Breve historia de la ética - Victoria Camps - E-Book

Breve historia de la ética E-Book

Victoria Camps

0,0

Beschreibung

Al plantearnos qué es el bien y la justicia, o cuáles son nuestros deberes y valores morales, nos inscribimos en un proceso milenario de reflexión que ha dado forma a la ética como rama filosófica. Desde las primeras preguntas de los sofistas y Platón hasta la ética aplicada contemporánea, todos los filósofos han dado sus diferentes respuestas a los problemas morales que siempre nos han afectado a todos. Por ello, probablemente la mejor manera de entender qué es la ética es recorrer el pensamiento filosófico occidental que ha tratado de explicarla y teorizar sobre ella. Con clara voluntad pedagógica, Victoria Camps (Premio Nacional de Ensayo 2012) propone un conciso itinerario histórico para conocer la evolución de las grandes cuestiones éticas que han ido conformando las sociedades en las que vivimos. DE LOS ORÍGENES DE LA MORAL A LOS PROBLEMAS MÁS ACUCIANTES DE LA ÉTICA ACTUAL.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 648

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



© Victoria Camps, 2013.

© de esta edición digital: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2017. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: ODBO046

ISBN: 9788490568200

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Prólogo

1. Los sofistas y Sócrates. Las primeras preguntas

2. Platón. La ciudad justa

3. Aristóteles. La vida buena

4. La ética helenística. ¿Cómo hay que vivir?

5. La ética medieval. Temor de Dios

6. El Renacimiento. La invención del sujeto

7. Hobbes. La ética del miedo

8. Spinoza. La ética de la alegría

9. Locke. El primer liberalismo

10. Hume. El sentido moral

11. Rousseau. El individuo contra la sociedad

12. Kant. La autonomía moral

13. Hegel y Marx. La historia como progreso moral

14. Bentham y Mill. La ética de la felicidad

15. Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche. El individuo contra la moral

16. La ética analítica

17. Rawls. El debate sobre la justicia

18. La ética de la comunicación

19. Pragmatistas, comunitaristas y republicanos

20. La ética aplicada

Notas

PRÓLOGO

Cuando empecé a dar clases en la Universidad Autónoma de Barcelona, el libro de Alasdair MacIntyre, Breve historia de la ética, me fue de una ayuda impagable. Encontré en él el guión que una neófita como yo necesitaba para explicar de la forma más fundamentada y segura la materia que tenía entre manos. Escrito con la capacidad de síntesis y la claridad característica de los filósofos anglosajones, era, además, el manual más al alcance de los alumnos de los cursos elementales. Sigo pensando que el enfoque histórico es el más pertinente y el más pedagógico para introducir a alguien en la filosofía. No hay, a mi juicio, mejor manera de enseñar a reflexionar sobre la moral que tratar de comprender lo que hicieron los pensadores que investigaron antes sobre la materia y escribieron largamente sobre ella.

Fueron estas razones las que me impulsaron a acoger con ilusión la sugerencia de Joaquim Palau, director de RBA y antiguo alumno de mis clases, de que escribiera un texto similar al de MacIntyre, que él recordaba con simpatía. Ya jubilada de la obligación de enseñar, he abordado este libro como una especie de recapitulación de los más de cuarenta años transcurridos como profesora de ética. Ojalá este texto pueda tener la utilidad que el citado libro de MacIntyre tuvo para mí y ha tenido para mis alumnos, y sea, como me ocurrió también a mí, un incentivo para una inmersión más personal y extensa en los textos de los filósofos que aquí se mencionan sólo de paso.

Al escribirlo, sin embargo, no he pensado sólo en los profesores y en los estudiantes universitarios. En unos tiempos tan turbulentos y desorientados como los que vivimos, que obligan a referirse a la ética sobre todo para lamentar su ausencia, una introducción al tema como la que se ofrece aquí puede ayudar a entender mejor de qué hablamos cuando aludimos al deber moral, la responsabilidad, los valores o la justicia. Son conceptos comúnmente utilizados desde el supuesto de que son de sobra conocidos por todos y no hace falta profundizar en ellos. No obstante, su significado es complejo y cuenta con una larga historia cuyo conocimiento contribuye a una comprensión más rigurosa y menos frívola de los mismos. He procurado contar la historia de la forma más clara y sencilla que me ha sido posible con el fin de hacerla accesible a cualquier lector interesado por el origen y el desarrollo de la ética.

¿Ética o moral? Es una duda frecuentemente suscitada en los foros más o menos académicos en que se habla del tema. Aunque ambos conceptos suelen usarse, y se han usado a lo largo de los siglos, casi siempre como sinónimos, tal vez sea útil aclarar desde el principio si existe o no alguna diferencia sustancial entre uno y otro. ¿Es lo mismo referirse a la ética que a la moral? Desde la filosofía actual, en principio no lo es. Tiende a reservarse el término «ética» para aludir a la reflexión filosófica sobre la moral, siendo la «moral», por lo tanto, el objeto de esa reflexión. Lo que los filósofos hacen cuando se preguntan por problemas relativos al bien, al deber, a la virtud o al vicio es ética, y no moral, aunque es cierto que luego la mayoría de los textos filosóficos no se atienen a esa diferencia y utilizan «ética» y «moral» en el mismo sentido. Esa distinción, sin embargo, es la que autoriza a decir que un libro como éste es una historia de la ética, no una historia de la moral, pues no se habla en él de las distintas formas de moralidad —no se habla de las mores, costumbres, formas de vida o de las varias doctrinas morales— que se hayan producido a lo largo de la historia, sino del pensamiento filosófico sobre la moral. Es «filosofía de la moral».

Es un tópico decir que la filosofía no ha dejado de hacerse las mismas preguntas desde el origen de los tiempos; añadiendo, para salvar los muebles, que en realidad la función más primigenia de la filosofía no es otra que preguntar, y preguntar bien, más que dar respuestas. Seguramente es cierto que preguntar es un arte que se aprende ejercitándolo, que debe tener en cuenta el sentido y los usos del lenguaje, así como la especial manera de inquirir que desde siempre ha constituido el filosofar. A diferencia de otras ciencias humanas, la filosofía es inasequible al desaliento en la capacidad de interrogarse sobre esto y lo otro y de poner en cuestión lo que se ha dado por bueno y parece solventado. Entre esas preguntas están las referidas a la moral. Diría que hoy más que nunca las preguntas sobre la moral son las más propiamente filosóficas, una vez que la filosofía ha ido perdiendo los diversos ámbitos de conocimiento que le pertenecieron en otros tiempos y que han pasado a manos de las ciencias sociales y empíricas.

La humanidad ha distinguido siempre entre el bien y el mal. En los poemas homéricos, el mejor es el héroe, carácter ejemplar por su valor o valentía, la virtud primera y más importante, y que no ha dejado de serlo, aunque su significado haya cambiado. Si bien hoy se aprecia el coraje como valor moral, no es el coraje del guerrero, sino el de la persona que se atreve a actuar en circunstancias difíciles y que no duda en responder de sus actos. Así, el pensamiento moral se ha ido deteniendo en el análisis de los conceptos más básicos, en su evolución y en el planteamiento de las preguntas, que no ha dejado de suscitar la distinción entre el bien y el mal. ¿Cuál es el fundamento de dicha distinción? ¿Podemos llegar a tener unos criterios ciertos que nos sirvan para fijar las obligaciones morales? ¿Tales criterios son universales o hay, por el contrario, tantas morales como épocas y culturas? Si la moral se nos presenta como un deber o una prescripción, contraria de entrada a las inclinaciones y los deseos, ¿quién tiene autoridad para imponer esos deberes? ¿Por qué hay que ser moral? ¿Qué es lo específico del deber moral? Las preguntas no han cambiado mucho, pero sí la forma de plantearlas y de darles respuesta.

El comportamiento moral ha sido objeto de preocupación para los filósofos por lo menos por dos razones. Ha preocupado el destino de la persona, sus fines en esta vida, su razón de ser o, como suele decirse, el sentido que tiene vivir. ¿Qué es vivir bien? ¿En qué consiste una vida buena? La segunda preocupación fundamental ha sido la convivencia. ¿Cómo regular la vida en común preservando al mismo tiempo la autonomía de cada individuo? Esta última cuestión vincula muy directamente la ética a la política, hasta el punto de que, como se podrá ver a lo largo de este libro, es difícil separar la una de la otra en la mayoría de las teorías filosóficas. Desde los diálogos platónicos, una de las categorías éticas más discutidas ha sido la justicia. Pero discurrir sobre la justicia, ¿es sólo una cuestión ética o es también política? Si entendemos, como lo entendió Kant o lo entendieron los teóricos del contrato social, que una de las fuentes del derecho es la moral, y que es desde la moral desde donde debe fundamentarse y corregirse el derecho positivo, ¿no es inevitable vincular la ética a la política?

La preocupación por una vida buena o por la mejor forma de vivir, en cambio, acerca la ética a la educación moral. Enseñar ética, si por tal entendemos tratar de comprender a los filósofos, no es educar moralmente. Sin embargo, es posible que la historia de la filosofía moral ayude a abordar muchas de las dudas que asaltan al educador. Dudas o confusiones procedentes, en algunas ocasiones, de la estrecha identificación entre la moral y una confesión religiosa concreta. Todos los filósofos han vivido esa identificación y han luchado por trascenderla y entender el porqué de la moral desde la razón, más allá del soporte de la fe en un Dios. El esfuerzo por explicar racionalmente la distinción entre el bien y el mal forma parte del progreso de la mente humana y del progreso moral mismo. Sin perseverar en ese esfuerzo no se llega a entender que la reflexión sobre la moral sea, a su vez, una reflexión sobre la mejor forma de convivir para los seres humanos en sociedades ideológica y culturalmente diversas.

La filosofía moral no es ella misma moralizante, pero tampoco es neutral, como no puede serlo ninguna de las ciencias que estudian el comportamiento humano. Cada filósofo, al hacer filosofía, prosigue la historia interna de su propia disciplina y se debe al mismo tiempo a la historia externa, al contexto social, cultural y político en el que se encuentra y del que nunca puede sustraerse del todo por mucho que busque alcanzar esa máxima abstracción en que se mueve la filosofía. Por otra parte, hay rasgos de la vida personal que llevan al autor de algo en principio tan aséptico como una historia de la ética a seleccionar y poner más énfasis en unos filósofos y en unos aspectos del pensamiento que en otros. Es imposible leer el pasado sin prejuicios. Y menos, el pasado de la ética. Cada cual tiene filósofos de su devoción y una singular querencia hacia textos que le han sido especialmente claves a la hora de entender un concepto o un argumento, o a la hora de tener que explicar a un pensador. Reescribir la historia de la ética es repensarla desde el presente, a la luz de los problemas y de las circunstancias específicas que hoy nos agobian. Esa quizá sea la labor más interesante que la filosofía puede aportar a nuestro tiempo convulso y confuso, escaso de ideas y poco proclive a demorarse en el pensamiento.

Entiendo la historia de la ética como un work in progress, una obra que va progresando a medida que descubre matices y razones nuevas y se fija en las insuficiencias de afirmaciones anteriores. Dicho de un modo más asertivo: la historia de la ética es la historia de un progreso moral. Es cierto que la historia de la humanidad no produce esa impresión. La acumulación de guerras, destrucción y violencia que la han jalonado siempre, más bien parece mostrarnos que las costumbres se pervierten en lugar de mejorar. Aun así, no creo disparatada la afirmación de que el punto de vista moral ha ido progresando con su desarrollo teórico. Dos rasgos cada vez más sobresalientes lo indican: la conciencia creciente de la autonomía de la persona como un valor irrenunciable y la extensión de la dignidad a todos los hombres y no sólo a un selecto grupo de privilegiados. Igualdad y libertad son los dos valores básicos del constitucionalismo político, la base también de los derechos fundamentales. Al pensamiento ético se debe el haber ido articulando razones cada vez más poderosas y reconocidas para instaurarlas como valores irrenunciables. Somos indudablemente más libres y más iguales que cuando Aristóteles o Kant enunciaron sus teorías morales. Lo que no significa que las mujeres y los hombres de hoy sean mejores que los del pasado. Ni que no haya que seguir recordando que la realidad refleja mal ese progreso y que existen constantes y justificados temores de retroceso hacia opresiones y discriminaciones que creíamos ya obsoletas. Frente a la tozudez de los hechos, sólo cabe subrayar el valor de una teoría ética viva. Mientras existan principios y razones bien formulados desde los que criticar las tropelías morales y los atropellos contra los derechos humanos, tendremos un asidero al que agarrarnos para seguir luchando por el progreso de la civilización. Espero que el lector de este libro vea confirmada esa teoría.

VICTORIA CAMPS,

septiembre de 2012

1

LOS SOFISTAS Y SÓCRATES. LAS PRIMERAS PREGUNTAS

La reflexión sobre la moral empieza propiamente con los sofistas que protagonizan los diálogos socráticos de Platón. Estamos en el siglo V a.C., la época del máximo esplendor de Atenas, esplendor no sólo político y económico, sino cultural. Una época gloriosa para la sociedad, la literatura, el arte y la filosofía. En ella vivieron Pericles, Fidias, Sófocles, Anaxágoras y los grandes sofistas: Protágoras, Pródico, Hipias, Gorgias y, finalmente, Sócrates. Dice Hegel que «los sofistas fueron los hombres cultos de la Grecia de entonces y los propagadores de la cultura». De ahí que la sofística se haya vinculado con la Ilustración griega, con el afán de acudir a la razón para resolver las preguntas más importantes que asaltan a la mente humana. Los libros de filosofía explican que ésta significa el paso del mito al lógos, de la explicación mágica y fantasiosa a la argumentación racional. De hecho, sin embargo, el mito no desaparece, los filósofos siguen acudiendo a la mitología para argumentar sus teorías y hacer más viva su enseñanza. Lo que ocurre es que la explicación mítica se utiliza ahora sólo como recurso, el recurso a la ficción para exponer una idea, pues, por sí solo, el mito ya es insuficiente para responder a los grandes interrogantes. Como son insuficientes los oráculos, porque hace falta no sólo tener unas máximas o guías de conducta, sino también inquirir en el porqué de las costumbres y en la razón de ser de las leyes. Hay que «estrujarse» la mente, pensar, extraer del lenguaje todo el potencial que atesora para plantear preguntas y persuadir de la verdad de los valores que se van descubriendo. Ya no es legítimo aceptar dócilmente lo que viene dado, hay que discutirlo y enmendarlo si es preciso. En una palabra, lo que la filosofía pretende es hacer hombres cultos, que significa hombres críticos y reflexivos, no complacientes sin más con la realidad.

La filosofía llevaba ya más de un siglo de andadura, con los filósofos presocráticos. El pensamiento reflexivo tenía ya un notable desarrollo. Pero el tema de los presocráticos había sido sobre todo la naturaleza y sólo excepcionalmente el ser humano o la sociedad. El giro hacia la práctica lo dan los sofistas. Cultivan la retórica y se autodenominan «maestros de virtud», porque enseñan el saber moral como un saber útil que puede ayudar a los hombres a vivir bien y a tener éxito en el gobierno de la ciudad. En la transmisión de ese saber es fundamental el dominio del lenguaje; de ahí el fervor por la elocuencia y las figuras de la retórica.

La sofística tuvo mala prensa porque no todos los sofistas fueron honrados, también los hubo manipuladores y sin escrúpulos. Platón se encargó de denigrarlos a todos por igual, concienzudamente, presentándolos en continua polémica con Sócrates, quien, pese a mantener una posición ambivalente frente a la sofística, siempre acababa saliendo el más airoso de la contienda. La autoadjudicación del nombre de «sabios» (sofistai), y no modestos «amantes de la sabiduría» (philosophoi), junto al oficio de maestros de virtud a cambio de unos estipendios, al parecer no siempre módicos, les acarreó la reputación de mercaderes del conocimiento y, peor aún, de algo tan etéreo y discutible como el conocimiento moral. Más aún cuando esos sabios que pretendían enseñar la virtud hacían gala de un escepticismo que sólo producía desconcierto y teñía el conocimiento moral de un relativismo que provocaba en los interlocutores más dudas que certezas. Todo muy propio de un pensamiento ilustrado —lo sabemos hoy—, pero difícil de asimilar como tal en su momento. Los sofistas supieron aprovecharse de una sociedad en la que la religión no era un vehículo de cultura, no contenía enseñanza alguna, no había una clase sacerdotal administradora de unos libros sagrados que cerraran el paso a la reflexión personal. Era, además, una sociedad que acababa de inventarse la democracia, donde todos los hombres libres tenían derecho a hablar, a cultivar el conocimiento y a participar activamente en el gobierno de la ciudad. Una sociedad, finalmente, en la que se notaba la influencia de las invasiones persas, el incremento del comercio y de los viajes que enfrentaba a la gente con diferentes culturas poniendo de manifiesto que lo que era bueno en Persia no lo era en Atenas y lo que valía en Egipto no valía en Megara. Muchos fueron los factores que propiciaron el vuelco intelectual que se produce con los sofistas y que pone en primer lugar al hombre como objeto de reflexión, y a la palabra como instrumento de persuasión.

SER BUENO, SER EL MEJOR, SER VIRTUOSO

Agathós («bueno») es el concepto ético por antonomasia. La ética es la reflexión sobre lo bueno, sobre la mejor manera de vivir, lo que hoy llamamos «excelencia» y los griegos llamaron areté («virtud»). En sus orígenes, la ética es el pensamiento sobre la vida excelente o vida virtuosa.

Muchos libros de ética empiezan refiriéndose a los poemas homéricos como el lugar donde encontramos los primeros ejemplos de virtud o de vida buena. Sin duda, el mundo que relata Homero poseía ya un éthos, una manera de ser moral. Lo que no había entonces era filosofía, reflexión sobre la moral. No había preguntas ni dudas sobre si los héroes de la Ilíada merecían ser reconocidos como «los mejores» (aristoi), cuando la medida de la virtud era el valor que se mostraba, mejor que en ningún otro escenario, en la guerra. Nadie lo dudaba, porque la guerra era la situación natural del hombre: como había dicho Heráclito, la guerra es «el padre de todas las cosas».

Pero lo que determinaba el significado de lo bueno no era sólo la realidad incuestionada de la guerra. Es que ser bueno o no poder llegar a serlo era algo que derivaba de la naturaleza de cada uno en una época en la que no se discutía la existencia de una aristocracia natural. Era aristós —«el mejor»— el que nacía para serlo, no el que se lo proponía, entre otras razones porque nadie que no tuviera un origen singular podía proponerse mejorar. La excelencia y la virtud, en consecuencia, eran patrimonio de unos pocos, las castas más nobles, de las que salían los guerreros. La virtud fundamental era el valor, entendido, por supuesto, como valor físico, capacidad de vencer en el combate. Una virtud eminentemente masculina, como no podía ser de otra manera. Ser bueno era, así, ser útil y listo (para la guerra), ser valiente, ser astuto y tener éxito en los combates. Decir de alguien que era agathós no era hacer un juicio moral, sino describir una posición social y unas capacidades personales unidas a la buena fortuna. Como lo era también llamar a alguien kakós, «malo», a saber, de origen humilde y bajo. Dice Héctor en la Ilíada: «¡Que al menos no perezca sin esfuerzo y sin gloria, sino tras una proeza cuya fama llegue a los hombres futuros!».1 Lo que uno es capaz de hacer, en virtud de una condición social que le ha tocado en suerte y no ha elegido, es lo que le depara lo más alto a lo que uno pueda aspirar: la memoria y el reconocimiento social.

La restrictiva identificación del agathós con el guerrero y el valiente marca una pauta que estará siempre presente en el significado de la moralidad. Con una diferencia: ese valor que, en principio, es físico y tiene que ver con la fuerza, con la agresividad y con la formación técnica del guerrero, se convertirá más adelante en valor psíquico, capacidad de autodominio, valor como esfuerzo para vencer los deseos y las pasiones inconvenientes con vistas a la excelencia a la que hay que aspirar. Por otra parte, la equiparación del mejor con el héroe soslaya una de las cuestiones más discutidas luego por los filósofos del período socrático: si la virtud es una o múltiple. Dicho de forma más simple: si poseer una virtud implica poseerlas todas, pues, de entrada, se hace difícil aceptar que el valiente, sólo por serlo, sea a la vez el compendio de todas las virtudes. Pero el mundo homérico reduce todas las virtudes a una sola, y ser bueno significa estar en posesión de todas las cualidades valoradas en la sociedad griega: coraje bélico y habilidad en la guerra, así como éxito en la misma.2

El éthos homérico es muy simple. Es dudoso que a los personajes homéricos se les pueda atribuir algo parecido a la responsabilidad. Desempeñan la función que el destino les ha otorgado: el rey, la función de gobernar; el padre de familia, la de proteger a los suyos, y la mujer, la de ser discreta, casta y fiel. En ningún caso puede hablarse propiamente de un agente moral que decide qué debe hacer, porque uno vive condicionado por su suerte al nacer, una suerte imposible de cambiar. Un hijo sordo o mudo no es un hijo real, dice Heródoto. Si un ciudadano maltrata a una anciana o a un niño, hay que recriminarle su cobardía o su arrogancia, no que no otorgue el respeto y la consideración debidos a las ancianas y a los niños. De ahí que no se pueda hablar de responsabilidad, porque no la hay si uno hace lo que le corresponde, no lo que elige. Lo que hay que saber es la función que compete a cada uno y adecuar el carácter a la misma. Esa fijación de los roles de cada uno, reconocidos como tales por la sociedad, ha llevado a entender la cultura homérica como una típica «cultura de la vergüenza», en contraposición a la «cultura de la culpa», posterior, más elaborada y donde sí entrará en juego la responsabilidad individual.3 El héroe griego busca, por encima de cualquier otra cosa, el reconocimiento social, el aplauso de los demás cuando cumple su cometido a la perfección.

PROTÁGORAS: EL ORIGEN DE LA MORALIDAD

La sofística viene a subvertir todas esas nociones cuyo significado había sido fijado por una ley natural incuestionable que colocaba a cada uno en su lugar, e introduce escepticismo y relativismo en el pensamiento. Los sofistas tuvieron donde aprender porque, como se ha dicho hace un momento, las guerras, las colonizaciones y el comercio llevaban a cuestionar la rigidez de los conceptos. Con la acuñación de la moneda, Teognis observa la confusión que se vierte sobre lo que debe ser considerado bueno y virtuoso: «Para la mayoría de los hombres, sólo hay una virtud: ser rico». Por su parte, Tucídides y Hesíodo escriben textos memorables sobre la evolución del lenguaje y la transformación del significado de las palabras por causa de los acontecimientos y la mezcla de culturas. Tucídides registra la corrupción del lenguaje a raíz de la revolución de Corfú con estas palabras profusamente recordadas durante milenios:

El significado de las palabras ya no tiene la misma relación con las cosas [...] El obrar temerariamente es considerado valor leal; la espera prudente, cobardía; la moderación es el disfraz de la debilidad; saberlo todo es no hacer nada.4

En Los trabajos y los días, también Teognis lamenta no poder seguir llamando «justos» a quienes lo son de verdad porque «es malo ser justo si el injusto logra convertirse en el mejor». Los sofistas buscan una salida al desconcierto moral, y lo hacen planteando una pregunta que va a dar filosóficamente mucho juego: ¿las leyes morales son phýsis o nómos?, ¿son naturales o convencionales?

Los dos sofistas más conocidos y respetados en su época, Protágoras y Gorgias, hicieron gala de la relatividad de cualquier forma de conocimiento así como del poder del lenguaje para justificar cualquier opinión o punto de vista. Protágoras (c. 485 a.C.-c. 411 a.C.) era originario de Abdera y viajó por toda Grecia difundiendo sus enseñanzas. Según Diógenes Laercio, su tratado de retórica y dialéctica se proponía mostrar que cualquier tesis podía defenderse si el argumento era hábil. Todo lo que los sofistas enseñaban pertenecía al ámbito de la dóxa, de la opinión, y no de la verdad: «Cuando sopla el viento, unos tiemblan y otros no; no podemos, pues, afirmar que este viento sea en sí mismo frío». Con respecto a la religión, no dudó en declararse agnóstico con la sentencia, harto conocida: «Acerca de los dioses no sabré decir si los hay o no los hay, pues son muchas las cosas que prohíben el saberlo, ya la oscuridad del asunto, ya la brevedad de la vida del hombre». Pero la afirmación que sintetiza el escepticismo y el carácter convencional que reviste el conocimiento, la sentencia que ha hecho famoso a Protágoras, es la tantas veces citada: «El hombre es la medida de todas las cosas, de las que existen, como existentes; de las que no existen, como no existentes».5

Es una sentencia equívoca, que ha merecido numerosas interpretaciones y comentarios y que, se entienda como se entienda, resulta crucial para el giro que está emprendiendo la ética. ¿Quién es «el hombre» que se proclama como la medida de todas las cosas? ¿Es el hombre genérico —la humanidad— o el individuo, con sus intereses y pasiones particulares? Seguramente, más el segundo que el primero, pues, como explicó Hegel, con los sofistas, el protagonismo del pensamiento lo tiene la conciencia, otro signo de que estamos ante un pensar ilustrado. Es el punto de vista del que habla el que determina qué es cada cosa. Más aún cuando de lo que se habla no es de entes naturales que pueden ser verificados, sino de símbolos y valores, como la justicia o el pudor. En el diálogo platónico dedicado a Protágoras se encuentra un texto fundacional para la ética: aquel en el que el sofista trata de convencer a Sócrates de la convencionalidad de la política y la moral echando mano de un mito de todos conocido, el mito de Prometeo.

En la versión que da Protágoras, el relato es, más o menos, como sigue. Una vez que Zeus creara la tierra y la poblara de seres vivientes, se dio cuenta de que éstos necesitaban recursos varios para defenderse de las adversidades y poder sobrevivir. A tal fin envió a Epimeteo a la tierra para que dotara a las distintas especies de lo más apropiado en cada caso para desenvolverse. Pero Epimeteo no era muy listo y calculó mal el reparto de los dones de que disponía, de forma que agotó todos los recursos en los animales y dejó al hombre desnudo y desprotegido. Es entonces cuando Zeus envía a Prometeo a la tierra para que otorgue al hombre un elemento imprescindible: el fuego. Prometeo así lo hace y los humanos adquieren las habilidades necesarias para protegerse del frío, defenderse de los animales, procurarse la alimentación que el cuerpo requiere. Con el fuego, el hombre adquiere la técnica para sobrevivir. Pero la técnica se muestra en seguida insuficiente: al hombre le falta algo más, le falta el sentido de la convivencia. Zeus observa alarmado que los hombres se pelean y amenazan con destruirse unos a otros. Para evitarlo, recurre a Hermes y lo envía también a la tierra con un mandato: que distribuya entre los humanos «el sentido moral y la justicia» (aidós y diké). Ante la pregunta de Hermes en busca de precisión: ¿cómo debo hacer el reparto? ¿Debo dar ambas virtudes a todos por igual o las virtudes morales se reparten como están repartidos los conocimientos: unos son médicos; otros, agricultores; otros, militares? La respuesta de Zeus, en el relato platónico, es inequívoca:

A todos, dijo Zeus, y que todos sean partícipes. Pues no habría ciudades, si sólo algunos de ellos participaran, como de los otros conocimientos. Además, impón una ley de mi parte: que al incapaz de participar del honor y la justicia lo eliminen como a una enfermedad de la ciudad.6

Son muchas las ideas y los interrogantes que plantea la disquisición del sofista Protágoras. La primera es que los humanos se constituyen como tales bajo un determinado orden social. Antes de que exista este orden, se presupone un hombre natural, presocial, un estado de naturaleza, que debe ser corregido para bien de la humanidad. Hay aquí el germen de lo que luego se llamará «contrato social»: el constructo racional, la hipótesis por la que nos explicamos el porqué de las leyes y el Estado, así como la obligación de someternos a ellas. La idea de contrato justifica la necesidad de las convenciones morales y políticas para vivir en la ciudad, ya que sin ellas la estabilidad se destruye y todo está en peligro de desmoronarse. Esas convenciones morales imprescindibles vienen resumidas en el mito por las dos virtudes mencionadas: aidós y diké. Pero, a diferencia de las leyes de la naturaleza, que son physei, las leyes políticas y las normas morales son nómos, convenciones, en definitiva, opinables, que caen en el ámbito de la dóxa. Lo que no obsta para señalar que la naturaleza crea una familiaridad entre los semejantes, existe una cierta igualdad natural que permite aspirar a una moralidad común. La idea la expresa muy bien Hipias, cuando tercia en la discusión entre Protágoras y Sócrates incitándolos a un entendimiento mutuo:

Amigos presentes, considero yo que vosotros sois parientes y familiares y ciudadanos, todos, por naturaleza, no por convención legal. Pues lo semejante es pariente de su semejante por naturaleza. Pero la ley, que es el tirano de los hombres, les fuerza a muchas cosas en contra de lo natural. Para nosotros, pues, sería vergonzoso conocer la naturaleza de las cosas, siendo los más sabios de los griegos y estando, por tal motivo, congregados ahora en el pritaneo mismo de la sabiduría de Grecia, y en esta casa, la más grande y próspera de esta ciudad, y no mostrar, en cambio, nada digno de tal reputación, sino enfrentarnos unos a otros como hombres vulgarísimos. Así que yo os suplico y aconsejo, Protágoras y Sócrates, que hagáis un pacto coincidiendo uno y otro en el punto medio, a instancias nuestras, como si nosotros fuéramos una especie de árbitros.7

El segundo interrogante que plantea el mito de Prometeo como explicación del origen de la moralidad entre los hombres es la universalidad de los valores morales. Zeus le ordena a Hermes que no exceptúe a nadie en el reparto de las virtudes, pues la virtud deben adquirirla todos por igual si pretenden formar parte de la ciudad y ser incluso reconocidos como humanos. ¿Cómo se compagina esta teoría con la tesis de Protágoras de que «el hombre es la medida de todas las cosas»? ¿Es la medida también de la moralidad? Sería lo más lógico si, además, hemos aceptado que la moral no es «natural», sino convencional, fruto de un contrato o de un pacto, en este caso, con los dioses. Estamos ante otro de los temas inagotables de la filosofía moral: ¿los valores morales son universales o son valores culturales? En nuestros días, seguimos sin tener una respuesta unívoca y a gusto de todos para tal pregunta. No obstante, lo que se desprende del Protágoras parece claro: las bases de la moral son universales, pues se reducen a esas dos virtudes —sentido moral y justicia—, que todos deben adquirir. Ello no obsta para que, al adquirirlas y desarrollarlas, se interpreten de forma diversa, de acuerdo con las peculiaridades de los tiempos y los lugares. Estamos ante una cuestión altamente ilustrada: la de la igualdad básica de los seres humanos y los límites de la misma. ¿Hasta dónde es posible hacer concesiones a lo cultural sin que se resienta la igualdad de todos los humanos? ¿Cómo hacer compatibles y no contrarias la universalidad que se le supone al sentido moral y la relatividad de las costumbres? ¿Cómo hacer que podamos seguir dándole un sentido unívoco a la justicia, como reclamaba Teognis? Protágoras expresa ya ese problema y parece resolverlo apelando a una convencionalidad con un fundamento universal, un cierto oxímoron, sin duda, que sólo refleja las contradicciones de la propia condición humana.

Pero lo nuevo ahora, con vistas a lo que fue el éthos homérico, tan anclado en la posición social de cada uno, es el empeño en distinguir lo físico y natural de lo que es obra de los humanos. La base de la convencionalidad del nómos es ese escepticismo gnoseológico del que parte y a la vez trata de liberarse la buena filosofía. Gorgias (485 a.C.-380 a.C.), coetáneo de Protágoras, oriundo de Sicilia, expresa aún con más desenfado la tesis escéptica en un escrito titulado Acerca del no ser, y que dice así: «No existe nada. Si algo existiese, no podríamos conocerlo. Si existiese algo cognoscible, sería indemostrable a los demás». Pero a Gorgias lo que de veras le interesa es el arte de la retórica, la capacidad de persuasión que tienen el lenguaje y los buenos argumentos. En eso es un maestro, y su tesis sobre el no ser sólo busca atacar las supuestas verdades filosóficas poniendo de relieve las aporías que contienen.

Gracias a esa ruptura con la fijación natural de las leyes, gracias sobre todo al contexto democrático establecido en Atenas, en virtud de las reformas políticas y administrativas llevadas a cabo por grandes estadistas como Solón y Clístenes, los argumentos de Protágoras aportan una perspectiva nueva e insólita para una sociedad estamental como la reflejada en la literatura homérica. Con la idea de un pacto moral entre los humanos para convivir en la ciudad, se afianza la igualdad, la igual competencia política de todos los ciudadanos. Hay que decir «ciudadanos» ya que, como es sabido, no todos los habitantes de la pólis tenían derecho a serlo. La mayoría quedaba fuera de esa condición, y harían falta muchos siglos de desarrollo moral y político para corregir la aberración ética de que los esclavos, las mujeres, los trabajadores no estuvieran en condiciones de adquirir las virtudes propias del ciudadano libre. No obstante, algo se ha avanzado: la virtud ya no es patrimonio de los que por naturaleza son nobles y pueden llegar a héroes, sino algo que todos —todos los ciudadanos— pueden adquirir si se esfuerzan en ello. Hermes reparte el sentido de la moralidad y la justicia, pero ese sentido hay que seguir cultivándolo para que produzca efecto y forme el carácter. La moral no es innata, no viene dada, sino que exige voluntad y esfuerzo. Por eso hay que vincularla a la paideia, a la educación.

¿LA MORAL SE PUEDE ENSEÑAR?

La tercera pregunta, de hecho, la pregunta que abre la discusión planteada en el Protágoras es ésta: ¿es posible enseñar la virtud? Los sofistas son oficialmente «maestros de virtud», su oficio consiste en ir por las ciudades enseñando retórica como el mejor instrumento para dirimir las cuestiones teóricas y prácticas que preocupan a los humanos. Al comienzo del diálogo que estamos analizando, Sócrates acude a casa de Protágoras, donde lo encuentra acompañado de sofistas «paseándose y cautivando a quienes lo escuchan, como Orfeo, con la música de sus palabras». Le confiesa que Hipócrates, que lo acompaña, desea apuntarse a su magisterio, pues quiere llegar a ser «ilustre en la ciudad», por lo que Protágoras se siente halagado y no duda en dar buena cuenta del arte que cultiva. Desafiando a las malas lenguas que, por temor o por envidia, recelan de la sofística, Protágoras no duda en mostrar sus cartas: «Soy un sofista y me propongo instruir el espíritu de los hombres»:

Yo, desde luego, afirmo que el arte de los sofistas es antiguo, si bien los que lo manejaban entre los varones de antaño, temerosos de los rencores que suscita, se fabricaron un disfraz y lo ocultaron, los unos con la poesía, como Homero, Hesíodo y Simónides, y otros, en cambio, con ritos religiosos y oráculos, como los discípulos de Orfeo y Museo. Algunos otros, como Ico el Tarentino y el que ahora es un sofista no inferior a ninguno, Heródico de Selimbria, en otros tiempos ciudadano de Megara. Y con la música hizo su disfraz vuestro Agatocles, que era un gran sofista, y, asimismo, Pitoclides de Ceos, y otros muchos.8

Así pues, los sofistas trasladan al pensamiento y a la argumentación lo que antes y de otra forma hicieran la poesía, la música, incluso la gimnasia: el cultivo del espíritu o la educación de los jóvenes. Pero eso es lo que Sócrates empezará de inmediato a cuestionarle, una vez hechas las presentaciones oportunas. Con la ironía que le es propia y que convertirá en su manera de filosofar, no duda en salir al paso de la autocomplacencia del sofista con esta frase: «¡Qué hermoso objeto científico te has apropiado, Protágoras, si es que lo tienes dominado! Porque yo eso, Protágoras, no creía que fuera enseñable, y, al decirlo tú ahora, no sé cómo desconfiar». El dardo está en el aire y contiene un cúmulo de dudas no por inexplícitas menos adivinables: ¿no peca de arrogante quien se atribuye el título de «maestro de virtud»? ¿Quién posee el saber suficiente para poder enseñar a comportarse adecuadamente? Es más, ¿no es contradictorio con el escepticismo y el relativismo de la sofística el erigirse en maestro de moral en cualquier lugar en el que uno se encuentre? ¿Cómo un originario de Abdera —Protágoras— se atreve a decirles a los atenienses cuáles deben ser sus virtudes y si deben o no cumplir sus leyes si al mismo tiempo se hace profesión de relativismo?

Precisamente, el mito de Prometeo es el recurso con el que Protágoras pretende acabar convenciendo a Sócrates y al resto de los contertulios del valor y la viabilidad del cometido al que se ha entregado. La virtud es enseñable y debe haber maestros que lo hagan, porque así se desprende del mandato de Zeus a Hermes: todos los ciudadanos deben adquirir la virtud porque, de no hacerlo, no podrán seguir viviendo en la ciudad. Pero Sócrates no está tan convencido. Por una parte, si todos deben poseer esas virtudes, ¿por qué unos pocos deben considerarse más excelentes que el resto en el conocimiento de la virtud? ¿Quién los ha hecho expertos en moral? En lo que a la virtud concierne, ¿no debería estar en condiciones de opinar cualquiera?

La tesis de Protágoras, en principio, es inequívoca: en efecto, todos deben conocer y practicar la justicia, pues ésa es la virtud fundamental, pero es un hecho que no todos lo hacen, y a ésos hay que enseñarles y castigarlos a fin de que acaben haciendo lo que deben. Es curioso —apostilla Protágoras— que «los hombres de bien enseñan las demás cosas a sus hijos, pero ésta no, observa qué extrañas resultan las personas de bien». La observación nos suena todavía hoy: de la enseñanza de la moral nadie quiere hacerse cargo; no obstante, tiene que haber alguien encargado de esa misión imprescindible para la comunidad. Pero volvamos al diálogo platónico. La discusión es larga y, como siempre, se pierde en menudencias que parecen apartarnos del tema esencial que, sin embargo, se recupera al final del diálogo. Sócrates ha ido derivando hacia la tesis de que la virtud es una ciencia, ya que el virtuoso —el justo, el decente— lo es porque conoce qué es la justicia. No discute que la virtud pueda aprenderse, sino que deba haber maestros que la enseñen. Porque, a su juicio, el conocimiento de la virtud, en realidad, ya está en nosotros. La teoría de que la virtud es conocimiento es una de las teorías socráticas más firmes... y más falsas, lo veremos luego. Contra esa idea, Protágoras se niega a considerar que la virtud sea una ciencia, que pueda ser conocida como las demás ciencias, pues tal afirmación se contradice con lo esencial de la sofística. Por tales derroteros se ha llegado a una conclusión paradójica: si la virtud es ciencia (o conocimiento) —tesis de Sócrates—, será enseñable, como lo es cualquier ciencia; si la virtud no es ciencia —tesis de Protágoras—, difícilmente podrá enseñarla nadie. El propio Sócrates se recrimina con asombro el absurdo al que han llegado con su prolija discusión.

Como ocurre con todos los diálogos de Platón, éste acaba sin conclusiones, abierto a que el debate continúe otro día: «Otra vez, si quieres, nos ocuparemos de eso», dice un resignado Protágoras al despedirse. Se ha seguido discutiendo, en efecto, pero ni Sócrates ni Platón ni nadie hasta hoy ha dado en la clave de lo que debe ser la enseñanza de la moral. En el siglo XXI nos lo seguimos preguntando.

LA VIRTUD ES CONOCIMIENTO

Sócrates, sin embargo, tiene la respuesta. Su tesis es que el conocimiento de la virtud es posible y que quien llega a conocerla la practica, mientras que el no virtuoso actúa mal por ignorancia. Es curioso que sea precisamente Sócrates quien defienda con total convicción la teoría de que basta conocer el bien para ser buena persona. Es curioso que lo diga el filósofo que, a su vez, detesta la arrogancia del sabio y hace reiterada profesión de ignorancia, reaccionando contra quienes le proclaman sabio con la célebre respuesta: «Sólo sé que no sé nada». Pero es que hay que entender en qué consiste «conocer» para Sócrates.

Siendo en principio uno de los sofistas, Sócrates se distanciaba de la sofística, en primer lugar, porque no cobraba por sus enseñanzas. Pero, sobre todo, le separaba de ellos una actitud modesta por la que hacía gala no sólo de no ser sabio, sino de aprender de los demás, de buscar el saber en lugar de ofrecerlo, y de buscarlo a través del diálogo y, muy especialmente, de la reflexión sobre uno mismo o del autoconocimiento. Como es sabido, Sócrates fue ágrafo, no escribió ningún libro. Conocemos sus ideas a través de lo que sus contemporáneos han contado de ellas. Unos, como Platón o Jenofonte, lo elevaron al pedestal de los grandes filósofos; otros, como Aristófanes en Las nubes, lo retrataron como un auténtico sofista en el sentido más peyorativo del término. Es difícil hacerse una idea cabal de cuál fue exactamente el pensamiento de Sócrates sin confundirlo con el de quienes se dispusieron a reproducirlo o a criticarlo. Sabemos que nació en Atenas, hacia el 470 a.C., donde vivió el esplendor y la decadencia de la ciudad, con la guerra del Peloponeso y el gobierno de los Treinta Tiranos. Dijera lo que dijera sobre sí mismo, era considerado un maestro que frecuentaba los gimnasios y estaba dispuesto a discutir de cualquier tema con el primero que le saliera al paso. Se definía a sí mismo como el aguijón del tábano que se clava en la piel y no deja tranquilo. La vida hay que examinarla, de lo contrario no merece ser vivida, una sentencia que repetía y que se aplicó a sí mismo con la esperanza de que los demás siguieran su ejemplo.

Las cuestiones éticas que preocupan a Sócrates son las mismas sobre las que reflexionan los sofistas. Pero él las aborda con otro método, el de las preguntas desconcertantes, con el fin de poner en evidencia la ignorancia de sus interlocutores haciendo ver que nadie sabe en el fondo lo que cree saber. Lo hace con ironía, como hemos visto en el encuentro con Protágoras citado hace un momento. Al sofista seguro de sí mismo, que se dispone a disertar sobre la enseñanza de la virtud, Sócrates le corta nada más empezar: «¡Qué hermoso objeto científico te has apropiado, Protágoras, si es que lo tienes dominado! Porque yo eso, Protágoras, no creía que fuera enseñable, y, al decirlo tú ahora, no sé cómo desconfiar». Sin abandonar la adulación, marca la distancia y lo lleva a su terreno, que es el de la perplejidad, el cuestionamiento y la duda. Es lo mismo que hará al comienzo de la República, cuando se promete una disertación sobre la justicia. ¿Es que alguien sabe qué es la justicia? Sólo el intento de definirla ocupará todo el diálogo. Intento que acabará sin éxito, con meras aproximaciones a la definición buscada, porque el objetivo del filósofo no es buscar respuestas, sino mostrar que el otro las desconoce y que el conocimiento es algo muy complejo.

El método propiamente socrático, el que nos explica cómo entiende el conocimiento, es la mayéutica que, según nos dice, aprendió de su madre, que era comadrona. Si la comadrona ayuda a alumbrar niños, el filósofo debe ayudar a alumbrar pensamientos para llegar a ideas generales a partir de los casos particulares. Y sin temer las aporías, contradicciones o paradojas, pues la misión de la filosofía es producir dudas y confusión, no partir de la claridad, porque lo que está claro no necesita reflexión alguna. A través del diálogo con los que inquieren y se interesan por lo mismo que nosotros, sin dejar de hacer preguntas y de sugerir respuestas, nos acercamos a la verdad. Pensar, razonar es más una búsqueda que otra cosa. Sócrates no pretende definir nada ni dar por concluida ninguna discusión, con lo que da a entender que, si la virtud es conocimiento, éste nunca se alcanza del todo, es un proceso que no acaba, que es inagotable sobre todo en las discusiones filosóficas.

Lo que no comparte Sócrates es la complacencia con la dóxa que muestran los sofistas. Por eso no basta con dominar la retórica, que es una técnica, porque hay que aspirar a la epistéme, a encontrar la verdad, aunque no se alcance. El conocimiento moral requiere una búsqueda común, la que propicia el diálogo, pero sobre todo requiere el esfuerzo del «conócete a ti mismo», el camino para conocer el bien del alma por encima de los bienes corporales. Así se logra la excelencia del ser humano. Sócrates se sitúa en las antípodas de Protágoras sobre la enseñanza de la virtud porque está convencido de que ésta no viene de fuera, no la enseña ningún maestro, sino que la encuentra cada cual en sí mismo, en su propio espíritu, en lo que Sócrates denomina el dáimôn, el demonio interior. A diferencia de lo que ocurre con los saberes técnicos, uno aprende a ser zapatero, a tocar la flauta, a ser atleta, pero no aprende nunca del todo a ser buena persona. Es un conocimiento que se adquiere por autorreflexión y ésta sólo finaliza cuando acaba la propia vida.

La muerte de Sócrates es el mejor ejemplo de su concepción del conocimiento moral. El individualismo y la independencia de Sócrates incomodan al Estado ateniense, que lo acusa formalmente de no honrar a los dioses patrios y de pervertir a la juventud. Lo condenan a muerte y Sócrates acepta la condena, porque, según dice, el dáimôn le inspira la aceptación de esa decisión final. Antepone la obediencia a la ley a la defensa de sus convicciones, no porque no esté seguro de ellas o porque no crea que sus acusadores se equivocan y levantan contra él falsos testimonios, sino porque cree que la autoridad de la ley está por encima de las creencias de cualquier ciudadano. En el diálogo que mantiene en la prisión con su amigo Critón, quien trata de convencerlo de que eluda la ley, tenemos una excelente muestra del examen al que se debe el filósofo.9 Pone en boca de «las leyes» la defensa de sí mismas, que él, como buen ciudadano, cree que debe hacer suya. «Hay que permanecer fiel a las sentencias que dicta la ciudad» por injustas que parezcan, porque desobedecerlas es ir contra la voluntad de la ciudad a la que uno pertenece. Vivir como ciudadano es obedecer las leyes o utilizar la persuasión para que cambien si las consideramos equivocadas.

La determinación de Sócrates pone de relieve su valentía ante la muerte, que no hay razones para el miedo, y el deber cívico de respetar la sentencia. No acepta las acusaciones y asegura que su muerte será un escándalo para la democracia, una muestra de lo lejana que está la justicia real del ideal: «Sabed bien que si me condenáis a muerte, siendo yo cual digo que soy, no me dañaréis a mí más que a vosotros mismos».10 En definitiva, no son las leyes las que lo condenan, sino los hombres que las hacen. Ante la debilidad y la contingencia de la democracia, se percibe el valor de la filosofía. Lo dice muy bien un notable helenista: «¿Qué mejor acicate podía legar el filósofo a sus discípulos que el mostrarles cómo un jurado democrático decidía, por votación, el aniquilamiento de un hombre justo que, fundamentalmente, había querido ser una llamada a la reflexión sobre la vida auténtica? Desde este punto de vista, el gesto arrogante del acatamiento de la última pena es un estupendo colofón a la tarea de toda una vida».11

El desconcierto de los discípulos de Sócrates ante su decisión de morir se hace palpable en los dos diálogos que relatan el episodio: la Apología de Sócrates y el Critón. El mismo que había defendido la independencia del espíritu y la libertad para elegir enarbola el principio de la lealtad al Estado como único argumento. El destino de Sócrates —dirá Hegel— «representa la tragedia del espíritu griego». Con su decisión paradójica, en realidad Sócrates destruye la «eticidad» del pueblo griego en nombre de una justicia superior que acabará manifestándose:

Tal es siempre la posición y el destino de los héroes de la historia universal: que hacen nacer un mundo nuevo cuyo principio se halla en contradicción con el mundo anterior y lo desintegra: los héroes aparecen, pues, como la violencia que infringe la ley. Perecen en lo individual, pero perece solamente el individuo, no el principio en él encarnado, que la pena impuesta a aquél no alcanza a destruir.12

2

PLATÓN. LA CIUDAD JUSTA

El método socrático se basa en el análisis de los conceptos, que será la clave de la investigación filosófica y, en particular, de la ética. ¿Qué significan las palabras que habitualmente usamos? ¿Las utilizamos bien? ¿Sabemos cuál es el criterio de su aplicación correcta? Alasdair MacIntyre subraya el interés del enfoque socrático al tiempo que lo atribuye a la ambivalencia que ha empezado a acompañar a los conceptos morales. Es un hecho sociológico y cultural que nos encontramos en un mundo menos jerárquico y rígido que el relatado por los poemas homéricos. El lenguaje ya no se limita a describir los acontecimientos y los caracteres cuya notabilidad no ofrece dudas. Ahora hay más elementos de juicio y de duda, las opiniones ocupan el lugar de lo que fueron verdades indiscutibles. En síntesis: «El carácter moral de la vida griega es problemático en tiempos de Sócrates porque el uso moral ha dejado de ser claro y consistente. Para descubrir conceptos morales que no sean ambiguos y que sean útiles en la práctica, habrá que emprender una investigación distinta».1

Tal investigación toma cuerpo en la amplia teorización sobre la vida moral y política que desarrolla Platón. Una teoría, la platónica, asistemática, que sigue siendo, en parte, la de Sócrates, así como la de los distintos personajes que transitan por los Diálogos. Si el Sócrates histórico no es más que un personaje de Platón, el legado de éste, a su vez, se nos muestra, sobre todo, de la mano del que fue su maestro y el protagonista de la mayoría de sus obras. Hasta qué punto hay en ellas mucho o poco de lo que pensaba su autor es una pregunta sin respuesta y una cuestión que, como dice Emilio Lledó, no debiera actuar en demérito del discurso platónico. En el gran teatro de Platón interviene un concierto de voces, no sabemos en el fondo quién habla, pero plantearse si detrás de Sócrates está Platón o lo contrario, es una trivialidad erudita que sólo contribuye a ofuscar la dinámica de un pensamiento que, por encima de todo, está vivo.

Precisamente por ello, lo que menos interesa aquí es quién habla en el fondo de estos diálogos, para que, así, su autoridad no pueda articular lo dicho en la responsabilidad de un emisor singular. La fuerza de este mensaje radica en que, a través de él, nos ha llegado la más amplia y completa imagen de lo que es un planteamiento filosófico y, con ello, la síntesis más rica de las dificultades que presenta pensar con el lenguaje, en teorizar la vida.2

EL «GORGIAS». ¿QUÉ ES MEJOR, LA JUSTICIA O LA INJUSTICIA?

Ese «teorizar la vida» que constituyen los textos de Platón trae a colación muchos de los temas que, a partir de ahora, la reflexión ética no abandonará. Uno de los diálogos de obligada referencia al propósito es el Gorgias,3 uno de los sofistas más relevantes y, de entre todos ellos, el más persistente y convencido defensor del arte de la retórica. La retórica parece que va a ser el objeto de discusión del Gorgias, cuyo subtítulo es, precisamente, «Sobre la retórica», pero esa discusión se acaba en seguida y la conversación deriva hacia un concepto que centrará más que ningún otro el discurrir ético de Platón: la justicia. Del Gorgias se ha dicho que es el diálogo «más moderno» de Platón, porque trata problemas muy actuales. Así define su objetivo, desde el comienzo, Olimpiodoro: «Discutir sobre los principios morales que nos conducen al bienestar político». Se ha dicho también que es uno de los diálogos con mayor fuerza emotiva y mayor belleza. Se conoce que Platón vertió en él su alma entera, con el sentimiento y la pasión que le suscitaban los problemas morales en el contexto lamentable de la serie de desastres políticos que van marcando la decadencia de Atenas. Cuando escribe el Gorgias, Platón ha cumplido cuarenta años y posee una amplia y desalentadora experiencia política: ha visto el final de la guerra del Peloponeso, la ruina de Atenas, el gobierno de los Treinta y la injusta muerte de Sócrates.

El diálogo empieza con una disertación de Gorgias sobre el arte de la retórica, insistiendo especialmente en el potencial extraordinario que dicho arte tiene para persuadir, hasta el punto de que son los buenos oradores quienes acaban imponiéndose en las asambleas y hacen prevalecer sus opiniones políticas. Es ese poder de la palabra el que, como ya se ha visto, inquieta a Sócrates. La elocuencia, el dominio del lenguaje y de la capacidad de persuadir, o directamente manipular al otro, no es más que un instrumento que se puede utilizar para bien o para mal, puede ponerse al servicio de unos objetivos que pueden ser justos o injustos. Lo utilizaron Pericles y Temístocles, que persuadieron a los atenieses para que construyeran las dársenas, los puertos y lo que era necesario para defenderse, sin ser ellos mismos, ni Pericles ni Temístocles, ingenieros navales o militares. Nada garantiza que un maestro de retórica no sea un ignorante y se sirva de su oratoria para fingir que sabe lo que no sabe, para divulgar opiniones con poco fundamento, sólo para conseguir sus propósitos. En sí misma, la oratoria no es justa ni injusta; para que sea justa es preciso que el orador también lo sea y no busque su interés particular, sino el de todos. Si no es así, habrá que desconfiar de la retórica.

En el diálogo en cuestión, Gorgias parece convencerse fácilmente con las razones de Sócrates, él siempre ha creído saber distinguir la buena retórica de la mala y ha apostado por la primera. Pero no todos los personajes en escena comparten tan buena disposición. Uno de ellos es otro sofista, Polo, quien aprovecha la debilidad de Gorgias para hacerse cargo de la situación y desmontar los argumentos de Sócrates. Ciertamente, la retórica es poderosa y los que ambicionan el poder la ponen a su servicio para hacer lo que más les conviene. Es lo que hacen los tiranos, como Arquelao de Macedonia, pero lo cierto es que todos lo envidian y querrían ser como él. Al tirano no le hacen infeliz las injusticias que comete y que, sin embargo, sí hace infelices a sus víctimas. En consecuencia, concluye Polo, el mayor mal no es cometer una injusticia, el mayor mal es sufrirla.

La afirmación de Polo socava los fundamentos de la ética. Sostiene con descaro y sin escrúpulos que la injusticia es mejor que la justicia, ya que «es peor sufrir una injusticia que cometerla». Peor, ¿en qué sentido? En el sentido más realista que se pueda imaginar, pues es cierto que, en la realidad, el que sufre una injusticia es un desgraciado, mientras que el que la comete puede hacerlo con impunidad y vivir feliz. Es así como viven los déspotas, al margen de la ley y sin buscar otra cosa que su propio interés. Polo juega torticeramente con el significado de los dos conceptos agathós-kakós (bueno-malo) y kalós-aisjrós (honrado-deshonroso, desgraciado). El ideal moral ateniense era el kalós kagathós: el que era bueno, y era visto como tal, era al mismo tiempo honrado por sus semejantes. Ser bueno equivalía a ser reconocido y elogiado. Pero en esa equivalencia hay una trampa. La trampa consistente en anteponer a lo que uno es el cómo aparece o es visto por los demás. Polo se apoya en esa falsa equivalencia para subvertir el orden moral y afirmar que el injusto es más feliz que el justo porque, efectivamente, aparece como más feliz, poseyendo cuanto desea. Con todos los procedimientos retóricos a su alcance, Polo está intentando confundir a Sócrates, que, como es lógico, ni se deja enredar ni da su brazo a torcer. En la moral utilitaria, pragmática y a ras de suelo de Polo, no cabe ninguna de las razones idealistas de Sócrates.

Para complicarlo más y acabar de apuntalar el desprecio hacia la moral del que hace gala Polo, aparece un tercer elemento, Calicles, el personaje más cínico y desvergonzado de los diálogos platónicos. Es una figura enigmática, de la que históricamente se desconoce todo; el único lugar donde consta su existencia es en este diálogo de Platón. No es un sofista —desprecia a los sofistas—, y llama la atención por su lengua viperina y mordaz. No sólo apoya, encomiándolas, las tesis de Polo, sino que emplea toda su labia en ridiculizar a Sócrates y, por extensión, el papel del filósofo. Pone de relieve que lo que están discutiendo no es otra cosa que la contradicción insalvable entre la naturaleza y la ley. Ya hemos visto en el capítulo anterior, a propósito del Protágoras, que ése es uno de los temas que acompañan desde el principio la reflexión sobre la moralidad: ¿actuar conforme a la ley, ser justo, es natural o va contra la naturaleza, es phýsis o es nómos? Calicles lo tiene claro: el filósofo se resiste a ver la contradicción entre la naturaleza y la ley porque «no se atreve a decir lo que piensa»; en realidad, todo filósofo es un impostor. No cabe duda de que, desde el punto de vista de la naturaleza, es mejor cometer una injusticia que sufrirla; pero la ley siempre dirá lo contrario.