Brevísima relación de la destruición de las Indias - Bartolomé de Las Casas - E-Book

Brevísima relación de la destruición de las Indias E-Book

Bartolomé de las Casas

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Beschreibung

La "Brevísima relación de la destruición de las Indias" es una acusación de negligencia culpable lanzada contra la corona y sus consejeros, por su inacción ante los atropellos que ya le eran conocidos, con la esperanza de hacerles cambiar de actitud. El objeto de esta edición crítica y anotada es proporcionar al lector, de manera concisa y rigurosa, todas las herramientas necesarias para enfrentar no solo estas cuestiones fundamentales, sino también muchas que se derivan, además de las dificultades del texto, de su compleja recepción historiográfica, política e ideológica.

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Veröffentlichungsjahr: 2023

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Bartolomé de las Casas

Brevísima relaciónde la destruición de las Indias

Edición de José Miguel Martínez Torrejón

Índice

INTRODUCCIÓN

La Brevísima relación en la obra de Las Casas

Los hechos narrados

Las arcas y la conciencia del rey

La máquina retórica. Palabra y verdad

Fuentes

Ediciones, traducciones y (no)lecturas

Un arma en muchas manos

Imperios viejos, naciones nuevas

Revisionismo histórico y revolución académica

Historia del texto

ESTA EDICIÓN

El texto

El texto a prueba: las notas

BIBLIOGRAFÍA

BREVÍSIMA RELACIÓN DE LA DESTRUICIÓN DE LAS INDIAS

Argumento del presente epítome

Prólogo del obispo don fray Bartolomé de Las Casas o Casaus para el muy alto y muy poderoso señor el príncipe de las Españas don Felipe, nuestro señor

Brevísima relación de la destruición de las Indias

De la isla Española

Los reinos que había en la isla Española

De las dos islas de San Juan y Jamaica

De la isla de Cuba

De la Tierra Firme

De la provincia de Nicaragua

De la Nueva España

De la Nueva España

De la provincia y reino de Guatimala

De la Nueva España y Pánuco y Jalisco

Del reino de Yucatán

De la provincia de Santa Marta

De la provincia de Cartagena

De la costa de las Perlas y de Paria y de la isla de la Trinidad

Del río Yuyapari

Del reino de Venezuela

De las provincias de la tierra firme por la parte que se llama la Florida

Del Río de la Plata

De los grandes reinos y grandes provincias del Perú

Del nuevo reino de Granada

[Epílogo]

[Postscriptum]

[Apéndice]

Carta

CRÉDITOS

Introducción

nonumque prematur in annum, membranis intus positis

HORACIO,Ars poetica

Con esta cita encabezaba mi edición de 2006, para señalar que había invertido no nueve, sino diez años en familiarizarme apenas con el universo Las Casas. Triplico ahora el precepto horaciano: ya van 27 años. Entonces como ahora, el trabajo se dedica a mis alumnos de Queens, venidos a Nueva York desde las islas del Caribe y desde los volcanes de Guatemala, desde la Nueva Granada y la Nueva España, de Guayaquil y de Nicaragua, desde las orillas del Orinoco y las del Paraná, de El Salvador y el Perú, que con su esfuerzo y su espíritu de superación han sido un constante estímulo para seguir sobre la obra de Las Casas.

LA «BREVÍSIMA RELACIÓN» EN LA OBRA DE LAS CASAS

Para empezar a leer, entender, interpretar la Brevísima relación de la destruición de las Indias, hay que tener presente algo tan sabido como ignorado: no es una historia de la conquista y colonización de América; para eso Las Casas empezó a escribir su Historia de las Indias, cuyos tres gruesos volúmenes solo cubren las tres primeras décadas. La Brevísima es otra cosa enteramente distinta, y no está justificado poner en ella las expectativas que sí debemos tener ante un libro de historia. En segundo lugar, hay que tener en cuenta una circunstancia a menudo olvidada: se trata de una obra escrita en tres fases en un lapso de diez años (1542-1552). El escenario, los objetivos y los modos de actuación del padre Las Casas evolucionaron en este período, en el que alcanzó su máximo nivel de influencia sobre Carlos V y su entorno, mediante intensa y variada actividad a ambos lados del océano1.

Cuando en junio de 1540 regresa a Sevilla después de veinte años de ausencia, la conquista española de los centros neurálgicos de América (Caribe, México, Perú, Nueva Granada) es un hecho consumado. Los abusos de los conquistadores y consiguientes denuncias de obispos y misioneros eran pan de todos los días desde hacía décadas, y todavía no se había extinguido el eco de uno de los casos más egregios: la desposesión y muerte de Atahualpa en 1533, que disgustó al mismo Carlos V porque el inca era «príncipe coronado» y desató ríos de correspondencia y comentarios sobre la legalidad de la conquista del Perú. A estos abusos de facto se añadía en 1534 uno de iure, con la restauración legal de la esclavitud india, que había sido totalmente abolida en 1530. Vasco de Quiroga, oidor de la Audiencia de México, escribiría su Información en derecho para protestar la libertad natural de los indios y la ilicitud tanto de las guerras de conquista como de la esclavitud a que, siguiendo la teoría aristotélica de la esclavitud legal, se sometía a los prisioneros de las mismas (Castañeda 1974). Más eficaz fue fray Julián Garcés, obispo de Tlaxcala, que envió a fray Bernardino de Minaya a abogar directamente ante el papa. La respuesta no se hizo esperar: las bulas Sublimis Deus y Altitudo divini consilii (mayo y junio de 1537) dejan fuera de dudas la humanidad del indio, afirmando su libertad natural y su capacidad de ser evangelizado. Para hacer sus bulas efectivas, Paulo III añadió el breve Pastorale officium, encomendando al cardenal Tavera, primado de España, la excomunión de todo aquel que esclavizase indios o los despojase de sus posesiones. De este modo, a los gritos de protesta brotados de la experiencia colonial y misionera en las Indias, a las opiniones fundamentadas en la filosofía y el derecho, se une la voz oficial de la religión en cuyo nombre se estaba llevando a cabo la conquista. El asunto era grave, y todo el mundo se puso en movimiento: en cuanto Minaya regresó a España dispuesto a distribuir las bulas y llevarlas a Indias, el cardenal Loaísa, presidente del Consejo de Indias, lo hizo apresar y prohibió la difusión de las bulas; el emperador, por su parte, consiguió enseguida que el papa revocase su Pastorale officium (Martínez, 1974; Gutiérrez, 1992, 413-429v; Adorno, 2007b, 101-108).

Pero la intranquila conciencia de Carlos V se vería aún particularmente agitada por las relecciones teológicas que pronunció el padre Vitoria en su cátedra de Salamanca, sobre todo las dos De indis (1539), en que se cuestionaban no ya los métodos y la legitimidad de la conquista, sino la del dominio mismo sobre las Indias, pues, aunque este derecho había sido conferido a los Reyes Católicos por Alejandro VI, el papa, argumentaba Vitoria, no tenía poder temporal universal, no era el dueño del mundo, como tampoco lo era el emperador. De manera igualmente expeditiva quedaban invalidados los que hasta entonces habían sido justificantes infalibles de la conquista (el derecho procedente del descubrimiento, la obligación de extender el cristianismo, los pecados de los indios). La cólera de Carlos V contra quien así se atrevía a interferir en su política no se hizo esperar: mandó inmediatamente secuestrar todas las copias de las relecciones, prohibiendo su impresión, así como la discusión pública de asuntos de Indias:

Venerable prior del monasterio de Santisteban de la ciudad de Salamanca: [...] algunos maestros religiosos de esa casa han puesto en plática y tratado en sus sermones y en repeticiones del derecho que nós tenemos a las Indias [...] por la presente vos encargamos y mandamos que luego sin dilación alguna llaméis ante vos a los dichos maestros y religiosos que de lo susodicho o de cualquier cosa dello hobieren tratado, [...] pública o secretamente, y recibáis dellos juramentos para que declaren en qué tiempos y lugares y ante qué personas han tratado y afirmado lo susodicho, así en limpio como en minutas y memoriales, y si dello han dado copias a otras personas eclesiásticas o seglares. Y lo que así declararen, con las escrituras que dello tovieren, sin quedar en su poder ni de otra persona copia alguna, lo entregad por memoria firmada de vuestro nombre [...] y mandarles heis de nuestra parte y vuestra que agora ni en tiempo alguno, sin espresa licencia nuestra, no traten ni prediquen ni disputen de lo susodicho, ni hagan imprimir escritura alguna tocante a ello (en Hanke, 1949, 374-375).

Por lo menos el emperador (a diferencia de lo que sucede en nuestros días) empieza aquí por admitir que solo conoce el asunto de oídas: por eso no había notado que Vitoria, tras aclarar que la bula de Alejandro VI era un «título ilegítimo» para la conquista, discutía una serie de «títulos legítimos» que justificaban lo fundamental en torno a lo hecho en América. Quizá por eso, estas medidas y advertencias no tuvieron consecuencias graves, ni siquiera a corto plazo. Vitoria no volvería a hablar del tema en público, pero otros se encargaron de mantener viva al más alto nivel la meditación sobre los asuntos de Indias2.

Todo eran triunfos para los defensores de los indios, pero triunfos teóricos, que no era fácil llevar a la práctica mientras siguiese en vigor el sistema de administración de las colonias basado en la encomienda. Pese a su supuesto propósito de servir para que indios y colonos intercambiasen cristianización y educación por un servicio personal en régimen de libertad, esta institución distintiva de la colonización hispánica constituía un modo de dominio cercano a la esclavitud y desentendido de la evangelización. Por eso, el paso definitivo hacia la reforma se daría a impulsos del estamento religioso indiano: en México, el incansable arzobispo fray Juan de Zumárraga convocó una junta eclesiástica para discutir los modos de llevar a la práctica la bula Altitudo divini consilii, que exigía la instrucción religiosa de los indios antes de poderlos bautizar y considerar cristianos, prohibiendo los bautizos en masa, que se realizaban sin mediar instrucción alguna. Se trataba de un asunto importante por sus consecuencias religiosas y sociales, pues estos bautizos proporcionaban a los encomenderos el legalismo que les eximía de mayores esfuerzos en pro de la evangelización: una vez que los indios eran conversos, podían dedicarlos enteramente al trabajo. Sin proponérselo, los franciscanos colaboraban con los encomenderos, al considerar timbre de gloria el enorme número de bautizados por ellos. Traer misioneros más genuinamente empeñados en su tarea y conseguir decretos del emperador que apoyasen los del papa eran las soluciones posibles, y para ello los frailes obispos, como dos años antes habían hecho con Minaya, comisionan a fray Bartolomé de las Casas, quien ya había demostrado su competencia para tales empresas: años atrás, siendo prácticamente un desconocido, su pericia y tenacidad le habían granjeado entrevistas fructíferas con Fernando el Católico, los regentes y ministros de Carlos V y hasta con el mismo emperador (Parish y Weidman, 1992, 23-28, 42-45).

De modo que, cuando en 1540 Las Casas vuelve a España, viene bien provisto de cartas de recomendación: además de las de los cinco obispos de Nueva España (fray Juan de Zumárraga, de México; fray Vasco de Quiroga, de Michoacán; fray Julián Garcés, de Tlaxcala; fray Juan López de Zárate, de Oaxaca; fray Francisco Marroquín, de Guatemala), ha obtenido las de los gobernadores de Guatemala (Alonso Maldonado, saliente, y Pedro de Alvarado, entrante) y la del cabildo de la ciudad. Debía informar al emperador de la situación y reclutar religiosos para todas las diócesis de Nueva España y para su proyecto de evangelización pacífica de Tezulutlán (luego Vera Paz, diócesis de Guatemala), donde logrará que no se permita la entrada a más españoles que a los misioneros (Bataillon, 1976, 181-243; Pérez Fernández, 1984, 497-537). Pero Las Casas alcanzó en su viaje mucho más de lo que se proponía inicialmente, porque tanto la intensidad de la andanada ideológica de los últimos años como las dificultades para llegar a un acuerdo respecto de las misiones ponían en evidencia el mal profundo que solo se podía remediar con una reforma en la raíz del sistema colonial. Había que adoptar una actitud mucho más agresiva de la que se había aplicado hasta entonces: había que conmover al emperador y a su Consejo de Indias, mostrarles su responsabilidad y el tamaño de su falta. No se trataba ya solo de construir el bien, sino de arrancar el mal, y a costa de pérdidas económicas inmediatas para todo el mundo, empezando por las arcas reales, que acabarían por beneficiarse, pero solo a largo plazo.

El inverosímil éxito de Las Casas en tan ímproba misión tiene mucho que ver con el penoso estado de ánimo en que se encontraba el emperador. A la muerte de la emperatriz Isabel en 1539 se sumó la inestabilidad en los Países Bajos, que Carlos V solventó yendo en persona a infligir un castigo ejemplar a Gante, su ciudad natal. Allí estaba cuando Las Casas llegó a la península, y desde allí se dirigió a Ratisbona, donde había conseguido organizar una dieta con la participación de Melanchton y Calvino, en un último intento de conciliar a católicos y protestantes. La Dieta de Ratisbona fue un fracaso, y hubo de disolverse con prisas ante la amenaza turca sobre Buda, ciudad que el archiduque Fernando perdería ese mismo año (1541), mientras su hermano el emperador partía para intentar conquistar Argel. Esta sorprendente iniciativa, de la cual se esperaba un triunfo fácil que levantase los abatidos ánimos españoles, fue un grave error: la expedición resultó en un gran desastre y acabó con la confianza del emperador en la providencia, pues consideró la derrota de Argel como castigo divino (Álvarez Fernández, 1999, 233-239).

Cuando Carlos V llega derrotado a Cartagena y desde allí a Valladolid, Las Casas lleva un año esperándole, y sabrá sacar partido de la sombría situación en beneficio de su programa para las Indias. De México llega por entonces un nuevo motivo de nerviosismo, una nueva carta para la baza de Las Casas: la noticia de la gran rebelión del Mixtón, en Nueva Galicia, que amenazaba el virreinato de la Nueva España. Ese es el contexto inmediato de los dos escritos complementarios destinados al emperador y su Consejo de Indias en ese año: los Remedios y la Brevísima relación, la solución para las Indias y el acicate para que se ponga en práctica. Ambos escritos ya aparecen explícitamente asociados por Alonso de Santa Cruz en su Crónica del emperador Carlos V [1923, 217-220], cuyo capítulo XLII trata «de cierta relación que dio al emperador un fraile [...] sobre la destrucción que los cristianos habían hecho», donde se explica que Las Casas vino en 1542 a la corte

e informó sumariamente de las grandes crueldades y destrucciones que los cristianos hacían y habían hecho en los indios. Y queriendo el emperador ser más enteramente avisado de aquellos casos, mandó al doctor Guevara y al licenciado Figueroa, de su Consejo, que juntamente con el Comendador mayor de León asistiesen con los del Consejo de Indias para ver lo que el fraile decía, y así se juntaron muchos días a cierta hora señalada hasta que del todo les leyó cierta relación que traía por escrito, bien copiosa. Él les informó de palabra, fuera de la dicha relación, de muchas otras cosas que convenían al servicio de Dios y de Su Majestad y del bien de los habitadores de las Indias Occidentales. La cual relación, queriendo recitar aquí brevísimamente fue decir...

Sigue lo que podría ser una síntesis de la Brevísima, en que Santa Cruz menciona a Pedrarias, Cortés, Alvarado, Pedro de Lerma y Ortal, en el mismo orden en que aparecen (ya sin sus nombres) en la versión que conocemos. Después de su lectura pública, Las Casas dio su parecer sobre «los remedios» que cabía implementar. No puede haber duda de que el cronista alude a versiones previas de la Brevísima y los Remedios. Sus destinatarios inmediatos fueron una comisión de trece personas nombradas por el emperador para oír al padre Las Casas y estudiar el problema de las Indias. Los resultados no se hicieron esperar: cuando el 21 de mayo Carlos V parte para presidir en Monzón las Cortes aragonesas, deja ordenado que se investigue a los oidores del Consejo de Indias, proceso que terminaría con el descubrimiento de corrupciones y cohechos, así como la destitución de dos oidores y del propio presidente, cardenal Loaísa. Dejó también Carlos V encargada la redacción de unas leyes para la reforma del gobierno indiano. Este es el origen de las que serán conocidas como Leyes Nuevas.

Mucho se ha especulado acerca del verdadero alcance de la influencia de Las Casas en la elaboración de estas leyes. Tradicionalmente se ha considerado que fue su inspirador, y todo apunta a que así fue, incluso el texto de la Brevísima, que, destinada a promover la acción aconsejada en los Remedios, no se limita a contar horrores, sino que contiene ecos de todas las polémicas relacionadas, incluyendo los títulos del dominio indiano, la legalidad de la esclavitud, la racionalidad de los indios, los métodos de evangelización, la destrucción económica: todos los fundamentos de la acción española en América se cuestionan, dejándolos de modo que solo una legislación de nueva planta podía resolver. Se puede afirmar que el impulso y el espíritu de reforma de las Leyes Nuevas se deben a la intervención de Las Casas, quien puso el acicate final y definitivo a un largo proceso renovador. Su presencia en las primeras reuniones de la comisión constituida con el fin de redactar las leyes es también elocuente sobre su papel en la concepción de las mismas. El texto de las leyes, sin embargo, fue escrito, o por lo menos finalizado y promulgado, al margen de Las Casas, quien, como el emperador y la corte, dejó pronto Valladolid rumbo a Monzón y luego a Barcelona. De allí seguiría viaje a Valencia, donde terminó de retocar y poner en limpio la Brevísima el 8 de diciembre. Por esos días conoció el texto de las Leyes Nuevas, y no lo aprobó por insuficiente, pues no suprimían las encomiendas que ya existían, sino que se limitaban a declararlas no hereditarias. La protesta de Las Casas llevaría al príncipe Felipe a promulgar unos anejos a estas leyes en febrero de 15433.

Por los mismos días en que se divulgaban las Leyes Nuevas, Las Casas era propuesto para el obispado del Cuzco, uno de los más extensos y ricos de las Indias, que rechazó. Unos meses después, sin embargo, aceptó el muy pobre de Chiapas, porque incluía Tezulutlán y el Lacandón, territorios donde quería experimentar sus métodos misionales, imposibles en un lugar tan rico y por tanto tan atractivo para los españoles como el Perú. Su etapa de obispo sería breve y amarga, pues desde fines de 1543, y al margen de cuál fuera su verdadero papel en la redacción de las Leyes Nuevas, en Indias era voz común que habían sido instigadas por el inquieto fraile, lo que, unido a sus predicaciones y medidas disciplinarias (prohibió a sus clérigos dar la absolución a aquellos colonos que tuvieran esclavos), le valió la hostilidad de sus feligreses desde que arribó a Ciudad Real de los Llanos de Chiapas en marzo de 1545 (Pérez Fernández, 1984, 581-582; 664-695). Estuvo en su obispado apenas un año, pues en marzo de 1546 salió para México con objeto de asistir a una junta de los obispos de Nueva España: los encomenderos habían logrado que se revocase la Ley de Herencia, parte fundamental de las Leyes Nuevas que impedía la perpetuación indefinida de las encomiendas. De aquella junta, dominada por Las Casas, salieron unas drásticas Doce reglas para confesores, que, con la excomunión como arma contra quienes cometiesen abusos, pretendían restaurar el espíritu y vigor de las Leyes Nuevas (Parish y Weidman, 1992, 49-81). De México, y para intentar detener su completa disolución, se dirigió a España sin pasar por Chiapas. Esta vez la vuelta fue definitiva.

Es en México donde saca la Brevísima de entre sus papeles y la pone al día, añadiéndole unos párrafos con noticias recientes sobre el Río de la Plata, la Florida (incluyendo el desenlace de la expedición de Hernando de Soto) y, sobre todo, la rebelión de Gonzalo Pizarro en el Perú, con la cual alcanzaba su cima la oposición de los conquistadores a las Leyes Nuevas. Este resultado calamitoso es probablemente lo que lleva a Las Casas a aprovechar la ocasión para distanciarse de unas leyes que, sobre amargarle su corto período en Chiapas, no habían dado más que problemas. Así se explica que, tras haber dicho en el último párrafo de la Brevísima que acabó la obra el 8 de diciembre de 1542, en Valencia, en su añadido de 1546 especifique que las desprestigiadas Leyes Nuevas fueron «publicadas» en noviembre de aquel año, y en Barcelona, como resultado de unas juntas en Valladolid de «personas de gran autoridad, letras y conciencia», entre las que tiene cuidado de no incluirse; tantos detalles innecesarios parecen una excusatio non petita. Los añadidos de 1546 indican también que Las Casas pensaba utilizar la Brevísima de algún modo en ese momento de desprestigio y persecución. Es posible que pensara publicarla, y quizá se frustró su proyecto, o lo abandonó por temor a la gran polvareda que se podría levantar. Por lo menos hubo un intento de distribuirla (y quizá hasta de imprimirla) con pseudónimo: la Historia sumaria y relación brevísima y verdadera de lo que vio y escribió el reverendo padre fray Bartolomé de la Peña, de la Orden de Predicadores, de la lamentable y lastimosa destruición de las Indias, islas y tierra firme del mar del Norte (1548) no es más que una paráfrasis algo ampliada, donde el nombre del supuesto autor apenas encubre el de nuestro fraile, cuyo padre se apellidaba Peñalosa. Más difícil es determinar si la nueva versión es resultado de la iniciativa de Las Casas, que la pudo encargar deseoso de difundir su mensaje sin dar publicidad a su autoría, o si, por el contrario, se trata de una apropiación de su obra y nombre por parte de un anónimo misionero4.

Lo cierto es que, tras esta breve reaparición, la Brevísima vuelve a su estado latente. Las Casas regresa a España en busca de soluciones. Dirigiéndose una vez más a la fuente misma del poder, piensa obtener modos de hacer eficaces las Leyes Nuevas, que no habían sido más que papel mojado. Fracasará en este empeño, y nunca más volverá a América, pero su lucha en favor de los indios continuará en otros frentes. Nada más llegar a Castilla, se entera de que Juan Ginés de Sepúlveda estaba tratando de imprimir su Democrates alter, donde justificaba todas las guerras que se les habían hecho a los indios y la servidumbre legal que se derivaba de las mismas; los indios además, como seres inferiores, podían ser sujetos a una servidumbre de orden natural. El Consejo de Indias le había negado el permiso necesario para la impresión, y el de Castilla había mandado examinar la obra en las universidades de Salamanca y Alcalá; Las Casas activó entonces su red de influencias, logrando que se dictaminase en contra de la impresión del Democrates alter (1548). Sepúlveda recurre al subterfugio de redactar una Apologia, una defensa de su obra que contiene lo esencial de la misma, y logra imprimirla en Roma, pero una vez más Las Casas se entera a tiempo y consigue que se mande recoger todos los ejemplares. Sepúlveda respondió denunciando el Confesionario de Las Casas ante el Consejo de Castilla y la Inquisición (Pérez Fernández, 1984, 747-765), y acabó pidiendo al Consejo de Indias «mirar con diligencia y comunicar con Su Majestad lo que toca al Confesionario del Obispo de Chiapas y a mi libro Democrates alter, que todo viene a ser un negocio de dos partes contrarias» (en Giménez Fernández, 1965, XXIX). Probablemente fue Las Casas quien, pensando en la misma polarización, instigó al Consejo de Indias para que gestionase junto a la Corona un enfrentamiento formal de ambos contendientes: una disputatio escolástica presenciada por una comisión de expertos que habría de decidir sobre qué posición debía prevalecer. Demostraba así Las Casas su confianza en su propia capacidad de argumentación dentro de los parámetros escolásticos, la «cierta e infalible ciencia» de que se gloría en la Brevísima, por encima del saber humanista de Sepúlveda. También en las más altas instancias del poder se confiaba en la capacidad de la disputatio para concluir una verdad indiscutible, de modo que Maximiliano y María de Austria, gobernadores de España en ausencia de Carlos V, convocaron las juntas de Valladolid5. Al mismo tiempo, prohibían la prosecución de toda conquista hasta que se determinase el resultado de la disputa, que no llegaría nunca: las juntas se celebraron en 1550-1551, pero diversos azares impidieron que los jueces emitieran un veredicto conjunto. Con todo, fray Domingo de Soto, presidente de la comisión, preparó un resumen de las deliberaciones, inclinándose en favor del defensor de los indios.

En el mismo 1550 Las Casas renuncia definitivamente a su obispado de Chiapas, alegando vejez y mala salud; pero el favor de los gobernadores y del emperador se confirma con la concesión de trescientos mil maravedíes de renta, que resolvían su siempre precaria situación económica. Con esta pensión Las Casas adquiere el derecho de residir en el colegio de San Gregorio de Valladolid, situación anómala dentro de la regla del colegio que le permitiría una vida estable sin tener que participar en las obligaciones de una comunidad religiosa, y por lo tanto una gran libertad de movimientos para seguir actuando y ejerciendo su influencia en los asuntos de Indias. Tras comprobar que incluso su gestión como obispo, miembro a la vez de la jerarquía política y la eclesiástica, terminaba en fracaso, en esta nueva etapa de su vida se dedica a promover la actividad misionera de las órdenes mendicantes, único campo en que todavía le parecía viable introducir mejoras. Una y otra vez logrará que Maximiliano y María le den vara alta en asuntos relacionados con las misiones, el principal de los cuales fue la creación de una nueva provincia de la orden dominica: la de San Vicente de Chiapas, constituida en el capítulo general de la orden en 1551 y que comprendía los obispados de Chiapas, Guatemala, Honduras y Nicaragua. La nueva provincia venía a ser la sustitución de su obispado fallido, el campo donde se podría llevar a la práctica la evangelización pacífica. En el espacio creado por esta segregación administrativa, Las Casas esperaba poder crear un mundo libre de las intervenciones de los dominicos de México y Perú, demasiado influenciables por los encomenderos. Para ello había que mandar misioneros escogidos y mantenerlos lejos de los centros de poder. Este es el motivo del último viaje de Las Casas a Sevilla, donde pasó todo el año 1552. Conseguido el permiso y reclutados treinta y dos frailes, Las Casas debería encargarse de todas las cuestiones prácticas y burocráticas relacionadas con su embarque hacia Honduras. La posibilidad de que estos jóvenes dominicos desertasen o, influidos por unos y otros, cambiasen de rumbo y se dirigieran a México o al Perú con el resto de la flota, era quizá el motivo más importante que animaba a Las Casas a mantenerse junto a sus misioneros hasta el último momento. Los preparativos ocuparon todo un año, durante el cual, y tal como se temía, la expedición quedó gravemente reducida: solo seis misioneros zarparían de Sanlúcar de Barrameda en noviembre de 1552 (Giménez Fernández, 1965, XXXVI-LI).

En contrapartida, Las Casas supo emplear bien el tiempo muerto de la espera: en el mismo convento donde se hospedaba, el de San Pablo de Sevilla, se guardaba el rico archivo y biblioteca de Hernando Colón, donde el fraile hizo acopio de documentación para su Historia de las Indias. Se ocupó también de preparar y hacer imprimir sus ocho Tratados, opúsculos escritos en su mayoría diez años antes, entre ellos la Brevísima relación. Ninguno lleva impresa aprobación ni privilegio, asunto que ha dado no poco que hablar. Los historiadores más benévolos atribuyen la falta al hecho de que Las Casas no pensó en su impresión «como formal edición para la venta, sino como reproducción policopiada para distribución gratuita». Lo cierto es que tenía prisa, pues quería que los misioneros pudiesen llevar consigo ejemplares de por lo menos los tres primeros:

El Octavo remedio, que constituye una durísima impugnación de las encomiendas, punto álgido de la discrepancia con los dominicos de Nueva España [...] [el] Tratado sobre los indios que se han hecho esclavos, cuestión de candente actualidad en torno a los apresados en Jalisco, en Nueva España, en la que se acentuó aquella discrepancia, y [...] [los] Avisos y reglas para los confesores, que reproduce su Carta pastoral en Chiapas a 20 de marzo de 1545, cuyas copias había mandado recoger el Consejo de Indias en [...]1548, y que al reprobar los derechos de los encomenderos como pecados que obligaban a restitución, agudizaba el planteamiento del Octavo remedio (Giménez Fernández, 1965, LXIII).

A los mencionados hay que añadir la Disputa o controversia, resumen de su enfrentamiento con Sepúlveda. Los seis misioneros salieron, en efecto, cargados de ejemplares de estos tratados, que habrían de leer durante la navegación y distribuir a su llegada, y que constituían una parte sustancial de su introducción al mundo indiano y a sus cuestiones palpitantes (Giménez Fernández, 1965, LXXV-LXXVI).

En los dos meses siguientes a la partida de la flota se imprimen la Brevísima relación, con su Carta en apéndice, Treinta proposiciones, Principia quaedam y el Tratado comprobatorio del imperio soberano. Las Casas ya no tenía barcos que llevasen estos libros a las Indias, y probablemente no los necesitaba; sin duda se llevó la mayor parte de los ejemplares a Madrid y Valladolid, donde tendrían mejor uso. En efecto, estos tratados son de índole muy distinta de los cuatro primeros y tenían poca aplicación en el mundo práctico de los misioneros. Fueron escritos para legisladores: en tres de ellos se discuten las bases jurídicas del «dominio soberano» de los reyes de Castilla sobre las Indias y los modos con que deben hacerlo efectivo, en el otro se muestra lo que, en cambio, se ha hecho hasta ahora: destruir. Como en 1542, en el momento de su composición, la Brevísima sirve de apoyo retórico a los otros tratados, se destina a conmover a sus lectores para que actúen de la forma sugerida en ellos.

Además de la prisa por embarcar los primeros tratados y la que ahora tenía por salir de Sevilla, Las Casas probablemente decidió prescindir de las licencias ante las dificultades y demoras que verosímilmente iba a encontrar para imprimir la Brevísima por vía legal. Así se explicaría también la acumulación de disculpas que encabezan este, el más conflictivo de sus opúsculos, al que presenta como escrito por encargo del cardenal primado para que lo leyera el príncipe Felipe, impreso ahora para su mayor comodidad. Todo ello junto a la exhibición de los emblemas de la dignidad del propio autor: su título de obispo, a pesar de que había renunciado a Chiapas hacía dos años, y, por primera vez en su vida, a los 68 años de edad, su supuesto apellido Casaus, añadiéndose un postizo tinte de nobleza rancia que no podía sino ayudar a la causa de su credibilidad6.

Y es que el padre Las Casas no se podía arriesgar a que no se autorizara la impresión de estos tratados. También para estos tenía prisa, aunque de origen muy distinto de la anterior, como él mismo explica al final de la Brevísima: las conquistas, prohibidas en 1550 con motivo de las juntas de Valladolid y su disputa con Sepúlveda, podían ser reemprendidas si se prestaba oídos a quienes «importunaban al rey por licencia y autoridad para tornarlas a cometer y otras peores». Para evitar que esto sucediera, las páginas que ahora añadió al principio y al final de la Brevísima subrayan y desarrollan algo que ya estaba en germen en la versión de 1542: la responsabilidad que el gobernante tiene incluso cuando ignora lo que sucede a su alrededor. La consonancia entre todos los opúsculos de ese año es total: dejan fuera de dudas la jurisdicción del rey sobre las Indias y así ponen de relieve su responsabilidad sobre cuanto sucede allí.

En sus dos momentos o versiones principales, en 1542 y en 1552, la Brevísima es, pues, un instrumento de persuasión: primero para abogar por una nueva reforma radical del sistema administrativo de las Indias, luego para que se detengan las guerras de conquista.

LOS HECHOS NARRADOS

Aunque su objeto principal no sea informar ni documentar hechos, el carácter suasorio de la Brevísima se configura a partir de un contenido doble, a la vez histórico y doctrinal. A primera vista, se presenta (y se percibe, sin serlo) como una historia total de la conquista de América, restringida a un aspecto: las crueldades cometidas por los conquistadores.

Cada capítulo se centra en una región, recorriendo el continente según la ruta marcada por la cronología de la conquista, desde la Española y las islas mayores del Caribe a Nueva Granada. Cada capítulo constituye una síntesis de unos hechos, de los cuales responsabiliza, en la mayoría de los casos, a un único conquistador principal: Ovando en la Española, Narváez en Cuba, Pedrarias Dávila en Centroamérica, Cortés en Nueva España, Nuño de Guzmán en Jalisco, Alvarado en Guatemala, Federman en Venezuela, Soto en Florida. Pero ninguno de estos nombres es mencionado. Fray Antonio Remesal, más hagiógrafo que biógrafo de Las Casas, atribuye esta omisión a su carácter piadoso. Una versión más realista es hoy día moneda corriente: es un hecho conocido que Las Casas no quiso que su Historia fuese publicada hasta pasados cuarenta años de su muerte, y se supone que ello se debe a motivos políticos, pues la Historia pone el dedo demasiadas veces en la llaga de las atrocidades, abusos y negligencias cometidas o permitidas por quienes tenían poder para contraatacar. La Brevísima, en cambio, mucho más cruenta, podría circular gracias a su omisión total de nombres (Hanke, 1951, XXXVIII-XXXIX).

Quizá esto sea así, pero la falta de nombres no sirve para salvaguardar ningún secreto. Si Las Casas alude al conquistador de Guatemala, todo el mundo sabía que se trataba de Alvarado; si recuerda que «un tirano» que se había hecho rico en el Perú había ido recientemente en busca de otro imperio en Florida, estaba claro que hablaba de la dispendiosa expedición de Hernando de Soto. Por otra parte, cuando quiere proteger a alguien (y solo la amistad parece haber sido motivo válido), no recurre a silenciar su nombre, sino también sus actos. Eso sucede con Cristóbal Colón, cuyos proyectos y actividades esclavistas, reconocidas sin ambages en la Historia de las Indias (I, cl) del propio Las Casas, se olvidan completamente en la Brevísima. Del mismo modo sucede con Vasco Núñez de Balboa, absuelto aquí, quizá para poder cargar más las tintas sobre su enemigo Pedrarias Dávila. También Diego Velázquez, amigo de Las Casas desde la conquista de la Española, es responsable de violencias y crueles hechos de armas en Cuba, narrados en la Historia (III, XXV-XXVI); pero en el capítulo correspondiente de la Brevísima Las Casas solo menciona los atribuibles a Narváez, en cuya compañía llegó él a Cuba. Lo mismo sucede con la primera expedición de Hernández de Córdoba al Yucatán, organizada con el permiso y gran participación económica de Velázquez, quien impuso como primer objetivo la captura de esclavos, el modo más rápido de amortizar el gasto inicial; lo cuentan Díaz del Castillo, que participó en la expedición, y el propio Las Casas en su Historia (III, XCVI), pero en la Brevísima opta por omitir toda referencia al papel del Velázquez empresario. Nada se puede achacar a la ignorancia, sino todo lo contrario: Las Casas protege, desde luego, la fama de sus amigos, pero no mediante el silencio de sus nombres, sino callando sus actos en la Brevísima y prohibiendo la difusión de la Historia hasta que todos ellos, y sus hijos, estuvieran muertos. Por el contrario, en la Brevísima también silencia los nombres de los conquistadores caídos en desgracia, cuyos actos merecen virulentos capítulos. En esta categoría entran Cortés y Federman, por ejemplo, quienes se encontraban en Valladolid mientras allí mismo Las Casas leía ante el Consejo de Indias su primera versión de la Brevísima: el primero seguía a la corte en su intento de recobrar el favor real, el segundo lo hacía por imposición judicial, para evitar la prisión mientras esperaba que se resolviera el juicio incoado contra él por los Welser. Nada podía temer Las Casas de Federman; la omisión de su nombre y de los otros, tan fácilmente identificables para quien tuviera una mínima idea de los asuntos de Indias, como el emperador y el Consejo, no puede ser más que un silencio retórico. El «silencio piadoso» que dice Remesal se revela como una poderosa alusión o periphrasis.

Ningún conquistador pasa de ser «un cruel tirano, un instrumento del furor divino», actuando sobre un paisaje convencional y uniformemente paradisíaco, pobladísimo de la gente más feliz y más inocente del universo, a quien vemos sujeta a una explotación y exterminio sistemáticos, página tras página, atrocidad tras atrocidad, enormidad tras enormidad. El esquema es tan repetitivo a primera vista, la lectura es tan uniformemente ofensiva, que los detalles se desdibujan pronto, de modo que la Brevísima adquiere un aspecto nebuloso en el cual habrá que buscar el origen de no pocas acusaciones de falsedad. Pero esta sensación desaparece si nos detenemos a comprobar la precisión de los datos históricos utilizados: Las Casas no solo señala hechos casi siempre confirmados por numerosos testigos, sino que apunta certeramente a las motivaciones políticas y económicas que hay detrás de estos hechos (como se verá en las notas a esta edición). Que diga la verdad no quiere decir que diga toda la verdad. Bien al contrario, Las Casas selecciona con cuidado la información de que dispone, escogiendo solo la que sirve a su propósito: relata con detalle la prisión y muerte de Atahualpa, de Bogotá y de tantos otros, así como la prisión de Moctezuma, pero no alude siquiera a la muerte del emperador azteca, pues fue perpetrada (o así se creía) por sus súbditos, que le acusaban de débil y colaborador con los invasores.

Por más que su carácter de relato histórico, confirmado o desmentido, justifique su permanencia como clásico, la Brevísima relación es mucho más, y se puede decir que la crueldad de la guerra se convierte en el elemento articulador de otros muchos temas, que abarcan la mayor parte del ideario lascasiano. La denuncia de la injusticia de la conquista no se limita a los modos en que se lleva a cabo, sino que se extiende a la cuestión jurídica: los títulos legítimos e ilegítimos que distinguía Vitoria, problema legal que aparece una y otra vez, tanto en sus aspectos particulares (la esclavitud, la guerra) como en el más general: la presencia misma de españoles en América. Para ello Las Casas parte de las bulas de Paulo III sobre la plena humanidad y capacidad intelectual del indio, demostrada por sus grandes ciudades, su rica agricultura y su organización social y política, perfectamente constituida y legítima, por lo que la intervención de los españoles, con frecuencia defendida sobre la base de su salvajismo, resulta ser una invasión. Por eso aplica una y otra vez a los caciques apelativos como «rey, señor natural, señor supremo» y se hace referencia a las estructuras políticas:

Había en esta isla Española cinco reinos muy grandes principales y cinco reyes muy poderosos, a los cuales cuasi obedecían todos los otros señores, que eran sin número, puesto que algunos señores de algunas apartadas provincias no reconocían superior dellos alguno.

Y en la Florida «hallaron grandes poblaciones de gentes muy bien dispuestas, cuerdas, políticas y bien ordenadas».

Los vicios y pecados abominables, argumento favorito de los apologistas de la guerra, son substituidos por un dechado de virtudes:

[son las gentes] más simples, sin maldades ni dobleces, obedientísimas, fidelísimas a sus señores naturales y a los cristianos a quien sirven; más humildes, más pacientes, más pacíficas y quietas, sin rencillas ni bollicios, no rijosos, no querulosos, sin rancores, sin odios, sin desear venganzas, que hay en el mundo.

Su desnudez, su desconocimiento del hierro, considerados por otros como síntoma de salvajismo, se integran fácilmente en el mito de la Edad Dorada: en el Caribe viven en estado de paz e inocencia primigenias, sin ambiciones, en perfecta armonía con la naturaleza. Su paganismo se resuelve equiparando estas virtudes con las propias del cristianismo: «Su comida es tal que la de los Santos Padres en el desierto no parece haber sido más estrecha ni menos deleitosa ni pobre». Por ese camino puede Las Casas insistir sobre su predisposición natural para recibir el Evangelio, si les fuera adecuadamente predicado: «[son] muy capaces y dóciles para toda buena doctrina, aptísimos para recebir nuestra santa fe católica y ser dotados de virtuosas costumbres, y las que menos impedimentos tienen para esto que Dios crio en el mundo». Su falta de apego a las cosas materiales los hace generosos:

Los indios recibiéronlos como si fueran sus entrañas y sus hijos, sirviéndoles señores y súbditos con grandísima afección y alegría, trayéndoles cada día de comer tanto que les sobraba para que comieran otros tantos, porque esta es común condición y liberalidad de todos los indios de aquel Nuevo Mundo: dar excesivamente lo que han menester los españoles y cuanto tienen.

Sobre este mundo utópico, gobernado en paz y justicia por sus «señores naturales», cae la furia de los invasores, cuyo retrato tiene el valor retórico de oponerse en todo al de los nativos: los cristianos son desagradecidos, y en cada capítulo, en cada región adonde llegan, pagan con abusos y muerte la generosidad y el buen recibimiento de los indios. Cuando Alvarado llegó a Guatemala,

hizo en la entrada dél mucha matanza de gente, y no obstante esto saliole a recebir en unas andas y con trompetas y atabales y muchas fiestas el señor principal con otros muchos señores de la ciudad de Utatlán, cabeza de todo el reino, donde le sirvieron de todo lo que tenían [...]. Y otro día llama al señor principal y otros muchos señores, y venidos como mansas ovejas, préndelos todos y dice que le den tantas cargas de oro. Responden que no lo tienen, porque aquella tierra no es de oro. Mándalos luego quemar vivos, sin otra culpa, ni otro proceso ni sentencia.

Si los indios comen poco, los españoles son voraces: «Lo que basta para tres casas de a diez personas cada una para un mes, come un cristiano y destruye en un día». Su ambición es igualmente desmedida; solo pretenden «henchirse de riquezas en muy breves días y subir a estados muy altos y sin proporción de sus personas, conviene a saber: por la insaciable cudicia y ambición que han tenido». La armonía social y del hombre con la naturaleza es substituida por el paroxismo de la deshumanización, donde las personas llegan a ser alimento para los animales:

[...] tienen los españoles de las Indias enseñados y amaestrados perros bravísimos y ferocísimos para matar y despedazar los indios; [...] para mantener los dichos perros traen muchos indios en cadenas por los caminos que andan, como si fuesen manadas de puercos, y matan dellos y tienen carnicería pública de carne humana, y dícense unos a otros: «Préstame un cuarto de un bellaco desos para dar de comer a mis perros hasta que yo mate otro», como si prestasen cuartos de puerco o de carnero. [...] Todas estas cosas y otras diabólicas vienen agora probadas en procesos que han hecho unos tiranos contra otros. ¿Qué puede ser más fea ni fiera ni inhumana cosa?

El paraíso natural es también jardín cultivado por los indios, que con su presencia y trabajo lo convierten en «unas huertas y unas colmenas». En contrapartida, los españoles traen el despoblamiento y la pobreza, convirtiéndolo todo en un desierto: «Asolaron y despoblaron toda aquella isla [...] y es una gran lástima y compasión verla yermada y hecha toda una soledad»7. Los que escapan al exterminio se destinan a la esclavitud. A veces este es el único motivo de su supervivencia: «salteándolos y tomándolos los más que podían a vida, para vendellos por esclavos; muchas veces tomándolos sobre seguro y amistad que los españoles habían con ellos tratado, no guardándoles fe ni verdad».

Tanta injusticia se encubre bajo una tupida capa de legalismos que es uno de los principales objetos de denuncia. El indio, no deja de repetir Las Casas, es naturalmente libre, y sin embargo se le esclaviza con los más diversos pretextos y falsedades legales. En Nicaragua, en Pánuco, en Guatemala, se les impone el pago de tributos en forma de esclavos, sin preguntarles si los hay o no en su pueblo:

La pestilencia más horrible que principalmente ha asolado aquella provincia ha sido la licencia que aquel gobernador dio a los españoles para pedir esclavos a los caciques y señores de los pueblos. Pedía cada cuatro o cinco meses (o cada vez que cada uno alcanzaba la gracia o licencia del dicho gobernador) al cacique cincuenta esclavos, [...] iban los señores por su pueblo y tomaban lo primero todos los huérfanos, y después pedía a quien tenía dos hijos uno, y quien tres, dos; y desta manera cumplía el cacique el número que el tirano le pedía.

La forma primordial de obtener esclavos sigue siendo hacer prisioneros en la guerra: desde Aristóteles se consideraba que estos lo eran justa y legalmente. Sobre esta noción, el pacifismo de Las Casas acepta la idea tomista de la guerra justa, para afirmar que lo son las comenzadas por los indios invadidos, como defensivas: «[los mexicanos] mataron gran cantidad de cristianos en las puentes de la laguna, con justísima y santa guerra, por las causas justísimas que tuvieron, como dicho es, las cuales cualquiera que fuese razonable y justo las justificara». Pero no así las iniciadas por los españoles, y por tanto los esclavos derivados de ellas. El contraste en este punto es también generalizado:

Y sé por cierta e infalible ciencia que los indios tuvieron siempre justísima guerra contra los cristianos, y los cristianos una ni ninguna: nunca tuvieron justa contra los indios; antes fueron todas diabólicas e injustísimas y mucho más que de ningún tirano se puede decir del mundo, y lo mismo afirmo de cuantas han hecho en todas las Indias.

No es guerra justa ninguna de las comenzadas por los españoles con el pretexto de que los indios son rebeldes, puesto que

ninguno es ni puede ser llamado rebelde si primero no es súbdito. Considérese [...] qué tales pueden parar los corazones de cualquiera gente que vive en sus tierras segura y no sabe que deba nada a nadie y que tiene sus naturales señores, las nuevas que les dijeren así de súpito: «Daos a obedescer a un rey estraño que nunca vistes ni oístes, y, si no, sabed que luego os hemos de hacer pedazos» (subrayado mío).

En este sentido, el Requerimiento de Palacios Rubios, producto más acabado del legalismo de la conquista, es blanco de repetidos ataques:

[han] mandado que se les hagan a los indios requerimientos que vengan a la fe y a dar la obediencia a los reyes de Castilla; si no, que les harán guerra a fuego y a sangre y los matarán y cativarán, etc. Como si el hijo de Dios que murió por cada uno dellos hobiera en su ley mandado cuando dijo: «Euntes docete omnes gentes» que se hiciesen requerimientos a los infieles pacíficos y quietos y que tienen sus tierras propias; y si no la recibiesen luego sin otra predicación y doctrina, y si no se diesen a sí mesmos a señorío de rey que nunca oyeron ni vieron especialmente, ... perdiesen por el mesmo caso la hacienda y las tierras, la libertad, las mujeres e hijos con todas sus vidas, que es cosa absurda y estulta.

Como Vitoria, y siguiendo ideas erasmistas sobre la proximidad que debe existir entre el rey y su pueblo, Las Casas no deja de decir, sin paliativos, que los reyes de Castilla son extraños a los indios, intrusos en un mundo bien gobernado por sus «señores naturales»8. Pero, como el teólogo salmantino, acaba admitiendo algunos títulos que justifican su intervención, sin por ello dejar de denunciar la forma en que se aplican: la expansión del cristianismo, el principal de los títulos que legitiman la presencia española, ha perdido su validez, pues no se está llevando a cabo. Es apenas un pretexto para la encomienda, sistema que solo sirve para dar un barniz de legalidad a la explotación ilícita, a una colonización meramente económica:

Desde sus principios no se ha tenido más cuidado por los españoles de procurar que les fuese predicada la fe de Jesucristo a aquellas gentes que si fueran perros u otras bestias: antes han prohibido de principal intento a los religiosos con muchas aflicciones y persecuciones que les han causado, que no les predicasen, porque les parecía que era impedimento para adquirir el oro y riquezas que les prometían sus cudicias.

De todos modos, la colonización también ha fracasado, y Las Casas saca partido de esta circunstancia. En este cuadro de ideas análogas, aunque no lógicamente enlazadas, la negación del derecho al dominio y la defensa del orden social y modos de vida indios se mezclan con el reconocimiento implícito de que la colonización podría ser válida en cuanto empresa económica, pero está mal administrada. El orden económico precolombino ha sido substituido por la pobreza y la desolación, y los efectos del desastre alcanzan al provecho que los españoles esperaban obtener, y muy concretamente a las arcas del rey.

LAS ARCAS Y LA CONCIENCIA DEL REY

El primer cacique con quien Colón entró en contacto en la Española

decía y ofrecíase [...] a servir al rey de Castilla con hacer una labranza que llegase desde la Isabela, que fue la primera población de los cristianos, hasta la ciudad de Santo Domingo, que son grandes cincuenta leguas, por que no le pidiesen oro, porque decía, y con verdad, que no lo sabían coger sus vasallos. La labranza que decía que haría sé yo que la podía hacer, y con grande alegría, y que valiera más al rey cada año de tres cuentos de castellanos, y aun fuera tal que causara esta labranza haber en la isla hoy más de cincuenta ciudades tan grandes como Sevilla.

Las Casas sabe que las consideraciones sobre la justicia o injusticia de la actuación española llegan mejor a los oídos del rey si resuena en ellas el eco de los ingresos perdidos. Son los daños que más duelen, aunque no sean los únicos, y por eso no se cansa de señalar la relación directa que se da entre la negligencia de la justicia y la pérdida económica, acrecentada por el robo sin más que los conquistadores perpetran en la parte correspondiente a la Corona:

Todos los ministros de la justicia que hasta hoy han tenido en las Indias, por su grande y mortífera ceguedad, [...] dicen que por haber fulano y fulano hecho crueldades a los indios, ha perdido el rey de sus rentas tantos mil castellanos, y para argüir esto poca probanza, y harto general y confusa les basta. Y aun esto no saben averiguar [...], porque si hiciesen lo que deben a Dios y al rey, hallarían que los dichos tiranos alemanes más han robado al rey de tres millones de castellanos de oro, porque aquellas provincias de Venezuela [...] es la tierra más rica y más próspera de oro (y era de población) que hay en el mundo. Y más renta le han estorbado y echado a perder (que tuvieran los reyes de España de aquel reino) de dos millones en dieciséis años que ha que los tiranos enemigos de Dios y del rey las comenzaron a destruir.

En la Corona, vista como principal beneficiaria de las frustradas ganancias, clava la Brevísima repetidamente este aguijón infalible: ya desde la palabra «destruición» del título, que no es más que «despoblamiento, asolamiento» (Milhou 1978), desertización de lo que podía ser fértil y productivo, fuente de ingresos y de impuestos. La Corona era la primera interesada en la conservación del indio, pues desde Colón se venía advirtiendo que «los indios desta isla Española son la riqueza della, porque ellos son los que cavan y labran el pan y las otras vituallas a los cristianos, y les sacan el oro de las minas y hacen todos los otros oficios, de hombre y bestias de acarreo»9.

Las Casas era muy consciente de que la merma económica era un argumento certero, y lo esgrime incluso cuando no procede del daño hecho a los indios, sino del simple fraude de los conquistadores, que no declaraban todo el botín para escamotear el «quinto» o impuesto debido a la Corona. En la Nicaragua de Pedrarias «[m]ás oro robaron en aquel tiempo de aquel reino (a lo que yo puedo juzgar) de un millón de castellanos, y creo que me acorto, y no se hallará que enviaron al rey sino tres mil castellanos de todo aquello robado».

Pero, aunque sea la más eficaz, no es esta la única amenaza. Junto a ella, la Brevísima despliega un aparato destinado a conmover al poder, encarnado en Carlos V, el príncipe Felipe o los diferentes gobernadores. En primer lugar están los daños espirituales, complementarios de los materiales. Las ofensas cometidas por los conquistadores, contra Dios y contra los hombres representan también una pérdida moral para el emperador, que habrá de responder de cuanto se ha hecho en su nombre:

Estos son los daños temporales del rey; sería bien considerar qué tales y qué tantos son los daños, deshonras, blasfemias, infamias de Dios y de su ley, y con qué se recompensarán tan innumerables ánimas como están ardiendo en los infiernos por la cudicia e inmanidad de aquestos tiranos animales o alemanes.

También aguijonea al emperador y al príncipe hiriéndolos en su honor, presentándolos no solo como víctimas del robo, sino como incapaces de imponer su autoridad:

Y hasta agora no es poderoso el rey para lo estorbar, porque todos, chicos y grandes, andan a robar, unos más y otros menos. Unos pública y abierta, otros secreta y paliadamente. Y con color de que sirven al rey deshonran a Dios y roban y destruyen al rey.

No es casual que esas sean las últimas palabras de la Brevísima, las de más peso; fueron añadidas en 1552, momento en que Las Casas quiere redondear y suavizar lo dicho en el cuerpo de la obra, donde tampoco falta la imagen de los reyes ignorantes, víctimas del engaño de sus subordinados. Los alemanes, por ejemplo, consiguieron la capitulación para Venezuela «con engaños y persuasiones dañosas que se hicieron al rey nuestro señor, como siempre se ha trabajado de le encubrir la verdad de los daños y perdiciones que Dios y las ánimas y su estado recebían en aquellas Indias». El creciente carácter hagiográfico que iba adquiriendo la memoria de Isabel la Católica permite convertirla en paradigma perfecto de comportamiento real, a través del cual toda la Corona queda exculpada por la vía de la ignorancia:

La perdición destas islas y tierras se comenzaron a perder y destruir desde que allá se supo la muerte de la serenísima reina doña Isabel, [...] porque hasta entonces solo en esta isla se habían destruido algunas provincias por guerras injustas, pero no del todo. Y estas por la mayor parte y cuasi todas se le encubrieron a la reina, porque la reina, que haya santa gloria, tenía grandísimo cuidado y admirable celo a la salvación y prosperidad de aquellas gentes.

Pero con los sucesores de la reina Las Casas no es tan claro, sino que se lanza a un entretejido de consideraciones sobre la responsabilidad y la autoridad en que las referencias a la ignorancia más parecen un recurso desesperado que brinda a la Corona para que pueda salvar la cara, cambiar el rumbo de su gobierno fingiendo que no se había enterado de lo que estaba pasando. Como acicate para que lo haga, le recuerda amenazadoramente que una lectura más detenida de los hechos puede revelar que su ignorancia no es más que negligencia culpable. En primer lugar, porque la ignorancia no es excusa: el rey, como buen pastor, está obligado a vigilar y mantenerse informado de lo que sucede en su rebaño. Además, a Carlos V no le han faltado fuentes que le mantengan al día, y así lo subraya la Brevísima: cuando el relato llega a la conquista de Santa Marta, abandona el modo habitual de exposición para incluir entera una carta dirigida dos años antes por el obispo de Santa Marta, Juan Fernández de Angulo, al emperador. Se trata de una carta auténtica, de la cual se conservan copias en varios archivos. Si Las Casas ha elegido incluirla en su obra se debe a su fecha, que le permite recordarle al emperador, y en público, que dos años antes ya había sido informado de cuanto ahora él le está repitiendo, y que a pesar de ello no hizo nada por cambiar la situación. Tras la larga cita, remacha en sus propias palabras la misma idea, de nuevo con su frecuente recurso a la allusio: «Dios sea Aquel que lo dé a entender a los que lo pueden y deben remediar».

El dardo contra la Corona se afila cuando se la acusa de aprovecharse de la injusticia, y la alusión es tanto más fuerte cuanto más sesgada, como cuando tras relatar la muerte de Atahualpa Las Casas solicita:

Considérese aquí la justicia y título desta guerra, la prisión deste señor y la sentencia y ejecución de su muerte, y la conciencia con que tienen aquellos tiranos tan grandes tesoros como en aquellos reinos a aquel rey tan grande y a otros infinitos señores y particulares robaron.

Esta referencia a un rey tan grande no podía sonar a hueca en los oídos de Carlos V, quien al enterarse de la muerte de Atahualpa la había lamentado precisamente porque también él le consideraba rey legítimamente «coronado». Para tranquilizar su conciencia en torno a lo de Cajamarca, el emperador había hecho sesudas consultas sobre «la justicia y título» de la última conquista. Tampoco caía en el vacío la mención de los grandes tesoros robados de Atahualpa, que no estaban de forma exclusiva en manos de «aquellos tiranos», puesto que una vez inventariados cuidadosamente y repartidos, el emperador había recibido sin más escrúpulos el quinto que le correspondía, tesoro que Hernando Pizarro se encargó de llevar a la península, exhibiéndolo orgulloso por el camino de Sevilla a Valladolid.

Otras alusiones al papel de la Corona son si cabe más sutiles, pues se fundamentan en la referencia intertextual de un pasaje bíblico. Si los indios van a la muerte como ovejas al matadero, que enriquecen a quienes las matan, Las Casas trae a colación un versículo de Zacarías: «Pasce pecora ocisionis, quae qui occidebant non dolebant sed dicebant: “Benedictus Deus quod divites facti sumus”» («Apacienta las ovejas para el matadero; los que las mataban no lo lamentaban, sino que decían “Bendito sea Dios, que nos hace ricos”», Zacarías, 11, 4-5). Pero tras estas palabras asoman, visibles para Carlos V, el príncipe Felipe y sus respectivos confesores, las que siguen inmediatamente en el texto bíblico: «et pastores eorum non parcebant eis» («y sus pastores no tenían piedad de ellas»), donde se alude a quienes, sin ser los ejecutores directos de la matanza, tenían la obligación de hacer algo, como pastores a quienes se había encomendado aquel rebaño.

La Brevísima tiene, así, algo de regimiento de príncipes, aunque solo en sus aspectos negativos, pues no se puede decir que contenga una exposición detallada de cuanto debe hacer un buen príncipe, sino solo una obligación específica y nada teórica: detener las guerras en un momento histórico muy concreto. En los añadidos preliminar y final, sin embargo, sí se desarrolla la idea del establecimiento de la monarquía como servidora de sus súbditos («para dirección y común utilidad del linaje humano se constituyesen en los reinos y pueblos reyes como padres y pastores») y del buen príncipe como inspirador infalible de justicia para su reino, con ideas semejantes de origen erasmista. Pero hay que tener en cuenta que estos preliminares no se escriben hasta 1552; el texto primitivo, escrito en un momento muy distinto y en principio no destinado a la imprenta, no contiene esas claras alusiones a la política de la philosophia Christi, sino que se quedan en la punzante denuncia y maldición. En 1552 Las Casas mezcla una de cal y una de arena, el ataque con una propuesta de buen gobierno que pasa por la intervención más directa de la Corona en sus dominios americanos, hasta entonces en manos de servidores corruptos; al hacerlo sobrepasa la sutileza necesaria para salvar el pellejo, dando a la Corona, deseosa y necesitada de controlar a los representantes de su poder en Indias, motivos para intervenir contra ellos.

LA MÁQUINA RETÓRICA. PALABRA Y VERDAD

Conmover el corazón de unos destinatarios muy específicos, remover sus conciencias, para moverlos a una acción muy concreta: detener las guerras de conquista. Ese es el fin último de tanto relato atroz, tanta acusación, tanto apurar responsabilidades. La Brevísima no es más que una poderosa máquina retórica, y está construida siguiendo parámetros codificados para tal efecto por la tradición clásica. Se trata del tipo de discurso conocido en la tratadística como forense o judicial: se mira al pasado para señalar crímenes e identificar a los culpables. Pero el objetivo último mira hacia el futuro, pues no se pide castigo, sino la reforma del sistema: que no se pongan más encomiendas en sus manos. Se mezclan, así, el género judicial y el suasorio.

Para hablar de la dispositio de la Brevísima, de las partes y el orden del discurso, hay que recordar la existencia de dos versiones: en el texto de 1542 el apartado que empieza con «Descubriéronse las Indias...» aglutina las funciones de exordio y narratio del discurso (págs. 143-149). Como exige la preceptiva para el género forense, no faltan en este primitivo exordio ni el elogio de la parte propia (la descripción de los indios como inmersos en la Edad Dorada) ni el vituperio de la parte contraria (el retrato de los españoles como demonios). Sigue, sin interrupción, la narratio: la síntesis de casi todos los componentes de la destrucción, que serán detallados, ponderados y demostrados en los veintiún capítulos que constituyen la prueba, parte principal y cuerpo del discurso.

Al final, en una muy simple peroratio («Con esto quiero acabar...»), se recapitulan y se anudan los que eran puntos fundamentales en 1542: desde luego la salvación de los indios, pero también la de los conquistadores, pues, si las Indias son destruidas, también Castilla puede serlo, por Dios, en castigo colectivo aplicado a la nación de donde salieron: «por compasión que he de mi patria, que es Castilla, no la destruya Dios por tan grandes pecados contra su fe y honra cometidos en los prójimos». Con esta amenaza se cierra una larga serie de advertencias distribuidas a lo largo de la obra, tocando los afectos del público, como es preceptivo en la peroratio, y se da paso a una esperanzadora proyección hacia el futuro, apropiada para el final de un discurso suasorio en que se pide una acción concreta: el emperador, ahora que sabe lo que acaba de leer, no podrá menos que ser instrumento de la justicia divina.