicho mamá.

—¿Te ha llamado?

—Me ha dicho que habíais discutido.

—Un disgusto mortal anoche.

Chasco la lengua para demostrar mi fastidio. Otra vez:

Por qué me reprochas, mi amor,

que yo ande tomando,

hace tiempo te lo advertí,

vete acostumbrando... [...]

Y ahora te encuentro

celosa y rabiando.

Me recuerdo saliendo de casa y pegando un portazo con la intención de dejar allí encerradas y olvidadas para siempre las neuras familiares. Olisqueo el micro del teléfono, no fuera caso que me llegara el cante de alcohol del aliento de mi padre.

—Que dice que no has ido a dormir, ¿verdad?

—¿Qué más te ha dicho?

—Nada. ¿Qué tenía que decirme? —¿por qué le hago tantas preguntas a mi padre y no le he formulado ninguna a mi madre?

—Por favor, dame la oportunidad de explicártelo personalmente.

«Dame la oportunidad» le hace culpable. Es el culpable que pide que le hagan justicia.

—Es que tengo que hacer una cosa a primera hora de la tarde —me resisto.

—¿A qué hora?

—A las tres y media.

—¿Dónde?

No quiero decirle dónde ni qué es lo que voy a hacer. Mi padre no me lo aceptaría como excusa. «¿Y por eso no puedes venir a comer conmigo? ¿Para ver salir a un asesino del talego? ¡Si a ese desgraciado ya lo has visto miles de veces!».

—Por el centro. En el Ensanche.

—Pues nos encontramos en el centro, en el Ensanche. En L’Olivé, ¿qué te parece? —su restaurante preferido. A mi padre le gusta comer bien—. A la una y media, ¿de acuerdo?

Le concedo el favor con un suspiro de fatiga.

—De acuerdo.

Me pongo muy nerviosa. Hasta antes de la llamada, tenía todo el tiempo del mundo y, de buenas a primeras, me vienen las prisas. Casi son las doce y media. Y aún he de darle el biberón a Roger, vestirle, preparar la bolsa con pañales, muda, juguetes, y llevarlo a casa de Anna. No voy a llegar a tiempo. Y no pienso en la comida con mi padre, sino en la cita que tengo a las tres y media.

No sé por qué es tan importante asistir como espectadora a la salida definitiva del Mentiroso de la cárcel Modelo. Pero lo es.

Anna es mi vecina del otro lado del rellano. Una mujer mayor, muy gruesa, con más aspecto de bruja que de abuela, cabellos blancos muy finos y escasos, siempre alborotados alrededor de un rostro redondo, abotargado, coloradote. Tiene una mirada de color azul que acaricia y consuela desde lejos, una mirada serena y enérgica que no conoce la autocompasión, que nunca se vuelve atrás, que nunca suplica ni se lamenta. Las piernas apenas le permiten circular por el piso muy despacito, arrastrando los pies. Hace años que no puede bajar a la calle y yo me encargo de comprarle comida, o ropa, o libros, el periódico, lo que necesita, y a cambio ella me cuida el crío de vez en cuando. Casi cada día.

—Toma, aquí te dejo el niño. Volveré en seguida. Si necesitas cualquier cosa, ya tienes llave de casa...

—¿Dónde vas?

—A ver a mi padre, que quiere hablar conmigo. Y, después, a ver al Mentiroso, que hoy sale —con ella no tengo secretos.

—Sálvese quien pueda —dice, con ironía sin entonación, con una insinuación de sonrisa—. Leí aquello que me trajiste —apuntes sobre el caso del Mentiroso, una copia del sumario y de los informes psiquiátricos, el esquema inicial del libro—. Un día tenemos que hablar.

—Pues claro que sí. En cuanto tenga un momento.

—¿Has leído el periódico? Una mujer que se tiró por el balcón porque su marido la maltrataba.

—Lo he oído por la radio, mientras me duchaba.

—Ya van cincuenta mujeres muertas por su pareja en este año —estamos en el mes de octubre de 1998. Añade con sarcasmo—. Dice que ahora lo arreglarán.

La corrijo:

—Dice que ahora los jueces avalan un anteproyecto del Gobierno sobre malos tratos. Ahora han de empezar a discutir para ver qué hacen. Hasta que saquemos agua clara...

Sonríe con tristeza. Estamos de pie, en el rellano de la escalera. El niño protesta. Tengo que irme. A Anna le gustaría retenerme, continuar hablando aunque le duelan las piernas. Vive muy sola.

—Ahora estoy leyendo el de Maruja Torres que me dejaste. Es muy bueno —lo único malo de ese libro de Maruja Torres debe de ser el título, porque nunca lo recuerdo. Cuando escribo esto, tengo que ir a consultar las estanterías, a la T, entre Tomeo y Unamuno. Un calor tan cercano—. ¿Necesitas algo?

—No. Si me trajeras una cervecita... Es que tengo una sed... —lo dice con entonación de niña, sin mirarme—. Hace un calor, para estar en octubre, ¿verdad?

—No, Anna, una cervecita ya sabes que no. Si tienes sed, bebe agua.

—Ya bebo.

Se me arruga el corazón. Pienso en mi padre. Le doy un besito a Roger, le digo que se porte bien y me voy.

Luis Masclau me espera en L’Olivé, sentado en su rincón de siempre, fumando uno de esos puros de palmo y medio, bebiendo un whisky y absorto en algún ritmo secreto que sigue con un mínimo movimiento de los dedos sobre la mesa.