Capitalismo, Socialismo y Democracia - Joseph A. Schumpeter - E-Book

Capitalismo, Socialismo y Democracia E-Book

Joseph A. Schumpeter

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Beschreibung

Joseph Alois Schumpeter (Triesch, febrero de 1883 - Taconic, Connecticut, enero de 1950) fue un economista y científico político austriaco, que dejó una profunda huella en la historia del pensamiento político con su teoría democrática, la cual redefinió el sentido de la democracia. Su obra más famosa y debatida es "Capitalismo, Socialismo y Democracia", uno de los grandes clásicos de las ciencias sociales del siglo XX. Publicada por primera vez en 1942, la obra es en gran medida no matemática en comparación con las obras neoclásicas, centrándose en los brotes inesperados y rápidos de crecimiento desencadenados por la innovación y el emprendimiento, en lugar de en modelos estáticos. "Capitalismo, Socialismo y Democracia" es el tercer libro más citado en ciencias sociales, antes de 1950, solo superado por "El Capital" de Karl Marx y "La Riqueza de las Naciones" de Adam Smith.    

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Joseph A. Schumpeter

CAPITALISMO, SOCIALISMO

y DEMOCRACIA

Título original:

“Capitalism, Socialism

and Democracy”

Primera edición

Sumario

PRESENTACIÓN

Sobre el autor y su obra

PRÓLOGOS

PROLOGO A LA SEGUNDA EDICION

PROLOGO A LA PRIMERA EDICION

PARTE I - LA TEORIA DE MARX

PRELIMINAR

CAPITULO I - MARX, EL PROFETA

CAPITULO II - MARX, EL SOCIOLOGO

CAPITULO III - MARX, EL ECONOMISTA

CAPITULO IV - MARX, EL MAESTRO

PARTE II - ¿PUEDE SOBREVIVIR EL CAPITALISMO?

PRELIMINAR

V - EL TIPO DE AUMENTO DE LA PRODUCCION TOTAL

VI - LO PLAUSIBLE DEL CAPITALISMO

VII - EL PROCESO DE LA DESTRUCCION CREADORA

VIII - LAS PRACTICAS MONOPOLISTAS

IX - LA TEMPORADA DE TREGUA

X - LA DESAPARICION DE LA OPORTUNIDAD PARA LA INVERSION

XI -LA CIVILIZACION DEL CAPITALISMO

XII - LOS MUROS SE DESMORONAN

XIII - LA HOSTILIDAD AUMENTA

XIV - DESCOMPOSICION

PARTE III - ¿PUEDE FUNCIONAR EL SOCIALISMO?

XV - ACLARACIONES PREVIAS

XVI - EL PLAN BASICO SOCIALISTA

XVII - COMPARACION DE PLANES BASICOS

XVIII - EL ELEMENTO HUMANO

XIX - TRANSICION

PRESENTACIÓN

Sobre el autor y su obra

Joseph Alois Schumpeter (Triesch, febrero de 1883 - Taconic, Connecticut, enero de 195) fue un economista y científico político austriaco. Es considerado uno de los economistas más importantes de la primera mitad del siglo XX y fue uno de los primeros en considerar las innovaciones tecnológicas como motor del desarrollo capitalista. Además, dejó una marca profunda en la historia del pensamiento político con su teoría democrática que redefinió el sentido de la democracia, considerándola más que una simple forma de generar una minoría gobernante legítima, es decir, una definición procedimental que se convirtió en la base de diversas concepciones posteriores.

Joseph nació en Triesch, actual Třešť, Moravia (parte oriental de la actual República Checa), que en ese momento formaba parte del Imperio Austrohúngaro, en 1883, el mismo año de la muerte de Karl Marx y el nacimiento de John Maynard Keynes. Hijo único de una familia católica de origen alemán, su padre, un fabricante de textiles, falleció prematuramente. Su madre luego se casó con un oficial de alto rango del ejército austrohúngaro. El joven Schumpeter recibió una educación típicamente aristocrática, fuerte en Humanidades pero débil en Matemáticas y ciencias, en el Theresianum, una institución jesuita fundada por la emperatriz María Teresa en Viena en 1746.

En 1901, Schumpeter ingresó a la Facultad de Derecho de la Universidad de Viena. Recibió cursos de economía impartidos por Friedrich von Wieser y participó en seminarios de Eugen Böhm von Bawerk, junto con otros economistas en formación como Ludwig von Mises y los austromarxistas Otto Bauer y Rudolf Hilferding.

En 1907, se casó con Gladys Ricarde Seaves, hija de un dignatario de la Iglesia anglicana y doce años mayor que él. Ese mismo año, la pareja se trasladó a El Cairo, donde Schumpeter actuó como abogado ante el Tribunal Mixto Internacional de Egipto y también como consejero financiero de una princesa egipcia.

Comenzó a enseñar antropología en 1909 en la Universidad de Czernovitz (hoy en Ucrania) y desde 1911 en la Universidad de Graz, donde permaneció hasta la Primera Guerra Mundial.

En marzo de 1919, asumió el cargo de ministro de Finanzas de la República de Austria, permaneciendo solo por unos meses en esa función. Luego, asumió la presidencia de un banco privado, el Bidermann Bank de Viena, que quebró en 1924. Esta experiencia costó a Schumpeter toda su fortuna personal y lo dejó endeudado durante algunos años.

Después de este paso desastroso por la administración pública y el sector privado, decidió regresar a la enseñanza, esta vez en la Universidad de Bonn, Alemania, de 1925 a 1932. Con la ascensión del nazismo, tuvo que abandonar Europa. Viajó por Japón y los Estados Unidos, a donde se trasladó en 1932, asumiendo la docencia en la Universidad de Harvard, en Cambridge (Massachusetts). Permaneció allí hasta su muerte en enero de 1950, poco antes de cumplir 67 años. Schumpeter fue muy apreciado por sus estudiantes, muchos de los cuales se convirtieron en leales seguidores suyos.

PRÓLOGOS

PROLOGO A LA SEGUNDA EDICION

Esta edición reproduce el libro de 1942 sin más modificación que el haberle añadido un nuevo capítulo. La razón por la que me he abstenido, incluso, de realizar alteraciones de redacción, que estaban claramente indicadas en una serie de lugares, es que, en materias de la especie de las que se tratan en este libro, es imposible alterar las frases sin alterar también el significado o, al menos, sin incurrir en la sospecha de haberlo alterado. Y yo concedo cierta importancia al hecho de que ni los acontecimientos de los últimos cuatro años ni las objeciones de la crítica han afectado a mis diagnosis y prognosis, las cuales, por el contrario, me parecen que están plenamente corroboradas por los nuevos hechos que se han presentado. La única finalidad del nuevo capítulo es desarrollar, a la luz de estos nuevos hechos, ciertos puntos contenidos en el texto antiguo, particularmente en el capítulo XIX, sección IV, y en el capítulo XXVII, sección V, y mostrar cómo la situación actual concuerda con la filosofía de la historia bosquejada en este libro. En este prólogo voy a hacerme eco de algunas objeciones o, más bien, tipos de objeciones que se han dirigido contra él, ya se hayan hecho o no por la imprenta, y quiero hacerlo porque espero que las respuestas que voy a ofrecer resulten de alguna utilidad a los lectores y no porque yo tenga que poner ningún reparo a la acogida del libro. Por el contrario, quiero aprovechar esta oportunidad para expresar mi gratitud a sus recensores, por su invariable cortesía y amabilidad, y a sus traductores a siete idiomas extranjeros por sus generosos esfuerzos.

En primer lugar, he de hacerme eco de dos censuras de índole profesional. Un economista eminente, de reputación internacional, ha expresado su disconformidad con mi proposición, según la cual el proceso social descrito en este libro tiende, a la larga, a hacer desaparecer los beneficios; la actividad comercial — ha dicho — exige siempre su precio. Yo no creo que haya ninguna diferencia real entre nosotros, salvo que usamos el término “beneficios” en sentidos distintos. La actividad comercial, que aún puede ser necesaria en una economía que está asentada era una rutina estable, tendrá indudablemente que producir su rendimiento, como ocurrirá con cualquier otra especie de actividad desarrollada en la gestión de una empresa. Pero yo incluyo este rendimiento en los salarios de gestión, a fin de separar y realzar lo que yo creo que es la fuente principal del beneficio industrial, esto es, los beneficios que el orden capitalista concede a la introducción afortunada de nuevos artículos o de nuevos métodos de producción o de nuevas formas de organización. Yo no veo cómo podría negarse que la historia industrial atestigua de un modo convincente la importancia de este elemento de los rendimientos capitalistas. Y sostengo, que con la creciente mecanización del “progreso” industrial (labor por equipos en los departamentos de investigación, etc.), este elemento, y con él el pilar más importante de la posición económica de la clase capitalista, está destinado a desmoronarse con el tiempo.

La censura más frecuente a la argumentación puramente económica de este libro de que he tenido noticia — a veces se ha elevado hasta la reconvención — se ha dirigido, sin embargo, contra lo que muchos lectores han considerado como una defensa de la práctica monopolista. Sí; yo creo que la mayor parte de lo que corrientemente se dice sobre el monopolio, lo mismo que todo lo que corrientemente se dice acerca de los efectos nefastos del ahorro, responde simplemente a una ideología radical y no tiene ningún fundamento positivo. En ocasiones me he expresado yo en forma más contundente y vigorosa sobre esto, especialmente sobre las “medidas”, puestas en práctica o propuestas, que se basan en aquella ideología. Pero aquí, y como cuestión de deber profesional, quiero simplemente afirmar que todo lo que el lector va a encontrar en este libro acerca del monopolio se reduce, en último análisis, a las siguientes proposiciones, que, en mi opinión, ningún economista competente puede refutar:

1a. La teoría clásica de la fijación monopolista de los precios (la teoría de Cournot-Marshall) no carece por completo de valor, especialmente cuando se la ha refundido a fin de tratar no sólo la elevación instantánea al máximo del beneficio de monopolio, sino también de su elevación al máximo en el transcurso del tiempo. Pero opera con hipótesis tan restrictivas que hacen imposible su aplicación directa a la realidad. En particular, no puede utilizarse para lo que se utiliza en la enseñanza corriente, esto es, para establecer una comparación entre el modo cómo funciona una economía puramente competitiva y el modo cómo funciona una economía que contiene elementos sustanciales de monopolio. La razón principal de esto es que la teoría presupone unas condiciones dadas de demanda y de costo, las mismas, además, para el caso de competencia que para el de monopolio, mientras que es esencial a la gran empresa moderna que sus condiciones de demanda y de costo, para grandes cantidades de producción, son mucho más favorables — e inevitablemente lo son — que las condiciones correspondientes que existirían en las mismas industrias bajo un régimen de competencia perfecta.

2 a. La teoría económica corriente es casi en su totalidad una teoría de la gestión de una organización industrial dada. Pero mucho más importante que la forma en que el capitalismo administra las estructuras industriales existentes es la manera cómo las crea (véanse capítulos VII y VIII). Pues bien: dentro de este proceso de creación entra necesariamente el elemento de monopolio. Esto coloca bajo un aspecto completamente distinto al problema del monopolio y de los métodos legislativos y administrativos de tratarlo.

3a. En tercer lugar, los economistas que truenan contra los carteles y otros métodos de autonomía industrial no afirman, por lo general, nada que sea erróneo en sí mismo. Pero no hacen las necesarias matizaciones. Y omitir matizaciones necesarias no es presentar la verdad íntegra. Hay aún sobre esto otras cosas que mencionar, pero me abstengo de ello a fin de pasar a una segunda clase de objeciones.

Yo creía que había tenido todo el cuidado necesario para dejar completamente claro que éste no es un libro político y no quería abogar en favor de ninguna tesis. No obstante, y para mi diversión, me ha sido imputada la intención — y más de una vez, aunque no en letra impresa, al menos que yo sepa — de “defender un colectivismo extranjero”. Menciono este hecho no por sí mismo, sino para recoger otra objeción que se esconde detrás de ésta. Si yo no he defendido el colectivismo, extranjero o nacional, ni ninguna otra cosa, ¿por qué me he puesto a escribir entonces? ¿No es inútil por completo elaborar inferencias partiendo de hechos observados sin llegar a recomendaciones prácticas? Siempre que he encontrado esta objeción me ha interesado grandemente como un buen síntoma de una actitud que desempeña un gran papel en la vida moderna. Nosotros planeamos siempre demasiado y pensamos siempre demasiado poco. Nos irrita la llamada a la reflexión y odiamos el razonamiento no familiar que no se aviene con lo que creemos o nos agradaría creer. Caminamos hacia el futuro lo mismo que hemos caminado hacia la guerra: con los ojos vendados. Aquí es precisamente donde yo he querido servir al lector. Yo he querido hacerle reflexionar. Y para ello era esencial no distraer su atención con discusiones acerca de lo que, desde un punto de vista cualquiera, “debería hacerse acerca de esto”, que es lo que habría monopolizado su interés. El análisis tiene un cometido distinto y a este cometido he querido atenerme, aunque tenía perfecta conciencia del hecho de que esta determinación me privaría de una gran parte de la resonancia que habrían suscitado unas pocas páginas de conclusiones prácticas.

Esto lleva, finalmente, a la imputación de “derrotismo”. Rechazo por completo que este término sea aplicable a un esfuerzo de análisis. El derrotismo denota un cierto estado psíquico que solamente tiene sentido con referencia a la acción. Los hechos en sí mismos y las inferencias de ellos no pueden ser nunca derrotistas ni lo contrario, cualesquiera que sean. La información de que un barco se está hundiendo no es derrotista. Tan sólo puede ser derrotista el espíritu con que se reciba esta información: la tripulación puede cruzarse de brazos y dejarse ahogar. Pero también puede precipitarse a las bombas. Si los hombres se limitan a negar sin más la información, aunque esté escrupulosamente comprobada, entonces es que son evasionistas. Es más: aun cuando mis manifestaciones de tendencias tuviesen un carácter de predicción más definido del que yo he intentado darle, no contendrían, a pesar de eso, sugestiones derrotistas. ¿Qué hombre normal rehusaría defender su vida simplemente por estar plenamente convencido de que más pronto o más tarde tendrá que morir de alguna forma? Esto puede aplicarse a los dos grupos de que ha partido la imputación de derrotismo: los propugnadores de la sociedad fundada en la empresa privada y los propugnadores del socialismo democrático. Ambos pueden ganar si ven, con más claridad de lo que usualmente ven, la naturaleza de la situación social en la que es su destino actuar.

Una presentación sincera de los hechos nefastos no ha sido nunca tan necesaria como hoy, puesto que el evasionismo se ha desarrollado hasta plasmar en un sistema de pensamiento. Esto constituye para mí el motivo y justificación para escribir el nuevo capítulo. Los hechos y las inferencias presentadas en él no son ciertamente agradables ni consoladores. Pero no son derrotistas. Derrotista es el que, mientras clama servir a la Cristiandad y a todos los demás valores de nuestra civilización, rehúsa, sin embargo, levantarse en su defensa, siendo indiferente que acepte su derrota como una conclusión prevista de antemano o se engañe a sí mismo con vanas esperanzas contra toda esperanza. Pues ésta es una de aquellas situaciones en que el optimismo no es sino una forma de deserción.

JOSEPH A. SCHUMPETER.

Taconic, Connecticut. Julio, 1946.

PROLOGO A LA PRIMERA EDICION

Este libro es el resultado de un esfuerzo por fundir en una forma legible el volumen de casi cuarenta años de pensamiento, observación e investigación sobre el problema del socialismo. El problema de la democracia se ha abierto paso al lugar que ahora ocupa en este libro porque me ha resultado imposible exponer mis puntos de vista sobre la relación entre el orden socialista de la sociedad y el método democrático de gobierno sin un análisis más bien minucioso de este último.

Mi cometido ha resultado ser más difícil de lo que creía. Parte del material heterogéneo que había que ordenar reflejaba las opiniones y experiencias de un hombre que, en varias etapas de su vida, tuvo más oportunidad para la observación de la que usualmente tienen los no socialistas y que reaccionó ante lo que veía de una manera libre de convencionalismos. No tenía ningún deseo de borrar las huellas de estas reacciones; si yo hubiera tratado de hacerlas desaparecer habría perdido este libro mucho del interés que puede despertar.

Además, este material reflejaba también los esfuerzos analíticos de un hombre que, aunque ha tratado honestamente de calar por debajo de la superficie, nunca hizo de los problemas del socialismo, a lo largo de mucho tiempo, el tema principal de su investigación profesional y que tiene, por lo tanto, mucho más que decir sobre unos puntos que sobre otros. Para evitar causar la impresión de que yó he intentado escribir un tratado bien equilibrado he creído lo mejor agrupar mi material en torno a cinco lemas centrales. Entre ellos se han tendido, por supuesto, eslabones y puentes y espero haber conseguido así algo parecido a una unidad sistemática de exposición. Pero, en esencia, son trozos de análisis casi autónomos, aunque no independientes.

En la primera parte he resumido de una manera no técnica lo que tengo que decir y lo que he estado enseñando efectivamente durante algunas décadas acerca de la doctrina de Marx. Para un marxista, lo natural sería iniciar la discusión de los problemas fundamentales del socialismo con una exposición del Evangelio. ¿Pero cuál es el propósito de esta exposición en la antesala de una casa edificada por uno que no es marxista? Está ahí para dar testimonio de la fe de este no marxista en la importancia singular de este mensaje, importancia que es completamente independiente de su aceptación o repudiación. Pero esto hace difícil la lectura de esta parte del libro. Y en lo que sigue de la obra tampoco se utiliza ningún instrumento forjado por Marx. Por ello, aunque los resultados a que se llega en dicha obra son comparados una y otra vez con los' dogmas del gran pensador socialista, los lectores a quienes no interese el marxismo pueden comenzar con la parle II.

En la segunda parte — “¿Puede sobrevivir el capitalismo?" — he intentado demostrar que inevitablemente surgirá una forma socialista de sociedad de la descomposición igualmente inevitable de la sociedad capitalista. Muchos lectores se extrañarán de que haya considerado necesario un análisis tan laborioso y complejo para sentar una tesis que se está convirtiendo rápidamente en una opinión general, aun entre los conservadores. La razón de ello es que, aunque la mayoría de nosotros estamos de acuerdo en cuanto al resultado, no lo estamos en lo relativo a la naturaleza del proceso que está matando al capitalismo y al significado preciso que hay que atribuir a la palabra “inevitable". Estando convencido de que la mayoría de los argumentos propuestos — tanto por parte de Marx como de otros más populares — son erróneos, he considerado que era mi deber tomarme, e imponer al lector, un trabajo considerable a fin de llegar efectivamente a mi paradójica conclusión: el capitalismo está siendo matado por sus propias realizaciones.

Después de ver, como espero se verá, que el socialismo es una proposición práctica que puede llegar a implantarse de un modo inmediato, como consecuencia de la presente guerra, pasaremos revista, en la tercera parte — “¿Puede funcionar el socialismo?" — a una amplia esfera de problemas relativos a las condiciones en las que puede esperarse que el orden socialista constituya un éxito en el orden económico. Esta parte es la que más se acerca a un tratamiento equilibrado de sus distintos puntos, incluyendo entre ellos los problemas de “transición". El amor y el odio han desdibujado hasta tal punto los resultados de los trabajos tan serios que se han realizado hasta ahora sobre esta cuestión, no muchos en número, que aun la mera reafirmación de opiniones ampliamente aceptadas me ha parecido justificada en algunos lugares.

La cuarta parte — “Socialismo y Democracia" — constituye una contribución a una controversia que se está desarrollando en los Estados Unidos desde hace algún tiempo. Pero debe tenerse en cuenta que en esta parte solamente se trata una cuestión de principio. Los hechos y comentarios que tienen relevancia a este respecto están esparcidos por todo el libro, especialmente en las partes III y V.

La quinta parte no se propone ser más que un bosquejo. Más aún que en las demás partes, he querido limitarme a lo que tenía que decir por mi observación personal y mi muy fragmentaria investigación. Por ello el material recogido en esta parte es, sin duda, lamentablemente incompleto. Pero todo lo que hay en él está vivido.

Ninguna parte del contenido de este libro ha aparecido nunca impresa. Un esquema anticipado del argumento de la parte II ha constituido, sin embargo, la base de una conferencia pronunciada en la Gradúate School del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos el 18 de enero de 1936, y ha sido reproducida en multicopista por dicha Escuela. Quiero dar las gracias a Mr. A. C. Edwards, presidente del Arrangements Commitee, por permitirme incluir en este libro una versión amplia de la misma.

JOSEPH A. SCHUMPETER.

Taconic, Conn. Marzo, 1942.

PARTE I - LA TEORIA DE MARX

PRELIMINAR

La mayoría de las creaciones del intelecto o la fantasía desaparecen para siempre tras un plazo que varía entre una sobremesa y una generación. Con algunas, sin embargo, no sucede así. Sufren eclipses, pero reaparecen de nuevo, y reaparecen no como elementos anónimos de un legado cultural, sino con su ropaje propio y sus cicatrices personales que pueden verse y tocarse. A éstas podemos darlas el calificativo de grandes, y no es inconveniente para esta definición el que se combinen la grandeza con la vitalidad. En este sentido tal es indudablemente la palabra que hay que aplicar al mensaje de Marx. Pero hay también otra ventaja en tomar el resurgir como nota definidora de grandeza, a saber: que con ello se hace independiente de nuestro amor o nuestro odio. No necesitamos creer que una gran obra tenga necesariamente que ser una fuente de luz o de perfección en sus fundamentos y en sus particularidades. Por el contrario, podemos creer que sea un dominio de las tinieblas; podemos considerarla fundamentalmente errónea o estar disconformes con ella en una serie de puntos particulares. En el caso del sistema de Marx tal juicio adverso o incluso una refutación exacta, en virtud de su fracaso mismo para herirlo mortal-mente, sirven tan sólo para poner de manifiesto el poderío de su construcción.

Los últimos veinte años han presenciado un resurgimiento de Marx altamente interesante. No es sorprendente que el gran maestro del credo socialista haya entrado en la Rusia soviética como en algo propio. Y es realmente característico de tal proceso de canonización el que, entre el verdadero sentido del mensaje de Marx y la práctica e ideología bolchevista, haya un abismo por lo menos tan grande como el que había entre la religión de los humildes galileos y la práctica e ideología de los príncipes de la Iglesia y los señores feudales de la Edad Media.

Pero hay otro resurgimiento menos fácil de explicar: el resurgimiento de Marx en los Estados Unidos. Este fenómeno es tanto más interesante cuanto que hasta la segunda década de este siglo no había una corriente marxista de importancia ni en el movimiento obrero americano ni en el pensamiento de los intelectuales americanos. El marxismo que allí hubiera había sido siempre superficial, insignificante y sin brillo exterior. Además, el resurgimiento de tipo bolchevista no produjo ningún brote similar en los países hasta entonces más impregnados de marxología. En Alemania, singularmente, que de todos los países era el que tenía la más fuerte tradición marxista, se mantuvo viva una pequeña secta ortodoxa durante el alza socialista de la posguerra, como se había mantenido ya durante la depresión anterior. Pero los líderes del pensamiento socialista (no sólo los que estaban ligados al Partido Socialdemócrata, sino también los que iban mucho más allá de su prudente conservadurismo en las cuestiones prácticas) revelaron poca inclinación para volver a los viejos principios y, al tiempo que rendían culto a la deidad, se mantenían a prudente distancia y razonaban en las cuestiones económicas exactamente igual que los demás economistas. Por consiguiente, fuera de Rusia el fenómeno americano es único. No nos preocupan sus causas. Pero merece la pena examinar los contornos y el sentido del mensaje que tantos americanos han hecho suyo.1

CAPITULO I - MARX, EL PROFETA

No ha sido un desliz titular este capítulo con una analogía tomada del mundo religioso. Se trata de algo más que una analogía. En un importante sentido el marxismo es una religión. Para el creyente presenta, en primer lugar, un sistema de fines últimos que informan el sentido de la vida y que son pautas absolutas para enjuiciar, con arreglo a ellas, acontecimientos y acciones, y, en segundo lugar, una guía para aquellos fines, lo que implica un plan de salvación y la indicación del mal del que tiene que salvarse la Humanidad o una parte elegida de la Humanidad. Podemos especificar aún más: el socialismo marxista pertenece también al subgrupo que promete el paraíso para la vida terrena. Yo creo que una consideración de estas características por un hagiógrafo ofrecería unas posibilidades de clasificación y comentario que calarían posiblemente mucho más hondo en la esencia sociológica del marxismo que lo que un mero economista pueda decir.

Su característica menos importante es la que explica el éxito del marxismo.2 Una aportación puramente científica, aun cuando hubiese sido mucho más perfecta de lo que ha sido en el caso de Marx, no habría ganado nunca la inmortalidad en el sentido histórico que tiene la suya. Tampoco habría sido un arsenal de consignas combativas de partido. Parte de su éxito, aunque muy pequeña, es, efectivamente, atribuible a la carretada de frases encendidas, de acusaciones apasionadas y gesticulaciones airadas dispuestas para emplearlas en cualquier plataforma y que él puso a disposición de su grey. Lo único que cabe decir acerca de este aspecto de la cuestión es que tal munición ha servido y sirve muy bien a su propósito, pero que su elaboración lleva consigo un inconveniente, a saber: que, para forjar tales armas destinadas al campo de la lucha social, Marx tuvo, en ocasiones, que doblegar, o desviar, los criterios que se hubieran seguido lógicamente de su sistema. Sin embargo, si Marx no hubiese sido más que un proveedor de fraseología, ya estaría muerto hace tiempo. La Humanidad no guarda agradecimiento para esta especie de servicio y olvida rápidamente los nombres de los que escriben los libretos para sus óperas políticas.

Pero fue un profeta y a fin de comprender la naturaleza de su obra tenemos que examinarla dentro del marco de su propio tiempo. Era el cénit de la realización burguesa y el nadir de la civilización burguesa, la época del materialismo mecanicista, de un milieu cultural que no había revelado hasta entonces ningún síntoma de que hubiera en su seno un nuevo arte ni un nuevo modo de vida y que discurría en medio de la banalidad más repulsiva. La fe en sentido auténtico se desvanecía rápidamente en todas las clases de la sociedad y con ella se extinguía el único rayo de luz del mundo trabajador (aparte del que pudiera haberse derivado de la actitud de Rochdale y de las cajas de ahorro), mientras que los intelectuales se declaraban altamente satisfechos con la Lógica, de Mili, y la Poor Law.

En esta situación, el mensaje marxista, anunciador del paraíso terrenal del socialismo, significaba para millones de corazones humanos un nuevo rayo de luz y un nuevo sentido de la vida. Llámese, si se quiere, a la religión marxista remedo o caricatura de fe — opinión sobre la que habría mucho que decir — pero no podrá pasarse por alto ni dejar de admirarse la grandeza de la obra. Es indiferente que no hubiese casi nadie, entre aquellos millones, capaz de comprender y apreciar el mensaje en su verdadero significado. Este es el destino de todos los mensajes. Lo importante es que el mensaje estaba concebido y transmitido de un modo que había de resultar aceptado por la mentalidad positivista de su época, que era, sin duda, esencialmente burguesa, por lo que no hay paradoja al decir que el marxismo es esencialmente un producto de la mentalidad burguesa. Esto se logró, de una parte, formulando con incomparable fuerza el sentimiento de estar oprimido y maltratado, que es la actitud autoterapéutica de la masa fracasada, y, de otra parte, proclamando que la liberación socialista de aquellos infortunios era una certeza racionalmente demostrable.

Es de observar aquí con qué supremo arte se han logrado vincular los anhelos extrarracionales, que la decadencia religiosa había dejado fugitivos como perros sin dueño, con las tendencias racionalistas y materialistas de la época, inevitables por el momento y que no tolerarían ningún credo que no se presentase con un colorido científico o pseudocientífico. Predicar el objetivo habría sido ineficaz; analizar un proceso social sólo habría interesado a unos pocos centenares de especialistas. Pero predicar con ropaje de análisis y analizar mirando hacia las necesidades del corazón es lo que conquistó una adhesión apasionada y dio al marxista aquel supremo don que consiste en la convicción de que lo que se es y lo que se pretende no puede ser derrotado, sino que al fin ha de ser victoriosamente conquistado. Esto, por supuesto, no agota la obra. La fuerza personal y el destello de la profecía actúan independientemente del contenido del credo. Ninguna vida nueva ni ningún sentido nuevo de la vida pueden ser efectivamente revelados sin él. Pero esto no nos incumbe ahora.

Algo habrá que decir acerca del vigor lógico y la precisión del ensayo de Marx para probar la inevitabilidad de la meta final socialista. Sin embargo, basta una sola observación acerca de lo que se ha llamado más arriba su formulación de los sentimientos de la masa fracasada. No era, por supuesto, una verdadera formulación de sentimientos efectivos, conscientes o subconscientes. Más bien podríamos designarla como un intento de reemplazar los sentimientos efectivos por una revelación, verdadera o falsa, de la lógica de la evolución social. Al hacer esto y atribuir a las masas — de un modo completamente irreal — su propio tópico de “conciencia de clase”, falsificó indudablemente la verdadera psicología del trabajador (que se centra en el deseo de convertirse en un pequeño burgués y de ser amparado en esa situación por el poder político), pero hasta donde su doctrina tuvo efecto también le abrió horizontes y le ennobleció. No vertió lágrimas sentimentales por la belleza de la idea socialista.

Esta es una de sus pretensiones a la superioridad sobre los que él llamaba socialistas utópicos. No glorificó a los trabajadores como héroes de la fatiga cotidiana, como gustan hacer los burgueses cuando tiemblan por sus dividendos. Careció en absoluto de cualquier tendencia — tan acusada en alguno de sus seguidores más débiles — a lamer las botas de los trabajadores. Tuvo probablemente una clara percepción de lo que son las masas y miraba por encima de sus cabezas hacia metas sociales que estaban mucho más allá de lo que ellos pensaban o querían. Tampoco predicó nunca ningún ideal establecido por él mismo. Tal vanidad le fue completamente extraña. Al igual que todo verdadero profeta se titula humilde portavoz de su deidad, Marx no pretendió más que enunciar la lógica del proceso dialéctico de la Historia. En todo esto hay una dignidad que compensa muchas pequeñeces y vulgaridades con las cuales, en su obra y en su vida, aquella dignidad forma tan extraña alianza.

Por último, hay otro punto que no debe quedar sin mencionar. Marx era personalmente demasiado cultivado para formar en las filas de aquellos vulgares predicadores del socialismo que no reconocen un templo cuando lo tienen ante su vista. Era perfectamente capaz de comprender una civilización y el valor “relativamente absoluto” de sus valores, por alejado que hubiera podido sentirse de ella. A este respecto no puede ofrecerse mejor testimonio de su amplitud de espíritu que el Manifiesto Comunista, que es una exposición nada escasa de entusiasmo3 de las aportaciones del capitalismo, e incluso cuando pronuncia pro futuro su sentencia de muerte nunca dejó de reconocer su necesidad histórica. Esta actitud implica, por supuesto, toda una serie de cosas que el mismo Marx no habría querido aceptar. Pero indudablemente se fortalecía con ello y se hacía más fácil para él acogerla en el fondo de aquella percepción de la lógica, orgánica de las cosas a las que su teoría de la Historia da una particular expresión. Las cosas sociales tenían para él su orden, y, por muy conspirador de café que fuese en algunas épocas de su vida, su verdadero yo despreciaba esta actitud. Para él el socialismo no era una obsesión que apagase todos los demás colores de la vida y crease una aversión o desprecio insanos y estúpidos contra las demás civilizaciones. Y en más de un sentido hay justificación para el título que él reclama para su tipo de pensamiento socialista y de voluntad socialista, que están fundidos por virtud de su posición fundamental, esto es, el de socialismo científico.

CAPITULO II - MARX, EL SOCIOLOGO

Vamos a ocuparnos de algo muy censurable para el creyente, que, como es natural, se siente agraviado por la aplicación del frío análisis a lo que para él es la fuente misma de la verdad. Pero una de las cosas que más le contraría es que se trucide la obra de Marx y se discuta cada uno de los trozos. Diría que este mismo acto pone de manifiesto la incapacidad de los burgueses para comprender el magnífico conjunto en el que todas las partes se complementan y explican recíprocamente, de manera que se yerra su verdadero significado en cuanto una parte o aspecto es considerado por sí mismo. Sin embargo, no tenemos otra opción. Al cometer la ofensa y ocuparme de Marx, el sociólogo, a continuación inmediata de Marx, el profeta, no niego que exista una unidad de visión social que proporciona a la obra de Marx una cierta medida de unidad analítica y más aún de una apariencia de unidad. Tampoco ello es contrario al hecho de. que cada parte de ella, aunque independiente intrínsecamente, ha sido puesta por el autor en relación con todas las demás. Queda, sin embargo, bastante independencia en cada provincia del vasto reino para permitir al estudioso aceptar los frutos de su trabajo en una de ellas al mismo tiempo que los rechaza en otra. Mucho del hechizo de la fe se pierde en este proceso, pero algo se gana salvando lo importante y rescatando la verdad, lo que por sí solo tiene mucho más valor que el que tendría si estuviese encadenado a un naufragio sin esperanza.

Esto se refiere ante todo a la filosofía de Marx, que podemos dejar perfectamente fuera de nuestro camino de una vez para siempre. Dada su formación germánica y su mentalidad especulativa tenía un interés fundamental y apasionado por la filosofía. Su punto de partida y su amor de juventud fue la filosofía pura, de cuño alemán. Durante algún tiempo creyó que era su verdadera vocación. Era un neo-hegeliano, lo cual quiere decir, grosso modo, que, al mismo tiempo que aceptaba las actitudes y métodos fundamentales del maestro, él y su grupo eliminaron las interpretaciones conservadoras de la filosofía de Hegel, establecidas por muchos de sus demás seguidores, y las reemplazaron por las opuestas. Este trasfondo aparece en todos sus escritos que le ofrecen oportunidad para ello. No es extraño que sus lectores alemanes y rusos, dotados de mentalidad y formación similares, captaran primordialmente este elemento y lo hicieran la clave del sistema.

Creo que esto es un error y una injusticia para la capacidad científica de Marx. Fue fiel a su primer amor durante toda su vida. Le deleitaban ciertas analogías formales que podían encontrarse entre su argumentación y la de Hegel. Le gustaba testimoniar su hegelianismo y usar las expresiones hegelianas. Pero esto es todo. En ninguna parte traicionó la ciencia positiva por la metafísica. Todo esto lo dice él mismo en el prólogo a la segunda edición del primer tomo de Das Kapital, y lo que dice allí es verdad y no una auto ilusión; puede probarse analizando su argumentación, que siempre descansa sobre hechos sociales, y las verdaderas fuentes de sus afirmaciones, ninguna de las cuales yace en el campo de la filosofía. Por supuesto aquellos comentadores y críticos que partieron del lado filosófico no pudieron hacerlo, porque no sabían bastante acerca de las ciencias sociales implicadas en ello. Su inclinación sistemático-filosófica le hacía, además, oponerse a cualquier interpretación que no procediese de algún principio filosófico. Por eso veían filosofía en las afirmaciones más empíricas de la experiencia económica, desviando con ello la discusión por un camino falso, equivocando por igual a amigos y enemigos.

Marx, el sociólogo, aportó para su tarea un instrumental que consistía primordialmente en un dominio extenso de los hechos históricos y contemporáneos. Su conocimiento de estos últimos era siempre anticuado en cierto modo, porque fue el más libresco de los hombres y por ello los materiales básicos — que no es lo mismo que el material periodístico — le llegaban siempre con retraso. Pero difícilmente se le escapaba cualquier obra histórica de su época que tuviese alguna importancia o alcance general, aunque sí, en cambio, mucha literatura monográfica. Aunque no podemos realzar la plenitud de su información en este terreno tanto como admiramos su erudición en el terreno de la teoría económica, era, con todo, capaz de ilustrar sus visiones sociales no sólo con grandes frescos históricos, sino también con muchos detalles, la mayoría de los cuales estaban, en punto a exactitud, más bien por encima que por debajo del nivel medio de los demás sociólogos de su tiempo. Estos hechos los abarcaba con un golpe de vista que penetraba, a través del desorden superficial de las cosas, hasta la grandiosa lógica de los acontecimientos históricos. En esto no había ni simplemente pasión ni tampoco un impulso meramente analítico, sino ambas cosas. Y el resultado de su intento de formular esta lógica, la llamada interpretación económica de la Historia4, es, sin duda, hasta la fecha, una de las mayores aportaciones individuales a la sociología. Ante ella se convierte en insignificante la cuestión de si esta o aquella aportación era enteramente original y hasta dónde la debía en parte a sus predecesores alemanes o franceses.

La interpretación económica de la Historia no significa que los hombres actúen, consciente o inconscientemente, total o primordialmente, por motivos económicos. Por el contrario, un elemento esencial de la teoría, y una de sus más importantes contribuciones, es la explicación del papel y de la influencia de los motivos no económicos y el análisis del modo cómo la realidad social se refleja en las psiques individuales. Marx no sostenía que las religiones, la metafísica, las escuelas de arte, las ideas éticas y las voliciones políticas fuesen reducibles a motivos económicos ni que careciesen de importancia. Únicamente trató de describir las condiciones económicas que las configuran y que explican su orto y su ocaso. Todos los datos y argumentos de Max Weber5 encajan perfectamente en el sistema de Marx.

Los grupos y clases sociales y los modos cómo estos grupos y clases se explican a sí mismo su propia existencia, situación y comportamiento, era, por supuesto, lo que más le interesaba. Vertió el raudal de su ira más biliosa sobre los historiadores que habían adoptado aquella actitud y sus tópicos (las ideologías o, como diría Pareto, las derivaciones) por su valor aparente y trataban de interpretar por medio de ellos la realidad social. Pero si las ideas y los valores no eran para él los promotores del proceso social, tampoco eran humo de pajas. Si se me permite la analogía desempeñaban en la maquinaria social el papel de correas de transmisión. No podemos tocar el interesantísimo desarrollo de estos principios en la posguerra, esto es, la sociología del saber6, que ofrecería el mejor ejemplo para explicar esto. Pero era necesario decir todo esto, porque Marx ha sido continuamente mal entendido en este respecto. Incluso su amigo Engels, ante la tumba abierta de Marx, definía la teoría en cuestión precisamente en el sentido de que individuos y grupos están impulsados primordialmente por motivos económicos, lo cual es falso en algunos aspectos y piadosamente trivial en los demás.

Ya que nos hemos puesto a ello podemos defender a Marx contra otro malentendido: la interpretación económica de la Historia ha sido llamada a menudo interpretación materialista. Se ha llamado así por el mismo Marx. Esta frase aumentó grandemente su popularidad con algunos y su impopularidad con otros. Pero carece por completo de sentido. La filosofía de Marx no es más materialista que la de Hegel y su teoría de la Historia no es más materialista que cualquier otro intento de explicar el proceso histórico por los medios de que dispone la ciencia empírica. Debe quedar claro que esto es lógicamente compatible con cualquier creencia metafísica o religiosa, exactamente igual que lo es cualquier imagen física del mundo. La misma teología medieval proporciona métodos con los que es posible establecer esta compatibilidad7.

Lo que realmente dice la teoría puede resumirse en dos proposiciones:

1ª. Las formas o condiciones de producción son el factor determinante fundamental de las estructuras sociales, las cuales, a su vez, engendran actitudes, acciones y civilizaciones. Marx ilustra su punto de vista con la famosa afirmación de que el “telar de mano” crea la sociedad feudal y el “telar de vapor” crea la sociedad capitalista. Esto lleva a un extremo peligroso la importancia del elemento técnico, pero puede aceptarse en la inteligencia de que la simple técnica no es todo. Popularizando un poco y reconociendo que con ello perdemos mucho del verdadero sentido, podemos decir que es nuestro trabajo cotidiano lo que configura nuestro espíritu y que es nuestra situación dentro del proceso de producción lo que determina nuestra perspectiva de las cosas — o de los lados de las cosas que vemos — y el ámbito social de que disponemos cada uno.

2ª. Las mismas formas de producción tienen una lógica propia; es decir, cambian de acuerdo con las necesidades que les son inherentes, de forma que crean sus sucesoras simplemente por su propio funcionamiento. Para ilustrarlo con el mismo ejemplo de Marx: el sistema caracterizado por el “telar de mano’’ crea una situación económica y social en la que la adopción del método mecánico de tejer llega a ser una necesidad práctica que los individuos y los grupos son impotentes para alterar. El establecimiento y la puesta en funcionamiento del “telar de vapor” crea, a su vez, nuevas funciones y situaciones sociales, nuevos grupos y modos de ver las cosas, que se desarrollan y actúan de tal modo que sobrepasan su propio marco. Aquí tenemos entonces, el propulsor que es responsable, primeramente, del cambio económico, y, como consecuencia de ello, de todo el cambio social propulsor para cuya operatividad no se necesita ningún impulso exterior.

Ambas proposiciones contienen indudablemente una gran cantidad de verdad y son inapreciables hipótesis de trabajo, como veremos en diversas fases de nuestro camino. La mayoría de las objeciones corrientes son un completo fracaso; ejemplo de ello son todas aquellas que orientan la refutación hacia la influencia de los factores éticos y religiosos o la que ya formuló Eduard Bemstein, quien afirma con deliciosa simplicidad que “los hombres tienen cabeza” y pueden obrar por ello como ellos elijan. Después de lo dicho más arriba apenas es necesario insistir sobre la debilidad de tales argumentos; los hombres “eligen”, por supuesto, el curso de sus acciones, las cuales no están directamente constreñidas por los datos objetivos del medio que los rodea; pero eligen desde sus puntos de vista perspectivas e inclinaciones que no forman un grupo de datos independientes, sino que están ellos mismos moldeados por situaciones objetivas.

Sin embargo, surge la cuestión de si la interpretación económica de la Historia es algo más que una cómoda aproximación de la que quepa esperar que actúe más o menos satisfactoriamente, según los casos. El hecho mismo de plantearlo significa una manifiesta limitación. Las estructuras, los tipos y las actitudes sociales son monedas que no se funden fácilmente. Una vez que se han formado persisten, posiblemente durante siglos, y, como las diferentes estructuras y tipos despliegan grados diferentes de esta aptitud para sobrevivir, casi siempre encontramos que el comportamiento efectivo de grupo y nacional se aparta más o menos de lo que habría que esperar si tratáramos de inferirle de las formas dominantes del proceso de producción. Aunque esto tiene validez casi general, se ve más claramente cuando una estructura de larga duración se transplanta de un país a otro. La situación social creada en Sicilia por la conquista normanda ilustrará lo que yo quiero decir. Estos hechos no los pasó por alto Marx, pero apenas percibió todas sus implicaciones.

Hay un caso afín cuyo significado es más patente. Considérese el nacimiento del tipo feudal de señoría territorial en el reino de los francos durante los siglos VI y VII. Fue ciertamente un acontecimiento de la mayor importancia que configuró la estructura de la sociedad durante muchas generaciones e influyó también sobre las condiciones de producción, incluyendo las necesidades y la técnica. Pero su explicación más sencilla hay que verla en la función de caudillaje militar desempeñada anteriormente por las familias y los individuos que (conservando dicha función) se convirtieron en señores feudales después de la conquista definitiva del nuevo territorio. Esto no concuerda en. absoluto con el esquema de Marx y fácilmente podría construirse en una dirección diferente. Hechos de esta naturaleza pueden, indudablemente, ser integrados en el esquema por medio de hipótesis auxiliares; pero la necesidad de introducir tales hipótesis es normalmente el comienzo del fin de una teoría.

Muchas otras dificultades, que surgen en el curso del ensayo de interpretación histórica aplicando el esquema de Marx podrían resolverse admitiendo cierta medida de interacción entre la esfera de la producción y las demás esferas de la vida social8. Pero ese hechizo que le rodea, es decir, el de poseer la verdad fundamental, depende precisamente de la rigidez y simplicidad de la relación unilateral que afirma. Si ésta se pone en cuestión, la interpretación económica de la Historia tendrá que ocupar su lugar entre otras proposiciones similares — como una de tantas verdades parciales — o bien dejar paso a otra que revele una verdad más fundamental. Sin embargo, ni su rango como realidad ni su utilidad como hipótesis de trabajo se han resentido por ello. Para el creyente, por supuesto, es sencillamente la clave de todos los secretos de la historia humana. Y si algunas veces nos sentimos inclinados a sonreír ante aplicaciones más bien ingenuas de ella debemos recordar la especie de argumentaciones a que ha reemplazado. Incluso la hermana contrahecha de la interpretación económica de la Historia, la Teoría de las clases sociales de Marx, se mueve en una luz más favorable en cuanto tenemos esto presente.

De nuevo nos encontramos en primera línea una importante contribución que hemos de registrar. Los economistas han sido extrañamente tardíos en reconocer el fenómeno de las clases sociales. Por supuesto han clasificado siempre a los actores cuyo juego recíproco ha creado el proceso de que se ocupan. Pero estas clases eran simplemente grupos de individuos que mostraban un carácter común; así, unas personas eran clasificadas como terratenientes u obreros, porque poseían tierras o vendían los servicios de su trabajo. Sin embargo, las clases sociales no son creación de un observador que hace una clasificación, sino entes vivos que existen como tales. Y su existencia da lugar a consecuencias que son pasadas completamente por alto por un esquema que considera a la sociedad como si fuera una reunión amorfa de individuos o familias. Pero precisamente queda abierta la interrogante de la importancia que tiene el fenómeno de las clases para la investigación en el campo de la teoría económica pura. Por otra parte, está fuera de dudas que es muy importante para muchas aplicaciones prácticas y para todos los aspectos más amplios del proceso social en general.

Hablando grosso modo podemos decir que las clases sociales hicieron su aparición tal como se sienta en la famosa afirmación contenida en el Manifiesto Comunista de que la-historia de la sociedad es la historia de las luchas de clases. Por supuesto que esto es elevar la pretensión a su grado máximo. Pero con que rebajemos su tono a la afirmación de que los acontecimientos históricos pueden ser frecuentemente interpretados en términos de intereses de clase y de actitudes de clase y que las estructuras de clase existentes son siempre un factor importante en la interpretación histórica, queda lo bastante para autorizarnos a hablar de una concepción casi tan valiosa como lo ha sido la misma interpretación económica de la Historia.

Es claro que el éxito en la línea de avance abierta por el principio de las luchas de clases depende de la validez de la teoría particular que mantengamos sobre las clases. Nuestra visión de la Historia y todas nuestras interpretaciones de las formas culturales y del mecanismo del cambio social serán diferentes según que elijamos, por ejemplo, la. teoría racial de las clases y reduzcamos, como Gobineau, la historia de la Humanidad a la historia de la lucha de razas, o bien, por ejemplo, la teoría de las clases basada en la división del trabajo a la manera de Schmoller o de Durkheim, y resolvamos los antagonismos entre los intereses de los grupos profesionales. Tampoco está limitado el campo de las posibles diferencias en el análisis al problema de la naturaleza de las clases. Cualquiera que sea el punto de vista que tengamos acerca del mismo surgirán interpretaciones diferentes de las distintas definiciones de interés de clase9 y de las diversas opiniones acerca de cómo se manifiesta la acción de las clases. Hasta la fecha el problema es un foco de prejuicios y apenas está aún en su etapa científica.

Es notable que Marx no acabara nunca, que sepamos, de sistematizar lo que era claramente uno de los pivotes de su pensamiento. Es posible que aplazara la labor hasta que fue demasiado tarde, precisamente porque su pensamiento se movía tanto en términos de conceptos de clase que no sintió necesidad de molestarse por hacer una exposición definitiva. Es igualmente posible que le quedaran algunos puntos sin fijar en su propio pensamiento y que el camino a una teoría completa de las clases le fuera obstaculizado por ciertas dificultades que él se creó a sí mismo al insistir en una concepción del fenómeno puramente económica. y supersimplificada. Tanto él mismo como sus discípulos ofrecieron aplicaciones de esta teoría, insuficientemente desarrollada, en modelos especiales, de los que el ejemplo más destacado es su propia Historia de las luchas de clases en Francia10. Más allá de esto no se ha conseguido ningún progreso real. La teoría de su asociado más importante, Engels, era del tipo de la división del trabajo y esencialmente no marxista en sus consecuencias. Prescindiendo de ésta solamente tenemos perspectivas parciales y aperçus, algunos de ellos de sorprendente vigor y brillantez — esparcidos por todos los escritos del maestro, especialmente en Das Kapital y en el Manifiesto Comunista.

La labor de ligar estos fragmentos es delicada y no puede emprenderse aquí. La idea básica está bastante clara, sin embargo. El principio estratificador consiste en la propiedad o en la exclusión de la propiedad, de los medios de producción, tales como edificios de las fábricas, maquinarias, materias primas y los bienes de consumo que entran en el presupuesto del obrero. Tenemos así, fundamentalmente, dos clases y sólo dos: la de los propietarios, los capitalistas, y la de los desposeídos, que se ven compelidos a vender su trabajo, o sea, la clase trabajadora o proletariado. Ciertamente que no se niega la existencia de grupos intermedios, como los formados por los labradores o artesanos, que emplean trabajo, pero también trabajan ellos mismos, por los empleados y las profesiones liberales; pero se les considera como anomalías que tienden a desaparecer en el transcurso del proceso capitalista. Las dos clases fundamentales son esencialmente antagónicas en virtud de la lógica de su situación e independientemente por completo de las voliciones individuales. Dentro de cada clase se producen hendiduras y también colisiones entre subgrupos que históricamente pueden incluso tener una importancia decisiva. Pero en último análisis tales hendiduras o colisiones son incidentales. El único antagonismo que no es incidental, sino inherente a la estructura básica de la sociedad capitalista, está fundado en el dominio privado de los medios de producción; la naturaleza genuina de la relación entre la clase capitalista y el proletariado es la lucha, la lucha de clases.

Como veremos más adelante, Marx trató de demostrar que en esta lucha de clases los capitalistas se destruyen unos a otros y con el tiempo destruirán incluso el sistema capitalista. También trata de demostrar que la propiedad del capital conduce a una mayor acumulación. Pero esta manera de razonar, así como la misma definición de clase social, que hace de la propiedad de algo su característica constitutiva, sólo sirve para aumentar la importancia de la cuestión de la “acumulación primitiva”, es decir, de la cuestión de cómo los capitalistas llegaron en un principio a ser capitalistas o cómo adquirieron aquel acopio de bienes, que, según la teoría de Marx, era necesario para permitirles iniciar la explotación. En esta cuestión Marx es mucho menos explícito11. Rechaza con desdén el cuento de niños (Kinderfibel) burgués de que unas personas se han hecho capitalistas antes que otras, y siguen haciéndose cada día, por su superior inteligencia y capacidad de trabajo y de ahorro. Y al mofarse de este cuento de los niños buenos actuaba agudamente, pues provocar una carcajada es, sin duda, un método excelente para deshacerse de una verdad molesta, como todo político sabe para su propia conveniencia. Nadie que mire los hechos históricos y presentes con un espíritu algo imparcial puede dejar de observar que este cuento de niños, aunque está lejos de decir la verdad, dice, con todo, una buena parte de ella.

La inteligencia y la energía por encima de lo normal conducen en el noventa por ciento de los casos al éxito industrial y especialmente a la fundación de posiciones industriales. Y precisamente en las etapas iniciales del capitalismo y de toda carrera industrial individual el ahorro era y es un elemento importante en el proceso, aunque no tanto como lo explica la economía clásica. Es verdad que no se alcanza ordinariamente el status de capitalista (patrono industrial) ahorrando de un jornal o salario, para instalar una fábrica propia con los fondos así reunidos. La masa de la acumulación proviene de los beneficios y por ello presupone los beneficios; he aquí, en efecto, el fundamento racional para distinguir el ahorro de la acumulación. Los medios necesarios para dar comienzo a una empresa se adquieren normalmente tomando a préstamo los ahorros de otras personas, cuya existencia en numerosas pequeñas reservas es fácil de explicar, o los depósitos que los bancos crean para el uso del presunto empresario. Sin embargo, este último ahorra por lo general; la función de su ahorro es ponerse a salvo de la necesidad de someterse a la dura faena cotidiana para ganar el pan de cada día y darse un respiro para mirar a su alrededor, desarrollar sus planes y asegurar la cooperación. Desde el punto de vista de la teoría económica tenía razón Marx — aunque él la exagerara — al, negar al ahorro el papel que los autores clásicos le atribuían. Pero de ello no se sigue la consecuencia que deduce. Y la carcajada apenas está más justificada de lo que estaría si la teoría clásica fuese correcta12.

La carcajada hizo su efecto, sin embargo, y ayudó a despejar el camino a la otra teoría de Marx de la acumulación primitiva. Pero esta teoría no es tan exacta como sería de desear. La fuerza, el robo, la subyugación de las masas facilitan su expoliación y, a su vez, los resultados del pillaje facilitan la subyugación; todo esto era correcto, por supuesto, y concordaba admirablemente con las ideas comunes entre los intelectuales de todos los tipos, aún más en nuestros días que en los de Marx. Pero evidentemente esto no soluciona el problema, que es explicar cómo algunos adquirieron el poder para subyugar y robar. La literatura popular no se preocupa de ello. No pienso remitir esta cuestión a los escritos de John Roed. Ahora estamos ocupándonos de Marx.

Aquí, al menos, el historicismo que caracteriza a todas las principales teorías de Marx aporta una apariencia de solución. Para él es esencial a la lógica del capitalismo, y no solamente una cuestión de hecho, el haber nacido de una situación feudal de la sociedad. Por supuesto, también en este caso surge la misma cuestión acerca de las causas y del mecanismo de la estratificación social, pero Marx aceptaba sustancialmente el punto de vista burgués de que el feudalismo era un reinado de la fuerza13, en el que la subyugación y la explotación de las masas eran ya hechos realizados. La teoría de las clases concebida primordialmente para las condiciones de la sociedad capitalista se extendió a su predecesora feudal, como lo fue una gran parte del aparato conceptual del capitalismo14, y algunos de los problemas más espinosos fueron relegados al recinto feudal para reaparecer como zanjados, en forma de datos, en el análisis de las formas capitalistas. El explotador feudal fue simplemente reemplazado por el explotador capitalista. En los casos en que los señores feudales se convertían efectivamente en industriales bastaría con esto para resolver lo que aún quedaba de problemático. La prueba histórica ofrece cierto apoyo a esta concepción; muchos señores feudales, especialmente en Alemania, establecieron y dirigieron, efectivamente, fábricas, aportando a menudo los medios financieros, con sus rentas feudales, y el trabajo, con la población agrícola (en muchos casos sus siervos, aunque no necesariamente)15. En todos los demás casos el material utilizable para tapar este hueco es claramente inferior. La única manera correcta de expresar la situación es diciendo que, desde un punto de vista marxista, no hay explicación satisfactoria, sino que para obtenerla es preciso acudir a elementos extraños a Marx que sugieran conclusiones no marxistas.16

Esto, sin embargo, adultera la teoría tanto en su raíz histórica como en su raíz lógica. Como la mayoría de los métodos de acumulación primitiva explican también la acumulación ulterior, la acumulación primitiva como tal continúa a través de toda la era capitalista, no es posible decir que la teoría de Marx sobre las clases sociales sea correcta, excepto para la explicación de las dificultades relativas a los procesos de un pasado remoto. Pero es tal vez superfino insistir en las deficiencias de una teoría que ni en los casos más favorables se acerca por ninguna parte a la medula del fenómeno que pretende explicar y que nunca debió haber sido tomada en serio. Estos casos han de limitarse principalmente a aquella época de evolución capitalista que se caracteriza por el predominio de la empresa de volumen medio dirigida por su propietario. Más allá de este campo las posiciones de clase, aunque en la mayoría de los casos reflejaban más o, menos las posiciones económicas correspondientes, son con más frecuencia la cansa de la consecuencia de las últimas; el éxito de los negocios no es evidentemente en todas partes el único acceso a la preeminencia social, y solamente donde lo sea la propiedad de los medios de producción determinará causalmente una situación de grupo en la estructura social.

No obstante, aun entonces es tan poco razonable hacer de la propiedad el elemento definidor como lo sería definir a un soldado como un hombre que tiene un fusil. La división tajante entre personas que (juntamente con sus descendientes) se supone que son capitalistas de una vez para siempre y otras que (junto con sus descendientes) se supone que son proletarios de una vez para siempre no solamente es, como se ha apuntado con frecuencia, totalmente irreal, sino que pasa por alto el punto saliente con respecto a las clases sociales: la incesante elevación y caída de familias singulares al estrato superior y su incesante descenso del mismo. Los hechos a que estoy aludiendo son todos obvios e indiscutibles. Si no aparecen en el tapete de Marx la razón sólo puede radicar en sus implicaciones no marxistas.

No es superfino, sin embargo, considerar el papel que esta teoría desempeña dentro de la construcción de Marx y preguntarnos a qué intención analítica — en oposición a su uso como instrumento para el agitador — trataba de servir.

De una parte, hemos de tener presente que, para Marx, la teoría de las clases sociales y la interpretación económica de la Historia no eran lo que son para nosotros, es decir, dos teorías independientes. En Marx la primera complementa a la segunda de una manera especial y limita así — dándole mayor precisión — el modus operandi de las condiciones o formas de producción. Estas determinan la estructura social, y, a través de la estructura social, todas las manifestaciones de la civilización y todo el curso de la historia cultural y política, Pero la estructura social se define, para todas las épocas socialistas, en términos clasistas de aquellas dos clases que son las verdaderas dramatis personas y al mismo tiempo las únicas creaciones inmediatas de la lógica del sistema capitalista de producción, que influye en todo lo demás por medio de ellas. Esto explica por qué Marx se vio impelido a hacer de sus clases fenómenos puramente económicos e incluso fenómenos que eran económicos en un sentido muy estricto; con esto se cerró el paso para un conocimiento más profundo de ellas, pero en el preciso lugar de su esquema analítico en que él los colocó no le quedaba elección para otra cosa.

Por otra parte, Marx quería definir el capitalismo por el mismo rasgo por el que también define su división de clases. Un poco de reflexión convencerá al lector de que esto no es necesario ni natural. En realidad, era un golpe audaz de estrategia analítica que ligaba el destino del fenómeno de las clases al destino del capitalismo de tal manera que el socialismo, que en realidad no tiene nada que ver con la existencia o ausencia de las clases sociales, se convirtió, por definición, en la única especie posible de sociedad sin clases, a excepción de los grupos primitivos. Esta ingeniosa tautología no podía haber sido asegurada por cualesquiera otras definiciones de clases y de capitalismo distintas de la elegida por Marx, es decir, la definición que toma como nota la propiedad privada de los medios de producción. De aquí que tuviese que haber justamente dos clases, poseedores y no poseedores, y de ahí que todos los demás principios de división social, algunos de ellos mucho más plausibles, tenían que ser rigurosamente omitidos o desestimados o incluso reducidos a aquél.