Breve historia del Concilio Vaticano II - José Morales Marín  - E-Book

Breve historia del Concilio Vaticano II E-Book

José Morales Marín

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Beschreibung

El Vaticano II (1962-1965) es el Concilio de dos Papas (Juan XXIII y Pablo VI). Ha dejado una huella profunda, pues contiene en muchos aspectos el futuro de una Iglesia que asume la modernidad. Pablo VI fue su artífice y su principal protagonista. Breve historia del Concilio Vaticano II, publicado en su 50 aniversario, ofrece una excelente síntesis del acontecimiento y recuerda un Pontificado que ha supuesto un punto de inflexión para la historia de la Iglesia.

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Veröffentlichungsjahr: 2012

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JOSÉ MORALES

BREVE HISTORIA

DEL CONCILIO

VATICANO II

EDICIONES RIALP, S.A.

MADRID

Título original: Breve Historia del Concilio Vaticano II

© 2012 by JOSÉ MORALES

©2012 by EDICIONES RIALP, S.A.

Alcalá, 290 - 28027 Madrid (www.rialp.com)

Fotografía de cubierta: © Servicio Fotográfico - L’Osservatore Romano, 1963

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-321-4206-2

Realización ePub: produccioneditorial.com

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

El día once de octubre...

I. PABLO VI

II. UNA CONVOCATORIA NO ESPERADA

III. LA IDEA DE UN CONCILIO EN EL SIGLO XX

IV. UN CONCILIO DE REFORMA

V. TEMAS PARA EL CONCILIO

VI. LOS PADRES CONCILIARES

VII. LOS PERITOS DEL CONCILIO

VIII. ALGUNOS PROTAGONISTAS

IX. EL CARDENAL MONTINI Y SUS INTERVENCIONES EN LA COMISIÓN CENTRAL PREPARATORIA DEL CONCILIO Y EN LA PRIMERA SESIÓN CONCILIAR

X. LA PRIMERA SESIÓN DEL CONCILIO(11 OCTUBRE - 8 DICIEMBRE 1962)

XI. EL CONCILIO DE PABLO VI

XII. SEGUNDA SESIÓN CONCILIAR

XIII. TERCERA SESIÓN CONCILIAR

XIV. LA DECISIVA ÚLTIMA SEMANADE LA TERCERA SESIÓN CONCILIAR

XV. EL CONCILIO Y LA PRENSA

XVI. CUARTA SESIÓN CONCILIAR.ENMIENDAS PAPALES AL ESQUEMASOBRE LA REVELACIÓN

XVII. CUARTA SESIÓN CONCILIAR.LA DECLARACIÓN DIGNITATIS HUMANAE SOBRE LA LIBERTAD RELIGIOSA

XVIII. EL CELIBATO SACERDOTAL

CONCLUSIÓN

BIBLIOGRAFÍA

ÍNDICE ONOMÁSTICO

El día once de octubre de este año 2012 se cumple el 50º aniversario del inicio del Concilio Ecuménico Vaticano II, clausurado por Pablo VI el ochode diciembre de 1965. El Vaticano II es el Concilio dedos Papas. Juan XXIII anunció su convocatoria el 25 de enero de 1959, y Pablo VI lo llevó felizmente a término después de presidir y dirigir las tres últimas sesiones conciliares.

El Concilio Vaticano II ha dejado una huella profunda en la historia de la Iglesia. Puede decirse que este Concilio divide por su significado esa historia en un antes y un después. El Concilio contiene en muchos aspectos el futuro de la Iglesia, que en sus Constituciones, Decretos y Declaraciones ha querido asumir la modernidad.

El Papa Pablo VI (1963-1978) fue el artífice y el protagonista central del Vaticano II. El Concilio representa sin duda su mayor logro eclesial y su aportación principal a la renovación de la Iglesia. El 50º aniversario de la gran asamblea ofrece excelente ocasión para recordar y valorar la tarea conciliar de Pablo VI, que dejó constancia con motivo del Concilio de los mejores rasgos de su personalidad eclesial y humana.

El libro que el lector tiene en sus manos trata de evocar el acontecimiento perenne del Vaticano II y recordar a un Pontífice y a un Pontificado, que han supuesto para la historia de la Iglesia un punto de inflexión.

I. PABLO VI

La personalidad extraordinaria que fue Juan Bautista Montini, Papa Pablo VI, ocupó la sede de San Pedro desde el 21 de junio de 1963 hasta el 6 de agosto de 1978, fiesta de la Transfiguración del Señor. Nació el 26 de septiembre de 1897. Se había ordenado sacerdote el 29 de mayo del año 1920. Procedía de Brescia, en el norte de Italia, donde a finales del siglo XIX y comienzos del XX imperaba un cierto catolicismo liberal, que desaprobaba la política oficial vaticana del non-expedit y deseaba la plena integración de los católicos en la política italiana.

Giorgio Montini, padre de Juan Bautista, era editor de la publicación católica bresciana Il Cittadino, y desde 1919 hasta 1926 fue diputado del Partido Popular Italiano por la lista de Brescia.

Influido por el ambiente de su familia, Montini albergó desde joven fuertes sentimientos contrarios al fascismo y una firme idea del cristianismo como una fuerza capaz de provocar una honda trasformación de la sociedad.

En abril de 1925 entró a trabajar en la Secretaría de Estado, y en octubre del mismo año fue nombrado asistente nacional de la Federación Universitaria de Estudiantes Católicos, cargo que ocupó hasta 1933. En diciembre de 1937 fue designado por Pío XI sustituto de la Secretaría de Estado.

Cuando muchos embajadores en el Vaticano veían, durante estos años, trabajar al trío formado por Luis Maglione, Secretario de Estado de Pío XII, Tardini y Montini, no podían ocultar su admiración. La maquinaria de gobierno era arcaica, numerosos nuncios mediocres, el correo irregular y el dinero escaso. No siempre estaban bien informados de lo que ocurría. Y sin embargo, con estos inconvenientes sus juicios eran formidables. Poseían una extraordinaria intuición sobre personas y eventos. La experiencia de mil años, una tradición sabia, y una habitual actitud trascendente les conferían una serenidad, una prudencia, y un sano distanciamiento inigualables.

En agosto de 1944, fallecido el cardenal Maglione, Montini devino, junto con Domenico Tardini, colaborador directo de Pío XII. Fue nombrado prosecretario de Estado para asuntos ordinarios en noviembre de 1952, y arzobispo de Milán justamente dos años después. El 21 de junio de 1963, el cardenal Juan Bautista Montini fue elegido Papa Pablo VI.

Papa entró en el cónclave y Papa salió de él. Fue elegido por la mañana en el segundo día de las votaciones, en un cónclave pendiente del Concilio y su continuación. Parece que existió oposición seria a la elección de Montini, sobre todo por los partidarios de Agagianian y Lercaro, y todo apunta a que habrían sido los cardenales franceses los votos decisivos.

El cardenal Franz König, arzobispo de Viena, escribe en sus memorias: «Asociamos el esplendor y la gloria del Concilio con el papa Juan, pero fuePablo VI quien hubo de continuar el duro trabajo iniciado por él. Pablo VI tuvo que cargar con el peso del Vaticano II. Pienso que las generaciones futuras llegarán a una valoración más justa de su papel en el Concilio y que aumentará el aprecio hacia la obra que ha realizado. En mi opinión Pablo VI fue el mártir del Vaticano II. La muerte del Papa Juan en junio de 1963 dejó al Concilio en una situación crítica. ¿Qué iba a pasar en ese momento? ¿Quién iba a suceder al Papa Juan? y el sucesor, quienquiera que fuese, ¿continuaría el Concilio o lo interrumpiría? Todos los Padres conciliares, y con ellos toda la Iglesia, esperaban con agitación. Mi habitación, muy modesta en el cónclave, estaba próxima a la del cardenal Montini de Milán. El primer día por la tarde quedó ya claro «de dónde soplaba el viento», por así decir, y que Montini iba a ser elegido. Pero él parecía tan abatido que tomé la decisión de visitarlo. Cuando le dije que también yo compartía la opinión general de que él iba a ser elegido al día siguiente, y que ello me alegraba sobremanera, trató de persuadirme de que estaba equivocado. Se despidió con estas palabras: «Me encuentro rodeado por una densa oscuridad y sólo puedo esperar que el Señor me saque de ella». Cuando fue elegido al día siguiente, temí que dijera «No», como había sucedido repetidamente en los cónclaves. Pero Montini dijo «Sí», aunque de un modo muy vacilante. No quería ser Papa, pero aceptó la elección»1.

Juan XXIII (1958-1963) y Pablo VI han sido los Papas del Concilio Vaticano II (1962-1965). Si se considera que Juan XXIII merece en alguna medida el nombre de profeta de tiempos nuevos para la Iglesia, hay que afirmar que los profetas parecen a veces designados por la Providencia para gravar las espaldas y las responsabilidades de quienes vienen después de ellos.

Los profetas señalan metas y horizontes nuevos, pero no suelen indicar los caminos que han de recorrerse para llegar a ellos, ni se imaginan siempre que el recorrido de esas vías puede exigir energías sobrehumanas. Cayó así sobre Pablo VI la tarea prácticamente imposible no sólo de dirigir una asamblea, que en diversos aspectos parecía intratable, sino de conducirla a buen término.

Algunos le han llamado el Papa de las tempestades, y puede decirse en verdad que heredó una revolución y una honda crisis en la Iglesia, a la que hubo de hacer frente, dominar con equilibrio y sentido pastorales, y encauzar con autoridad y persuasión. El posconcilio no fue menos difícil que el Concilio, porque las mismas fuerzas centrífugas que se habían mostrado activas durante las sesiones conciliares continuaron haciendo problemático el gobierno de la Iglesia y la aplicación satisfactoria de los textos promulgados por la gran Asamblea con la aprobación del Papa. El aggiornamento impulsado por Juan XXIII desató turbulencias que el buen Papa no había podido imaginar. Fue su sucesor quien debió afrontarlas.

Pablo VI fue un carácter y un temperamento de continuidad con el de monseñor Montini, exceptuando naturalmente la viva conciencia papal que impregnó su personalidad desde su elección en junio de 1963. Con el mismo estilo con que presidió la Federación Universitaria Italiana, procuró gobernar la Iglesia: era un estilo ajeno al autoritarismo, apoyado siempre en motivos razonados y evangélicos, y atento a la justicia y juego limpio contenidos en el mensaje cristiano.Pablo VI poseía un sentido poderoso de la identidad de la Iglesia, y de su misterio, lo cual le permitió empeñarse a fondo en una honda renovación histórica.

He aquí el juicio que el recién elegido sucesor de Juan XXIII merecía al futuro cardenal Congar: «El cardenal Montini es un hombre superiormente inteligente y bien informado. Produce una profunda impresión de santidad. Retomará el programa de Juan XXIII, pero evidentemente no a la manera de Juan XXIII, y puede ser que tampoco en el mismo espíritu. Será mucho más romano, más del tipo de Pío XII: querrá, como Pío XII, determinar las cosas a partir de las ideas, y no simplemente dejarlas devenir desde aperturas hechas por un movimiento del corazón. Amará igualmente el mundo, pero en una línea de solicitud».

Pablo VI no era muy distinto a como aparecía ante la gente. No había dos imágenes de Pablo VI. Era ante todo un hombre creyente, un hombre religioso. De todo Papa se espera ciertamente que lo sea. Pero la religiosidad de Pablo VI y su religión decaridad formaban un todo con los demás aspectosde su carácter. El viaje a Fátima expresó intensamente su alma religiosa, y la acogida de la muchedumbre sencilla, que lo había comprendido, hizo de ese viaje una de las escenas más impresionantes del pontificado. Hablaban allí la religión y el amor cristianos.

Cristo y la Iglesia eran como los focos o centros de su mundo interior. En el marco de una piedad cristocéntrica, Pablo VI amó a la Iglesia como si fuera una criatura viva en sus brazos, y este amor inspiraba sus acciones, incluso las más sencillas y modestas. Era un espíritu místico.

Pablo VI era humilde. Es frecuente señalar el contraste de personalidad entre Juan XXIII y su sucesor. Se invocan entonces las oposiciones de origen humilde/procedencia ciudadana; expansivo/reservado; intuitivo/reflexivo; bromista/serio; sugerente/explícito, etc. Pero a los dos Papas era común un estilo humano de humildad. El anciano cardenal Bevílacqua, que había sido padre espiritual de Pablo VI, dijo en cierta ocasión al profesor Manzini, director de L´Osservatore Romano: «no puede usted creer lo grande que es la humildad del Papa»2. Detrás de un porte de sólida dignidad, Pablo VI escondía una humildad profunda ante Dios y ante los hombres.

Era afectivo, leal y dedicado a sus amigos, lo cual desbarata una imagen del Papa como frío, austero y alejado de los demás. La representación de Pablo VI como «amlético» (de un Hamlet víctima de la perplejidad y la duda), es errónea. El Papa no gustaba de la improvisación y se tomaba el tiempo necesario para decidir los graves y complejos asuntos que eran su responsabilidad. Se sentía el Papa de todos, y debía ser justo con reformistas y conservadores, con el episcopado de la Iglesia universal y con la Curia Romana; debía moderar los impulsos de los más avanzados y activar el paso de los más lentos, de modo que se conservaran intactas la unanimidad y la unidad de toda la Iglesia, que había de avanzar al mismo paso.

Consideraba el Papado como la magistratura divino-humana más universal, a la que atañe la totalidad de la experiencia del mundo y de los hombres. Esta percepción tiene mucho que ver con el sufrimiento de Pablo VI, que tuvo un pontificado muy diferente al que tal vez se había imaginado. El poeta italiano M. Luzi llegó a definir a Pablo VI como ‘el maestro del dolor’, y en verdad sufrió probablemente más que la gran mayoría de sus antecesores. Se ha hablado de su martirio, porque, entre otros padecimientos, hubo de hacer frente y asumir crueles decepciones, derivadas de la presencia del ‘humo del infierno’ dentro de la misma Iglesia, del escaso progreso ecuménico, del disenso eclesial creciente, y de los límites de la persuasión pastoral como modo de gobierno. Coronado de espinas en lugar de la tiara papal que dejó de usar, su pontificado no fue, sin embargo, un vía crucis. En la Carta sobre la alegría cristiana (1975), el Papa, que no era un optimista por naturaleza, trató de infundir a todos el sentido de la paz y la serenidad que nunca le abandonaron.

Pablo VI fue un ser de gran humanidad. Su apariencia reservada albergaba púdicamente un alma de fuego. Era una «figura gigantesca», en palabras de Juan Pablo II. Vivía un humanismo que había aprendido del Evangelio, no de filósofos o sociólogos. La Ecclesiam Suam, su primera Encíclica, no fue sólo el programa del pontificado sino su propio autoretrato.

El diálogo era para Pablo VI —en opinión de Jean Guitton— un método de conocimiento, un medio de investigación y reflexión, y un proceso de asimilación de la verdad del otro. Era un diálogo con el mundo, con la Curia Romana y el Episcopado, con los fieles cristianos, los protestantes y los no-creyentes.

En la reforma de la Curia, establecida por la Constitución Apostólica Regimini Ecclesiae Universae, rehízo un sistema curial que se consideraba inamovible. En lugar de órganos caducos se erigieron nuevos organismos, como el Consejo de laicos, las Comisiones pontificias Iustitia et pax y Cor unum, la Oficina de Prensa, la Prefectura de Asuntos económicos… Títulos honoríficos heredados del pasado y usos anacrónicos desaparecieron gradualmente. El Santo Oficio, sustituido por la Congregación para la Doctrina de la fe, se beneficia hoy de la ayuda de la Comisión Teológica Internacional y de la Comisión Bíblica. El Sínodo de obispos reúne periódicamente en Roma, en torno al Papa, a la Iglesia de los cinco continentes.

Siendo Pablo VI un hombre pensativo y abierto y con gran tranquilidad de ánimo, dice Jean Guitton que «había en él un defecto, por exceso, en el campo de la caridad, porque amaba más a los lejanos que a los próximos, de tal modo quería extender hasta el extremo el amor a los demás»3. Nunca pensó en visitar Irlanda, Bélgica, España, Francia, por demasiado vecinas. Un no-creyente o no-católico tenía más posibilidad que otros para ser recibido en audiencia por el Papa. Pensaba que todos sus colaboradores y ejecutores del Concilio sentían por la Iglesia el mismo amor desinteresado que él sentía, y que los ímpetus reformistas de esos hombres eran siempre sinceros y solventes.

Elocuente en la palabra, Pablo VI usaba y dominaba el lenguaje de los gestos, que expresaban y creaban nuevas situaciones. Los viajes pontificios venían cargados de una gran eficacia interpretativa y valor simbólico. El viaje a Tierra Santa, por ejemplo, ocurrido en pleno Concilio y el primero de un Papa después de San Pedro, quería significar un retorno a la fuente de la Iglesia, que es Jesús de Nazaret. El gesto de renunciar a la tiara para preferir la mitra, expresaba la condición de Obispo de Roma, partícipe de la colegialidad episcopal…

Existe práctica unanimidad en considerar que los momentos cruciales y más críticos del pontificado de Pablo VI son el debate conciliar sobre la colegialidad, el disenso provocado por la Encíclica Humanae Vitae, la rebelión de la Iglesia de Holanda, especialmente en torno a la doctrina y la práctica del celibato, el cisma de Mons. Lefebvre, y el asesinato de Aldo Moro por las brigadas rojas meses antes de la muerte del Papa.

Pablo VI mantuvo unida a la Iglesia en un momento histórico de dificultades gravísimas, desconocidas en el mundo católico desde la revolución y división religiosas del siglo XVI. Y lo hizo sin pronunciar anatemas ni ceder en puntos de fe. Muchos no pueden olvidar la serena muerte del Papa en Castelgandolfo el 6 de agosto de 1978, los funerales en la plaza de San Pedro, y los sonoros aplausos que llenaron la plaza cuando el ataúd fue levantado de la tierra donde había estado humildemente depositado. Eran aplausos desacostumbrados en un funeral, y para una personalidad tan reservada y medida. Pero estaban cargados de significado: los presentes parecían haber comprendido en aquel último momento quién era Pablo VI, y querían manifestarlo.

1 Abierto a Dios, abierto al Mundo, Bilbao, 2007, 40-41.

2 A. UGENTI, Paolo VI. Un Papa da riscoprire, Torino 1985, 108.

3 Ibídem, 98.

II. UNA CONVOCATORIA NO ESPERADA

Es un acontecimiento escrito con letras mayúsculas en la larga historia de la Iglesia la ocasión de la Capilla papal, celebrada en la Basílica romanade San Pablo Extramuros el domingo 25 de enero de 1959, cuando el Papa Juan XXIII anunció a los 17 cardenales de la Curia reunidos en la sala capitular la convocatoria de un Concilio Ecuménico.

Durante la misa, celebrada en el altar de la confesión por el Abad de San Pablo, el Papa leyó, al Evangelio, una homilía en lengua italiana, donde resaltó cómo la doctrina cristiana no solo se encuentra al servicio de los grandes bienes espirituales, sino también de los elementos de prosperidad civil, social y política que los pueblos y naciones necesitan para su bienestar integral, especialmente para el uso de la libertad.

Nadie se imaginaba que, acabado el acto litúrgico en la Basílica, los cardenales serían convocados a la sala capitular del vecino monasterio benedictino para escuchar una alocución del Papa dirigida únicamente a ellos. Allí se encontraban Tedeschini, Confalonieri, Di Jorio, Roberti, Fumasoni Biondi, Fietta, Mimmi, Agagianian… Mientras se dirigían desde la Basílica a los claustros del monasterio, una vaga inquietud se había insinuado en muchos de ellos. ¿Qué fin podía tener una reunión como la que iba a tener lugar, en una circunstancia tan excepcional? Sólo un número muy pequeño de íntimos del cardenal Tardini, Secretario de Estado, sabía que el Papa había decidido anunciar cosas más bien sensacionales.