Buscar el Domingo - Rachel Held Evans - E-Book

Buscar el Domingo E-Book

Rachel Held Evans

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Beschreibung

Bestseller del New York Times - Un libro que es tanto una sincera oda al pasado como una mirada esperanzada hacia el futuro de lo que significa ser parte de la Iglesia - Como miles de sus compañeras y compañeros millenials, Rachel Held Evans ya no quería ir a la iglesia. La hipocresía, la política, los gigantescos presupuestos de construcción, los escándalos: la cultura de la iglesia le parecía alejada de Jesús. Sin embargo, a pesar de su cinismo y recelos, algo la atraía de nuevo a la iglesia. Así es como emprendió un viaje para comprender y encontrar su lugar en ella. Centrada en siete sacramentos, la búsqueda de Evans lleva a los lectores a través de un año litúrgico con historias sobre el bautismo, la comunión, la confirmación, la confesión, el matrimonio, la vocación y la muerte, que son divertidas, desgarradoras y muy honestas. Un libro de memorias sobre arreglárselas y tomar riesgos, sobre el desorden de la comunidad y el poder de la gracia, Buscar el Domingo se trata de superar el cinismo para encontrar esperanza y, en algún punto intermedio, a la Iglesia. "Evans ha escrito un libro muy ocurrente. Está enraizada en las cosas profundas de la fe. Escribe con un estilo vívido y traspone declaraciones de fe en narrativas persuasivas y concretas. Su libro es una invitación vigorosa a reconsiderar que la fe ha sido mal entendida como un paquete de certezas en lugar de una relación de fidelidad". Walter Brueggemann, Seminario Teológico de Columbia "Oh, Dios mío, este es el mejor libro de Rachel hasta ahora —y esto es decir mucho. De manera honesta y esperanzadoramente irónica, Rachel habla por muchos de nosotros. Creo que sus palabras encarnizadas sanarán muchas heridas. Un libro que debe leer todo aquel que ame a Jesús pero que lucha con amar, comprender o encontrar su lugar en la Iglesia". Sarah Bessey, autora de Jesús Feminista

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Hablan de Buscar el Domingo

Mientras lees Buscar el Domingo, no solo sentirás la inspiración de Held Evans, sino también, creo, del Espíritu Santo, a quien sentí muy cercano, a la mano, mientras daba vuelta estas páginas.

—Lauren F. Winner, autora de Wearing God y Still: Notes on a Mid-faith Crisis

Rachel Held Evans irrumpió en la escena hace algunos años como una joven y prometedora escritora. En Buscar el Domingo, cumple la promesa al escribir con belleza, intuición, madurez, humildad y bastante humor. Si necesitas que un libro te pastoree, sea tu amigo, te sujete y sacuda el polvo, e incluso te dé un beso espiritual en la mejilla y una patada devocional en el trasero, lo has encontrado.

—Brian D. McLaren, autor y orador (brianmclaren.net)

Si ya tuviste suficiente de la iglesia o estás a punto de arrojar la toalla, entonces por favor, por favor, por favor lee este libro. Es una meditación valiente, irónica y exquisitamente escrita por alguien que sabe exactamente cómo te sientes. Amé cada palabra.

—Ian Morgan Cron, autor éxito de ventas, orador y sacerdote episcopal

Rachel Held Evans ha escrito una guía de viaje espiritual para fugitivos religiosos. Nos lleva con ella de una manera hermosa mientras deja su casa, deambula, cuestiona, sufre y luego regresa. Pero la iglesia a donde regresa es tan verdadera, cruda y bellamente difícil como la escritora misma. Como alguien que también se fue, se enojó, extrañó, y luego volvió a la iglesia, amo este libro. Amo como Rachel no rehúye de lo desagradable en su búsqueda de lo que es bello tanto en ella misma como en la iglesia.

—Pastora Nadia Bolz-Weber, autora deSantos Accidentales y Desvergonzada

Oh, Dios mío, este es el mejor libro de Rachel hasta ahora —y esto es decir mucho. De manera honesta y esperanzadoramente irónica, Rachel habla por muchos de nosotros. Creo que sus palabras encarnizadas sanarán muchas heridas. Un libro que debe leer todo aquel que ame a Jesús pero que lucha con amar, comprender o encontrar su lugar en la Iglesia.

—Sarah Bessey, autora de Jesús Feminista

Evans ha escrito un libro muy ocurrente. Está enraizada en las cosas profundas de la fe. Escribe con un estilo vívido y traspone declaraciones de fe en narrativas persuasivas y concretas. Su libro es una invitación vigorosa a reconsiderar que la fe ha sido mal entendida como un paquete de certezas en lugar de una relación de fidelidad.

—Walter Brueggemann, Seminario Teológico de Columbia

En Buscar el Domingo, la lucha honesta y esperanzadora de Rachel desgarró mi cinismo acerca de las trampas de la religión organizada y me llegó al alma al recordarme por qué vale la pena luchar por este hermoso corazón de novia dolorosamente roto.

—Michael Gungor, músico, compositor, y autor de The Crowd, the Critic, and the Muse: A Book for Creators

Siempre es reconfortante escuchar la dolorosa verdad sobre la vida conflictiva de la fe desde otra cristiana estadounidense en recuperación. Con todo, es incluso aún más sanador atestiguar cómo, no obstante, nuestras convulsivas verdades humanas contaminadas con el pecado pueden llevarnos a la única Verdad que lo contiene todo. En estas páginas hay lugar para la duda sagrada y los berrinches santos porque, en última instancia, el amor y la gracia de Dios nos acogen a todos a ese lugar.

—Enuma Okoro, oradora nigeriana-estadounidense y escritora premiada por Reluctant Pilgrim: A Moody Somewhat Self-Indulgent Introvert’s Search for Spiritual Community

Copyright © 2015 by Rachel Held Evans.

Buscar el Domingo

Amar, Dejar y volver a Encontrar la Iglesia

de Rachel Held Evans. 2020, JUANUNO1 Ediciones.

Título de la publicación original: “Searching for Sunday”

This translation published by arrangement with Thomas Nelson, a division of HarperCollins Christian Publishing, Inc.

Esta traducción es publicada por acuerdo con Thomas Nelson, una división de HarperCollins Christian Publishing, Inc.

Spanish Language Translation copyright © 2020 by JuanUno1 Publishing House, LLC.

All Rights Reserved. | Todos los Derechos Reservados.

Published in the United States by JUANUNO1 Ediciones,

an imprint of the JuanUno1 Publishing House, LLC.

Publicado en los Estados Unidos por JUANUNO1 Ediciones,

un sello editorial de JuanUno1 Publishing House, LLC.

www.juanuno1.com

JUANUNO1 EDICIONES, logos and its open books colophon, are registered trademarks of JuanUno1 Publishing House, LLC.

JUANUNO1 EDICIONES, los logotipos y las terminaciones de los libros, son marcas registradas de JuanUno1 Publishing House, LLC.

Library of Congress Cataloging-in-Publication Data

Name: Evans, Rachel Held, author

Buscar el domingo: amar, dejar y volver a encontrar la iglesia / Rachel Held Evans.

Published: Miami : JUANUNO1 Ediciones, 2020

Identifiers: LCCN 2020949693

LC record available at https://lccn.loc.gov/2020949693

REL012120 RELIGION / Christian Living / Spiritual Growth

REL012040 RELIGION / Christian Living / Inspirational

REL077000 RELIGION / Faith

Paperback ISBN 978-1-951539-44-3

Ebook ISBN 978-1-951539-56-6

Créditos Foto de Rachel Held Evans utilizada en portada:

Maki Garcia Evans

Traducción: Ian Bilucich

Corrector/Editor: Tomás Jara

Diagramación interior: María Gabriela Centurión

Director de Publicaciones: Hernán Dalbes

First Edition | Primera Edición

Miami, FL. USA.

-Diciembre 2020-

Para Amanda —la pequeña hermana a la que admiro,

y la persona que me da más

esperanzas sobre el futuro de la iglesia.

Y para la comunidad del blog —escribí

cada palabra de este libro para ustedes.

Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades… Más que el temor a equivocarnos, mi esperanza es que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa sensación de seguridad, dentro de las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: “Denles ustedes de comer”.

—Papa Francisco1

Contenido

Cover

Portada

Hablan de Buscar el Domingo

Portada

Legales

Dedicatoria

Cita

Prefacio por Glennon Doyle Melton

Prólogo: Alba

I. Bautismo

1. Agua

2. Bautismo del creyente

3. Desnuda en Pascua

4. Conejito regordete

5. Suficiente

6. Ríos

II. Confesión

7. Cenizas

8. Voten sí a la uno

9. Ropa sucia

10. Lo que hemos hecho

11. Meet the Press

12. Polvo

III. órdenes Santas

13. Manos

14. La Misión

15. Error épico

16. Pies

IV. Comunión

17. Pan

18. La comida

19. Baile metodista

20. Brazos abiertos

21. Mesa libre

22. Vino

V. Confirmación

23. Soplo

24. Altares al lado del camino

25. Gigante Tembloroso

26. Duda de Oriente

27. Con la ayuda de Dios

28. Viento

VI. Ungir a los enfermos

29. Aceite

30. Sanación

31. Tedio evangélico

32. El asunto del coche fúnebre

33. Perfume

VII. Matrimonio

34. Coronas

35. Misterio

36. Cuerpo

37. Reino

Epílogo: Oscuridad

Agradecimientos

Notas

Sobre la autora

Prefacio

Cuando quiero darme un buen susto, imagino qué le pasaría al mundo si Rachel Held Evans dejara de escribir.

Mientras arraso con las páginas de Buscar el Domingo, me doy cuenta de que estuve esperando toda mi vida por algo así. El Jesús que Rachel ama tanto es el mismo del cual me enamoré hace mucho tiempo, antes de haber dejado que la hipocresía de la iglesia y mi propio corazón lo arruinaran todo. Buscar el Domingo me ayudó a perdonar a la iglesia y a mí misma, y a enamorarme de Dios una vez más. Fue como si, con el tiempo, se hubieran establecido barreras en el camino entre Dios y yo; al leer este libro sentí cómo las palabras de Rachel las eliminaban una por una hasta, al llegar al final, volver a encontrarme cara a cara con Dios.

El cristianismo de Rachel es una disciplina diaria de gracia ilimitada para ella misma, para la iglesia y para aquellos que la iglesia deja afuera. La fe que describe en Buscar el Domingo es menos un club al cual pertenecer y más una corriente a la cual entrar —una que, continuamente, la lleva hacia las personas y lugares que le habían enseñado a temer. Rachel no solo ama a estas personas, sino que aprende que ella es estas personas. En Buscar el Domingo, nos convence de que no hay ningún ellos y nosotros; solo somos nosotros. Esta idea es tan reconfortante como un poco aterradora. Tengo el presentimiento de que así debería ser la fe: reconfortante y terrorífica.

Buscar el Domingo es, lisa y llanamente, mi libro favorito de mi escritora favorita. De aquí en más, cuando las personas me pregunten sobre mi fe, solo les daré este libro. Amado Jesús, estoy agradecida por Rachel Held Evans.

— Glennon Doyle Melton, autora del éxito de ventas del New York Times Carry On, Warrior and founder of Momastery.com and Together Rising

PROLOGO

ALBA

Diré cómo el sol nació
-en cintas sucesivas -
—Emily Dickinson

El teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer escribió que “las horas más tempranas de la mañana le pertenecen a la Iglesia del Cristo resucitado. Al romper la luz, recuerda la mañana en que la muerte y el pecado se postraron derrotados y se le dio una nueva vida y salvación a la humanidad”.2

Esta es una noticia desafortunada para alguien como yo, que apenas puedo recordar quién soy al “romper la luz”, y mucho menos reflexionar sobre las implicaciones teológicas de la resurrección. No soy lo que se dice una persona mañanera y, de hecho, preferiría ser de las que permanecen postradas y derrotadas en horas tan tempranas. La alegría de ver el amanecer sigue siendo para mí solo otro de los regalos inaccesibles del universo, como la aurora boreal y el cabello naturalmente rizado. Sin duda, habría ahuyentado a la pobre María Magdalena con un suave gruñido amortiguado por la almohada si me hubiera pedido que la ayudara a llevar las especias funerarias a la tumba esa fatídica mañana hace dos mil años. Hubiera dormido durante todo el evento principal.

Históricamente, los religiosos nos observaron con algo de rabia a nosotros, los búhos nocturnos. Mi libro horario estipula que las oraciones matutinas han de hacerse entre las 4:30 y las 7:30 a. m. El concepto de que debo hablar con Dios en un horario en el que ni siquiera puedo hablar de forma coherente con mi esposo me excede. Sin embargo, se dice que los santos más venerados de la iglesia eran madrugadores y recuerdo bien que, mientras crecía, los pastores hablaban con reverencia sobre sus tiempos de quietud por las mañanas, como si Dios tuviera estrictos horarios de oficina. Incluso las catedrales más grandiosas del mundo están construidas con sus entradas en dirección al oeste y sus altares hacia el este. Los antiguos cementerios europeos, minados de lápidas erosionadas por el viento, aún reflejan la costumbre de enterrar a los muertos con los pies hacia el sol naciente como señal de esperanza y con la expectativa de que, cuando Jesús regrese a Jerusalén en la segunda venida, los fieles se levantarán y lo mirarán a los ojos. Solo puedes esperar que esto suceda en algún momento luego de las nueve de la mañana, hora estándar del este.

Si las horas tempranas de la mañana pertenecen a la iglesia, entonces mi generación se quedó dormida.

En los Estados Unidos, 59 por ciento de las personas jóvenes de entre dieciocho y diecinueve años con un trasfondo cristiano han abandonado la iglesia. Entre aquellos de nosotros que llegamos a la mayoría de edad alrededor del año 2000, una sólida cuarta parte afirma no tener afiliación religiosa en absoluto, lo que nos hace significativamente más desconectados de la fe que los miembros de la generación X en un momento comparable de sus vidas y dos veces más desconectados que los baby boomers cuando eran adultos jóvenes. Se estimó que ocho millones de adultos dejarán la iglesia antes de su trigésimo cumpleaños.3

A los treinta y dos, tan solo clasifico como milenial (solo vamos a decir que todavía tengo varios episodios de Friends grabados enVHS). Pero a pesar de tener un pie en la generación X, tiendo a identificarme más con las actitudes y el ethos de la generación milenial y, siendo esto así, a menudo se me pide que les hable a los líderes de la iglesia del porqué los jóvenes adultos están dejando la iglesia.

Podría escribir volúmenes enteros alrededor de esa pregunta, y, de hecho, muchos lo hicieron. No puedo hablar exhaustivamente sobre las corrientes sociales e históricas que moldearon la vida religiosa estadounidense o sobre las fuerzas que arrastraron fuera a tantos de mis pares de la fe. Los problemas que acechan al evangelicalismo estadounidense son diferentes de aquellos que acechan las líneas principales del protestantismo; diferentes de aquellos que afectan a las parroquias católicas y episcopales y diferentes de aquellos que influencian al cristianismo en partes del mundo donde este florece constantemente —a saber, el Sur y el Este global.

Pero te puedo contar mi propia historia, la cual los estudios sugieren que es una cada vez más común.4 Puedo contarte sobre lo que es crecer como evangélica, sobre dudar de todo lo que creía acerca de Dios, sobre amar, dejar y anhelar la iglesia, sobre buscarla y encontrarla en lugares inesperados. Y puedo compartir las historias de mis amigos y lectores, personas jóvenes y ancianas cuyos comentarios, cartas y correos electrónicos se leen como postales de sus propios viajes espirituales, despachadas desde la frontera poscristiana. No puedo proveer las soluciones que los líderes de la iglesia buscan, pero puedo articular las preguntas que muchos de mi generación se están haciendo. Puedo traducir algo de su angustia, y algo de su esperanza.

Al menos eso es lo que traté de hacer cuando, recientemente, se me pidió explicarles a tres mil jóvenes servidores evangélicos reunidos para una conferencia en Nashville, Tennessee, las razones por las que los milenials como yo están dejando la iglesia.

Les dije que estamos cansados de la guerra cultural, del cristianismo que se enreda con partidos políticos y con el poder. Los milenials queremos ser conocidos por lo que apoyamos, dije, no solo por aquello a lo que nos oponemos. No queremos escoger entre la ciencia y la religión o entre nuestra integridad intelectual y nuestra fe. En vez de eso, anhelamos que nuestras iglesias sean un lugar seguro para dudar, para hacer preguntas y para decir la verdad, incluso cuando es incómoda. Queremos hablar de las cosas complicadas —la interpretación bíblica, el pluralismo religioso, la sexualidad, la reconciliación racial y la justicia social— pero sin conclusiones predeterminadas o respuestas simplistas. Queremos atravesar las puertas de la iglesia con todo nuestro ser, sin dejar nuestros corazones y mentes atrás, sin usar máscaras.

Expliqué que cuando nuestros amigos gay, lesbianas, bisexuales y transgénero no son bienvenidos a la mesa, entonces nosotros tampoco nos sentimos bienvenidos, y que no todo joven adulto se casa o tiene hijos, así que necesitamos dejar de construir nuestras iglesias alrededor de categorías y empezar a construirlas alrededor de la gente. Y les dije que, contrario a la creencia popular, no podemos recuperar lo perdido con bandas de adoración más modernas, cafeterías elegantes o pastores que usan pantalones ajustados. A los milenials se nos ha bombardeado con anuncios comerciales durante toda nuestra vida, así que podemos oler la mier... desde kilómetros. La iglesia es el último lugar donde queremos que se nos venda un producto, el último lugar donde queremos ver un programa de entretenimiento.

Los milenials no estamos buscando un cristianismo más hipster, dije. Estamos buscando un cristianismo más real, un cristianismo más auténtico. Como toda generación anterior y posterior a nosotros, estamos buscando a Jesús —el mismo que puede ser encontrado en los lugares extraños en donde siempre pudo ser encontrado: en el pan, el vino, el bautismo, en la Palabra, en el sufrimiento, en la comunidad, y entre los más pequeños de estos.

No se requieren cafeterías y máquinas de humo.

Claro, dije todo esto desde el centro de un escenario gigante equipado con luces, trampolines, y, en efecto, una máquina de humo. Nunca estoy del todo cómoda en estos eventos —no porque mis palabras no sean bienvenidas o sean falsas, sino porque me siento descolocada diciéndolas. No soy ninguna erudita o estadista. Nunca lideré un grupo juvenil ni pastoreé una congregación. La verdad es que ni siquiera me molesto en levantarme de la cama muchas mañanas de domingo, especialmente en días en los que no estoy segura de mi fe en Dios o cuando hay algún invitado interesante en algún programa de televisión. Para mí, hablar de la iglesia frente a un montón de cristianos significa aproximarme al micrófono e intentar explicar la relación más importante, complicada, hermosa y desgarradora de mi vida en treinta minutos o menos sin gritar, llorar o decir malas palabras. A veces, desearía que encuentren a alguien un poco más emocionalmente distante para dar estas exposiciones, alguien que no tenga que partirse en dos y desangrarse por todo el recinto cada vez que alguien pregunta, inocente: “entonces, ¿te has congregado últimamente?”.

Quizás esta es la razón por la cual no quería escribir este libro… al menos no al principio. Traté de salirme de él. Le di vueltas, balbuceé y le presenté un montón de propuestas alternativas a mi publicador, con la esperanza de que los editores cambiaran de opinión. Escribirlo tomó el doble del tiempo de lo que habíamos planeado. Incluso derramé una gran taza de té sobre mi computadora portátil justo en medio de la redacción del primer borrador y, pensando que había perdido la mitad del manuscrito, decidí que Dios tampoco quería que escribiera un libro sobre la iglesia (pudimos recuperar la mayor parte del manuscrito, pero la tecla mayus todavía se traba de tanto en tanto).

No quería publicar la historia de mi iglesia porque, la verdad, todavía no conozco el final. Estoy en la adolescencia de mi fe. Ha habido portazos, desacuerdos —con revoleos de ojos incluidos— y declaraciones desafiantes que incluyen la frase “¡te odio!” lanzadas a cada persona u organización que represente a la iglesia institucionalizada. Estoy enojada y me siento insolente, esperanzada e ingenua. Intento hacer mi propio camino, pero todavía no averigüé como lograrlo sin exorcizar lo viejo, sin gritarlo y hacer un espectáculo, sin declarar mi independencia y luego salir corriendo lo más rápido posible en la dirección opuesta. Los libros de la iglesia están escritos por personas con un plan y diez pasos, no por cristianos que apenas resisten mientras se aferran del borde con las uñas.

Y aun así, estoy escribiendo. Lo hago porque sospecho que la adolescente extraña de la foto del anuario todavía tiene algo para decirle al mundo, algún tipo de esperanza para ofrecerle; al menos, unas cien páginas de “yo también”. Escribo porque a veces estamos más cerca de la verdad en nuestra vulnerabilidad que en las certezas de nuestra zona de confort, y porque, a pesar de todas mis dudas e inseguridades, de mi impulso férreo de dormir las mañanas de domingo, he visto las primeras cintas de la luz del alba filtrarse a través de la ventana de mi habitación, y hay un resplandor tenue y esperanzador que besa el horizonte. Incluso cuando no creo en la iglesia, creo en la resurrección. Creo en la esperanza del domingo por la mañana.

Me pareció apropiado organizar el libro en torno a los sacramentos porque fueron ellos los que me llevaron de regreso a la iglesia después de haberme dado por vencida. Cuando mi fe se había vuelto poco más que una abstracción, un conjunto de proposiciones para ser afirmadas o negadas, lo concreto, la naturaleza táctil de los sacramentos me invitaron a tocar, oler, saborear, escuchar, y ver a Dios en las cosas de la vida diaria una vez más. Sacaron a Dios de mi cabeza y lo pusieron en mis manos. Me recordaron que el cristianismo no está destinado solo a ser creído; está destinado a ser vivido, compartido, comido, hablado y representado en la presencia de otras personas. Me recordaron que, por más que lo intente, no puedo ser cristiana por mi propia cuenta. Necesito una comunidad. Necesito a la iglesia.

Como lo expresa Barbara Brown Taylor: “en una época de sobrecarga de información… lo último que cualquiera de nosotros necesita es más información sobre Dios. Necesitamos la práctica de la encarnación, por la cual Dios salva las vidas de aquellos cuyo conocimiento intelectual los ha vuelto secos como el polvo, que se han quedado espantosamente escasos del pan de vida, que desfallecen por conocer más Dios en sus cuerpos. No más sobre Dios. Más Dios”.5

Así que voy a contar la historia de mi iglesia en siete secciones, a través de las imágenes del bautismo, la confesión, las órdenes sagradas, la comunión, la confirmación, el ungimiento de los enfermos y el matrimonio. Estos son los siete sacramentos nombrados por las iglesias católicas romanas y ortodoxas, pero uno no debe considerarlos los únicos. Podría hablar sin ningún problema del sacramento de la peregrinación, del lavado de pies, de la Palabra, del de hacer pollo a la olla o cualquier otro número de señales externas de gracia interna. Mi objetivo al emplear estos siete sacramentos no es ideológico o eclesiológico, sino más bien literal. Son las estacas de la tienda que sujetan a la tierra mi pequeño tabernáculo de historia. Los escogí porque ellos tienen algo de cualidad universal, porque incluso en las iglesias que no son expresamente sacramentales, las verdades de los sacramentos suelen compartirse.

La iglesia nos dice que somos amados (bautismo)

La iglesia nos dice que estamos quebrantados (confesión)

La iglesia nos dice que somos encomendados (órdenes santas)

La iglesia nos alimenta (comunión)

La iglesia nos da la bienvenida (confirmación)

La iglesia nos unge (ungimiento de los enfermos)

La iglesia nos une (matrimonio)

Obviamente, la iglesia también miente, injuria, daña y excluye, y este libro explora sus rincones oscuros tanto como sus espectaculares vitrales. Pero, para una generación que lucha por encontrarle el sentido al propósito de la iglesia, espero que estos siete misterios nos recuerden “probar y ver que el Señor es bueno” (Salmo 34: 8) y, quizás, no darse por vencido. Espero que nos recuerden cuánto nos necesitamos unos a otros.

En estas páginas presento historias de iglesias de una variedad de tradiciones —bautistas, menonitas, anglicanas, católicas, pentecostales, no denominacionales— y me he inspirado mucho en los escritos de cristianos que van desde Alexander Schmemann (ortodoxo) a Nadia Bolz-Weber (luterana); de Will Willimon (metodista) a Sara Miles (episcopal). He incluido las historias de laicos y pastores, amigos y lectores de blogs, los que asisten a la iglesia y los que no. Esta es mi historia, pero también es la historia de muchos otros.

Este libro se titula Buscar el Domingo, pero es menos sobre buscar un domingo de iglesiay más sobre buscar el domingo de resurrección. Se trata sobre todas las formas extrañas que Dios tiene para darle vida a lo que estaba muerto. Se trata sobre rendirse y empezar de nuevo. Se trata de por qué, incluso en los días en que sospecho que toda esta charla sobre Jesús, la resurrección y la vida eterna son un montón de tonterías diseñadas para mimarnos a través de una existencia esencialmente sin sentido, todavía me gustaría ser enterrada con los pies mirando hacia el sol naciente.

Solo por si acaso.

UNO

AGUA

… por la palabra de Dios, existía el cielo y
también la tierra, que surgió del agua y mediante el agua
—2 Pe 3:5

En el principio, el Espíritu de Dios sobrevolaba las aguas.

Las aguas eran oscuras y profundas y, por todas partes, dicen los antiguos, reinaba un mar interminable.

Entonces, Dios separó las aguas, empujando parte de ella hacia abajo para formar los océanos, ríos, las gotas de rocío y los manantiales, y encerrando en una bóveda el resto de los torrentes, detrás de un firmamento vidrioso, con puertas que se abrían para la luna y ventanas para dejar salir la lluvia. En la cosmología del cercano oriente, toda la vida estaba suspendida entre estas aguas, vulnerable como un feto en el útero. Con un suspiro del Espíritu, las aguas podrían estrellarse hacia adentro y alrededor de la tierra, ahogando a sus habitantes en un momento. La historia del diluvio de Noé comienza cuando “se rompieron todas las fuentes del gran abismo, y las compuertas del cielo fueron abiertas” (Génesis 7: 11). El Dios que había separado las aguas al principio quería volver a empezar, así que Dios lavó el planeta.

Para las personas cuya supervivencia dependía de los humores inescrutables del Tigris, el Éufrates y el Nilo, el agua representaba tanto la vida como la muerte. Los océanos estaban llenos de monstruos, espíritus indómitos y peces gigantes que podían tragarse a un hombre entero. Los ríos rebosaban de posibilidades veleidosas —producir cosechas, impulsar el comercio, sequías. A este mundo Dios habló con el lenguaje del agua al convertir el río de los enemigos en sangre, al hacer brotar manantiales de entre las rocas, al jugar al casamentero alrededor de los pozos de agua y al prometer un futuro en donde la justicia fluiría como agua, como una corriente inagotable. Y el pueblo respondió al buscar pureza de mente y cuerpo a través de baños ritualistas luego de eventos como el nacimiento, la muerte, el sexo, la menstruación, los sacrificios, los conflictos y las transgresiones. “Purifícame con hisopo, y quedaré limpio —escribió el poeta David—. Lávame, y quedaré más blanco que la nieve” (Salmo 51: 7).

Es ingenuo pensar que todas estas visiones antiguas son verdades literales. Conocemos, como lo hicieron nuestros ancestros, tanto el peligro como la necesidad de agua. El agua nos une al vientre de nuestras madres, nuestro fantasmagórico tejido inhala y exhala el líquido embrionario que hace crecer nuestros pulmones, huesos y cerebros. El agua fluye por nuestros cuerpos y también hace que nuestro planeta sea azul. Es el agua la que levanta autos como hojas cuando un tsunami arrasa la costa; agua que en un momento puede tragarse un barco y durante eones tallar un cañón; agua que buscamos como chimpancés a insectos, con equipos de miles de millones de dólares que hurgan en Marte; agua que dejamos caer en calvas cabezas de bebés para nombrarlos hijos de Dios; agua con la que torturamos; la misma que lloramos; agua que lleva enfermedades invisibles que hoy matarán a cuatro mil niños; agua que, si se calienta unos pocos grados más, inundará la tierra… y nos lavará a todos.

Como el agua llevó a Moisés a su destino por el Nilo, así llevó a otro bebé desde el cuerpo de una mujer a un mundo expectante. Ahora envuelto en carne, el Dios que una vez aleteaba sobre las aguas fue sumergido en ellas por un predicador del desierto de mirada salvaje. Cuando Dios emergió, habló del agua viva que satisface por siempre y sobre nacer de nuevo. Fue a pescar y lavó los pies de sus amigos. Tocó a la impura. Escupió en la tierra. Lanzó demonios al océano y paseó por un mar embravecido. Tuvo sed. Lloró.

Luego de que el gobierno se lavara las manos de él, Dios colgó en una cruz donde la sangre y el agua brotaron de su costado. Como Jonás, fue tragado por tres días.

Luego, venció a la muerte. Dios se levantó de las profundidades y respiró aire una vez más. Cuando encontró a sus amigos en la costa, les dijo que no temieran, sino que fueran a bautizar a todo el mundo.

El Espíritu que una vez se movía por las aguas, las había habitado. Ahora cada gota es sagrada.

DOS

Bautismo del creyente

Toda el agua tiene una memoria perfecta y siempre
está tratando de volver a donde estaba.
—Toni Morrison

Fui bautizada por mi padre. Su presencia a mi lado en el bautisterio, con el agua hasta la cintura, marcó otra de las ventajas de tener un padre que fue ordenado pero no que no era pastor, capaz de participar en mi vida espiritual sin arruinarla. Déjame decirte que las expectativas hacia una hija de profesor bíblico universitario son mucho más laxas que hacia un hijo de pastor, y principalmente involucran sugerencias gentiles de redirigir algunas de las preguntas que realizaba en la escuela dominical a la única persona en mi vida que sabía hebreo antiguo y que, mientras desayunábamos, podía explicarme exactamente cómo se las había arreglado Dios para crear la luz antes que el sol.

Así que, cuando mi padre me aseguró que no iría al infierno por esperar hasta los trece para bautizarme, le creí casi totalmente a mi padre.Casi totalmente. Sabía que estaba jugando al límite de la “edad de imputabilidad”, el punto en el cual los niños ya no comen gratis en O’Charley’s ni entran al cielo sobre la base de la fidelidad de sus padres, y sabía que algunos cristianos creían que tenías que estar bautizada para ser salva. En una tosca presentación de las realidades del denominacionalismo, un compañero de quinto grado me informó que, aunque le hubiera pedido a Jesús que entrara en mi corazón cuando estaba en el jardín de infantes, necesitaba sellar el trato y bautizarme rápidamente antes de que un accidente automovilístico o una desagradable caída desde un tobogán alto me llevaran directamente con el diablo.

“Mi pastor dice que tienes que bautizarte con agua antes de que puedas ser bautizado con el Espíritu”, explicó el niño, que estaba del otro lado del pasamanos en el patio de juegos, como un médico general que me recomendaba a un especialista—. “Quizás deberías ocuparte de eso”.

“Bueno, mi papá fue al seminario y dice que no necesitas bautizarte para entrar al cielo”, repliqué.

(Debo mencionar que fui a una primaria cristiana donde “la hermenéutica de mi papá le puede ganar a la del tuyo” funcionaba como una burla legítima).

Muchos de los niños de Parkway Christian Academy fueron a la iglesia pentecostal al otro lado de la calle y, durante el tiempo de petición de oración, entregaban relatos numinosos de demonios que se infiltraban en sus habitaciones por la noche y encendían las luces o tiraban de la cadena del baño. Se tomaban la guerra espiritual súper en serio y consideraban liberales a mi familia por pedir dulces en “el feriado de Satán”. Mi padre decía que los demonios estaban en el negocio de las tentaciones y no en el de jalar cadenas de baño, pero sus afirmaciones no me detuvieron de temblar debajo de mis sábanas algunas noches, con miedo a abrir mis ojos y enfrentar la presencia densa de lo que sabía que era un ángel caído asomado sobre mi cama, esperando capturar la presa fácil de una chica que había ido a pedir dulces y no se había molestado en bautizarse. Para el momento en que llegué a la edad de imputabilidad, había visto suficiente diversidad doctrinal dentro de la iglesia como para cubrir todas mis posibilidades, así que empecé a trabajar en más preguntas sobre el bautismo en nuestras conversaciones cotidianas en la mesa de la cena, con la esperanza de que mis padres hicieran una cita con el pastor. Cuando aprendí que algunos niños eran bautizados incluso antes de que les salieran los dientes, me encrespé de envidia.

Nuestra iglesia creía en la Biblia, así que practicábamos la inmersión. “El bautismo del creyente”, lo llamábamos. De haber vivido en la Suiza del siglo XVI, quizás nos habrían matado por tal convicción, ahogados simbólicamente o tal vez quemados por los queridos protestantes que consideraban herejía el “segundo bautismo” de los reformadores radicales. (Dato divertido: fueron más los cristianos martirizados entre ellos mismos en las décadas luego de la Reforma que los martirizados por el Imperio Romano).6 Si hubiera nacido en una familia ortodoxa, de bebé hubiera sido sumergida tres veces —la primera en el nombre del Padre, luego en el nombre de Hijo, y luego otra vez en el nombre del Espíritu Santo— antes de ser colocada, aturdida y escupiendo, en los brazos de un padrino. Si mi familia hubiese sido católica, me habrían puesto una suave bata de bautismo blanca y un sacerdote habría vertido agua bendita sobre mi cabeza calva de bebé para eliminar la mancha del pecado original. Si hubiéramos sido mormones, dos testigos se hubieran parado en cada lado de la fuente para asegurarse de que todo mi cuerpo se sumergiera totalmente en el agua. Si hubiéramos sido presbiterianos, algunas salpicadas simbolizando mi lugar en la familia del pacto de Dios hubieran sido suficientes. Afortunadamente, aunque abundan los desacuerdos con respecto al método del bautismo, en estos días los cristianos prefieren mirarse mal los unos a otros en vez de condenarse a la hoguera.

No creo que importe mucho. De todos modos, “el bautismo del creyente” me parece un nombre poco apropiado, que sugiere mucha más voluntad en esta circunstancia de la que la mayoría tenemos. Ya sea que te encuentres con el agua como un bebé que se retuerce en los brazos de un sacerdote nervioso o como un adulto sumergido en un río por un predicador del avivamiento, lo haces de la mano de aquellos que primero te reciben en la fe, las personas que te han —o lo harán— presentado a Jesús. “En el bautismo —escribe Will Willimon— el destinatario del bautismo es solo eso: el destinatario. No puedes bautizarte a ti mismo. Alguien debe hacerlo por ti”.7 Es una adopción, no una entrevista.

La iglesia que me adoptó era evangélica del sur; en consecuencia, obsesionada con el fútbol colegial. Bajo el liderazgo de Gene Stallings, el Alabama Crimson Tide avanzaba hacia su duodécimo campeonato nacional, por lo que los domingos por la mañana después del día del juego, los bancos tradicionales de la Bible Chapel [Capilla Bíblica] en Birmingham estaban adornados con moños rojos y blancos, corbatas, chaquetas deportivas y blusas: los accesorios sagrados de la segunda religión de Alabama (o la primera, según a quién le preguntes).8 Había algunos fanáticos de Auburn que asistían, pero eran casi tan escurridizos como los demócratas. Una sola familia italiana, los Marino, conformaba nuestra diversidad étnica. Nos reuníamos bajo un techo de pino de Alabama y, como buenos protestantes, nos poníamos de frente a un púlpito pesado y sin adornos. Eran los ochenta, así que mis primeros recuerdos de Jesús huelen a fijador para el cabello.

En esa época, no tenía ningún concepto del evangelicalismo como una expresión única y relativamente nueva del cristianismo con raíces en el pietismo del siglo XVIII y los grandes despertares estadounidenses. En su lugar, entendía a los evangélicos como un adjetivo, sinónimo de “real” o “auténtico”. Estaban los cristianos, y luego estaban los cristianos evangélicos como nosotros. Solo los evangélicos tenían asegurada la salvación. Todos los demás eran tibios y estaban en peligro de ser vomitados de la boca de Dios. Nuestros vecinos católicos estaban condenados. A mil quinientos kilómetros, en Princeton, New Jersey, mi futuro esposo estaba ganando trofeos de carreras de autos de madera en la Montgomery Evangelical Free Church [Iglesia Evangélica Libre de Montgomery], que durante muchos años creyó que era una iglesia libre de evangélicos, como goma de mascar libre de azúcar. “Pero ¿no es que los evangélicos son los buenos?”, recuerda preguntarle a su madre.1 Qué rápido aprendemos a identificar a nuestras tribus.

Nuestro pastor en la Capilla Bíblica —el pastor George— provenía de Nueva Orleans y te lo hacía saber con su floreciente acento de pantano y sus corbatas a rayas, moradas y doradas. Robusto, juguetón y un verdadero contador de historias, sus ilustraciones de sermones favoritas incluían historias interminables sobre peces que se escaparon y caimanes que casi lo devoran. A veces, luego del servicio, mi madre lo molestaba diciéndole que era tan malo como los Gedeones, un grupo de distribuidores de Biblia cuyos relatos de encuentros bíblicos milagrosos (había uno sobre un perro que entregó una Biblia Gedeón rota a su dueño que vivía en la calle antes de morir en sus brazos) nunca creyó.

Me perdí todos los famosos sermones del pastor George, excepto algunos, porque con mi hermana pequeña, Amanda, solíamos ir a la iglesia de niños después de los anuncios y los himnos. Mi madre es una maestra de tercera generación de escuela primaria y una defensora acérrima de la educación apropiada para la edad, con poca tolerancia hacia las personas que hacían permanecer a sus hijos en la predicación y les daban el boletín de la iglesia para que lo garabatearan, mientras un predicador hablaba sin cesar sobre la expiación sustitutiva. Habiendo sido forzada a hacer eso cuando niña —a menudo, tres a cuatro veces a la semana en una estricta iglesia bautista independiente— le dejó en claro a mi padre, y a cualquier otra persona que preguntara, que solo asistíamos a la iglesia dos veces por semana: los domingos por la mañana y los miércoles por la noche. Éramos conservadores, no legalistas.

Pero incluso de niña aprendes bastante rápido que la iglesia no empieza ni termina con los horarios de servicio publicados en el letrero. No; la iglesia se prolonga como la última hora del día escolar, mientras con papá esperábamos en el auto caliente hasta que mamá terminara de socializar en el salón comunitario. La iglesia persistía en las doradas tardes de domingo cuando Amanda y yo jugueteábamos alrededor de la casa, casi desnudas, solo con unos vestidos blancos, como pequeñas novias. La iglesia se aparecía con pollo a la olla cuando toda la familia se enfermaba de gripe, y llamaba luego de medianoche para pedir oración y llorar. Contaba chismes a la salida de la escuela y nos cuidaba los viernes a la noche. Se burlaba de mí y me tiraba de mis coletas. También me enseñó a cantar. La iglesia organizó una gran fiesta sorpresa para mi papá por su cumpleaños número cuarenta, y permitió que me enterara antes de tiempo. La iglesia vino a mí mucho más de lo que yo fui a ella, y estoy contenta.

Dado el horario normal de la familia Held, fue extraño entrar por el largo camino de grava bordeado de árboles de Bible Chapel un domingo temprano al atardecer para nuestro servicio de bautismo. Amanda y yo estábamos calladas, nerviosas y atadas al asiento trasero de nuestro Chevy Caprice. Parte de la razón por la que retrasamos mi bautismo fue para que ambas nos pudiéramos bautizar el mismo día, lo cual considero otro ejemplo de la extraña capacidad de Amanda para adelantarme en madurez, a pesar de que le llevo tres años. Precoz y con hoyuelos, con piel aceitunada y ojos profundos y musgosos que hasta el día de hoy delatan instantáneamente cualquier alegría o dolor que esté obrando en su corazón, Amanda podría sacarle una sonrisa incluso al anciano más áspero de la iglesia. Ella era confiada, impresionable, transparente, y buena —la última persona en el mundo a la que alguien quisiera hacer llorar.

El pastor George llamó a Amanda “Miss Awana”, porque era excelente en las clases de memorización bíblica a las que asistíamos cada miércoles a la noche. Awana,2 que significa Approved Workmen Are Not Ashamed [Obreros Aprobados No Son Avergonzados], es mucho menos socialista de lo que suena y, de hecho, involucra ganar insignias y prendedores por la recitación exitosa de versículos impresos en unos cuadernillos anillados. El edificio de la organización tenía un aroma intenso a galletas de azúcar y al papel recién laminado de nuestros libros de memorización; aroma que Amanda traía a casa cada semana, junto a un montón de medallas y trofeos. Pero más que alardear, me ofrecía compartir sus botines conmigo. A veces, al notar que llegaría a casa con las manos vacías, silenciosamente deslizaba uno de los prendedores de plástico en forma de corona que se había ganado, destinados a representar las coronas que algún día recibiremos en el cielo por memorizar tantos versículos de la Biblia. Me asustaba su admiración, cuánto confiaba en mí y me apoyaba cuando no lo merecía. Fui una buena hermana mayor hasta que llegué a la pubertad y, con la consiguiente crisis existencial, empecé a tener resentimiento de cuán fácil resultaba amarla. Una vez, cuando sentí que no la habían culpado adecuadamente por un percance que habíamos tenido en casa, la llamé santurrona y me burlé de ella cantando el himno “Santo, Santo, Santo”, abucheándola despectivamente. Es lo más cruel que le hice a una persona. Lejos. El suyo era un espíritu tan tierno, que supe instantáneamente que había herido algo precioso solo por gusto, y que era capaz de hacer un mal más grande del que jamás había imaginado. Ni siquiera las aguas del bautismo podían lavar ese pecado, estaba segura.

El día de nuestro bautismo, seguimos a mi madre al desolado salón nupcial del santuario, donde nos pusimos finas túnicas bautismales sobre camisetas y pantalones cortos de jean. Me sentía nerviosa por mis senos. Mis “piedras de tropiezo” habían emergido temprana y generosamente, y me sentía como la prostituta de Babilonia cada vez que descubría a un compañero de clase dominical con sus ojos puestos en ellas (no aprendí a deconstruir la cultura de la modestia hasta después de la universidad, y para ese momento ya era muy tarde). Las ropas mojadas no me iban a hacer ningún favor, lo sabía. Afortunadamente, se suponía que cruzáramos los brazos delante de nosotras antes de que nos sumerjan, y mamá me había puesto un sostén de entrenamiento, una camiseta interior y otra camiseta gruesa de algodón. Pasó un cepillo por mi lacio cabello castaño, que colgaba como hilos de trapeador a los lados de una maraña que pretendía ser un flequillo, y vi sus ojos marrones escanear el eccema de mis brazos, mis hombros encorvados, el espacio entre mis dientes. Me negaba a usar maquillaje, y eso la volvía loca, especialmente en un día donde cualquier rastro de color en mi cara pálida se disolvía por la túnica blanca. Amanda, obviamente, lucía angelical con su cabello rizado y recogido en coletas elásticas y asimétricas: una muñeca de colección al lado de una fantasma tetona y asustada.

“Buenas noticias —dijo mamá. Su alegría se manifestó contra la tensión nerviosa—. Recordé traer un secador de cabello”.

Bueno, era un alivio.

Con mi padre supervisando mi desarrollo teológico, a mi pobre madre le quedó la tarea de guiarme a través de los matices sociales de la vida de la iglesia, misión que le hice considerablemente más difícil al tomar la primera mucho más en serio que la segunda. Una cosa es explicarle a una chica de once años que no hay ninguna manera de saber si Ana Frank fue al cielo o al infierno, otra muy distinta es explicar por qué tal pregunta podría haber sido inapropiada para una despedida de soltera, frente a las damas de la iglesia. Pero esa era la naturaleza de mis conversaciones triviales. Si hubiera heredado la belleza y el encanto de mi madre o compartido algunas de las virtudes de mi hermana, tal vez me hubiera salido con la mía; pero, en cambio, luché a través de las trampas de la cultura religiosa sureña, donde se espera que una buena niña cristiana al menos fuera capaz de hablar sobre el clima o el fútbol antes de llegar a la condenación eterna. Como introvertida de toda la vida, nunca dominé el arte de la charla. No conforme con eso, desafiaba a mi madre a propósito al negarme a usar lápiz labial, llevar cartera o al no darle importancia a mi vestimenta para ir la iglesia, precisamente porque sabía que estas cosas le importaban. Me gustaba pensar de mí misma como una chica poco femenina (como mi heroína, Laura Ingalls Wilder), pero sin interés en deportes competitivos o en la naturaleza. Afortunadamente, mi madre tiene una debilidad por apoyar a los desamparados, así que nunca dudé de su sostén.

Recuerdo muy poco del servicio del bautismo, excepto que el santuario se veía muy diferente desde lo alto del bautisterio, como si lo estuviera mirando a través de una lente de gran angular. Y recuerdo lo reconfortante que fue encontrarme allí con mi padre y sumergirme en el agua tibia; brazos familiares guiándome hacia adentro, manos familiares apretando mi nariz, una voz familiar diciendo algo sobre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, una fuerza familiar que me empujaba hacia abajo y me levantaba de nuevo, como cuando me mecía en sus brazos. Y recuerdo lo encantada que estaba de ver a mi madre esperarme con los brazos abiertos para envolverme en una toalla, y cómo observamos juntas cuando Amanda tomaba su turno y se metía, con el agua mucho más profunda alrededor de sus pequeños hombros. Luego hubo una recepción y alguien hizo huevos rellenos porque sabía que eran mis favoritos.

Pero, sobre todo, recuerdo preguntarme por qué no me sentía más limpia, por qué no me sentía más santa, liviana o más cerca de Dios cuando acababa de nacer de nuevo… de nuevo. Me preguntaba si quizás mis clases de pentecostés estaban en lo cierto y necesitaba un segundo bautismo del Espíritu Santo, o si no había sido lo suficientemente solemne o no me había preparado adecuadamente para que el bautismo funcionara. Todavía no había entendido que uno tiende a salir de los grandes momentos —la boda, la firma del libro, un viaje, la muerte, el nacimiento— como la misma persona que entró; y la sorpresa más extraña de la vida es que estas cosas le siguen sucediendo a tu yo de siempre.