Better. Colisión - Carrie Leighton - E-Book

Better. Colisión E-Book

Carrie Leighton

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Beschreibung

«Tú deseas rosas y corazones, pero él solo posee espinas y oscuridad». Vanessa es una estudiante universitaria que adora los libros y la lluvia. Marcada por el difícil divorcio de sus padres, ha encontrado consuelo en Travis, el novio que todas las madres —incluida la suya— querrían para sus hijas. A su lado, espera construir una felicidad que echa en falta desde hace demasiado tiempo. Pero, después de dos años, parece que su relación se ha enfriado y el corazón de Vanessa no late como antes. Al menos hasta el primer día del segundo curso. En clase, la joven se cruza por primera vez con un nuevo compañero: tiene el cuerpo cubierto de tatuajes y dos ojos verdes en los que resulta demasiado fácil perderse. Thomas es una mezcla explosiva de fascinación y arrogancia, víctima y verdugo con un pasado atormentado. Él y Vanessa, tan distintos y a la vez tan parecidos, encajan como las piezas de un rompecabezas y entre ellos nace una relación tempestuosa, hecha de momentos de pasión y ternura, discusiones furiosas y reconciliaciones. Pero Vanessa quiere más, sueña con un amor de verdad, romántico y absoluto, ese tipo de amor que lee en sus novelas preferidas. Thomas, en cambio, rehúye cualquier vínculo, y es que una perpetua maraña de espinas no deja de atormentarlo. Sin embargo, si para ellos es difícil entenderse, separarse resulta imposible.   LA TRILOGÍA QUE HA CONQUISTADO LAS LISTAS DE VENTAS EN ITALIA NO EXISTE ROSA SIN ESPINAS. NO EXISTE PASIÓN SIN TORMENTO. «Me imaginaba el amor delicado como una sinfonía. Ligero como el aleteo de una mariposa. Suave como una pluma que flota en el viento. Pero me equivocaba. Desde el primer momento en que me tocó, fue la melodía desafinada de una guitarra eléctrica. La furia de un huracán. La perdición de un alma en colisión».

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Better. Colisión

Carrie Leighton

Serie Better 1
Traducción de Elena Rodríguez

Contenido

Página de créditos
Sinopsis
Prólogo
PRIMERA PARTE
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
SEGUNDA PARTE
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Lista de reproducción
Agradecimientos
Sobre la autora

Página de créditos

Better. Colisión

V.1: febrero de 2024

Título original: Better. Collisione

© Adriano Salani Editore s.u.r.l. Gruppo editoriale Mauri Spagnol, 2022

© de esta traducción, Elena Rodríguez, 2024

© de esta edición, Futurbox Project S. L., 2024

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial de la obra.

Diseño de cubierta: Alessia Casali (AC Graphics)

Corrección: Gemma Benavent, Raquel Bahamonde 

Publicado por Wonderbooks

C/ Roger de Flor n.º 49, escalera B, entresuelo, despacho 10

08013, Barcelona

www.wonderbooks.es

ISBN: 978-84-18509-61-2

THEMA: YFM

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

Better. Colisión

No existe rosa sin espina. No existe pasión sin tormento. 

«Me imaginaba el amor delicado como una sinfonía. 

Ligero como el aleteo de una mariposa.

Suave como una pluma que flota en el viento.

Pero me equivocaba. 

Desde el primer momento en que me tocó, 

fue la melodía desafinada de una guitarra eléctrica. La furia de un huracán. 

La perdición de un alma en colisión».

«Tú deseas rosas y corazones, pero él solo posee espinas y oscuridad».

Vanessa es una estudiante universitaria que adora los libros y la lluvia. Marcada por el difícil divorcio de sus padres, ha encontrado consuelo en Travis, el novio que todas las madres —incluida la suya— querrían para sus hijas. A su lado, espera construir una felicidad que echa en falta desde hace demasiado tiempo. Pero, después de dos años, parece que su relación se ha enfriado y el corazón de Vanessa no late como antes. Al menos hasta el primer día del segundo curso. En clase, la joven se cruza por primera vez con un nuevo compañero: tiene el cuerpo cubierto de tatuajes y dos ojos verdes en los que resulta demasiado fácil perderse. Thomas es una mezcla explosiva de fascinación y arrogancia, víctima y verdugo con un pasado atormentado. Él y Vanessa, tan distintos y a la vez tan parecidos, encajan como las piezas de un rompecabezas y entre ellos nace una relación tempestuosa, hecha de momentos de pasión y ternura, discusiones furiosas y reconciliaciones. Pero Vanessa quiere más, sueña con un amor de verdad, romántico y absoluto, ese tipo de amor que lee en sus novelas preferidas. Thomas, en cambio, rehúye cualquier vínculo, y es que una perpetua maraña de espinas no deja de atormentarlo. Sin embargo, si para ellos es difícil entenderse, separarse resulta imposible.

#wonderlove

Escribo sobre un amor equivocado.

Sobre un dolor que no pasa.

Que te cambia para siempre.

Escribo sobre un amor que te llena y te vacía.

Sobre un amor que, incluso en la adversidad, te

permite comprender qué mereces de verdad.

Todos tenemos cuentas pendientes con

las heridas de nuestra alma.

Yo he conseguido curar las mías así:

escribiendo sobre ellas.

Queridos lectores, nuestro viaje empieza aquí…

Prólogo

Crecí en una familia normal y corriente.

Mi padre era un trabajador honesto. Mi madre, un ama de casa insatisfecha.

Yo… lo cierto es que nunca supe definir muy bien cómo me sentía.

La mayor parte del tiempo tenía la sensación de que la vida pasaba frente a mis ojos, pero estaba tan ocupada observándola que no la vivía.

Buscaba refugio en páginas llenas de tinta mientras soñaba con una gran historia de amor con los ojos abiertos.

Banal, lo sé, pero «banal» podría ser mi segundo nombre.

Pasaba días enteros leyendo, preguntándome cuándo llegaría mi momento y cómo sería.

Me lo imaginaba delicado como una sinfonía.

Ligero como el aleteo de una mariposa.

Suave como una pluma que flota en el viento.

Lo visualizaba así: puro, fácil, romántico.

Porque, en el fondo, así es como debería ser.

Pero me equivocaba.

Para mí, el amor nunca ha sido nada de esto.

Desde el primer momento en que me tocó, fue la melodía desafinada de una guitarra eléctrica. La furia de un huracán.

La perdición de un alma en colisión.

Porque la verdad es que ningún libro me había preparado para esto.

Porque cuando conoces a alguien por primera vez, tú no lo sabes…

No sabes qué impacto tendrá en tu vida.

No sabes qué poder ejercerá sobre ti.

No sabes que cambiará hasta la última partícula de tu cuerpo.

Y que, después de él, nunca volverás a ser la misma.

Primera parte

Capítulo 1

En otoño, Corvallis tiene un encanto especial. Con sus casitas, los parques y los bosques frondosos que la rodean, la ciudad recuerda a uno de aquellos paisajes encantados encerrados en una bola de cristal como las que coleccionaba de pequeña. La llegada de las primeras tormentas lo vuelve todo incluso más mágico. Justo como ahora, con la lluvia que golpea con ímpetu el asfalto, el susurro de las hojas agitadas por el viento y el olor de las calles mojadas. Para mí, no hay mejor despertar en el mundo.

Sin embargo, la paz dura poco, porque el sonido insistente del despertador me recuerda que hoy empieza mi segundo año en la Universidad Estatal de Oregón. Huelga decir que me gustaría acurrucarme bajo el edredón un rato más, pero después de ignorar la alarma por tercera vez, «Breed» de Nirvana empieza a sonar a todo volumen y casi me da un infarto. Alargo el brazo hacia la mesita de noche y busco a tientas el móvil mientras la voz de Kurt Cobain llena la habitación. Cuando por fin lo alcanzo, apago el despertador, me quito el antifaz con forma de rana y hago un esfuerzo por abrir los ojos.

Con el teléfono en las manos, cedo al impulso de comprobar si tengo mensajes o llamadas perdidas de Travis. Nada. Debería estar acostumbrada, pero igualmente siento cierta decepción. Las cosas funcionan así con él: cada vez que discutimos, desaparece del radar durante días, lo que demuestra lo poco que le interesa salvar nuestra relación, que ya está en las últimas.

¿Una persona puede sentirse agotada incluso antes de empezar el día?

Salgo de la cama sin ganas y me pongo mis zapatillas peludas de unicornio.

Me recojo el pelo revuelto en un moño descuidado, me pongo la bata de felpa, inhalo el aroma a colada recién hecha y me dirijo a la ventana que hay frente a la cama. Abro la cortina, apoyo la frente en el cristal frío y recorro con la mirada el sendero del jardín, empapado por la lluvia.

Travis da por sentado que seré yo quien dé el primer paso para acabar con este silencio. Pero esta vez no pienso hacerlo, no después de cómo se ha comportado. Ver a tu novio en una historia de Instagram, borracho como una cuba, bailando y restregándose en la barra de un bar con dos completas desconocidas mientras yo estaba sola en casa, en la cama con gripe, es un dolor que no le deseo a nadie. Cuando lo llamé enfadada para pedirle explicaciones, me despachó con su habitual «Vanessa, qué exagerada», colgó y no he sabido nada más de él. He pasado el fin de semana deprimida en casa, bebiendo infusiones de jengibre para el dolor de garganta, leyendo y ordenando mis libros y cuadernos para el primer día de clase en la universidad. Ni siquiera las llamadas por FaceTime con Tiffany y Alex, mis dos mejores amigos, consiguieron que me olvidara del vídeo y de la humillación por la enésima falta de respeto de Travis.

Esta situación se ha vuelto tan extenuante que ni siquiera tengo fuerzas para llorar. Lo cual es extraño, porque, desde que tengo uso de razón, llorar es lo único que soy capaz de hacer cuando me siento abrumada por demasiadas emociones. En un arrebato de frustración, lanzo el teléfono sobre la cama, me froto la cara con las manos y me obligo a pensar en otra cosa, porque la alternativa me provoca dolor de cabeza. Será mejor que empiece a prepararme, parece que hoy será un día largo.

Después de darme una ducha rápida, vuelvo a mi habitación para vestirme y, aunque me siento estúpida, echo otro vistazo al teléfono. De nuevo, ni llamadas ni mensajes. En mi interior, se abre paso un impulso nocivo de llamarlo para soltarle una retahíla de insultos.

—Nessy, ¿estás despierta? —La voz estridente de mi madre me saca de mis pensamientos, junto con el olor a café recién hecho que inunda la casa. De algún modo, es como estar a caballo entre el infierno y el paraíso.

—Sí, estoy despierta —respondo con un hilo de voz, y me llevo la mano a la garganta dolorida. La gripe de estos últimos días me ha dejado fuera de combate.

—Baja, el desayuno está listo.

Dejo escapar un gran suspiro y, envuelta todavía en mi albornoz y con el pelo mojado, bajo las escaleras con la esperanza de disimular mi mal humor. Lo último que necesito es aguantar una de las interminables peroratas de mamá en las que me repite que no deje ir a mi novio porque es de buena familia. Poco importan sus errores y mi sufrimiento: el amor que mi madre siente por el patrimonio de la familia de Travis es mayor que el que siente por su propia hija. Hace dos años, cuando se enteró de que estaba saliendo con el hijo de un petrolero rico, para ella fue como si le hubiera tocado la lotería.

Al llegar a la cocina, la encuentro lista para el día: un moño rubio perfectamente peinado, unos elegantes pantalones palazzo blancos, una blusa azul y un maquillaje impecable, con rímel que le resalta los ojos azules y pintalabios rojo aplicado en sus finos labios. Su clase innata siempre consigue minar mi ya de por sí baja autoestima.

Ni siquiera tengo tiempo de darle los buenos días cuando me veo abrumada por una avalancha de información inesperada.

—En el mueble de la entrada te he dejado unas facturas y dinero, sería fantástico si pudieras ir a pagarlas hoy. —Frenética, alcanza la cafetera y llena dos tazas sin dejar de darme instrucciones sobre los recados que me esperan durante el día—. Tienes que recoger la ropa de la tintorería y comprar la cena para esta noche, y, oh, antes de que se me olvide —dice mientras extiende un brazo para ofrecerme una taza. Confío en el efecto revitalizador del café y sigo escuchando sus balbuceos—. La señora Williams me ha pedido que me encargue de su chihuahua, porque hoy está fuera. Le he dicho que estarías encantada de hacerlo tú.

Tantas órdenes de buena mañana me ponen más nerviosa de lo que ya estaba.

—¿Hay algo más que quieras pedirme, mamá? Yo qué sé, que corte el césped, que coloque bien las vallas de los vecinos y, por qué no, tal vez incluso que organice un brunch para el presidente. —La miro de soslayo, dejo el teléfono junto al fregadero y tomo asiento en la mesa.

—Ya sabes que la señora Williams no tiene a nadie más en quien confiar, no podía decirle que no, quedaríamos fatal. —Se lleva la taza de café a la boca y, tras dar un sorbo, continúa—: Además, pensaba que estarías encantada de ocuparte de ese animalucho, te encantan los animales.

—Sí, pero eso no significa que tenga tiempo o ganas de hacerlo.

—Yo tampoco —replica ella, despreocupada—. Cuando acepté el puesto de secretaria en el bufete, no pensé que me absorbería el alma, pero alguien tiene que traer dinero a casa.

La miro y de repente me siento mortificada. Sé perfectamente que desde que papá nos abandonó, hace seis años, mamá se ha hecho cargo de todos los gastos. La admiro mucho por ello, pero se olvida de que yo también tengo una vida y que no puedo vivirla en función de la suya.

—Tienes razón, lo siento. —Me levanto para coger un paquete de Coco Pops de la despensa y lo vuelco en un bol vacío—. Cuidar del perrito de la señora Williams no será un problema, puedo sacarlo a dar un paseo antes de ir al campus y cuando vuelva. Por lo demás, no te preocupes, yo me encargo de todo. —La tranquilizo con tono conciliador.

—Ahora sí que podemos hablar. —Me pone una mano en el hombro y con los dedos, y sus uñas cuidadas y pintadas de rosa pálido, me recoge unos mechones de pelo—. Y, por favor, al menos el primer día de clase, intenta vestirte con ropa más bonita.

Da un último sorbo a su café y se despide de mí antes de prometerme que nos veremos para cenar. Yo me quedo en la cocina para terminarme el desayuno. Vierto leche fría en el cuenco de los cereales y vuelvo a sentarme a la mesa. Poco después, el teléfono, que sigue junto al fregadero, se ilumina para alertarme de la llegada de un mensaje. Con la cuchara llena de Coco Pops en el aire, me apresuro como una idiota a ver de quién es y tropiezo en la alfombra de la cocina con un cereal pegado al labio.

Soy tan patética que merecería caerme de bruces al suelo. Quizá un buen golpe en la cabeza es justo lo que necesito.

Cuando veo que es Tiffany, mi mejor amiga y hermana gemela de mi novio, vuelvo a hundirme en la decepción.

Esperaba ver el nombre de Travis en la pantalla, pero, evidentemente, es más probable que antes llegue el fin del mundo.

«Buenos días, empollona, hoy tu vida vuelve a tener sentido».

«No he pegado ojo en toda la noche por la euforia», respondo a su mensaje de forma irónica.

«No esperaba otra cosa. Escucha, tengo una propuesta para ti: esta tarde empiezan los entrenamientos, ¿vamos juntas?».

Frunzo el ceño y vuelvo a leer el mensaje, convencida de que lo he entendido mal. ¿Desde cuándo a Tiffany le interesa el deporte? A ella solo le importan las últimas tendencias en moda y maquillaje, su cita de los martes en el salón de belleza o sus adorados pódcast de crímenes reales. Pero nunca perdería el tiempo en un estúpido entrenamiento de baloncesto.

Al cabo de unos segundos, caigo en la cuenta de que no es Tiffany quien quiere saber si estaré allí, sino Travis, en un miserable intento de sonsacarle información a su hermana. ¡Qué cobarde!

Primero desaparece durante dos días enteros, me deja sumida en la más absoluta autocompasión y ni siquiera hace el esfuerzo de inventarse alguna excusa ridícula, y eso que seguramente me la habría creído, o eso habría fingido. Luego se aprovecha de mi mejor amiga.

Molesta, respondo al mensaje: «Dile a tu hermano que si quiere saber algo, tendrá que hacer un esfuerzo y preguntármelo en persona».

La respuesta llega de inmediato: «Me ha obligado a hacerlo, yo no tengo nada que ver. Sabe que estoy de tu parte. Te paso a recoger y vamos juntas al campus. Estate lista a las ocho, te quiero».

Como imaginaba, es cosa suya. ¡Qué rabia! Suelto el teléfono en la mesa; se me ha quitado el hambre. Lavo la taza de café y el bol de cereales y vuelvo a mi habitación. Abro el armario y, por un momento, contemplo la idea de hacerle caso a mi madre y ponerme algo más bonito que los vaqueros y la sudadera de un solo color que suelo llevar. Me pruebo un suéter ceñido blanco con un escote adornado con encaje. Es bonito, pero, al mirarme en el espejo, veo que resalta demasiado mi pecho turgente. Acabaría atrayendo muchas miradas, que es justo lo que quiero evitar.

Doblo el suéter con cuidado en el armario y, al final, decido que mi aspecto «anónimo» de siempre no está tan mal. Me pongo unos vaqueros oscuros, ajustados y de cintura alta, y una sudadera blanca que me cubre el trasero: esto está mucho mejor. Después de secarme el pelo y recogerlo en una coleta alta para intentar domar el efecto encrespado, tomo la mochila y meto dentro Sentido y sensibilidad, uno de mis libros favoritos: leerlo en los descansos entre clase y clase me ayudará a distraerme.

Antes de salir de casa, me miro al espejo y me arrepiento al instante. No me gusta la imagen que veo reflejada: estoy pálida, tengo unas ojeras violáceas bajo los ojos grises y ligeramente enrojecidos, y mi pelo de cuervo pide clemencia. Me lo dejo suelto y lo peino con las manos, pero la situación no mejora. Tiro la toalla y, armada con un paraguas, salgo de casa antes de volverme loca.

Capítulo 2

A las ocho en punto, Tiffany me espera al final del sendero de mi casa en su flamante Ford Mustang rojo.

Le hago un gesto con la mano para que me espere cinco minutos, justo el tiempo necesario para llevar a Charlie, el perro de nuestra vecina, a su casa.

Cuando subo al coche, el aroma a flores frescas me inunda. Es el perfume de mi mejor amiga, que, con su pelo cobrizo y ondulado hasta los hombros y sus ojos color avellana resaltados con un montón de rímel, me mira cautelosa con toda su belleza etérea.

—Entonces… —dice mientras tamborilea los dedos en el volante—. ¿Cómo estás? ¿Se te ha pasado el resfriado? —pregunta, y tantea el terreno con cierta vacilación. Sé que teme que me haya enfadado con ella por seguirle el juego a Travis. Pero no debería, ella no tiene la culpa. Es su hermana. Yo habría hecho lo mismo en su lugar.

—Podría estar mejor —confieso mientras me pongo el cinturón—. No me he recuperado del todo de la gripe y me duele la cabeza.

—¿Has tomado ibuprofeno? Tengo en la mochila, ¿te doy uno?

—No, no te preocupes, ya se me pasará —le respondo, y me masajeo las sienes en un intento por aliviar el dolor.

—Claro, tú y el terror por los analgésicos que tu madre te inculcó. Si cambias de idea, las pastillas están ahí dentro. —Señala la mochila en el asiento trasero, luego arranca el motor y nos ponemos en marcha. Cuando dejamos atrás mi casa, decide abordar la cuestión—. Quería pedirte perdón por lo de esta mañana, no pretendía entrometerme. No debería haberlo hecho, sobre todo después de cómo se comportó, pero Travis estaba tan pesado que al final he cedido —reconoce, y alza la mirada al cielo.

—No tienes que pedir perdón, Tiff, tú no has hecho nada malo, es él, que es un idiota —replico mientras enciendo la radio.

—Eso seguro. —Mi amiga sube el volumen de la música. Conducimos en silencio hacia el campus y dejamos atrás las casas residenciales, con sus jardines bien cuidados, envueltas por el gris apagado de mediados de septiembre. Durante el trayecto, aunque intenta que no se note, siento su mirada clavada en mí varias veces.

Al llegar al campus ha dejado de llover. Aparcamos en el espacio reservado para los estudiantes y, antes de que abra la puerta, Tiffany vuelve a la carga:

—Mira, ya sabes que intento no interferir entre vosotros dos, pero, como amiga, tengo que preguntarte algo: ¿estás segura de que toda esta historia va bien? Es decir, hace más de un año que Travis se comporta como un auténtico imbécil contigo, y es como si diera por hecho que puede cometer errores porque siempre vas a estar ahí. Y, jolín, ¡no deberías permitírselo!

—Lo sé, Tiff. —Bajo la mirada hasta mis dedos, que tengo entrelazados sobre el regazo, y encorvo los hombros—. Sé que debería poner punto final a esta historia. Pero ¿qué puedo decirte? —Alzo los ojos hacia ella, mortificada—. No soy capaz…, todavía no.

Tiffany sacude la cabeza, resignada, se humedece los labios carnosos y mira fijamente a un punto lejano más allá del parabrisas.

—Eres demasiado para mi hermano, todo el mundo se da cuenta menos tú.

—¿Sabes qué? —Me golpeo los muslos con las palmas de las manos, decidida a atenuar esta atmósfera pesada y a zanjar la conversación rápidamente—. Hoy empieza nuestro segundo año, por fin puedo reanudar mis añoradas clases y no pienso dejar que Travis me arruine el día. Así que basta con este suplicio. —Me escabullo del coche sin darle tiempo a replicar.

—Intentar evitar situaciones que tarde o temprano habrá que afrontar no eliminará el problema, lo sabes, ¿verdad? —me recrimina.

—Bueno, tú misma lo has dicho, ¿no? Tarde o temprano… —comento mientras me coloco la mochila a la espalda.

Tiffany me mira de reojo, pero no añade nada más, y se lo agradezco mentalmente. Una al lado de la otra, caminamos hacia los grandes edificios de ladrillo rojo, rodeados de setos y árboles que en esta época empiezan a teñirse de bermejo, naranja y amarillo.

—Cariño, tengo que irme pitando —exclama tras echar un vistazo al fino reloj que lleva en la muñeca—. En diez minutos tengo hora en la secretaría para rellenar el formulario del plan de estudios. Hablamos más tarde, ¿vale?

—Claro, hasta luego. —Nos despedimos con un abrazo cálido y observo cómo se dirige hacia el edificio de la Facultad de Sociología.

Una vez sola, disfruto del espectáculo que se presenta ante mí, el mismo de siempre: padres más entusiastas que sus hijos, colchones embalados que se llevan a los distintos apartamentos y estudiantes de los últimos cursos resignados a la caótica incomodidad que vuelve año tras año.

Por otra parte, no ha pasado tanto tiempo desde que yo misma fui una estudiante novata en la universidad. Recuerdo que aquel día mi madre no hizo más que llorar, y me sacó fotos en todos los rincones del campus para luego enviárselas, orgullosa, a la familia y a todos sus amigos. Este año, sin embargo, he tenido que renunciar a alojarme en el campus porque ya no podemos permitirnos pagar un alquiler tan alto, pero no me importa, nuestra casa no está tan lejos. Y aunque solo tenemos un coche y lo usa mamá, de algún modo siempre me las arreglo para que alguien me lleve hasta la universidad y de vuelta.

Miro a mi alrededor con cierta incomodidad: en entornos abarrotados como este siempre tengo la sensación de que todo el mundo me mira, incluso cuando sé que no es así.

Todavía recuerdo el trauma de la escuela cuando, el primer día de clase, los profesores nos hacían poner en pie para presentarnos y hablar un poco sobre nosotros. Cuanto más se acercaba mi turno, más aumentaba el pánico. Recitaba en mi cabeza como un mantra lo que en breve tendría que decir: «Hola. Me llamo Vanessa Clark. Vivo con mis padres, odio las pasas en las galletas y los pepinillos en el Big Mac».

A pesar de que la inseguridad permanece anclada en lo más profundo de mi alma, al hacerme mayor he ido superando mi timidez. En parte por el instinto de supervivencia y, en parte, gracias a mi amigo Alex.

Alex y yo nos conocemos desde la escuela primaria. El primer día de clase, me senté al fondo del aula, cerca de la pared. Dirigí mi atención a la ventana que tenía al lado para no tener que hablar con los demás niños.

Mi táctica parecía funcionar, hasta que un niño con ojos dulces y rizos castaños encontró el valor para sentarse a mi lado y quedarse allí hasta que me volví con timidez para mirarlo. Me ofreció un caramelo, sonreí de inmediato y lo acepté sin mediar palabra. Aquel niño se llamaba Alexander Smith, y desde hace trece años ha soportado con enorme paciencia todas mis obsesiones, paranoias e inseguridades.

Me apoyó cuando a los nueve años tuvieron que ponerme ortodoncia y me negaba a hablar, reír o sonreír delante de nadie.

Estuvo conmigo cuando a los trece años decidí teñirme el pelo de verde porque quería reivindicar mi anticonformismo y me arrepentí de inmediato.

Estuvo conmigo cuando en el segundo año de instituto me enamoré de Easton Hill. Oh, Easton… Aquel chico era alucinante, lástima que al final resultara ser un fiasco: había fingido estar interesado en mí para poner celosa a Amanda Jones, la chica más popular del instituto.

Fue un duro golpe para mí, pero Alex supo cómo levantarme el ánimo: vino a casa, pedimos un montón de comida china e hicimos un maratón de Crónicas vampíricas. Repetimos la misma rutina durante los dos días siguientes; al tercero, estaba como nueva. Había dejado atrás a Easton, a Amanda y a todo lo demás.

Estuvo conmigo cuando mi padre nos abandonó, pero, en aquel caso, intuyó que lo único que podía hacer era acompañarme en silencio.

Estuvo conmigo cuando Travis Baker aterrizó en mi vida y arrojó luz allí de donde mi padre la había arrebatado. Nunca han sido buenos amigos, pero, al principio, la relación entre ellos fue cordial. Hasta que Alex empezó a hacerme ver las faltas de respeto que Travis tenía hacia mí.

Como si lo hubiera hecho a propósito, el teléfono me vibra en el bolsillo: es Alex. Está en un atasco y nuestro café de las ocho y media tendrá que esperar a otro momento. Le respondo que no se preocupe y me dirijo hacia el Memorial Union con una sonrisa estampada en la cara mientras inhalo el aroma de la hierba húmeda, feliz por encontrarme de nuevo en mi lugar preferido del mundo.

Al llegar a la zona de descanso, me siento en un sofá de piel marrón y saco Sentido y sensibilidad de la mochila mientras espero a que empiece la primera clase del día. Me encanta llegar con antelación y disfrutar a solas de la atmósfera de los nuevos inicios.

Ni siquiera tengo tiempo de pasar una página. Alzo la mirada y lo veo, ahí frente a la cafetería. Travis. Con su pelo cobrizo y perfectamente engominado, la cazadora vaquera abierta y la bandolera verde militar. Estoy sorprendida: no es habitual verlo por esta parte del campus. Vamos a la misma universidad, pero estamos matriculados en facultades distintas. Él pasa la mayor parte del tiempo en el edificio de Economía o en el gimnasio. Yo, por mi parte, estoy en la Facultad de Arte y Literatura o encerrada en la biblioteca. Los únicos momentos en que nos vemos es a la hora de comer o al terminar las clases.

Su presencia hace que se me cierre el estómago. En un momento, las imágenes de él abrazándose con aquellas dos chicas se reproducen en mi mente. Sus cuerpos restregándose, la vergüenza y el dolor que sentí. Cierro Sentido y sensibilidad con rabia, lo que agita algunos mechones de mi melena. Me levanto de golpe y, antes de darme cuenta, empiezo a caminar en su dirección. Me planto frente a él con los brazos cruzados mientras trato de ignorar la mirada perpleja de la camarera. Al diablo la Vanessa dócil y sumisa: ahora mismo, siento la necesidad de montar una escena. Hago acopio de todo mi autocontrol porque estamos en un lugar lleno de gente y me limito a fulminarlo con la mirada, llena de rabia. Sus ojos color avellana transmiten asombro mezclado con un sentimiento de culpabilidad.

—¿Piensas darme al menos una mísera explicación? —digo en un tono más alterado de lo que pretendía.

Travis, incómodo, mira a su alrededor.

—Aquí no, por favor.

—No sé nada de ti durante dos días, y esta mañana vas y apareces, como si nada, ¡para pedirme que venga a ver el entrenamiento! Ah, no, espera, ¡le pides a tu hermana que lo haga por ti! Como mínimo, ahora me debes una explicación, jolín —refunfuño, sorprendida ante mi valor.

Travis me agarra de un brazo, me arrastra hasta un rincón apartado y me aleja de los curiosos que empiezan a mirarnos.

—Sé que cometí un error, pero estaba borracho…

—¡No te atrevas a justificarte así! —lo interrumpo enfadada.

—No hice nada más allá de lo que viste —se defiende.

—¿Y eso debería reconfortarme? ¿Te haces una idea de cómo me sentí? Me faltaste al respeto, me humillaste delante de tus amigos, ¡te importo un bledo! —grito, y empiezo a sentir un ligero picor en los ojos.

—No empieces con esas tonterías. Solo nos estábamos divirtiendo, y sí, el juego se nos fue un poco de las manos, pero no fui más allá. Nunca te haría algo así, ¿sabes? —Intenta acariciarme, pero yo me aparto, decidida a no ceder. Estoy cansada. Harta de su actitud, de su despreocupación y de su total indiferencia ante el dolor que me provoca.

—Hace dos días que no sé nada de ti —replico con la voz llena de decepción—. Dos días enteros durante los cuales no te has preocupado de preguntarme cómo estaba ni una sola vez.

Su rostro se ensombrece.

—Desaparecí porque pensé que sería mejor dejarte espacio para que te tranquilizaras, pero parece que no ha sido así. Lamento que vieras ese vídeo y haberte hecho daño.

Suena sincero, pero una parte de mí sabe que no es más que otra justificación que utiliza para mantenerme calladita. Lo miro directamente a los ojos, desesperada, en busca de una solución que no llega. Luego bajo la mirada y respiro profundamente.

—He perdonado tus errores demasiadas veces —suelto del tirón, antes de que el valor me abandone—. Y puede que ese haya sido mi error. Perdonar, perdonar y perdonar. ¿Qué motivo tenemos para estar juntos, si con una copa de más ya te pones a ligar con otras chicas?

Por la forma alarmada en que me mira, veo que lo he pillado con la guardia baja.

—Escúchame. —Da un paso hacia mí y me toma la cara entre las manos—. Estamos pasando por un momento difícil, pero lo superaremos.

—¿Y si no quisiera? —El corazón me late con fuerza en el pecho y tengo un nudo en la garganta—. ¿Y si no quisiera superarlo?

El desconcierto en su rostro es fulminante, y, por un momento, quiero tragarme las palabras que acabo de pronunciar. Travis sacude la cabeza.

—No te precipites. Tú también sabes que sería un error del que te arrepentirías, del que los dos nos arrepentiríamos —se corrige—. Eres importante para mí, esta relación lo es, estoy dispuesto a trabajar duro para demostrártelo.

—A veces pienso que lo dices porque quieres convencerme de que es así, pero, en el fondo, eso no es lo que deseas.

Me pregunto si esto será lo que nos mantiene juntos: saber que solos nos sentiríamos perdidos. ¿Estamos juntos porque le tememos demasiado a la soledad? Dios mío, qué triste.

Travis apoya su frente en la mía y me roza la nariz con la suya.

—Dame la oportunidad de demostrarte que te equivocas —implora, y me doy cuenta de que ya estoy permitiendo que sus palabras hagan que se tambalee la determinación que he mostrado hasta ahora. Debe de haberlo percibido porque, con cautela, posa sus labios sobre los míos y me invita a que corresponda al beso. No lo hago de inmediato, pero, por algún maldito motivo, al final me abandono al beso.

Las cosas entre nosotros siempre acaban así. Esta vez, sin embargo, aunque todavía no estoy lista para reconocerlo en voz alta, siento que algo ha cambiado en mi interior.

—Sé que no me vas a creer, pero te he echado de menos estos dos días —murmura en mis labios.

Se me escapa una risa amarga. Si me hubiera echado de menos, habría venido a buscarme.

—Tienes razón. No te creo —respondo con tono seco.

—Hablo en serio. De hecho, tengo una sorpresa para que me perdones.

—¿Una sorpresa? —le pregunto, escéptica.

—Adivina quién ha conseguido dos entradas para el concierto de Harry Styles en Albany el domingo que viene.

Se me ilumina la cara y tengo que hacer un esfuerzo descomunal para contener mi entusiasmo; no quiero dejarlo ganar con tanta facilidad.

—Es un gesto muy bonito, de verdad, pero unas entradas no bastan para que te perdone.

—Lo sé —dice, y me acaricia la mejilla para colocarme un mechón de pelo detrás de la oreja—, pero quería que supieras que he pensado en ti. ¿Qué tal si dejamos la conversación aquí y disfrutamos del resto del día? No permitamos que esto nos ponga de mal humor.

—Al final siempre te sales con la tuya.

Cedo ante su petición con un suspiro resignado. Travis me sonríe con una cara de chico bueno que no le queda nada bien y me rodea el hombro con el brazo. Volvemos al mostrador y pedimos dos cafés. La camarera nos mira un poco extrañada, pero la ignoro. ¿Lo habrá oído todo? Qué vergüenza…

—¿Entonces vendrás? —pregunta antes de llevarse el vaso de papel a la boca.

—¿A dónde?

—Al entrenamiento, ya sabes que para mí es muy importante tenerte allí.

Los entrenamientos me aburren un montón. Preferiría escalar el Everest cargada con un montón de ladrillos en la espalda antes que asistir a un entrenamiento, pero soy incapaz de negarme, aunque es lo que se merece.

—De acuerdo —respondo, y compruebo la hora en el teléfono—. Tengo la primera clase en diez minutos. Tú tendrías que ir tirando hacia a la Facultad de Economía si no quieres llegar tarde.

Me sonríe, me besa y me abraza.

—A las cinco delante del Dixon, ¿vale?

Asiento sin mostrar el más mínimo entusiasmo y, entonces, nos separamos.

Capítulo 3

Desde que tengo uso de razón, siempre he sido de las primeras personas en entrar en clase.

Paseo la mirada entre las sillas libres y opto por la primera fila: seré una empollona, pero es que me encanta escuchar las clases sin que nada ni nadie me moleste.

En pocos minutos, el aula se llena de estudiantes y un chico avanza en mi dirección.

No es un chaval cualquiera, es Thomas Collins. No lo conozco muy bien, pero sé que se mudó a Corvallis el verano del año pasado. Igual que yo, es estudiante de segundo curso y juega al baloncesto en el mismo equipo que Travis. Lo he visto varias veces en los entrenamientos y durante los partidos. Debo admitir que tiene mucho talento, a pesar de que se pasea por la universidad como si fuera su dueño y señor. Los chicos lo respetan, nadie se atreve a llevarle la contraria abiertamente. En cambio, entre las alumnas le encanta coleccionar víctimas, pues es consciente de la fascinación que despierta en ellas.

Entre él y mi novio no hay buen rollo. Travis cree que es un imbécil ensalzado, lo que resulta ser una paradoja viniendo de él, y durante el curso pasado me advirtió más de una vez sobre su reputación. No es que necesitara sus consejos: en el campus me limito a asistir a clase como buena estudiante que soy, intento pasar desapercibida y, gracias a que soy la novia del capitán del equipo de baloncesto, nadie se mete conmigo. En cualquier caso, no necesito más tipos arrogantes y engreídos en mi vida, así que me mantengo bien alejada de ellos.

Pero hoy, al parecer, las cosas van a ser diferentes. De todos los sitios libres, Thomas decide sentarse precisamente a mi lado. Es extraño: el año pasado ni siquiera se dignaba a saludarme, y no parece el típico alumno que opta por la primera fila.

Por un momento, considero la posibilidad de cambiarme de sitio, pero no quiero renunciar a esta mesa por nada en el mundo, y mucho menos por Thomas Collins.

Con ese aire de enfado que siempre lo acompaña, Thomas deja caer un cuaderno y un lápiz en la mesa, y luego se sienta, o, mejor dicho, se despatarra en su silla, con lo que atrae las miradas de algunas chicas que pasan por su lado y le guiñan un ojo. Su reacción es mirar con disimulo el trasero de una de ellas. Vaya, vaya, qué caballero… Por mi parte, no puedo evitar sentir curiosidad, así que aprovecho el breve momento en que está distraído para observarlo mejor. Unos mechones negros y despeinados le caen por la frente, mientras que a los lados y en la nuca tiene el pelo más corto, casi rapado. La nariz recta y la mandíbula esculpida le confieren un aspecto duro y poderoso, así como los brazos musculosos, los hombros anchos de deportista cubiertos por la cazadora de piel, el piercing en la lengua y esos tatuajes que le cubren las manos, el cuello y la nuca. Durante algunos entrenamientos, he tenido la ocasión de verle muchos más. Los lleva por todo el cuerpo, de la cabeza a los pies. Y sí, alguien incluso podría decir que todo esto, unido a sus ojos verde esmeralda con diminutas vetas ambarinas, le confiere un aire encantador e irresistible. Pero ese alguien… no seré yo.

Aparto la mirada antes de que se dé cuenta de que lo estoy estudiando y, por el rabillo del ojo, noto que se saca el móvil del bolsillo de los vaqueros oscuros y conecta los auriculares para, acto seguido, ponérselos en las orejas. Arqueo una ceja, sorprendida. ¿En serio? ¿Va a escuchar música durante la clase? No hay nada más irritante que los atletas que se duermen en los laureles solo porque su curso escolar depende del deporte.

Como si me hubiera leído la mente, se gira hacia mí y me dedica una mirada insolente. Repasa todo mi cuerpo mientras mastica un chicle con la boca entreabierta. Instintivamente, lo miro mal para darle a entender que sus míseras tácticas de playboy anticuado no funcionan conmigo y, con la esperanza de mellar un poco su vanidad, añado en tono ácido:

—¿No te han dicho nunca que masticar con la boca abierta delante de la gente es de mala educación? También lo es escuchar música durante las clases.

Thomas arquea una ceja con arrogancia.

—Me dicen a menudo que soy maleducado —responde con indiferencia, y vuelve a juguetear con el cable de sus auriculares.

Acabo de darme cuenta de un detalle del todo irrelevante: es la primera vez que oigo su voz. Es grave y áspera, ese tipo de voz que muchas mujeres consideran sexy.

—La cuestión —continúa él, y clava los ojos exasperantes en los míos— es que me importa una mierda.

Travis tenía razón: es un flipado.

—Eres el típico tío creído lleno de músculos y sin cerebro, eso es lo que eres. Un tío engreído de dimensiones descomunales —digo sin pensar, víctima de una rabia descontrolada. Y si con estas palabras esperaba hacerlo callar, el atisbo de satisfacción que se forma en su rostro justo en ese momento me indica que he calculado mal.

—Lo que tengo de dimensiones descomunales es otra cosa. —Baja la mirada hasta su entrepierna y yo me quedo boquiabierta—. Puedes comprobarlo por ti misma, si quieres —añade, orgulloso.

Mis mejillas se encienden de la vergüenza. Por cómo se muerde el labio para reprimir una carcajada, sé que eso era precisamente lo que quería: avergonzarme.

Lo miro fijamente durante unos segundos.

—Eres repugnante.

—Eso también me lo dicen bastante a menudo —reconoce con una sonrisa de satisfacción.

Sigo mirándolo estupefacta. Estoy a punto de responder, pero entonces caigo en la cuenta de que no vale la pena. Acabaría entrando en su juego. Sacudo la cabeza y lo ignoro. Por hoy, ya he tenido suficiente.

Será mejor que me concentre en cosas más importantes: saco todo lo que necesito para la clase y, entusiasmada a pesar de todo (y de todos), preparo mis cosas con esmero. Abro el ordenador portátil frente a mí, en el centro de la mesa, al lado pongo un cuaderno nuevo para tomar apuntes y encima apoyo el bolígrafo negro. En el extremo izquierdo, coloco un paquete de pañuelos y, a la derecha, la cantimplora de agua. Reconozco que, a veces, mi obsesión por el orden es compulsiva; otra de las manías que he heredado de mi madre. Por el rabillo del ojo veo que Thomas ha separado el lápiz de la hoja de papel en la que estaba esbozando unas siluetas indescifrables y me observa con una ceja levantada. Y aunque intento contenerme y no abrir la boca para no darle más cuerda, es superior a mí; no puedo quedarme callada.

—¿Qué miras? —exclamo con brusquedad, con la mirada fija en mi escritorio perfectamente ordenado.

—La universidad pone un psicólogo a disposición de los alumnos, ¿lo sabías?

Me quedo de piedra por segunda vez en dos minutos.

—¿Disculpa? —pregunto, con la esperanza de haberlo entendido mal.

Él se limita a señalar los objetos colocados en mi mesa con un gesto de la cabeza e intuyo que no, no lo he entendido mal.

—Solo soy ordenada, no tiene nada de malo. —Parpadeo asombrada mientras trato de mantener la calma.

—Eso no es ser ordenada, eso es estar enferma, pero, eh… —Thomas levanta las manos—, no te juzgo, el primer paso es reconocer el problema, el resto es todo cuesta abajo. Créeme, te lo dice alguien que entiende del tema.

Muy bien, se acabó. Sea cual sea el problema que este chico tiene conmigo, tiene que superarlo.

—Madre mía, pero ¿tú te oyes? ¡Eres increíble, de verdad! Qué digo increíble, eres peor, eres… eres… —Me esfuerzo por encontrar la definición adecuada, la que transmita en una sola palabra un conjunto de insultos suficientes para callarlo de por vida, pero dudo que exista.

—Soy… ¿qué? —me provoca con una sonrisa burlona en los labios.

—¡Un engreído! —escupo. Soy tonta por no haber dado con un insulto peor.

A Thomas le falta poco para reírse de mí en mi cara, otra vez. Este primer día de clase está siendo una pesadilla.

—Me han llamado cosas peores. —Niega con la cabeza, divertido.

Oh, me lo creo.

—Deja que te diga una cosa: no te conozco, no sé qué problemas tienes. No sé por qué te has sentado a mi lado, cuando está claro que tu único objetivo es molestarme. Pero mi asignatura preferida está a punto de empezar y es una clase que me importa mucho. Llevo todo el verano esperando este día, y como te atrevas a…

—Espera, espera, espera —me interrumpe, con los ojos abiertos de par en par—. ¿Qué has dicho?

Lo miro sin entender nada y me pregunto si ha escuchado una sola palabra de lo que acabo de decir.

—Que mi asignatura preferida está a punto de empezar.

—No, después.

—Que como te atrevas a estropearlo…

—No, antes.

—¿Que llevo todo el verano esperando a que empiece el curso? —Ahí está. Otra vez esa mirada alucinada.

—Joder, ¿lo dices en serio? Te has pasado el verano esperando… —Mira a su alrededor con incredulidad—. ¿Esto?

Alzo la barbilla, orgullosa. No dejaré que este homúnculo arrogante me haga sentir mal solo porque estudiar me gusta más que cualquier otra cosa.

—Piensa lo que quieras, no me importa. Lo único que quiero es seguir la clase en paz —digo categóricamente.

Por fin, al cabo de unos segundos, el profesor de Filosofía entra en el aula. Enseguida se percata de la presencia de Thomas y pone los ojos en blanco.

Le entiendo, profesor. Le entiendo.

—Señor Collins, ¡qué sorpresa tan desagradable! —lo saluda con ironía el profesor Scott—. He oído hablar mucho de usted por parte de mis compañeros docentes. ¿Qué le trae por aquí?

—Nada, estoy obligado a asistir a algunas asignaturas si quiero conservar mi puesto en el equipo —responde con arrogancia, y da golpecitos con el lápiz en la mesa—. Aunque, a decir verdad, las chicas que están matriculadas en esta asignatura son un gran incentivo para asistir a clase.

Cuando me giro para mirarlo indignada, me doy cuenta de que tiene los ojos clavados en mí. Siento que me arden las mejillas y, por cómo me mira, comprendo que solo quería humillarme delante de todo el mundo. Las risotadas procedentes del fondo del aula lo demuestran. Pero ¿por qué se mete conmigo? No le he hecho nada.

El profesor Scott no parece afectado. De hecho, se muestra resignado.

—Búsquese algo que hacer, Collins, y no moleste a los demás —se limita a decir.

Como si nada, Thomas se endereza en su silla y se inclina hacia mí, con lo que invade mi espacio personal. Me envuelve un fresco aroma a vetiver, acompañado de las penetrantes notas del tabaco.

—Ve con cuidado, te estás poniendo muy roja y alguien podría pensar que me encuentras irresistible —murmura.

Lo miro incrédula, desconcertada ante semejante presunción.

—Lo único que tienes de irresistible es la capacidad para mostrarte exactamente como eres.

—Y, oye, ¿cómo soy? —pregunta, mientras veo que su mirada se ilumina con curiosidad.

—Un capullo —respondo secamente.

Mi ofensa parece pillarlo por sorpresa y esboza una sonrisa insolente. No suelo hablar de esta forma, pero, maldita sea, se lo ha buscado.

El profesor se aclara la garganta para invitarnos a callar.

—El año pasado superó los exámenes, no sabría decir por qué gracia divina. Pero este año, señor Collins, tendrá que trabajar duro en mi asignatura.

No responde; se limita a asentir ligeramente con la cabeza.

—Para todos aquellos que, en cambio, se toman las clases en serio y buscan ampliar sus horizontes culturales, me complace anunciarles que hoy empezaremos con Kant.

Se me iluminan los ojos en cuanto pronuncia su nombre. Gimoteo de felicidad mientras que Thomas se pasa una mano por la cara y murmura que este tema es un rollazo.

Veinte minutos después, el arrogante tatuado que está sentado a mi lado escucha música tranquilamente, como si nada. Podría pasar por alto su insolencia, lástima que de los auriculares salga un zumbido espantoso que me impide seguir la clase como me gustaría.

Después de darle unas cuantas vueltas, me acerco a él y le toco el hombro con un dedo.

—Deberías guardarlo, ¿no crees? —propongo, y le lanzo una mirada al teléfono que tiene sobre el muslo.

Me observa como si acabara de decirle que no estamos en clase, sino en una nave espacial con destino a Marte. Se quita el auricular izquierdo y replica:

—¿Por qué?

—Porque me gustaría seguir la clase y no me dejas —respondo con voz pausada, tratando de mantener la calma. No quiero discutir más con él, quiero seguir mi clase preferida en paz. ¿Acaso pido demasiado?

Thomas vuelve a ponerse el auricular y sube el volumen de la música, desafiando mi petición. Por si fuera poco, vuelve a mascar el chicle, que hace un ruido molesto con cada mordisco entre sus dientes blancos. Debo hacer acopio de todo mi autocontrol para no arrancárselo de la boca y pegárselo en el pelo.

Lo fulmino con una de mis peores miradas, de esas que reservo para mi madre cuando se acaba el último paquete de galletas y se olvida de avisar. O para Travis, cuando me doy cuenta de que no ha escuchado ni media palabra de lo que le he dicho.

—¿Se puede saber qué problema tienes ahora? —pregunta nervioso.

—¿Yo soy la que tiene el problema? ¿En serio? ¡He intentado seguir la clase desde el momento en que has puesto tu culo en esa maldita silla!

—Pues hazlo, ¿quién te lo impide?

—¡Tú! —respondo con los ojos como platos.

—¿Por esto? —pregunta, en referencia a los auriculares—. Qué exagerada, joder.

—Mira, ¿sabes qué? ¡Olvídalo!

Vuelvo a posar la mirada en las diapositivas y aguanto los minutos que quedan de clase. Estoy deseando quitármelo de encima.

—Muy bien, chicos, hemos terminado por hoy. ¡Nos vemos el viernes! —exclama el profesor veinte minutos más tarde.

Nunca en la vida me había alegrado tanto de oír esa frase. Y solo por culpa de un imbécil que se ha sentado a mi lado con el único propósito de aburrirme. Thomas enrolla los auriculares alrededor del teléfono, se los mete en el bolsillo trasero de los vaqueros, toma el lápiz y el cuaderno en el que ha estado garabateando toda la hora y se marcha sin decir nada más.

Yo, en cambio, necesito un café para calmarme. Hoy es un día horrible. Entro en la cafetería y espero mi turno en la cola. Al mirar por las cristaleras, veo que ha vuelto a llover con más fuerza. La lluvia y yo siempre estamos en sintonía, sabe cuándo la necesito.

Me dispongo a avanzar en la cola cuando alguien llega por detrás. Es Alex, que me rodea los hombros con el brazo.

Lo imito y hundo la cara en su sudadera con aroma cítrico.

Este verano lo he echado mucho de menos; mis días sin él han sido una lata. Travis estaba siempre ocupado con sus cosas, y no le importaba dejarme en casa, así que solo podía contar con Tiffany. Pero ella tiene una vida plena y emocionante, no como yo, que siempre estoy encerrada en mi habitación estudiando, leyendo o viendo series de televisión.

—Perdona, no he podido venir antes. ¿Cómo estás? —Me despeina el pelo con una mano mientras se cuelga al cuello la Canon que siempre lleva consigo, listo para inmortalizar en una simple instantánea hasta el más mínimo detalle, logrando capturar siempre su unicidad.

—¿Siguiente pregunta?

Curva los labios en una mueca enfurruñada.

—¿Qué ha hecho Travis esta vez?

¡Oh, esta vez no es solo Travis! Veamos, la lista es larga: la discusión de esta mañana, la retahíla de órdenes de mi madre, la arrogancia de Thomas, a quien tendré que aguantar durante todo el semestre… O quizá tenga suerte y se cambie de asignatura, o tal vez suspenda y no vuelva a verlo.

—Nada, solo es uno de esos días en los que me he levantado con el pie izquierdo —me limito a decir, y doy un paso adelante. No quiero agobiarlo con mis estúpidos dramas. Por cierto, acabo de caer en la cuenta de que él todavía no sabe nada sobre la discusión con Travis ni sobre el vídeo que circula por Instagram. Mejor así, sería la enésima prueba de que sus preocupaciones son más que lícitas.

—Y tú, ¿qué te cuentas? ¿Qué tal el primer día? —pregunto con curiosidad—. Me sabe fatal no tenerte conmigo en clase de Filosofía. —Hoy habría sido de ayuda con el maleducado tatuado.

—A mí también me sabe mal, pero he preferido centrar mi plan de estudios en las asignaturas de arte. De hecho, me he apuntado al club de fotografía —me cuenta con entusiasmo.

Durante todo el verano, no ha hecho más que inundarme de fotos que ha sacado en Santa Bárbara, donde él y su familia veranean todos los años: chiringuitos de playa, paseos en barco, hogueras junto al mar. Y mientras él se divertía, yo no tenía nada que contarle aparte del listado de libros y series de televisión que he devorado en su ausencia, los aburridísimos entrenamientos de Travis, a los que (¡para variar!) no supe decir que no, y las discusiones agotadoras con mi madre, en las que intentaba hacerle entender que ya no soy una niña a la que tiene que controlar con sus absurdas normas. Todo aire desperdiciado.

—¡Bien hecho, Alex! —le digo una vez he vuelto al presente.

—¿Sabes?, siento que he encontrado mi camino —prosigue. Mientras tanto, ha llegado nuestro turno en el bar. Pido un café largo sin azúcar para mí y un capuchino con doble de nata para él.

—Estoy segura de que sí, tus fotos son estupendas. Tienes una sensibilidad artística que envidio. —Pago y recojo las bebidas humeantes, pero antes de que me dé tiempo a guardar el cambio y volverme hacia Alex, este me saca una foto con un gesto rápido, lo que me deja atónita por un momento.

—¡Alex! No vuelvas a hacer eso, sabes que lo odio. —Parpadeo rápidamente, aturdida por el flash, y le planto su café en las manos.

—Perdona. —Se ríe—. No he podido evitarlo. Eres muy fotogénica —afirma mientras observa con orgullo mi retrato en la cámara, que le ha costado un dineral.

Voy desmaquillada, tengo el pelo encrespado por la humedad y mis ojeras podrían ser la mismísima envidia del tío Fétido Addams. No sé muy bien qué entiende él por «fotogénica», pero es probable que tengamos ideas muy distintas al respecto.

—¿Quieres verla? —pregunta con los ojos clavados en la pantalla y una sonrisa enorme.

—No es necesario, gracias. —Bebemos nuestros cafés y nos dirigimos hacia el aula en la que tendremos la siguiente clase—. Por cierto, ¿cómo va con Stella?

Alex conoció a Stella en Santa Bárbara este verano y me ha hablado mucho de ella. Llegué a saludarla en algunas videollamadas por FaceTime y me pareció muy guapa, con unos rasgos claros y dulces, perfecta para él. Lástima que viva en Vancouver y que ahora tengan que enfrentarse a todas las dificultades que comporta una relación a distancia.

—Es una situación nueva para los dos, todavía tenemos que ver cómo la gestionamos, pero está haciendo planes para pasar aquí el fin de semana.

Asiento a sus palabras distraída, porque mi atención se centra en la imagen de una parejita apartada al final del pasillo. Enseguida reconozco la estatura impetuosa de ese idiota de Thomas, acompañado de Shana Kennest: físico esbelto, un cuerpo impresionante, pelo rojo como el fuego y ojos turquesa. A su lado, cualquiera se siente como el patito feo, y ella hace todo lo posible para que así sea. Los chicos del equipo de baloncesto la conocen bien, incluso demasiado, y ella parece estar orgullosa de ello. Pero es evidente que su interés por Thomas supera su interés por cualquier otro. Por los pasillos se rumorea que, a pesar de que no le ha concedido una relación exclusiva, él parece preferir su compañía a la de cualquier otra chica. De hecho, por lo general, las liquida a todas sin la más mínima consideración una vez se ha divertido con ellas.

Thomas la aprisiona contra la pared y yo clavo la mirada en sus manos tatuadas. A pesar de que Shana es muy alta, Thomas la supera, y tiene que alzar la cabeza para mirarlo a los ojos. Él se inclina hacia delante y sus labios casi se rozan mientras hablan como si estuvieran solos en el pasillo. Al pensar en lo grosero que ha sido conmigo en la clase de Filosofía, me sorprende verlo así ahora, tan afable. Shana le desliza una mano en el bolsillo trasero de los vaqueros para sacar su paquete de cigarrillos. Se lleva uno a la boca, pero él se lo quita y se lo lleva a los labios. Luego le rodea los hombros con un brazo, y, antes de dirigirse hacia las escaleras que conducen al jardín, nuestras miradas se cruzan durante una fracción de segundo. Jadeo avergonzada porque me ha pillado mirándolos. Él, en cambio, me guiña un ojo con descaro.

—Eh, ¿me estás escuchando? ¿Qué miras? —pregunta Alex con suspicacia.

De inmediato, aparto los ojos de ese arrogante y de la pelirroja que se pega a él como una garrapata y vuelvo a fijarme en mi mejor amigo antes de que se dé cuenta.

—Nada, perdona. ¿Qué decías? —Mordisqueo el borde del vaso de cartón del café.

Alex mira a su alrededor, pero, por suerte, la parejita ya se ha esfumado.

—Stella vendrá este fin de semana y he pensado que podríamos cenar juntos, ¿te apetece? —propone.

—Claro. —Le sonrío—. Llevo todo el verano deseando conocerla en persona.

—Perfecto, seguro que se alegra.

Empezamos a caminar hacia el auditorio, donde se imparte la asignatura de cine a la que asistimos juntos, mientras trato de deshacerme de esa sensación molesta que la sonrisita burlona de Thomas ha despertado en mí.

Capítulo 4

Las horas que he pasado con Alex me han puesto de buen humor. Siempre he dicho que este chico es la serotonina personificada.

Camino por los pasillos abarrotados de estudiantes para llegar al aula donde tengo clase cuando la voz cantarina de mi mejor amiga me llega por encima del hombro.

—Carol va a dar una megafiesta en su casa el viernes por la noche, después del partido, para celebrar el inicio del nuevo semestre. ¡Tenemos que ir! —exclama con un deje de emoción.

—¿Tenemos? —pregunto escéptica mientras trato de recordar quién es Carol.

—Por supuesto. —Tiff mueve la mano para señalarnos a mí y a sí misma—. Tenemos. —La mirada escandalizada que le lanzo basta para hacerle entender que no me interesa, pero se planta frente a mí—. Nessy, necesitas divertirte un poco.

Resuello.

—Tú y yo tenemos una idea muy distinta del concepto «diversión». Además, ni siquiera sé quién es la tal Carol.

Tiffany frunce el ceño y se cruza de brazos.

—¿No te acuerdas? Estudia Criminología conmigo. El año pasado estaba en todas las fiestas de la hermandad de Matthew. Alta, rubita, siempre vestía de forma excéntrica…

Carol… Alta, rubia. Mmh, no. Definitivamente, no me acuerdo de ella. Será porque a esas fiestas fui como mucho tres veces.

—Diría que no la conozco, Tiff.

Entramos en el aula de Sociología, una de las pocas asignaturas a las que Tiff y yo asistimos juntas, y subimos las escaleras mientras esquivamos a los demás estudiantes que suben y bajan.

—¡Pues ha llegado el momento de remediarlo!

—No puedo autoinvitarme a casa de una desconocida —puntualizo.

Echamos el ojo a dos sitios libres en la tercera fila y nos dirigimos hasta allí. Una vez sentadas, Tiffany se pasa la melena detrás del hombro con un gesto elegante.

—En primer lugar, no te estás autoinvitando a ningún sitio, sino que me acompañas. En segundo lugar, ¿a quién le importa? ¿De verdad crees que conoce a toda la gente que irá?

Valoro la idea mientras trazo pequeños círculos en la mesa con la punta del dedo, absorta.

—No lo sé, Tiff, el semestre acaba de empezar, no quiero arriesgarme a ir rezagada con el temario.

—El semestre ha empezado hoy, Vanessa. Todavía no tenemos el material necesario como para correr el riesgo de quedarnos atrás con el temario.

—Pero el viernes lo tendremos. Además, el sábado por la mañana está programado el primer encuentro con el club de lectura, y no querría perdérmelo —respondo, decidida.

—Sí, y estoy segura de que el viernes ya irás por delante con el temario, como siempre. Al club de lectura irás de todos modos, tampoco vamos a quedarnos hasta el amanecer. ¡Venga, que nos divertiremos! —Se mueve en la silla y me suplica con las manos juntas. Me lo pienso durante unos segundos, indecisa sobre qué hacer, pero al final acepto la propuesta. Esto es lo que hace la gente de mi edad, ¿no? Van a fiestas y se divierten. No se encierran en sus habitaciones para estudiar, leer o ver películas en Netflix con su mejor amigo.

—¡Venga, vale! Lo intento —respondo, y frunzo la nariz en una mueca, no del todo convencida.

—¡Sííí! —grita y aplaude. He aquí el secreto para hacer feliz a Tiffany Baker con un simple gesto: complacerla.

El resto del día pasa rápidamente entre las clases de Escritura Creativa y Literatura Francesa. Durante la pausa para comer, he preferido reservarme un rato a solas y me he quedado leyendo en la sala de descanso. No tenía ganas de ver a Travis; bastará con que me pase luego por los entrenamientos. Miro el reloj, que marca las cuatro menos cuarto, y pienso en qué podría hacer durante esta hora que falta hasta que vaya al gimnasio. Se me ocurre que a diez minutos del campus está la Book Bin, una pequeña librería que vende libros nuevos y de segunda mano. Escribo a mis dos amigos para preguntarles si quieren acompañarme. Alex está ocupado con el club de fotografía, pero quedo con Tiffany delante de la librería. Ella se sumerge enseguida en la sección de novela negra y policíaca, mientras que yo me dejo llevar por el instinto.