Borges en la biblioteca - Patricio Zunini - E-Book

Borges en la biblioteca E-Book

Patricio Zunini

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El ensayo desnuda a quien lo escribe. Eso pasa, por ejemplo, en Evaristo Carriego, del propio Borges; en El factor Borges, de Alan Pauls; pasa, lateralmente, en Breve historia argentina de la literatura latinoamericana (a partir de Borges), de Luis Chitarroni; y pasa también en este ensayo de Patricio Zunini. Le llevó años a Zunini escribir este libro que iba a restringirse inicialmente a los años de Borges en la biblioteca, en las dos bibliotecas, en la Miguel Cané y en la Nacional. Ese corazón escenográfico persiste, pero las arterias que salen de él tienen un alcance más remoto. Las ramificaciones se prolongan a la vida entera de Borges y a la vida de Borges después de muerto Borges. Esta segunda vida implica además la vida del autor y la nuestra, los lectores. Zunini puede demorarse en la lasitud de las tardes que Borges pasaba refugiado en la Galería del Este (la Librería de la Ciudad a mano) porque ese lugar activa la evocación del negocio de la abuela en Charcas y San Martín. Estas interferencias no son inesenciales: las presunciones propias (como cuando resuelve la perplejidad o el vacío documental con la opinión: ¿habría llegado Borges a batirse a duelo con Lugones? ¿qué hizo en los seis meses de licencia que se tomó en la Biblioteca Cané?), la crónica personal, y aun la ausencia (el repliegue de las páginas páginas inolvidables en las que habla Miguel de Torre), todo eso hace de Borges en la biblioteca (biografía que es ensayo, ensayo que es crónica, crónica que es biografía de un tercero) el envío de una intimidad a otra intimidad" (Del prólogo de Pablo Gianera).

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Borges en la biblioteca

Borges en la biblioteca

Patricio Zunini

Índice de contenido
Portadilla
Legales
PRÓLOGO EL BORGES NUESTRO DE CADA VIDA POR PABLO GIANERA
17 de octubre de 1955
PRIMERA PARTE
Una biblioteca en el infierno
Las dos muertes de Borges
Extranjerizante y decadente
Caro diario
El infinito y la cáscara de nuez
SEGUNDA PARTE
Anatomía de una renuncia
Miguel
El director y la metáfora
Borges en la Biblioteca
Agüero 2502
México 564
APÉNDICE
Lista de los libros que Borges donó a la Biblioteca Nacional en 1973
La Argentina ante los problemas de la hora internacional
Alejandro Vaccaro: "Tengo textos inéditos de Borges, algunos se pueden publicar y otros no".
BIBLIOGRAFÍA
AGRADECIMIENTOS

Zunini, Patricio

Borges en la biblioteca / Patricio Zunini. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Galerna, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga ISBN 978-950-556-957-1

1. Ensayo Literario. I. Título.

CDD 860.9982

©2023, Patricio Zunini

©2023, RCP S.A.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna, ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopias, sin permiso previo del editor y/o autor.

ISBN 978-950-556-957-1

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

Diseño de tapa e interior: Pablo Alarcón | Cerúleo

Foto de tapa: Archivo de Alejandro Vaccaro

Foto de solapa: Alejandra López

Digitalización: Proyecto451

Para Agustina y Emiliano

Un escritor, o todo hombre, debe pensar que cuanto le ocurre es un instrumento; todas las cosas le han sido dadas para un fin y esto tiene que ser más fuerte en el caso de un artista. Todo lo que le pasa, incluso las humillaciones, los bochornos, las desventuras, todo eso le ha sido dado como arcilla, como material para su arte; tiene que aprovecharlo. Por eso yo hablé en un poema del antiguo alimento de los héroes: la humillación, la desdicha, la discordia. Esas cosas nos fueron dadas para que las transmutemos, para que hagamos de la miserable circunstancia de nuestra vida, cosas eternas o que aspiren a serlo. Si el ciego piensa así, está salvado. La ceguera es un don.

Jorge Luis Borges. “La ceguera”, conferencia incluida en el libro Siete noches

PRÓLOGO

EL BORGES NUESTRO DE CADA VIDA

Por Pablo Gianera

Parece imposible seguir escribiendo sobre Borges. No “parece”, lo es. Pero la certeza de la imposibilidad contrasta con la evidencia de que la escritura sigue. Ambas —imposibilidad de la escritura y certeza de su continuación— son una sola cosa: no se puede escribir más sobre Borges precisamente porque se sigue escribiendo.

Cuando no académicas, las escrituras sobre Borges suelen ser partidarias (el partido de la ciencia que lo hace precursor de todo, el peronismo, el antiperonismo, el pop que todo lo ultraja, la cita aviesa, la plastificación catedrática) y por eso mismo hacen de Borges lo que se les da la gana. Probablemente no haya ahora entonces más que una manera sola de escribir acerca de Borges, una manera que defiende además la obra de su reducción al servilismo de una causa. No se puede escribir sobre Borges sin hablar a la vez de uno mismo (de quien escribe), pero no porque se use a Borges de salvoconducto para contarse a sí mismo (otra variedad del servilismo), sino porque únicamente así, con ese reactivo, podrá colorearse algo en la obra que la prolijidad de las bibliografías y los congresos omiten, o dicen como si lo omitieran, porque no tocan ningún nervio. No leyó Borges de otra manera a los otros. Es también lo propio del ensayo: con primera persona del singular o sin ella, el ensayo desnuda a quien lo escribe. Eso pasa, por ejemplo, en Evaristo Carriego, del propio Borges; pasa en El factor Borges, de Alan Pauls; pasa, lateralmente, en Breve historia argentina de la literatura latinoamericana(a partir de Borges), de Luis Chitarroni; y pasa también en este ensayo de Patricio Zunini.

Le llevó años a Zunini escribir este libro, que, si no me engaño, iba a restringirse inicialmente a los años de Borges en la biblioteca, en las dos bibliotecas, en la Miguel Cané y en la Nacional. Ese corazón escenográfico persiste ahora, pero las arterias que salen de él tienen un alcance más remoto. Las ramificaciones se prolongan a la vida entera de Borges y a la vida de Borges después de muerto Borges. Esta segunda vida implica además la vida de Zunini y la nuestra, los lectores.

Escuché no hace mucho decir a Damián Tabarovsky —decir o deplorar— que no existiera todavía una biografía de Borges a la altura de las biografías del estilo anglosajón, una biografía que pudiera contener los reflejos parcelados de las ya escritas. Es una manera de ver las cosas. Otra manera de verlas sería pensar que ninguna biografía es la vida: la vida se entrega a la comprensión cuando se descompone aquello que sería inalcanzable —la totalidad de esa vida— en el prisma de cada uno que escribe. El prisma no se repite, como no se repiten los que escriben. Zunini puede demorarse en la lasitud de las tardes que Borges pasaba refugiado en la Galería del Este (la Librería de la Ciudad a mano) porque ese lugar activa la evocación del negocio de la abuela en Charcas y San Martín. Estas interferencias no son inesenciales: las presunciones propias (como cuando resuelve la perplejidad o el vacío documental con la opinión: ¿habría llegado Borges a batirse a duelo con Lugones? ¿qué hizo en los seis meses de licencia que se tomó en la Biblioteca Cané?), la crónica personal, y aun la ausencia (el repliegue de las páginas —páginas inolvidables— en las que habla Miguel de Torre), todo eso hace de este libro de Zunini (biografía que es ensayo, ensayo que es crónica, crónica que es biografía de un tercero) el envío de una intimidad a otra intimidad.

17 DE OCTUBRE DE 1955

Atardece en Buenos Aires. Borges y Leonor salen a caminar. Van a la Biblioteca Nacional, que está en México al 500. Es un trayecto corto, unas veinte cuadras, pero les lleva un buen rato. Él desde siempre ha sido un gran caminador; ella, aunque con una vitalidad sorprendente, roza los 80. Cada tanto se apoya en el brazo del hijo o señala una vidriera: necesita recuperar el aliento, pero no lo dice, y él hace como si no se diera cuenta. Llegan cuando el sol ha comenzado a ocultarse. Se quedan en la vereda de enfrente. Si Borges va como de costumbre, está de traje oscuro, corbata amarilla, no tiene sombrero, todavía no usa bastón. Apunta con el mentón hacia adelante, lo que le da un aspecto recio. Pero, en realidad, lo levanta así porque un oculista le dijo que tenía la retina apenas adherida por un punto, y él cree que así hace menos presión. Un poco más allá, a unos cuarenta o cincuenta metros, casi llegando a la esquina de Bolívar, está la Sociedad Argentina de Escritores. Él fue presidente entre 1950 y 1953 —en esa época las reuniones, casi clandestinas, se hacían en la librería de Paulino Vázquez—. Cuántas veces caminó por esta cuadra. Y, sin embargo, esta es como si fuera la primera vez.

De chico, Borges venía a la Biblioteca con el padre. El edificio era nuevo y todo era luminoso e infinito. Era imponente. Lo había construido un marqués italiano que estaba casado con una nieta de Urquiza. Como originalmente iba a ser la sede de la Lotería Nacional, los pasamanos estaban rematados con bolilleros de adorno. Había murales y ninfas apoyadas sobre la punta del pie. Borges se perdía en esos detalles. Se asombraba con cada descubrimiento: las estatuas alegóricas, las musas del conocimiento, los nombres de los grandes pensadores escritos en las paredes. La sala de lecturas estaba en el atrio central. La habían ubicado ahí porque tenía buena luz y mala acústica —los números de la lotería se iban a cantar en el auditorio posterior, que terminó usándose para conciertos—. Tenía mesas de caoba y unos ficheros altos que sólo usaban los empleados. Desde ahí se podían ver todos los pisos: las paredes tapizadas de libros, los cuatro balcones que se abrían a los pasajes de las Ciencias, las Letras, la Historia, el Derecho; los ventanales de hierro.

La Biblioteca recibía a la gente del barrio y en un sector especial, los chicos de las escuelas vecinas se juntaban a hacer la tarea. Había otros salones llenos de humo del tabaco donde los hombres se reunían a leer el diario y discutir de política; uno de ellos era el padre de Borges. Para que el hijo no se aburriera, le daba los volúmenes de las enciclopedias. Casi puedo verlo: un nene de seis años con un nivel de lectura sorprendente para su edad, sentadito en una silla de cuero con las piernas cruzadas, metido adentro de uno de esos libros gordos de cubierta verde. A veces el polvo lo hacía estornudar. Borges podía pasarse horas con la Enciclopedia Británica, que lo llevaba por países remotos o le hablaba de mitos y seres imaginarios. Fue en la Biblioteca donde le nació la pasión por las enciclopedias, que lo iba a acompañar toda la vida. Fue también ahí donde empezó a sentir que el mundo podía contarse como una serie infinita: de palabras, de objetos, de personas, de ideas.

La fantasía habitual es pensar que aquel chico saltaba entre volúmenes, casi como en una versión analógica de internet. Pero no era tan así. Si bien las enciclopedias eran libros que estaban disponibles sin necesidad de pedirlo en el mostrador, a él le daba un poco de vergüenza ir y venir por el salón. Leía de a un tomo por vez. Una tarde tuvo una suerte de epifanía. Había terminado de leer una historia sobre los drusos —una comunidad del Asia Menor que creía en la transmigración de las almas— cuando calculó cuántos años le tomaría leer, ya no todos los libros de la Biblioteca, sino, al menos, todas las enciclopedias: iba a necesitar esta vida y varias de las siguientes. Fue entonces que deseó con desesperación quedarse a vivir ahí para siempre.

—Bueno —dice Leonor—, ahora que sos el director, ¿por qué no entrás?

Unas horas antes, Borges había ido a la Casa Rosada junto con un grupo de intelectuales y escritores para participar del homenaje al general Eduardo Lonardi, el líder de la Revolución Libertadora que volteó a Perón. Cincuenta años después, Horacio González va a escribir que la visita fue el 18: el encuentro fue el lunes 17, exactamente el día en que se cumplían diez años del Día de la Lealtad. Quiénes integraban aquella comisión, no se sabe. Seguro estaba Manuel Mujica Lainez, pero la mayoría de los testimonios sólo mencionan a Borges. Quizá porque, visto a la distancia, su figura fue tan importante que eclipsó al resto; quizá porque por entonces —y como lo sería para siempre— él era el escritor de la “resistencia antiperonista”. Lonardi estrechó manos, habló brevemente con cada uno y lo que le dijo a Borges iba a determinar la suerte de sus próximos dieciocho años: “¿Director de la Biblioteca Nacional, tengo entendido?”. Y entonces Mujica Lainez o algún otro dijo: “Nos agrada oír esas palabras en boca de Su Excelencia”.

Ahora sólo quedaba la designación oficial. Borges, que había rechazado la Embajada en Estados Unidos, empezaba a consumirse en la espera. ¿Y si había entendido mal? ¿Y si el nombramiento quedaba en el olvido? ¿¡Y si volvía Perón!? Mucha gente creía que era una posibilidad real. Algunos hasta habían hecho correr el rumor que iba a tirarse en paracaídas en Plaza de Mayo.

La oscuridad los envuelve de a poco. A lo lejos, el caño de escape de un colectivo los trae de nuevo a la realidad. Leonor insiste:

—Vamos a mirar por adentro, a ver cómo es todo.

Pero él duda: tiene miedo. Un temor supersticioso, difuso y, por lo tanto, insalvable.

—No —dice, y da media vuelta—. Mejor no entrar hasta que sepa que puedo entrar.

PRIMERA PARTE

UNA BIBLIOTECA EN EL INFIERNO

1

Veinte años después, madre e hijo todavía vivían en el mismo edificio de Maipú y Marcelo T. de Alvear. Maipú 994, 6°B: un departamento chico a la calle en pleno Centro, a una cuadra de Plaza San Martín y dos de Harrods. Lo habían reformado para que tuviera dos habitaciones y una dependencia. En el dormitorio de Borges apenas entraba la cama, el escritorio y una biblioteca de muy pocos libros; ninguno suyo. Los días de lluvia había goteras en el living. Casi todas las tardes, Borges bajaba a tomar un café con leche al bar de la Galería del Este o al del Gran Hotel Dorá, que estaba al lado, y la gente se acercaba a saludarlo con cariño y respeto. A veces le gritaban “Hola, maestro” y él sonreía sin decir nada. Hacía dos años que había dejado de ser el director de la Biblioteca y no la extrañaba. O eso decía.

Borges entró en la Biblioteca siendo el escritor más relevante del país. Se fue siendo Borges, una marca de la Argentina, un signo, una identidad. El reconocimiento de sus pares y, sobre todo, de los intelectuales extranjeros como Roger Caillois explica, en parte, su prestigio, pero no alcanza a responder el misterio de una popularidad tan masiva. Su consagración saltó el círculo de los escritores y se volvió una figura pública, una personalidad reconocida y admirada aún por quienes no lo habían leído —ni pensaban hacerlo—. Yo tengo la intuición de que su celebridad se debió a la Biblioteca. Fueron los dieciocho años en la Biblioteca los que le permitieron alcanzar el estatus de Escritor Nacional. Los políticos citaban sus libros, los estudiantes lo esperaban en la puerta de la casa, los periodistas trataban de que dijera alguna frase filosa —que él siempre estaba dispuesto a decir—, las revistas sensacionalistas habían cubierto su divorcio con Elsa Astete como si fueran estrellas del espectáculo. La revista Gente solía ponerlo en tapa y varias veces lo incluyó entre los personajes del año. En enero del 77, sin una razón particular, le dedicó un número especial de más de doscientas páginas. La portada decía en letras blancas sobre un fondo dorado: “Todo Borges y… la vida, la muerte, las mujeres, la madre, la política, los enemigos”, y traía una infinidad de imágenes, dibujos, fotos, cartas, telegramas, mapas, menciones en medios extranjeros, manuscritos, entrevistas inéditas, hasta tickets de avión, facturas de almuerzos y recibos de sueldo de la Biblioteca Nacional. Borges en la Biblioteca: un ícono pop.

El bar de la galería no tenía nada destacable. Si iba a encontrarse con una mujer, quedaban en el Dorá. Pero acá había algo que, aunque no podía precisar, lo hacía sentir como propio. Era un bar desangelado como lo son todos los bares de todas las galerías: luz de tubo, una mesada de aluminio y fórmica verde, medialunas en una campana de vidrio, una máquina de café aparatosa y estridente, las baldosas gastadas, el techo sucio de nicotina. La vidriera interna temblaba cada vez que los colectivos paraban en el semáforo. Además de las mesas de adentro había tres o cuatro en medio del pasillo. Eran cuadradas, metálicas, con un reborde de latón remachado. Las sillas, también metálicas, tenían asientos de cuerina marrón.

Yo no me acuerdo de Borges; era muy chico. Pero mamá dice que lo veíamos siempre que bajábamos del 10 para ir al negocio de mi abuela, que estaba en Charcas y San Martín. Borges llegaba, agarraba al mozo del brazo —nunca al revés; si lo agarraban a él se soltaba de un tirón— y se dejaba guiar. Caminaba despacio, tanteando el piso. Le gustaba sentarse en las mesas que estaban cerca de la librería La Ciudad para hablar con Julio, el librero de la tarde. Iba siempre de traje y corbata. Al menos mamá nunca lo vio de otra manera. El saco cerrado, la espalda un poco inclinada hacia adelante, las dos manos en la taza.

Los días que estaba de mal humor, si alguien se le acercaba indeciso, él le decía en voz muy alta: “¿Qué le pasa? ¿Le da asco ver comer a un ciego?”. Pero eso pasaba realmente muy de vez en cuando. En general, Borges disfrutaba los diálogos con desconocidos. De a poco había empezado a abandonar la imagen de polemista. Había pasado largamente los 70 años, había muerto Perón y, una vez más, había perdido el Nobel: ya no tenía ni las fuerzas ni las ganas para el conflicto. Ahora era un viejo patriarca que se agarraba al bastón de bambú traído de China y contaba historias antiguas con una voz gentil.

Una tarde, dos mujeres le pidieron un autógrafo —que él firmaba de memoria— y cuando se iban le dijeron que eran estudiantes de grafología y que iban a investigar cómo era su personalidad. Ahí mismo, les inventó el argumento de un cuento hiperborgiano: un hombre empieza a imitar la letra de otro para cometer un fraude, pero, a medida que se perfecciona en la falsificación, la identidad del otro lo va tomando.

No invitaba a nadie a sentarse y los mozos sabían cómo reaccionar si alguien se excedía. De todas maneras, eran charlas muy breves, casi como iluminaciones zen.

—Maestro, ¿por qué escribe sobre Dios si no cree en Dios?

—Bueno, también he escrito sobre el minotauro.

Y ya estaba. Borges sonreía hacia una zona indeterminada donde consideraba que estaba el otro, y aquel se iba con una anécdota para contarles a hijos y amigos. Hay cientos de historias como estas. Se han escrito libros.

2

Debe trabajar el hombrepara ganarse su pan.

Antes de la Biblioteca hubo otra biblioteca. Otras bibliotecas. La del padre, que parecía infinita. La de Cansino-Assens, que realmente lo era. Ahora es la mañana del 14 de febrero de 1938 y Borges está entrando en la Biblioteca Miguel Cané. Desde hace un mes, todos los días, de lunes a sábado, sale del departamento de Las Heras y Pueyrredón donde vive con sus padres, sube al tranvía y baja en Boedo, un barrio en el que todavía hay calles de tierra. Es un viaje en el espacio y el tiempo. Borges viaja hacia una Buenos Aires marginal, antigua, pobre.

Los primeros días se había interesado por los cambios en el paisaje: dónde terminaban los edificios y la ciudad se hacía más chata, dónde se espesaban los cables de los tranvías, dónde la gente sacaba las mesas a la calle, dónde los baldíos se llenaban de chicos que iban a jugar a la pelota. Trataba de descubrir si la vida en los conventillos de Almagro era como le habían contado los amigos del padre. Escuchaba los gritos de los vendedores ambulantes, prestaba atención a las inscripciones en los carros, a las mujeres que baldeaban las veredas. Pero antes de que pasaran dos semanas, el recorrido se le había vuelto rutinario. Empezó a llevarse los libros ingleses que compraba en la Librería Mitchell’s, de Cangallo y Florida. Muchos años después, en 1982, va a decir que en ese tranvía leyó a Dante en la traducción de John Aitken Carlyle. El idioma inglés fue siempre un refugio para Borges, una lengua íntima. A veces, cuando refería sus primeras lecturas, decía que había leído al Quijote en traducción. No era verdad, por supuesto, lo había leído en una edición de bolsillo que sacaba el diario La Nación. Pero, antes que una mentira, yo lo tomo como una corrección: si hubiera sido el personaje de un libro —¿y acaso no lo era?— así es como debería haberlo leído.

Borges entra en la biblioteca y sin saludar, apenas unos movimientos de cabeza por aquí y por allá, guarda el libro en el cajón —es una novela de Faulkner— y se sienta en su escritorio. Tiene 38 años y este es el primer empleo formal de su vida. Si bien ha tenido algunas experiencias más bien breves, como cuando escribió para el diario Crítica, nunca antes había trabajado. No tenía la necesidad. El padre administraba unos campos y con eso mantenía a la familia. Para qué vas a trabajar vos, si con lo que yo gano estamos bien: palabras más, palabras menos, ese era el acuerdo entre padre e hijo. Uno trabajaba, el otro escribía. Pero el padre se enfermó de cáncer y cambió todo. Borges tuvo que conseguir un empleo. La manera en que sale al mundo del trabajo —sale al mundo— tiene algo de historia mítica. Un Siddartha porteño que deja el hogar del padre y descubre la pobreza, la corrupción, la muerte.

Aunque lo anotaron como empleado de la hemeroteca, trabaja en el departamento de Clasificación. Lo necesitan ahí porque la biblioteca está actualizando el catálogo. La tarea es muy simple: agarra un libro, le asigna un código, lo sella, lo marca con sus iniciales, completa la ficha y lo pasa a la pila de terminados, agarra un libro, le asigna un código, lo sella, lo marca con sus iniciales, completa la ficha y lo pasa a la pila de terminados, agarra un libro, le asigna un código, lo sella, lo marca con sus iniciales, completa la ficha y lo pasa a la pila de terminados, agarra un libro, le asigna un código, lo sella, lo marca con sus iniciales. Son cosas que no le interesan: novelas rosas, guías, manuales, libros escolares, libros de cocina.

Borges mira la pila y piensa que hoy va a hacer noventa y siete o noventa y ocho fichas. Agarra un libro, le asigna un código. Piensa en la primera semana. Se había dedicado a la tarea sin distracciones y había hecho casi cuatrocientos ingresos diarios: agarraba un libro, le asignaba un código, lo sellaba, lo marcaba con sus iniciales, completaba la ficha, pasaba al siguiente. La monotonía lo dejaba en un estado de beatitud. Hay un cuento bellísimo, que, si no recuerdo mal, es de Ariwara no Narihira, un escritor japonés que a Borges le fascinaba. Un hombre recién llegado al pueblo se cruza con un matrimonio y les dice que va en busca de un maestro que lo guíe en el camino de la iluminación. Ella, con malicia, le dice que ha tenido suerte y que, si deja todo y se convierte en su sirviente, ellos van a ser sus guías. El hombre inmediatamente los sigue y durante décadas los atiende esperando la revelación que no llega. Así se hacen viejos los tres, y, ante la impaciencia cada vez más imperiosa del otro, ella le anuncia que ha llegado el momento: debe subir a lo más alto del árbol más alto, le dice, y, una vez allá arriba, tiene que saltar. El marido intenta disuadirla, pero ella insiste. Él hombre trepa hasta convertirse en un punto en el cielo. Tal vez duda un momento, pero es sólo un momento. Se tira. A mitad de camino, cuando su muerte es inminente, sucede: levanta vuelo y desaparece en el horizonte.

En esos primeros días, Borges se veía como el remedo de aquel sirviente. Pero una tarde, quizás el jueves de esa misma semana, casi a la hora del cierre, se le acercaron varios empleados. Dos o tres se quedaron parados, un cuarto se sentó en el escritorio y le sacó el libro que estaba marcando. Lo cerró con lentitud, se demoró unos segundos con la portada. Les hizo una mueca a los que estaban parados y puso el libro en la mesa. Lo apoyó con una dulzura aterradora.

—No podés hacer tantas fichas —le dijo.

En el área, le explicó, había veinte personas haciendo un trabajo que fácilmente podía resolverse con la mitad. Por qué se apuraba tanto. Qué creía que iba a pasar cuando se acabaran los libros.

—Si seguís a ese ritmo —le dijo—, vas a hacer que se enoje el jefe.

Borges asintió en silencio y los otros se fueron. Uno le palmeó la espalda. Otro lanzó una risa grotesca. El trabajo era absurdo, pero al menos tenía la ilusión de la santidad. Ahora era simplemente absurdo. Desde aquel día casi no habla con nadie. Y como buen escritor —como buen mentiroso—, hace un número irregular de fichas. Nunca pasa de las ciento cuatro por día.

Mira a su alrededor y todo lo que ve le desagrada: las caras anodinas, la ropa burda de las mujeres, las risas, las discusiones sobre los caballos y el fútbol. Todo le resulta frívolo, ordinario, vulgar. Se siente solo. Está solo. En la escuela primaria, cuando sus compañeros se reían de él, al menos podía apoyarse en otro chico, Roberto Godel. Acá no tiene a nadie. Piensa en Francisco Luis Bernárdez, el secretario de la Biblioteca. Eran amigos, y lo hizo entrar con un puesto de auxiliar de segunda: el penúltimo rango del escalafón. Un rencor seco le crece en el estómago.

Alguien grita su nombre. Es una secretaria, que le avisa que la madre lo busca por teléfono. Antes de atender, sabe que son malas noticias. Habla con el jefe, junta sus cosas y vuelve a casa. Por una vez, se olvida el libro que trajo.

3

La Biblioteca Pública Miguel Cané se inauguró el 11 de noviembre de 1927. Era la primera biblioteca municipal de la ciudad de Buenos Aires. Su catálogo estaba totalmente compuesto por donaciones y era atendida por un grupo de vecinos entusiastas que trabajaban ad honorem de lunes a domingo. Originalmente quedaba en Independencia al 3800, pero ocho años más tarde, ya profesionalizada y debido a la gran cantidad de visitantes, se mudó a un edificio más amplio, que sería su sede definitiva, en Carlos Calvo 4311. El viernes 6 de diciembre de 1935 a las seis y media de la tarde en punto, la banda municipal tocó el Himno y el intendente Mariano de Vedia y Mitre junto a sus secretarios dio el discurso inaugural. “Una biblioteca pública es algo más que un instrumento de cultura”, dijo, “es, efectivamente, una manifestación de la solidaridad, de la expresión social”.

A lo largo de los años, Borges se ocupó de restarle jerarquía a la Biblioteca Cané. Tal vez para alimentar la imagen de self made man, siempre la refería como una pequeña biblioteca de un arrabal del sur. Pero la biblioteca a la que llegó se preciaba de ser la más moderna de América latina. Tenía pupitres similares a los de la Biblioteca Nacional de Amberes y los últimos adelantos en aireación, iluminación y temperatura. Además, en el nuevo edificio, la cantidad de lectores fue creciendo notablemente. Los registros muestran que en 1939 se atendió a 55.000 personas que hicieron 118.000 pedidos; un año después rozaba los 100.000 lectores con más de 230.000 consultas. Borges, como en tantas otras cuestiones, alteró la realidad buscando la épica de las pequeñas cosas.

Borges es un dolor de cabeza para cualquiera que intente abordar aunque sea una porción de su biografía, porque no es una fuente confiable. Convencido de que la figura del escritor era tan importante como su obra, operaba con astucia y cálculo. Así fue diseñando una vida más acorde a sus intereses. A veces la modificaba levemente, a veces la reinterpretaba, a veces directamente inventaba. Un caso paradigmático es cómo contaba que dio a conocer Fervor de Buenos Aires, su primer libro.

Borges pasó la adolescencia y parte de la juventud en Suiza y España. Estuvo afuera durante toda la Primera Guerra y los años inmediatamente posteriores. Estaba allá cuando en 1918 se produjo la Revolución Bolchevique, a la que saludó con unos poemas que reunió bajo el título Los salmos rojos o Los ritmos rojos. O tal vez fuera Los himnos rojos. Un tiempo después —él decía que tras haber visto El acorazado Potemkin— se desilusionó del comunismo y abjuró de aquellos versos; en algún momento incluso llegó a negar que alguna vez los hubiera escrito. De ese libro que nadie vio perviven algunos poemas: “Trinchera”, “Rusia”, “Guardia roja”. Dicen que esa fue una de las razones por las que le negaron la visa a Estados Unidos en pleno macartismo. La familia volvió a la Argentina en 1921, y Borges se encontró con que la ciudad había abandonado el estatuto de aldea poscolonial y se abría a la modernidad. Los poemas de Fervor de Buenos Aires son una respuesta a la nostalgia. “Al cabo de los años del destierro / volví a la casa de mi infancia / y todavía me es ajeno su ámbito”. Pasando por alto el peso de la palabra destierro, Borges le canta a la ciudad de sus recuerdos, de casas bajas, de aljibes y quintas con verjas. Son poemas bellísimos que, de alguna manera, prefiguran lo que va a escribir a lo largo de la vida.

Borges contaba que, para conseguir que el libro fuera leído, se había valido de una artimaña. Lo decía en el Ensayo autobiográfico y, aunque la cita es larga, vale la pena traerla completa: “Recuerdo uno de mis métodos de distribución. Como había notado que muchas de las personas que iban a las oficinas de Nosotros —una de las revistas literarias más antiguas y prestigiosas de la época— colgaban los sobretodos en el guardarropa, le llevé unos cincuenta ejemplares a Alfredo Bianchi, uno de los directores. Bianchi me miró asombrado y dijo: ‘¿Esperás que te venda todos esos libros?’. ‘No —le respondí—. Aunque escribí este libro, no estoy loco. Pensé que podía pedirle que los metiera en los bolsillos de esos sobretodos que están allí colgados’. Generosamente, Bianchi lo hizo. Cuando regresé después de un año de ausencia, descubrí que algunos de los habitantes de los sobretodos habían leído mis poemas e incluso escrito acerca de ellos. De esa manera me gané una modesta reputación de poeta”.