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Una chica de asfalto Claudia es urbanita de libro y su trabajo como subdirectora de una sucursal bancaria le permite llevar esa vida, hasta que la trasladan a una aldea perdida en los bosques de Navarra. Arturo tiene un duro trabajo por delante en su esfuerzo por sanear las cuentas de la granja heredada de sus padres. Su caserío es grande y decide alquilar una parte a la nueva empleada del banco, pero Claudia es demasiado parecida a otra mujer de asfalto que le rompió el corazón… Un amor entre las dunas Sally ha encontrado serenidad y bienestar en la India, trabajando en una ONG. Ha dejado atrás su pasado como maestra en Boston… y también su sueño de ser madre. Con el corazón roto, la hermosa y decidida Sally ha salido adelante, y poco a poco vuelve a disfrutar de la vida. Tiene suerte de tener a su lado a alguien tan maravilloso como el doctor Ethan. Pero algo en su corazón le dice que aún no está preparada para una nueva relación. Y la razón tiene nombre propio: Thomas, el hombre que la enloquecía con sus caricias y promesas, el que le hizo vivir instantes de dicha perfecta y luego la sumió en el abismo de la desesperación. Porque desapareció justo cuando más lo necesitaba…
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Seitenzahl: 495
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 138 - enero 2021
© 2015 Carla Crespo
Una chica de asfalto
© 2015 Carla Crespo
Un amor entre las dunas
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2015 y 2016
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-1375-221-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Una chica de asfalto
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Epílogo
Un amor entre las dunas
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Epílogo
Agradecimientos
Si te ha gustado este libro…
Para mis chicas de asfalto,
porque, sin vosotras, nada de esto sería posible
Solo se ve bien con el corazón,
lo esencial es invisible a los ojos.
El Principito
Antoine de Saint-Exupéry
Claudia
Hoy es mi último día de sufrimiento.
Hace ya más de un año que empezó el calvario. Trabajo en el Banco del Turia, una entidad de las de toda la vida con sede en Valencia; la ciudad donde vivo y en la que nací. La crisis, la maldita crisis. ¿Quién hubiera dicho que el banco sería intervenido, que el FROB tendría que inyectarle dinero y que, más tarde, sería adjudicado a otro banco por el precio simbólico de un euro? Yo, desde luego, no.
Empecé a trabajar en el banco al terminar la carrera. Como casi todos los que entraron en mi época, entré en la entidad tras haber realizado allí las prácticas como cajera. A partir de ahí mi evolución fue como un tiro: en cuanto me hicieron fija me pasaron a mesa como comercial y al año me nombraron subdirectora. Hace doce meses, cuando ya me frotaba las manos con el cargo de directora, el Banco de España tuvo que rescatarnos. Mi gozo en un pozo.
Lo que hasta entonces había sido un camino de rosas se convirtió en un tortuoso camino empedrado hasta el día de hoy. Un camino que incluía algunas piedras –o pedruscos– como un ERE en el que casi la mitad de los compañeros habían sido despedidos o la absorción de nuestro pequeño y familiar banco por uno mayor. Esto resultó bastante duro. Nuevos compañeros, nuevos jefes, nuevas normas, nuevo programa informático… Vamos, casi nada.
Y para rematar la faena habían llegado los traslados.
Los temidos traslados. Traslados que bien podían ser a otras ciudades de España o a localidades más pequeñas. Eso era lo que me aterraba. Hacía un mes que nos lo habían comunicado y yo no había vuelto a dormir de un tirón. Y eso que soy una marmota. Pero ya no. Todas las noches me meto en la cama, los ojos se me abren como platos y el corazón se me pone a mil. Ni las infusiones relajantes me hacen efecto; nada. Porque si hay algo para lo que no estoy preparada, ni lo estaría en un millón de años, es para que me trasladen a una zona rural.
No, no y no. Yo soy una chica de asfalto. A mí lo que me gusta es la ciudad, el campo está bien para una excursión de un día. Bueno, en realidad ni eso, porque luego cuando estoy allí me molestan las moscas y se me hunden los tacones en la hierba. Yo prefiero ir de excursión a Zara y recorrerme la calle Colón en una tarde de shopping. Además, tengo el convencimiento de que en mis maratones de compras quemo las mismas calorías que en una jornada de senderismo. Puede que más. Por no hablar de la poca cobertura que suele haber en esas zonas y yo sin móvil y sin Internet no sé vivir.
O sea, que si me trasladan a un lugar de esas características, moriré.
Miro el teléfono y rezo para que no suene. Los de arriba llevan un mes informando a la gente. Hoy es el último día. Solo quedan dos horas para cerrar la oficina. Solo dos horas y podré respirar tranquila. Si no me llaman hoy es que me he librado. Que me quedo. Podré continuar con mi rutina.
Pero tengo miedo. No puedo negarlo. Una clienta se sienta en mi mesa y, aunque me habla, no la escucho. Parece ser que se le ha cobrado alguna comisión o algo así. Asiento comprensiva mientras me pregunto si debería descolgar el teléfono. Si la línea está ocupada no podrán contactar conmigo. ¡Es una idea brillante!
La señora frunce el ceño, se ha dado cuenta de que no le estoy haciendo ni caso. Sonrío con dulzura y le digo que no se preocupe, que le devolveré lo que le han cobrado. Ya que estamos, intento venderle un seguro, pero no cuela. Esta es una hormiguita, de las que ahorra y no gasta un duro. Menos en seguros que no necesita.
Al final no descuelgo el teléfono, hay otras cuatro líneas en la oficina. Si me quieren localizar lo harán. Al fin y al cabo, los de Recursos Humanos también tienen mi móvil.
Suspiro y miro el reloj. Los minutos parecen horas. Dios, qué larga se me está haciendo la mañana. Y, encima, el abuelito que se me ha sentado ahora en la mesa quiere cancelar un plazo fijo. Buf, lo que me faltaba. Pongo los ojos en blanco y me centro en lo que me dice.
Una hora más tarde empiezo a estar más tranquila. Miro a Susi, la chica que está en caja. A la pobre la avisaron hace dos semanas de que la trasladaban a Barcelona. Se lo ha tomado con filosofía y hasta está contenta. Claro, de todos los destinos posibles le ha tocado una gran ciudad. A ver así quién se queja. Con suerte, puede que de toda la oficina solo la muevan a ella. Ya sería desgracia que se esperaran al último momento para decírmelo.
Casi, casi me estoy frotando las manos por haberme librado cuando suena un teléfono. Me giro para mirar el que hay sobre mi mesa. No, no es ese. El de Susi tampoco es el que suena. Los teléfonos de Pedro y Vicente, los dos comerciales de la oficina, también permanecen en silencio. ¡Dios, es el de Leo, mi director!
No puedo creerlo, ¿van a trasladarlo? Giro con disimulo la cabeza hacia su despacho y le observo a través de la mampara de cristal que le separa de nosotros. No sabría leer su expresión. Frunce el ceño y no parece contento, pero tampoco lo veo afectado en exceso. Igual es una llamada particular y nada tiene que ver con el banco.
Entonces sucede.
En el mismo instante en el que lo veo colgar el teléfono, suena el mío. Me ha pasado la llamada. No puede ser verdad. Respiro hondo y, muy digna, descuelgo el teléfono.
–Banco del Turia, ¿dígame? –respondo haciéndome la loca, como si no supiera que la llamada me la ha pasado el director.
–Hola, Claudia. –La aterciopelada voz de Santi resuena al otro lado.
Ahora no sé qué pensar. Me están llamando de Recursos Humanos porque Santi es el responsable de Relaciones Laborales, pero junto con este cargo también ostenta el de «follamigo». ¿Y si solo me está llamando para quedar esta noche y ha aprovechado para comentar algún asunto laboral con Leo?
Me aferro a esa idea con fuerza.
–Hola, Santi, ¿qué tal?
–Esto… Bien –tartamudea.
Mierda, esos nervios no me gustan. Si algo caracteriza a Santi es que no le tiembla la voz cuando quiere algo de una mujer. Si quisiera pedirme una cita estaría mucho más seguro de sí mismo.
Permanezco en silencio y rezo todo lo que sé.
«Por favor, Señor, que no me trasladen, que no me trasladen», suplico en silencio mientras me invade la angustia. Creo que voy a vomitar.
–No voy a andarme con rodeos, Claudia. Ya sabes por qué te estoy llamando, ¿verdad?
No digo ni una palabra. No seré yo quien lo diga. Ni de coña.
–Siento ser yo quien tenga que decírtelo. –Al menos parece sincero.
«Venga, suéltalo ya».
–Te trasladan.
Ya está, ya lo ha dicho. Las palabras se quedan ahí, flotando en el aire. Las lágrimas amenazan con asomar a mis ojos pero las contengo. Las contengo porque acabo de percatarme de que todas las miradas están puestas en mí. Todos y cada uno de mis compañeros han dejado lo que fuera que estuviesen haciendo y me miran. Me miran porque saben de qué va esta llamada.
Cojo aire antes de hacer la pregunta que me corroe por dentro.
–¿Adónde? –Mi voz es apenas un susurro.
Silencio.
–¿Santi?
Más silencio.
–Santi… –murmuro impaciente mientras me muerdo el labio–. ¿Adónde me trasladan?
–A Navarra –carraspea–, a un pueblecito en un valle de Navarra.
Temblorosa, me paso la mano por mi larga melena castaño oscuro. Empiezo a ponerme nerviosa de verdad.
El asunto de la peluquería no es más que uno de los muchos –muchísimos– cambios a los que me voy a enfrentar.
–Tienes que pasarte el lunes por la central a firmar el papeleo. Vente a las diez.
Joder, ¿puede ser más directo? Trago saliva y trato de asimilar todo lo que me está diciendo. Hago un esfuerzo por preguntarle la segunda cosa que más me preocupa después del dónde. El cuándo.
–Dentro de quince días.
Ahogo un gritito y en ese momento soy consciente de que todos saben lo que pasa. A excepción de Susi, a la que le comunicaron el traslado hace una semana, todos respiran aliviados porque saben que se van a librar. Se quedan en Valencia. Y, aunque todos sientan cierta pena, en el fondo están que no caben en sí de alegría.
El gordo me ha tocado a mí.
Arturo
–¡Joder! –Dejo caer las facturas sobre la mesa y me desplomo de golpe sobre la silla. Las cuentas no salen ni a tiros. Está visto que la ganadería ya no es lo que era. Ni con las subvenciones que recibo de la Unión Europa me salen las cuentas… Entre la competencia de precios, lo que cuestan los piensos… Pues que no me cuadran los números.
Me levanto y me acerco a la ventana. Frente a mí se extiende un verde prado en el que campan a sus anchas varias de mis reses, una regata que lo cruza y un bosque de hayedos que se extiende a lo lejos. De pronto, vislumbro varias manchas negras esparcidas sobre la hierba. ¿Qué cojones es eso? Agudizo la mirada y me doy cuenta de que no se trata de manchas, sino de agujeros.
–¡Mierda, mierda! –grito para mí al tiempo que me dirijo a grandes zancadas hasta el trastero para sacar la escopeta–. Los malditos topos están destrozando el prado. Ya me tienen harto.
Me pongo el Barbour antes de salir, fuera hace un frío de mil demonios y voy en mangas de camisa. Abro la puerta, compruebo que el arma está cargada y me preparo para disparar.
«Se van a enterar estos bichos».
Unos cuantos topos muertos más tarde me meto en la ducha y suspiro al sentir el agua caliente sobre mi piel. Ha sido un día duro. Las cuentas no me cuadran y estoy agotado de tratar de encontrar una salida. Lo que menos me apetece ahora es cocinar, así que, pese a que tengo entumecido cada músculo de mi cuerpo por la larga jornada, me visto de nuevo y me dirijo a cenar a la posada del pueblo. Un buen chuletón y un vaso de sidra me reviven seguro.
Elena, la dueña de la posada, me acomoda en una mesa junto a otros habitantes de mi pequeño pueblo. Apenas si somos cincuenta personas en invierno y, además, la mayoría de mis vecinos son de mediana edad. Vamos, que este lugar no destaca por su vida social. Aun así, me gusta. Nací y me crie aquí, así que siento que, en el fondo, este es mi sitio. Viví un tiempo en la capital, pero llegué a la conclusión de que no era para mí.
Mi pueblo se encuentra en el valle de Basaburúa, está rodeado de bosques de robles y hayas, y se compone de cuatro calles en las que los entretenimientos que tenemos se limitan a la casa de la cultura, el frontón y la posada en la que me encuentro ahora mismo. Lo que pasa es que, aunque la pelota vasca me gusta, a mí me van más otro tipo de aficiones. Como buen hombretón del norte que soy, me gusta la escalada y, como la costa del País Vasco está muy cerca, también soy aficionado al surf.
Engullo en un santiamén y en silencio el plato que tengo frente a mí, hoy tengo demasiadas cosas en la cabeza como para ponerme de cháchara con nadie. Solo pienso en llenar el estómago y volver a casa para dormir como un tronco. Lo necesito. Ayer de madrugada nació un ternerito y apenas he descansado en todo el día. Estoy reventado.
–¡Elena! –El que habla es Juan Ignacio, el director de la oficina bancaria del pueblo y que está sentado en una mesa contigua a la mía–. ¿Tú no sabrás por casualidad de alguien que alquile un piso o una habitación en el pueblo?
La posadera se acerca a él y entorna los ojos.
–¿Te ha vuelto a echar de casa Miren? –pregunta suspicaz.
Indignado, el director levanta la cabeza y se yergue orgulloso.
–Pero qué bobadas dices… Miren no me ha echado de casa en la vida.
Elena se gira hacia mí y me guiña un ojo. Yo no puedo evitar soltar una carcajada. De todos es sabido en el pueblo que a Juan Ignacio le gusta irse de picos pardos sin su mujer y hemos perdido la cuenta de las veces que le ha hecho dormir a la intemperie a pesar de los años que ya calza en sus botas el director. La última vez lo encontré durmiendo entre mis vacas.
–Juan Ignacio, ¿quieres que te acoja en casa esta noche?
Prefiero invitarlo a dormir antes que encontrármelo entre mis pobres animalitos. Se ponen nerviosas. Por lo visto tienen tan mala opinión de él como su mujer. No es un mal tipo, pero como su mujer lo lleva más tieso que un palo, a la que puede desaparece y se va de sidrerías. Es un elemento. Con lo serio que parece en la oficina y ¡luego es un juerguista!
Me mira irritado.
–Desde luego… ¡Menudo concepto tenéis de mí! –gruñe–. Pero dejémoslo, no tengo tiempo para discutir con vosotros. Lo pregunto porque dentro de quince días trasladan a una chica nueva a la oficina. Es de Valencia y no tiene donde alojarse. Tengo que buscarle un sitio, al menos para los primeros días.
–Pues la casa rural está a tope. No creo que tengan ni un cuarto libre –comenta Elena.
–Ya lo sé –replica Juan Ignacio–. He llamado esta mañana, a esa y a todas las de los alrededores. Llenas. Todas y cada una de ellas.
–Es que estamos en época de sidrerías –apunto–, aunque eso ya debes saberlo, Juancho… –No puedo evitar soltarle esta pullita. Cabrearlo es demasiado fácil.
La mitad de los comensales de la sala empiezan a reír al escuchar el comentario.
–Muy bien, graciosillo, veo que no tienes ganas de ayudar. Ya me las arreglaré yo solo para encontrarle un piso, una casa o lo que sea.
Es en ese instante cuando me doy cuenta de que Juan Ignacio tiene la respuesta a mis problemas económicos. El caserío en el que vivo –y que heredé de mis padres– está dividido en dos casas. Ellos lo reformaron en su día con la esperanza de que así yo me quedase a vivir allí. Por desgracia, hace ya unos años que no siguen entre nosotros y una casa lleva vacía desde entonces. Alquilarla supondría un gran alivio para mis problemas económicos.
–Juancho, deja de preocuparte. Creo que acabo de dar con la solución.
El hombre enarca una ceja y me mira sorprendido antes de preguntar:
–¿Y se puede saber cuál es?
–Puede quedarse en el caserío, no me vendría mal alquilar el piso de arriba.
–¿Contigo? –Elena no puede evitar sorprenderse ante mi afirmación. Me conoce bien y sabe que me gusta estar solo, lo cual es cierto. Lo que menos me apetece es meter a una extraña en casa. Menos todavía a una que trabaja en un banco. Los detesto. Pero las cuentas no salen y ese ingreso extra me vendrá de perlas, así que no queda otra que sacrificarse.
Asiento decidido.
–¡Pues no se hable más!
Juan Ignacio nos invita a una rondita de txacolí para celebrar la noticia. Un quebradero de cabeza menos para él y otro más para mí.
Lo cierto es que aunque sé que ese dinero me va a librar de vérmelas con los bancos ahora me va a tocar tener a la banca en casa. Espero que no sea peor el remedio que la enfermedad, porque la banca siempre gana.
Claudia
¡Dios! Hay que ver qué rápido pasan quince días… Casi no he tenido ni tiempo de asimilar la noticia. Aquí estoy, metida en el coche camino de Navarra. Me esperan cinco largas horas de conducción por delante hasta llegar.
Conforme avanzo, veo como los grados van bajando en el termómetro de mi Golf. No sé si voy a sobrevivir al frío… He visto en las noticias que en los próximos días nevaría y, sí, lo cierto es que la nieve queda muy bonita en las fotos y en las películas, pero en la realidad no nos llevamos nada bien. A mí lo que me van son las temperaturas cálidas; a poder ser de más de treinta grados. Lo sé, más que cálidas son asfixiantes, pero ¿qué se puede esperar de una valenciana como yo?
Las dos últimas semanas han sido una absoluta locura. Gracias a Dios que mi nuevo director se ha ocupado de buscarme alojamiento en el pueblo en el que voy a trabajar, porque yo he ido de cabeza.
Le he alquilado el loft en el que vivo a mi hermana. Así no he tenido que vaciar mis trastos, me saco un dinerillo extra y ella ha podido independizarse al fin (porque, como buena hermana que soy, el precio es, en realidad, simbólico). Creo que es la que más se ha alegrado con lo de mi traslado.
En fin, al menos ha sido bueno para alguien.
Estos días me los he cogido libres para poder tener tiempo de organizarlo todo y lo cierto es que he aprovechado hasta el último minuto. He ido de tiendas con las amigas, he comido con mis padres y mi hermana y hasta he salido a cenar con Santi. Bueno, a cenar y a lo que sigue…
Santi y yo nos conocimos hace ya unos cuantos años, cuando todavía estudiábamos en la universidad, a través de un amigo común. Santi iba un par de cursos por delante, pero, como tenía asignaturas pendientes, coincidíamos en algunas clases. Nos caímos bien al instante y durante un par de años salimos juntos, pero cuando llegó el momento de formalizar la relación ambos nos echamos atrás, no estábamos preparados.
Él no se sentía capaz de comprometerse y yo… Bueno, aunque Santi siempre me ha parecido muy atractivo, sabía que en el fondo no era para mí. Siempre he sentido que era demasiado mujeriego. Vamos, que no era hombre de una sola mujer. Lo curioso es que seguíamos llevándonos bien, mantuvimos la amistad a lo largo de los últimos años de carrera y cuando envíe el currículum para hacer prácticas en el Banco del Turia, como ya trabajaba allí, movió algunos hilos en el departamento de Recursos Humanos para que me hicieran una entrevista. Entré en la entidad por méritos propios, pero el empujoncito que me dio no me vino nada mal.
Al reencontrarnos en el banco, retomamos en cierto modo nuestra relación, pero sabiendo siempre que no era nada serio.
Por desgracia, aunque sé que lo hubiera hecho de haber podido, no ha conseguido hacer nada para evitarme el traslado. Él ahí ni pincha ni corta. Esto venía de más arriba y me ha tocado comérmelo con patatas. Era eso o el paro y, oye, que aunque una tenga una carrera, un máster y hable dos idiomas, la cosa no está fácil. No, no, ahora no encuentras trabajo ni a la de tres. Así que aquí estoy, más concentrada en ver cómo siguen bajando los grados en el termómetro que en la carretera.
Suspiro y fijo la mirada en el asfalto que se extiende ante mí. Me temo que este va a ser el último que voy a ver en mucho tiempo.
Debo estar cerca ya. Acabo de coger la salida de Latasa-Urritza 117 y lo que tengo antes mis ojos es una pequeña carreterita rodeada de prados, bosques de hayedos y algún pequeño pueblito o algún caserío suelto. Nada de fincas de pisos ni nada que recuerde a una ciudad. Campo puro y duro.
Y eso no es lo peor, no. El termómetro está ya en el grado. Espero no verlo bajo cero porque moriré. Soy una friolera de cuidado. ¡Dios, espero que haya calefacción en la casa!
La casa… Ahora tengo que encontrarla. Según la dirección que me dio el que va a ser mi casero, se encuentra entre el pueblo en el que voy a trabajar y el pueblo de Arrarats. Por lo que me indica el TomTom, no debe quedar mucho. Menos mal, estoy agotada de tanta conducción.
Unos cuantos minutos más tarde me encuentro frente a un enorme caserío. Lo cierto es que es precioso y está muy bien conservado: con sus paredes de piedra gris, su portón de madera, sus ventanas adornadas con flores… Y además resulta la mar de original porque veo que la planta superior está conectada con la ladera que tiene a su derecha por un pequeño puente. Frente a la casa hay una enorme nave que parece estar dedicada a la ganadería. Todo el conjunto está enmarcado, cómo no, por los verdes prados, los hayedos y un pequeño riachuelo.
Sí, es de lo más bucólico. No puedo negar que la estampa es bonita. De postal. Aunque yo no viviría aquí ni muerta. Un fin de semana de casa rural, puede. Pero aun así me parece demasiado tiempo para estar fuera de la civilización. Para mi desgracia, no sé cuánto tiempo voy a tener que permanecer aquí. ¡Ay, cómo voy a echar de menos mi loft de obra nueva y las tiendas del centro!
Aparco el coche en una pequeña explanada de asfalto que hay junto a la granja, saco mis trastos del maletero y me pongo el anorak. ¡Joder, sí que hace frío! Menos mal que he sido precavida y me he traído ropa de mucho abrigo, porque el tiempo no se parece en nada al de Valencia. Que sí, que sí…, que aquí el frío es seco y no es como en la costa, que por culpa de la humedad aunque te abrigues mucho sigues sin entrar en calor, pero es que en la costa no recuerdo yo haber visto los termómetros marcar esta temperatura. Ni en pleno invierno como estamos ahora.
En fin, lo mejor será darse prisa. Cuanto antes entre en casa antes dejaré de helarme.
Llamo al timbre y espero a que me abran mientras rezo para que, al menos, el casero sea agradable y no sea de esos que se mete en tu vida y se queja de cualquier cosa que haces en el piso.
Escucho una voz que gruñe y, de pronto, la puerta se abre dejándome boquiabierta por lo que tengo frente a mí.
¡Mi casero está buenísimo!
Sí, la camisa a cuadros que lleva y los vaqueros viejos le dan un toque rural, pero hay que reconocer que está de muy buen ver. Tiene una espesa mata de pelo rubio oscuro y unos ojos azules que me observan sorprendidos.
–Ho… Hola –tartamudeo. ¿Se puede saber por qué me pongo nerviosa? Si no debe ser más que un ganadero–. Soy Claudia –murmuro al tiempo que le tiendo la mano sin poder apartar la mirada de sus ojos.
Lleva una barba de dos días y, aunque odio a los tíos que no se afeitan a diario, no se puede negar que le favorece. Por no hablar de la sonrisa Profidén que completa el conjunto.
¿En serio que este es mi casero? He muerto y estoy en el cielo.
Arturo
Me retuerzo nervioso y recorro el caserío de arriba abajo una y otra vez. ¿Por qué me tuve que meter en la conversación de Juan Ignacio y mucho menos ofrecer una de mis casas para alojar a la nueva subdirectora de la oficina del pueblo? Si a mí lo que me gusta es vivir solo…
Que vale, que no va a vivir dentro de mi casa, pero vamos a estar puerta con puerta.
El caserío de mis padres es tan grande que, en su día, lo convirtieron en dos casas para que yo pudiera tener mi independencia, pero a la vez vivir con ellos. Es una casona inmensa de tres pisos: la planta baja, donde antiguamente estaban las cochiqueras y el establo, y la primera, se transformaron en una única vivienda. Ahí fue donde yo me crie y crecí.
La segunda planta, algo más pequeña que las otras dos, fue la que mis padres adecentaron para mí. Tiene dos entradas, una por un pequeño puente en el lateral que da a uno de los prados y la otra por el interior, desde las escaleras de la antigua casa de mis padres.
Lo cierto es que nunca he llegado a vivir en ella. Regresé a Navarra cuando ellos fallecieron y preferí instalarme en la que siempre he considerado mi hogar. Hasta hoy, la vivienda de la segunda planta ha permanecido vacía. Y pensé que siempre seguiría así, pero los créditos de la granja me están ahogando.
Sí, por eso me metí en la conversación de Juancho. Porque vi la salida a todos mis males. Pero ahora, mientras espero impaciente a que llegue la nueva habitante de mi morada, no sé si el pago en metálico va a compensar las molestias de tener una inquilina.
¡Una inquilina!
Porque, claro, para más inri, no podía venir de subdirector un tío… No. Una mujercita de ciudad, que seguro que será una pija de cuidado que odia el campo y cualquier cosa que no sea fundir su Visa en las tiendas de la ciudad.
Doy un mamporrazo sobre la mesa de madera maciza del comedor y me maldigo a mí mismo por haberme metido en este berenjenal. Ahora ya no hay marcha atrás. Miro la hora y compruebo que la chica debe estar al caer. Quién cojones me mandaría a mí abrir la bocaza…
Al cabo de un rato llaman al timbre y, como no queda otra, abro la puerta para encontrarme con que… ¡Joder! ¿Esta es mi inquilina?
Vale, es una pija, tal y como yo esperaba. No hay más que verle el bolso de marca, las botas de tacón y la ropa que lleva en general. Es una presumida con todas las de la ley, pero ¡ahí va la hostia! ¡Menudo pibón!
No puedo evitar mirarla de arriba abajo. Tiene el pelo castaño oscuro y la frente oculta por un flequillo que enmarca su angelical rostro. Sus rasgos son dulces, como los de una niña, pero su boca… ¡Ay, su boca!
Fijo la mirada en sus labios, carnosos y que lleva pintados de un provocativo rojo. Vale, me estoy pasando. Le estoy dando un repaso de los buenos, pero es que hacía mucho que no veía a una tía como esta. Vamos, desde que volví al pueblo.
Me obligo a reaccionar y acepto la mano que ella me ofrece. Correspondo a su gesto. Menos mal que no me ha dado dos besos como es habitual, solo de pensar en sentir su cuerpo tan cerca del mío me han empezado a entrar sudores. Me asombra lo suave que tiene la piel, pero, claro, me juego el cuello a que es de las que se gasta un dineral en potingues. No hay más que ver lo maquillada que va. ¿Adónde coño pensaba que venía?
–Encantado. Soy Arturo. Pasa, te enseñaré la casa –le digo mientras le miro disimuladamente las tetas.
Ahora me reafirmo, ¡qué buena está! Bah, pero ¿qué chorradas estoy pensando? Vale que está maciza, ¿y qué? Seguro que no es más que una señoritinga estirada. Desde luego, tiene toda la pinta. Bueno, lo mejor será que la ayude con esa barbaridad de maletas que ha traído. Está visto que lo de las mujeres y la ropa no tiene límite… Esta ha debido arrasar algún centro comercial para poder llenar el equipaje.
Mientras cargo las pesadas maletas y las meto en el interior de la casa refunfuño por lo bajo. Joder, es que todas son iguales. «Sí, pero qué buena está», pienso una vez más incapaz de apartar la mirada de cierta zona y, cuando se da la vuelta, dirigiéndola a otra igual de apetecible.
¡Qué culo!
¡Mierda! Menuda pillada me ha metido mirándole el culo. Pero, joder, ¡es que tiene un culazo! Por no hablar del resto… «Me está sonriendo, ¿está ligando conmigo?» No me da tiempo a averiguarlo porque su expresión ha cambiado a la velocidad de la luz y su semblante es ahora serio. Espero que no quiera nada, porque por muy guapa que sea eso es del todo imposible. ¿Yo con una pija de ciudad? Ni soñarlo. Con una ya tuve bastante.
Antes soltero de por vida que con un espécimen de su clase. He dicho.
Claudia
No puedo evitar admirar el interior de la casona. Pese a que todos los muebles de la casa son de un estilo absolutamente opuesto al mío, no puedo negar que el conjunto tiene cierto encanto. Mullidos sofás, cálidas y coloridas alfombras y muebles de madera que parecen de otro siglo. O que igual lo son. Todo muy hogareño y con un toque rústico. A mi mente vienen mis muebles blancos y modernos, de líneas rectas y detalles metálicos. Aquí todo parece abarrotado… Cuadros, fotografías y láminas llenan las paredes de piedra. Uf, me estoy agobiando con tanto trasto.
Me giro disimuladamente hacia el dueño de la propiedad pensando que, aunque no es un dechado de modernidad no parece que este sea tampoco su estilo. Pero qué digo, este tío es un ganadero…, probablemente no tiene ni estilo, a buen seguro esto lo ha decorado su madre, ¡o su abuela!
De repente, al girarme me doy cuenta de algo que me hace sentir incómoda. ¡Me está mirando el culo!
Se percata al instante porque aparta la mirada, disimula y se centra en colocar las maletas junto a la puerta. Se mete la mano en el bolsillo y saca unas llaves que me tiende con la cabeza agachada.
–Ten, estas son tus llaves.
Las cojo sin apenas tocarlo. ¡Pero bueno, qué se ha creído este tío! Estoy un poco indignada de pensar que me ha estado comiendo con los ojos…, aunque por otro lado…, casi me siento halagada. Hacía tiempo que nadie me miraba así. Claro que, pensándolo bien, no creo que haya muchas chicas de mi edad en este pueblo. Seguro que la más joven está ya rozando los cincuenta, así que es comprensible que al verme se hayan desatado sus más bajos instintos.
Porque oye, yo no estoy nada mal.
De repente, no sé qué cable se me cruza y le sonrío coqueta. No puedo evitarlo. Ya no me acordaba de lo que era ligar. Vale, no creo que yo haya ligado mucho más que este tipo en los últimos tiempos. Santi es mi único desahogo y lo cierto es que con él no hay mucha emoción porque los dos sabemos muy bien lo que hay.
Veo que me observa sorprendido por mi reacción y un poco descolocado. Igual me he pasado. Creo que lo he violentado. Pero oye, que el que me estaba mirando el culo con un descaro que para qué era él. Yo solo le he sonreído y le he puesto ojitos.
Tampoco es para tanto, ¿no?
Me paso la mano por el pelo y cambio de golpe la expresión, tratando de ponerme seria porque en el fondo la situación me parece de lo más divertida… Lo que pasa es que en realidad, si lo pienso bien, no lo es tanto porque este tipo es mi casero y voy a verlo todos los días. ¡Menuda vergüenza voy a pasar! ¡Solo faltaría que creyese que quiero algo con él! Ni loca.
Yo, ¿con un ganadero? Eso es algo que nunca se me pasaría por la cabeza.
Ni loca.
Es mi primera noche en el caserío y me siento como un león enjaulado. Recluida. Enclaustrada. No es que no tenga ningún sitio al que ir –hay kilómetros y kilómetros de prados y bosques por los que podría caminar–, pero para mí eso es igual a la nada. Vamos, que esta casa es el único sitio en el que me siento más o menos a gusto.
Pese a no ser de mi estilo está lo suficientemente equipada como para que esté cómoda y ¡a Dios gracias! el dueño no está tan anticuado y tiene Internet. Wifi, para ser más exactos. Pensándolo bien, yo contacté con él por email, así que no debería sorprenderme tanto.
Lo que sí me sorprende es lo guapo que es. No puedo evitar que algo se remueva en mi interior cuando recreo mentalmente sus rasgos y lo recuerdo observándome con esa expresión en sus ojos… Esos ojos azules…
Uf, mejor no pienso en eso o no podré quedarme dormida, y mañana es mi primer día en la nueva oficina.
Decido que una ducha calentita me ayudará a conciliar el sueño. Entro en el baño y dejo correr el grifo del agua caliente mientras me desnudo. Me entra un escalofrío. La calefacción está puesta, pero aun así tengo frío. No debe estar puesta a más de veintiún grados, como recomienda el gobierno, pero para mí, una casa no está caldeada si no puedo ir en mangas de camisa. Salgo del baño y subo el termostato a la temperatura que considero adecuada, o sea, mucho más elevada. Luego, regreso al interior, me meto en la ducha, dejo que las ardientes gotas desentumezcan mis músculos, me relajo y me olvido de todo.
Veinte minutos más tarde escucho que alguien aporrea la puerta y da voces sin cesar. ¿Qué demonios pasa?
Salgo corriendo de la ducha, me enrollo una toalla y, descalza y con el cabello chorreando, me dirijo a la entrada.
Arturo
Estoy empezando a mosquearme. Llevo ya cinco minutos llamando a la puerta y dando gritos y nada. Que esta mujer ni se inmuta. Y encima sigo escuchando el sonido del agua. ¿Se cree que la regalan? Lleva más de quince minutos ahí dentro. ¡Cuando abra me va a oír! Vamos que si me va a oír…
De súbito, se abre la puerta y me quedo en blanco ante la imagen que tengo ante mí.
–¿Sucede algo? –pregunta con expresión de angustia, como temiendo que pasara algo grave.
¡Vaya! Casi no puedo ni creer cómo he conseguido fijarme en su expresión, porque mis ojos no pueden dejar de mirar cada parte de su cuerpo. Por no mencionar el hecho de que por un momento no logro recordar para qué he subido a su casa.
Solo puedo pensar en esas largas piernas que tengo ante mí, en los atributos que asoman bajo la minúscula toalla y en ese cabello negro y mojado que gotea lentamente sobre el suelo.
¡El suelo!
Alrededor de sus descalzos pies hay un charco que aumenta con cada gota que le cae del pelo.
–¡Eh! ¿Es que no se te ha ocurrido secarte primero? ¡Vas a estropear el suelo de madera! ¡¡Es madera de roble!!
Me mira con ojos rabiosos y, para ser sinceros, no entiendo el porqué. Yo no he hecho nada. Es ella la que se va a cargar mi preciosa tarima.
–¿Secarme? Quizás se me hubiera ocurrido vestirme –exclama irónica– si no hubiera habido un zumbado aporreando la puerta y gritando sin parar. ¡Creía que había pasado una desgracia! He salido de la ducha corriendo.
La observo con la boca abierta y no soy capaz de responderle. Me cuesta pensar cuando el miembro que rige mi cuerpo ahora no es mi cerebro. ¡Joder! Si se hubiera dignado a aparecer con algo de ropa podría decirle lo que he venido a decirle. Así es misión imposible. ¡Que soy un tío!
Fijo la mirada en sus ojos y trato de prestar atención a lo que me dice.
–¡Podría haber resbalado y haberme desnucado! –continúa–. Y a ti lo único que te preocupa es tu suelo de madera… No, y luego encima pensarás que la pija soy yo –murmura más para sí que para mí.
¿De qué va? Apenas lleva unas horas bajo el mismo techo que yo y ya me está trastocando la vida, ni en broma pienso dejar que me haga sentir mal. Yo no soy ningún señorito; por eso mismo hay que cuidar las cosas. Seguro que ella no le da importancia a estropear nada porque todo lo repone con rapidez gracias a la Visa… o a la Mastercard.
En fin, Arturo, céntrate.
–Pues lo que pasa… –seguro que lo que voy a decir a continuación va a cabrearla todavía más–, es que…
Me detengo a mitad de la frase al sentir un calor asfixiante. La casa parece una sauna. Solo le falta el vapor para serlo, ¿a cuántos grados estamos aquí dentro?
–¿Has tocado la calefacción? –pregunto olvidando de nuevo el motivo de mi visita.
Me mira altiva y replica:
–Si te refieres a que si he subido la temperatura, sí, lo he hecho. Aquí hacía un frío de muerte e iba a meterme en la ducha. ¿Supone eso algún problema también?
–¿Que si supone algún problema? ¡Pues claro! Soy yo el que paga la calefacción, ¡por no hablar del agua! Lo llevas incluido en el alquiler, así que no pienses ni por un momento que voy a permitir semejante despilfarro.
–Mira, esta es ahora mi casa. Como tú has dicho, te pago un alquiler por ella y en el contrato no pone nada de no poner la calefacción ni de estar más de cinco minutos en la ducha. ¡No haber incluido los gastos de luz, agua y gas en el precio! Es tu problema.
–¡Claro que no pone nada! –bramo furioso–. No creí que fuera necesario, cualquier persona con dos dedos de frente actuaría como yo digo. ¿O es que quieres cargarte el medio ambiente? Lo lógico es ahorrar agua, energía… ¿En qué pensabas?
Noto en su cara que piensa que tengo algo de razón, pero también que no está dispuesta a ceder. Es de las que no dan su brazo a torcer. Puede que no sea para tanto, pero me ha puesto de una mala hostia…
–¿Has subido a mi casa hecho una furia porque estaba malgastando agua?
La miro cabreado cuando enfatiza el pronombre posesivo.
–Sí. He subido a mi casa, la que yo te he alquilado, porque estás derrochando el agua y no voy a permitirlo. Así de simple.
–No pienso dejar que me digas cuánta agua he de gastar o a qué temperatura he de poner la calefacción. ¡Si esto parecía un congelador!
No le contesto y, al cabo de un par de minutos, ella parece razonar.
Me mira con una carita angelical que, estoy seguro, utiliza para convencer a los clientes de que hagan un plazo fijo o un seguro, y dice con dulzura:
–No te preocupes, pásame a final de mes las facturas. Yo cubriré lo que se exceda y, si eso es todo –murmura mientras me toma del brazo y me acompaña a la puerta–, te ruego me disculpes, pero he de ir a secarme. ¡No querrás que estropee el suelo!
Me cierra la puerta en las narices y me quedo parado, al otro lado, con una sensación de derrota en el cuerpo.
Chica de asfalto 1 – Hombretón del norte 0.
Menuda nochecita he pasado. No he pegado ojo y todo por culpa de mi nueva «vecina». Bajé a casa con los nervios a flor de piel después de la discusión y… por esto… otras cosas. Lo irónico de la situación es que después de haber subido a echarle la bronca por pasarse con la ducha, yo mismo tuve que pasarme casi quince minutos bajo el agua para recuperarme. Eso sí, bajo el chorro de agua helada. No podía quitarme de la cabeza sus largas piernas, con esos muslos firmes y torneados. ¿Por qué las tías buenas tienen que ser siempre las más insoportables?
En fin, por si eso no bastara ¡ha vuelto a ducharse esta mañana! Pero bueno, ¿es que no le valía con la ducha de anoche? ¿Cuántas veces necesita hacerlo? Por no hablar de los taconeos que me han martilleado la cabeza mientras desayunaba.
Me parece que esta chica no sabe adónde ha venido.
Claudia
Estoy nerviosa y no sé por qué. Soy una subdirectora. Tengo años de experiencia. Entonces, ¿por qué me siento como si fuera a empezar el curso en un cole nuevo? Supongo que es normal. En el fondo, así es: oficina nueva, compañeros nuevos y clientes nuevos.
Yo puedo con todo. Seguro que no será tan malo como imagino.
Media hora después ya no soy tan optimista. Mi coche casi muere del esfuerzo que ha tenido que hacer para subir la cuesta y llegar al pueblecito en el que está la oficina y, cuando por fin he conseguido aparcarlo en una zona que me parecía poco empinada, me ha tocado subir lo que quedaba de cuesta con mis tacones. Entre adoquines. Aquí me hubiera venido bien un poquito de asfalto para no torcerme el pie a cada paso que doy. He tenido suerte de no hacerme un esguince.
Espero frente a la puerta del que será, al menos de momento, mi nuevo lugar de trabajo. Miro el reloj, son las ocho menos cinco y no ha aparecido nadie. ¡Qué impuntualidad! Luego se nos va a echar el tiempo encima para prepararlo todo cuando vengan los clientes. Y encima el frío que hace en la calle… ¡Si lo llego a saber me quedo en el coche! Menos mal que no nieva.
A las ocho y cinco no puedo creer que todavía no haya venido nadie por aquí. Pero bueno, ¿es que todos mis compañeros son impuntuales? Me revuelvo nerviosa y trato de cotillear la oficina a través del cristal, pero el interior está muy oscuro y por mucho que miro no veo nada. Eso sí, me parece algo pequeña. No sé de cuántos empleados es esta oficina, pero desde luego no da la sensación ni de que quepamos tres. Estoy con la cara pegada al cristal, en un último intento de ver algo, cuando alguien me da unos toquecitos en el hombro.
Me giro para encontrarme a un señor de pelo blanco y aspecto bonachón que me sonríe.
–Buenos días –exclama mientras trata de ocultar un bostezo–. Disculpa el retraso.
Se acerca a abrir la puerta y lo sigo al interior del banco mientras él desactiva la alarma. Me quedo con la boca abierta cuando enciende la luz y por fin veo lo que la oscuridad había estado ocultando. ¡Dios! Es la oficina de banco más diminuta que he visto en mi vida. Nada más entrar hay un cajero automático junto a la entrada y luego está la zona de caja. No hay más. Veo dos puertas a la derecha y deduzco que una debe ser la del despacho del director y la otra la del archivo, baño, etc.
Vale. Y, ¿dónde está mi mesa?
Lo miro confundida sin atreverme a preguntar. El buen hombre debe adivinar lo que pasa por mi mente porque pone cara de circunstancias y carraspea suavemente. Se planta a mi lado y se lo piensa un poco antes de abrir la boca para decir:
–Esto es todo lo que hay.
–¿Perdona?
–Sí, que la oficina es lo que ves. La mesa de caja y, como supongo que habrás deducido, detrás de esa puerta está mi despacho y detrás de esa otra el archivo.
–Pero eso no puede ser. Yo soy subdirectora, ¿dónde voy a sentarme?
–Me temo que en caja.
–¿Qué?
Esto tiene que ser una broma.
Asiente con la cabeza y balancea su peso de un pie al otro, tratando de dar con la mejor manera de decirme lo que sé que va a decirme.
–Esta es una oficina de dos. Tú y yo. Director y… bueno, en tu caso subdirectora. Aunque me temo que, en la práctica, vas a ser la cajera.
Me llevo la mano a la frente. De repente me están entrando sudores y fríos y creo que voy a desmayarme.
–Mujer –murmura el director con amabilidad–, no es tan malo. Aquí las jornadas son muy tranquilas, ya verás como estarás bien.
Prefiero no responder a esa afirmación.
–Anda –continúa mientras se mete en su despacho–, ve preparándolo todo para abrir la caja y luego saldremos a almorzar y te pondré al día.
Asiento y, resignada, me dirijo a mi nuevo puesto.
Enciendo el ordenador y pongo mis claves para acceder a mi sesión. Mientras se abre, preparo el cajero automático. Luego voy a la caja fuerte y saco el dinero para colocarlo en el dispensador. Cuando compruebo que todo está en orden, y como ya no me queda nada por hacer, abro el correo.
Y ahí está, en mi bandeja de entrada: un correo de Santi. No puedo evitar emocionarme. Va a ser mi única alegría del día. Pondría la mano en el fuego.
Estoy a punto de leerlo cuando se abre la puerta de la oficina de golpe y se me borra la sonrisa de la cara.
Mi querido casero.
Está visto que las alegrías tendrán que esperar. Como es un cliente debo ser correcta y educada, así que me muerdo la lengua. Todavía estoy mosqueada por la escenita que me montó ayer, pero será mejor hablarlo fuera de aquí.
Aquí soy Claudia, la subdirectora. O Claudia, la cajera (al menos en la práctica), pero no Claudia, la inquilina.
–Buenos días, caballero. ¿Qué desea? –pregunto con tono amable.
–¡Anda, pues! –exclama irónico–. ¿Ahora me hablas de usted? Anoche no te andabas con tanto miramiento –bufa.
Respiro hondo y aprieto los labios para no soltarle la sarta de insultos que amenaza con salir de mi boca.
–Vengo a ingresar un cheque –murmura sin siquiera mirarme a los ojos.
Bueno, me centro en hacer lo que me pide y procuro ignorarlo como él hace, pero se me van los ojos y no puedo evitar darle un buen repaso. Me odio a mí misma por hacerlo. ¿Cómo puede resultarme atractivo así vestido? Lleva unas botas verdes de goma por encima de un pantalón vaquero desgastado y una sudadera que debe tener más años que él. Sin embargo, su sonrisa cuando se gira hacia mi director para saludarlo eclipsa el conjunto y hace difícil que pueda apartar la mirada de su cara. Por el trato que le da deben ser viejos conocidos.
–¿Qué tal, Juancho? ¿Cómo va la mañana?
–Estoy agotado… Anoche se me hizo tarde en la posada. ¿Y tú, qué haces tan temprano por aquí?
–¿Yo? Llevo horas despierto. Le he vendido otro ternerito al carnicero de Lekunberri y venía a ingresar el dinero.
Se vuelve hacia mí:
–¿Ya está?
Asiento con la cabeza.
–Gracias. Ya que estamos –añade–, dame treinta euros en efectivo. Odio los cajeros automáticos.
Se los doy y lo observo con disimulo, esperando que se marche. Quiero ver qué me cuenta Santi.
Ya está casi en la puerta cuando se para, gira sobre sí mismo y vuelve a dirigirse a mí:
–Por cierto, si sales tarde del banco y no te apetece cocinar te recomiendo que vayas a la posada. Elena es una excelente cocinera y los precios son económicos.
–Te agradezco la recomendación.
Lo sigo con la mirada mientras sale de la oficina y abro el email de Santi. Lo leo por encima porque veo que otro cliente entra al banco y me quedo con la última frase: «¿Te apetece que vaya a visitarte?».
No lo pienso dos veces y respondo sin dudarlo.
Arturo
–¿Qué tal eso de vivir acompañado? –pregunta Elena. ¡Dios, qué cotilla es, no puede evitarlo!
–Sigo viviendo solo.
–Ya sabes a qué me refiero. ¿Qué tal es la chica?
–¿Cómo crees? Es la típica niña pija: vestida de marca de arriba abajo, con su melena de peluquería y unos aires de grandeza que dan ganas de vomitar.
Elena me mira y pone una cara rara, pero no sé por qué, así que continúo.
–Es de las que se cree que el dinero cae del cielo y lo derrocha sin pensarlo.
La posadera sigue con su extraña expresión y parece nerviosa, pero no dice ni mu. Me llevo una cucharada de alubias a la boca y sigo con mi perorata. ¡Me estoy quedando más ancho que largo!
–Lo cierto es que es bastante guapa. Es lo único que puedo decir a su favor.
–Vaya, gracias.
La persona que me responde no es Elena, sino mi adorada inquilina que me observa desde la puerta. Ahora entiendo las miraditas de la posadera. Ya podía haber sido menos disimulada y haberme avisado, ¡joder! Yo no estoy hecho para sutilezas.
Claudia se acerca hacia mí muy seria y se sienta en la silla de enfrente, que está vacía.
–Un menú del día, por favor –pide.
–De primero tenemos alubias, macarrones, sopa de fideos o menestra.
–Menestra, por favor.
–Y de segundo tenemos pechuga empanada con patatas, filete de ternera, bacalao con huevo escalfado o merluza en salsa verde.
–Umm, tomaré la merluza.
–Veo que vas a cuidar la línea, ¿eh?
–No como tú. ¿Cuántas raciones de alubias has pedido? –exclama escandalizada al ver la fuente de alubias que tengo delante.
–Espera a ver tu plato de menestra –río–. Pero ¿es que no sabes cómo se come en el norte? Esto es una única ración de judías.
Esta pobre no va a llegar al postre y yo, por el contrario, estoy deseando comerme un buen goxua.
–¡Qué barbaridad! Eso no puede ser sano… –sentencia.
–¿Qué pasa? Que tú eres de esas que solo comen un platito de ensalada en todo el día y un café con leche desnatada, ¿no?
Yo ya conocí a una así y esta tiene toda la pinta de ser de las suyas. Bueno, no voy a caer dos veces en la misma trampa.
–Lo cierto es que no.
Su repuesta me sorprende, pero no termino de creerla.
–¿En serio?
–Sí, yo soy más bien de las que, o se contiene de vez en cuando, o no pasaría por la puerta.
–No me lo creo.
–Pues es así, no veas los atracones que me doy en verano a base de helados…
De pronto, la imagen de Claudia tumbada en la arena de la playa, tostándose al sol en bikini y comiéndose un cucurucho invade mi mente. Solo de pensar en esos carnosos labios lamiendo con avidez…
Aparto los pensamientos de mi cabeza de un plumazo al darme cuenta de la reacción que van a provocar en mi cuerpo.
No es el momento ni el lugar.
La observo con detenimiento y no puedo evitar que se me escape una risita al ver su cara cuando le sacan la enorme fuente llena de verdura.
–Pero… ¿de verdad que esto es solo para mí? ¿No es para compartirlo con otra persona que haya pedido menestra? –pregunta incrédula.
–Ya te digo yo que no.
–¡Madre mía!
–Será mejor que vayas acostumbrándote porque, vayas donde vayas, por aquí estas son las raciones que te van a dar.
–Donde fueres haz lo que vieres, ¿no? –murmura mientras empieza a comerse la menestra.
Comemos en silencio hasta que llega el momento de pedir el postre y Elena se acerca a la mesa para decirnos lo que tienen hoy.
–¡Ahí va la hostia! –exclama Elena al acercarse a nosotros–. Pues no decías tú que era una señoritinga de ciudad, ¡si se ha comido los dos platos enteros!
Joder, aunque a mí también me sorprende que haya sido capaz de terminarse las dos raciones no hace falta ser tan bocazas. Si no había escuchado antes mis groserías ya se las acaba de dejar claras Elena. Es que no sabe tener la puñetera boca cerrada…
–Pues nada, hija. Ahora a rematar la faena con el postre –le dice sonriente.
–¿Qué tenéis? Estaba todo delicioso –replica muy educada y con una sonrisa encantadora. Como si no hubiera roto un plato en su vida. ¡Ja! Yo ya sé que no es ningún angelito. No hay más que ver el numerito que me montó anoche.
–Tenemos flan, natillas, cuajada, fruta y, si te atreves, goxua.
–¿Qué es el goxua?
–Es un postre típico de Navarra y el País Vasco. ¡Está muy rico! Yo te lo recomiendo.
Elena no sabe lo que hace. La pobre va a reventar. Vale que solo ha comido verdura y pescado, pero, ¡en cantidades industriales! Al menos para lo que seguro está acostumbrada a comer. Ahora cuando lo riegue con la mezcla de nata, bizcocho, crema pastelera y caramelo ya veremos si sigue siendo igual de valiente.
Lo cierto es que tiene su orgullo. Estoy convencido de que no se ha dejado ni una migaja por darme a mí en las narices. Se nota que es cabezota.
–Ponme otro a mí también, Elena. Me espera una tarde larga y necesito tener energía. ¿Tú también necesitas energía? ¿Mucho trabajo en el banco?
–En realidad no.
Hace una pequeña pausa en la que parece pensarse si comenzar una conversación amigable conmigo o no y, al fin, responde:
–La verdad es que los días aquí son demasiado tranquilos para mí. Soy una chica de ciudad. Me va la marcha. Estoy acostumbrada a mañanas ajetreadas en las que no puedo ni mirar el móvil, jornadas en las que enlazo clientes, llamadas y emails de trabajo. Largas colas, reuniones con el director y el resto de compañeros para enfocar la venta de productos y aquí…, ¿cómo decirlo? ¡Estamos en medio de la nada!
–¿Ah, sí?
–Sí –replica convencida–. Creo que tú has sido uno de los que más trabajo me ha dado… A ver, déjame que lo piense –cuenta con los dedos de la mano–, cuatro, cuatro han sido las personas que han pasado esta mañana por la ofi. –No puedo evitar enarcar una ceja al escucharla llamar al banco con ese diminutivo pijo–. Tú, una señora de mediana edad que ha venido a sacar dinero, el cura a ingresar los donativos del domingo y la mujer del director que –prudente, baja el tono de voz– ha venido a reprenderlo porque parece ser que anoche llegó más tarde de la cuenta y con algún vinito de más.
–Típico de Juancho.
–¿Juancho?
–Juan Ignacio para ti, pero aquí todos lo llamamos Juancho. Es un buen hombre, pero su mujer tiene mucho carácter y él es un pelín cobarde, así que cuando sabe que le va a caer una buena se va de juerga por ahí. Lo que pasa es que al final le cae doble por haber salido.
Claudia abre los ojos con expresión de asombro y disgusto.
–No es mal tipo –le digo–. Solo trasnocha y se bebe unos vinitos. Quiere a Miren, pero ya no se acuerdan de cómo llevarse bien. Eso sí, él es un tipo fiel.
–¡Vaya por Dios!
Elena interrumpe nuestra conversación para servirnos los postres. Yo devoro el goxua en un santiamén mientras que a mi estirada compañera le cuesta un poquito más. Espero paciente a que diga que no puede más, que está llena, pero a pesar de que noto que está a punto de reventar ella sigue comiendo. Despacio. Cucharada a cucharada. Hasta que, por fin, deposita el cubierto sobre el cuenco vacío y reluciente.
–¡Voy a vomitar! –exclama mientras yo no puedo evitar soltar una carcajada.
–Mujer, ¿para qué te lo has comido todo?
–Yo no soy ninguna niñita pija con aires de grandeza.
¡Vaya, está claro que sí que me ha escuchado! Lo lamento de verdad. Es simpática, pero eso no hace que deje de ser una chica de ciudad que nos mira a todos los que somos de campo o pueblo por encima del hombro.
–¿Y creías que ibas a demostrar que no lo eras por engullir toda la comida? ¡Menuda bobada!
–Eres de lo más antipático que he conocido nunca. Aquí el único que va juzgando a la gente y criticándola eres tú –sisea ofendida.
De pronto, se levanta y se lleva una mano al estómago.
–Elena, ¿dónde está el baño?
–La primera a la derecha, hija, no tiene pérdida. ¿Te encuentras bien? –pregunta al ver el tono verdoso de su cara.
–Me temo que el goxua ha podido conmigo –exclama mientras se tapa la boca y sale corriendo hacia los lavabos.
¡Empate! Hombretón del norte 1 – Chica de asfalto 1.
Claudia
Ha pasado casi una semana desde que llegué a este pueblo perdido en medio de la nada. Una semana en la que mis jornadas laborales se me han hecho largas, tediosas y aburridas. Una semana en la que me han servido las raciones de comida más grandes que he visto en mi vida. Una semana en la que, si no fuera porque tengo conexión a Internet en el caserío, me olvidaría que formo parte del mundo.