Borges y el derecho - Leonardo Pitlevnik - E-Book

Borges y el derecho E-Book

Leonardo Pitlevnik

0,0

Beschreibung

Los libros "Borges y…" son ya casi un género. ¿Por qué sumar otro a la biblioteca? ¿Por qué leer (por qué escribir) un libro que cruza el universo borgeano con el derecho? Pues porque, como demuestra esta obra –cuya prosa asegura una lectura fascinante–, ambos mundos tienen un punto clave en común: en el trasfondo de mucha de la literatura de Borges, en sus sentidos más profundos, encontramos los mismos interrogantes que alimentan la reflexión sobre el lugar de la justicia en una sociedad. Este libro original, escrito con erudición amigable y sin lugares comunes, invita a sumergirse en textos de Borges, algunos más célebres, otros menos transitados, que iluminan qué entendemos hoy por culpa y por castigo, cómo leemos la ley o por qué condenamos un crimen. ¿Cuántas versiones de la verdad se pueden dar en un proceso judicial? ¿Qué límites tiene la interpretación de las leyes? ¿Cuánto merecemos un premio o un castigo y en qué medida lo que nos toca en la vida es fruto del azar? ¿Puede el derecho (o incluso el lenguaje) dar cuenta de los crímenes más atroces que la humanidad llegó a cometer? Pensando en lectores entrenados, en quienes se asoman por primera vez al mundo Borges y en quienes llegaron hasta aquí interesados en la reflexión jurídica, Leonardo Pitlevnik logra lo casi imposible: encontrar una clave novedosa para explorar el hipertransitado territorio de la obra borgeana y, a la vez, como hace la buena literatura, nos devuelve en espejo un retrato de nuestra sociedad.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 240

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Índice

Cubierta

Índice

Portada

Copyright

Dedicatoria

Epígrafe

Introducción

1. “La lotería en Babilonia”, entre el merecimiento y la suerte

Al que le toca, le toca

Babel o el origen el mundo

Nacer con mala estrella

La lotería como modelo social

Sobre loterías y bibliotecas

El azar como instrumento de justicia

¿Prisión por aquello que hice o por lo que me tocó en suerte?

Reprochar y castigar

Azar y sistema penal

Duplicar el caos

Azar versus racionalidad

Algunos riesgos de la razón

2. “Emma Zunz”: ¿cuántas versiones hay de un delito?

La historia de un crimen

Quién es Emma

La verdad de lo que se cuenta

Hablan las víctimas

Modelos procesales y teoría del caso

La sentencia

Contar historias en el derecho

La víctima llega también a la academia

Emma y las formas de expresar la verdad

3. “Deutsches Requiem”. Cómo narrar y juzgar el mal absoluto

El mal en primera persona

Justificar, perdonar, explicar

Job

Un orden inhabitable

Más de lo que no se nombra

Nombrar desde el derecho

Narrar y entender

4. “Pierre Menard, autor del Quijote”: cómo leer e interpretar las leyes

Reescribir la historia

Algo más sobre Pierre Menard

Lo que la ley dice

Las palabras de la ley penal

Entre el autor legislador y el juez intérprete

El método Menard

La Corte lee la Constitución

La vuelta de Babel

¿Quién dijo que todo está perdido?

La lengua entreverada

Epílogo

Agradecimientos

Leonardo Pitlevnik

BORGES Y EL DERECHO

Interpretar la ley, narrar la justicia

Pitlevnik, Leonardo

Borges y el derecho / Leonardo Pitlevnik.- 1ª ed.- Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2024.

Libro digital, EPUB.- (Singular)

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-801-319-0

1. Derecho. 2. Leyes. 3. Justicia. I. Título.

CDD 340.114

© 2024, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

<www.sigloxxieditores.com.ar>

Diseño de portada: Emmanuel Prado / <manuprado.com>

Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina

Primera edición en formato digital: abril de 2024

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

ISBN edición digital (ePub): 978-987-801-319-0

Para Juli, Ana y Juan, como siempre

Suponete que nos ponemos de acuerdo en dejar de lado a Borges, que es más o menos lo mismo que ponernos de acuerdo en dejar de lado el río y de un modo que no vacilaré en llamar platónico nos decidimos a cruzar al Uruguay de a pie, como si no hubiera agua.

Ricardo Piglia, Respiración artificial

Introducción

Dios te libre, lector, de prólogos largos.

Jorge Luis Borges, “Prólogo” de El informe de Brodie

Brevísima biografía

No recuerdo bien cuándo leí por primera vez un texto de Borges. Deduzco que fue en la secundaria, cuando nos daban algunos de sus poemas, incluidos en el programa. Los versos que dicen “Con la tarde / se cansaron los dos o tres colores del patio” forman parte de esas repeticiones acuñadas gracias a la insistencia de alguna profesora de literatura y se suman al pequeño folklore de frases aprendidas para siempre.[1] Ya en cuarto o quinto año, empecé a comprarme sus libros no bien ahorraba algo de plata.

La primera escena que sí recuerdo con nitidez sucedió en Puerto Pirámides, a mis 20 años, un enero en carpa con amigos. Había llevado El Aleph. Una tarde, apoyado yo contra los tamarindos, libro y lápiz en mano, una chica de otra carpa me preguntó si de verdad entendía algo de lo que estaba leyendo. Se trataba de una de esas ediciones delgadas de Emecé, que, con el paso del tiempo, se amarilleaban y se deshojaban. Aunque contesté que sí (entendiera o no lo que estaba leyendo, qué otra cosa le iba a responder a una chica en la playa), tomé conciencia de que la respuesta correcta era un “depende”. Que “algo” entendía. Ella siguió de largo y yo, al costado de la carpa, eludiendo el impiadoso sol de la playa, sentí una mezcla de vergüenza y de orgullo, porque, a pesar de que había elegido esos relatos para llevármelos durante el verano y, en efecto, algo podía entender, también era consciente de que se desplazaban por espacios a los que no tenía acceso todavía. Indudablemente, ya en ese entonces, comprendía que ese libro de tapa blanda incluía algo más que la sucesión de escenas que yo subrayaba o marcaba en el margen con un asterisco.

Seguí comprando de a puchos los libros de Borges al librero de siempre: un personaje que, en la entrada de una galería, se había acostumbrado a verme buscar entre los estantes y me dejaba hacer.

Los libros de Emecé fueron mi primera fuente. Después intenté acceder a algunas de las obras completas que iban apareciendo y que, enseguida, resultaban no ser tan completas. Siempre dejaban de lado material, que luego aparecía en otras ediciones, rotulado con calificativos diversos que le dejaban claro al lector que el universo Borges seguiría expandiéndose. De pronto, había textos cautivos, textos recobrados, y también notas que se habían publicado en diferentes revistas y que hasta ese momento no se habían compilado.

Hoy, cuando hojeo aquellas ediciones de tapa blanda (cada cual con su color: verde, El hacedor; azul, El Aleph; gris, Historia universal de la infamia), de algún modo dialogo también con aquel que fui. Y me reencuentro con párrafos marcados que hace décadas me resultaban hermosos o inquietantes. A veces, la pregunta es la misma de entonces, y otras, el subrayado se vuelve una incógnita. ¿Qué es lo que le habré visto a esta idea? ¿Por qué me pareció relevante lo que ahora dejo de percibir?

Leyendo a Borges, podemos vernos envueltos en historias de orilleros, o en paisajes de la India, o en las aventuras de un traficante de esclavos, o en las sagas de Islandia. Podemos releer “La lotería en Babilonia” y después “Los teólogos”, para inmediatamente pasar una temporada detenidos en la simpleza de “Los dos reyes y los dos laberintos”. Hay en esas ficciones una hondura que se abre, y puede dejarnos atrapados como un agujero negro al que vuelven atraídos los pensamientos que el texto liberó.

Tiempo antes de terminar la carrera de Derecho, fui ayudante alumno en la cátedra del profesor Carlos Nino. Iba a sus seminarios, discutíamos su flamante Ética y derechos humanos, en los inicios de la democracia recuperada.[2] En su libro clásico, Introducción al análisis del derecho,[3] Nino citaba unos versos del poema “El Golem” de Borges, que se preguntaba si “en las letras de rosa está la rosa”. Nino se valía de esa idea para reflexionar en torno a las lecturas de la ley y la existencia de un único y verdadero significado de las palabras (juro que todavía tengo el libro, edición de 1980, con esas líneas subrayadas en lápiz). También Genaro Carrió, quizás el padre de la filosofía del derecho en nuestro país, cita a Borges en Notas sobre derecho y lenguaje,[4] un libro que, en mi opinión, abarca el sentido esencial acerca de lo que deberíamos entender por derecho. Allí Carrió recurre, por ejemplo, a Historia universal de la infamia para referirse al juego del lenguaje en el derecho, y se detiene en el personaje de “Funes el memorioso” con el fin de exponer la necesidad de sustantivos generales para que el orden normativo tenga sentido.

En mi vida, Borges reaparecía por la ventana –aunque jamás lo hubiese echado por la puerta–, y se volvía una referencia fundamental para pensar el derecho. Quienes mejor lo entendían y enseñaban recurrían a su universo como modelo de comparación.

¿Por qué Borges?

Fuera del recorrido personal (¿existe en aquello que escribimos y decimos algo que no sea parte del recorrido personal?), parecería que explicar las razones por las cuales uno elige a Borges como punto de apoyo corre el riesgo de crear una acumulación de citas y lugares comunes. Basta recurrir a lo que suele decirse de él en cualquier ámbito: que se trata de un clásico, de un renovador de la literatura del siglo XX, de un referente ineludible, del mayor escritor argentino (justo en el caso de Borges, quien mencionaba en “Virginia Woolf” que poco importa la jerarquía exacta, “ya que la literatura no es un certamen”).

En casi todos los libros acerca de él, los autores volvemos a remarcar su singularidad, su figura mítica que desde la periferia (desde su arrabal sudamericano, nos permitimos decir, no solo para hablar sobre su obra, sino también en busca de ser un poco como él al parafrasearlo) construye un universo propio, fija una poética y funda una nueva forma de hacer literatura. A ello se agrega la imagen cuidadosamente cultivada por él mismo, tanto la figura autoral de sus intervenciones y entrevistas (o sus conferencias) como la figura física que preservan sus retratos fotográficos: los ojos cerrados en gesto de concentración, las manos que aferran el bastón. Un autor canónico, un clásico, el Borges que se ha vuelto leyenda.

Ahora bien, ¿en qué sentido puede ayudarnos a pensar acerca de cuestiones como la justicia, la ley, el reproche o el castigo la literatura escrita por este porteño nacido cuando el siglo XIX no había terminado aún? En sus Ensayos sobre Borges y la filosofía,[5] Iván Almeida menciona como característica textual recurrente una “escurridiza referencialidad”. Al estar impregnada su escritura de una estética que juega con la filosofía, es inútil intentar fijar cuál es, en definitiva, su posición. Las ideas de tiempo o espacio surgidas de sus ficciones– dice Almeida– “no están poniendo las bases de una filosofía borgesiana del tiempo o del espacio”. Lo que sí producen en nosotros sus ficciones es una hendija por la cual se cuela e instala una pregunta que se desplaza latente por el fondo del texto. Cuentos policiales que en verdad son un cuestionamiento a la existencia de Dios (menciona Almeida, citando a Sabato), breves relatos que terminan por hacernos dudar sobre aquello que creemos cierto, la desconfianza en la verdad de lo palpable.

Desde una perspectiva similar, este libro no intenta afirmar cuál era el concepto de justicia en Borges ni se propone convertirse en una suerte de albacea de su legado que le explique al mundo lo que quiso decir cuando dijo lo que dijo. No es mi intención ser un traductor oficial de las ideas de Borges en el campo del derecho. Pero sí intentar entender de qué modo concebimos la asignación de reproches o la idea de justicia gracias a esos espacios abiertos por sus relatos; principalmente, los reunidos en Ficciones y El Aleph. Se suele decir que leemos ficción, en definitiva, para conocernos un poco más, para saber más de nosotros mismos. “No leo a los escritores rusos de fines del siglo XIX para saber cómo se vivía en San Petersburgo o Moscú, sino para saber más de mí”, afirmaba Saer en una entrevista.[6]

La propuesta que aquí comienza es la de sumergirnos en los textos de Borges que abren interrogantes en torno a ciertas concepciones básicas de los sistemas que intentan reglar las condiciones en las que vivimos. Qué entendemos por ley, por culpa o por castigo, conceptos cuyo contenido nos resulta esquivo, aunque los aplicamos de manera cotidiana. Así, “Emma Zunz” nos permite explorar cuántas versiones de la verdad se pueden dar en un proceso judicial; “Pierre Menard, autor del Quijote” proyecta el relato hacia la cuestión de los límites de la interpretación de las leyes; “La lotería en Babilonia” explora la idea de cuánto de lo que nos toca como premio o castigo es por merecimiento o puro fruto del azar; y, por último, “Deutsches Requiem” nos enfrenta a los límites del derecho y del lenguaje para dar cuenta de los crímenes más atroces.

Mundo Borges

En los textos de Jorge Luis Borges se encuentran expresamente inscriptas y referenciadas la literatura universal, la historia argentina y, en ella, su propia historia familiar. Borges escribe sobre la muerte de Laprida, las montoneras, el gaucho perseguido, las peleas a cuchillo en una ciudad de Buenos Aires casi desaparecida, el retiro de San Martín de las luchas por la independencia o el breve escenario fingido de un velorio de Eva montado en un pueblo del Chaco. En la búsqueda de su propio linaje, que tanto ha sido señalada por la crítica, Borges a veces entrelaza la historia del país con la de su familia, en escenarios donde inserta a esos antepasados cuyos apellidos dan nombre a calles o ciudades argentinas (Laprida, justamente, es uno de los que hallamos en su árbol genealógico). A varios de ellos les dedicó poemas a lo largo de su vida.

Las ficciones de Borges nos llevan también a los relatos de Las mil y una noches, a un barrio de una ciudad de la India, a la ejecución de un poeta en una cárcel de Praga, a una mítica ciudad habitada por inmortales. El propio autor decía que en “La muerte y la brújula”, donde detectives y criminales centroeuropeos se persiguen en una ciudad francesa, se encuentra presente, en definitiva, el sabor de Buenos Aires y de Adrogué.

Se da el nombre de Borges a centros de estudio, salones de bibliotecas y espacios culturales diseminados por el mundo. Pueden encontrarse libros sobre Borges y la física cuántica, Borges y las matemáticas, Borges y la filosofía, Borges y la música, Borges y la arquitectura. Las discusiones en torno al valor de sus obras, muchas veces confundidas con sus posiciones políticas o con opiniones vertidas en algún reportaje, han atravesado gran parte del siglo XX. Se le ha endilgado desde haber llegado al punto más alto de nuestra literatura –y ser fiel representante y agudo lector de lo que somos– hasta haber ignorado la realidad de la sociedad en la que escribía o haber sido expresión de la explotación de las clases sometidas.

Borges fue, además, un polemista, y se vio convertido en el referente de muchas de las discusiones estéticas e incluso políticas que él mismo definió. La gauchesca, el fin del ultraísmo, la identidad de lo argentino, la Segunda Guerra Mundial o el peronismo son algunos de los nudos de debate en los que participó desde el centro de la escena. Suele decirse que Borges define, categoriza y clausura la literatura argentina del siglo XIX, que cierra la línea europeísta y gauchesca y vuelve siempre a la discusión entre civilización y barbarie (al hacerlo, expande la discusión hacia el futuro, en función de las proyecciones de ese pasado sobre la vida política argentina).

Imposible, por último, no llegar con él también al derecho, un sistema que intenta construir un orden racional del mundo. Los humanos nos dictamos reglas destinadas a moldear determinado tipo de sociedad a la que decimos aspirar. Más autoritaria, más democrática, más o menos rígida; más o menos tolerante. El derecho consiste, en definitiva, en la práctica de imponer determinado orden o de gestionar los conflictos en función de un núcleo de ideales que la comunidad, presuntamente, comparte. Desde esa perspectiva, quizá se vuelva más evidente por qué los relatos de Borges son herramientas útiles a las que recurrir para entender las maneras en que juzgamos, reprochamos, perdonamos. Italo Calvino señalaba que la escritura de Borges iba contra la corriente principal de la literatura mundial de su tiempo, que su escritura era “un desquite del orden mental sobre el caos del mundo”.[7] Y, en definitiva, ¿no es eso lo que, en parte, se espera del derecho? Cuando pensamos, desde una definición clásica, en dar a cada cual lo suyo, en poner fin a iniquidades que no podemos tolerar o en castigar a quien ha cometido un hecho atroz, ¿no intentamos un desquite para preservar un modelo racional ante una realidad que lo pone en jaque?

Asomarse al derecho desde la ficción

Y ¿por qué debería la ficción ser un instrumento para entender mejor al derecho? Muchos relatos y novelas se han centrado en cuestiones relativas al crimen, la culpa o el castigo. Se ha dicho, por ejemplo, que Edipo Rey es la cabal representación de un proceso judicial; que La Orestíada de Esquilo representa el nacimiento del sistema de enjuiciamiento penal, o que El proceso de Kafka, es la representación de una forma de burocratizar esa obtención del conocimiento como instrumento de ejercicio del poder.

Pero hay algo más y es el hecho de reconocer en la narración de una historia un instrumento de normatividad: la historia que nos contamos es esencial para reglar un modelo social. Robert Cover refiere que las instituciones y las reglas existen gracias a narraciones que les dan un significado. Es así que detrás de una constitución hay una épica que le provee sentido, que construye un modo de pensar y ordena, así, el mundo.[8] En la Biblia, para nombrar uno de los textos fundantes por excelencia, primero se cuenta la creación, el diluvio, la torre de Babel, el sacrificio del hijo, la salida de Egipto y recién después de esas historias, todo un libro se dedica a enunciar preceptos, reglas, consejos y sanciones. Rashi, uno de los estudiosos de la Biblia y el Talmud más importantes de la cultura hebrea, deducía que, para fijar las normas, primero se requería de una historia que legitimara el derecho.[9] En términos más básicos: para cumplir con las reglas, primero debemos creernos la historia en la que esas reglas se pretenden asentar.

En efecto, en las primeras páginas del Génesis se nos cuenta lo ocurrido con la primera norma, su infracción y su consecuente castigo. De allí se desprende la historia del mundo. Ya no es el relato el que funda el derecho, sino que el derecho es el objeto de la narración. Dios le dijo a Adán que le estaba permitido comer de todos los árboles menos del árbol del conocimiento del bien y del mal. El día que lo hiciera, moriría. La infracción se comete por la intervención persuasiva de una serpiente. Detengámonos sobre este punto para observar la conjunción de narración y derecho: construimos nuestra cultura a partir de la historia de una serpiente que habla y de la sanción recibida por haberle hecho caso. El animal fue maldito, condenado a arrastrarse sobre su vientre, comer polvo y vivir enemistado con la mujer y sus descendientes. Eva fue condenada a parir con dolor, orientar su deseo hacia el hombre y vivir dominada por él. Adán fue sentenciado a ganarse el alimento del campo con el sudor de su frente. Luego, Dios los echó del Edén, y dispuso que querubines con espadas de fuego impidieran su entrada para que no pudieran comer del árbol de la vida.

De los versículos que narran esa historia se han derivado infinidad de interpretaciones: ¿qué quiso decir Dios con que morirían en el día que comieran el fruto prohibido? ¿Dios en verdad interpretó la norma que había dictado y fijó una pena visiblemente menor que la que había estipulado? ¿Qué significa conocer el bien y el mal? ¿Se refiere a adquirir una moralidad, conocer todo, tener noción de su desnudez, separarse de Dios de forma definitiva? ¿Qué debe entenderse por desnudez? ¿Cuál es el sentido de la infracción y por qué afectó a las generaciones siguientes? ¿Es posible señalar la historia de esta desobediencia como base fundante de la misoginia o la represión sexual? ¿Por qué el trabajo es un castigo?

Quien se encuentre habituado a leer sentencias judiciales o libros de derecho sabe que esas preguntas son equiparables a las que inundan los sistemas interpretativos con los que los juristas intentan desentrañar el sentido de un texto legal: el análisis de la historia, de las palabras utilizadas, los antecedentes, el contexto, su función dentro del sistema, qué quiso decir el legislador cuando mandó esto o prohibió aquello. En términos políticos, quienes ejercen el poder suelen requerir del mundo de las letras la creación de un soporte narrativo. Augusto encomendó a Virgilio la escritura de un texto épico que construyera un origen y destino de gloria al imperio que había fundado luego de la muerte de César. La Eneida fue una epopeya “por encargo”, para dar sustento narrativo a la grandeza de Roma. En “El espejo y la máscara”,[10] Borges cuenta la historia de un rey que llama al poeta para encargarle un poema que narre de manera definitiva sus hazañas: “Las proezas más claras pierden su lustre si no se las amoneda en palabras. Quiero que cantes mi victoria y mi loa. Yo seré Eneas; tú serás mi Virgilio. ¿Te crees capaz de acometer la empresa que nos hará inmortales a los dos?”.

Borges escribió varias veces que, de haber elegido a Facundo en lugar de a Fierro, nuestra historia habría sido otra y mejor. Deberíamos tener en cuenta que, de algún modo, también elegimos a Borges como un personaje central, con una proyección más allá de nuestras fronteras. Esa elección también podría ser pensada en función de la imagen que nos devuelve de nosotros mismos. ¿Qué podemos encontrar en sus obras que nos ayude a entender quiénes somos? Y si retomamos el argumento de Saer, ¿cuánto más podemos saber de nosotros a partir de sus ficciones?

Proyectándose a un universo algo más acotado, este libro intenta pensar el modo en que concebimos la justicia, leemos la ley o condenamos un crimen, a partir de los universos que desplegaban y despliegan esos libros de tapas blandas coloridas, marcados y subrayados, que le compraba a un librero en la entrada de una galería que ya no existe.

[1] El poema es “El patio”, incluido en Fervor de Buenos Aires (1923). Un comentario general: salvo que se indique lo contrario, todas las obras citadas y fragmentos reproducidos de Jorge Luis Borges se encuentran en sus Obras completas, ed. en 4 vols., Buenos Aires, Sudamericana, 2021. Para mejor orientación, se dan referencias muy sumarias de la publicación originaria de varios de los textos.

[2] Carlos Nino, Ética y derechos humanos, Buenos Aires,Paidós, 1984.

[3] Carlos Nino, Introducción al análisis del derecho, Buenos Aires,Astrea, 1980, p. 249.

[4] Genaro Carrió, Notas sobre derecho y lenguaje, Buenos Aires, Abeledo Perrot, 1990, pp. 21 y 27.

[5] Iván Almeida, La ilustre incertidumbre. Ensayos sobre Borges y la filosofía, Pittsburgh, Borges Center - University of Pittsburgh, 2022.

[6] Juan José Saer, “Presentación en la librería Boutique del Libro de San Isidro”, Revista de la Boutique, 19 de octubre de 2002.

[7] Italo Calvino, Por qué leer los clásicos, trad. de Aurora Bernárdez, Barcelona, Tusquets, 1997, p. 243.

[8] Robert Cover, Derecho, narración y violencia, trad. de Christian Courtis, Buenos Aires, Gedisa, 2002, p. 16.

[9] Cit. en Daniel Colodenco, Génesis: el origen de las diferencias, Buenos Aires, Lilmod, 2006, pp. 21-22.

[10] Incluido en El libro de arena (1975).

1. “La lotería en Babilonia”, entre el merecimiento y la suerte

10. Bienaventurados los que no tienen hambre de justicia, porque saben que nuestra suerte, adversa o piadosa, es obra del azar, que es inescrutable.

Jorge Luis Borges, “Fragmentos de un evangelio apócrifo”, incluido en Elogio de la sombra

Al que le toca, le toca

La idea de que podemos acertarle al número que elegimos en un sorteo o adivinar el lugar en el que se depositará finalmente la bolilla de la ruleta tiene algo seductor. Resulta trivial si el premio es un osito de peluche o se juega la pérdida de un resto de dinero que habíamos apartado como reserva para usar en las vacaciones. Sudamos, nos frotamos las manos, cerramos los ojos hasta que se anuncia la cifra que se llevará el premio más alto y que, quizás, sea el que habíamos elegido y tenemos en el bolsillo; tal vez esa bolilla se detenga en el número sobre el cual dejamos la última ficha que nos quedaba. Y, si acertamos, hasta nos tentaría reinterpretar lo ocurrido, enorgullecernos de nuestra intuición. Puede que nos creamos con poder de predecir el número ganador, igual que los arqueros cuando se tiran hacia el lado en que el rival patea el penal.

Pero cuando lo que se juega es mucho más intenso, cuando nos corremos de la kermesse o la ruleta de las vacaciones y pensamos en lo que a cada cual le toca a lo largo de la vida, la cuestión se vuelve más complicada. Y, entonces, necesitamos una justificación que de alguna manera satisfaga nuestra pregunta de por qué nos pasa lo que nos pasa.

La cuestión en torno a lo que nos toca en suerte en el reparto social, además de atravesar el mundo del derecho, es el eje de “La lotería en Babilonia”, el relato que Borges publicó primero en 1941 en la revista Sur y luego quedó definitivamente en Ficciones en 1944. En el cuento, un hombre alejado de su hogar babilónico refiere que todo en su tierra se rige por un azar secreto. Afirma el narrador que, al principio, solo había una lotería que, como en todas las otras ciudades, no era otra cosa que billetes vendidos en las barberías a cambio de unas monedas de cobre (hay aquí en el relato un tono localista porteño: mi padre contaba que en el barrio del Once, en la década del treinta, era en la peluquería de al lado de su casa donde se levantaba quiniela). Tiempo después, en esa Babilonia imaginaria, la Compañía a cargo de los sorteos decidió incluir pérdidas que primero fueron solo monetarias y después pasaron a ser días de prisión. Esta reforma, según leemos, aumentó el deseo de jugar. La lotería se expandió hasta que llegamos a una escena central a los efectos de lo que me interesa resaltar del cuento: antes de un sorteo, un esclavo robó un billete. Poco después, se determinó que el portador de ese billete debía sufrir el hierro candente sobre la lengua, exactamente la misma pena que le correspondía a quien robara un billete. Los babilonios debieron resolver cuál de los dos fundamentos elegirían: ¿lo mutilarían por el robo cometido o porque le había tocado en suerte por ser poseedor del billete? Las revueltas populares lograron que se impusiera la segunda opción y que, además, los sorteos secretos de la Compañía se extendieran a todos por igual, que jugar no dependiera de tener el dinero para comprar un número de lotería, que así se volvió democrática, igualitaria y horizontal.

A partir de ese momento, cada hecho, aun el más nimio, era determinado por la Compañía en un número infinito de sorteos secretos. Dice el narrador que de ese modo se conformó un orden religioso e indescifrable; la Compañía determinaba en Babilonia la felicidad o la desgracia de hombres y mujeres. Se podía amanecer esclavo un día y al siguiente, procónsul, según el resultado de sorteos desconocidos pero infalibles. El narrador cuenta que recién cuando abandonó su ciudad, a la que quisiera volver, tomó conciencia de la existencia de la lotería, en la que, sin embargo, nunca había pensado hasta su exilio: una lotería tan cierta y presente como los dioses o los latidos del corazón.

En el final de su relato, el exiliado ensaya algunas conjeturas. La primera es que la Compañía no existe y Babilonia vive un desorden heredado. La segunda es que la Compañía es eterna y los babilonios siempre han vivido bajo sus designios. La tercera propone que es omnipotente pero solo influye en hechos nimios. La cuarta sostiene que la Compañía nunca ha existido ni existirá. Según la última versión, su existencia es indiferente: Babilonia no es otra cosa que un infinito juego de azares.

Babel o el origen el mundo

El lugar elegido por Borges para ubicar a la lotería es el que se identifica con uno de los relatos más conocidos del Génesis (11:1-9), el sitio en el cual expresamente caímos en un desorden creado por Dios. Mientras el inicio del primer libro bíblico puede ser pensado como la aparición de la palabra que da significado y orden al caos, en Babel los idiomas son los creadores de un caos de una dimensión diferente. La ausencia de lenguaje anterior al Génesis significa un desorden que desaparece en la medida en que Dios nombra a los objetos que crea; en el episodio de Babel, en cambio, es la proliferación de idiomas la instauradora de un nuevo caos. Ocurre en un tiempo casi inicial en el que “todo el mundo hablaba una misma lengua”. Los hombres comenzaron a edificar una ciudad y, en esa ciudad, una torre cuya cúspide llegaría hasta el cielo. Dios observó la construcción y dijo: “He aquí un pueblo y una lengua para todos ellos. Esto ya lo han empezado a hacer. ¿Acaso nada les impedirá hacer cualquier obra que proyecten? Bajemos entonces, y confundamos su lengua, para que no puedan entenderse más entre sí” (Gn 11:6-7). El cierre de la historia refiere que por eso se llama Babel, “pues allí el Eterno creó confusión de lenguas en la tierra y de allí los dispersó a todos los rumbos” (11:9).