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Carla Crespo

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Beschreibung

Charlotte está a punto de cumplir su sueño: trabajar con el escritor W. G. Scott. Todo apunta a que la decisión de abandonar su trabajo como profesora auxiliar en Dublín ha sido acertada. Sin embargo, resulta que su adorado escritor, dechado de virtudes hasta el momento, guarda no pocos secretos. Para empezar, cuál no será su sorpresa cuando compruebe que no la quiere como asistente por el hecho de ser mujer. Charlotte se pone furiosa y está a punto de marcharse, pero se lo piensa mejor y se queda. Además, ha conocido en un café del tranquilo pueblo de St. Andrews a William Grant, un hombre atractivo y muy seductor, que la ha hechizado por completo... Otros libros de esta autora: No reclames al amor. ________________ Es la primera vez que leo un libro de Carla Crespo y me ha gustado mucho. Cuando llegas al fin te quedas con unas ganas de encontrar más historias de Carla Crespo porque con ésta me ha conquistado... La recomiendo cien por cien. Club de lectura Una novela con cierto toque de suspense, lo que hace que hasta el final no sepas al 100% qué va a ocurrir. Tensión, amor, secretos, enfados... muchos sentimientos y situaciones en una novela que se lee en un suspiro. Me ha gustado, no puedo decir lo contrario. Está bien contada, es interesante y te mantiene enganchada hasta el final. La Bibliotecaria Circunstancial Ha sido un placer leer una historia donde el protagonista es un romántico empedernido, aunque se escondiera tras un malhumorado carácter, sin reprimir su genio y olvidándose en ocasiones de las buenas maneras o la educación. Porque leo lo que quiero Se trata de una historia perfecta para esos días en los que queremos desconectar del mundo entero, tumbarnos en el sofá y sumergirnos entre las páginas de un libro que consiga atraparnos, que nos permita evadirnos. Y sin duda la autora ha conseguido precisamente eso, que a cada página que pase queramos saber más y más de la historia de estos dos protagonistas. Carla Crespo tiene un lenguaje muy cuidado y fluido, sus descripciones nos involucran en la historia y nos permite conocer los sentimientos de ambos personajes. Luna lunera La trama es completamente original y posee unos cuantos giros estratégicamente colocados que mantienen enganchado al lector hasta el final de la historia. Me ha gustado mucho el ritmo ágil que la autora consigue imprimir en la historia. Cientos de miles de historias La autora ha sabido hilar bien la historia para que no nos despeguemos de sus páginas de principio a fin. Una novela ligera pero intensa. Románticas al horizonte - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Seitenzahl: 241

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

www.harlequinibericaebooks.com

© 2014 Carla Crespo Usó

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

En un solo instante, n.º 24 - febrero 2014

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

I.S.B.N.: 978-84-687-4151-2

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

A veces podemos pasar años sin vivir en absoluto y, de pronto,

toda nuestra vida se concentra en un solo instante.

OSCAR WILDE

Prólogo

Charlotte se sentó sobre su maleta para poder cerrarla. La ropa de abrigo abultaba bastante, pero, dado que se trasladaba a St. Andrews, resultaba imprescindible. Las temperaturas eran allí incluso más frías que en Dublín. Estaba nerviosa como una niña la noche antes de Navidad. Durante el último año había trabajado como profesora auxiliar en el Centro Oscar Wilde del Trinity College y le encantaba, sin embargo, este nuevo empleo era como un regalo caído del cielo.

Consultó el reloj. Casi era hora de irse, su vuelo salía en tres horas. Paseó por la habitación con nostalgia. Pese a que era su dormitorio, no había pasado muchas horas en él los últimos años. Aun así, no podía evitar sentir cierta tristeza. Ojeó las estanterías repletas de libros, había un poco de todo. No faltaban los irlandeses, como Oscar Wilde, Jonathan Swift y James Joyce; ni el género fantástico, con J. R. Tolkien y C. S Lewis; grandes clásicos como Dickens o Wilkie Collins; la novela romántica con Jane Austen a la cabeza y su versión moderna, Helen Fielding y, por último, su favorita: Jane Eyre.

Luego, en otra repisa, estaban sus libros. Los que habían marcado su adolescencia y, quizás, estaban destinados a marcar toda su vida. Grandes novelas de amor. Historias de amores imposibles. Historias repletas de sentimientos. Historias que la habían conmovido.

Y todas estaban escritas por él.

Capítulo 1

Unas horas más tarde un taxi se detenía frente a una enorme mansión en medio del campo.

—Ya hemos llegado: número 5 de Strathkinness Low Road.

Charlotte se apeó del coche y observó fascinada las dos grandes torretas que flanqueaban la entrada principal y otorgaban a la casa cierto aire de cuento. Las tejas grises y el blanco de las paredes contrastaban con el tono rojizo de las hojas de las enredaderas que cubrían la fachada y le daban al lugar un aspecto cálido y acogedor.

Mientras el taxista sacaba sus cosas del maletero rebuscó en el monedero para pagarle la carrera. El trayecto entre el aeropuerto de Edimburgo y St. Andrews era de unos cuarenta y cinco minutos y no precisamente barato, pero era la manera más cómoda de hacerlo. Resultaba irónico pensar que unas pocas horas antes estuviera en Irlanda y que ahora se encontrase frente al lugar en el que, como poco, residiría el próximo año. Había sucedido todo tan deprisa.

Cuando John Meyers, el director del Centro Oscar Wilde, le había mostrado la oferta de asistente personal su primer impulso había sido rechazarla. Al fin y al cabo, exigían un hombre para el trabajo. Pero John estaba convencido de que ella era idónea para el puesto y la había animado a presentarse. Sabía que iba a perder a una buena profesional pero siempre había intuido que Charlotte estaba allí de paso.

Estaba en lo cierto. Ella no quería ser profesora de literatura, no, ella soñaba con convertirse en escritora. Trabajar para un autor de best-sellers era una buena manera de abrirse camino y de aprender.

Así, tras estudiar a fondo la candidatura había decidido enviar el currículo sin foto y escondiendo su nombre tras una inicial. Si superaba el primer corte de la selección era posible que el escritor pasase por alto el hecho de que no cumplía uno de los requisitos. Estaba segura de que en persona podría demostrarle que era la candidata ideal.

Sin embargo, la entrevista nunca llegó.

Una semana después de presentarse al puesto recibió un e-mail del escritor. Todavía se estremecía al recordar su contenido. Había sido seleccionada. Si seguía interesada en el trabajo, tenía pasarle todos sus datos al asesor fiscal y él mismo le enviaría el contrato para que lo remitiese firmado por fax. Debía incorporarse quince días después.

Una vez que Charlotte le remitió al asesor toda la información que le solicitaban (incluido su nombre completo) y firmó los papeles se convenció de que, finalmente, el hecho de ser mujer no había supuesto ningún problema. Se alegró por ello. No tenía sentido exigir a un hombre para un empleo de asistente personal. Le parecía una ridiculez y había supuesto una pequeña decepción para ella pensar que su admirado escritor no quería trabajar con mujeres. Pero se había equivocado. Se había quitado la careta y el autor no se había echado para atrás, así que estaba claro que, al final, no era un requisito imprescindible.

Había firmado un contrato para un periodo de un año con posibilidad de ampliarlo más adelante. Al parecer, el escritor necesitaba a alguien especializado en literatura victoriana para su próxima novela así como a alguien con soltura en redes sociales para gestionar sus cuentas e interactuar con los seguidores. Ella cumplía ambos requisitos. Las condiciones laborales eran buenas, aunque no excepcionales. El salario no era mucho mayor que el que había recibido como profesora auxiliar, pero, a cambio, tenía alojamiento y manutención.

¡Y menudo alojamiento! La mansión de principios de siglo era encantadora y estaba rodeada de verdes y cuidados jardines. La verja de la entrada estaba abierta así que, cargada de trastos, cruzó el patio hasta llegar a la puerta de la casa.

Se le revolvía el estómago al pensar que en pocos segundos conocería a uno de los escritores de mayor éxito del momento. Le había visto miles de veces por televisión y una vez en persona. Tenía quince años y fue en una firma de libros. Era un joven atractivo, alto, moreno y con un aspectomuy intelectual: gafas de pasta y ropa clásica. Le había impactado su mirada. Tenía los ojos grandes y de color marrón oscuro, casi negros. Y, cuando él fijo la vista en ella mientras le firmaba su ejemplar, no pudo evitar que le temblasen las piernas y todo su cuerpo se estremeciera. Nadie había vuelto a provocar en ella semejante reacción.

Charlotte se frotó las manos, inquieta, antes de llamar. Tenía que mostrarse profesional. Ahora iba a ser su empleada e iban a trabajar codo con codo, no podía parecer una adolescente enamorada platónicamente de su escritor favorito. Se atusó la melena, contuvo la respiración y llamó al timbre.

La puerta se abrió poco después.

Suspiró aliviada al ver que no se trataba del escritor. Era evidente que alguien que ganaba tanto dinero como él tenía servicio en casa. Una mujer bajita y regordeta, de unos sesenta y cinco años de edad, la recibió sonriente. Tenía el cabello canoso y recogido en un aseado moño. Su aspecto era dulce, risueño y tenía las mejillas sonrosadas. Le recordaba a su abuela, solo que algo más joven.

—Buenos días, ¿qué desea?

—Soy la nueva asistente personal de...

—¡Ah! —La mujer la interrumpió con gesto un de sorpresa del que se sobrepuso rápidamente—. ¡Claro, claro! El señor me avisó de que hoy se incorporaba. Pase, por favor.

Se hizo a un lado para que entrase y le arrebató la maleta de las manos.

—Deje que la ayude con el equipaje. Por cierto, soy la señora Jenks, el ama de llaves —exclamó alegre mientras le tendía la mano que le quedaba libre.

—Encantada, Charlotte Watson —replicó.

—Estupendo, señorita Watson, sígame, por favor. Le mostraré su habitación y la dejaré que se refresque un poco. Luego podemos tomar el té.

No es que no le gustase el té, se sentía cansada y la reconfortaría, pero estaba impaciente por conocer al escritor y la espera no hacía sino ponerla más nerviosa. Con todo, decidió que sería mejor no declinar la oferta del ama de llaves así que la siguió sin rechistar.

Subieron a la primera planta y Charlotte descubrió con alborozo que su dormitorio se encontraba en una de las torres. Era una habitación amplia y luminosa. Las paredes estaban pintadas en un tono claro, a excepción de una de ellas, empapelada con toile de jouy. El suelo de madera en tono caoba estaba cubierto por una cálida alfombra de lana burdeos que conjuntaba a la perfección con el juego de cama y las cortinas. El hueco de la torreta, separado del resto de la habitación por un escalón, lo ocupaba una pequeña zona de estar formada por un sofá orejero en tono crudo y una mesita auxiliar. Era un lugar perfecto para disfrutar de la lectura gracias a la luz natural que entraba por el amplio ventanal.

—¿Le gusta su habitación?

—Es preciosa.

—Si le parece, podemos vernos abajo para tomar el té en diez minutos. Así la conoceré un poco mejor y podré explicarle sus tareas.

Charlotte frunció el ceño. A buen seguro que entre las labores de una asistente personal no estaban incluidas la limpieza y la cocina, entonces ¿por qué iba explicarle lo que tenía que hacer el ama de llaves? ¿Dónde demonios estaba el escritor?

—Verá, el señor está en Estados Unidos presentando su última novela.

—¿Y cuándo regresará?

—Se marchó hace dos días y pasará allí todo el mes de septiembre. Tiene firmas de libros programadas por todo el país y creo que alguna en Canadá —le explicó la señora Jenks.

—Ah. —No pudo evitar sentirse decepcionada al escuchar esto. Un mes era mucho tiempo.

—No se preocupe. Le ha dejado un montón de trabajo pendiente así que no tendrá tiempo de aburrirse.

Charlotte respiró aliviada, al menos tendría la mente ocupada y, para cuandoél regresase de su gira, quizás se sentiría preparada para conocerlo.

Capítulo 2

Los días de Charlotte transcurrían tranquilos. La señora Jenks no bromeaba cuando le advirtió de que el escritor le había dejado mucho trabajo. El asunto de las redes sociales había quedado aparcado hasta su regreso pero en cuanto a la documentación para su próximo libro... ¡Dios! ¡Más que una novela histórica parecía que fuese a escribir una tesis doctoral! El listado de cosas sobre las que quería información era interminable así que pasaba largas jornadas frente al ordenador o en la biblioteca. Aun así, no tenía queja alguna, le apasionaba la época victoriana y, como ya estaba metida en el contexto, había aprovechado para releer algunas novelas de las hermanas Brontë.

Aquel día, sin embargo, se sentía un poco cansada. La última semana había hecho muy mal tiempo y, por culpa de la lluvia, apenas había salido de casa. Así que, cuando esa tarde vio un atisbo de sol por la ventana, decidió que ya había trabajado suficiente. Saldría a dar un paseo y, quizás, a tomar un café. O mejor, un capuchino.

El largo paseo fue como una recarga de energía y el aire fresco le despejó la cabeza. La tenía embotada de tanto leer y de estar encerrada. Dedicaría el día a relajarse y, quizás, podría entablar alguna amistad que le hicieran algo más amenos sus largos días. No es que la señora Jenks no fuera agradable, pero una señora de su edad no era la mejor compañía para una joven como ella.

Como siempre, cruzó North Street y se dirigió a Greyfriars Garden para ir a The Coffee House. Le encantaban las tazas que utilizaban, blancas y con el dibujo de un cardo en tono verdoso. Todo muy escocés. Y, además, tenían más de treinta tipos de café y todos ellos de una excelente calidad. No era de extrañar que estuviese abarrotada. Por lo visto, los numerosos universitarios que llenaban sus mesas habían decido dejar el estudio para otro momento. Se abrió paso entre la multitud y esperó a que la atendiesen en la barra. Instantes después, se vio a sí misma en el medio de la cafetería, con una taza rebosante de capuchino en la mano y ningún sitio en el que sentarse. Todas las mesas estaban ocupadas. ¿Por qué no se le había ocurrido buscar sitio primero?

—Si quieres puedes sentarte conmigo.

Charlotte se giró para encontrarse frente a ella a un hombre extremadamente atractivo que estaba tomando un café solo. Pese a que su acento era el de un británico, tenía el aspecto de un nórdico: piel clara, pelo rubio y ojos azules. El tono de sus ojos era el del cielo en un día despejado. De pronto, sintió cómo le temblaban las piernas y derramó un poco de líquido en el suelo.

—Deberías sentarte ya o, cuando te decidas a hacerlo, no te quedará café —insistió, burlón.

Lo mejor sería sentarse. Al fin y al cabo, era la única silla vacía que quedaba en todo el local.

—Muchas gracias.

—William —dijo mientras le tendía la mano.

—Charlotte, encantada —replicó ella mientras correspondía al gesto.

—¿Estudias en St. Andrews?

Charlotte frunció el ceño. Las suaves y aniñadas facciones de su cara provocaban que la gente creyese con frecuencia que era más joven de lo que era en realidad.

—No. Hace ya casi cuatro años que terminé mis estudios. —No sabía muy bien el motivo, pero quería dejarle claro que no era ninguna cría—. Tengo veintiocho.

William ocultó una sonrisa. Nada más verla entrar en la cafetería había quedado hechizado con ella. Nunca lo hubiera reconocido, pero había quedado prendado de ella en ese momento.

Era imposible que su larga melena caoba pasase desapercibida, por no hablar de sus grandes ojos verdes de largas pestañas. Sin embargo, sus dulces rasgos le habían hecho temer que se tratase de una universitaria. La confirmación de que no lo era y de que, tan solo era unos pocos años menor que él, le alegraba. El hecho de que se hubiera mostrado ansiosa por recalcarlo todavía le gustaba más.

—Y dime, Charlotte, ¿llevas mucho tiempo en St. Andrews? No me suena haberte visto por aquí... —dio un sorbo a su café—, por eso pensaba que quizás eras estudiante —alegó, a modo de disculpa.

—Apenas un mes. Pero he estado tan atareada que no he tenido mucho tiempo para salir.

—En ese caso, me alegro de que hoy lo hayas hecho.

Charlotte no podía estar más de acuerdo con ese pensamiento. Rodeó la taza de café con sus manos y el calor la reconfortó. Tras ponerle dos sobres de azúcar y removerlo bien, dio un pequeño trago y saboreó lentamente la dulce bebida. Mientras lo hacía, estudió con detenimiento al hombre.

Tenía el aspecto de un profesor, con ese aire clásico tan propio de los ingleses. Vestía una chaqueta de tweed y el típico jersey de estampado geométrico y escote en pico. Por sus pantalones de pinzas en tono claro asomaban unos tradicionales calcetines de rombos. Los zapatos, como no, eran modelo Oxford y, a pesar de llevar una vestimenta tan poco moderna el efecto que en él provocaba no era para nada anticuado. Al contrario, parecía sacado de un desfile de moda o de un catálogo de ropa de Burberry. Era muy sexy.

Charlaron como viejos amigos el resto de la tarde y, muy pronto, se percataron de que tenían muchas cosas en un común. Antes de que se dieran cuenta, estaba anocheciendo.

—¿Vives por aquí cerca? —inquirió Charlotte mientras se ponía en pie y se abrochaba la gabardina.

—A las afueras del pueblo —replicó—, no muy lejos de aquí.

—Sería agradable tener alguien con quien tomar un café y hablar de vez en cuando...

El gesto de William se tornó serio por un segundo, pero, tras pensarlo un instante, pareció cambiar de opinión y sonrió abiertamente.

—Acepto tu proposición. Yo también me paso el día encerrado trabajando y no me vendrá nada mal tener una amiga con la que charlar.

Puede que esa palabra no definiera todo lo que William hubiera deseado obtener de aquella atractiva joven. Lo que el bulto de sus pantalones le pedía en ese momento no era una «amiga»...

Sin embargo, después de haber conversado con Charlotte, intuía que no era como las mujeres con las que solía tratar. Ella era de las que querían algo más. Y eso, William nunca podría dárselo. Ni a ella ni a nadie. Por tanto, sería mejor que fuesen solo amigos. Por el bien de los dos.

Le apuntó su teléfono móvil en una servilleta y la ánimo a llamarle cuando necesitara despejarse un rato.

—Ha sido un placer, William.

—Lo mismo digo, Charlotte —murmuró mientras se ponía en pie junto a ella y le daba un cálido y tierno beso en la mejilla.

Salieron de la cafetería y, tras despedirse con la mano, William se fue hacia su casa.

Charlotte se quedó un rato más paseando por los alrededores... paseando y pensando en la suerte que había tenido al conocer a un tipo como él. Se preguntaba cuándo volvería a verlo y deseó fervientemente que fuese lo antes posible.

No tenía ni idea de lo cerca que estaba ese momento.

Capítulo 3

Charlotte se sentía como en una nube cuando por fin se decidió a regresar a casa. Casi no podía creer lo que sentía. La señora Jenks iba a disfrutar con la historia cuando tomasen el té juntas. Tarareando como una chiquilla, entró en la mansión, cerró la puerta tras de sí, se quitó el abrigo, lo colocó en el perchero del recibidor y se dirigió al despacho para ordenar unos papeles. Entonces se topó con él. Aún no se había sobrepuesto de la sorpresa cuando se acercó a ella.

—¿Qué haces aquí?

—Yo podría preguntarte lo mismo —río Charlotte—. Qué casualidad, ¿no te parece?

—Te he preguntado que qué haces aquí.

Su mirada era fría e inexpresiva y el tono de voz que había utilizado era gélido. ¿Era ese el mismo hombre con el que había estado tomando café y coqueteando apenas unos minutos antes?

—Trabajo aquí —respondió extrañada por el súbito cambio de actitud.

—¿Y serías tan amable de decirme quién te ha contratado?

—El señor W. G. Scott.

—¡Ja!

Su risa era totalmente irónica.

—¿Por qué no me dices la verdad, preciosa?

—Esa... esa es la verdad. Soy su asistente personal.

—Venga, confiesa: ¿no serás unapaparazzi?

—Ya te lo he dicho, soy su asistente personal.

Él se acercó a ella, amenazador.

—No me gustan las mentirosas. —La sujetó de la muñeca para evitar que se alejara—. Dime quién eres y qué haces aquí.

—Y a mí no me gustan los tipos agresivos. ¡Suéltame!

Trató de soltarse, pero él la empujó contra la pared y se pegó tanto a ella que era incapaz de moverse.

—Te lo preguntaré una vez más: ¿qué haces aquí?

—¡Ya te lo he dicho! ¿Qué te pasa? En la cafetería parecías un tipo encantador y ahora... ¡ahora pareces un matón! —Estaba asustada pero no pensaba dejar que él lo notara.

—Charlotte, Charlotte, Charlotte... ¿es que no lo entiendes?

Ella negó con la cabeza.

—Digamos que en la cafetería —murmuró antes de darle un suave beso en el cuello—, tenía mis motivos para ser encantador.

Se quedó paralizada. Por un instante, a pesar del miedo que sentía, un cosquilleo le recorrió el cuerpo.

—En memoria de nuestra agradable charla de esta tarde te daré una última oportunidad antes de llamar a la policía. Esto es una propiedad privada, así que dime: ¿qué haces en mi casa?

—¿Tu casa?

—No te hagas la inocente... ¿me has seguido hasta aquí? —La sujetó por los hombros y la miró fijamente a los ojos.— Dime qué haces en mi casa.

Charlotte trató de aguantar las lágrimas.

—Llevo un mes viviendo aquí. Estoy trabajando como asistente para el señor W. G. Scott.

William la soltó, impactado por la respuesta, y se separó un poco de ella. No podía ser verdad.

—¿Por qué no me crees?

De pronto, al verla tan vulnerable, sintió el impulso de darle un abrazo, de consolarla. Pero se contuvo. No sabía quién era ella ni por qué estaba en su casa, ¡le estaba mintiendo! Si resultaba ser una periodista se las pagaría.

—¿Por qué no me crees? —repitió.

William alzó los brazos al cielo y la miró con furia.

—¡Por que yo soy W. G. Scott!

«No puede ser. Nunca olvidaría sus ojos. No pueden ser la misma persona», pensó Charlotte.

—Sí, preciosa, yo soy el señor Scott —afirmó tajante.

Se acercó a la mesa y cogió unas gafas de pasta negras que había sobre ella. Se las puso.

—¿Así me parezco más a él?

Ella asintió. Era increíble, pero, de pronto, ya se le asemejaba un poco... y en cuanto a su mirada... el vello se le erizó al pensar en lo que había sentido al mirar a William a los ojos aquella tarde, al mirar esos preciosos ojos azul cielo: exactamente lo mismo que cuando miró a W. G. Scott años antes en aquella firma de libros.

—Añádele unas lentillas y una peluca al conjunto y tendrás a tu querido señor Scott. —Se quitó las gafas de golpe y se pasó la mano por el pelo—. En cualquier caso, puedo asegurarte que yo no te he contratado.

—Claro que sí, firmé un contrato.

—¿Que firmaste un qué?

—Un contrato. ¿Es que no sabes lo que son? —preguntó sarcástica.

—¿Me tomas por idiota? —bufó—. No sé cómo ha pasado esto ni quién es el responsable, pero puedes dar por sentado que los papeles que hayas firmado no son válidos.

No tenía sentido. Ella había recibido el contrato por fax, firmado por el señor W. G. Scott. ¿Quizás había firmado el contrato sin percatarse de que no estaba contratando a un hombre?

—Soy C. Watson

—¿Perdona?

—C. Watson, Charlotte Waston. Es posible que no hayas asociado mi nombre al de tu asistente, pero...

William tuvo que apoyarse sobre la mesa al percatarse de lo que había sucedido. ¡Había contratado a una mujer!

—¿¡Firmaste el contrato aun sabiendo que quería un hombre para el puesto?! —gritó iracundo.

Charlotte empezó a cabrearse. Exigir un sexo concreto para un trabajo era discriminación, ¡seguro que era denunciable! Por Dios, ¡que ya no estaban en la Edad Media! Además, la culpa era suya. Por irresponsable. ¿Quién firmaba un contrato sin estudiarlo a fondo?

—Quizás, si te hubieras dignado a entrevistar a los candidatos, te habrías percatado de que era una chica —replicó Charlotte con suficiencia.

William apretó los puños con rabia. Odiaba reconocerlo, pero tenía razón.

—En cualquier caso, mi nombre completo figura en el contrato. ¿Ni siquiera lo leíste antes de firmarlo? Le envíe los datos a tu asesor.

Le habían enviado docenas de currículos, pero solamente uno le había impresionado. Había estudiado literatura inglesa en Harvard, se había especializado en literatura irlandesa en el Trinity College y había realizado varios cursos de escritura creativa y de literatura gótica y victoriana: justo lo que andaba buscando. Y su expediente académico era intachable. Además, era joven, por lo que estaba al día de las nuevas tecnologías y redes sociales. Algo que él odiaba. No quería perder el tiempo entrevistando a un montón de gente y poniendo en jaque su intimidad, así que, en un impulso le había escrito un e-mail al tal C. Watson para decirle que había sido seleccionado para el puesto y que su asesor se encargaría del resto. Había firmado el contrato, pero no se había ocupado ni de leerlo.

—¿Qué día te incorporaste a trabajar? — preguntó con toda la calma que le fue posible.

—El uno de septiembre, hace un mes.

La observó pensativo y miró el reloj. Eran casi las siete. No podía echarla a esas horas de su casa, fuera ya era de noche.

—Está bien, señorita Watson, esta noche puede quedarse.

Ella levantó la vista, sorprendida, porque, de pronto, se dirigía a ella de usted y con un tono de condescendencia que la molestó en extremo.

—Es usted muy amable, señor Scott —replicó, irónica.

—A primera hora hablaré con mi asesor fiscal para que se ocupe de todo. A partir de mañana ya no trabajará para mí.

Estaba claro que no pensaba darle ni una oportunidad; por lo visto ni siquiera le importaba saber lo que había estado haciendo en todo el tiempo que llevaba allí. Todo el trabajo de documentación, que tanto esfuerzo le había costado, iba a ir directo a la basura. ¡De eso estaba segura! Un tipo tan arrogante como él no se molestaría ni en mirarlo. Parpadeó varias veces para ahuyentar las lágrimas de sus ojos. No pensaba derramar ninguna delante de él.

—En ese caso —añadió con serenidad—, me retiraré para recoger mis cosas.

Dicho esto, salió de la sala con la cabeza bien alta y, sin mirar atrás, se dirigió a su dormitorio.

William suspiró aliviado al verla salir de la habitación. Algo se había revuelto en su interior aquella tarde en al pub. Un impulso que sabía que tenía que reprimir. Verla todos los días y tener que trabajar con ella solamente empeoraría las cosas. Además, ¡quién se había creído que era para engañarlo de esa manera! Estaba furioso.

Se acercó al mueble bar, sacó una botella de Macallan y se sirvió una copa. Eso era justo lo que necesitaba, un buen whisky de malta escocés. Dio un sorbo y trató de saborearlo con calma, pero estaba demasiado alterado. ¿Se había vuelto loco o qué? Esa chica lo había sacado de sus casillas. Le había ocultado a conciencia su verdadera identidad y había dejado que la contratara. ¿Cómo había podido ser tan estúpido? Si lo hubiera sabido no le habría dado el trabajo. Y si llevaba un mes trabajando en su casa, ¿por qué nadie le había dicho nada?

—¡Señora Jenks! —vociferó.

Los apresurados pasos del ama de llaves resonaron por el pasillo mientras se dirigía al despacho.

—¿Qué desea, señor? —preguntó con voz ahogada—. Tengo el puchero al fuego...

—¿Por qué no me dijo de que mi asistente personal era una mujer?

—¿Disculpe?

—Le informé de que mi asistente se incorporaría el uno de septiembre, ¿no es así?

—Sí.

—Creo recordar que le dejé nota de las tareas que tenía que ir realizando, ¿me equivoco?

La señora Jenks se acercó a la mesa de Charlotte. No sabía qué mosca le había picado al señor, pero aquella chica se había pasado el mes trabajando sin cesar, encerrada entre aquellas cuatro paredes. Eso tenía que saberlo.

—No se equivoca, señor. Y estoy segura de que está haciendo un trabajo maravilloso. Puede comprobarlo usted mismo —dijo señalando las montañas de papeles que había sobre la mesa.

William se acercó a la mesa y ojeó un par de folios. No cabía duda de que estaba haciendo un buen trabajo de investigación... pero no era de extrañar, una persona con los estudios que ella tenía... no podía esperarse menos de alguien así.

—No lo dudo, señora Jenks —resopló impaciente—. Sin embargo, también le dije que me avisara si había algún problema.

Ella lo miró, confusa.

—El hecho de que supiera que yo quería contratar a un hombre y ella fuera una mujer, ¿no le extrañó ni lo más mínimo?

—He de reconocer que me sorprendió, sí, pero...

—¡Pero nada! Debió haberme avisado de inmediato —la reprendió.

—Lo lamento, no me pareció que fuera tan importante.

—Espero que no vuelva a suceder. —Se llevó la mano a la frente. Le dolía la cabeza. Demasiados acontecimientos para un solo día—. Y ahora, váyase.

Rápidamente, el ama de llaves se dispuso a salir del despacho. Sabía que cuando el señor se ponía de mal humor era mejor no estar por el medio.

—Señora Jenks —ella se giró desde la puerta—, dígale a la señorita Watson que espero verla en la cena.

El propio William se sorprendió cuando las palabras salieron de su boca. ¿Para qué quería cenar él con la señorita Watson? A fin de cuentas, acababa de despedirla. Eso, por no hablar de cómo la había tratado. Sabía que se había comportado como un energúmeno. Le había gritado, la había acorralado y, por un momento, ¡había estado tentado hasta de besarla! Pero, precisamente por eso, sentía que tenía que volver a verla. Mañana se marcharía de su casa y de St. Andrews. Probablemente nunca volvería a verla, así que quería disfrutar por última vez con su compañía.

Tenía que volver a ver esa larga melena caoba y esos ojos verdes. Sí, eso haría. Se deleitaría con la presencia de la atractiva Charlotte una vez más y, al día siguiente, se olvidaría de ella para siempre.