Breve historia de la Guerra del 98 N.E. color - Carlos Canales Torres - E-Book

Breve historia de la Guerra del 98 N.E. color E-Book

Carlos Canales Torres

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Beschreibung

Esta obra permite analizar y entender por qué se dio esta guerra, en la cual España perdió sus últimos territorios en América y Asia. Se exponen de manera objetiva y detallada todos los hechos, los antecedentes --- el hundimiento del Maine --- y las batallas navales que resultaron determinantes para resolver el conflicto. Relata la desastrosa actuación de los políticos españoles de entonces que permitieron que ya entre 1891 y 1895, casi el 85% del total de las exportaciones cubanas se dirigiese hacia los Estados Unidos. Miguel del Rey y Carlos Canales nos dan la oportunidad de revivir las campañas con mapas especialmente diseñados para la explicación de los hechos y así, comprender este conflicto en su verdadera magnitud.

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BREVEHISTORIA DE LAGUERRA DEL98

BREVEHISTORIA DE LAGUERRA DEL98

Miguel del Rey Vicente Carlos Canalas Torres

Colección: Breve Historia

www.brevehistoria.com

Título:Breve Historia de la Guerra del 98. España contra Estados Unidos

Autor: © Miguel del Rey Vicente, Carlos Canales Torres

Copyright de la presente edición: © 2022 Ediciones Nowtilus, S. L.

Camino de los Vinateros 40, local 90, 28030 Madrid

www.nowtilus.com

Elaboración de textos: Santos Rodríguez

Diseño y realización de cubierta:OnOff Imagen y Comunicación S.L.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com ; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

ISBN edición digital:978-84-1305-268-7

Fecha de edición:Mayo 2022

Se hace la paz, la razón la aconseja, los hombres de sereno juicio no la discuten; pero ella significa nuestro vencimiento, la expulsión de nuestra bandera de las tierras que descubrimos y conquistamos; todos ven que alguna diligencia más en los caudillos, mayor previsión en los Gobiernos hubieran bastado para arrancar algún momento de gloria para nosotros, una fecha o una victoria en la que descansar de tan universal decadencia y posar los ojos y los de nuestros hijos con fe en nuestra raza (…)

España sin pulso

Francisco Silvela

Diario El Tiempo, 16 de agosto de 1898

Índice
En Baler, isla de Luzón
1. Las Carolinas el primer aviso
La crisis de las Carolinas
La conferencia de Berlín
Mediación del Vaticano
2. Obtener Cuba a cualquier precio
Los antecedentes
El Maine
Los invasores, un ejercito pequeño
El ejército español de ultramar
La Armada norteamericana preparada para el futuro
La Armada española
3. La declaración de guerra
El combate naval de Cavite
La escuadra de Cervera
De Cabo Verde a Santiago
4. Cuba la victoria al alcance de los dedos
El ejército libertador de Cuba
Guantánamo
De Daiquirí a Las Guásimas
El Caney, la línea del valor
San Juan, la colina de la leyenda
La columna del coronel Escario
El combate naval de Santiago de Cuba
La rendición
5. La invasión de Puerto Rico
En San Juan
El desembarcio en Guánica
Los combates de Coamo y el Asomante
Las operaciones en el oeste de la isla
El fin de la guerra
6. Las Filipinas desde Cavite a la rendición de Manila
Los insurrectos
La caida de Manila
La entrega a los norteamericanos
Los últimos de Filipinas
7. La disolución del imperio
La pérdida de Guaján
La venta a Alemania
8. La retirada
La conferencia de París
Epílogo
Índice cronológico
Documentos
Bibliografía

ENBALER, ISLA DELUZÓN

14 de diciembre de 1898, cuatro días después de haber entregado las islas Filipinas a los norteamericanos.

La penuria y la necesidad evidente de arrancar al destacamento del terrible marasmo en que lo veía descendido, me habían inducido hacía ya días a proyectar una salida que además de animar a la gente nos permitiese la recolección de aquellas hermosa calabazas que tan cerca veíamos. Mi objetivo era dar fuego a todo el pueblo y, aprovechando la turbación, tomar aquellos frutos, dar fe de nuestra vida y hacer una cacería de insurrectos.

Aunque pensé en ella la víspera de Nochebuena había tenido que anticiparla, pues la epidemia había llegado al médico que se veía ya postrado y esperaba la muerte sentado en un sillón, para no descuidar a sus enfermos, hasta el último instante. Ayer me dijo: Martín, yo muero, estoy muy malo, si pudiesen traer algo verde quizá mejoraría, y, como yo, estos otros enfermos.

La salida que le había prometido a Vigil, sucediera lo que sucediera y sobre la marcha, ofrecía sus inconvenientes y dificultades a cual más peligrosos. Bien se me alcanzaban los unos y las otras. Mi gente, la disponible para el caso, no llegaría ni aun a veinte individuos, y el enemigo era desproporcionadamente numeroso; nosotros, débiles y entumecidos teníamos que salir a pecho descubierto, y ellos podían esperar en la protección de sus trincheras en la plenitud de su descanso. Parecía efectivamente una locura, y en aquel sacrificio veía yo que se traslucía una esperanza, garantida y segura por lo temerario del empeño.

La sorpresa, en todas las circunstancias de la vida, es de un efecto inmenso, tanto más poderoso cuanto más se acompaña de lo extraordinario o inesperado, cuanta más audacia revista; a ello fiaba yo la consecución de mis propósitos y a ello debí que se realizaran por completo.

Sobre las diez y media u once de la mañana, hora precisamente la menos indicada para cualquiera tentativa, llamé al cabo José Olivares Conejeros, de gran corazón y de mi completa confianza, le ordené que tomase catorce hombres, de los más a propósito; que saliese con ellos muy sigilosamente, uno a uno y arrastrándose, porque no era posible de otro modo, y esto difícilmente, por cierto agujero que daba paso a la trinchera de la sacristía, y que una vez reunidos y calado el machete, sin hacer ruido alguno, se lanzara con ellos de improviso, desplegándolos en abanico, a rodear la casa que daba frente a la parte norte de la iglesia. Uno de los hombres, llevando cañas largas y trapos bien rociados de petróleo, debía dedicarse al incendio, los otros al combate resuelto y desesperado, a todo trance. El resto de la fuerza, que hice colocar en las aspilleras del edificio, tenía la misión de apoyar el ataque, aumentando la confusión con sus disparos, hacer todas las bajas posibles, e impedir que pudieran sofocar los incendios.

Todo salió como se había proyectado y todo con el éxito que nos era tan necesario. Yo procuré distraer con algunas preguntas al centinela que vigilaba en la casa de referencia, muy bien atrincherada, pero este vio muy pronto a los míos y se dio a la fuga ciego de miedo, sembrando el espanto y el desconcierto entre los suyos.

Las llamas, que rápidamente se propagaron por el pueblo, lo recio de la carga, el acierto en el fuego que desde la iglesia les hacíamos, procurando no gastar plomo en balde, y el barullo, el terror que de unos a otros se comunicaba irresistible decidió prontamente una general desbandada que dejó limpio el campo, en menos tiempo del que se tardaría en detallarlo.

Aparte de la sorpresa, que desde luego hubo de realizar allí uno de tantos milagros como refiere la historia militar de todo tiempo, dos razones muy poderosas, dos juicios acrecidos, latentes en la fantasía enemiga, debieron de producir aquel efecto; uno el tradicional de la superioridad española, que veníamos demostrando, y otro el de la violencia, el furor de que debían considerarnos poseídos. Conviene tomar nota, porque bien es de suponer que si en otros lugares y en otras ocasiones hubiérase cuidado no desvanecer estos juicios, previniendo acontecimientos desgraciados, evitando flaquezas y procediendo con resoluciones enérgicas, otros muy diferentes de los que aún lamentamos, hubieran sido los resultados obtenidos.

Aquella gente había formado un concepto muy soberano del castilla1; y este concepto, que nunca debió descuidarse, pudo valermos mucho. En el hecho de que hablo, multiplicado por lo imprevisto del ataque, decidió aquella pavorosa desbandada que no paró hasta el bosque; medítese ahora lo que hubiera podido lógicamente significar en otras circunstancias mejores, con más fuerza y recursos, llevado a fondo y con objetivos de mucha mayor entidad y transcendencia.

No pudimos contar las bajas debido a la confusión que se produjo; pero supongo que no debieron de faltarles. Allí tengo entendido que murió el cabecilla Gómez Ortiz, el que nos pidió la suspensión de hostilidades. Uno de los centinelas situados en la parte sur cayó muerto de un tiro y allí quedó abandonado en el trastorno; las llamas del incendio, pasando por encima, destruyeron al poco rato su cadáver, y lo mismo sucedió con el pueblo, del que solo respetamos varias casas de las más apartadas, por si llegaba en nuestro socorro alguna tropa, que no le faltaran los alojamientos necesarios.

Inmediatamente procedimos a destruir la trinchera que tan de cerca nos rodeaba, y como el fuego arrasó las viviendas fortificadas que la servían de apoyo y de flanqueo, pronto quedó espaciada una buena zona, de anchura suficiente para que pudiésemos abrir las puertas de la parte sur, cerradas desde los albores del sitio, que había en la fachada de la iglesia.

Un montículo nos venía impidiendo la vista y dominación del brazo de agua o río que pasaba por el camino de la playa. Esta vía era de mucha utilidad para los rebeldes, que a todas horas bajaban y subían descuidadamente por ella, conduciendo en sus barcos vituallas y refuerzos. Convenía dificultarlo cuando menos y, para ello no había otro remedio que la poda, todo lo más a raíz que sé pudiera. Cortamos allí un claro y el paso quedó al descubierto, no impedido completamente, pero sí bajo el riesgo de nuestros fuegos.

A esta beneficiosa expansión que sobre mejorar nuestras condiciones locales nos franqueaba las reacciones ofensivas, tuvimos la satisfacción de añadir un buen repuesto de hojas de calabacera, calabazas, y todo el sabroso fruto de los naranjos de la plaza; cuanto se pudo y nos pareció comestible. No desdeñamos tampoco las vigas y tablas que pudimos conducir a la iglesia, donde también metimos la escalera dejada la noche del asalto, todo el herraje que se pudo ir cogiendo entre las cenizas de la comandancia militar que, como edificio de madera, nos facilitó buen repuesto de clavos, algunos de más de medio metro de largo, que nos fueron luego de mucha utilidad, y que de haberlos dejado al enemigo le hubieran servido quizás para las cargas de metralla.

Si a todo esto se añade que de nuestra parte no tuvimos que lamentar ningún herido, no creo exagerado considerar aquella temeraria locura como un hecho de armas fecundo y victorioso. La importancia de cada cosa en este mundo debe graduarse por las circunstancias que remedia; la mina de brillantes no vale para el náufrago lo que una humilde concavidad que le ofrece agua; todos los trofeos que llegue a conquistar un ejército no pueden compararse a lo que significó para nosotros aquel enemigo despavorido, aquel pueblo incendiado, la tala de aquel monte que nos impedía la vigilancia de aquel río; la mísera hojarasca y agrestes frutos que hubiéramos repugnado en otro tiempo, y entonces fueron tan codiciosamente recogidos; los clavos y tablones, las trincheras rasadas, el campo despejado, y, sobre todo esto, aquellas puertas de la fachada sur de la iglesia franqueadas al aire, después de cinco meses y medio de clausura, facilitando entrada para la ventilación.

Sí; esa memorable salida, en la que todos cuantos podían tenerse de pie habían hecho verdaderos prodigios, fue para el destacamento de Baler como el soplo de oxígeno para el desdichado que se asfixia. Por de pronto, con el aireo de la iglesia, los nuevos comestibles, frescos y verdes, como pedía nuestro médico, y la esperanza que no pudo menos de respirarse con el éxito, conocióse muy pronto que descendía la epidemia.

Teniente de Infantería Saturnino Martín Cerezo. Jefe del destacamento.

Los sitiados de Baler se mantendrían en su puesto durante 161 días más…

1 Nombre con el que los filipinos llamaban a los españoles.

1

Las Carolinas el primer aviso

María Cristina de Habsburgo, regente de España entre 1885 y 1902. Retrato realizado por Ignacio Suárez Llanos en 1881 y acabado por Rafael Monleón en 1887.

Ens volen prendre les Carolines

Ens varen prendre Gibraltar

Ara nomes cal que en prenguin

El carrilet de Sarria.

(Nos quieren quitar las Carolinas

Nos quitaron Gibraltar

Ya solo falta que nos quiten

El trenecito de Sarriá.)

Coplilla popular catalana de 1885.

LA CRISIS DE LASCAROLINAS

La micronesia española, que incluía las islas Marianas y Carolinas, se extendía desde Filipinas hacia el este y abarcaba una extensión de 3.000 millas con cerca de quinientas islas cuya superficie no era mayor de 2.300 kilómetros en total. Ambas tenían su capital en Guaján —ahora Guam—, en las Marianas, y se consideraban administrativamente un enclave único, pero las Carolinas se dividían y subdividían casi de forma infinita. Por un lado estaban las Carolinas Occidentales o Palaos, con las islas principales de Sorol, Yap, Feis, Uluti, Matelotas, Gulu o Peliu; por otro las Carolinas Centrales con Benebey, Valan, o Rue; y por último las Carolinas Orientales, subdivididas a su vez en otros dos archipiélagos.

De todas, las más importantes eran las Palaos, que habían constituido la vía de acceso a las Filipinas —cuando la ruta del Pacífico partía desde Acapulco— y que servían de puente estratégico entre Manila y las Marianas.

Mapa de las posesiones españolas en el Pacífico a finales del siglo XIX.

Las islas habían sido visitadas por primera vez por el vizcaíno Toribio Alonso de Salazar el 22 de agosto de 1526, cuando la Santa María de la Victoria, la última nave de la desastrosa expedición de García Jofre de Loaísa se dirigía a ocupar las Molucas, las islas de las especias.

Dos años después, por orden de Cortés y abriendo el camino de Acapulco que luego seguiría el famoso Galeón de Manila, Álvaro de Saavedra había tomado posesión de Uluti en nombre del rey de España y bautizado a las restantes con nombres tan pintorescos como Islas de las Hermanas, Hombres Pintados o Los Jardines. Tras la conquista de las Filipinas en 1565, pasaron a depender administrativa y militarmente de ellas y aunque fueron visitadas varias veces por navíos españoles no recibieron el nombre de Carolinas hasta 1686, cuando Francisco de Lezcano, en un viaje por la zona, las denominó así en honor de Carlos II. En repetidas ocasiones se enviaron misioneros desde las Marianas, pero la actitud de sus habitantes, que distaban mucho de ser dóciles y pacíficos2, terminó por dejar a un lado la idea de mantener una colonia permanente.

Por entonces ya empezaban a ser una presa interesante para la Compañía de las Indias Orientales británica, pero el temor a abrir otro conflicto con España mantuvo a los ingleses alejados.

A partir de 1787 con las crisis políticas casi constantes de la península cesaron las relaciones con el archipiélago y durante la primera mitad del siglo XIX, aunque se habían ido instalando en la zona misioneros estadounidenses y comerciantes de otras muchas nacionalidades europeas las islas seguían sin asentamientos fijos españoles. Los únicos actos de soberanía por parte de España a lo largo de todo el siglo XIX se habían limitado a una reclamación del cónsul español en Hong Kong en 1875 por el que el mercante alemán Coervan se había negado a pagar unos aranceles en Palaos y a la visita que había realizado el crucero Velasco por la zona entre enero y marzo de 1885, cuando ya un conflicto era inminente, con el fin de demostrar la soberanía española y de crear dos divisiones navales, una en Yap, para la Carolinas Occidentales, y otra en Ponape, para las Orientales.

Realmente los problemas habían comenzado en 1870, cuando tanto Gran Bretaña como el Imperio Alemán, que tenían intereses comerciales en las posesiones españolas de Borneo —la zona septentrional de la isla— y Jolo respectivamente, empezaron a cuestionarse la soberanía de la Corona sobre los amplios territorios insulares, sobre todo, cuando en muchos casos solo estaban teóricamente bajo su dominio.

Bismarck, el canciller alemán, comenzó a argumentar entre 1875 y 1885 un criterio según el cual, si un territorio no estaba ocupado por un país de una forma real y efectiva carecía de derechos de soberanía sobre él. La teoría, que no dejaba de ser vista con buenos ojos por el resto de las potencias, ponía a España en una situación complicada. De hecho Bismarck se refería a ella directamente cuando decía:

España no puede, basándose en gastadas teorías sobre una remota época de descubrimientos, imponer ahora sus derechos de soberanía sobre tierras que siempre han estado abiertas al libre comercio.

LA CONFERENCIA DEBERLÍN

Para resolver todos los problemas coloniales, Alemania quedó encargada de ser el país anfitrión de una conferencia multinacional. Se celebró en Berlín entre el 15 de noviembre de 1884 y el 26 de febrero de 1885. Allí se repartió África sin que le correspondiese nada a España, más aún, por el Protocolo de Joló, firmado el 7 de marzo, a cambio de reconocer la soberanía española sobre el archipiélago de Joló como dependencia de las Filipinas, algo que era incuestionable, se cedían a Gran Bretaña todos los territorios de Borneo que pertenecieran o hubiesen pertenecido al sultanato de Joló y cuatro meses después, accediendo a lo tratado en Berlín, el territorio de los Camerunes —frente a la isla de Fernando Poo— a Alemania.

A principios de 1885, el gobierno español, dirigido por Antonio Cánovas, que adivinaba la amenaza que se cernía sobre las islas, comenzó a cursar las órdenes necesarias a la Capitanía General de Filipinas para que se ocupara de forma efectiva al menos uno de los tres grupos de las Carolinas, el de Palaos y Yap, al tiempo que promulgaba la Real Orden de 19 de enero que preveía la creación de una colonia y la del 25 del mismo mes, que autorizaba su ocupación. Se constituiría así una segunda sede de gobierno en Yap, que controlaría el área de las tres Carolinas y dejaría la de Guaján solo para las Marianas.

El 6 de agosto, aplicando las teorías de su canciller, el Conde Solms-Sonnewalde, embajador alemán en Madrid, comunicaba verbalmente al gobierno español el propósito de su país de ocupar las islas Carolinas, un territorio que consideraban sin dueño. La nota produjo un considerable revuelo en España con grandes manifestaciones patrióticas y encendidos artículos en prensa.

A partir de entonces, y como ocurriría siempre hasta 1898, los acontecimientos se precipitaron por falta de previsión. El 8 partió de Filipinas el Manila, el 10 el San Quintín y el 11, con el cañonero alemán Iltis ya en ruta hacia el Pacífico, la comunicación verbal de Solms-Sonnewalde se convertía en una nota escrita presentada en forma de ultimátum3 a la que España contestó al día siguiente. El día 15, dos días después de que se conociese en Madrid la noticia de que los alemanes se estaban apoderando de las islas, y al tiempo que La República, el principal diario de la oposición, calificara su desembarco como un verdadero atentado internacional al que había que responder por la fuerza, el capitán general de Filipinas, Emilio Terrero, enviaba una carta al futuro gobernador político-militar de las Carolinas que decía lo siguiente:

Desgraciadamente usted no desconoce la falta absoluta que tenemos de elementos para rechazar tan inicua agresión, agravada con los temores que abriga el gobierno de Su Majestad de que a la vez pueda ser amenazada esta capital por fuerzas alemanas.

El miedo y la falta de unas fuerzas armadas preparadas para defender el territorio obligaban a la expedición a que se limitara a hacer entender «con toda la prudencia posible» a los navíos hostiles que encontraran que el gobierno español había establecido allí su pabellón en uso de su legítimo derecho y que se protestaría enérgicamente ante cualquier ingerencia que afectase al gobierno del archipiélago.

El 21 el San Quintín llegó a Puerto Tomil, en Yap, y el 22 lo hizo el Manila. Ambos eran dos buques de transporte de guerra. El primero se había adquirido en 1835; el segundo era el antiguo mercante Carriedo, que había sido comprado por la Armada y artillado para cubrir las necesidades del apostadero de Filipinas. Disponían de dos cañones de doce centímetros, dos ametralladoras de once milímetros y botes de vapor a los que se les podían instalar afustes de artillería, algo que les hacía muy útiles para pequeñas operaciones o el cañoneo de la costa. Tras desembarcar a las tropas comenzaron los trámites administrativos para levantar acta de posesión, elegir el emplazamiento de las construcciones y conseguir la adhesión de los reyes locales.

A las cinco y veinte de la tarde del día 24, en medio de una lluvia torrencial que impedía que fuese visible desde tierra, llegó el Iltis; hora y media más tarde desembarcaban sus hombres y su bandera para que uno de los oficiales acudiera al San Quintín a comunicar oficialmente que según el Tratado de Berlín todo el archipiélago estaba bajo la protección del Emperador Guillermo de Alemania y que presentaba para corroborarlo el acta de posesión firmada por todos los residentes en Yap, tanto nativos como extranjeros.

Capriles, indignado, le contestó que era imposible que pretendiesen legalmente sostener la ocupación y que no estaba dispuesto a arriar la bandera española que se había izado en tierra. Al día siguiente, el capitán del Iltis, Hofmaier, exigía personalmente que se retirase la bandera izada en territorio alemán.

El enfrentamiento armado estaba a punto de estallar, para evitarlo, el capitán de la fragata España decidió asumir el mando y, en contra de la opinión de Capriles, retirar la bandera siempre que no se izase la alemana y se dejase la solución de la crisis a los respectivos gobiernos. Ambos oficiales quedaron de acuerdo y el San Quintín partió rumbo a la capital de las Filipinas dejando en Yap al Manila.

El Iltis, cañonero de casco de hierro construido en Dantzing en 1878, que fue enviado al Pacífico en 1881. Desplazaba 412 toneladas y se propulsaba mediante una máquina de 250 caballos que la permitía navegar a una velocidad máxima de 10 nudos. Su tripulación estaba formada por 85 hombres entre oficiales y marinería y poseía como armamento dos cañones de 125 mm y dos de 87mm

Los alemanes no cumplieron lo pactado; el 12 de septiembre, para apoyar la reivindicación del Iltis apareció el Albatros, otro cañonero procedente de Babelzaup, en las Palaos, que había llegado allí una semana antes al mando del capitán Max Pluddeman y que al encontrarse con que el Velasco estaba en la isla se había retirado de la zona sin ni siquiera hacerse visible.

Sin buques españoles que pudieran entorpecerle, el 30 Pludderman plantaba su bandera en Fefam, firmando con los jefes nativos de las islas el acta de ocupación y la cesión de soberanía de todas ellas; el 13 de octubre hacía lo mismo en Santiago de la Ascensión, Ponape; el 16 en Pingelap y el 18 en Kosrae, consumando de manera efectiva sus reivindicaciones sobre el archipiélago carolino.

La reacción popular en España al conocerse lo ocurrido fue violenta, hubo alborotos en las principales ciudades y se atacó la embajada alemana en Madrid destrozando su escudo. La opinión generalizada era la de defender el honor a cualquier precio, incluso si la inferioridad naval era manifiesta, y hacer de nuevo oír las palabras de Méndez Nuñez en el combate del Callao: más vale honra sin barcos que barcos sin honra.

No era la misma idea la que tenía el gobierno que, ya trece años antes de que ocurriera de verdad, no estaba muy seguro de poder defender las Filipinas en caso de guerra. Afortunadamente, en su ayuda salió la prensa extranjera, especialmente la francesa, que acusaba a los alemanes de un acto de piratería y de infringir las leyes internacionales. A Bismarck, que romper relaciones con España no le preocupaba mucho pero que no estaba dispuesto a enfrentarse con Francia, no le quedaba otra solución para mantener la credibilidad del nuevo imperio que dejar que la decisión fuese tomada de forma pacífica.

MEDIACIÓN DELVATICANO

Para ello solicitó la mediación del Papa León XIII, quien comenzó las rondas negociadoras el 22 de octubre. La elección no era casual, Bismarck y el Papa se conocían desde años antes, dado que habían estado negociando la solución a la guerra religiosa que se había desatado en Alemania a causa de la promulgación en 1873 de ciertas leyes contra el clero católico y sus fieles. Lamentablemente la decisión de León XIII, aceptada por el acuerdo de diciembre de 1885, volvió a perjudicar a España:

España conservará la soberanía de las Carolinas Occidentales y a su vez reconoce el derecho de Alemania a seguir efectuando el comercio en la región en las mismas condiciones y derechos que los españoles, así como permitir el establecimiento de instalaciones estables de suministro y carboneo de buques.

Además debía de ceder a Alemania todas las islas que componían el archipiélago de las Marshall, Carolinas Orientales, a cambio de una compensación económica que quedó fijada en cuatro millones y medio de dólares.

Pese a salir favorecida, ante la evidente debilidad española, Alemania no aceptó plenamente el resultado del arbitraje y en abril de 1886 firmó un acuerdo con Gran Bretaña por el que ambas se repartían el Pacífico en dos zonas de influencia sin contar con España. En la alemana quedaban las Marianas y las Carolinas, lo que equivalía a decir que se reservaba el derecho a intervenir militarmente en la zona si consideraba que sus intereses estaban en peligro.

Guillermo I, rey de Prusia y emperador de Alemania (1797-1888). Durante su reinado, muy influido por la presencia de Bismark «el canciller de hierro», la unificada Alemania se convirtió en una potencia mundial. La falta de un imperio colonial y la búsqueda de «un lugar bajo el sol» enfrentó al imperio alemán con las viejas potencias como España.

Que influencia tuvo en la aceptación de todos estos resultados la Reina María Cristina de Habsburgo, de clara influencia germana, regente de España desde el 26 de noviembre de 1885, es algo que nunca se sabrá.

El 19 de febrero de 1886, un año después de las primeras disposiciones, el gobierno de Sagasta, en el poder desde el día siguiente al fallecimiento del rey, aprobaba por fin el Real Decreto relativo a la ocupación efectiva del archipiélago, cursando las órdenes para que el buque Marqués del Duero tomase posesión de ellas tras realizar una exploración detallada. En junio se sumaban a la operación el Velasco y el Manila. En cada una de las islas se llevó a cabo la misma ceremonia: los representantes españoles se reunieron con el cacique de la zona, le explicaron que España tomaba posesión del lugar, firmaron el acta y le entregaron una bandera que debía de guardar e izar en sitio muy visible en caso necesario, para dar testimonio de que esos territorios pertenecían a la Corona española.

Trece años después Alemania volvería a llamar a las puertas de las Carolinas.

2 En 1696, se estableció una colonia formada por el padre Duperron y catorce personas más. Las crónicas hablan de que todos acabaron devorados por los indígenas. En 1731 hubo una nueva misión, la del padre Cantena, pero también murió asesinado.

3 Su Majestad el Emperador de Alemania ha dado su autorización para que las islas Palaos, así como las Carolinas, en las cuales súbditos alemanes han fundado, desde hace ya bastante tiempo, factorías y adquirido terrenos en virtud de contratos de compras concluidos con los indígenas, sean puestas, accediendo a los deseos repetidamente expresados por tales súbditos alemanes, bajo el protectorado de Alemania, salvo los derechos bien fundados de tercero, que el Gobierno imperial, como ya lo ha verificado en todas las adquisiciones análogas de territorios sin dueño, examinará y respetará. Me anuncia igualmente el representante de Alemania en su nota que los buques de la Marina imperial han recibido la orden de arbolar el pabellón alemán en las islas de que se trata en señal de toma de posesión.

2

Obtener Cuba a cualquier precio

Derrota de Calixto García por las tropas del general Bosch en 1898, poco antes de la intervención de los Estados Unidos en la guerra. La prensa norteamericana empujó a su nación a la guerra, narrando historias de atrocidades españolas y atribuyendo a sus oficiales y soldados crímenes horrendos. Ilustración contemporánea. Colección particular.

Tras la guerra en Cuba y Filipinas, en toda España se considera inevitable el choque con Estados Unidos… La guerra es mala; la guerra es detestable; es el peor azote de la Humanidad. Seis meses de guerra destruyen cuarenta años de trabajo. Pero hay circunstancias en que la guerra se impone con necesidad ineludible, como al hombre honrado y prudente se le impone el instinto de la defensa cuando es víctima de inesperada agresión.

En este caso se encuentra España, víctima desde hace más de un año de irresistibles exigencias por parte de los Estados Unidos... Hemos pagado indemnizaciones injustas que equivalían a verdaderos robos; hemos consentido un apoyo descarado e insolente a los enemigos de España (…)

Venga en buena hora la guerra si es que los Estados Unidos han de continuar queriendo imponernos su voluntad; pero que vayan a ella todos, absolutamente todos los españoles, sin distinción de nacimientos ni de categorías.

Vicente Blasco Ibáñez.

Diario El Pueblo, 3 de abril de 1898.

LOS ANTECEDENTES

El primer levantamiento serio en Cuba se produjo en 1868 y condujo a un largo enfrentamiento de diez años que terminó más por agotamiento que por la aniquilación del rival, principalmente porque no existía un enemigo real. El auténtico fondo de la guerra no era, como había ocurrido en Sudamérica en 1820, la independencia, la creación de nuevos estados o las ansias personales de nombrarse caudillo, eran las relaciones políticas y comerciales con la península.

El gobierno controlaba el azúcar, el principal producto de la isla, y obligaba a cambiarlo con los precios establecidos por su monopolio por las harinas producidas en la península. Como resultado, se exportaba harina cara a Cuba y se obtenía azúcar barato, que revendido a diferentes países producía unos beneficios elevados a los intermediarios y al Estado. El sistema levantaba enormes críticas entre los grandes comerciantes y plantadores de la isla que pensaban que, sin esta salvaguarda, se podrían conseguir harinas y maíz mucho más baratos de los Estados Unidos y ellos obtener ganancias mayores exportándoles directamente su azúcar, tabaco y ron, pero todos los gobiernos que se sucedían en Madrid hacían oídos sordos para no reducir sus ingresos.

A partir de 1886, con la abolición de la esclavitud, los problemas aumentaron y muchas de las pequeñas explotaciones azucareras se arruinaron al tener que prescindir de la mano de obra gratuita que utilizaban y no poder hacer frente al coste de las eficientes máquinas de vapor que se iban implantando. Eso supuso, sobre todo en las ya de por sí empobrecidas provincias de Oriente, el aumento de los terrenos de las grandes plantaciones y el incremento de una población rural y urbana que no tenía trabajo ni posibilidades de subsistencia.

Para evitar que la ruina se extendiera, el gobierno permitió la entrada de capitales extranjeros, que explotaran nuevos negocios como el tabaco y la minería y reimpulsaran la industria del azúcar fuera de los latifundios controlados por los terratenientes isleños y peninsulares4. La proximidad atrajo al capital norteamericano por lo que en la isla existían dos fuerzas que difícilmente podían trabajar juntas: la dependencia política del lejano gobierno de Madrid y la económica de los cercanos Estados Unidos. Si España no lo solucionaba, la población, tarde o temprano, tendría que elegir entre una de las dos y, desde luego, no estaba muy contenta con la madre patria, que les enviaba constantemente emigrantes peninsulares que ocupaban los puestos de responsabilidad en la administración y en el comercio, en detrimento de los nacidos en Cuba, que se veían empujados a procurar ganarse la vida en los Estados Unidos.

Nadie lo vio, o no lo quiso ver. Todos los que se iban a Norteamérica se ponían en contacto con los líderes exiliados de los levantamientos anteriores y se empapaban de sus ideas separatistas, el resultado era fácil de prever: el 24 de febrero de 1895, encabezada por José Martí, se producía una nueva rebelión que ahora sí que buscaba la independencia.

Durante tres años una guerra sin cuartel asoló la isla, considerada por España como una más de sus provincias, y a finales de 1897 la revuelta estaba prácticamente sofocada por el ejército.

Los insurrectos, sin posibilidad de maniobra, habían quedado reducidos a unos pocos centenares que se escondían en la zona de Oriente, pero la Marina y el Ejército de los Estados Unidos no tardarían en acudir en su ayuda.

El interés norteamericano por Cuba se había hecho ya patente a principios del siglo XIX, cuando en una primera ampliación de sus fronteras se hizo con Florida y parte de los territorios mejicanos, y se convirtió en algo ya explícito cuando el 28 de abril de 1823, una semana antes de que el gobierno liberal fuese derrocado para restablecer a Fernando VII en el trono con la ayuda de la Santa Alianza, el embajador norteamericano en Madrid presentó por primera vez al ministro de asuntos exteriores, Evaristo Fernández de San Miguel, una nota en la que se aludía a la anexión de Cuba como indispensable.

En junio de 1865 O’Donnell designó a Cánovas ministro de ultramar para recompensarle su integración en el partido del gobierno, la Unión Liberal. Era un momento extraordinariamente favorable para preparar la defensa administrativa, diplomática y militar de Cuba puesto que los Estados Unidos corrían sin freno hacia una guerra civil, y se contaba con la negativa de los estados del sur a contemplar la posibilidad de una Cuba independiente en la que una de las primeras decisiones a tomar hubiese sido la abolición de la esclavitud, medida que por una parte les eliminaba un mercado lucrativo con el que mantenían florecientes relaciones y, por otro, les dejaba demasiado cerca la posible amenaza de una nueva república negra, como ya había ocurrido con la isla de Santo Domingo. El triunfo de los estados del norte cambió la posición estadounidense, pero el gobierno, entregado de lleno a las tareas de la reconstrucción nacional y a la expansión hacia las inexploradas tierras del oeste abandonó por un tiempo la idea de conseguir nuevos territorios.

No coincidieron las mismas circunstancias en 1895. Por entonces la conquista del oeste había terminado y treinta años de continuo crecimiento económico situaron a los Estados Unidos como una potencia industrial de primera categoría. Sin embargo, a nivel internacional seguía considerada como una potencia de segundo orden, por lo que, descartada la posibilidad de anexionar el Canadá o continuar absorbiendo México, comenzó a poner sus miras en lo que tenía más cerca, el Pacífico y el Caribe, donde una antigua potencia que se encontraba en clara decadencia mantenía bajo su gobierno grandes territorios insulares y, sobre todo, con dos de ellos, Cuba y Puerto Rico, muy cerca de sus costas.

A partir de entonces, la estrategia militar de los Estados Unidos se encaminó a aumentar su poder marítimo y todos los planes y presupuestos que se elaboraron contaban solamente con una posible actuación de la Marina.

La idea de la intervención comenzó a fraguarse antes del Grito de Baire, cuando ya en Nueva York funcionaba con total impunidad la denominada Junta Cubana, que fomentaba la campaña de prensa contra España iniciada por los periódicos amarillistas de los magnates Pulitzer y Hearst y organizaba desde los puertos norteamericanos, con total impunidad, expediciones que transportaban a la isla armas, municiones y hombres, para atacar los intereses españoles.

Poco hacía el gobierno de España para acabar con esa descarada parcialidad que mantenía la que, en teoría, era una nación amiga, con los independentistas cubanos. Al contrario, dedicó todos sus esfuerzos desde 1895 a 1898 a satisfacer las injerencias que el gobierno norteamericano realizaba en la política exterior española e implantó el 1 de enero de 1898, para apaciguarlos, el primer gobierno autonómico en Cuba.

William McKinley, presidente de los Estados Unidos entre los años 1897 y 1901. Veterano de la Guerra Civil, fue víctima de un atentado el 6 de septiembre de 1901 a consecuencia del cual falleció ocho días después. Fotografía de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos.

Realmente poco más se podía hacer para conseguir el bienestar de los cubanos que tanto deseaba el presidente de los Estados Unidos McKinley cuando olvidaba que eran ciudadanos españoles, ¿era suficiente?, no, según el embajador de su gobierno en Madrid, que por entonces declaraba:

Un solo poder y una sola bandera pueden asegurar e imponer la paz en Cuba. Ese poder es Estados Unidos y esa bandera nuestra bandera.

La postura norteamericana quedaba clara.

ELMAINE

En ese contexto llegaba el 25 de enero el acorazado USS Maine al puerto de La Habana en una denominada visita de cortesía, solicitada por el cónsul general Fitzhug Lee para salvaguardar los intereses norteamericanos en la isla5.

El 15 de febrero, tras tres incomprensibles semanas de estancia, una explosión fortuita en el interior del buque provocaba su voladura.

La prensa sensacionalista, que no paraba de vender periódicos a costa de Cuba, no tardó en achacar el incidente a un torpedo o a una mina española, pese a que España reiteraba su actitud conciliadora y ofrecía que una comisión hispano-norteamericana o una neutral investigase lo sucedido. Estados Unidos rechazó la oferta y a partir de entonces precipitó los acontecimientos según iba conviniendo a sus intereses.

El 11 de marzo McKinley daba en el Congreso su versión de los hechos y afirmaba:

He agotado todos los esfuerzos para aliviar la situación intolerable que existe a nuestras puertas.

Era la primera vez. Desde entonces y hasta nuestros días todas las intervenciones del gobierno de los Estados Unidos en una guerra internacional se justificarían por una provocación.

El USS Maine, construido en el astillero naval de Nueva York y botado el 18 de noviembre de 1889. Hundido en el puerto de La Habana, fue uno de los pretextos usados por los norteamericanos para declarar la guerra a España.

El 19 ambas Cámaras, Congreso y Senado, aprobaban una resolución conjunta que equivalía a un ultimátum:

El Senado y la Cámara de los Estados Unidos reunidos en el Congreso acuerdan:

Primero: Que el pueblo de Cuba es y debe ser libre e independiente.

Segundo: Que es deber de los Estados Unidos exigir, y por la presente su gobierno exige que el gobierno español renuncie inmediatamente a su autoridad y al gobierno de Cuba y retire sus fuerzas terrestres y navales de la isla.

Tercero: Que se autorice al presidente de los Estados Unidos, se le encargue y ordene que utilice todas las fuerzas militares y navales de los Estados Unidos y llame al servicio activo a las milicias de los diferentes Estados de la Unión en el número que considere oportuno para llevar a efecto las medidas aquí dispuestas.

Y cuarto: Que los Estados Unidos por la presente niegan que tengan ningún deseo ni intención de ejercer jurisdicción ni soberanía, ni de intervenir en el gobierno de Cuba si no es para su pacificación y afirman su propósito de abandonar el dominio y el gobierno de la isla a su pueblo una vez realizada dicha pacificación.

Un día después era refrendada por el presidente y daba de plazo a España hasta el 23 para que adoptara las medidas pertinentes. El 21 se rompían relaciones diplomáticas y el 25 se producía la declaración de guerra de los Estados Unidos al Reino de España, con efectos retroactivos al 21, puesto que el 22 la escuadra del almirante Sampson, que había partido de Key West —Cayo Hueso, para los cubanos— dispuesta a cumplir las órdenes recibidas de su gobierno que le imponían ejecutar el bloqueo de la isla, apresó en el trayecto, sin advertencia previa, alBuenaventura,el mercante español que se convertiría en la primera presa de la guerra.

LOS INVASORES, UN EJERCITO PEQUEÑO

La sociedad norteamericana no era partidaria de mantener grandes ejércitos permanentes, solo la Guardia Nacional, un pequeño ejército voluntario de cada estado tenía suficiente representación numérica para responder a un hipotético ataque a la nación pero no estaba preparado para la guerra que se avecinaba. El gobierno de Washington mantenía la esperanza de que si fuera necesario levantar un numeroso ejército, los hombres de las diferentes Guardias Nacionales servirían para incrementar el ejército permanente. Nada más lejos de la realidad, en 1898, los 115.627 hombres de la Guardia Nacional, 9.376 de ellos oficiales sin ninguna experiencia, no contaban ni con el entrenamiento ni el equipo adecuados para combatir.