Blue Moon - Mariela Isabel Ríos Ruiz-Tagle - E-Book
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Beschreibung

Escucho el viento entre los cerros, en mis mejillas, las risas de mis amigos, la música que emitían dichosos mis pies al bajar por las escaleras hacia el plan, añorando siempre abrazar el cielo, cuanto las quiero, las añoro, las anhelo, años después me las recordarían constantemente los integrantes del grupo Led Zeppelin, con su tema más conocido, Escalera al cielo, y el sonido del acordeón que tocaba aquel ciego los sábados en la tarde, a veces lo encontrábamos en el Puerto, en la estación, en Caleta Abarca, siempre estaba cerca nuestro para deleitarnos con su versión de La Vie en Rose, como la mía y la tuya Marcos, antes de perderte entre la noche.

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Blue Moon

Mariela Isabel Ríos Ruiz-Tagle

Editorial Segismundo

Dedicatoria

Dedico este libro,

A todos mis seres muy amados, que ya no están en la tierra, que desde sus cielos me protegen, y me incentivan a crear en mi vida terrenal.

A los que continúan a mi lado en este viaje, especialmente a una persona de alma leal, mi hijo Arturo, y a mis queridos tíos viñamarinos.

A la memoria de mi inolvidable Maestro Eterno, el gran escritor argentino, don Ernesto Sabato, al notable escritor Guillermo Blanco quien presentó la primera edición de este libro, y a Poli Délano, insigne escritor chileno.

Si, Mariela queridísima, tenés que terminar tu novela, es absolutamente indispensable para tu salvación y para recobrar el sentido de la existencia. Las novelas, si son profundas y auténticas –las ficciones en general–sirven para salvarlo a uno y para salvar a los que las leen. Eso lo sabían ya los griegos y yo lo sé por experiencia propia, porque yo escribí, como vos, para no morir de tristeza en un mundo atroz, aunque sería más propio decir, simplemente, en el mundo. Porque así es, aquí, en mi querido Chile y en todas partes, desde que el hombre existe. Sería tan lindo que pudiéramos vernos un día! Es probable que reciba alguna invitación de Santiago y pueda ir por allá. Mientras tanto, te mando estas líneas de profundo, de entrañable recuerdo.

Ernesto Sabato

Santos Lugares, gris día de agosto de 1990

Capítulo I

Fue ciertamente voluntad divina que cuanto más profundo y más sin esperanza es nuestro olvido, resuene a cada instante por el mundo nueva voz de otra edad.

Play

Soy Vicente y creo que tarde o temprano voy a desaparecer.

Siempre he sentido una sensación indefinible de encontrarme golpeando muros invisibles y esta noche de Año Nuevo cuando mi padre está por llegar a nuestra cena sin futuro –aunque cada año simule ser novedoso– intentaré relatar mi existencia en este cassette que tú me regalaste, Ángela. Sí, porque yo nací en Valparaíso entre la feroz algarabía de las sirenas de los barcos y mi madre imaginando los fuegos artificiales desde su ventana blanca, junto a la noche de Ismael que me mira en un clima de sutil alegría pintado en el paisaje de su rostro. Bueno, debo comenzar, disculpen las interrupciones, serán solamente producto de la constitución de este aparato mecánico que debo oprimir a cada rato, diversos instantes para tantos momentos: stop, play, stop, play, siempre así, hasta que logre mi retrato hablado. Así mismo, excusa mi constante repetición alusiva al poema “Ad Angelo Mai” del poeta italiano Leopardi, conoces mi amor por su poesía, por supuesto que el verso anterior que encabeza esta grabación es suyo. Ya no habrá rewind ni forward cuando termine, tan sólo un presente, una suerte de simultaneidad de lo que ha sido mi tiempo, así de corrido, como Ángela suele hacerlo cuando teje. Para mí es muy importante que sepa quién soy yo realmente, no aquella imagen que los otros han proyectado en las pálidas murallas de este cuerpo, como si tan sólo fuera un espejo invisible navegando entre los días.

Hablaré a veces rápido, a veces lento, otras inconexo, no quiero que nada se me escape, querida Ángela.

Tú mereces conocerme.

Golpean a la puerta, era un vendedor. Pensé que era Casandra, que extraña es Casandra, aparece de pronto cuando no deseo verla y cuando realmente la necesito, siempre tiene algo importante que hacer –según ella–, una actividad intrascendente más que seguro y lo que yo necesito es tiempo, tiempo para poder existir. Vivir, Casandra, no sé si me entenderás, no me refiero a la cuota correspondiente a este mes del agua potable, o al hecho de facilitarte o no la manguera para que riegues cuando descansas, el fin de semana, pero tú también requieres de algo semejante, un agua especial que te despierte, un elixir imposible que te transforme, Casandra, te ruego me disculpes te compare con Ángela, pero ella nunca deja de acompañarme aunque se encuentre plagada de compromisos. Hoy día, por ejemplo, conociendo mi carácter melancólico vendrás nuevamente a visitarme, cenaremos en mi pequeño departamento con Ismael y mi hermana, volverás porque sabes que estas fechas me deprimen, volverás porque los pájaros siempre retornan, no existen pájaros sin alas, y aún dentro de sus jaulas, vuelan. Yo no sé si fue aquel turco o nosotros, –ni siquiera sé si ahora tiene alguna importancia–, quienes cortamos las alas de mi madre, pero de lo que sí estoy seguro, lo que mi espíritu está seguro, es que nunca la volvimos a ver, o quizás era tan sólo su fantasma el que se presentaba ante nosotros desde que él apareció, una sombra compungida que intentó vanamente explicar lo que no comprendía. Una noche, que recuerdo perfectamente, –en cada detalle, en cada gesto, en todo lo que significaba en los ojos de mi padre–, supe que aquel fantasma vestido de mujer se había marchado a su mundo nebuloso y que tan sólo mi memoria podría rescatarlo algún día, quizás hoy, Ángela, cuando recuerdo esos días cuidando a mi hermana y tenía que estudiar y trabajar y mi padre era funcionario de ferrocarriles. Llegaba cansado en la tarde, muy cansado, aunque yo lo ayudaba en las tardes después del colegio, con los papeles, los llevaba a otras oficinas para firmas, timbres o para archivarse, también acarreaba maletas en la estación y me ganaba unos pesos los domingos y feriados cuando la afluencia de gente era mayor, a veces tenía tanto que hacer que mis amigos del cerro Barón me reprochaban mi escasa asistencia a los juegos, las pichangas, las bolitas, la rayuela, o tirar el tejo como le decíamos, nos entreteníamos tanto en esa época. Y pensar que ni siquiera el turco acompañó a Amanda el día de su muerte en aquel hospital de Santiago, pensándolo bien, amiga, nos basta con leer la página roja de los diarios para darnos cuenta que algunas vidas traspasan el límite de la teleserie o la truculencia operática ocurriendo hechos que nos parecen irreales pero que son pan de cada día, sin ir más lejos, sabes que en nosotros mismos algo muere para siempre cada día, y esa diaria muerte nos hace crecer, acercarnos al infinito esquivo y lejano que nos ilusiona y luego desaparece como una estrella devorada por un agujero negro.

Me he contagiado con la soledad de estos muros, querida Ángela y me remonto suavemente, como en un film de Fellini, un leve sonido de acordeón me acompaña, hacia mi pasado, si, la libertad es un sentimiento que se expresa, se expresa la libertad en un sentimiento, se expresa un sentimiento en la libertad, el sentimiento es la expresión última de la libertad, igual que la acción es la acción última de ese sentimiento y no a la inversa, en mi opinión, una consecuencia del espíritu, del alma o como quiera que los filósofos lo llamen, nunca logro desprenderme de mi formación o deformación filosófica, al fin y al cabo, intelectuales, artistas, economistas, militares, sacerdotes, gobernantes, genios y ladrones lo que más desean y hacia donde dirigen sus pretensiones más ocultas es hacia lo más simple: ser querido, aceptado y amado. Y es precisamente ese amor la verdad última que los hace libres, como los ángeles creados por los dioses para volar hacia la luz, hacia el absoluto, hacia la felicidad o como yo, hacia la simple y cotidiana esperanza de amar, como te amo a ti, Ángela, hubiera deseado caminar de tu mano por las escaleras de mis cerros del Puerto, correr vigilado desde el mar como un padre condescendiente que mira crecer a su hijo y sonríe, perfilando esas escaleras que vanamente intentan alcanzar el cielo y quedan detenidas colgando entre las nubes, donde dormirán esos angelitos porteños que de los cerros se van al cielo, en aquel pequeño espacio que divide la ficción de la mentira, la verdad del sofisma, la realidad de la magia, la esperanza de la muerte. Espacio plasmado en palabras, gestos, signos, símbolos de lo que socialmente se denomina cordura o locura. Aunque, perfectamente comprendo que soy producto de una silenciosa violencia, de la ambición, de la soledad, del instinto, Ángela, es que soy como soy en esta vida, desde que nací en la maternidad del Van Buren hasta el día de hoy, tan sólo tú y mi padre siento que me han comprendido, Isabel ha hecho su propia vida y me quiere, quizás he sido difícil, hermético, pero nunca para ustedes. Solamente Casandra podría separarnos. Es mi deber, mi último deber, detener esta separación, lo que siento hacia ella es indefinible, me gusta, pero no me hace libre, me aprisiona, me asfixia, es un imán invisible que huye de mi voluntad, pero a su vez me atrae a su submundo sofisticado y femenino, si por femenino se entiende su máscara facial, su maquillaje y su vestuario de boutiques, en cambio, no he divisado nunca una sola muestra de pintura en su rostro renacentista, tu belleza se centra en tus ojos, y en las formas redondeadas de tu cuerpo, surgiendo como espuma entre las olas y me adentro, me sumerjo en lo tuyo, en lo que te define, en lo que te individualiza y hace que seas tú y no otra persona, no otra voz, la que yo amo, en tu mirada de niña confundida. Comienza la situación arquetípica de hundirme tenuemente en tu pasado, comienzo a nadar por los pliegues de tu sexo y me abrazo a tu centro sumergiéndome en lo que ya no existe ahora, pero persiste en la totalidad del universo que alimenta la memoria, historias, fantasías, príncipes y princesas, el reino de la infancia me sonríe, casas, paisajes de campo, las piezas desparramadas del juego del ajedrez misterioso, en el tren con sus garzas sobre los ríos, luego las montañas verdes y los túneles que poco me asustaban, momentos de enorme alegría que parecían eternos, la voz de Bobby Vee, –no sé cómo se pronuncia–, entonando en la radio caminando con su ángel, ahora en el recuerdo de las transmisiones de radio, los recuerdos del pasado, nunca pensé terminaría el día de mañana, pero ya no son, ya no somos, constituyen una expectativa remota, recién mi eternidad está en la memoria, padre y eso es todo, ahí viven aquellos instantes que creías no acabarían jamás, todo se marcha y todo persiste en la memoria, en el pensamiento, y en ese pensamiento se entierra la patria de la infancia, como diría Isabel, hermana, como un árbol delgado echas raíces lejos de mi lado, en la distancia te saludo, en esta noche de Año Nuevo, a pesar que todo el mundo sabe que no soporto los abrazos de fin de año.

Escucho el viento entre los cerros, en mis mejillas, las risas de mis amigos, la música que emitían dichosos mis pies al bajar por las escaleras hacia el plan, añorando siempre abrazar el cielo, cuanto las quiero, las añoro, las anhelo, años después me las recordarían constantemente los integrantes del grupo Led Zeppelin, con su tema más conocido, Escalera al cielo, y el sonido del acordeón que tocaba aquel ciego los sábados en la tarde, a veces lo encontrábamos en el Puerto, en la estación, en Caleta Abarca, siempre estaba cerca nuestro para deleitarnos con su versión de La Vie en Rose, como la mía y la tuya Marcos, antes de perderte entre la noche, pero tan vivo entre los cerros y las vacaciones que pasábamos juntos, pour la vie, mon coeur qui bat. Existen pequeñas cosas, situaciones, hechos perdidos en los sueños de cada noche, mientras al despertar tiempo después se cantaría en la radio vivir es un sol de oro, el sol brilla para todos, y Marcos silbaba aquella popular canción por la Alameda de la mano de su polola, la Gloria, plena de gloria, que cantaba jazz y quería a cada uno de nosotros, el grupo compañeros de Filosofía, con una figura frágil pero enérgica, tan pequeña es, tan frágil es, que yo sin ti, yo ya no puedo vivir, cantaría mi amigo que tanto gustaba de la música popular como yo, en aquellos años setenta, faltaba tanto para eso, cuando todos enloquecían con el mundial del sesenta y dos mientras Amanda moría acompañada solamente por Ismael en las afueras de Santiago, como una Margarita Gautier cualquiera y pobre ella que fue la nieta del poderoso, hija única y valiente, denostada por los Pilatos del mundo, los Pilatos que caminan por las calles, los que no se angustian en la noche por sus pecados, los que ni por casualidad tienen pesadillas, Poncio Pilatos, permaneces vivo luego de siglos de tu muerte, yo te denuncio Pilatos, en tu nombre se cometen errores que Amanda nunca imaginó, solamente tuvo que vivirlos. Inexorablemente, madre, durante el mundial de fútbol, en una sala de hospital mi padre reconoció tu cuerpo acurrucado, que alguna vez acarició pleno de amor y lloró tu blanca muerte de Margarita, de flor caída sobre la tierra, sobre las sábanas descoloridas, mientras en alguna radio una enfermera saltaba de alegría con el gol de Chile, viva Eladio Rojas, viva Chile que derrota a los grandes, qué pequeños somos frente a la muerte, Ángela, todo se empequeñece, desparece, se remonta al pasado y fallece, retorna alguna vez a la memoria, desterrado, exiliado, perdido, en la muerte de alguien que te amó, iré al baño ya vuelvo.

§

Querida Ángela, nunca he conversado acerca de estas divagaciones contigo, pero hoy te contaré si Dios quiere, lo que he pensado y sentido durante esos domingos en el cerro Larraín, junto a mi madre, que en la cocina ordenaba a Emiliana hiciera sopaipillas o picarones, era tiempo de invierno, mientras Isabel reclamaba en su cuna por su leche acompañada de su muñeca de carey, luego ella y papá observaban en silencio la lluvia a través del ancho ventanal del comedor, entonces yo subía calladito a la galería del corredor del segundo piso en cuyos costados pendían largos y angostos espejos de finos marcos dorados y me observaba en ellos, luego me dirigía a la cantidad de baúles que nadie cotizaba en una pequeña habitación existente al fondo del corredor y cuya llave previamente había descolgado del colgador de la cocina –y que a nadie interesaba ya que nunca la echaban de menos– y los abría, encontrando en su interior vestidos antiquísimos de la abuela, que nunca conocí, y del abuelo que desheredó a mi madre cuando se casó con Ismael, collares, levitas, fracs apolillados, tules, y guantes de la familia Machler, objetos que para la familia habían perdido sentido, al igual que sus relaciones, tan solos estábamos luego que mi madre perdiera todo contacto con el abuelo, visitándonos solamente las tías Amelia y Eufemia, de estirpe viñamarina y materna, el abuelo quedó solo en su casa de la Avenida Pedro Montt, debe haber muerto cuando yo era pequeño, dicen que fue de los primeros en dar a conocer y difundir el daguerrotipo en Valparaíso y Viña del Mar, los baúles se encontraban plagados de ellos con imágenes de Amanda cuando niña, sentada en taburetes o con telones pintados como fondo con formas de paisajes campestres o barcos.

Sería eso la vida, se repetía Amanda, una monotonía permanente, de la casa a misa, de misa a la casona los domingos, en la semana preocuparse de ordenar el almuerzo, el lavado, escuchar música y bordar, después de misa. Vuelvo al domingo, el día más entretenido para mí ya que venían las tías y había que recibirlas como ellas se merecen –decía la Emiliana– después de almuerzo salía al fin a jugar con Marcos. Nadie más nos visitaba, y qué decir de las vecinas, Amanda educada en el plan, en las monjas francesas poco o nada tenía que departir con las sencillas mujeres del Cerro Barón, subir a la nada, a la ausencia, por causa de un sentimiento que se extinguía marchándose junto al cotidiano viento de mar que paseaba por el cerro y sus recovecos, y en la galería, hincado en la frías baldosas, cierro el último baúl y pienso si no será mejor escribir a Marcos para que adelante sus vacaciones de invierno, total ya falta poco y estoy aburrido que mis padres ni se miren siquiera y afuera llueve mucho, todo es barro. Pancho, Panchito, cómo te llaman allá, mi ciudad, querido amigo de la lejanía, en trenes intangibles me acerco a tu vientre, un niño entre asustado y tembloroso vuelve a refugiarse en tu pecho amistoso, recorriendo tus entrañas polvorientas, como un pirata arribando al puerto con su barco repleto de ilusorias riquezas, dispuesto a beber hasta embriagarse en las tabernas del barrio chino, llegaré a tu mundo, helado, a este redondo microcosmos, descrito y olvidado, muerto y vuelto a construir cada día, a sangre segundos y espacios, como volutas, naves espaciales o quizás antiguos navíos egipcios nos acercaremos con prisa o lentamente, con deseo o simplemente hastío, con la mente o la extensión del cuerpo desplegado en el sentimiento, mirando la luna del marinero que descansa luego de hacer el amor en un hotelillo cercano a la Plaza Echaurren, mientras ella ya se ha marchado a trabajar nuevamente y a veces, solamente a veces los recordará un bolero, un disco rayado por el tiempo y las manos que acariciaron su nocturna redondez en el Wurlitzer, hoy el puerto vigila como siempre todas las historias, también la mía, lástima Ángela que lo desconozcas, porque el viento nunca nos abandona, nos persigue en nuestra soledad, acompañando nuestros silencios, al amanecer nos espera en sus callejuelas sonoras, musicales, latiendo con el ritmo del taco alto de las porteñas, los zapatos lustrados de los caballeros de corbata, el arrastrar de pies de los mendigos, el caminar sigiloso y metálico del lanza, las botas de los marinos, que cuando pueden besan y se quedan, y el pequeño y hermoso recorrer de la tierra hacia el cielo azul de los niños que quedaron en la mitad del sendero total, los que quizás siguen viviendo en el limbo, vestidos de angelitos tristes mientras los demás celebran su llegada al paraíso iluminados por la bendición de la roja espuma derramada en sus arterias, cáliz líquido de purificación terrena que familiares y amigos consumen bajo el recodo de luz, que comienza a perfilarse sobre sus alas y deben proseguir con el entierro llevando el pequeño tesoro blanco, pobres niños que nunca se van, se quedan dormidos en los caminos de algún cerro porteño, entre el amor y el espanto, con sus manitas llenas de flores y santitos antiguos.

Tengo tantos recuerdos, veo a mis padres empequeñecidos por el fracaso, siempre fingiendo con sus bien intencionadas máscaras de felicidad –pero, máscaras al fin y al cabo– mas fue imposible que me deslumbraran por esa fantasía estilo americano, Doris Day y Gary Grant, aunque mi madre tenía un aire a Maureen O’Hara y mi padre, pequeño y un tanto robusto, parecía un Kirk Douglas criollo. Existían tantos kioscos de compra y venta de revistas usadas que Marcos y yo nos deleitábamos con las novelitas de cowboys, los Flash Gordon, los Penecas, Superman, y también con los Ecranes antiguos, en los cuales aparecían bellas actrices, seguramente situación de la que provendrá mi actual fascinación por el cine. Casi por lo único que me gusta salir es para ver una buena película.