Brocal - Miguel Ángel Carmona del Barco - E-Book

Beschreibung

No va a pasar, ¿verdad? Dame este respiro, Bruno. Vamos a estar los dos solos. Vamos a necesitar aprender a darnos respiros. Vamos a estar bien. Carlos tiene razón. Cuando dé a luz todo va a ir mejor. Vamos a ser dueños de nuestra vida. Vamos a ser independientes. Tengo recursos para sacarte adelante, sea en la ciudad o en el campo o en el desierto o en una puta estación espacial. Sé hacer cosas con mis manos y transformar la nada en algo productivo; sé imaginar sueños y construir artefactos contra las pesadillas, y desbrozar caminos, y levantar castillos y demolerlos, y arrasar pueblos enemigos y plantar bosques. Sé hablar el idioma de quienes quieren escucharme y voy a concentrarme cien por cien en ti. Pero ¿sabes qué? Hoy me han pisado, escupido e insultado a la cara y no tengo a nadie a quien contárselo más que a ti, que no estás todavía, aunque sí estás ya, pero no te veo. No puedo mirarte a los ojos para llorar como dicen que lloras cuando miras a tu hijo. Así que me vas a dejar que hoy siga por este camino. Miguel Ángel Carmona del Barco, tras el merecido éxito de su novela Alegría, conjura en Brocal las voces de ocho mujeres a las que la maternidad atraviesa como un relámpago, diferentes, reales, desmitificadas. El autor es aquí un mero conductor de la electricidad que emana de los personajes, y que convierte, con una entrega absoluta a su oficio, en ocho cuentos cargados de belleza, esperanza y autenticidad.«Se entra a los libros de Miguel Ángel Carmona para hacerse todas las preguntas y debatir sobre ellas en busca de la verdad. No es poca cosa.»

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Seitenzahl: 177

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Miguel Ángel Carmona del Barco (Monesterio, 1979) es licenciado en Humanidades y diplomado en Biblioteconomía y Documentación. Ha publicado KUEBIKO, novela con la que obtuvo el XXXV Premio de Narrativa Vicente Blasco Ibáñez-Ciudad de Valencia (2017) y posteriormente premiada en el Festival du Premier Roman de Chambéry, en 2019.

Ha publicado también el libro de relatos Manual de autoayuda, finalista del premio Setenil en 2016.

Actualmente dirige el Centro de Estudios Literarios Antonio Román Díez, donde imparte talleres y cursos de escritura, y coordina varios programas de fomento de la lectura, como Club de Lectura Viva y Libros como el Viento. Imparte también talleres de microrrelatos en el marco de las actividades del Plan de Fomento de la Lectura de Extremadura y en la Escuela de Administración Pública de Extremadura.

Alegría, su segunda novela, publicada por Alrevés, obtuvo el XXIV Premio de Novela Ciudad de Badajoz 2020.

 

No va a pasar, ¿verdad? Dame este respiro, Bruno. Vamos a estar los dos solos. Vamos a necesitar aprender a darnos respiros. Vamos a estar bien. Carlos tiene razón. Cuando dé a luz todo va a ir mejor. Vamos a ser dueños de nuestra vida. Vamos a ser independientes. Tengo recursos para sacarte adelante, sea en la ciudad o en el campo o en el desierto o en una puta estación espacial. Sé hacer cosas con mis manos y transformar la nada en algo productivo; sé imaginar sueños y construir artefactos contra las pesadillas, y desbrozar caminos, y levantar castillos y demolerlos, y arrasar pueblos enemigos y plantar bosques. Sé hablar el idioma de quienes quieren escucharme y voy a concentrarme cien por cien en ti. Pero ¿sabes qué? Hoy me han pisado, escupido e insultado a la cara y no tengo a nadie a quien contárselo más que a ti, que no estás todavía, aunque sí estás ya, pero no te veo. No puedo mirarte a los ojos para llorar como dicen que lloras cuando miras a tu hijo. Así que me vas a dejar que hoy siga por este camino.

Miguel Ángel Carmona del Barco, tras el merecido éxito de su novela Alegría, conjura en Brocal las voces de ocho mujeres a las que la maternidad atraviesa como un relámpago, diferentes, reales, desmitificadas. El autor es aquí un mero conductor de la electricidad que emana de los personajes, y que convierte, con una entrega absoluta a su oficio, en ocho cuentos cargados de belleza, esperanza y autenticidad.

«Se entra a los libros de Miguel Ángel Carmona para hacerse todas las preguntas y debatir sobre ellas en busca de la verdad. No es poca cosa.»

Brenda Navarro

Brocal

Brocal

MIGUEL ÁNGEL CARMONA DEL BARCO

 

 

Primera edición: septiembre de 2023

Para Josep Forment, siempre con nosotros

 

 

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

C/ València, 241, 4.º

08007 Barcelona

[email protected]

www.alreveseditorial.com

© 2023, Miguel Ángel Carmona del Barco

© de la presente edición, 2023, Editorial Alrevés, S.L.

Printed in Spain

ISBN: 978-84-19615-25-1

Código IBIC: FA

Producción del ePub: booqlab

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

 

 

A Pablo, Alma y Cecilia,por descubrir nuestro brocal en medio del bosque.

A Alicia,por esperarme siempre junto a él cuando nos perdemos.

 

 

 

—¡Hay un gato enorme en el cielo!¡Tengo miedo! —lloriqueó el ratoncito.Su madre miró al cielo y dijo:—No te asustes. ¿Ves?El gato se ha convertido otra vez en nube.

ARNOLD LOBEL,Historias de ratones

 

He tenido muchos amores —dije—,pero el más hermoso fue mi amor por los espejos.

ALEJANDRA PIZARNIK,Un sueño donde el silencio es oro

ÍNDICE

BROCAL

SIN CICERONE

COSTILLA DE ADÁN

POLIFEMO

ESPECTROS

AZUCENA

CUERPOS DE REGADÍO, ALMAS DE SECANO

AMANECER

BROCAL

La luz del garaje no se enciende y la puerta automática está abierta de par en par, como siempre que saltan los plomos. Por la misma razón, tampoco funcionarán las cámaras, claro. El lugar ideal para el delito. Lluvia lo interpreta de otra manera: es el momento que estaba esperando, desde que los reyes le trajeron el reloj inteligente, para encender la linterna en un contexto de utilidad real, no debajo de la sábana, inventando cuentos con su padre; no después de pedirnos que bajemos las persianas y apaguemos todas las lámparas. Yo ya estaba sacando el móvil, pero lo guardo de nuevo. La dejo que nos abra paso en medio de la oscuridad. Desde aquí, puedo ver cómo ella misma brilla de felicidad.

No me gusta ponerle el cinturón a Minerva desde fuera del coche cuando se va la luz en el garaje. Me da miedo dar la espalda a la oscuridad. Y después está este silencio, alterado únicamente por las descargas de las cisternas que golpean los codos de los bajantes, imposible no visualizar esa mierda estrellándose contra la tubería desde cuatro o cinco pisos.

Entramos las tres. Pulso el botón del cierre de puertas y, solo entonces, me doy la vuelta; me coloco de rodillas sobre el asiento, y le pongo el cinturón a Minerva.

—¿Está conectado? —me pregunta Lluvia.

No me acordaba. Lluvia quería poner una canción y me ha pedido permiso para traerse un móvil antiguo que ellas usan de vez en cuando. Le hubiera prestado el mío, como suelo hacer cuando queremos escuchar música en el coche, pero hace dos días que he explotado, por muchas razones, y he vuelto a mi teléfono antiguo de teclas. Arranco el coche.

—Lo dudo, porque ese móvil no suele salir de casa. No creo ni que esté vinculado…, aunque antes era el de papá, así que a lo mejor sí. Espera a ver.

—¿Has traído algo de comer? —pregunta Minerva, y yo la miro desesperada a través del retrovisor porque acaba de merendar, y ella está con sus manitas haciendo como que se lleva cosas a la boca y masticando, con los ojos de par en par, porque sabe que ser divertida es lo único que puede garantizar su supervivencia.

—Lluvia, dale una mandarina de la bolsa que hay en el suelo.

—¿Puedo coger yo otra?

—Sí.

Conecto el teléfono.

—Ya, cariño.

Enciendo las luces y me llevo un susto de muerte. El vecino está plantado justo delante, como si fuera un ciervo que se ha quedado ennortado con los faros. Le hago así con la mano. Él tira de su hija, que, a su vez, tira de una correa que se bifurca para atar a dos hispanos bretones. Pulso mecánicamente el botón del mando y, como siempre que olvido lo inmediato, lo presente, me digo que soy estúpida. Avanzo en la oscuridad perforada por la corta del Verso, que es amarilla y nebulosa, y encaro la salida, un marco de luz de invierno, como un cuadro de Turner.

Y entonces empieza a sonar una canción. Es un punteo de guitarra que me recuerda a Silvio, y no me extrañaría, porque «Ojalá» fue una de nuestras canciones favoritas durante un tiempo, especialmente de Minerva. Había que escucharla cantar, con cinco años recién cumplidos: «Ojalá pase algo que te borre de pronto / una luz cegadora / un disparo de nieve / Ojalá por lo menos que me lleve la muerte / para no verte tanto / para no verte siempre». En su boca minúscula era una especie de conjuro, algo imposible, pero igual la poníamos una y otra vez, y la mirábamos hipnotizados.

Pero no es Silvio. Es esa cantante que el otro día puso Pedro y que es Violeta o Valentina algo y que me sonó a copia de Silvia Pérez Cruz, como me pasó en su día con María Arnal, aunque ahora me encante. Pero no puedo dedicarle a ese pensamiento ni un segundo, porque, con ella, empieza también a cantar Lluvia, y su voz me deja pegada al asiento, como una funda, y me atraviesa un amor absoluto, adolescente, idealizador: todo el amor que pueda sentir emana, ahora mismo, de la voz de Lluvia.

—Qué voz más bonita tienes —le digo, intentando achicar de mis adentros ese océano que de repente me inunda, aunque con eso solo consigo que pare de cantar y me pregunte:

—¿Qué?

Salimos del barrio y yo solo tengo oídos para la voz de Lluvia, que canta: «Pasó lo que tenía que pasar / y no pienso hacer nada más / más que quedarme aquí / cuidando la raíz». ¿Qué raíz, Lluvia? ¿Qué es para ti la raíz? ¿Lo sabes ya, a tus ocho años, o cantas por cantar?

He quedado con mi hermana en cinco minutos en la puerta de su casa para dejarle a las niñas, pero paro en el arcén de la primera rotonda porque me tiemblan las manos de escucharla cantar, ella tan ajena a mi zozobra, al rayo que me parte, a las lágrimas que violan mis ojos, porque yo no quiero, yo no he dado mi consentimiento al llanto.

Nadie pregunta si estoy bien. Tal vez Lluvia podría hacerlo. Sí, ella podría darse cuenta incluso desde ahí atrás y preguntarme, pero está absorta en la canción y la canción me penetra como pura radioactividad, atravesando el respaldo y mi ropa y mi carne y mis huesos. «Y tú tendrías que ver el alma / que tiene tu garganta / que solo así se aprende a ver / el mar en calma.»

—¿Te gusta, mami?

Tardo unos segundos en recomponerme.

—Sí, mucho. ¿Cómo se llama?

—¿Ella o la canción?

—Ella.

—La canción, no sé. Ella: Valeria Castro.

—Eso, Valeria. ¿Y cuándo te la has aprendido?

—El otro día. Papi la puso muchas veces seguidas.

—¿Por qué tienes que bailar todos los días? —me pregunta Minerva con su soniquete de queja constante.

—¿Cómo que todos los días? Son dos horas, una sola tarde a la semana.

—No, es todos los días.

—No, Minerva, mamá solo baila los jueves por la tarde.

—Tú no te metas —le dice la pequeña.

—No le hables así a tu hermana. Además, te está diciendo la verdad.

Minerva estira las piernas y me clava las puntas de sus zapatillas en el respaldo.

—No hagas eso. Te lo he dicho mil veces.

—No quiero quedarme con la tía Rita.

—Minerva, tienes que entender que mamá también necesita tiempo para ella. Yo también soy una persona, como tú. Me gusta jugar, me gusta estar con mis amigas. ¿A que cuando tú haces tus cosas no te gusta que nadie te moleste?

—¿Y yo por qué te molesto? Yo me puedo ir contigo a danza y estar allí sin molestarte.

—No, Minerva, no puedes estar allí.

—¿Por qué?

—Porque no puedes. Porque es para adultos. Y, además, porque no quiero. Porque quiero estar sola.

Minerva empieza a llorar.

—¡Nunca quieres estar conmigo!

—¡Eso no es verdad! Llevamos toda la tarde dibujando juntas y jugando con la plastilina.

—¡Ha sido un rollo! Ha sido la tarde más aburrida del mundo.

—Minerva… —interviene Lluvia.

—¡Tú te callas!

—¡Que no le hables así a tu hermana! Encima me vas a decir que la tarde ha sido aburrida. ¿Te crees que a mí lo que más me apetecía en el mundo era jugar a la plastilina? Lo he hecho por ti. Y ahora necesito tiempo para mí, y tú te vas a ir con la tía y punto.

—Me quiero ir con papi.

—Ojalá. Ojalá te pudieras ir con papi. Pero esta tarde, mañana y pasado.

El llanto de Minerva cambia, de rabia a tristeza.

—Eres mala.

—No le digas eso a mami.

—Que no te metas, Lluvia.

Estamos calladas un rato. Ha empezado a llover y las gomas de los limpiaparabrisas están podridas y rotas, así que dejan surcos de agua en la luna. Los semáforos del cruce con Carretera Sevilla están en ámbar intermitente. Es increíble que, en esta ciudad, en cuanto caen cuatro gotas, se estropeen la mitad de los semáforos. Los coches se alternan para cruzar entre bocinazos. Mi hermana me llama, pero no lo cojo. Sé que es para preguntarme cuánto voy a tardar. Le pedí por favor que estuviera en el portal para que pudiera salir pitando, y ahora estará mojándose en la calle, y a mí me quedan por lo menos diez minutos para llegar. Así se queman los pocos cartuchos que una tiene.

—Tengo hambre —dice Minerva.

Respiro hondo.

—No tienes hambre. Estás aburrida.

—Sí, estoy aburrida. Pero también tengo hambre.

—Mami, ¿le doy otra mandarina?

—Vale, Lluvia.

—No, mandarina no quiero.

—Pues es lo que hay.

Vuelve a clavarme las punteras en el respaldo. Me sube un fuego por dentro imposible de controlar. Quito una mano del volante e intento atraparle uno de los pies, no sé para qué: para apretar, para retorcerlo, para lo que sea. Para hacerle daño. Quiero escucharla llorar. Solo consigo quitarle a medias la zapatilla. Al instante, la zapatilla vuela hacia el asiento del copiloto.

—Hala, tú me la quitas, pues yo te la tiro.

—¡Minerva!, no puedes hacer eso. Es muy peligroso tirar cosas para adelante —le dice su hermana.

—¡Que tú no te metas!

Estoy viendo lo que va a pasar cuando lleguemos a casa de mi hermana. Los ojos se me llenan de lágrimas. Llueve con fuerza. Entre el agua que dejan los limpias en la luna y el llanto, apenas veo la calle. Ya estamos cruzando Fernando Calzadilla. Aquí los municipales se han hecho cargo del tráfico porque todos los semáforos están apagados. Justo cuando me toca, me hacen detenerme y le dan paso a los de la avenida. El agente cruza su mirada conmigo durante un instante. Minerva vuelve a clavarme los pies en el respaldo. Me giro como un ninja y le doy un guantazo en la pierna, fuerte. Me duele la mano. Ella empieza a llorar del susto y yo por todo lo demás; sobre todo, por esta insoportable sensación de fracaso. Minerva da patadas en la puerta y en la ventanilla. Yo apenas veo a través de la lluvia y el llanto. Agarro fuerte el volante. Escucho unos golpecitos en mi ventanilla. Miro. Es el agente. Bajo un poco el cristal. La lluvia y el viento frío entran y parecen despertarme de una pesadilla.

—Señora, ¿se encuentra usted bien?

Me sorbo los mocos y me limpio el llanto con las palmas de las manos. Minerva se calla de pronto al ver al policía.

—¿Puede usted decirle a mi hija que si sigue portándose así se la llevará a la cárcel?

El muchacho, que tendrá poco más de veinte años, mira al asiento trasero y le imagino buscando mentalmente en todo el reglamento algún artículo que le impida o le permita hacer algo así. Empiezan a sonar bocinas detrás de nosotros. Los otros agentes, que controlan los demás accesos al cruce, están mirándonos porque nuestro carril debería estar circulando ya.

—¿Está usted en condiciones de conducir?

—Sí —le contesto.

—Pues circule entonces.

En menos de un minuto, le he pegado a mi hija de cinco años y he usado a la Policía para atemorizarla con ir a la cárcel. Tal vez las personas como yo, sencillamente, no deberíamos ser madres. Y, sin embargo, la sensación de fracaso anterior se ha visto mitigada por un emergente sentimiento de victoria: porque le he ganado. Minerva está callada, tal vez asustada y dolorida, pero callada. Y siento ganas de celebrarlo.

—¿Pones otra vez la canción, Lluvia?

Mi hermana espera bajo el paraguas que le trajimos Pedro y yo del Museo de Art Nouveau y Art Déco de Salamanca. Tiene otro, pequeñito, con dibujos de gatos, que a Minerva le encanta, en la mano. Se acerca al coche.

—Joder, Marta, me dices que te espere en la calle…

—Por favor, Rita… —le pido mientras me bajo, y, como las palabras se me quiebran porque es que me voy a echar a llorar otra vez, ella se calla de repente.

Rodeo el coche para abrirle la puerta a Lluvia. No quiero ni acercarme a Minerva porque sé lo que va a pasar si entro en su espacio vital.

—Mira, Minerva, ¡te he traído el paraguas de gatitos! —le dice mi hermana.

—Es muy feo.

—Vamos, Lluvia, cariño —le digo—. Ponte el gorro y corre al portal.

—Pero si la lluvia no se moja, mamá.

—Corre, anda.

Toda la vida haciendo el mismo chiste, el típico chiste de su padre, que a ella le encanta. Me río por fin y ella descansa, porque eso significa que el mundo sigue girando. Echa a correr hacia el portal bajo el chaparrón. Ahora pienso que, si Lluvia fuera una llama, ni el agua la apagaría. Devuelvo la mirada adentro del coche.

—Vamos, Minerva, ¿sales por aquí o por la puerta de la tía? —le pregunto.

Me estoy empapando y no traigo ropa para cambiarme.

—No me bajo. Voy contigo a bailar.

El coche está en la parada del autobús, con los cuatro intermitentes. Por favor, que no venga ahora, porque como me vea ponerme otra vez al volante, ya sí que no hay nada que hacer.

—Rita, ve con Lluvia, que voy a hablar con Minerva.

—Vale, pero solo quería decirle a Minerva que la liebre no ha comido todavía, y que justo íbamos a darle ahora el biberón.

Entro en el coche y me siento a su lado.

—¿Has oído? ¿No quieres darle el biberón a la liebre?

—Sí, pero contigo. No quiero separarme de ti.

—Ya, mi vida, pero va a ser muy poquito tiempo. Ahora la tía os da de merendar otra vez.

—Ya hemos merendado.

—Ya, pero yo no se lo digo y así ella no lo sabe.

Minerva me mira con su cara de pícara y sonríe.

—Y después le dais de merendar también a la liebre. Y cuando terminéis de todo eso, ya llego yo.

—No. Vas a tardar mucho tiempo, y yo te voy a echar mucho de menos.

—Minerva, por favor.

Sé que si tuviera más paciencia, se me ocurrirían más estrategias. El juego es lo único que funciona con ella. Buscar la manera de hacerle entender la separación como una aventura, una misión. Pero cada vez tengo menos fuerzas y estoy más cansada para inventar misiones. Quiero que me deje vivir. Empiezo a quitarle el cinturón. Ella se lo sujeta con las manos.

—No, mami, por favor. No quiero ir con la tía. Quiero estar contigo.

Ahora no hay un ápice de rabia o de exigencia en su voz. Me lo está suplicando, al borde del llanto. La bocina del autobús me hace saltar en el asiento. Llueve como si la ciudad entera tuviera que irse por el desagüe. Salgo y me pongo al volante. Rita me mira desde el portal. Lluvia ha abierto el paraguas de gatitos y también me mira. Estará deseando subir y ver a la liebre, y más ahora que sabe que van a darle el biberón. El autobús vuelve a pitar y me da las largas. Estoy a punto de llamar a Lluvia para que venga al coche y nos vayamos de vuelta a casa, pero en el último instante me niego. Estoy harta de rendirme ante ella. Y también de que su hermana tenga que reconfigurar siempre sus expectativas, sus ilusiones, en función del genio y de las exigencias de Minerva. Solo se llevan tres años. No quiero que Lluvia se convierta en una madre prematura. Quiero que su infancia dure tanto como sea posible.

Hago un giro de ciento ochenta grados en medio del diluvio, obligando a frenar a varios coches que venían por el otro carril. Nadie me pita. Regreso hasta el principio de la calle, doy la vuelta en la rotonda, vuelvo hasta el portal de mi hermana, espero a que se vaya el autobús y me coloco en el mismo sitio.

—Vamos, Minerva. Se acabó. Tengo que irme ya.

Ella no contesta. Me bajo y abro su puerta. Está agarrando con fuerza la hebilla de su cinturón, que se cierra con dos correas sobre su pecho. Pongo mis manos sobre las suyas y hago un poco de presión. Empieza a llorar y a gritar.

—¡No, mami!

Yo hago cada vez más presión hasta que ya se lo quito por la fuerza. La cojo por las axilas e intento sacarla del coche, pero se agarra al marco de la ventanilla. El agua me obliga a cerrar los ojos y estoy completamente empapada. Ya todo se ha ido a la mierda. No puedo ir a danza así, chorreando, ni podría tampoco concentrarme ni evadirme después de esto, pero aun así tiro de ella, y ella grita y llora más, pero se suelta de una mano. Rita echa a correr hacia nosotras. También se para una señora y se me queda mirando. Minerva solo dice: «No, mami». Entonces me pregunto qué estoy haciendo. Cómo puedo hacerle esto a mi hija. Cómo puedo ser tan monstruo, y la suelto otra vez en su sillita. Creo que estoy llorando, pero es imposible saberlo con este diluvio. Lluvia camina hacia nosotras y le da el paraguas a su tía. Después abre la puerta del coche y se mete dentro. Yo miro a mi hermana por encima del techo, incapaz de comprender qué ha ocurrido, cómo he podido llegar a este punto, muerta de vergüenza.

—Lo siento —le digo.

—Tranquila.

—Te llamo —le digo.

—Tranquila.

Le pongo el cinturón a Minerva. Me monto en el coche y conduzco en absoluto silencio de vuelta a casa dejando que la vergüenza se transforme, lentamente, en culpa.