13,99 €
Si los cuatro humores presentes en el cuerpo humano (sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra) están equilibrados, habrá salud.Así pensaba Hipócrates, y también sus sucesores durante dos mil años.Hoy permanecen huellas importantes de esa teoría en el temperamento (sanguíneo, flemático, colérico, melancólico...). El sentido del humor es hoy algo bien distinto, pero ese factor humano ha determinado las grandes intuiciones, los grandes giros e innovaciones en el ámbito médico y sanitario, en especial desde finales del siglo XVIII. Luca Borghi ofrece un amplio recorrido histórico, desde Hipócrates y Galeno, hasta Galileo, Pasteur o Fleming, deteniéndose en aquellos hitos que han cambiado el curso de la historia (la peste, la viruela y la tuberculosis, los primeros hospitales, el cólera y las vacunas, la cirugía, la anestesia, la enfermería y la importancia de la mujer, la radiología, la malaria y los primeros trasplantes, etc.).
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Veröffentlichungsjahr: 2018
LUCA BORGHI
Breve historia de la medicina
EDICIONES RIALP, S. A.
MADRID
Título original: Umori. Il fattore umano nella storia delle discipline biomediche
© 2018 by Societá Editrice Universo s. r. l.
© 2018 de la presente edición, traducida al castellano por RAFAEL GÓMEZ PÉREZ,
by EDICIONES RIALP, S. A., Colombia, 63 28016 Madrid
(www.rialp.com)
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN (versión impresa): 978-84-321-5037-1
ISBN (versión digital): 978-84-321-5038-8
A mi padre, médico
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
DEDICATORIA
INTRODUCCIÓN
NOTA EDITORIAL
1. LOS ORÍGENES DE LA MEDICINA Y LA REVOLUCIÓN DE HIPÓCRATES
La medicina de los orígenes, entre alimento y religión
La edad del cambio: Hipócrates entre la historia y la leyenda
Principales aspectos de la doctrina médica hipocrática
a. La enfermedad sagrada: la primera desacralización de la medicina
b. La naturaleza del hombre: el nacimiento de la teoría humoral
c) El arte: ¿qué es la medicina?
d) Las epidemias: las primeras historias clínicas
e) El Juramento: de los asuntos de familia a la ética médica
2. CLAUDIO GALENO, EL MÉDICO DE LOS EMPERADORES
Una serpiente sagrada para la Isola della Salute
Intermezzo alejandrino
El médico de los emperadores
Termas eximias y muy magnificentes, o bien la importancia de los poros de la piel
3. LA RELIGIÓN DEL MÉDICO. CRISTIANISMO E ISLAM EN LA HISTORIA DE LA MEDICINA
Jesucristo médico y sus seguidores
¿Quién ha inventado los hospitales?
Grandes médicos árabes
4. ENTRE YERBAS Y RATONES. Y LA MEDICINA MEDIEVAL APRENDIÓ A ARREGLÁRSELAS COMO PUDO
La Escuela médica salernitana
La peste negra siembra muerte y terror
Magistrados, agentes sanitarios y enterradores: el nacimiento de la sanidad pública
5. LOS TRES RELÁMPAGOS EN LA NOCHE. LA MEDICINA ANTES, DURANTE Y DESPUÉS DE GALILEO GALILEI
Andrea Vesalio y el De humani corporis fabrica (1543)
William Harvey y el De motu cordis (1628)
Giovanni Battista Morgagni y el De sedibus et causis morborum (1761)
6. EDWARD JENNER. UN MÉDICO RURAL BORRA LA MEDICINA DE LAS GRANDES TEORÍAS
Paracelso y la iatroquímica
Descartes y la iatromecánica
Edward Jenner y la derrota de la viruela
7. RENÉ LAENNEC. LA TUBERCULOSIS, UN TUBO DE PAPEL Y LA REVOLUCIÓN DEL DIAGNÓSTICO INSTRUMENTAL
Una tumba misteriosa
Un sentido del pudor poco común
El efecto avalancha causado por el estetoscopio
La larga batalla contra la tuberculosis
8. EL PAPEL DE LOS VISIONARIOS: FLORENCE NIGHTINGALE Y JEAN HENRI DUNANT
La “señora con la lámpara” y el nacimiento de las ciencias de la enfermería
Un suizo poco atento al dinero y muy atento a las personas
9. CLAUDE BERNARD, EL HOMBRE QUE TRANSFORMÓ LA MEDICINA EN UNA CIENCIA
París y el nacimiento de la clínica
Lucha hasta la última gota de sangre: auge y caída de la sangría
Uno, perdido como comediógrafo, inventa la medicina experimental
La Introducción al estudio de la medicina experimental
Vivisección de un matrimonio
10. LA MEDICINA EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
“¡Y lo que nos faltaba, el cólera!”. Un morbo asiático azota Europa…
Médicos al borde de un ataque de nervios
Un mapa para salir del laberinto: John Snow y el nacimiento de la epidemiología
Una nueva mirada a la ciudad
Rudolf Virchow y la sanidad pública
El individualismo de los latinos y la generosidad de un médico sueco: la sanidad pública en Italia
11. MICROBIOS Y NACIONALISMOS: LOUIS PASTEUR Y ROBERT KOCH
¿Microscopios no fiables o médicos miopes?
Los improbables inicios de un químico y de un médico rural
Nacimiento de una ciencia, es más, de dos
Las etapas de un triunfo
Las “vidas paralelas” de Louis Pasteur y Robert Koch
Entre errores de laboratorio y postulados lógicos, empieza la era de las vacunaciones
La rabia y la alegría
12. EL SIGLO DE LA CIRUGÍA
Primer acto: dolor
Intermezzo: hemorragia
Segundo acto: infección
Gran final: la entrada triunfal de la cirugía en el siglo xx
13. ¿Y LAS MUJERES, DÓNDE ESTÁN? LA EXTRAORDINARIA AVENTURA DE ELIZABETH BLACKWELL & C
Las hijas de Higía y Panacea
Elizabeth Blackwell: una mujer sola frente a la medicina masculina
De la gota hasta el río en crecida
¿Demasiado guapas para el Nobel?
14. DONDE SE CUENTA CÓMO LA MEDIOCRE MEDICINA NORTEAMERICANA ACABÓ SIENDO LA MÁS IMPORTANTE DEL MUNDO
La medicina cambia de dirección
El Informe Flexner y el modelo del Johns Hopkins
Un rico tendero, cuatro jóvenes talentos y algunas señoritas emprendedoras
William Osler marca la diferencia
La mayor contribución de un gran maestro son sus discípulos
15. DE CEREBROS, DE MENTES Y DE SU CONVIVENCIA A MENUDO DIFÍCIL
Un inicio prometedor y un largo peregrinar por el desierto de la ignorancia
Crece el interés por la anatomía, ¡incluso demasiado!
È na passione, cchiú forte’e na catena…
Locos que se creen Napoleón y un médico… que lo es
El cerebro humano: el conocimiento se afina cada vez más
La mente humana: curar con la electricidad y con el bisturí
El contragolpe antipsiquiátrico
16. VER A TRAVÉS. WILHELM CONRAD RÖNTGEN Y LA REVOLUCIÓN RADIOLÓGICA
El fotógrafo de lo invisible
Infancia y adolescencia de la radiología. Radiodiagnosis y radioprotección
Rayos que curan. El descubrimiento de la radioactividad y los primeros pasos de la radioterapia
¿Me preguntas qué pintan aquí los Beatles? Los orígenes del TAC y la jubilación de la radiología tradicional
17. MÁS VALE TARDE QUE NUNCA: LA TERAPIA. PAUL EHRLICH Y ALEXANDER FLEMING
Del “caos terapéutico” a la aspirina
La moda acude en ayuda de la medicina. Paul Ehrlich y la bala mágica
El buen humor de Sir Alexander Fleming
El “factor humano” derrota la “serendipity”
18. LA LUCHA CONTRA LA MALARIA: UN CASO DE EXCELENCIA ITALIANA
Fiebre intermitente y aire malsano
El polvo de los jesuitas
Me ronda en la cabeza una nueva idea
La nueva Italia en guerra contra la malaria
19. CUESTIONES DE CORAZÓN. LA COLABORACIÓN ENTRE MÉDICOS E INGENIEROS EN EL SIGLO XX
Alexis Carrel y Charles Lindbergh, dos soñadores en busca de un nuevo corazón
John Gibbon, una mujer tecnológica y el IBM. El nacimiento de la máquina corazón-pulmón
Walton Lillehei y Earl Bakken. Cuando el corazón no consigue mantener el paso
Willem Kolff y Robert Jarvik: mucha pasión por un corazón de plástico
20. HECHOS Y MALHECHOS DE LA EXPERIMENTACIÓN BIOMÉDICA EN EL SIGLO XX
«Con tal de probar su medicina, no tienen escrúpulos en matarnos»
La medicina nazi y el Código de Núremberg
La tragedia de la talidomida y la Declaración de Helsinki
El Tuskegee Syphilis Study y el Informe Belmont
CONCLUSIÓN
BIBLIOGRAFÍA
PÁGINAS WEB RECOMENDADAS
ÍNDICE ANALÍTICO
AUTOR
INTRODUCCIÓN
CADA NOCHE, JUNTO AL CABECERO DE LA NIÑA, tomando su mano fría y blanca como la cera, sin hacer movimiento alguno en el brazo ya rígido para no despertar a la pequeña durmiente, la condesa velaba hasta muy tarde. Avanzada la noche cerraban los portones y en la adormentada casa no se oía ruido alguno; solamente, desde la pequeña estancia contigua, venía el leve susurrar de la niñera junto al lecho de Teresina. Raimondo no volvía. Sobre la cómoda estaban alineados los frascos de las medicinas, toda la farmacia prescrita por el doctor para la pobre enfermita. Era un herpes esa enfermedad, decían: un humor malo que de desfogaba en erupciones cutáneas, con congestiones de glándulas: todos ellos síntomas tranquilizadores, porque querían decir que el organismo arrojaba el principio morboso[1].
Este cuadro de enfermedad doméstica, tomado de I Viceré [Los virreyes], de Federico de Roberto (la gran novela histórica publicada en 1894 y ambientada en la Sicilia de los decenios precedentes) nos dice de forma inequívoca quién era, más allá de la mitad del siglo XIX, el protagonista de la medicina: el humor. Precisando: el humor malo, es decir el principio morboso que había que expulsar para obtener la curación…
Se cuenta, en cambio, que un día, hacia la mitad del siglo XX, Alexander Fleming se había referido a su descubrimiento de la penicilina en 1928 con estas palabras: «Si aquel día hubiera estado de mal humor habría tirado aquel cultivo». Es aún el mal humor o su ausencia, lo que resulta decisivo, pero es evidente que en un sentido completamente diverso. Había transcurrido menos de un siglo, pero en medio estaba toda la historia de la medicina, al menos según entiendo que la contaremos en este libro.
***
La teoría humoral, elaborada por Hipócrates y por su Escuela en el siglo IV antes de Cristo, fue el primer intento racional, cumplido por los médicos antiguos, de comprender y de algún modo controlar los complejos y esquivos fenómenos de la salud y de la enfermedad. Si los cuatro humores presentes en el cuerpo humano (sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra) están equilibrados, había salud; si alguno de ellos se daba en exceso o en defecto, enfermedad. La curación por parte del médico —como hacía todavía el anónimo sanador de los Viceré— consistía en favorecer la expulsión del humor excesivo o, viceversa, aumentar el que faltaba, hasta establecer la justa proporción entre los cuatro humores, es decir, el justo temperamento individual (porque la justa proporción era diversa en cada persona).
Hoy permanecen huellas importantes de esa teoría que ha dominado y, en algunos aspectos, bloqueado el saber médico durante dos mil años: más aún en el ámbito psicológico, sobre todo cuando queremos describir el estado de ánimo (estar de buen humor o de mal humor) y los modos de ser, el carácter de las personas o, mejor, su temperamento: ser un tipo sanguíneo, o flemático, colérico, melancólico…[2]
Para nosotros, el sentido del humor, el sense of humor, es una cosa muy distinta de lo que entendían los médicos antiguos. Pero no por eso es menos importante. Es más, la principal tesis de este libro es precisamente que, en la historia del pensamiento y de la práctica biomédica, al lado y más allá de las teorías, de los conocimientos y de las competencias, con frecuencia ha sido decisivo el modo de ser, la personalidad, el humor y el temperamento de quienes se han ocupado durante siglos de las enfermedades y de sus posibles remedios: los médicos, los enfermeros, el resto del personal sanitario y los tecnólogos. Con frecuencia ha sido eso que me gusta definir como el factor humano lo que ha determinado las grandes intuiciones, los grandes giros, las grandes innovaciones en el ámbito médico y sanitario que, sobre todo a partir de finales del siglo XVIII, han acompañado con un ritmo cada vez más vertiginoso y emocionante el camino de la Humanidad. La historia de la medicina como historia de experiencias, de ideas, pasiones y elecciones morales de sus protagonistas.
Fue el delicado sentido del pudor de René Laennec lo que puso en marcha la gran revolución de la instrumentación diagnóstica. Ha sido el extraordinario liderazgo de Florence Nightingale lo que cambió para siempre la forma de asistir al enfermo. Ha sido la irónica sabiduría de William Osler lo que hizo que despegara la mediocre medicina norteamericana de finales del siglo XIX, poniéndola en pocos decenios como guía del saber médico mundial.
Esa es la primera razón para estudiar (si hay que hacerlo…) o simplemente para conocer (si se tienen ganas de eso…) la historia de la medicina[3]. Descubrir cuáles han sido, en lo bueno y en lo malo, las características, no solo técnico/profesionales, sino también, y sobre todo, psicológicas y morales de los protagonistas de esta historia para intentar extraer de eso inspiración —¿por qué no?— a través del largo periodo de crecimiento en el personal recorrido científico y profesional.
Cuando el gran clínico alemán Hermann Nothnagel (1841-1905) afirmaba que «solo un gran hombre puede ser un gran médico»[4] estaba diciendo una importante verdad, aunque se olvidaba de un pequeño detalle: las mujeres. En efecto, ya en su tiempo las mujeres estaban entrando con decisión en el mundo médico y sanitario, hasta convertirse, en los cien años sucesivos, en las principales protagonistas. Por tanto, será útil hablar también, y de forma consistente, de “factor humano” en femenino. En cualquier caso, se hable de mujeres o de hombres, sigue siendo válido lo que escribía William Osler en La evolución de la medicina moderna (1913):
Uno de los mayores méritos de la medicina es tener vivo el recuerdo de lo que han hecho los grandes hombres, también cuando sus enseñanzas se han hecho ya anticuadas (…). La historia es la biografía de la inteligencia humana, y su valor educativo es directamente proporcional a nuestra comprensión de las personas a través de las cuales se ha manifestado esa inteligencia[5].
En resumen, este texto, que, como se habrá entendido no se trata de un texto “científico” de historia de la medicina sino de un ensayo de divulgación y una primera introducción, está dedicado in primis a los estudiantes universitarios, buscará alimentar los mejores ideales de quien ha escogido la medicina u otra profesión sanitaria, algo que no está en contra necesariamente del posible pragmatismo típico, por ejemplo, de quien es “hijo de médico”. Estoy convencido de que
la universidad… es el lugar donde cultivar los ideales, tanto por parte de los estudiantes como de los profesores.
Esa frase, que podría parecer un poquito ingenua e ilusoria, pertenece, bueno es saberlo, no a un escritor con la cabeza en las nubes sino a un físico experimental: se llamaba Wilhelm Conrad Röntgen. En 1895, un año después de haber sido nombrado rector de la Universidad de Wüzburg, descubrió los Rayos X, uno de los decisivos giros de la física y de la medicina contemporáneas[6].
***
En este libro tomaré algunas decisiones, que, como todas, son discutibles, pero que, al menos, es justo declararlas desde el principio. Casi la mitad de este volumen estará dedicada a un solo siglo, el XIX, y eso implica que se dará una atención reducida —orientada en elecciones seguramente parciales y arbitrarias— a lo que sucedió antes (más de dos mil años de historia de la medicina) y a lo que ha ocurrido después (poco más de cien años, que si los definiéramos como extraordinarios sería decir muy poco).
Esa mayor atención al siglo XIX se debe, en parte, a exigencias didácticas, pero también, y sobre todo, a mi convicción de que, en lo que se refiere a la medicina y a la sanidad, en el siglo XIX —después de siglos y quizá milenios de sustancial inmovilismo— sucedió casi todo, cambió casi todo… Y fueron colocadas las premisas humanas, intelectuales, científicas y sociales de todo lo extraordinario, emocionante y dramático que ha sucedido después, hasta nuestros días.
Otra decisión se refiere a los “lugares” en los que se desarrolló la historia de la medicina, un aspecto al que se dará una importancia poco al uso en este tipo de publicaciones. Casi todo lo que aquí se explica ha crecido en paralelo y en referencia a un proyecto de investigación basado precisamente en la individuación, descripción y valoración de lugares que han sido testigos mudos de tantos acontecimientos y cambios[7]. Dichos lugares, con frecuencia, como ocurre tantas veces en los hospitales antiguos, corren el riesgo de una demolición o de sufrir, al menos, transformaciones estructurales y funcionales tan profundas que los vuelvan irreconocibles. El proyecto se llama Himetop - The History of Medicine Topographical Database, y ahora pone a disposición, en la web, material fotográfico e información histórico/bibliográfica sobre lugares (antiguos hospitales y escuelas de medicina, monumentos y museos especializados, casas natales y tumbas…) de más de treinta y cinco naciones, todo ello ligado a más de novecientas personalidades de la historia biomédica y sanitaria mundial[8]. Aquí y allá será señalado, en nota, la posibilidad de encontrar, en la web de Himetop, material útil para completar de modo visual las informaciones contenidas en este libro.
Un último aspecto en el que insistiré es el de la tecnología que, sobre todo en los últimos doscientos años, ha acompañado, inspirado y favorecido, cada vez con más frecuencia, los avances más significativos en el diagnóstico, la terapia y la organización sanitaria. Hoy es prácticamente inconcebible un médico o un personal de enfermería —no hablemos ya de quien desee innovar en el campo biomédico— que no esté constantemente apoyado por ingenieros, biotecnólogos e técnicos de diversa naturaleza[9].
***
La historia de la medicina es también una historia de errores y de difíciles decisiones personales. Veremos muchos de ellos y eso debería ser útil ya que, por decirlo con Augusto Murri, considerado por muchos como el mayor clínico italiano del siglo XX:
Para la formación de un recto criterio médico sería de incalculable beneficio una (…) historia de la medicina o, mejor, de los errores médicos; y el examen crítico de estos errores sería la más útil enseñanza de la lógica médica[10].
Pero, además de los errores de “lógica” veremos también muchos ejemplos de mezquindades, envidias, golpes bajos, equilibrados por otras tantas historias de hombres y mujeres audaces, desinteresados, generosos, que supieron ir en contra de la corriente. Y esperemos, finalmente, que se disipen los temores manifestados en los inicios del siglo XIX por el autor de un “Catecismo médico”:
desde hace tiempo, las más famosas universidades de Europa se duelen del hecho de que, con frecuencia, los jóvenes dedicados a ese estudio [la medicina] resultan ser, entre los otros, los más malvados[11].
Todo esto debería explicar la utilidad de estudiar la historia de la medicina y de las demás profesiones con ella relacionadas. A mitad de los años noventa del siglo pasado, las Spice Girls, en Wannabe, cantaban: «If you want my future, forget my past...» [Si quieres mi futuro, olvida mi pasado]. En realidad, la relación entre pasado y futuro es algo más complicado y, todo sumado, me parece más verosímil lo que dice sobre el mismo tema uno de los más célebres cirujanos del XIX, Theodor Billroth (que, dicho sea de paso, fue también un gran músico y musicólogo): «Solo los hombres que conocen el arte y la ciencia del pasado tienen la capacidad de progresar en el futuro»[12].
En definitiva, podríamos no contar con la historia de la medicina y de la sanidad, pero se corre el riesgo de perder mucho, al menos en términos de motivación y de concienciación. Cosas de las que tienen una tremenda necesidad todos aquellos que trabajan en este ámbito.
[1] De Roberto 2011, p. 234.
[2] La bilis negra o melancolía/melaconia, del griego melas, negro y chole, bilis (Cosmacini 1996, p. 364).
[3] Aclaro, de una vez por todas, que cuando hablo de historia de la “medicina” la entiendo siempre en sentido muy amplio, comprendiendo aquellas profesiones que, sobre todo en los dos últimos siglos, han dado y continúan dando hoy una contribución esencial al trabajo de médicos y cirujanos: enfermeros y enfermeras, farmacéuticos, artesanos y artistas, técnicos y tecnólogos, científicos de diversas disciplinas, políticos y funcionarios de la sanidad pública.
[4] Nuland 2002, p. 96
[5] Osler 2010, pp. 286-287.
[6] Cosmacini 1984, p. 144.
[7] Borghi 2009c.
[8] Borghi 2018.
[9] Reiser 1978.
[10] Citado en Cosmacini 1994, p. 380.
[11] Scott 1816, p. 203.
[12] Citado en Nuland 2002, p. 101.
NOTA EDITORIAL
LA HISTORIA DE LA MEDICINA ES TAMBIÉN la historia de imágenes (caras, lugares, patologías, atmósferas y obras de arte) y, por eso, las mejores obras dedicadas a esta disciplina han estado en general acompañadas de un rico aparato iconográfico. Para reducir tiempos y costes de esta publicación he preferido renunciar a eso, pero hoy disponemos de un recurso inimaginable hasta hace pocos años: internet.
Verosímilmente este libro será leído sobre todo por “nativos digitales” que saben bien qué abundancia de imágenes se puede fácilmente encontrar sobre cualquier tema, a través de un motor de búsqueda como Google. Además, están accesibles, en web, riquísimas colecciones iconográficas específicamente dedicadas al tema que nos interesa. Pienso, en concreto, en la colección de imágenes online de la U. S. National Library of Medicine (http://www.nl,.nih.gov/hmd/ihm/) y en la Wellcome Collection de Londres (https://wellcomecollection.org/works).
Mi consejo es, pues, acompañar la lectura o el estudio de los diversos capítulos con una frecuente consulta de esas fuentes: así será mucho más fácil sumergirse en la atmósfera de cada una de las historias.
Internet, además, es un útil complemento también en otros aspectos: cuando, en nota, se encuentre la dicción “Web+algo” significa que la fuente de información (y, por tanto, en lugar en el que profundizar) es un lugar de internet indicado en la Índice de websites recomendadas al final del libro.
Capítulo 1.
Los orígenes de la medicina y la revolución de Hipócrates
¿CUANDO COMIENZA LA HISTORIA DE LA MEDICINA? Es, más o menos, como preguntarse quién inventó la rueda o cuándo la carne fue cocida por primera vez… O renunciamos desde el principio a una respuesta satisfactoria o dedicaremos los próximos treinta años de nuestra vida a analizar datos, fuentes e interpretaciones propuestos por historiadores, arqueólogos, filólogos y filósofos[1].
La medicina de los orígenes, entre alimento y religión
Si quisiéramos tomarlo con buen humor, podríamos confiar a las reconstrucciones gastro-sanitarias que encontramos en la cómica obra maestra de Roy Lewis (un libro que, antes o después, hay que leer), donde “el más grande hombre-mono del Pleistoceno” nos advierte:
Pocos, poquísimos, recordarán aún las tremendas indigestiones que padecimos en aquellos primeros tiempos, y cuántas fueron las víctimas. Los males gástricos nos ponían siempre ácidos; el gesto malhumorado y amargo del pionero subhumano de los principios era debido más a molestias de estómago que a ferocidad o carácter intratable. Una colitis crónica es capaz de minar el buen humor más radiante. Es completamente equivocado suponer que, por el simple hecho de haber bajado poco tiempo antes de los árboles y estar, por tanto, “más cercano a la naturaleza”, podíamos ingerir de todo, por desagradable y correoso que resultase. Al contrario, ampliar las propias costumbres alimentarias desde el régimen vegetariano (y casi siempre limitado a la fruta) a lo omnívoro es un proceso difícil y penoso, que exige una paciencia y una tenacidad inmensas para descubrir cómo echar dentro cosas que no solo te desagradan sino que se mueven mucho[2].
La cita divertida de Roy Lewis no parecerá completamente inoportuna si se piensa que, hasta hace no mucho, los orígenes del arte médico eran con frecuencia “reconstruidos” más con el sentido común que con una cuidadosa historiografía. Es un típico ejemplo el capítulo sobre “Los orígenes de la Medicina” con el que se inicia el famoso tratado De arte gymnastica (1569), de Gerolamo Mercuriale (1530-1606), el médico de Forlí considerado el fundador de la gimnasia médica y de la rehabilitación[3]. Escribe Mercuriale:
Mientras que los hombres, desconocedores de opulentas mesas y de suntuosos banquetes, como de la costumbre de beber introducida posteriormente (y precisamente eso, como se cuenta, era, en el principio el modo de vida), tuvieron exigencias limitadísimas, ni siquiera habían aparecido las enfermedades, hasta tal punto que se desconocían sus nombres (…). Pero después de que la nefanda calamidad de la intemperancia, la refinada habilidad de los cocineros, los más delicados condimentos de las viandas y los vinos de importación se insinuaron en la vida de los hombres, los diversos tipos de enfermedades, que al mismo tiempo fueron desarrollándose, obligaron a estos a buscar remedios[4].
Quizá pueda parecer que se sobrevalora algo la componente gastronómica del problema, pero en esa relación entre estilos de alimentación y salud hay con seguridad algo verdadero. Hoy, además, somos plenamente conscientes de eso. Por otro lado, esa relación fue declarada explícitamente por el mismo Hipócrates, al principio de su célebre tratado sobre Antica Medicina[5].
Otro elemento de la Medicina de los orígenes, fácil de documentar, es la relación con la religión y con la magia (dos dimensiones de la vida humana que, tanto hoy como ayer, no ha sido siempre fácil diferenciar)[6]. La enfermedad era con frecuencia interpretada como un castigo divino o incluso como la entrada de un espíritu malévolo en el cuerpo del enfermo; en consecuencia, la cura y la sanación debían obtenerse a través de la plegaria o de cualquier forma de encantamiento. Por eso, «el sacerdote primitivo era también médico y filósofo; luchaba, por un lado, por alcanzar el reconocimiento de algunas prácticas adquiridas con la experiencia; y por otro, por el reconocimiento de aquellas entidades espirituales que controlaban ese oscuro “inexplorado espacio” que lo rodeaba (…), fuerzas que eran responsables de cualquier cosa que él no pudiera comprender y, en concreto, de los misterios de la enfermedad»[7].
Esto, naturalmente, no había impedido a la Humanidad adquirir muchos conocimientos “naturales”, incluso notables competencias empíricas, tanto en la curación de las enfermedades con hierbas, pociones y ungüentos como en lo que podemos considerar formas arcaicas de cirugía.
El ejemplo más importante es seguramente el del papiro médico-quirúrgico encontrado y adquirido en Tebas, en 1862, por un erudito norteamericano, el doctor Edwin Smith, y conservado hoy en la biblioteca de la New York Academy of Medicine. Hoy es conocido en todo el mundo como el Edwin Smith Papyrus. Este extraordinario texto se puede datar en torno al 1650 a. C., pero contiene material que se remonta probablemente a casi mil años antes, y por tanto es el documento médico más antiguo del que disponemos. En él se describen cuarenta y ocho casos clínicos casi siempre ligados a heridas en diversas partes del cuerpo, con las relativas indicaciones terapéuticas[8]. Por ejemplo, el caso 47 cuenta las cinco visitas consecutivas del médico a un paciente que sufre una profunda herida en la espalda: «Uno que tiene una herida abierta en la espalda, con la carne ablandada y los bordes separados, mientras sufre por una hinchazón en el omóplato. Un trastorno que trataré»[9].
Y, en efecto, a fuerza de aplicar carne fresca a la herida, y después grasa, miel y tampones de gasa, nuestro tenaz y consciente médico parece que consiguió curar al herido. Pero el significado sacro de la enfermedad aparece con más evidencia en algunos fragmentos del Antiguo Testamento, como cuando en el Levítico —un texto arcaico, de origen mosaico (siglo XIII a. C.) pero consolidado en su forma actual en torno a los siglos V-IV a. C.[10]— leemos:
Cuando uno tenga en la piel de su carne tumor, erupción o mancha blancuzca brillante, y se forme en la piel de su carne como una llaga de lepra, será llevado al sacerdote Aarón o a uno de sus hijos, los sacerdotes. El sacerdote examinará la llaga en la piel de la carne; si el pelo en la llaga se ha vuelto blanco, y la llaga parece más hundida que la piel de su carne, es llaga de lepra; cuando el sacerdote lo haya comprobado, le declarará impuro. Mas si hay en la piel de su carne una llaga blancuzca brillante, sin que parezca más hundida que la piel y sin que el pelo se haya vuelto blanco, el sacerdote recluirá durante siete días al afectado. Al séptimo día el sacerdote lo examinará y si comprueba que la llaga se ha detenido, no se ha extendido por la piel, el sacerdote entonces lo recluirá otros siete días. Pasados esos siete días, el sacerdote lo examinará nuevamente: si ve que la llaga ha perdido su color y no se ha extendido en la piel, el sacerdote lo declarará puro; no se trata más que de una erupción. Lavará sus vestidos y quedará puro. Pero si después de que el sacerdote le haya examinado y declarado puro sigue la erupción extendiéndose por la piel, se presentará de nuevo al sacerdote. El sacerdote, al comprobar que la erupción se extiende por la piel, lo declarará impuro: es un caso de lepra[11].
Casi nos sorprendemos al encontrar en el texto sagrado por excelencia estos detalles nosográficos y de diagnóstico en el ámbito dermatológico. Pero aún es más interesante observar cómo, en otro texto bíblico de datación seguramente más reciente como es el libro de Sirácide (III-II siglos a. C.), emerge una concepción mucho más evolucionada y compleja de la medicina, entendida como acción del hombre-médico a favor del hombre-enfermo; y siendo todo siempre religiosamente providencial:
Da al médico, por sus servicios, los honores que merece, que también a él lo creó el Señor. Pues del Altísimo viene la curación, como una dádiva que del rey se recibe. La ciencia del médico realza su cabeza y ante los grandes es admirado. El Señor puso en la tierra medicinas, el varón prudente no las desdeña. ¿No fue el agua endulzada con un leño para que se conociera su virtud? Él mismo dio a los hombres la ciencia para que se gloriaran en sus maravillas. Con ellas cura él y quita el sufrimiento; con ellas el farmacéutico hace mixturas. Así nunca se acaban sus obras, y de él viene la paz sobre el haz de la tierra. Hijo, en tu enfermedad, no seas negligente, sino ruega al Señor, que él te curará. Aparta las faltas, endereza tus manos y purifica el corazón de todo pecado. Ofrece incienso y memorial de flor de harina, haz pingües ofrendas según tus medios. Recurre luego al médico, pues el Señor lo creó también a él, que no se aparte de tu lado pues de él has de menester. Hay momentos en los que en su mano está la solución, pues ellos también al Señor suplicarán que les ponga en buen camino hacia el alivio y hacia la curación para salvar tu vida. El que peca delante de su Hacedor, ¡caiga en manos del médico![12]
Evidentemente, entre la época de la composición del Levítico y la del Sirácide ocurrieron muchas cosas. No pudiendo analizarlas en detalle, nos concentraremos solo en los siglos de cambio, o bien en lo que sucede en Grecia entre los siglos V y IV antes de Cristo.
La edad del cambio: Hipócrates entre la historia y la leyenda
Es impresionante considerar cómo en menos de dos siglos —digamos entre el 499 a. C., cuando nace Pericles, y el 332, cuando muere Aristóteles, en la Grecia que hoy definimos como clásica— sucede prácticamente todo, con una floración casi explosiva de todos los sectores de la cultura, la política, las artes y las profesiones: Pericles, Fidias, Tucídides, Aristófanes, Sócrates, Platón, Aristóteles: se abren uno después del otro como en un jardín encantado.
Y en el centro, también cronológico, de estas “flores” emerge el personaje del que solemos hacer descender todo el pensamiento médico occidental: Hipócrates de Cos (circa 460-377 a. C.).
También, por lo que se refiere a la medicina en la Grecia del siglo V, es probablemente más adecuado hablar de una gran floración, más que de un “nacimiento”, y esa floración está ligada en gran medida al tránsito desde la oralidad a la escritura en la transmisión de los conocimientos médicos; de forma análoga ocurre en la misma época con la filosofía, con el tránsito desde la oralidad de Sócrates a Platón, que escribe los célebres Diálogos[13].
Este es el periodo en el que se constituyen las technai, las artes o técnicas, es decir, dimensiones del saber dotadas de un tema y de un método específicos, que se van definiendo al distinguirse de otras (oratoria, música, arquitectura, náutica, medicina…)[14]. Pero probablemente todo eso no habría bastado si no hubiese sido “catalizado” por la figura de un hombre con una personalidad extraordinariamente innovadora e influyente como fue ciertamente la de Hipócrates de Cos. Y por primera vez en nuestra historia toma protagonismo el “factor humano”, aunque sea en un contexto en el que no siempre es fácil distinguir entre historia y leyenda o, lo que es lo mismo, entre hechos realmente sucedidos y una reconstrucción idealizada a posteriori, tan frecuente también en la historia de la medicina más reciente[15].
El gran escritor enciclopédico romano Aulo Cornelio Celso (siglo I), en su De medicina, afirma con decisión:
Es Hipócrates de Cos, según algunos, discípulo de Demócrito, el primero cuya figura fue considerada digna de ser transmitida a la posteridad, porque, siendo un hombre en el que el arte (ars) y el talento literario (facundia) eran igualmente insignes, separó esta disciplina (disciplina) de los estudios filosóficos (studium sapientiae)[16].
Y, como veremos, la separó también de la visión mágica y religiosa de la medicina.
Con certeza no se puede decir mucho sobre la vida de Hipócrates[17]. Seguramente era originario de la isla de Cos o Kos, en el Dodecaneso, frente a la costa turca, y pertenecía a una familia aristocrática de médicos, los Asclépidos, que se transmitían de padres a hijos los secretos del arte curativo y que hacían remontar el origen de su estirpe nada menos que a Asclepio, el dios de la Medicina[18]. Los dos episodios-leyenda más célebres de su vida han sido representados con frecuencia en obras de arte:
El primero: Hipócrates es llamado para curar la presunta locura de Demócrito (cuyos conciudadanos juzgaban poco sano simplemente porque se reía de las convicciones comunes de la gente...) y acaba por apreciar la profunda sabiduría del filósofo[19]. El episodio ha sido recogido, por ejemplo, por Pieter Lastman, el maestro de Rembrandt, en una pintura que hoy se conserva en el Palais des Beaux-Arts, en Lille.
El segundo: Hipócrates rechaza los dones del rey persa Artajerjes, que le pedía socorrer a su pueblo golpeado por una grave enfermedad: «De la abundancia de los persas no me está permitido gozar, ni de librar a los bárbaros de sus enfermedades, porque son enemigos de Grecia»[20]. Este episodio ha sido inmortalizado por Anne-Louis Girodet, pintor romántico célebre por sus retratos de Napoleón, en una gran tela pintada en Roma en 1792[21] y que hoy se conserva en la facultad de Medicina de la Universidad René Descartes, en París.
Y he aquí que emerge el primer problema ético de la historia de la medicina: ¿el médico debe curar también a los enemigos? Hipócrates parece convencido de que no…
Pero si se había negado a socorrer a los persas, no parece que Hipócrates ahorrara esfuerzos con sus connacionales, durante una pestilencia que golpeó a Grecia durante una decena de años tras la célebre peste de Atenas contada por Tucídides. En esta ocasión parece que el médico de Cos se empeñó con eficacia, enviando a sus discípulos a las diversas regiones afectadas, de forma que mereció honores por parte de muchas ciudades griegas. Los atenienses le ofrecieron una corona de oro y la iniciación a los misterios eleusinos[22].
Pero Hipócrates nos resulta más conocido y más útil a través de sus escritos que por inciertas leyendas sobre su existencia histórica… Para nosotros es mucho más importante que, gracias al trabajo de los monjes medievales[23], se hayan conservado un gran número de textos médicos atribuibles directamente a Hipócrates o a algún exponente relevante de su escuela[24]. El así llamado Corpus Hippocraticum está constituido por cerca de sesenta escritos de tema médico, en lengua jónica, con una datación entre los siglos V y IV. Fueron publicados en París por el médico y literato Emile Littrè, entre 1839 y 1861, en una edición monumental de diez volúmenes con texto griego y francés[25]. Cuáles de esos escritos son atribuibles ciertamente a Hipócrates y cuáles a sus discípulos es una cuestión que continúa abierta, y que ha asumido caracteres semejantes a la célebre “cuestión homérica”. A pesar de un cierto carácter unitario de estos escritos médicos, todos caracterizados por un espíritu racional hasta entonces desconocido y que testimonia al menos la existencia de una escuela innovadora y compacta en sus principios fundamentales, no faltan en ellos diferencias de terminología y de doctrina[26].
Principales aspectos de la doctrina médica hipocrática
a. La enfermedad sagrada: la primera desacralización de la medicina
Como hemos anticipado ya algo, completemos ahora el tema de la relación entre la medicina hipocrática y la tradicional medicina religiosa.
El culto al dios Asclepio se había difundido y consolidado en toda Grecia —a menudo en relación al de Apolo que, al menos en una versión del mito, era padre de Asclepio— a través de complejas estructuras religiosas. Se llamaban asclepeia, y eran lugares sagrados en los que se mezclaban el culto religioso, la magia y las prácticas terapéuticas (arcaicas, sí, pero no por eso necesariamente ineficaces[27]).
El más célebre de los asclepeia fue el de Epidauro, donde los enfermos, después de solemnes ritos de purificación en el templo, dormían (incubatio) en un edificio especial, con pórticos, denominado enkoimeterion. Las serpientes sagradas (no venenosas) se agitaban entre los durmientes y el dios se les aparecía en el sueño, ofreciéndoles indicaciones higiénicas y terapéuticas para recuperar la salud con la ayuda del sacerdote-médico[28]. A veces los enfermos dejaban en el templo tablillas con el testimonio escrito de alguna curación milagrosa y, según una leyenda, el mismo Hipócrates habría robado algunas de esas tablillas para hacerse con el saber médico.
En realidad, Hipócrates, que no era ciertamente ateo, comienza a distinguir la medicina de la religión, atribuyendo a la primera una autónoma capacidad de curación, derivada de la competencia técnica del médico. El ejemplo más clásico de este cambio de perspectiva se encuentra en el tratado hipocrático titulado De morbo sacro [la enfermedad sagrada]. Así era llamada la epilepsia, enfermedad “sacra” por antonomasia, a causa de sus típicas e impresionantes manifestaciones (convulsiones repentinas, rigidez, pérdida de la consciencia…), que parecían evidenciar que un espíritu maligno se había apoderado del enfermo. Nada más claro que algunos fragmentos de este breve pero iluminador tratado:
A propósito de la llamada enfermedad sagrada, he aquí lo que ocurre: me parece que no es en modo alguno más divina ni más sagrada que las demás enfermedades, sino que tiene una causa natural. Pero los hombres creyeron que su causa era divina —o por inexperiencia o por el carácter maravilloso de la dolencia, que no se parece en nada a las otras enfermedades— (…). Yo creo que los primeros en considerar sagrada esta enfermedad fueron hombres del tipo de los magos, purificadores, charlatanes y embusteros aún hoy existentes. También estos presumen de muy piadosos y de saber más que nadie. Y en efecto, estos hombres, amparándose en lo divino, utilizándolo como pretexto de su incapacidad para encontrar un remedio que con su administración reportase alguna utilidad, y para no ser tachados de ignorantes, consideraron sagrada esta afección (...).
A esta enfermedad no la considero más divina que las restantes, sino que tiene idéntica naturaleza que las demás enfermedades y la misma causa de donde cada una deriva. Y no es menos curable que las otras, a no ser que haya arraigado de tal modo por el largo tiempo transcurrido, que sea ya más poderosa que los remedios aplicados (…).
La verdadera raíz de esta dolencia, como también de las demás enfermedades, está en el cerebro, y expondré con toda claridad de qué modo y por qué motivo surge (…).
También por obra suya deliramos, enloquecemos, sufrimos la presencia de pesadillas, terrores —unas veces de noche, otras incluso durante el día—, insomnios, extravíos injustificados, preocupaciones infundadas, desconocemos cosas habituales y realizamos actos insólitos. Todos estos fenómenos son producidos por el cerebro, cuando no está sano y se calienta o enfría más de lo natural, o se humedece o seca, o experimenta cualquier otro fenómeno antinatural o inhabitual. El que sepa, a base de un régimen alimenticio, producir en los hombres lo seco y lo húmedo, lo frío y lo caliente, podrá curar también esta enfermedad, con tal de que sepa reconocer el momento oportuno para aplicar los medios provechosos, prescindiendo de purificaciones y magias[29].
Con ese texto se consuma, por tanto, la primera desacralización de la medicina por parte de un autor que es auténticamente religioso (como veremos también al analizar el célebre Juramento). Pero Hipócrates, además de encaminar a la Humanidad hacia una concepción racional de la enfermedad y de su curación, parece intuir también que la religión no está hecha para suprimir en los hombres el trabajo de estudiar, de conocer, de pensar, de obrar… Hipócrates argumenta de forma eficaz que esta enfermedad es como todas las demás; tiene una causa en el cerebro y se le puede poner remedio a través de algún tratamiento que se “oponga” al tipo de desequilibrio sufrido por este órgano fundamental de la economía humana.
Pero en los textos antes citados vemos que emerge también otro eje básico de la doctrina hipocrática, el que tendrá una influencia más duradera en la medicina posterior: la teoría humoral.
b. La naturaleza del hombre: el nacimiento de la teoría humoral
La célebre teoría de los cuatro humores encuentra su expresión más clásica en el tratado hipocrático sobre La naturaleza del hombre que, si escuchamos a Aristóteles, es una obra no de Hipócrates sino de Polibio, alguien que, de todos modos, era su yerno, su discípulo predilecto y su principal continuador[30].
El cuerpo del hombre tiene, en sí, sangre, flema, bilis amarilla y [bilis] negra. Estas cosas constituyen la naturaleza de su cuerpo y por causa de ellas sufre o está sano. Está sano sobre todo cuando estos componentes se encuentran recíprocamente bien templados, por propiedad y cantidad, y la mezcla es completa. Sufre, en cambio, cuando uno de estos está en defecto o en exceso, o se separa del cuerpo, o no está templado con los otros. Ya que es necesario, cuando uno de ellos se ha separado y quede en sí, que no solo la región abandonada enferme, sino que también allí donde ha fluido y se detiene, sobreabundando, haya dolores y molestias. También, cuando uno de ellos fluye fuera del cuerpo en mayor cantidad de lo superfluo, la evacuación acarrea dolor[31].
En definitiva, una doctrina que afirma el predominio, en los estados de salud y de enfermedad, en el cuerpo humano, de los componentes fluidos sobre los sólidos. Por eso hay buena salud si es correcta la cantidad y la distribución de esos componentes fluidos; de lo contrario, hay enfermedad. Una doctrina que, podemos imaginar, arranca, por un lado, de observaciones empíricas, como los efectos corporales del desangramiento, deshidratación, o evacuación fisiológica o patológica; y, por otro, de los ideales de armonía, proporción y simetría de la arquitectura y el arte griego clásico.
A Hipócrates-Polibio no se le escapaban, además, las influencias positivas o negativas que, sobre el delicado equilibrio, tienen tanto las condiciones ambientales como el régimen alimentario y de vida:
El cuerpo del hombre tiene siempre en sí estos componentes, pero según el cambio de estación se hacen mayores o menores unos respectos a los otros, cada uno según su parte y su naturaleza. Como cada año participa de elementos, cálidos, fríos, secos y húmedos (…) así también si faltara algunos de los componentes en los que el hombre es engendrado, no sería posible la vida. Prevalece en el año ahora el invierno, ahora la primavera, ahora el verano, ahora el otoño: así también en el hombre prevalece o la flema o la sangre o la bilis, primero la amarilla, después la llamada negra (…). Así las cosas, se sigue que las enfermedades que aumentan en invierno se extinguen en verano; y aquellas que aumentan en verano cesan en invierno, al menos aquellas que no concluyen en un periodo de días (…). El médico debe curar las enfermedades en función del hecho que cada una de ellas prevalece en el cuerpo según la estación que le es naturalmente más afín (…). Algunas enfermedades derivan, además, del régimen [de vida]; otras del aire, inspirando el cual vivimos. La diagnosis de unas y otras conviene hacerla así: cuando muchos hombres son afectados de una sola enfermedad en el mismo tiempo, hay que imputar la causa a lo que hay en común y de lo que todos en primer lugar nos servimos: y eso es lo que respiramos. Está claro, en efecto, que el régimen de cada uno de nosotros no es la causa, porque la enfermedad golpea a todos sin tregua, a los jóvenes y a los ancianos, a los hombres como a las mujeres, a quien bebe vino y a quien bebe agua, a quien come tortas de cebada y a quien come pan, a quien hace muchos trabajos y a quien hace pocos. Por tanto, el régimen no puede ser ciertamente la causa, porque son afectados del mismo modo hombres que siguen regímenes de todo tipo. Pero cuando surgen enfermedades diversas en el mismo tiempo, está claro que los particulares regímenes son, para cada uno, la causa; y la terapia debe ser la contraria a la causa del mal, como ya dije en otro lugar, y un cambio de régimen[32].
La teoría de los cuatro humores, al menos en su funcionamiento general, era simple, coherente y comprensiva. Continuará siendo central en el saber médico durante más de dos mil años, hasta principios del siglo XIX. Su influjo cultural, como hemos visto en la Introducción, durará hasta hoy. Cuando nos lamentamos del temperamento excesivamente sanguíneo o melancólico de alguien o cuando, simplemente, nos levantamos de mal humor…
c) El arte: ¿qué es la medicina?
La medicina de Hipócrates tiene éxito y se difunde. Pero, como sucede con frecuencia, con el éxito crece también la hostilidad, la envidia… Emergen los primeros detractores: ¿cómo es posible, dicen maliciosamente, que haya enfermos que se curen sin ninguna asistencia médica y, al contrario, otros mueran a pesar de los muchos médicos que les rodean?[33]. Esta, en efecto, parece ser la crítica que escuece mayormente a Hipócrates y a su discípulo, que compone el breve tratado Perí tecnes, sobre el arte médica. La duda de que tantos proclamados éxitos de la medicina sean en realidad solo fruto de un caso afortunado:
Se convendrá que algunos sanen entre todos los tratados por la medicina; que no se curan todos: de esto se imputa al arte. Quien sostiene la tesis negativa, fundándose en aquellos que sucumben a la enfermedad, dice que quien sobrevive a la enfermedad lo hace por azar, y no gracias al arte[34].
Está ya lejos el tiempo homérico en el cual al médico le han reconocido un valor y un poder casi divino: «Un médico vale muchos hombres» (Ilíada, XI, v. 514)[35]. Y los médicos —una categoría que, hay que reconocerlo, raramente ha sufrido de complejo de inferioridad— se sentían obligados por primera vez a reflexionar sobre la naturaleza de su saber y de su práctica. De estas reflexiones emergen las nociones estructuradoras del acto médico:
En primer lugar, definiré lo que entiendo que es la medicina; en una primera aproximación, librar a los enfermos de los sufrimientos y ccontener la violencia de la enfermedad, y no curar a quien ya está vencido por la enfermedad, porque eso no lo puede hacer la medicina[36].
Aquí parece ya entreverse una clara toma de posición sobre los objetivos de la medicina —curar alguna vez, cuidar siempre («liberar a los enfermos de los sufrimientos y contener la violencia de las enfermedades»)— y sus límites: «No curar a quien ya está vencido por la enfermedad, porque eso no lo puede hacer la medicina» (lo que nos habla de consciencia de los propios límites, pero también de autoprotección…). Y la Medicina, añade enseguida el autor, está en condiciones de cumplir esos empeños, gracias sobre todo a su metodología racional:
Todo lo que sucede lo hace a causa de algo y este “a causa de algo” revela que la espontaneidad del azar no tiene sustancia alguna, es solo un nombre. La medicina, en cambio, se inserta tanto en el orden de “a causa de algo” como en el de las previsiones racionales y, por tanto, se revela y siempre se revelará como poseedora de una sustancia[37].
Emerge, pues, la noción de eziología (la búsqueda de la causa de una enfermedad). De lo que deriva la capacidad de distinguir y clasificar las enfermedades (nosología) y de dar con la presencia de un caso específico (diagnosis). Al final de ese proceso el médico debe estar en condiciones de formular una “previsión racional”, es decir, una prognosis[38].
Y he aquí, finalmente, la noción de terapia racional:
La consciencia exigida para comprender las causas de la enfermedad es la misma necesaria para saber también curarla con todos aquellos remedios que impiden que las enfermedades empeoren[39].
Ciertamente, leyendo estos textos quedamos un poco impresionados por la gran consciencia teórica y la mucho más modesta capacidad de extraer consecuencias prácticas[40].
d) Las epidemias: las primeras historias clínicas
Otra gran adquisición de la medicina hipocrática es ciertamente la consciencia de la gran importancia que reviste la reconstrucción del curso de la enfermedad. En el libro III del tratado titulado Las epidemias están lo que podemos definir como los primeros historiales clínicos de la historia. En ellos encontramos una cuidada descripción, día a día, del curso del estado de salud de un enfermo, hasta la crisis final y el desenlace, positivo o negativo. Hasta entonces, salvo raras excepciones, había solo descripciones genéricas de enfermedades, no de enfermos concretos… Leamos un par de estos historiales.
En primer lugar, el largo pero feliz caso de Anassión, de Abdera (nótese la importancia que se da al estado febril, a la calidad de la orina y de la tos, a la práctica de la sangría…):
En Abdera, Anassión, que yacía enfermo cerca de las Puertas Tracias, fue aquejado de una fiebre aguda; en el costado derecho, dolor incesante, tos seca, sin catarro en los primeros días; sed, insomnio, orina bien coloreada, abundante pero rara. El sexto día, delirio: ni los emplastos calientes sirvieron de nada. El séptimo día fue penoso: aumentaba la fiebre, los dolores no se aliviaban, la tos se hacía angustiosa, respiraba mal. El octavo día incidí a la altura del codo: la sangre fluyó copiosa y de aspecto normal: se aliviaron los dolores, pero la tos, seca, persistía. El undécimo día la fiebre disminuyó, sudó un poco por la cabeza, la tos y los catarros pulmonares se volvieron más húmedos. El vigésimo séptimo día tuvo una recaída de la fiebre; tosía, expectoró muchos catarros sólidos; en la orina, mucho sedimento blanco; se le quitó la sed, respiraba bien. El trigésimo cuarto día sudó por todo el cuerpo; sin fiebre, vino completamente en crisis [41].
Menos afortunado fue el caso de una mujer de Cizico que había parido hacía poco (quizá un antiguo caso de fiebre después del parto, con interesantes anotaciones sobre los aspectos psicológicos y relacionales):
En Cizico, una mujer que en un mal parto había parido a dos hijas, sin perfecta depuración loquial, tuvo el primer día una fiebre aguda, con escalofríos, y una dolorosa pesantez en la cabeza y en el cuello. Insomne desde el principio, pero callaba, triste y encerrada en sí misma, y no se dejaba guiar. Orina trabajosa y de mal color; sed, a menudo náusea, intestinito irregularmente suelto y después, al contrario, constipado. La noche del sexto día deliró mucho, no durmió nunca. Llegada al undécimo día deliraba y después le volvía la consciencia; orina negra, escasa, o, a intervalos, oleosa; desde el intestino, heces copiosas, claras y alteradas[42]. El décimo cuarto día, muchas convulsiones, extremidades gélidas, no volvió a ser consciente, cesó la orina. El décimo sexto quedó afónica; el décimo séptimo murió[43].
De veintiocho casos descritos en este libro, diez concluyeron en curación y dieciocho en muerte. Cada uno puede valorar estos resultados como le parezca, pero no hay duda de que esa modalidad de narración y de comunicación escrita de los casos clínicos ha tenido una importancia decisiva en la consolidación y transmisión del saber médico.
e) El Juramento: de los asuntos de familia a la ética médica
Pero hay un último elemento que debemos considerar en la revolución hipocrática, también por la importancia que ha tenido hasta nuestros días.
En la escena crucial de Extremes mesures [en España, Al cruzar el límite] un thriller médico de 1996 protagonizado por Hugh Grant, Sarah Jessica Parker y Gene Hackman, el neurólogo bueno (Grant) objeta al neurólogo malo (Hackman), que está desarrollando experimentos inmorales con mendigos y gente sin techo para intentar obtener la regeneración de las fibras nerviosas de la médula espinal. Y se opone diciéndole estas simples palabras: «¡Usted es un médico… y ha hecho un juramento…! ¡Usted no es Dios!».
También hoy ese juramento —aunque con algunas variantes respecto a la formulación original— concluye casi en todas partes los estudios de Medicina, como para subrayar que la identidad profesional del médico se basa no solo en competencias científicas y técnicas, sino también en cualidades morales.
Cuando pregunto a mis estudiantes sobre este punto, casi invariablemente noto cómo, en su gran mayoría, uno o dos de sus progenitores son médicos. No puede extrañar tanto que la medicina pre-hipocrática fuera casi exclusivamente de transmisión familiar. Pero Galeno, en Procedimientos anatómicos, anotará que «con el transcurso del tiempo pareció conveniente hacer partícipes de este arte no solo a miembros de la familia sino también a extraños»[44]. Y parece que precisamente en el momento de esta primera apertura de la profesión médica nace el famoso Juramento, que era precisamente un contrato de asociación profesional[45].
Leamos entonces este famoso Juramento “de Hipócrates”:
Juro por Apolo médico, por Asclepio, Higiea y Panacea, así como por todos los dioses y diosas, poniéndolos por testigos, dar cumplimiento en la medida de mis fuerzas y de acuerdo con mi criterio a este juramento y compromiso: Tener al que me enseñó este arte en igual estima que a mis progenitores, compartir con él mi hacienda y tomar a mi cargo sus necesidades si le hiciere falta; considerar a sus hijos como hermanos míos y enseñarles este arte,si es que tuvieran necesidad de aprenderlo, de forma gratuita y sin contrato; hacerme cargo de la preceptiva,la instrucción oral y todas las demás enseñanzas de mis hijos, de los de mi maestro y de los discípulos que hayan suscrito el compromiso y estén sometidos por juramento a la ley médica, pero a nadie más.
Haré uso del régimen dietético para ayuda del enfermo, según mi capacidad y recto entender: del daño y la injusticia le preservaré.
No daré a nadie, aunque me lo pida, ningún fármaco letal, ni haré semejante sugerencia. Igualmente, tampoco proporcionaré a mujer alguna un pesario abortivo[46].En pureza y santidad mantendré mi vida y mi arte.
No haré uso del bisturí ni aun con los que sufren del mal de piedra: dejaré esa práctica a los que la realizan.
A cualquier casa que entrare acudiré para asistencia del enfermo, fuera de todo agravio intencionado o corrupción, en especial de prácticas sexuales con las personas, ya sean hombres o mujeres, esclavos o libres.
Lo que, en el tratamiento, o incluso fuera de él, viere u oyere en relación con la vida de los hombres, aquello que jamás deba trascender, lo callaré teniéndolo por secreto.
En consecuencia, séame dado, si a este juramento fuere fiel y no lo quebrantare, el gozar de mi vida y de mi arte, siempre celebrado entre todos los hombres. Mas si lo trasgredo y cometo perjurio, sea de esto lo contrario[47].
Es sin duda un texto para meditar y comentar. Sin embargo, es lícito preguntarse, sobre todo ante las tomas de posiciones éticas más relevantes (como la explícita condena de la eutanasia y el aborto) si eso significaba que en aquel tiempo todos los médicos pensaban y actuaban de ese modo. Probablemente no. Es más: el hecho mismo que se debiera comprometer solemnemente a hacer o no hacer indica que muchos, también entonces, pensaban y obraban de otro modo.
***
Después de una larga vida, comenzada en Cos y continuada en la Grecia septentrional, Hipócrates murió en Larissa, en Tesalia[48]. Algunos biógrafos antiguos dicen que murió incluso a los ciento nueve años[49]. Nada mal para quien había comenzado el más célebre de sus Aforismos afirmando que «la vida es breve»[50].
La tradición literaria nos ha legado un epitafio que, se dice, estaba sobre su tumba;
Tesalio de paso, natural de Cos. Del tronco inmortal de Apolo. Aquí yace Hipócrates. Que logró innumerables victorias sobre las enfermedades. Con el arma de Higiea. Y adquirió una gloria inmensa no por azar, sino por su arte[51].
Hoy, a los turistas que visitan la Isla de Cos, aunque manifiesten por lo general muy poco interés por la historia de la medicina, se les muestra un gigantesco plátano, con siglos de vida, que cae sobre una antigua fuente. Se dice que es un lejano descendiente del árbol a cuya sombra se sentaba Hipócrates mientras enseñaba a sus discípulos el arte médico. Probablemente es solo una leyenda, pero siempre es útil recordar que en esa isla del mar Egeo nació el hombre que cambiaría la medicina. Para siempre.
[1] Se vea, por ejemplo, el fundamental Grmek 1985.
[2] Lewis 2003, pp.23-24.
[3] Mercuriale 1960, vol I, pp. IX-XIII.
[4] Mercuriale 1960, vol. I, p. 3.
[5] Hipócrates 2000, pp. 164 y ss.
[6] Castiglioni 1934.
[7] Osler 2010, p. 30.
[8] Majno 1982, p. 91.
[9] Majno 1982, p. 97.
[10] Sagrada Biblia. Citas por Biblia de Jerusalén, Desclée de Brouwer/Alianza Editorial, Madrid, 1975 (Nota del traductor).
[11] Levítico, 13, 1-8.
[12] Sirácide es llamado también Libro de la Sabiduría; aquí 38, 1-15.
[13] Grmek 1993-1998, vol. I, pp. 3-4.
[14] Grmek 1993-1998, vol. I, pp. 4-6.
[15] Bynum et al. 2006, pp. 28 y ss. (“Inventing medical tradition”)
[16] Citado por Grmek, 1993-1998, vol. I, p. VII.
[17] Grmek, 1993-11998, vol. I, nn. 7-8.
[18] Jouanna 1992, pp. 22-26.
[19] Jouanna 1992, pp. 36-37.
[20] Jouanna 1992, p.40.
[21] Jouanna, 1992, p. 41.
[22] Jouanna, 1992, pp. 51-53. Los misterios eleusinos eran ritos de iniciación anuales al culto a las diosas Deméter y Perséfone que se celebraban en Eleusis, en la antigua Grecia. De todos los ritos celebrados en la antigüedad, estos eran considerados los de mayor importancia.
[23] Grmek 1993-1998, vol. I, p. 17.
[24] Grmek 1993-1998, vol. I, pp. 15 y ss.
[25] Jouanna 1992, pp. 85 y ss..
[26] Jouanna 1992, p. 85 y ss.
[27] Angeletti-Gazzaniga, 2008, pp. 13-15.
[28] Iakovidis 1980, p. 130.
[29] Hipócrates, De morbo sacro. (se ha utilizado la traducción de José Alsina: revistes.ub.edu.index.php.Estudios Helenicos/article/download/5318/7078)
[30] Cfr. Grmek, vol. I, p. 52.
[31] La naturaleza del hombre, n. 4.
[32] La naturaleza del hombre, nn. 7-9, Hipócrates 2000, pp. 443-446.
[33] Cfr. Grmerk 1993-1998, vol. I, p. 35.
[34] El arte, n. 4.
[35] Citado por Grmerk, 1993-1998, vol. I, p. 37.
[36] El arte, n. 3.
[37] El arte, n. 6.
[38] Puede ser útil traer aquí una definición actual de esas dimensiones o fases del acto médico, también para subrayar la sustancial continuidad del pensamiento occidental en este ámbito (la tomo de Delfino et al. 1995). Etiología: término que indica la causa de la enfermedad. Nosología: clasificación de los procesos morbosos. Diagnosis: determinación de la naturaleza de un estado morboso adquirida desde la observación, de la anamnesis y de la sintomatología del paciente, además de los resultados de investigaciones instrumentales y análisis de laboratorio. Prognosis: juicio clínico sobre la evolución y el resultado de una enfermedad, además de sobre el tiempo necesario para la curación.
[39] El arte, n. 11. Terapia: conjunto de las prescripciones médicas dirigidas a obtener la curación de una enfermedad (Delfino et al. 1995).
[40] Grmek 1993-1998, vol. I, p. 39.
[41] Las epidemias, libro tercero.
[42] He encontrado esta traducción del siglo xv: https://books.google.it/books?id=fVu4NLKK5LMC&pg=RA1-PA207&dq=Hipocrates+epidemias&hl=it&sa=X&ved=0ahUKEwjivNbL_azbAhUiIcAKHZoMBFYQ6AEIKjAA#v=onepage&q=Cyzico&f=false
[43] Las epidemias, libro tercero.
[44] Galeno, Procedimientos anatómicos, Gredos, Madrid, 2003.
[45] Cfr. Grmek, vol. I, p. 11.
[46] No es fácil entender qué era el pesario: quizá varillas untadas con sustancias abortivas.
[47] Versión de Carlos García Gual, en Tratados Hipocráticos, vol. I, Gredos, Madrid, 1990 (nota del traductor).
[48] Web HIMETOP.
[49] Jouanna 1992m pp. 58-59.
[50] «La vida es breve, el arte vasto, la ocasión instantánea, el experimento incierto, el juicio difícil» (Aforismos, sección I, n. 1).
[51] Baisette 1934, p. 228.