Cardos - Javier de Viana - E-Book

Cardos E-Book

Javier de Viana

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Beschreibung

Se trata de una recopilación de cuentos breves sobre la vida y la sociedad campestres en la pampa uruguaya escritos por Javier de Viana. Algunos de los relatos que contiene son «La estancia de don Tiburcio», «Añojal», «Con tiento de alambre», «Lucha a muerte», «Mientras llueve», «Tapera humana» o «Falsos héroes».

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Seitenzahl: 151

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Javier de Viana

Cardos

CUENTOS

Saga

Cardos

 

Copyright © 1919, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726682717

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

LA ESTANCIA DE DON TIBURCIO

El auto avanzaba velozmente por la hermosa carretera bordeada de altos y ramosos eucaliptus, que en partes formaban finas cejas del camino y en partes se espesaban en tupidos bosques.

De trecho en trecho abríanse como puertas en la arboleda, permitiendo observar hacia la izquierda, los grandes rectángulos verdes cubiertos de alfalfa, de cebada y de hortalizas; los hornos ladrilleros, los plantíos de frutales, las alegres casitas blancas, de techo de hierro y amparadas por acacias y paraísos. En otros sitios los arados mecánicos roturaban, desmenuzándola, la tierra negra y gorda. Todo, hasta los prolijos cercos de alambre tejido que limitan los pequeños predios, pregona el avance del trabajo civilizado.

A la derecha vense bosquecillos de jóvenes pinares, regeneradores del suelo, encargados de detener el avance de las estériles arenas del mar . . . Más hacia el sur, los médanos, ya casi vencidos, adustos, muestran sus lomos bayos sobre los cuales reverbera el intenso sol otoñal; y más allá todavía, brilla, como un espejo etrusco, la inmensa lámina azul de acero del río-mar . . .

El auto vuela, entre nubes de polvo, por la nueva carretera, y aquí se ve un chalet moderno, rodeado de jardines, y luego un tambo modelo, y depués una huerta y más lejos una fábrica, cuya negra humaza desaparece en la diafanidad de la atmósfera apenas salida de la garganta de las chimeneas; y en seguida otras tierras labrantías y más eucaliptos y más pinos, y de lejos en lejos, como único testimonio del pasado semibárbaro, uno que otro añoso ombú, milagrosamente respetado por un resto de piedad nativa.

El amigo que nos conduce a su auto,—un santanderino acriollado,—me dice,—descuidando el volante para dibujar en el aire un gran gesto entusiasta:

—¡Esto es progreso! ¡Esto es grandeza! . . . ¡Esto es hermosura!

Mi compañero, Lucho, contrae los labios en mueca desdeñosa y responde:

—¡Bah! . . . Aquí no hay más que dos cosas bellas: esos últimos restos de la tribu famosa de los ombúes,—y que han perdido mucho de su majestad primitiva porque están vencidos, porque saben que perduran por misericordia humillante,—y el mar, que todavía sabe amedrentar con sus rugidos a los que escarban la tierra robándole el alimento a los caballos y a las vacas para dárselo a las zanahorias y los repollos, y que voltean los árboles criollos para suplantarlos por árboles gringos, como el pino y el eucalipto . . . ¡Bah! . . .

—¡Sin embargo, la civilización! . . .

—¡La civilización no tiene ningún parentesco con el arte!—gritó Lucho enardecido.—¿Me va usted a comparar las poesías de Píndaro, de Virgilio y de Horacio con la de los metrificadores ladrilleros de ahora? . . . ¿Me va a comparar a Cervantes en la novela y a Shakespeare en el drama, con los Jorge Ohnet y los saineteros del día . . . Y en fin ¿me va usted a comparar un incunable . . . ¡qué digo un incunable! . . . un elzevir del siglo XVI, con los libros modernos, salidos de linotipos y rotativas? . . . ¡Salga de ahí! . . .

—¡Mira eso!—le interrumpí, señalándole un terreno que se presentaba repentinamente a nuestra izquierda.

—¡Eso es lindo! . . . ¡Sofrene el pingo, amigo!— dijo dirigiéndose al santanderino conductor.

A nuestra izquierda, formando chocante contraste con las manifestaciones de vida activa y progresista, enclavado entre un amplio alfalfar verdegueante y un frondoso bosque de eucaliptos, había un terreno de un par de hectáreas, cercado por una alambrada ruinosa.

Cerca de la carretera y bajo la custodia de los ombúes macilentos languidecían tres ranchos «sillones», pardas y agrietadas las paredes de adobe, negra y rala la techumbre pajiza.

En la puerta del rancho, indolentemente recostado al marco, estaba un hombre viejo, de larga melena gris, de rostro enjuto cubierto de barbes ásperas, de aquilina nariz y de grandes ojos negros de imperativa mirada. Su vestimenta era de sorprendente anacronismo: aludo chambergo con el barboquejo caído por debajo de la nariz; blusa de merino negro, chiripá listado, sujeto por un tirador de herraje; calzoncillo de criba, bota de potro y en el talón formidables nazarenas con la midad de los clavos quebrados, semejaban la dentadura de un bravo viejo mastín.

Pasando por sobre el alambrado, nos acercamos, bajo la mirada adusta del dueño de casa, sorprendido e irritado ante aquella violación de sus dominios. Pero cuando yo dije, golpeandolas palmas de las manos:

—Ave María purísima . . .—el viejo modificó la áspera expresión de su semblante y respondióme con efusiva solicitud:

—Sin pecado concebida . . . Apeensé . . .

—Usted es . . .

—Tiburcio Pastoral . . . pa servirlo . . . Tomen asiento . . . Yo soy de Tacuarembó, donde supe tener un guen establecimiento . . . Dispués la suerte se me voleó como taba fulera y aura sólo cuento con este piacito’e campo y estos animalitos . . .

Y al decir esto tendía la encallecida y flaca mano, señalando la misérrima chacra donde pacían con pereza, arrancado con esfuerzos las yerbas ruines ralamente sembradas en la tierra arenosa,—tres matungos escuálidos, una docena de avejunos que, conmovidos por la sarna, iban arrastrando los girones del poncho, y una vieja vaca lechera con los cuadriles como peñascos puntiagudos y los costillares como cerco de duelas.

Luego, empujando con la punta del pie dos cráneos de vaca y un trozo de ceibo, agregó con la proverbial hospitalidad gaucha:

—Sientensé y tomarán un cimarrón.

Y hablaba, hablaba, en un lenguaje y con gestos arcaicos. Antojábasame un Quijote gaucho en cuya deshilacliada sesera persistía la visión del pasado, dentro del cual continuaba viviendo, cerrados los ojos a la realidad del presente, a semejanza del inmortal manchego.

Aquel mísero retazo de tierra y aquellas ruines bestias, eran para él la Estancia, donde habían de perdurar los hábitos de la Estancia de varias leguas de campo, pobladas por millares de vacunos y de ovinos y por grandes cuadrillas de yeguas ariscas y potros bravíos.

Interrumpiendo un momento sus relatos rememorativos, tendió la vista al horizonte donde un toldo parduzco se iba extendiendo sobre el azul del río, y ordenó:

—¡Pedro! . . . Ensillá y and á repuntar la majada porque la tormenta se viene tranquiando largo! . . .

Obedeció el mozo, ensillando pausada y concienzudamente, poniendo en la operación doble tiempo del que hubiera necesitado para ir a arrear, a pie, las pocas ovejas que pastaban a veinticinco varas de las casas.

Siguió charlando el viejo. Nos ofertó un cigarrillo de «naco», «picado sobre el dedo» y liado en chala, y luego nos alcanzó un tizón para encenderlo. A poco, y mientras Pedro repuntaba lentamente las ovejas, ordenó a su otro hijo:

—¡Pomuceno! . . . Ya es hora de recoger las tamberas y atar los terneros.

Ensilló el mozo con idéntica prolijidad que su hermano, montó y fué en busca de «las tamberas», la escuálida vaca yaguané que rumiaba a diez pasos del sitio donde estábamos sentados.

Haciendo esfuerzo por contener la risa, pregunté:

—¿Mucho trabajo?

Y él, siempre serio, solemne, respondió:

—En una estancia nunca falta trabajo; siempre hay algo que hacer! . . .

AÑOJAL

Al despertar, Mardanio experimentó gran disgusto. El cuarto estaba obscuro; ni un rayo de luz colábase por las múltiples rendijas que obrecian el techo, las paredes, la puerta y la ventana de la rústica estancia. Pero había ser tarde, sin embargo. Probablemente el sol había emprendido marcha en medio de un cielo toldado aún, después de la furiosa lluvia nocturna: el sol es un mayoral experto y rígido, que no posterga la hora de salida cualesquiera sean las amenazas del tiempo.

Mardonio tenía conciencia de haber dormido mucho y avergonzábase de ello. En el transcurso de los quince años que llevaba desempeñando la mayordomía de la Estancia, jamás nadie se había levantado antes que él y cuando aparecían en el galpón los más madrugadores, siempre encontraban encendido el fuego, caliente el agua y ya enflaquecida la cebadura del cimarrón.

Se había dormido; era una vergüenza que lesionaba su prestugio de hombre capaz de los más grandes sacrificios con tal de que no pudieran tarjarle una sola falta en el cumplimiento de sus deberes.

Levantóse, se vistió someramente y abrió la pequeña ventana. Contra su presunción, el cielo estaba sin nubes y en la lejanía del horizonte una fina ceja roja anunciaba el nacimiento del día.

Salió. El galpón estaba desierto, frías las cecenizas, apagado el trashoguero de espinillo. Silencio completo en las casas. Todos, hasta los perros dormían aún.

Recién entonces Mardonio respiró a gusto; y en tanto encendía el fuego y preparaba el mate, con la metódica proligidad que empleaba en todos los actos, iba recapitulando los extraordinarios acontecimientos de la víspera.

¿Eran realidades, o simple ensoñación engendrada por la atmósfera de tormenta y el prolongado verberar del agua y del viento durante aquellos ocho días de furioso temporal? . . .

No acertaba a decidirlo, y tanto más pujaba, tanto más enredábansele los tientos del raciocinio. En la duda, irritóse consigo mismo.

—¡Duele errar un tiro ’e bolas, pero más duele correr por los cuestabajos, con peligro de romperse el alma, pa enlazar una fantasma! . . .

El sol había desabroechado los últimos velos de la noche y ascendían majestuosamente entre el cobalto de un espléndido ciclo atoñal.

Persistía el silencio. Todo dormía aún, cuando Mardonio, después de haber cansado una cebadura de yerba y agotado el agua de la pava, fué hasta la puerta del galpón y tendió la vista al campo.

Sorpredióse como quien ve inesperadamente una persona que suponía muerta desde muchos años atrás. Aquel día naciente no era uno de esos tantos que pasan como para un viajero desconocido por el camino. No; él había visto antes, en tiempo lejano, ese mismo día otoñal, blanco, luminoso y sereno.

¿Cuándo? ¿En qué oportunidad?

Una recapitación inconsciente se fué operando en su espíritu produciéndose en él algo así como el despertar después de largo sueño cataléptico.

—¡Aura mi acuerdo!— exclamó.—Han galopiao más de veinte años, y esta madrugada se me presienta acollarada con la otra, igualitas como potrancos mellizos! . . .

Más de dos décadas, sí. El frisaba entonces en los veinticinco, y era un gallardo mancebo, que si no poseía una elocuencia profusa no le faltaban palabras y frases precisas para expresar las ternuras de su alma.

Amó una vez sola, pero amó intensamente. Sin violencias, por natura! conformidad con su espíritu, siguió siempre al pie de la letra uno de los predilectos aforismos de su padre:

—«Una sola mujer, un solo caballo, una sola pistola.»

—«No es rico quien tiene mucho, sino quien sabe guardar lo que tiene.»

En el clarear de un día de otoño, luminoso y plácido como aquel que ahora presenciara, Mardonio salía del interior de un ranchito, donde había exhalado el último suspiro su novia adorada . . .

Dentro de un corazón, sin exteriorizaciones de ningún género, consagró un culto a la muerta, convencido de que ninguna otra podría reemplazarla en su afecto.

Y la vida siguió su curso, con sus exigencias ineludibles. La muerta había cerrado con llave el huerto una sola vez cultivado y el mozo no tuvo nunca tentaciones de entrar en él.

De esa laya transcurrieron veinte años, monótonos, gríseos, insípidos, todos iguales.

Mas he ahí que al cabo de ellos Mardonio se vió bruscamente abocado a un nuevo conflicto sentimental. Había fiesta en la estancia. Baile en la noche. Entre las muchachas hallábase Consolación, huérfana de un puestero y que el patrón había recogido. Como era muy pobre y poco agraciada, nadie sacábala a bailar, y entonces Mardonio, compasivo, la invitó. . .

¿Agradecimiento? . . . ¿Afecto sincero? . . .

No entremos en análisis demasiado complecados. El caso es que Mardonio vió brotar una rama verde y vigorosa del tronco tronchado, y el que creía seco de su sensibilidad amorosa . . .

Se amaron. Debían casarse en breve. Mardonio, sobre todo, tenía prisa: a los cuarenta y cinco años la estación terminal del amor está muy próxima.

El sol seguía ascendiendo lenta y majestuosamente por el ancho camino azul del firmamento y todo el mundo dormía aún en la estancia.

El capataz empezaba a impacientarse en su soledad, renegando del madrugón, cuando se le presentó Consolación, quien fingiendo sorpresa dijo:

—¡Ah! . . . Está usté. . . yo iba . . . iba . . .

—¿A donde, amiguita?—contestó él con afecto.

—Es decir . . . yonoiba,. . . venía . . .—balbuceó.

Y luego, resueltamente:

—Mire; yo vine pa esplicarme con usté. . . Usté es un hombre muy bueno y yo no quiero engañarlo . . .

El palideció un poco y respondió grave y sereno:

—Hable . . .

—Oiga . . . Yo cría quererlo, pero dispués he visto que no era posible . . . que usté es muy bueno, sí, pero que . . . ¡yo no sé cómo decirlo! . . . Vea y es l’único que se me ocurre: que usté me quiere, pero que se ha olvidao de querer . . .

¡La terrible frase! . . . No basta amar, es necesario saber trasmitir el amor a la persona querida. Y él no podía hacerlo. En las tierras vírgenes, un enérgico roturaje asegura el brote de la semilla; pero en los añojales la maleza la obstruye y la mata! . . .

CON TIENTO DE ALAMBRE

Muy modesta, pero muy alegre era la salida de don Braulio Pérez; de impecable blancura las murallas, de dorada paja la techumbre y de tupy el pavimento, tan liso y parejo que se diría de guayacán lustrado.

Entre los barrotes de la reja de madera de la ventana que tomaba luz al huerto, se enredaba un rosal silvestre, cuyas menudas florecitas purpúreas parecían ansiosas de entrar en la estancia presas de femenina curiosidad, para escuchar los inocentes coloquios de las chicas de la casa con los mozos del pago en las tertulias domingueras.

Y cada vez que se abría la puerta de comunicación con el patio, las glicinas, los jazmines del país y las madreselvas, cuyas diversas ramas se abrazaban fraternalmente sobre el techo de tacuaras de la glorieta, expandían en el estrecho recinto de la salita un cálido perfume de templo venusto.

Durante toda la semana sólo penetraba en la salita la chica que estaba de turno para la limpieza y arreglo de la casa, y al sólo efecto de barrerla y aerearla durante un cuarto de hora. Pero el domingo, desde muy temprano, abríanse puertas y ventanas y los humildes floreros de loza pintarrajeada que adornaban las mesitas y las rinconeras, desaparecían bajo los ramos multlcolores de claveles, rosas, dalias y malvones.

Después de mediodía empezaban a caer los mozos comarcanos, y como nunca faltaban entre ellos acordionistas o guitarreros, bailábase casi sin cesar hasta el caer la noche.

Ruperta, Paulina y Blasa, las tres híjas de don Braulio, se resarcían ampliamente con aquella sencilla diversión, del afanoso trabajo de toda la semana. Y no tenían novios, s’n embargo, bien que la mayor contase ya veinticinco años y que las tres fuesen agraciadas y en extremo simpáticas; sus visitas eran «amiguítos», nada más, de mucha confianza, pero que ni por un momento olvidaban el respeto que se debía a aquel hogar, cuya honestidad era proverbial en el pago.

Los visitantes eran casi siempre los mismos; pero un domingo llegó inesperadamente Fideles Aquino, quien hacía cuatro años, a los pocos mes de casado con la hija de un chacarero italiano, desapareció del pago, llevándose a su esposa y llevándose también, según se murmuraba, todos Jos ahorros de su avaro suegro. Como éste murió de un síncope cardíaco al siguiente día de la para tida del yerno, nunca pudo conocerse la verdadaunque el hecho acentuase la sospecha.

El retorno de Fidel causó sensación. En nada había cambiado; era el mismo muchacho, lindo y alegre, exuberante en gestos y en dichos, divertido como pocos y embustero como ninguno.

—Siempre el mesmo cachorro juguetón—habíale dicho don Braulio.

—¡Bebida plapagar tristezas, don Braulio!

—¿Tristezas usté?—nterrogó, incrédula, Ruperta,—¡Usté, la persona más feliz que se conoce!

—Apariencias no más.

—Sos joven, sano,—dijo don Braulio;—heredastes bastante platita del finao tu suegro, ténes una mujer linda y guena . . . ¿qué le falta para ser feliz? . . .

Simulando gran tristeza, Fidel respondió:

—La vida es una vaca chùcara que cuando uno menos lo espera le pega la cornada . . . Mi pobre compañera Bernarda . . .

—¿Está enferma?

—Minió, la pobrecita.

—¿Murió?

—Si ya va pa dos años . . . un pasmo . . .

—¿Y tus hijitos?

—¿Mis hijitos? . . . No tengo.

—¿Cómo no? . . . A nosotros nos contó Ensebio, que hace un tiempo estuvo en tu casa, que tenías tres cachorros.

—Si . . . supe tenerlos . . . pero los pobrecitos se murieron también.

—Pero tenés platita . . .

—Apenas con que hacer cantar un ciego . . . Con los dijustos perdí la cabeza, hice malos negocios y tuito se jué barranca abajo . . .

Desde entonces, Fidel se constituyó en asiduo tertuliano de don Braulio, cuyas simpatías supo granjearse, prestándole solícita y desinteresada ayuda en las faenas chacareras—hasta el extremo de permitir sus amoríos con Blasa, la menor de sus hijas.

Cuatro meses después regresó al pago Isabelino, el primogénito de don Braulio, tras una ausencia de más de un año, ocupado en tropeadas por el Paraguay y el Brasil.

—Sabés que hay novedades en casa?—díjole Ruperta.

—¿Cuálas?

—Que Blasa tiene novio . . . Fíjate que la mocosa se va a casar primero que nosotras! . . .

—¿Con quien?

—Con Fidel.

—¿Qué Fidel?

—Fidel Aquino, pues.

Rió el mozo para responder: