Candela en la City - CARLA CRESPO - E-Book
SONDERANGEBOT

Candela en la City E-Book

Carla Crespo

0,0
3,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 3,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Candela vive por y para su empleo como senior en Clifford&Brown, una firma de auditoría en Londres. Trabaja más horas de las que tiene el día para ser la socia más joven de la historia de su compañía, una de las Big Four. Ir a tomar una copa después de una maratoniana jornada no entra en sus planes. Kenneth, en cambio, es el rey del afterwork y no hay día que no vaya con sus colegas a cenar, tomar algo o a bailar a uno de los locales de moda. Si algo tiene claro es que la diversión no está reñida con lo profesional y su meteórica carrera y su flamante nuevo puesto de gerente parecen demostrarlo. Candela y Kenneth son polos opuestos, pero deberán aprender a entenderse cuando se vean obligados a trabajar juntos. Poco a poco, los balances, memorias y cuentas de ganancias se irán mezclando con cenas y copas en el animado distrito financiero, haciéndoles ver que no son tan diferentes como creen. Sin embargo, todo se complicará cuando la auditoría que están realizando se convierta en algo complejo y problemático, poniéndolos a ambos en una encrucijada que cambiará sus vidas. ¿Podrán las noches londinenses hacerles ver las cosas bajo otro prisma? Déjate atrapar por la burbujeante vida nocturna de la City en esta comedia romántica tan divertida como dulce.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 265

Veröffentlichungsjahr: 2020

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Carla Crespo Usó

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Candela en la City, n.º 222 - septiembre 2020

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total oparcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de HarlequinBooks S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situacionesson producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente,y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos denegocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas porHarlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y susfiliales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradasen la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com. y Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-671-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Cita

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

 

 

Para mi hermano, porque yo siempre quise tener un Guille como Mafalda.

 

 

 

 

 

 

 

 

El éxito es la capacidad de ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo.

WINSTON CHURCHILL

Prólogo

 

 

 

 

 

 

 

Me miro en el espejo y sacudo la cabeza, incrédula. Vestirme de elfo no era lo que yo esperaba de entrar a trabajar en una de las Big Four, o lo que es lo mismo, una de las cuatro grandes firmas de consultoría y auditoría del mundo. Observo con detenimiento el conjunto: medias a rayas blancas y rojas, vestido verde con cinturón negro a la cintura, gorrito a juego y, sacudo un pie, unas babuchas marrones con cascabel incluido. Me llevo la mano a la cara como el Emoji del WhatsApp. Una carrera, un máster y tres idiomas para acabar vestida de elfo de Santa Claus. ¡Hay que joderse!

Los disfraces nunca han sido lo mío y… si eso fuera lo único… podría decirse que no soy de esas personas que no conocen la vergüenza, a mí, más bien, me paraliza. Me bloquea. Joder, me estoy poniendo nerviosa y ni siquiera he salido de casa, no quiero ni pensar en qué voy a hacer cuando esté sobre el escenario. Candela, Candela, no te pongas nerviosa…

En estos momentos desearía tener algo de alcohol en mi casa, pero para mi desgracia el único que tengo es el que hay dentro de mi botiquín. Nunca me ha gustado beber, pero ahora mismo creo que pagaría por un chupito de tequila o un copazo. Miro el reloj, no quiero que se me haga tarde, así que no queda otra que salir a la calle. Levanto la vista hacia el encapotado y gris cielo de la City, me santiguo, y me encomiendo a Dios y a todos los santos, pese a que hace años que no piso una iglesia. Si mi futuro laboral depende de mi actuación de esta noche, ya puedo ir haciendo las maletas y regresando a España.

Media hora más tarde entro en el local que la empresa ha alquilado para celebrar la fiesta de Navidad. Por suerte para mí, no soy la única desgraciada a la que le ha tocado disfrazarse, aunque sí parezco la única que está agobiada por ello. Al resto de mis compañeros novatos se les ve contentos, aunque, claro, puede que las copas que llevan en sus manos tengan algo que ver con esa felicidad que irradian sus caras.

Detesto esta estúpida tradición en la que los nuevos debemos hacer un pequeño espectáculo navideño para el resto de compañeros. ¿A quién se le ocurrió semejante idiotez? Se supone que trabajo en una empresa seria. ¿Se puede morir de vergüenza? Porque si es así puedo asegurar que esta no la cuento. Yo, que ya lo pasaba mal en los festivales del colegio, que no soporto que me canten cumpleaños feliz en un restaurante, que detesto ser el centro de atención… Tal vez, si me escabullo nadie se dé cuenta de que falto yo, al fin y al cabo, somos un montón de new joiners. Seguro que nadie me echa en falta.

Pensado y hecho. Con disimulo, me alejo del pequeño escenario que han montado para la actuación y para los discursos navideños de los jefes, y me dirijo hacia el fondo de la sala. Aquí está más oscuro. «Seguro que nadie nota que voy disfrazada», me digo a mí misma mientras me quito el sombrero de elfo y lo oculto tras mi espalda. Me acerco al rincón, tratando de permanecer en un segundo plano y que nadie se percate de mi ausencia.

—Eh, ayudante de Santa Claus.

Me giro para ver de dónde proviene la voz y, entonces, lo veo: pantalones de pinzas azul marino que se estrechan justo por encima de los tobillos, camisa blanca, mocasines granates con borlas y unos calcetines con estampado escocés que le dan un toque navideño al atuendo. Parece sacado de una revista de moda, no podría vestir de un modo más impecable. Ni más sexi. Alto, delgado, de cabello castaño y perfectamente afeitado. Su apariencia me hace sentirme aún más ridícula de lo que ya lo hacía. Hago como si no lo hubiera escuchado, pero insiste.

—El polo norte está por ahí —dice jocoso, señalando al escenario con la cabeza.

—Muy gracioso —gruño en voz baja para que no me oiga, que tampoco quiero tener problemas en mi primera fiesta de Navidad de la empresa con un compañero.

—¿Miedo escénico? —Su voz es amable, por lo que asiento con educación, pensando que, tal vez, así me deje en paz—. Ven. —Estira el brazo, me coge de la mano con suavidad y me arrastra hasta la barra más cercana—. Lo que tú necesitas es un chupito.

No puedo evitar soltar una carcajada.

—Ni toda una destilería me haría subir a ese escenario.

Él ignora mi comentario y le hace un gesto con la mano a un camarero para que se acerque a nosotros.

—Unos chupitos de Jäger, por favor.

Lo miro escéptica.

—El Jäger lo cura todo —sentencia, convencido.

—Ya me gustaría.

—Lo digo en serio. ¿Sabías que antiguamente se usaba como remedio contra la tos y los problemas digestivos y que en la Segunda Guerra Mundial lo utilizaban como anestésico?

—No tenía ni idea, pero tampoco es que esa información me sea de mucha utilidad ahora mismo —replico mientras me bebo el primero de los chupitos que nos sirve el camarero y luego otro y luego otro, hasta tomármelos todos en un abrir y cerrar de ojos—. Creo que no serán suficientes… —Estoy a punto de levantar la mano para pedir otra ronda cuando él me detiene.

—¡Quieta, ayudante de Santa Claus! —exclama, mientras me aleja de la barra en contra de mi voluntad—. La intención es que subas al escenario, no que te desplomes sobre él.

Él no lo entiende. No hay cantidad suficiente de alcohol que me haga salir a escena. Además, yo no necesito ninguna ayuda para caerme. No sería la primera vez, pero eso no voy a contárselo. El recuerdo de las cenas de Nochebuena en las que mi tía Carmen me subía a una silla y me obligaba a recitar un ridículo poema escrito por ella misma delante de toda la familia aún me atormenta. En especial el del año que, para mayor vergüenza, me caí de la silla con el consiguiente cachondeo de mis tíos y primos. Cada veinticuatro de diciembre me lo recuerdan. Por suerte para mí, este año voy a pasar las Navidades en Londres, trabajando. Por desgracia, los versos han sido sustituidos por esta esperpéntica actuación delante de media empresa.

—¿Un último chupito? —pregunto, con ojos suplicantes.

—Y ni uno más —sentencia antes de hacerle un gesto al camarero para que traiga otro chupito de Jäger.

Asiento con la cabeza y se lo arranco de la mano al pobre hombre antes de que pueda dejarlo sobre la barra. Me lo bebo ansiosa. Tendrá que bastar.

—Muchas gracias —murmuro con la boca pastosa por los nervios—, ¡allá voy! —exclamo tratando de ponerle un poco de valor al asunto o, al menos, aparentarlo.

Me dirijo al escenario y me subo con piernas temblorosas. Mis compañeros ya están preparados para empezar, por lo visto solo faltaba yo, así que, antes de que pueda pensármelo mejor y echar a correr, alguien enciende la música y el público fija su mirada en nosotros. Ya no hay escapatoria. Empezamos a cantar nuestra versión del Jingle Bell Rock adaptada al mundo de la auditoría y, de repente, el Jäger empieza a hacerme efecto y, poco a poco voy subiendo la voz y moviendo las caderas. Me crezco y empiezo a marcarme un baile digno del que hicieron Rachel McAdams y Lindsay Lohan en Chicas Malas. Toda mi timidez se esfuma y, para mi sorpresa, siento que estoy disfrutando. Tantos nervios y tanto sufrimiento para nada. «Es mi primera fiesta de Navidad en la empresa, tengo que disfrutar de la experiencia», me digo a mí misma. Canto y bailo como si no hubiera un mañana, dándolo todo en la actuación, hasta que, cuando la canción está a punto de terminar, doy un traspiés al ir a hacer un giro y pierdo el equilibro, cayéndome del escenario, justo en el mismo instante en el que la canción termina.

No tengo tiempo ni de pensar porque dos fuertes brazos me agarran antes de que me dé de bruces contra el suelo. Cuando levanto la mirada me encuentro con un par de ojos marrones que brillan y me observan divertidos.

—Te dije que una ronda era suficiente.

Quiero que se me trague la tierra. Si mis vergonzosos recuerdos de la infancia no eran suficientes, ahora voy a tener que sumar este a la lista. Los aplausos resuenan en la sala, en parte por la actuación y, en parte por los reflejos de mi salvador que me ha evitado un mal mayor.

—Muchas gracias —murmuro, avergonzada por la caída y por ser el centro de atención—, ya puedes bajarme.

Levanta la vista y señala algo que hay sobre nuestras cabezas.

Y sigue sin soltarme.

Me arden las mejillas y tengo dudas de si es por la humillación que acabo de sufrir, o porque sus manos siguen sujetándome con firmeza.

Me percato de que ya no hay nadie que nos mire, pero sigo sintiéndome abochornada.

—¿Te importaría bajarme? —insisto.

Pero él niega con la cabeza y apunta con el dedo hacia unas ramas de muérdago colgadas justo encima de nosotros. Lo miro con horror al percatarme de lo que pretende.

—¡No se te ocurrirá…!

No consigo terminar la frase. Antes de que me dé cuenta, acerca sus labios a los míos y deposita sobre ellos un suave y dulce beso que, muy a mi pesar, hace que un hormigueo me recorra el estómago. Entonces, me deja con delicadeza sobre el suelo mientras me susurra su nombre al oído. Después y, sin darme tiempo a replicar, se aleja de mí y se pierde entre los asistentes a la fiesta.

Capítulo 1

 

UN NUEVO GERENTE

 

 

 

 

 

CANDELA

 

Tres años después. A principios de septiembre.

 

Salgo del despacho del señor Coppack, uno de los socios de la firma en la que trabajo, apretando los puños y conteniéndome las ganas de dar cuatro gritos y un portazo para mostrar mi malestar. En vez de eso, me despido educadamente, cierro la puerta con cuidado y camino hasta mi lugar de trabajo, donde no puedo evitar que mi mala leche se escape transformada en un golpe seco sobre la mesa. Un par de colegas se giran al escuchar el sonido, mientras yo, avergonzada, disimulo y trato de parecer total y absolutamente concentrada en la lectura de los primeros documentos que encuentro, cosa complicada porque los seniors como yo nos sentamos todos juntos en una zona abierta en la que trabajamos en amplias mesas blancas y apenas estamos separados del que tenemos enfrente por una diminuta mampara naranja. La «pradera», como todos nos referimos a esta parte de la oficina, te deja completamente expuesto a los compañeros y yo suelo ser una persona muy discreta y no quiero que eso cambie, pero, joder, es imposible que me mantenga tranquila después de la bomba que acaba de soltarme. ¿Kenneth Anderson mi nuevo gerente? ¿En serio? ¿No había otro? Tiene que ser una broma. Una maldita broma pesada.

No consigo concentrarme en nada, así que decido que es el momento perfecto para salir de la oficina, pasear hasta el Starbucks más cercano a mi edificio y dejar que un café latte haga el resto. Me levanto y me pongo mi adorada gabardina de Burberry, comprada con mi primer sueldo en la empresa, hace ya tres años, cojo el bolso y me dirijo a los ascensores sin mirar a nadie porque no quiero que mis asistentes me vean, si lo hacen sé que van a querer comentar conmigo la noticia de nuestro cambio de gerente y yo… yo no estoy preparada.

Salgo a la calle y trato de respirar hondo, mientras cierro los ojos y dejo que el frío aire de Londres me ayude a recuperar la serenidad que he perdido hace unos minutos. Mis pulsaciones bajan un poco y, antes de emprender la marcha, admiro por un momento el impresionante edificio en el que tengo la suerte de trabajar. La verdad es que trabajo en un entorno privilegiado. La sede de Clifford&Brown, la firma de auditoría en la que trabajo está ubicada en Southwark, en plena City londinense. Si hay algo que me gusta del barrio es la mezcla de contrastes que hay en él: lugares como el teatro de Shakespeare o la Torre de Londres que te transportan al pasado y rascacielos como la torre Gherkin o el Shard que te recuerdan lo moderna y cosmopolita que es Londres. Además, me encanta el ambiente de bullicio y ajetreo que se respira en él y, aunque no es que yo sea una apasionada de la arquitectura moderna, me encantan los edificios que lo conforman y, sobre todo, me gusta toparme con el Shard casi cada vez que levanto los ojos al cielo. Cuando salgo de mi oficina, situada en un moderno y acristalado edificio que, con toda seguridad, también haya sido diseñado por algún arquitecto de renombre, puedo ver el famoso rascacielos al fondo. Me embelesa su diseño, aunque lo cierto es que no he subido nunca a disfrutar de sus vistas, ni mucho menos a tomar algo en el Aqua Shard, que bueno, tampoco es que yo suela ir de copas. No va conmigo y, además, no tengo tiempo. A veces me parece que soy la única. Me sorprende que tantos de mis compañeros salgan día sí día también de afterwork. Yo acabo tan tarde y estoy tan cansada que lo único que quiero es llegar a casa, cenar algo ligero y meterme en la cama. Con todo, no me quejo. Esto es lo que yo siempre he querido y, aunque todavía me queda mucho para cumplir mi sueño más ambicioso, sé que lo lograré si no me desvío del camino que me he marcado. Mis padres trabajaron muy duro para pagarme una buena educación y yo siempre les he correspondido esforzándome por llegar a lo más alto y no va a ser diferente ahora. Si he de hacerlo con Kenneth Anderson como mi gerente, pues que así sea.

Con determinación y una pizca de optimismo, emprendo la marcha en dirección al Starbucks. Me abrocho la gabardina y cruzo los brazos por debajo del pecho en un intento por aplacar el frío que siento. Levanto los ojos al cielo que, para variar, está encapotado y gris. Si hay algo a lo que una valenciana nunca puede acostumbrarse es a no ver el sol. Eso, junto a mis padres, es lo que más echo en falta, hace bastante que no los veo, últimamente he estado tan ocupada que no he encontrado el momento de coger un vuelo y volver a España para pasar, aunque fuera, un fin de semana con ellos. Sé que me entienden, y que no quieren que descuide mis obligaciones, pero a veces siento que volver a casa me recargaría las baterías…

Suspiro. ¿Desde cuándo me pongo tan melancólica? Bah, supongo que solo es porque hoy no está siendo un buen día. Nada más.

Cinco minutos más tarde salgo de la cafetería sujetando entre mis manos el café y emprendo el camino de vuelta. Tengo muchísimo trabajo y ya he perdido bastante tiempo en lo que va de mañana, pero confío en que la cafeína traiga de vuelta mi concentración. Doy un buen trago y espero a que el caliente líquido recorra mi cuerpo, siento una leve sensación de confort que se evapora con rapidez cuando me percato de que ya estoy de vuelta en mi oficina. Cojo aire y me dispongo a entrar. «Venga, Candela, tú no eres de las que se amilana», me repito como un mantra. Con la cabeza erguida y tratando de concentrarme en todas las gestiones que tengo pendientes hoy, cruzo la «pradera» en dirección a mi mesa. Estoy ya casi en mi sitio cuando veo que mis asistentes me hacen señas desde su zona de trabajo, en la otra punta de la sala, donde se sientan los juniors. Trato de ignorarlos, porque sé de qué quieren hablarme, pero cuando empiezan a armar escándalo decido que es mejor que vaya a ver qué quieren antes de seguir siendo el centro de todas las miradas.

—¡Menudo notición! ¿Te has enterado ya, Candela? —me gritan desde su mesa mientras me acerco a ellos haciéndoles aspavientos para intentar que se callen o, en su defecto, porque ya sé que eso no va a pasar, que bajen el tono de voz.

—¡Es un crack!

—¡El puto amo!

Me llevo las manos a la cabeza, escandalizada, no sé si por su opinión de Kenneth o por el hecho de que se expresen así en la oficina. A pesar de todo, esbozo una sonrisa, y es que es difícil no hacerlo cuando tienes a Merry y a Pippin, como todos los llaman, cerca.

Son mis asistentes y, a veces, me vuelven loca, pero lo cierto es que a la hora de la verdad son unos auténticos currantes. En realidad, se llaman Marc y Peter, pero nadie se refiere a ellos por esos nombres. Estudiaron juntos y son inseparables, como la memorable pareja de jóvenes hobbits, poseen unos cerebros privilegiados, pero también una capacidad innata para armar escándalo y ser el centro de atención. Como los medianos. Llevo un año trabajando con ellos y, contra todo pronóstico, los adoro. Siempre están alegres y son de los pocos que consiguen sacarme una sonrisa cuando estoy agobiada con las fechas de entrega y, aunque a veces me gustaría que pensasen menos en la juerga y más en el trabajo, son dos tipos tan eficaces que siempre terminan entregándolo todo a tiempo.

—¿No estás contenta, Candy? —inquiere Pippin, utilizando el mote con el que ambos me han bautizado.

—Sí, ¿no estás contenta, Candy?

Quien hace esa pregunta no es ni Merry ni Pippin y proviene justo de detrás de mí. El énfasis que pone al pronunciar mi apodo hace que el estómago me dé un vuelco. Joder. ¿Qué hace él aquí?

Me giro, tratando de parecer calmada y dando gracias mentalmente de no haber dicho ninguna impertinencia sobre mi nuevo gerente.

—Candela, Kenneth, si no te importa preferiría que me llamases por mi nombre de pila —le respondo, con un tono de voz que intento sea lo más educado posible. Al fin y al cabo, ahora es mi gerente.

—Como tú quieras, Candeeelaaa —murmura con voz ronca, alargando las vocales y con un marcado acento británico, mientras apoya su mano sobre mi hombro, haciendo que todo mi cuerpo se ponga en tensión, y se inclina sobre mí para dirigirse a mis asistentes—. Bueno, chicos, mañana me gustaría tener una reunión rápida a primera hora para ver cómo vamos con los proyectos que tienen sus fechas límite más cerca, pero hoy preferiría charlar en un entorno más informal. ¿Qué os parece si vamos después de afterwork para conocernos mejor?

Las caras de Merry y Pippin se iluminan, como si fueran dos niños que acaban de encontrarse con Santa Claus.

—¿Nos vemos a la salida en The Alchemist? —continúa.

Sé que su pregunta va dirigida a todos nosotros, pero la ligera presión que su mano ejerce sobre mi hombro hace que sienta que solo me está hablando a mí. Por suerte, mis compañeros están demasiado emocionados como para notar nada y sus exaltadas respuestas llenan todo mi silencio.

—¡Claro, Kenneth! Será un placer.

—Nunca decimos que no a una copa, Kenneth.

—Genial —replica él—, pero, por favor, llamadme Ken, al fin y al cabo vamos a trabajar juntos a partir de ahora.

¿Ken? ¿En serio? ¿Cómo el de la Barbie? No podría pegarle más. Cuando sale de la oficina siempre lleva a alguna colgando del brazo y en cuanto a la ropa… bueno, apostaría a que el armario de Kenneth tiene más conjuntos y complementos que el del archiconocido muñeco. Si hay algo por lo que mi nuevo gerente llama la atención es por lo bien vestido que va siempre, como sacado de un catálogo o de un desfile.

En cualquier caso, yo no pienso salir con ellos después de la oficina, me repito a mí misma, pero antes de que pueda declinar la oferta, Kenneth toma la palabra.

—En ese caso, nos vemos luego —responde animado—. Oh, y cuando digo «nos» —añade fijando sus ojos en mí— también me refiero a ti, Candy —exclama, divertido, mientras se aleja de nosotros sin darme tiempo a objetar nada.

Detesto esa maldita costumbre que tiene de largarse, dejándome con la palabra en la boca.

 

 

Unas horas más tarde yo sigo concentrada, terminando de redactar unos correos electrónicos que ya debería haber enviado. En el mundo de la auditoría nunca se puede dejar nada para mañana, todo es para ayer. Resoplo, agobiada, y miro el reloj, ¿cómo ha podido pasar tan rápida la tarde? Ya casi es hora de…

—¡Hora de cerrar!

Dos cabezas asoman por detrás de la pantalla de mi portátil y amagan con cerrarlo.

—¡Quietos! —les amenazo—, todavía no he terminado.

—Venga, Candy —insiste Merry—, no paras de trabajar…

—Exacto —respondo—, por eso en cuanto termine lo que tengo entre manos me iré a casa. Estoy agotada y no tengo tiempo para salir por las noches.

—Es jueves…

—Precisamente por eso —puntualizo—, tengo muchos frentes abiertos y fuegos que apagar mañana, quiero madrugar y…

—Como yo siempre digo, déjate para mañana lo que puedas hacer hoy —persiste Pippin.

—Y como decía Escarlata O’Hara: «Después de todo mañana será otro día». —finaliza Merry.

—¡He dicho que no! No insistáis —musito entre dientes mientras escribo las últimas líneas de un correo y le doy a enviar. Salgo de Outlook y decido que será mejor que yo misma apague el ordenador antes de que me lo cierren ellos a lo bruto y me hagan perder algún tipo de información. Tal vez si me marcho a casa podré terminar sin que me molesten y descansar. Esta semana está siendo muy estresante y el día de hoy solo ha hecho que agobiarme más.

Estoy guardando el portátil en mi mochila y soportando los mohines y las malas caras de Merry y Pippin cuando nuestro nuevo gerente aparece.

—¡Fantástico! —exclama Kenneth al ver que ya he cerrado—. Ya estás lista. Y yo que pensaba que tendríamos que despegarte de la silla.

Quiero decirle que solo estoy recogiendo para irme a casa, pero no soy capaz de plantarme con mi nuevo gerente como he hecho con mis asistentes. Lo cierto es que, aunque no me apasione la idea, él es mi superior ahora y, aunque yo no tengo por costumbre salir después del trabajo, la mayoría de mis compañeros lo hacen. Estamos sometidos a mucha presión y, para casi todos, salir a tomar una o dos copas, supone un gran alivio.

«Solo por esta vez», me digo a mí misma.

 

 

The Alchemist es uno de mis restaurantes favoritos de la City, con su decoración en tonos negros y dorados, con ese estilo modernoe industrial y con sus burbujeantes, humeantes y mágicos cócteles. Yo no bebo y apenas salgo de noche, pero es un sitio especial. Aunque no exige código de vestimenta, me alegro de haberme arreglado esta mañana un poco más de lo normal. No es que suela ir mal vestida a la oficina, pero lo cierto es que la moda no es lo mío. Por fortuna, hoy me he decidido por una falda de tweed y tablas por debajo de la rodilla, una blusa romántica blanca con lazada al cuello y unas botas marrones de tacón y caña alta. Un look un poco años 70 que me encanta.

El camino hasta el local se me hace más llevadero gracias a mis asistentes. Noto como Kenneth me mira de reojo e, intuyo, que le gustaría acercarse más a mí, pero mis chicos están tan sumamente emocionados de que él sea nuestro nuevo gerente que lo han rodeado y no cesan de parlotear. Lo cierto es que Kenneth es conocido en la oficina por ser el rey del afterwork, con lo cual no es de extrañar que anden como niños con zapatos nuevos, si hay algo que les gusta a Merry y Pippin, es una buena juerga. A veces me sorprende lo bien que trabajan con resaca. Yo sería incapaz. Aunque me pregunto si Kenneth será de esos.

Cuando llegamos, el lugar está abarrotado, así que nos dirigimos a la barra, pero antes de que nos dé tiempo a pedir, un camarero se acerca a Kenneth y le indica que queda un sitio libre en un rincón. La verdad es que no me extraña mucho, debe ser un habitual del local.

«Lo es», me digo a mí misma mientras cruzamos los escasos metros que nos separan de la mesa que nos han asignado.

Cuando me siento, ya he perdido la cuenta de las personas a las que ha saludado desde que hemos entrado. Cojo la carta de las bebidas y la ojeo. Los cócteles son espectaculares y sus nombres muy ingeniosos. Llaman la atención no solo por su sabor, sino por todos los efectos que traen. Uno casi puede sentir que esté haciendo alquimia de verdad. Pero, aunque los cócteles de The Alchemist son mágicos, decido que no voy a beber alcohol. Mañana tengo que trabajar.

Kenneth se despide de dos tipos trajeados y se sienta con nosotros. Justo a mi lado.

—¿Ya sabéis lo que queréis? —pregunta mientras le hace un gesto a un camarero, que se acerca a nuestra mesa para tomarnos nota.

—La Bomba de Baño —profiere Merry, decidido.

—Yo probaré el Apocalipsis Zombi.

Kenneth se gira hacia mí.

—Un agua con gas, gracias.

—¿¿Agua con gas?? ¿¿Estás de broma?? —inquieren escandalizados Merry y Pippin.

—Ya sabéis que no bebo, chicos.

—¿Estás segura, Candeeelaaa? ¿Ni siquiera un chupito de Jäger?

Lo fulmino con la mirada, pero él permanece impasible.

—Anda, Candy, no seas así… Pídete, aunque sea, un cóctel sin alcohol.

Niego con la cabeza. Pienso beberme mi agua lo más rápido que pueda y largarme a mi casa. No lo hago ahora porque Kenneth tendría que levantarse para que yo pudiera salir de mi sitio y estoy convencida de que no lo permitiría. Así que trato de mantenerme firme.

Toda esta situación es una mierda. No quiero que Kenneth sea mi gerente. No es que tenga nada en contra de él, sé que es bueno en lo suyo, pero no se parece en nada a mí y la verdad es que me sorprende que haya llegado a ser gerente en tan pocos años. A veces me pregunto si no será más que un enchufado. Por la pinta que tiene se ve que es de buena familia. No sería tan descabellado. Yo no puedo permitirme salir de fiesta como él hace. Mis padres antepusieron mi educación a cualquiera de sus necesidades o caprichos, tengo que esforzarme por corresponder a sus desvelos. Ser buena no es suficiente, tengo que ser la mejor.

He de admitir que Merry y Pippin no son mucho mejores que Kenneth en cuanto a lo de salir de afterwork, pero se lo perdono.

Se lo perdono porque son jóvenes.

Se lo perdono porque siempre saben sacarme una sonrisa.

Y se lo perdono porque… bueno, porque ellos no me han besado.

Capítulo 2

 

UNA COPA EN THE ALCHEMIST

 

 

 

 

 

KENNETH

 

Sé que Candela está incomoda y me siento un poco mal por haberla arrastrado hasta aquí, pero, joder, ahora forma parte de mi equipo y a mí me encanta salir con los colegas después del trabajo. Merry y Pippin, en cambio, están en su salsa. Son dos tíos cojonudos. Me recuerdan un poco a mí a su edad. En cambio, ella, es todo lo contrario.

—El Ahumado Antiguo para mí, por favor. Y traiga también el Bombón de Fresa —añado mirando a Candela—. No lleva alcohol, así que no puedes darme esa excusa.

Veo que duda, así que insisto.

—No me hagas ese feo.

—De acuerdo —acepta a regañadientes sin apenas dirigirme la mirada.

Conocí a Candela hace tres años en la fiesta de Navidad, pero desde entonces apenas hemos vuelto a cruzar una palabra. Me evita como si tuviera la peste y no tengo ni idea de por qué. Me extraña, porque soy un tío muy sociable y no tengo problemas con nadie en la oficina, pero está claro que ella tiene algún problema conmigo. Se nota que no le gusta en absoluto que yo sea su gerente, aunque no puedo adivinar el motivo.

Por un momento, recuerdo el beso que le di bajo el muérdago, pero no puede ser por eso. ¿Qué hay más tradicional que un beso bajo el muérdago? Mis tías Amelia y Abigail siempre me cubren de besos en Navidad con la excusa del muérdago, pero sé que lo hacen porque para ellas todavía soy su niño. Aunque he de reconocer que el beso que le di a Candela no se parece en nada a los que me dan mis tías. Pero es que no podía no dárselo. Mucho menos cuando me miraba con esa cara tan dulce. Sacudo la cabeza, imbuido en mis pensamientos. No puede ser por eso. ¡Beso de puta madre! O eso dicen todas. Debe ser por otra cosa, pero ¿qué?

El camarero nos trae las bebidas y me saca de mis ensoñaciones. Cada copa trae consigo una especie de montaje y efectos al servirla que te hacen sentir como si fueses el mismísimo Nicolás Flamel.