Canción celestial de Balou - Yan Lianke - E-Book

Canción celestial de Balou E-Book

Lianke Yan

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Novela corta pero intensa y épica, que funde lo humano, la naturaleza y la muerte. Una fábula sobre el sacrificio personal y el amor de una madre. En una pequeña aldea escondida en los montes Balou, You Sipo, una campesina local, trabaja día y noche para sacar adelante la cosecha mientras desespera por el futuro de sus hijos, a quienes en la aldea todos apodan los cuatro imbéciles You.  You Sipo no tiene quien la ayude, solo el fantasma de su marido la acompaña en la búsqueda de una solución a sus problemas. Un día, de la forma más sorprendente, aparece una cura para la maldición familiar, sin embargo, el precio es tan alto e inconcebible que tal vez solo una madre estaría dispuesta a pagarlo.  Una historia poderosa, bella y perturbadora sobre el sacrificio que acarrea asumir, hasta sus últimas consecuencias, el compromiso de la sangre, de la familia y del amor cuando nos enfrentamos a  las condiciones más adversas. Canción celestial de Balou es Yan Lianke en estado puro.

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CANCIÓN CELESTIALDE BALOU

YAN LIANKE

TRADUCCIÓN DEL CHINO Y NOTASDE BELÉN CUADRA MORA

TÍTULO ORIGINAL: (Balou tiange)

Publicado porAUTOMÁTICAAutomática Editorial S.L.U.Avenida del Mediterráneo, 24 - 28007 Madrid

[email protected]

© de la obra, Yan Lianke 2001. All rights reserved.© de la traducción, Belén Cuadra Mora, 2021© de la presente edición, Automática Editorial S.L.U, 2021© ilustración de cubierta: Andrea Espier, 2021

Derechos exclusivos de traducción en lengua española: Automática Editorial S.L.U.

ISBN: 978-84-15509-45-5eISBN: 978-84-15509-74-5DEPÓSITO LEGAL: M-30006-2021

Diseño editorial: Álvaro Pérez d’OrsComposición: Automática EditorialCorrección ortotipográfica: Automática EditorialImpresión y encuadernación: Romanyà Valls

Primera edición en Automática: noviembre de 2021

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización de los propietarios del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluyendo la reprografía y los medios informáticos.

Tabla de contenido

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

1

El mundo era todo colores y olores de otoño.

El pleno otoño llegó así, de repente, y era tan denso el dulce aroma del maíz que no había forma de disiparlo. El amarillo, que todo lo cubría, se condensaba sobre los aleros de las casas, las briznas de hierba y el cabello de los labriegos en forma de gotas a punto de precipitarse, irradiando centelleos de ágata e iluminando la aldea entera.

Iluminando la sierra.

Y el mundo.

La cosecha había sido copiosa. El año comenzó con una sequía moderada a la que siguieron fuertes inundaciones, pero cuando llegó el momento de la polinización en los cultivos de maíz, llovió e hizo sol en su justa medida. De resultas, pese a que en llanuras y valles la recolecta se vio reducida a la mitad, en los altos de la sierra se logró una abundancia inusitada. Las mazorcas, abultadas como pantorrillas, hicieron que se encorvaran los tallos, vencidos por el peso. Algunas plantas llegaron incluso a quebrarse para seguir creciendo a ras de suelo. La aldea Youjia, más conocida como «la aldea de los cuatro imbéciles You», descansaba sobre un puñado de pendientes. No es preciso abundar en el panorama de la exuberante cosecha, que algunos comenzaron a segar ya entre el Rocío Blanco1 y el Equinoccio de Otoño.

El terreno de You Sipo, cuarta esposa de la familia You, se encontraba en la cresta de la sierra, sobre la cima más retirada. Cuando un año antes se repartieron las parcelas, los aldeanos no quisieron aquel terreno porque estaba demasiado apartado. Intervino el alcalde: «You Sipo, tus imbéciles comen lo suyo. Labra tú ese campo y siembra tantos mu2 como quieras». Así, You Sipo agarró a su tercera hija y al cuarto idiota, y sembró aquel terreno. Sembró la cima entera, unos ocho o diez mu tal vez, sin imaginar que la producción sería tan abundante como los mares y las montañas.

Después de tres días recolectando y transportando maíz junto a sus hijos, You Sipo apenas había cubierto una tercera parte del sembrado. Se sentía exhausta ante aquella abundancia convertida en molestia. El maizal interminable estaba tan atestado de tallos verdes y hojas secas que quien se adentraba en él creía sumergirse en un mar. You Sipo cargaba con un cesto repleto de maíz en dirección a la linde de la parcela cuando la alcanzó por la espalda el grito lívido de su tercera hija: «¡Madre!... ¡Madre!... Vigila al cuarto idiota. Me está persiguiendo para tocarme las tetas. ¡Me las ha pellizcado y me ha hecho daño!». Las mazorcas amontonadas junto a la parcela formaban ya un montículo. El cielo estaba alto; las nubes, diáfanas y distantes. Bajo los rayos del sol, sobre la cresta del monte, flotaba el polvo que los filamentos cárdenos del maíz soltaban al quebrarse. You Sipo se volvió hacia los gritos y vio, en efecto, cómo el cuarto de sus hijos perseguía a la tercera y le abría la blusa. Los pechos turgentes de la joven saltaban jubilosos, blancos y relucientes, como cabezas de conejos a punto de escapar de un brinco. You Sipo miró atónita a la tercera hija mientras su hermano le agarraba los pechos. En su cara no se veían pudor ni disgusto. Más bien al contrario, su rostro lucía rubicundo, igual que en las ilustraciones de Año Nuevo. Absorto detrás de su hermana, el cuarto idiota soltaba risotadas —ja, ja, ja—, mientras dejaba escapar un reguero de saliva y dos lágrimas de terror al ver a la madre. You Sipo quería saber cómo habían llegado a esa situación, y pensó en preguntar para aclarar las cosas, pero en vista del retardo de ambos hijos, no sabía por dónde empezar. Dubitativa, se giró y vio al marido, You Shitou, al borde de la parcela. Este se lo explicó todo. Le contó que el cuarto hijo había empezado desabrochándole la blusa a su hermana. «Lo he visto perfectamente desde aquí», añadió. You Sipo apartó la mirada y se dirigió al cuarto idiota: «Hijo, ven aquí. Tu madre te quiere decir algo». El niño se acercó vacilante. Entonces, You Sipo elevó la mano en el aire y la dejó caer, cruzándole la cara de un bofetón.

El cuarto idiota rompió a llorar agarrándose la mejilla —buaaa, buaaa—, mientras You Sipo le gritaba: «¡¿Pero es que no ves que es tu hermana?!», tras lo cual el chaval corrió a esconderse en lo más hondo del maizal, como un perro apaleado que busca refugio en la maleza, y allí se acuclilló y continuó llorando con la mirada vuelta al cielo, inundando el campo entero con su estúpido llanto.

You Sipo se dispuso a retomar la tarea, convencida de que el asunto estaba zanjado y la tormenta había amainado. Volcó en el suelo las mazorcas del cesto y le dijo al marido: «Tú, a lo tuyo. Trabajo de sol a sol. En adelante no hace falta que aparezcas cada dos por tres». Dicho esto, se giró y se encontró con que la tercera hija seguía plantada en el sitio, contemplándola fijamente con cara apenada, como una hambrienta suplicando alimento.

—Ya he abofeteado a tu hermano, ¿qué más quieres que haga?

—Madre, quiero un marido. Yo también quiero que me abracen por la noche, como a mis dos hermanas mayores.

You Sipo se quedó de piedra.

Y de piedra se quedó también su marido. De pie junto al montón de mazorcas, ella observó a la hija retrasada: le sacaba una cabeza de alto y un hombro de ancho, y tenía los pechos abultados como montañas. De pronto, le asombró pensar que la joven tuviera ya veintiocho años. Con esa edad, You Sipo era madre de cuatro hijos. Fue precisamente a los veintiocho, cuando el más pequeño apenas tenía año y medio, que el marido renunció a la vida y se le fue.

Aquel día llevaron al crío en brazos hasta el centro de salud de la ciudad y allí el médico extinguió la última llama de esperanza de los You.

A los diecisiete, ingresó en la familia You canturreando óperas. Con dieciocho, empezó a traer hijos al mundo, a una media de una niña cada año y medio. Cuando dio a luz a la primera, disfrutó de los cuidados del marido mientras guardaba cantarina el mes de posparto,3 metida en la cama. Sin embargo, para su sorpresa, las tres primeras hijas nacieron con falta. Con medio año tenían la mirada perdida y el blanco de los ojos les resaltaba más que el iris y la pupila. A los tres o cuatro años comenzaban a decir «mamá». Con cinco o seis seguían cogiendo del suelo heces de cerdos y caballos, y pasados los diez todavía se meaban en los pantalones y mojaban la cama. Después de dar a luz a tres niñas retrasadas, le daba pánico volver a concebir un hijo con su marido. Hasta dejó de cantar óperas. Pero pasados algunos años, se le antojó un niño varón y desafió a la suerte. Marido y mujer se pusieron a ello hasta acabar agotados y, al fin, tuvieron un hijo. Al medio año, el bebé comenzó a balbucear y, con ocho o nueve meses, a corretear de acá para allá. Creyeron haber alumbrado al fin un vástago inteligente y, a veces, le hacían aprenderse unos cuantos versos de alguna ópera. Sin embargo, de forma inesperada, el niño se vio aquejado de altas fiebres al año y medio de edad. Al principio creyeron que se trataba de una enfermedad corriente, pero cuando sus padres lo examinaron detenidamente una mañana, tras una noche febril, lo encontraron con la boca torcida y los ojos vueltos. Perdió el habla, se volvió incapaz de sostener el cuenco de la comida y ya no supo hacer nada, salvo sonreír como un idiota —ja, ja, jaaa— y mirar al vacío atontado —eh, eh, eeeh—.

Los vecinos de la aldea se quedaron atónitos ante aquel cambio. En cuanto a You Sipo y su marido You Shitou, la conmoción les cubrió el rostro, el cuerpo, la casa y el patio con un manto lívido y lóbrego.

«Id a la ciudad cuanto antes para que lo vean en el centro de salud», les recomendaron los aldeanos.

Y así hicieron.

—¿Cuántos hermanos tiene? —preguntó el médico.

—Con sus hermanas son cuatro.

—¿Están bien las hermanas?

—Bueno, lo que es de la cabeza… no están bien del todo.

El médico se sobresaltó ligeramente. Observó a You Sipo durante largo rato.

—¿Hay algún antecedente de esta enfermedad en su familia?

—Ninguno —replicó ella—, mis padres eran personas normales.

—¿Y sus abuelos?

—También normales.

—¿Bisabuelos?

—No llegué a conocerlos. Mi padre contaba que mi bisabuelo vivió hasta los ochenta y dos años, y que aun entonces seguía bailando las danzas del león y del dragón. Mi bisabuela se sabía de memoria largos pasajes de óperas con setenta y nueve años.

El médico no hizo más preguntas a You Sipo.

—¿Y usted? —preguntó, dirigiendo la mirada a You Shitou.

Este guardó un silencio sepulcral. Su mujer le dio un codazo:

—Te están preguntando.

El marido contestó entre dientes:

—Mi padre era epiléptico. Cuando yo tenía tres años, se fue un día a arar a lo alto del monte. Allí le dio un ataque y se murió. Se cayó por un precipicio agarrado del arado.

You Sipo endureció la mirada. El médico dejó escapar un largo suspiro.

—Vuelvan a casa —dijo tranquilo—. Esta enfermedad no la cura ni el mismísimo Hua Tuo.4 Es común que se salte una generación, de modo que, si tienen cuatro hijos, los cuatro serán retrasados. Si tienen ocho, lo serán los ocho. Lo mismo si tienen cien. Vuelvan y piensen en la mejor manera de atender a sus hijos mientras vivan.

No había más que decir. Salieron de la consulta.

Con el cuarto hijo a hombros, You Shitou siguió a su mujer de regreso a la aldea Youjia, en el corazón de la sierra de Balou. Nada más salir de la ciudad intercambiaron unas pocas frases hueras. Al rato, cuando el sol emprendía su marcha hacia el oeste y sus rayos ardían con más fuerza, dejaron de hablarse. Se sentían cansados, y hasta el niño se había quedado dormido, babeando a hombros del padre. Al llegar al río de los Trece Li, al pie del monte de la aldea, You Shitou se detuvo a contemplar el agua y, allí, volvió la cabeza y miró al hijo. El niño hacía muecas con la boca, dejando entrever ora una sonrisa, ora un puchero, hasta que tembló de pronto y puso los ojos en blanco. El padre se sorprendió al verlo. La anormalidad pareció disiparse de pronto, como una racha de viento o de nubes, y el niño se quedó dormido, mitad lloroso, mitad sonriente.

Junto a la orilla del río, el padre observó largamente a su hijo.

A lo lejos, su mujer se giró:

—Venga, date prisa. El calor es insoportable.

—Toma al niño en brazos y descansa un momento junto a aquel árbol. Voy a beber agua y ahora os alcanzo.

Ella tomó al hijo en sus brazos y fue a esperar a la sombra de un agriaz. Aguardó largo y tendido, hasta que el ocaso se le echó encima sin que apareciera el marido. Entonces, recorrió el margen del río gritando:

—¡Marido!… ¡Marido!… ¿Dónde te has metido?… ¿Acaso te has muerto, marido?

Al cabo de varios centenares de pasos, avistó a You Shitou, el mismo que le había dado cuatro hijos tontos, flotando como un tronco podrido en una poza. You Sipo corrió hacia él y arrastró el cuerpo hasta la orilla, le acercó una mano a la nariz para comprobar si respiraba y se espantó un instante. Acto seguido, trotó cual caballo de vuelta a la aldea para anunciar la muerte.

Su marido había muerto. Murió aterrado, pensando en la vida que le esperaba. Y muerto él, la luz de los días se extinguió de pronto. En época de labranza no hubo ya quien echara mano de la pala y la hoz. En tiempos de descanso, no quedó con quien charlar y desahogarse. Si la tinaja del agua se quebraba por culpa del frío en mitad del invierno, o si había que reforzarla con alambre, You Sipo estaba sola con sus dos manos.

Ese mismo año, cuando maduró el trigo, You Sipo ató a los cuatro hijos a un árbol junto al trigal, como si de perros se tratara, y les colocó delante saltamontes, gorriones, piedrecitas y tejas, para que se entretuvieran mientras ella segaba. Estuvo trabajando desde que amaneció hasta que, con el sol en lo más alto, regresó a descansar al árbol. Allí se encontró con que los niños habían aplastado los saltamontes y los gorriones con las piedras y las tejas —chas, chas, chas—, rociadas ahora de sesos de pájaro, salpicaduras de sangre y puré de cabeza de saltamontes como ajo machacado. Entretanto, los cuatro niños mordisqueaban las patas, las alas, las tripas y las cabezas de los gorriones, con la boca y la cara teñidas de rojo, inundando el aire de un olor a sangre cárdena.

Al principio, You Sipo se quedó helada, clavada en el sitio. A continuación, rompió a llorar de pronto. Se deshizo en llanto con la mirada fija en la cima en la que estaba enterrado el marido y, entre lágrimas, lo maldijo:

—¡You Shitou, mereces que te corten en pedazos por haberte ido en busca de la felicidad mientras nos dejabas a tus hijos y a mí aquí penando!

Lo insultó:

—¡¿Acaso se puede considerar hombre a un perro?! Me has arruinado la vida y se la has arruinado también a tus cuatro hijos.

Y aún:

—Creíste que estarías mejor muerto, que te quedarías tranquilo, pero escucha bien lo que te digo: no dejaré que descanses en paz hasta el día en que todos tus hijos tengan casa y sustento.

Añadió: