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Amor en v. o. ¿Renunciarías a tus sueños por amor? Si hay una persona a la que Alicia guarda rencor, ese es Felipe: su antiguo profesor de la universidad. La persona que le dijo que no sería capaz de convertirse en intérprete de conferencias. Diez años después, cuando lo ha conseguido con creces, ambos se reencuentran de manera inesperada. Felipe siempre sintió algo por su alumna, pero sus ambiciones se interpusieron en su camino, ahora está dispuesto a reconquistarla. Sin embargo, las cosas no serán tan sencillas porque ambos tienen visiones distintas de la vida: el atractivo intérprete ha dejado atrás todas sus ilusiones para conformarse con la sencilla rutina que tiene en Valencia, mientras que Alicia desea convertirse en intérprete para las Naciones Unidas. Sus maneras de ver el mundo, tan diferentes, los alejarán. ¿Por qué Felipe no quiere dejar su ciudad natal para convertirse en el profesional que siempre soñó? Y Alicia, ¿elegirá perseguir su sueño o se decantará por luchar por el amor verdadero? Antes beso a un hobbit Elisa ansía dejar de viajar a través de los libros y hacer realidad el sueño de su vida: visitar Nueva Zelanda. Sin embargo, lo que prometían ser veinte días de ensueño se convertirán en toda una road movie cuando su madre le anule las tarjetas de crédito y su amiga sea repatriada a España. Sin dinero y con tan solo su anillo de pedida como medio de pago, recorrerá el país de la nube blanca a bordo de la caravana de Roberto, un ingeniero aeronáutico con espíritu trotamundos que le hará replantearse no solo su boda, sino toda su existencia. En esta búsqueda por recuperar su verdadera esencia, deberá elegir entre vivir según las convenciones sociales o ser fiel a sí misma. ¿Logrará Elisa destruir el anillo? ¿O la atraerá a las tinieblas?
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Seitenzahl: 678
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
E-pack Carla Crespo, n.º 259 - junio 2021
I.S.B.N.: 978-84-1375-733-9
Créditos
Antes beso a un hobbit
Dedicatoria
Cita
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Epílogo
Agradecimientos
Si te ha gustado este libro…
>Amor en V.O.
Dedicatoria
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Epílogo
Reconocimiento
Si te ha gustado este libro…
Para mis princesas, Celia y Claudia, porque sois la luz que me ilumina cada mañana.
Es peligroso, Frodo, cruzar tu puerta. Pones tu pie en el camino y, si no cuidas tus pasos, nunca sabes a dónde te pueden llevar.
El señor de los anillos
–¿Quieres recorrer Nueva Zelanda conmigo o quieres acompañar a tu amiga de regreso a España?
Dudo por un instante, porque sigo sin tenerlo claro, pero al ver que él recoge los papeles del alquiler de la caravana y empieza a darse media vuelta, me envalentono. Es mi única oportunidad.
–¡Sí, quiero!
–Todavía no te he pedido matrimonio, princesa. –Se carcajea, burlón.
Siento que me acaloro de pies a cabeza, en parte por la vergüenza y en parte por la rabia. No soy ninguna princesita que necesite que vengan a salvarla. Aunque lo parezca por la situación.
Con todo, me contengo las ganas de replicar. Este tipo es mi única esperanza de recorrer el país de la nube blanca. De hacer realidad mi sueño.
–Quiero decir que sí, que quiero visitar Nueva Zelanda –aclaro, mordiéndome la lengua.
–¿Cómo es posible que hayas venido hasta aquí cargada con dos maletas de Samsonite y un bolso de Louis Vuitton y que ahora no tengas dinero para pagar la caravana? –inquiere, enarcando las cejas.
Suspiro, sé que a la vista puedo parecer pija, aunque no lo soy, pero cuando le responda a su pregunta sí que voy a parecerle una princesita y niña de papá… O, en este caso, de mamá.
–Mi madre me ha anulado las tarjetas de crédito.
Realmente me asombra lo que ha hecho mi madre. Es cierto que el dinero de alguna de mis cuentas proviene de planes de ahorro que ella me abrió cuando yo era solo un bebé, pero el de mi cuenta corriente lo he ganado yo. Proviene de los trabajos que hago de manera autónoma como correctora, lectora editorial y de las clases de español que doy en la academia. Puede que no sean grandes sumas de dinero, pero son fruto de mi trabajo. Lo que ha hecho es ilegal. En cualquier caso, ella y el director de mi oficina son íntimos, así que con toda seguridad habrán imitado mi firma para anularme las tarjetas.
–¡Vaya, vaya, vaya! Así que la princesita ha salido rebelde. Y, ¿qué has hecho para enfadar tanto a tu mami?
El tono condescendiente que utiliza me irrita, pero no puedo permitirme el lujo de enfadar a la única persona que se ha ofrecido a ayudarme. Estoy sola y en el otro extremo del mundo. Lo quiera o no, necesito ayuda.
–Largarme a las antípodas sin avisar a menos de tres meses vista de mi boda.
–¿Estás prometida? –Me mira con ojos curiosos.
–Sí, ¿por qué? ¿Tanto te sorprende?
–Estás resultando ser una caja de sorpresas. Me pregunto qué más ocultas tras esa fachada de niña buena.
No me gusta el rumbo que está tomando la conversación. Bastante odio ya tener que vestirme y comportarme como alguien que no soy para que Beltrán y mi madre estén contentos, como para que ahora un desconocido venga a juzgarme por mi apariencia. No me conoce y no tiene derecho a inmiscuirse en mi vida.
–Lo que yo guarde, o no, es asunto mío –zanjo–. Y ahora dime, ¿me vas a llevar en tu caravana?
–Lo haré, pero con una condición.
–¿Cuál?
–Debo asegurarme de que pagarás tu parte del alquiler del vehículo. Como habrás podido comprobar, yo no soy millonario, así que me vendrá muy bien compartir el gasto de la caravana. Por eso necesito que me dejes algo en prenda.
–¿En prenda? ¿Qué quieres decir?
–Que tienes que darme algo que pueda servirme de fianza. Cuando me pagues, te lo devolveré.
–Ya no tengo nada.
–Yo creo que sí –murmura, mirando fijamente mi mano derecha.
Me palpo inmediatamente el dedo anular.
–¿Mi anillo de pedida?
–Estoy convencido de que vale incluso más de lo que cuesta el alquiler íntegro de la caravana, así que, si no me pagas, al menos no habré perdido dinero. No querrás hacerlo gratis y a mi costa, ¿no?
El anillo de oro blanco con un pequeño diamante que Beltrán había encargado traer directamente desde una joyería de Amberes me parece un precio demasiado alto a pagar por un viaje en caravana por Nueva Zelanda.
Él, que parece leer mis pensamientos, me pregunta:
–¿Cuál es el precio de la libertad?
Sin pensarlo, me quito el anillo y se lo ofrezco. Siento como sus ásperas manos rozan las mías al cogerlo y, sin saber muy bien por qué, el vello de todo mi cuerpo se eriza.
Él se desabrocha una cadena de oro que lleva al cuello y se lo cuelga.
–Muy bien princesa, ¿lista para adentrarse en la Tierra Media?
LOS TARJETONES
Sostengo entre mis dedos el clásico tarjetón de boda y mantengo la vista fija en él. De color crema y elegante, me parece rancio y aburrido. Tan correcto y anticuado. ¡Mi madre estará encantada! Es su vivo reflejo.
Suspiro, resignada.
¡Con lo bien que hubieran quedado las invitaciones de Hogwarts que diseñé! Vale que lo de enviarlas con lechuzas era una idea un poco peregrina, pero me habría conformado con mandarlas por correo… ¡No era para tanto! Aunque a mamá y a Beltrán sí se lo pareció, con lo que me tocó desechar la idea y centrarme en algo más convencional.
Y este es el resultado: unos tarjetones de boda pija y de gente de bien, como diría mi madre. Los detesto.
Creí que me haría ilusión preparar la celebración, pero está resultando ser peor que organizar un funeral. Todo lo que podría ser alegre y divertido termina siendo deprimente. Aunque, no sé de qué me extraño, porque todo es igual con ella. Si se trata de mí, nunca está contenta.
No es que Beltrán sea muy diferente. Está claro que nunca estaré a su altura.
En realidad, nunca lo he estado.
Todavía no sé cómo logré que se fijase en mí. A día de hoy, aún me cuesta creerlo. Y, sin embargo, vamos a casarnos.
Por desgracia, lo que se supone que tendría que ser el día más feliz de mi vida va camino de convertirse en un espectáculo del que no parezco ser más que una mera espectadora. ¿Me he convertido en alguien que ve su vida pasar a través de los ojos de los demás en vez de vivirla?
Arrojo el tarjetón al suelo y lo pisoteo, furiosa, como si fuera una niña de dos años que sufre un berrinche. Es el único recurso que me queda. La pataleta. Pero, ¿y si no fuera así? ¿Puedo hacer algo para cambiarlo?
Las últimas semanas, llenas de preparativos han sido muy estresantes y Beltrán y yo hemos discutido hasta la saciedad por cada mínimo detalle de la boda. A lo mejor solo estoy agobiada. Odio que se enfade conmigo y el hecho de que mi madre apoye todas y cada una de sus decisiones solo hace que me sienta peor.
Llaman a la puerta y escucho la voz de Beltrán al otro lado.
–Eli, ¿puedo pasar?
Recojo el tarjetón, me siento en la cama y me recompongo un poco. Hoy no he salido de casa y mi aspecto no es el mejor. De hecho, sigo en pijama. Por suerte, llevo un sencillo y elegante conjunto en color azul pastel que me regaló mi madre por mi cumpleaños. Podría haber sido peor, pero mi pijama favorito de Gryffindor está en el cesto de la ropa sucia así que recurrí a este.
–Adelante.
Trato de peinarme con las manos mientras él abre la puerta, para parecer mínimamente presentable.
–¿Estás bien? –pregunta mientras asoma la cabeza–. Tu madre me ha dicho que habéis tenido una pequeña discusión.
Suspiro. ¿Pequeña? Podría haber sido el preludio de la Segunda Guerra Mundial, pero, como siempre, mi madre tiende a quitarle importancia a cualquiera de nuestros enfrentamientos.
–Han llegado los tarjetones –digo mostrándole el que tengo sobre el regazo.
Beltrán me lo quita de la mano y lo mira sin mucho interés.
–Es bonito.
–¿Bonito? –me escandalizo–, pero si parece del siglo pasado… ya nadie utiliza este tipo de tarjetones en el que son los padres los que invitan a la boda de sus hijos.
–Eli –protesta Beltrán–, no es que tu idea fuera mucho mejor…
Bajo la mirada y sé que nota que estoy disgustada, pero él insiste.
–Tu madre tiene razón, cariño. Es nuestra boda, no un circo. –Se acerca a mí, se sienta a mi lado y me pone una mano sobre el hombro para calmarme. Odio que se muestre condescendiente–. No paras de proponer cosas descabelladas, como lo de entrar al salón con la musiquita esa de La Guerra de las Galaxias. Tienes que entenderla.
–¡Es La Marcha Imperial, Beltrán! –le espeto, exasperada–. ¡La Marcha Imperial!
–Lo que sea, me da igual como se llame. No pienso ser el hazmerreír de mis colegas. –Se cruza de brazos, cabreado–. Solo quiero que sea una boda normal. ¿Tanto te pido? ¡Una jodida boda normal!
–¡Y yo solo pido tener algo de mi agrado en mi boda y no del gusto de mi madre!
–¡Tu madre solo quiere ayudar!
–Por supuesto que solo quiero ayudar.
La enérgica y seria voz de mi progenitora hace que los dos nos callemos. Me siento como una adolescente a la que su madre pilla en el cuarto con su novio y está a punto de caerle una bronca. Lo cierto es que va a caerme. La conozco. Con la pequeña diferencia de que tengo veintiocho años, estoy a punto de casarme y el único motivo por el que sigo viviendo bajo su techo ha sido su insistencia a que no me independizase antes de la boda. Aun así, ella entra en mi habitación, abriendo la puerta sin siquiera llamar, como si yo fuera una cría a la que hay que controlar.
Hasta Beltrán, a quien ella adora, es incapaz de responder. Mi madre nos pone firmes a todos y él nunca se inmiscuiría en una de nuestras peleas madre e hija. Y mucho menos cuando la realidad es que está de su parte. Prefiere mantenerse al margen y no cabrearnos a ninguna de las dos.
–Una boda no es un circo, ni una de esas convenciones a las que te gusta asistir –sentencia mi madre con ese aire de superioridad que nunca la abandona.
Suelto un pequeño bufido y me abstengo de hacer comentario alguno. Sé que tengo las de perder con ella.
Mi madre, con su esbelta figura, sus pantalones de pinzas y sus blusas de seda, su media melena rubia y su impecable maquillaje. Es la viva imagen de la perfección, pero sus labios finos y su mirada dura e impenetrable te advierten de que ella no es la clase de mujer que necesita la ayuda de los demás. Es fuerte, segura de sí misma y una empresaria de éxito. No deja que le repliquen en el trabajo y por ello no le gusta que lo haga yo en casa. ¡Faltaría más!
Mi madre es dueña de una importante franquicia de panaderías-cafeterías que heredó de mi abuelo. Bueno, en realidad mi abuelo lo que tenía era una cadena de hornos, que ella modernizó, transformándolos en lo que son a día de hoy y convirtiéndolos en un negocio de éxito. Aunque puede que tenga muchos defectos, si tiene una virtud, esa es que nunca se rinde cuando se propone algo. Trabaja de sol a sol y dirige las tiendas con mano firme. Hay quien cree que es excesivamente dura, pero nunca habría logrado el éxito que tiene de no haber sido así. Y la admiro por ello. Sin embargo, el hecho de que yo no quiera –ni haya querido nunca– entrar en el negocio, es una más de las cosas que nos separan.
Eso y que no tenemos absolutamente nada en común.
El conflicto de los tarjetones es solo uno de los muchos que vamos a tener en la organización de la boda. Quiere inmiscuirse en cada detalle y, como Beltrán no solo no le para los pies, sino que se pone de su parte, todo va de mal en peor. No puedo más.
–Bueno –continúa mi madre con un tono más suave y apaciguador–, yo solo venía a ver si os quedabais a cenar.
Lo cierto es que no tengo ningunas ganas de salir fuera. El plan era cenar tranquilamente en casa y retirarnos pronto porque sé que Beltrán se va de viaje mañana con sus amigos, pero tras la agradable conversación con mi madre lo que menos me apetece es que mi tranquila noche de viernes se transforme en una batalla campal, así que respondo con rapidez antes de que mi novio tenga la posibilidad de aceptar la amable oferta de su adorada futura suegra.
–Nos vamos a Saona, en realidad –giro la muñeca para ver la hora–, ya llegamos tarde, así que será mejor que nos demos prisa o perderemos la mesa.
–Gracias por el ofrecimiento, Elisa –murmura mientras se pone en pie y me mira con expresión de hastío. Sé que no soporta estas situaciones entre mi madre y yo, pero son inevitables. Si no huyo, terminará haciéndose lo que ella quiera.
¿Qué digo? Terminará haciéndose lo que ella diga de igual modo, pero al menos, me ahorraré otra discusión en el día de hoy.
–Como queráis.
Mi madre se da la vuelta y junta la puerta sin decir nada más. Suspiro, aliviada, porque no ha presentado batalla, hasta que la oigo gritar desde la otra punta del salón.
–Será mejor que te cambies, Eli, no pensarás salir a cenar en pijama, ¿verdad?
Como siempre, ella tiene la última palabra.
Media hora más tarde Beltrán y yo estamos sentados en el Vips de la Gran Vía. Como no teníamos reserva hemos preferido no arriesgarnos a pasarnos la noche dando vueltas buscando sitio en un restaurante y, para estas ocasiones, Vips es la solución perfecta. Unos nachos al centro, dos Coca Colas, una ensalada Louisiana y un Vips Club para compartir. Mis platos favoritos del restaurante deberían ser suficientes para mejorar mi humor, pero por desgracia no solo no lo son, sino que el de Beltrán empeora. Apenas habla y tiene el ceño fruncido. Se centra en comer y apenas me mira. Yo siento un nudo en el estómago.
¡Joder! Se suponía que si algo de bueno había en todo este lío de la boda era que por fin Beltrán y yo podríamos vivir juntos y yo podría hacer mi vida. Si me hubiera mudado con él, sin pasar antes por la vicaría, a pesar de que vivimos en el siglo XXI, les hubiera dado un infarto a mi madre y a los padres de Beltrán, así que, cuando me lo propuso, accedí ilusionada. Por fin sería realmente independiente. Por fin podría ser libre. Por fin podría ser yo misma y disfrutar en mi casa sin tener que esconderme entre las cuatro paredes de mi cuarto.
No podía estar más equivocada.
A pesar de lo mucho que quiero a Beltrán, es más parecido a mi madre de lo que siempre he querido admitir. Sé que a él no le interesan para nada los libros y películas que me gustan, pero tampoco creí que le molestasen… Por lo visto no es así y, a cada paso que avanzamos con la organización del que se suponía iba a ser nuestro gran día, menos le gusta todo lo que yo propongo y más se posiciona de parte de mi madre. Sé que él es más clásico, que está acostumbrado a otro tipo de eventos, pero yo quería que mi boda fuera mía y no de mi madre.
Otro gran error.
Por no hablar de nuestro futuro piso. Los padres de Beltrán nos han ofrecido un piso vacío que tenían en la Gran Vía. Es un piso precioso, muy amplio, con grandes ventanales, mucha luz y techos altos. Tiene un gran potencial. En mi cabeza, yo tenía claro como quería decorarlo. Me gustan los muebles de madera, las paredes empapeladas o pintadas en tonos suaves, los sillones mullidos, las velas aromáticas, las alfombras cálidas… todo lo que convierte una casa en un auténtico hogar y hace que rezume eso que los daneses llaman hygge, esa felicidad que está en las pequeñas cosas. Me veía a mí misma disfrutando de planes tranquilos con Beltrán: un libro o una buena película, una taza de chocolate y una tarde relajada en casa mientras afuera llueve. Lo sé, es el clásico plan de toda la vida de «sofá, peli y mantita», pero a mí me encanta. Soy muy hogareña y no soy de las que les gusta pasarse el fin de semana de compromiso en compromiso.
Hasta ahora, Beltrán y yo hemos salido bastante, pero eso solo era porque el plan contrario era pasar los sábados o viernes noche en casa de sus padres o de mi madre. Me parecía la mejor opción, mejor salir que no poder estar a solas. Y lo cierto es que él es muy extrovertido y social, sus amigos siempre están quedando y siempre tenemos algo que hacer. Así que, hasta ahora, podría decirse que mi ritmo de vida se ha adaptado bastante al suyo. Aun así, contaba con que esto cambiaría cuando tuviésemos nuestra propia casa.
Por desgracia eso terminó en el mismo momento en el que llegó la decoradora y, con ella, el estilo de líneas rectas, diseño moderno y totalmente impersonal que detesto con toda mi alma.
A veces me pregunto que dónde me he metido, pero luego recuerdo lo mucho que quiero a Beltrán y lo que me costó conquistarle y le voy quitando importancia a todas las cosas que me desagradan de la boda y del piso. Lo importante es que estaremos los dos juntos.
Levanto los ojos y lo miro. Me fijo en su piel perfectamente afeitada, en su pelo castaño claro y en ese aspecto impecable que siempre luce. Sus ojos verdes mantienen la vista fija en el plato. Quiero creer que si todo está bien entre nosotros lo demás no importa.
–¿Qué? –pregunta con brusquedad al sentir que fijo la mirada en él.
Está claro que las cosas no están muy bien.
–Nada… –murmuro cabizbaja–, es solo que…
–¿Que qué?
–Joder, Beltrán, no lo sé –replico molesta por su tono cortante. Soy yo la que tendría que estar enfadada–. ¿En serio estás de acuerdo con lo que propone mi madre? ¿Tan descabelladas y horteras te parecen todas mis ideas? –pregunto angustiada.
Beltrán alarga la mano para cogerme, al ver mi expresión, suaviza su gesto y vuelvo a percibir en sus ojos el cariño.
–Eli, ya sabes que a mí el paripé de la boda me da igual. Me hubiese ido a vivir contigo y lo sabes, pero también sabes, y no lo niegues, que si lo hubiéramos hecho a tu madre y a mis padres se les hubiera caído el mundo encima y les hubiera dado un ataque. Son demasiado tradicionales, demasiado clásicos. Especialmente tu madre. ¿Qué importa cómo sea la boda? Déjala que la organice a su gusto.
–¿Tú crees?
–Claro que lo creo. En menos de tres meses nos habremos casado, viviremos juntos y como mucho la verás algún domingo para comer si es que no quieres verla más.
Por un segundo me planteo si Beltrán tiene razón. Si es mejor dejar que nuestros padres organicen la boda como les de la gana sin importar lo que nosotros queramos, si la boda es simplemente un medio para llegar a un fin…
–Puede que tengas razón –claudico.
–Claro que la tengo –musita mientras le hace un gesto a la camarera para que venga a cobrarnos–. Y, ahora, será mejor que te lleve a casa. No sé si te acuerdas, pero ¡mañana los chicos me llevan de despedida de soltero!
–¿Ya sabes adónde vais? –pregunto mientras saca la tarjeta de la cartera y paga la cena de ambos como suele hacer. Ya me he cansado de decirle que yo también trabajo y puedo pagar. Me he acostumbrado a que, cuando salimos juntos, paga él.
–No lo sé, pero me han pedido que meta bañadores en la maleta.
Beltrán y sus amigos se van de viaje mañana temprano. Lo único que sé es que vuelve dentro de diez días. Sabiendo lo de los bañadores y conociéndolos, irán a algún sitio como Bali, Tailandia o algo así. No es muy tranquilizador. Ya solo me falta sumarle a mis nervios el miedo a que me ponga los cuernos.
Diez días de fiesta desenfrenada en un paraíso exótico. Genial.
Y para colmo de colmos, yo ni siquiera voy a tener despedida de soltera.
No creo que nada pueda ir peor.
LA MÁS BONITA
El bombardeo de la campana de mi WhatsApp sonando a todo volumen me despierta al día siguiente. Acerco la mano a la mesita de noche para coger el móvil, maldiciendo por no haberlo silenciado el día anterior. Una retahíla de mensajes de mi amiga Piluca y ninguno de Beltrán. Miro la hora. Las nueve. En estos momentos estará volando rumbo a donde quiera que le hayan organizado la despedida de soltero. Espero que al menos me escriba cuando llegue.
Suspiro y abro la conversación con Pilu.
¡¡Eliiiiiiiiiii!!
¡¡Buenos días, amiga!!
Salgo ahora del aeropuerto, vengo de una línea de tres días, pero no me apetece encerrarme en casa…
¿Quedamos para desayunar?
Lo que tarde en llegar al coche e ir a tu casa.
Te dejo media hora para que te duches y te arregles.
¿Te espero en el portal y vamos a algún sitio?
¿Dónde te apetece?
Hace buen día, y necesito sol, que vengo del norte…
¿La Más Bonita? ¿O quieres quedar en uno de los locales de tu madre?
Es que me apetece oler el salitre del mar…
Tengo sueño, pero consigo responderle a Pilu que sí y, aunque lo que me apetece es seguir en la cama, supero la pereza, me levanto y voy a asearme.
Me recojo la melena rubia oscura en un moño alto y me doy una ducha rápida. Me maquillo lo justo para no tener muy mala cara y me planto unos vaqueros con deportivas y mi camiseta favorita. Con Pilu no he de fingir que soy alguien que no soy.
Paso por la cocina y el salón, buscando a mi madre, pero por lo que se ve, no está en casa. Aunque es sábado, ella estará trabajando. Con toda seguridad habrá cogido el coche para acercarse a alguna de las cafeterías que tenemos en localidades cercanas y por las que no tiene tiempo de pasarse entre semana. Le gusta ir al menos un día a la semana por cada tienda y comprobar que todo está a su gusto. Cosa harto complicada. No me gustaría ser una de sus dependientas…
Cuando en alguna ocasión he ayudado en alguna de las panaderías he podido comprobar con mis propios ojos que si conmigo, como madre, es exigente y estricta, como jefa es todo un sargento. Aunque comprendo que parte de su éxito reside ahí.
Sin embargo, a mí no me gustan los números y la contabilidad, ni sé sobrellevar la presión como ella lo hace. Lo mío son las letras, la literatura, los libros y esconderme tras ellos.
O al menos esa es la sensación que tengo a veces.
Que vivo una vida que han marcado para mí, sin disfrutarla, y que solo siento de verdad a través de las vidas de otros cuando leo. En ocasiones, me conformo con eso. Es suficiente. Soy feliz cuando leo y, si lo pienso fríamente, no puedo quejarme de mi vida. Pero, en otros momentos, siento que me he conformado con lo que me han puesto delante y que no me atrevo a cambiarlo por miedo a lo que pueda pasar. Prefiero la rutina de lo que tengo y me aterroriza tratar de cambiarlo y quedarme sin nada. Aunque eso suponga comportarme con Beltrán y mi madre como la niña bien que, en el fondo, sé que no soy.
Un WhatsApp de Pilu me saca de mis ensoñaciones y me devuelve a la realidad. Cojo la bandolera y las gafas de sol que tengo sobre el mueble del recibidor, y salgo a toda prisa cerrando de un portazo.
En el portal de mi casa, Pilu espera con las luces de emergencia encendidas y me hace gestos para que suba rápido al coche, no sea que la multen por parar en doble fila. Aunque no es que ella sea de pagar las multas…
Le doy dos besos rápidos mientras arranca y ponemos rumbo a la playa de La Patacona.
–Bueno, ¿el señorito ya está de despedida de soltero? –me espeta.
–Hola, Eli, ¿qué tal? ¿Cómo va todo? –le respondo con tono de reprimenda–. ¿Qué tal si me saludas antes de empezar a criticar a Beltrán?
–Bah. –Sujeta el volante con una mano mientras con la otra gesticula quitándole importancia–. No creo que a él le preocupe mucho lo que yo piense y, que quieres que te diga, no me parece muy justo que tú no tengas despedida de soltera y que él se largue diez días, vete tú a saber dónde, y encima te ponga pegas con el destino del viaje de novios.
Suspiro. No quiero darle la razón a Pilu, pero la tiene.
Yo quería ir de viaje a Nueva Zelanda y hacer un recorrido en caravana por el país, pero Beltrán se negó. A él le van los hoteles de lujo y los destinos paradisiacos y le parecía que, por las fechas de nuestra boda, el clima allí sería demasiado invernal. Por no hablar de que alojarse de camping en camping no era lo que tenía pensando para nuestra luna de miel. Lo curioso es que vamos a pasar justo al lado de mi destino idílico. Y es que, tras mucho discutir, nos decidimos por hacer un combinado de Australia y Polinesia para visitar Melbourne, Sidney, Cairns y luego Tahití y Bora Bora. No es que no me haga ilusión visitar la barrera de coral o las Montañas Azules, pero no era lo que yo quería.
Beltrán accedió a parar una noche o dos en Auckland al ver mi desilusión, pero ¿me valía la pena estar tan poco tiempo en Nueva Zelanda y quedarme con las ganas de recorrer las dos islas? Preferí no hacerlo y dejar el viaje para más adelante. Solo espero que «más adelante» no signifique «nunca». Viajar al país de la nube blanca siempre ha sido mi ilusión, tengo decenas de guías del país y muero por ver los decorados de Hobbiton.
Eso tendrá que esperar. Igual que mi entrada al salón al ritmo de la banda sonora de La Guerra de las Galaxias.
–Ya sabes que las despedidas de soltera al uso no me van –respondo, sin querer darle más vueltas al tema.
Pilu se gira hacia mí y sacude su melena castaño oscuro rizada. Trabaja como azafata de vuelo –o tripulante de cabina de pasajeros, como se hacen llamar ahora–, y aunque cuando vuela tiene que llevar el pelo recogido en una coleta o moño, ella se suelta la melena, en estilo figurado y literal, en cuanto toma tierra.
Se ha quitado también el pañuelo corporativo y solo lleva la camisa blanca y la falda azul marino. Frunce el ceño y vuelve a poner la vista en la calzada.
–Joder, Eli, ¿en serio crees que me trago esta cantinela tuya? –Sonríe maliciosa–. ¿Es que crees que yo te hubiera preparado una despedida de soltera al uso?
–Lo que espero es que no hayas preparado una despedida de soltera de ninguna clase.
Sus ojos brillan divertidos y no responde.
–Piluuuu…
Qué miedo me da. Si yo soy lo contrario al riesgo, Pilu es la antítesis de la monotonía y es de todo menos previsible.
Mantiene la sonrisa en la cara y aprieta los labios para que no se le escape lo que está deseando decirme.
–¡Pilu! –Está empezando a asustarme de verdad.
–Eli –dice con toda la calma que le es posible y tratando de parecer seria–, si crees que iba a permitir que el estirado de tu novio tuviera una despedida de soltero por todo lo alto y tú no, es que no me conoces.
–Beltrán no es ningún estirado –replico.
–¡Ja! –se carcajea irónica–. Y ahora me dirás que tu madre tampoco…
Me callo, porque no se puede replicar a eso y, ahora mismo, estoy demasiado asustada.
Mejor dicho, estoy acojonada. Viniendo de Pilu, me puedo esperar cualquier cosa.
Aparca el coche y, caminando tranquilamente por el paseo marítimo, nos dirigimos a La Más Bonita. Me encanta este local. Con ese aire de casa típica de Formentera y pintado de blanco y azul turquesa. Por no hablar de su comida y de las tartas que sirven.
Nos sentamos en la pequeña terraza que da al mar y en la que, por suerte, hay una mesita libre.
Pilu viene desmayada, es lo que le pasa cuando madruga en el trabajo, es capaz de desayunar dos veces y seguir con hambre, así que se pide el menú Patacona Beach sin remordimientos.
Pienso en las tortitas con sirope de arce, y los huevos fritos con bacón y me planteo pedir lo mismo que ella. Luego mi madre y el traje de novia me vienen a la mente. Soy menudita y más bien delgada, pero solo de pensar en ir a una prueba del vestido con ella, y que me digan que he engordado, se me quita el apetito de golpe, así que me decido por la tostada con jamón de pavo, queso fresco y tomate y el yogurt natural con granola casera. Todo muy light.
Pedimos también un café con leche para Pilu y un Cola Cao para mí y dos zumos de naranja.
–Pilu –empiezo mientras abro el sobre de cacao y lo vierto en la leche–. ¿Me puedes decir lo que estás tramando? ¿No pensarás llevarme a pasar un fin de semana a Benidorm y llevarme a un local de estriptís?
Me observa sin responder y estoy empezando a ponerme nerviosa, porque no me seduce en absoluto la idea de tener a un boy quitándose la ropa y bailando y meneando sus partes a dos centímetros de mí.
Me tapo la cara con las manos horrorizada.
–Por favor, dime que no –suplico.
No es para nada mi estilo y, aunque sé que Pilu me conoce más que nadie en el mundo, también es capaz de hacer cualquier locura solo por sacarme de mi zona de confort.
–Tranquila.
Me destapo poco a poco la cara y la miro esperanzada. ¿Qué habrá preparado? ¿Quizás un fin de semana en Londres para visitar los estudios de Harry Potter? Cuando Piluca entró a trabajar en la compañía aérea me puso como beneficiaria de sus billetes de vuelo de empleada y, aunque no hemos tenido la oportunidad de hacer grandes viajes juntas, sí que hemos pasado algunos fines de semana las dos por Europa y cinco días en Nueva York el año pasado.
–Casualmente tengo unos cuantos días libres, veinte para ser exactos. Vacaciones que me han asignado y algunos libres que me debían –explica.
–¿Qué me quieres decir con eso?
–Pues que no nos vamos a ir de fin de semana –comenta misteriosa–. ¡Nos vamos de viaje! –exclama abriendo los brazos al cielo y con una gran sonrisa en su cara.
–¿Qué?
–Lo que oyes, Eli. Que, si tu querido Beltrán no es capaz de hacer realidad tus sueños, yo sí lo soy: nos vamos a Nueva Zelanda.
Me suelta esta bomba mientras da un sorbo a su café con leche, un bocado a las tortitas y se recuesta sobre su silla, quedándose tan tranquila. Como si lo que hubiera dicho fuera cualquier cosa.
–Pero, ¿tú te has vuelto loca? –La miro asombrada. No puede estar hablando en serio.
–Eli, yo ya estoy loca. Parece mentira que no me conozcas. ¿Es que no te apetece?
Me observa con carita de cachorro lastimero.
–¿Cómo no va a apetecerme? Llevo toda la vida queriendo hacer ese viaje, pero, ¿cuándo quieres que nos vayamos?
–No es cuándo quiero que nos vayamos. Es cuándo nos vamos. Y, para tu información, nos vamos el lunes.
–¿¿El lunes??
–No te estreses, Eli, lo tengo todo mirado. Esto no se me ha ocurrido hace cuatro días, llevo tiempo madurando la idea.
La miro atónita. Joder, si llevaba tiempo planeándolo podía habérmelo comentado antes… ¿Cómo voy a irme el lunes a Nueva Zelanda durante veinte días? A mi madre le puede dar un síncope. Y, ¿cómo voy a organizarme el trabajo que tengo pendiente? Tengo varias correcciones por entregar y algún que otro informe de lectura que enviarle a HarperCollins, la editorial con la que trabajo de manera autónoma. Y alguien tendría que sustituirme en la academia.
Por no hablar del dinero.
–Pilu…
–Ni Pilu, ni nada. No me vengas con rollos. Ahora cuando terminemos de desayunar te vas a ir a casa, llamas a tu amiga María y le pasas los trabajos que tengas pendientes para estos días. También puede dar las clases de español por ti.
Abro la boca, pero no soy capaz de responderle. Lo tiene todo planeado.
–Luego te preparas la maleta y te vas estudiando esa pila de guías de Nueva Zelanda que tienes porque, amiga mía, el lunes a las siete y media de la mañana sale nuestro vuelo a Madrid y te quiero en el aeropuerto a las seis, puntual como un clavo. Ni se te ocurra acobardarte y dejarme tirada.
Sé que es inútil discutir con ella, cuando algo se le mete en la cabeza no hay quien se lo saque. Pero solo de pensar en decirle a mi madre que a menos de tres meses de la boda y, con todo lo que tenemos pendiente por organizar, me voy a largar veinte días a las antípodas se me revuelve el estómago.
–¿Estás hablando en serio?
–¿Acaso lo dudas?
Solo la emoción de imaginarme haciendo una foto en la puerta de Bolsón Cerrado se me cierra el estómago.
–Tengo los billetes y, al ser de empleada, nos han salido a precio de ganga. He mirado las plazas y no creo que tengamos problemas para subir a bordo. Recuerda que son sujetos a espacio.
Estoy atónita. No es ninguna broma. Es cierto que nos vamos a Nueva Zelanda.
–También he reservado la caravana. Una Jucy, me ha salido mucho más barata que las marcas más habituales como Maui y Britz y, aunque sé que para ti el dinero no es problema, tampoco quería arruinarme ni que tuvieras que pedirle a tu madre.
No puedo hablar.
–Bueno, ¿qué opinas? Di algo, ¿no?
–Joder, Pilu, es que no puedo creerlo. ¿Cómo puedes hacer que parezca tan sencillo algo que me parecía tan imposible?
Mi amiga sacude la cabeza y se carcajea.
–Lo único que hacía que ese viaje fuera algo tan complicado e inalcanzable es tu miedo, Eli. Tu miedo a ser la persona que en realidad quieres ser y tu miedo a lanzarte a cumplir tus sueños. Vives en esta rutina que te has creado y que no te hace feliz y eres incapaz de hacer cualquier cosa que se salga de los esquemas de tu madre y Beltrán –cruza los brazos y frunce el ceño–, pero eso se acabo. Tenemos a tu prometido en la otra punta del mundo y en algún momento debes plantarle cara a tu madre, así que el lunes vas a salir de tu zona de confort lo quieras o no.
Trago saliva y asiento.
Pilu levanta el vaso con el zumo de naranja como si fuera una copa.
–¿Chin chin? –pegunta enarcando una ceja.
Su alegría es contagiosa y, por un momento, me dejo llevar y levanto mi vaso también.
–Chin chin.
Una hora después, Pilu me ha dejado de vuelta en casa. Me planto frente al armario tras abrirlo de par en par y empiezo a vaciarlo, sacando ropa, para preparar el equipaje.
Uf, esto va a ser complicado.
Salgo al pasillo a por mis maletas Samsonite. Saco una grande, donde pondré la mayor parte del equipaje y una de mano.
Regreso al dormitorio y me enfrento al caos que he creado. A ver, Eli, céntrate. Estamos a final de marzo en Valencia, por lo que el clima en Nueva Zelanda será otoñal. Un poco más cálido en la Isla Norte y más fresco en la sur. Pero tengo que llevarme también ropa abrigada… no creo que las temperaturas de otoño de Nueva Zelanda se parezcan a las de la terreta.
Ay madre, en cuanto la tenga medio lista creo que voy a tener que irme de compras con urgencia. Entre otras cosas necesito algo de ropa de montaña y unas botas de senderismo. Las excursiones campestres no son algo que solamos hacer Beltrán y yo, así que no estamos equipados.
Por otra parte, doy gracias al cielo que el documento ESTA para poder entrar en Estados Unidos lo tengo activo de nuestro viaje a Nueva York, de lo contrario la escala en Los Ángeles para llegar a Auckland sería inviable.
Pilu ha dicho que lo tenía todo organizado, pero vamos, que menos mal que se me da bien hacer maletas y que soy una persona organizada, porque gestionar esto en tan poco tiempo es un estrés.
Cuando viajamos a la gran manzana me saqué el carnet de conducir internacional por si íbamos en coche por nuestra cuenta a los outlets (cosa que al final no hicimos, porque contratamos una excursión), pero, vamos, que no sé cómo pensaba mi amiga que me iban a dejar conducir la caravana en Nueva Zelanda o cómo iba yo a obtenerlo en dos días teniendo en cuenta que estamos en fin de semana.
¡Ay, Pilu! Cabecita loca… Por suerte, todo está saliendo rodado.
Paso el resto del día ocupada de tiendas y con una sonrisa boba en la cara. No es hasta que me voy a la cama que me doy cuenta de que:
a) No he recibido un solo mensaje de Beltrán en todo el día y me mosquea un poco.
b) No he visto a mi madre, que todavía no ha vuelto a casa, y, en consecuencia, tengo pendiente contarle que voy a estar ausente unos cuantos días. Del destino mejor ni hablamos.
Me meto en la cama y le escribo a Beltrán. Imagino que no ha podido conectarse a una red wifi, aunque me extraña. Le cuento que el lunes salgo de viaje con Piluca, pero no le digo donde. Mientras él no se digne a dar señales de vida yo no le debo ninguna explicación.
Apoyo la cabeza sobre la almohada y la sombra de la reacción de mi madre planea sobre mí, aunque al final, la emoción y el cansancio vencen y caigo rendida.
EMBARCANDO
Son las seis de la mañana del lunes y apenas he dormido en toda la noche. Estoy nerviosa, emocionada y, para que negarlo, agotada. Preparar un viaje a Nueva Zelanda en dos días no es cualquier cosa y, para rematarme, la discusión de anoche con mi madre. Eso sí que me chupa la energía.
La aparto de mis pensamientos por un momento. Me van a sobrar horas en el avión para pensar en ello. Y para comentarlo con Pilu.
Giro la muñeca y miro el reloj. Cogemos el vuelo que sale a las siete y media para Madrid y tenemos que facturar equipaje, pero no hay ni rastro de mi amiga. Miro nerviosa a mi alrededor. Como se nota que trabaja en una compañía aérea y no viene con mis agobios. Yo, que entre la excitación y que tenía miedo de dormirme y no escuchar la alarma, no he pegado ojo.
La terminal del aeropuerto de Manises está llena, pero Pilu no aparece y yo empiezo a ponerme nerviosa, así que me coloco en la fila delante del mostrador y trato de relajarme. La cola es bastante larga, aunque van facturando a buen ritmo.
De pronto siento que alguien se abalanza sobre mí y sonrío, relajada. ¡Al fin!
–¡Joder, Pilu! Ya te vale, me tenías en un sinvivir.
–Mujer, relájate, tenemos tiempo de sobra.
Como siempre, mi querida amiga está estupenda, incluso a estas horas de la mañana.
Entrecierro los ojos y la observo con detenimiento.
–Pero, ¿tú te has maquillado?
–Pues claro que me he maquillado, siempre lo hago cuando vengo a trabajar, no tenía ganas de que hoy me vieran con cara de muerta. ¡Imagínate! Una nunca sabe a quién puede encontrarse por estos lares…
Entorno los ojos mirando al cielo. Yo solo puedo pensar en dormir y ella se ha despertado pensando en ligar. ¡Hay que joderse!
–¡Como ese, por ejemplo! –exclama mientras señala a un tipo que hay un poco más adelante en la cola –. ¡Es Roberto culo prieto!
No puedo evitar soltar una carcajada ante el apelativo.
–¿Perdona? –murmuro mientras avanzamos un poco más hacia el mostrador.
–Roberto culo prieto. Es un ingeniero que trabaja en mi compañía aérea, está buenísimo. En realidad, se llama Roberto Prieto, pero si te fijas con detenimiento en su trasero entenderás que se ha ganado el mote a pulso. ¡¡Qué culazo!!
Me pongo de puntillas para poder ver bien y me fijo en la retaguardia del susodicho. La verdad es que Pilu no mentía. Es un tipo alto y corpulento, tiene el cabello castaño y lo lleva largo a la altura de la barbilla. Me gustaría verle la cara para saber si le hace justicia al resto de su cuerpo. Bajo de nuevo la mirada a su culo y, cuando la levanto, quiero que se me trague la tierra.
Un par de preciosos ojos azules me observan divertidos. Mierda. ¡Qué vergüenza! Menuda pillada me ha metido mirándole el culo.
Me giro hacia Pilu como si no hubiera pasado nada, pero, en realidad quiero desaparecer y, aunque no me veo, sé que estoy roja como un tomate.
Pilu se echa a reír incapaz de contenerse.
–¡Vaya! Cualquiera diría que es la primera vez que miras a un tío que no sea tu novio.
Me gustaría responderle que no, pero es la pura realidad. Desde que empecé a salir con Beltrán no me he fijado en otros hombres. Tampoco le hubiera prestado atención a este si no me lo hubiera dicho ella… aunque hay que reconocer que tenía razón y que las vistas merecían la pena.
–Es que no tengo necesidad de ir por ahí mirando a nadie cuando ya estoy satisfecha con lo que tengo. –replico.
–Ninguna, ninguna. Estás más que servida con Beltrán… –me contesta con tono irónico.
–¡Beltrán es el amor de mi vida! –le replico molesta–. ¿Puedes dejar de criticar nuestra relación por un momento?
No puede responderme con otra de sus impertinencias porque nos llega el turno de facturar. Nos dan las tarjetas de embarque con plaza para el vuelo a Madrid y las del Madrid-Los Ángeles en lista de espera, aunque nuestro equipaje lo facturan hasta allí. En principio va bien de plazas, nos las confirmaran en Barajas. El largo periplo para llegar a Nueva Zelanda, sigue con un último vuelo hacia Auckland, así que tenemos horas de sobra para discutir sobre mi vida sexual, o sobre la suya, que en realidad hay mucho más que comentar. En Los Ángeles tendremos que recoger el equipaje de nuevo y cruzar los dedos para que no vaya lleno, aunque las previsiones son buenas.
Nos olvidamos del tema y nos sentamos en La Pausa a tomar algo mientras esperamos a que empiece el embarque. Otra cosa no, pero hincharnos a desayunar, eso es lo nuestro. Y aunque los precios de las cafeterías de los aeropuertos son bastante elevados, Pilu tiene un pequeño descuento por ser empleada del que hacemos uso.
Un capuchino para ella y, cómo no, un Cola Cao para mí, unos zumitos de naranja y un par de cruasanes para llenar la barriga y que nos olvidemos de la incómoda conversación de antes y de las insinuaciones sobre lo que hago en la cama con Beltrán. Porque, aunque no lo haya especificado, sé que Pilu se refería justo a eso.
Y, si hay algo de lo que no me apetece hablar con ella, ni con nadie, es de lo que hacemos o dejamos de hacer en la cama. Tampoco es que haya tanto que contar, ¿no? No es que vea fuegos artificiales cuando estoy con él, pero es que eso solo pasa en las novelas románticas. No sé que es lo que mi amiga espera que le explique.
Estoy absorta bebiéndome mi leche chocolateada mientras Pilu revisa su móvil cuando me doy cuenta de que tengo a alguien plantado justo detrás de mí. La enorme sombra que proyecta sobre Pilu me lo confirma. Eso y la sensación de tener dos ojos clavados en mi nuca.
Me giro despacio para encontrarme con ese mismo par que antes me ha descubierto admirando su trasero.
Casi tengo que taparme la boca para no exclamar, ¡Roberto culo prieto! En vez de eso, le pego con el pie por debajo de la mesa a mi amiga para que diga ella algo. Y lo hace, solo que no lo que yo espero.
–¡Joder, Eli! ¿Se puede saber por qué me das una patada?
Lo de las sutilezas nunca ha sido su punto fuerte. Aunque no puedo verle la cara, me imagino que el tal Roberto se está divirtiendo de lo lindo, porque acabo de quedar como el culo.
Le hago a Piluca un imperceptible gesto con la cabeza para que vea a quién tengo detrás.
Entonces lo mira y, al darse cuenta de quién es, una sonrisa ilumina su cara.
–¡Roberto! Qué casualidad –exclama como si no lo hubiera visto en la cola del mostrador–. ¿Tú también a Madrid? ¿Trabajo o vacaciones?
–Vacaciones –responde al tiempo que arrastra una silla y se sienta en nuestra mesa. Deja un café solo sobre la mesa y da un largo trago–. Me voy a Nueva Zelanda.
Pilu ahoga un grito.
–¿Estás de coña? ¡Nosotras nos vamos a Nueva Zelanda también!
Me fijo en la expresión embobada de mi amiga mientras habla con él e intuyo que sabe más de ese culo prieto de lo que dice. Me apostaría lo que fuera a que lo ha catado y ¡que quiere repetir! Esos ojitos que le está haciendo lo dicen todo.
Como no quiero entrometerme y, además, no sé por qué, pero la presencia de Roberto me incomoda, me disculpo diciendo que he de ir al baño.
Cuando salgo, el vuelo está empezando a embarcar, así que cogemos las maletas y nos ponemos en la fila. En menos de quince minutos estamos sentadas en el avión. Roberto va unas filas más adelante y me olvido de él y me centro en la maravillosa experiencia que vamos a vivir.
Pilu aprovecha para dar una cabezadita en la media hora que dura el vuelo y yo para revisar todas mis guías y releer el itinerario que he planificado. Sé que me van a sobrar horas, pero me puede el ansia. ¡Hay tanto por ver que nos van a faltar días!
Cuando aterrizamos en Madrid, noto que Pilu busca al tal Roberto con la mirada. Para su desgracia estaba sentado unas cuantas filas más adelante, así que probablemente esté ya dentro de la terminal.
Me molesta un poco. Se supone que es un viaje de chicas. Mi viaje soñado. Si ahora Pilu pretende que vayamos todo el viaje persiguiendo a este tipo… ¡yo me niego! Lo ha tenido en Valencia todo este tiempo, si quiere tirárselo que espere a que volvamos. Esto es una despedida de soltera y los hombres sobran.
En cualquier caso, me callo y no digo nada, al fin y al cabo, Pilu me ha preparado la mayor sorpresa que nadie me podría haber organizado. Lo ha hecho todo por mí y no debería ponerme celosa como una niña a la que su hermanito pequeño le ha quitado el trono. Después de todo, este chico nos ha dicho que viaja solo, probablemente coincidamos con él un par de veces más a lo largo de los vuelos, cuando aterricemos y ya no nos volvamos a ver.
Estoy pensando esto mientras subimos las escaleras de la T4 cuando veo a Pilu sacudir su mano en un saludo y gritar emocionada:
–¡Robertooooo!
El aludido se gira y detiene la marcha, parándose a esperarnos.
Nos acercamos a él, Piluca dando pequeños saltitos, emocionada como una cría a punto de encontrarse con Santa Claus. Un Santa Claus buenorro en este caso.
–Tenemos que ir a la T4 satélite, ¿verdad? –pregunta con tono inocente.
Y yo, no puedo evitar que se me escape una risa, porque, vamos a ver, Pilu es tripulante de cabina de pasajeros, pasa media vida en Barajas, ¿en serio le está preguntando a qué terminal hay que ir? Es de coña.
Pero la cuestión, aunque obvia, surte efecto y nos colocamos junto a Roberto para dirigirnos, los tres juntos, hasta el trenecito que nos cambiará de instalaciones. Me cuesta un poco seguirles el ritmo. Aquí, el amigo Roberto, da unas zancadas tremendas y yo, que soy más bien menuda, tengo que dar varios pasos por cada uno que da él. No puedo evitar fijarme en sus pies, que son enormes. Y me río yo sola pensando que tiene pies de hobbit.
Al escucharme, Pilu y él, que van unos cuantos pasos por delante, se giran a mirarme, sorprendidos por mis carcajadas.
–Perdona, Eli –exclama mi amiga al darse cuenta de que iban muy deprisa para mí–. Ya bajamos la velocidad.
Pilu es bastante más alta que yo y, con sus largas piernas, no le cuesta seguir el ritmo de Roberto, pero yo, a pesar de que camina más despacio que antes, tengo que andar como si estuviera haciendo marcha para no quedarme atrás y me falta la respiración. ¡Uf, se nota que no estoy nada en forma!
Al final llegamos al tren, que pasa a los pocos minutos. Como todavía quedan unas tres horas para que salga nuestro vuelo y volvemos a tener hambre (es lo que tiene madrugar), nos sentamos en el MasQMenos, pedimos unos bocadillos y unos refrescos y nos sentamos a pasar el tiempo.
Tengo ganas de hablar a solas con Piluca, pero me parece que hasta que no estemos a bordo (y eso si tengo suerte y nos sientan juntas) eso no va a suceder.
Me parto medio bocata de jamón ibérico y un pincho de tortilla con Pilu, mientras que Roberto se pide una cerveza y se come lo mismo que nosotras dos él solo. Lo observo de arriba abajo y la verdad es que no me extraña, tiene mucho cuerpo que llenar. ¡Es enorme! Hasta sentado se nota lo alto que es, por no hablar de su espalda ancha. No he podido evitar fijarme mientras esperaba en la cola detrás de él.
–Por cierto, Rober –dice Piluca diez minutos más tarde–, ¡no te he presentado a mi amiga! ¡Qué vergüenza! Perdona. –Se tapa la cara con las manos como si realmente estuviera avergonzada, pero yo sé que si de algo carece Pilu es de vergüenza.
–Soy Elisa –murmuro tendiéndole la mano a modo de saludo.
–Encantado –me responde cogiéndomela y acercándome a él para darme dos besos, que es justo lo que yo trataba de evitar. No sé por qué, pero desde que se ha girado y me ha pillado mirándole el culo en la cola, hay algo en él que me incomoda y me pone nerviosa. ¿Por qué será?
Antes de que pueda evitarlo sus labios ya se han posado en mi mejilla y siento el roce de su barba de dos días sobre mi piel. Un escalofrío me recorre el cuerpo, pero me digo que es porque estoy destemplada por el madrugón y, por si las moscas, me separo con rapidez de él y me concentro en dar un mordisco a mi bocadillo.
Al cabo de una hora, yo estoy ensimismada con mis guías de viaje mientras ellos hablan de trabajo, al fin y al cabo, son compañeros. Me paso el pelo por detrás de la oreja izquierda y noto que alguien me observa. Levanto la mirada con sutileza y me percato de que es ese par de increíbles ojos azules. Agacho la mirada y sigo con la lectura cuando lo escucho decir como quien no quiere la cosa:
–Tienes orejas de elfo.
Siento que me pongo colorada de nuevo. Desde los pies hasta la punta de mis pequeñas orejas puntiagudas con, sí, lo admito, forma élfica.
Pilu se echa a reír.
–Eli es una especie de Galadriel y se muere por ver hobbits, por eso vamos a Nueva Zelanda. ¿No te lo había dicho?
Para mi fortuna, ya va quedando menos para el embarque, así que dejamos la conversación para buscar la puerta de nuestro vuelo. Una vez encontrada, nos acercamos al mostrador en el que ya hay una agente de pasaje que nos confirma que el vuelo va muy bien de plazas y nos cambia nuestras tarjetas de embarque en lista de espera por otras con plaza confirmada.
Pilu y yo nos sentamos juntas y suspiro aliviada al ver que a Roberto le asignan un asiento unas cuantas filas más atrás.
Cuando al fin embarcamos, me relajo y me olvido de Roberto. Esto es real. Estoy en un avión con destino a Los Ángeles y luego continuaremos hacia Auckland. ¡Voy a ver Hobbiton!
Me giro hacia mi amiga y le doy un abrazo sincero.
–¡Gracias, Pilu! Esta va a ser la mejor despedida del mundo.
Ya nada puede empañar mi alegría, siento que voy a explotar de la emoción y me olvido de la discusión que tuve anoche con mi madre, de que sigo sin saber nada de Beltrán y de la presencia del ingeniero aeronáutico y aprovecho para descansar unas horas.
Tras un muy, muy largo vuelo, llegamos hasta Los Ángeles y allí, escoltadas de nuevo por Roberto para alegría de mi amiga e incomodidad mía, volvemos a facturar el equipaje, esta vez con Air New Zealand para el último salto que nos llevará a nuestro destino.
Solo unas horas nos separan del viaje de mi vida y de la mayor aventura que he vivido hasta el momento. Siento que no quepo en mí de felicidad y que nada puede salir mal.
Todo es sencillamente perfecto.
¿Sencillamente perfecto? ¿Cómo he podido pensar que este viaje era una buena idea? Me quiero morir.
Piluca y yo estamos sentadas en una mesa mientras uno de los inspectores del control de bioseguridad revisa todas y cada una de nuestras pertenencias. Hemos entregado nuestros formularios, pero tras pasar nuestras maletas por el control de rayos x, nos han hecho sacar las botas de montaña para comprobar que no contenían restos de ninguna planta. Las mías estaban a estrenar, ya que las compré en Decathlon el sábado por la tarde junto con una pila de forros polares de Quechua y algo de ropa de montaña, pues no tenía nada de este estilo. Sin embargo, las de Pilu, que sí que sale de excursión alguna que otra vez, tenían restos de tierra y hierba y no había indicado nada en el formulario.
Se han llevado su calzado a una sala y nos lo han devuelto impoluto, pero, desde ese momento, la amabilidad de los policías ya no ha sido la misma y se han vuelto muy inquisidores. Nos han llevado a un despacho donde nos han explicado que iban a proceder a vaciar nuestro equipaje y a revisarlo para comprobar que no llevábamos bienes no declarados o ilegales.
Estoy acojonada.
Sé que yo no llevo nada que pueda considerarse ilegal, pero Pilu me da pánico y no me fío un pelo.
–Joder, dime que no llevas nada raro ahí dentro –suplico asustada.
–Pues no sé… esta gente es de lo más extraña, ¡qué problema puede haber por un poco de tierra en unas botas! –me responde asombrada–. ¿Cómo iba a saberlo?
–Deberías –replico enfadada en un susurro para que no nos escuche el policía–. Tú organizaste el viaje. Yo solo he tenido día y medio para prepararme y ese tiempo ha sido más que suficiente para enterarme de que los neozelandeses son muy escrupulosos con todo lo relacionado a las plantas, animales o comida que entra en su país. Por no hablar de otro tipo de sustancias que no me atrevo siquiera a mencionar –siseo–. Joder, Pilu, ¿es que no has visto el capítulo de los Simpson de Bart contra Australia? Esto es lo mismo.
–Te prometo que no llevo nada.
–Más te vale.
–No llevo nada –repite, como queriéndose convencer a sí misma.
Levanto los ojos al cielo y, aunque no soy especialmente creyente, rezo, pidiendo que así sea.
EL PAÍS DE LA NUBE BLANCA
No puedo creer lo que acaba de pasar. No puedo creerlo.
Me llevo las manos a la cabeza.
Estoy sola.
SOLA.
Y acojonada.
¿Qué voy a hacer yo sola en Nueva Zelanda? Me siento como Dorothy cuando llega a Oz, totalmente abrumada y desorientada. Y aquí no hay munchkins. Y los neozelandeses tampoco parecen muy dispuestos a ayudarme.
Quiero volver a Kansas.
Pero ni mi casa está en Kansas ni tengo zapatitos de rubíes. Como mucho tengo un billete de regreso que, si quisiera podría usar, pero ¿es eso lo que quiero?
Las palabras de Pilu chillándome cuando se la han llevado los policías mientras que a mí me permitían la entrada en el país resuenan en mi cabeza. Que siguiera con el viaje, pero, ¿cómo voy a seguir sin ella? ¿Soy capaz de hacerlo sola? Se supone que íbamos a hacer el viaje juntas. Era mi despedida de soltera.
No sé qué hacer.
Sin mucha convicción, me acerco al mostrador para formalizar el alquiler de la caravana. Tampoco quiero decepcionarla. Sé que, pese a su irresponsabilidad, todo esto lo ha organizado por mí. Si ahora me acobardo y vuelvo a buscarla no me lo perdonará en la vida.
Y, probablemente, yo tampoco me lo perdone. He llegado hasta aquí y tengo que seguir adelante.
Así que, espero en la cola, cargada con mi bolso, mi maleta y mi maleta de mano mientras se forma un nudo en mi estómago.