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«Paisanas» (1920) es una recopilación de relatos de Javier de Viana, como «La revancha», «Sálvate, Juan», «La peona», «El más fuerte», «La bondad del coronel» o «La perra rabiosa». Los personajes de estos cuentos están tomados de la vida campestre uruguaya y se enfrentan a las injusticias del Gobierno y los latifundistas.
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Seitenzahl: 147
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Javier de Viana
(COSTUMBRES DEL CAMPO)
Saga
Paisanas
Copyright © 1920, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726682670
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Pedro Pancho, ante la prueba abrumadora de su delito, comprendió que era inútil la defensa.
Por eso se concretó a decirle a Secundino:
—Lindo pial. Pero no olvidés que una refalada no es caída, y que de la cárcel se sale. Preparate para la revancha.
—En todo caso siempre habrá lugar pa la güena, —respondió taimadamente el capataz;—empardar no es matar.
—Dejuro, correremos la güena, que a mí nunca me gustaron las empatadas. . . ¡y es difícil que no la gane!. . .
—¡Claro! Como la cana v’a ser larga, tenés tiempo pa estudiar el naipe y marcarlo.
—Descuidá: algunas cartas ya las tengo mar cadas—respondió Pedro Pancho con extraña entonación que dejó pensativo a su rival.
Los peones comentaban el suceso.
—Estoy seguro que Pedro Pancho es inocente —observó uno.
— Y yo lo mismo—confirmó otro.—La contra señalada de los borregos la hizo el mesmo capataz pa fundirlo al otro, a quien le tiene miedo.
—Ya dije yo—filosofó Dionisio—que Secundino es como cuscuta en alfalfar y que ha’e concluir con todos nosotros. Por lo pronto se va formando cercao. Ya despidió a Pantaleón y a Lisandro pa remplazarlos por dos papanatas que son mancarrones de su marca. Cualesquier día nos toca a nosotros salir cantando bajito.
Transcurrió el tiempo.
Las predicciones de Dionisio se cumplieron en breve plazo. Uno con un pretexto, otro por otro todos los antiguos peones fueron eliminados y substituídos por personas que—debiéndole el conchabo—obedecían ciegamente a Secundino.
Rápidamente adquirió una autoridad despótico en la administración de la estancia. Don Eulalio intentó varias veces revelarse contra aquella absorción de facultades de su subordinado.
Cedió siempre, sin embargo, bajo la presión de Eufrasia, decidida protectora del capataz.
—¿Cómo andarían nuestros intereses —decía, —si vos, viejo y achacoso, no tuvieses a tu lao un hombre como Secundino, activo, trabajador y honrao a carta cabal?. . .
Pasó más tiempo.
En la obscura noche de un sábado invernal, llegó a la estancia un viajero, emponchado, arrebozado, caída sobre la cara el ala del chambergo.
En las casas estaban solos don Eulalio y un muchacho sirviente. La señora, el capataz y los peones habían ido a un gran baile que se celebraba en la pulpería, a tres leguas de allí.
—Apeesé—dijo el estanciero.
—Por poco tiempo. Vengo, patrón a cumplir con usté, siempre güeno conmigo, un deber sagrado, y. . . a satisfacer una venganza!. . .
—¡Pero vos sos Pedro Pancho!—exclamó don Eulalio.
—El mesmo patrón. Apenas salido de la cárcel he caminao cincuenta leguas pa venirle a decir que yo nunca juí ladrón que la señalada de los borregos del puesto fué una artería de Secundino pa perderme. Y vengo pa entregarle las pruebas de qu’el ladrón es él; él que l’está robando hacienda que l’está robando en los negocios y que. . . dende hace tiempo l’está robando su mujer. . . Tome estos papeles.
El viejo alelado por aquella revelación que confirmaba sus vehementes sospechas no pudo articular una palabra.
Sin más decir Pedro Pancho volvió a montar y dando riendas exclamó:
—Tengo que dirme antes que me vea la luz del día porque aunque inocente pa las gentes, del pago soy un ladrón. Sólo le pido don Eulalio que le diga a Secundino que l’he ganao la revancha y que lo espero para la güena!. . .
__________
Sentado al borde de la hamaca, las piernas colgantes, la cabeza inclinada sobre el pecho, Juan Maidana se había olvidado de todo el medio material: del río que silenciosamente se deslizaba bajo sus pies, del bosque que empezaba a ensombrecerse, de la boya roja de la línea de pescar, llevada y traída por un cardumen de mojarras curiosas; del perro lobuno, que echado al lado suyo, aburrido, enviaba codiciosas miradas al corazón de buey, por el mozo llevado para carnada y que sólo aprovechaban las moscas.
Y quien sabe cuanto tiempo habría permanecido así Juan Maidana, si de pronto no se le hubiese presentado Alberto Medina.
—¿Qué hacés abombao?—díjole cariñosamente.
—Estoy pescando,—respondió el mozo, un tanto avergonzado al ser sorprendido en aquel estado de embebecimiento.
—¿Pescando?. . . ¿Lo cuál?. . . ¡Cómo si han de rair de vos los pescaos!. . .
—¿Y por qué si han de rair?
—Porque si mi hace que vos pescás con anzuelo e pulpa. . . ¿No trujistes caña?
—Ahí, junto al sauce está la botella. . .
Anacleto se inclinó, tomó la botella, la miró al trasluz y exclamó:
—¡Cuasi llena!. . . ¿Asina querés pescar con caña. . .?—Bebió e interrogó con ironía:—¿Sábés por qué no sacás vos ningún pescao?
—¿Por qué?
—Porque tenés miedo.
—¿Miedo?. . .
—Si. . . Miedo de que al ver que te sumen la boya salga ensartao un cangrejo o una tortuga. . . ¡En tuito sos lo mesmo vos!. . . De tanto buscarle juego a la taba, cuando vas a largarla tenés los dedos acalambraos y se te clava un. . . Cuando tenés una carrera en fija, cansás el caballo en partidas, buscando ventajas y te la llevan de arriba. . .
—P’andar ligero hay que andar despacio.
—Sí. . . Y acompañao con ese estilo, acontece que en mientras uno riflexiona al lao del agua cuando y por ande ha e bandiar el arroyo con menos peligro, el arroyo sube, se enllena, se desparrama. . . y uno se áoga en el bañao como los aperiases. . .
—Cuestión de genio. . .
—Dejuro. . . Genio y figura hasta la sepoltura. . . Vos vas a morir augau entre las pajas como los aperiases cuando el bañao s’enllena. . .
—¡Avisá si sos lechuza!—replicó Juan amostazado.
Y el otro.
—No; soy amigo;. . . pero asina como hay cristianos a quienes no les dentra bala, hay otros a quienes no les dentra albertencias. . . ¿Te quedás?
—Sí.
—Hacés bien. . . pueda que a juerza ’e pasencia saqués la madre e’l agua!. . .
__________
Las sombras avanzaban rápidamente; el monte se llenaba de humo. El perro se había levantado y luego de olfatear con gula el corazón de buey, dió unas vueltas inquieto, reprochando el retardo. . .
Y a medida que iba acenizándose el bosque, se argentaba la laguna, brillando como un espejo etrusco, en el cual se reflejaban los camalotes y los sauces de la ribera. . .
Como buen muchacho, era muy buen muchacho, Juan Maidana. Era feo. Petizo, retacón, la cabeza cuadrada, la cara ancha y corta, pequeños los ojos, roma la nariz, gruesos los labios, ralo y rígido el bigote. . . Perro ñato, Bichito e la humedad, Nutria, Lobo’e río, Bagre sapo. . . y veinte apodos más le habían puesto; y todos le iban bien.
Era muy bueno y no era tonto; pero era desconfiado, receloso, arisco. Siempre sospechaba que lo engañasen, y en todas las oportunidades de la vida quedábase estudiando el pro y el contra con lentitud y proligidad tal, que, cuando se resolvía, ya no era caso. . . Era lerdo, y siendo lerdo, tenía por destino recibir espuela y no merecer agradecimiento, aún cuando llegase al punto de destino primero que el pingo escarceador y voluntarioso que se derretía en sudor a lo largo del camino.
Hacía tres meses que estaba comprometido en Dorotea, «la peona» de la estancia, la ñata Dorotea, que con su cuerpo de gata, fino, airoso, y flexible, traía trastornado al pago.
El pensaba, recordando su talle gracioso:
—¡Hay muchos que lo han estrechao!. . .
El pensaba, recordando sus manos gorditas y lindas:
—¡Hay muchos que las han tenido entre las suyas!. . .
El pensaba, recordando sus labios carnosos, jardín de besos:
—¡Muchos han besado esos labios!. . .
Y él la quería, la quería, la quería con pasión exclusiva. . . Nada le importaba que otros, antes que él, hubiesen recibido la caricia de su mirada de terciopelo, el calor de su cuerpo, el fuego de sus labios. . . ¡Ah! ¿Pero después?. . . Después todo eso sería suyo, exclusivamente suyo. ¿Y quién le garantizaba la inviolabilidad de bien tan grande?. . . ¿Cómo acostarse a dormir tranquilo, pensando en la posibilidad de un audaz que, al amparo de la sombra nocturna, cortara el alambrado y cruzase su propiedad?. . .
Y una voz sin sonido decíale al gauchito: «Sálvate, Juan!. . . Tú quieres tener todo, y ni Dios, con ser Dios, ha podido tener todo: Luzbel le ha quitado los cuatro quintos de las almas humanas. . . ¡Sálvate, Juan!. . . Corazón de mujer, es como alcachofa: lo recojes lindo a la mañana, y a la noche se te vuela a todos vientos y te quedas con un palito seco y un montón de espinas en la mano!. . . ¡Sálvate, Juan!. . .
Juan cerró los ojos y comenzó a ver. ¡Qué linda era ella!. . . Un cuerpo más apetitoso que una picana con cuero bien asado. Una mirada más embriagadora que el vino. Unos labios más incitantes que el peligro. . .
Y todo aquello podía ser suyo. Sí, suyo; cuidada a galpón sin un instante de descuido: ¡era mucha mujer para un hombre solo!. . .
Juan Maidana reflexionó, calculó, se inclinó cada vez más al borde de la laguna; se inclinó, se inclinó y oyendo una voz sin sonido que le decía:
¡Sálvate, Juan!. . .
. . . se dejó caer.
Burbujó el agua, ladró asustado el perro, lo tapó todo la noche, y una paloma recién caída al nido, pareció decir:
«¡Te salvaste, Juan!. . .»
__________
Era un 25 de Mayo la cosecha había sido buena las autoridades no habían cometido muchas baridades y el resplandor de la gloria patria coincidía con el de un sol glorioso.
La calle principal estaba radiosa, festonada con arcos de madera y alambre, pintados de blanco y azul y adornados con gallardetes y guirnaldas tegidas con ramas de sauce y hojas de palma.
La municipalidad, deseosa de desmentir con hechos la afirmación calumniosa del periódico oposicionista de que no hacía nada en pro de la comuna, organizó, mediante una suscripción popular, los festejos, que consistirían en corrida de sortijas, fuegos artificiales y baile en el salón de la intendencia con entrada libre para todos los mozos que contribuyeran con diez pesos para el ambigú, fueran o no situacionistas.
Sobre la acera frente a la municipalidad se había construído una gradería, desde donde las más distinguidas familias del pueblo, contenplarían las carreras de sortijas en la tarde y la quema de los fuegos en la noche.
Entre esas familias privilegiadas, hallábase, en primera fila, la de don Cayetano Gambibella, ex colono y en la actualidad dueño de treinta mil hectáreas de campo, dos almacenes y otros items.
Don Cayetano estaba, ese día, con su esposa, con sus seis hijas y con la sirvienta Balbina, quien tuvo la ligada porque el niño Genaro, el Benjamín, no quería ir a ninguna parte sin Balbina.
Balbina era una china vejancona, que debía estar ensillando los cuarenta.
El cuerpo era recio todavía; ñandubayescas las piernas y los muslos y los brazos; pero ya floja de senos, ajado el rostro, descoloridos los labios, que debieron ser brasas, y amortiguado el brillo cálido de sus enormes ojos negros, guardados por la espesa cerca de las cejas y por la doble hilera de largas y renegridas pestañas.
Sin embargo, con su pollera y su bata de merino negro, muy ajustadas, con su delantal blanco y con su casco de cabellos retintos, que hacía resaltar la frente estrecha y recta, Balbina aparecía aún como una moza garrida, capaz aún de despertar codicias. Bajo el ardor del sol comenzó el sport gaucho. Los mozos del pueblo, vistiendo chiripás bordados, calzoncillos cribados, grandes y llamativas golillas, botas de potro y espuelas de plata,—caricaturas gauchescas,—se aprestaban,—caballeros en lustrosos pingos cuidados a galpón, y lujosamente aperados,—a hacer proezas para deslumbrar a las muchachas que los observaban desde la gradería oficial—«fragante y policramado búcaro»—según la frase del cronista social de la localidad.
Formando contraste en el grupo lucido de los disputadores del anillo glorioso, veíase un gauchito — sancho de verdad — modestamente vestido con bombacha negra, botas de becerro y espuelas de acero.
Montaba un rosillo, bien cuidado, pero «animal de campo ».
El apero era sencillo: «pura guasca».
A pesar de eso, Apolinario Fagundez, el gauchito modesto, atraía todas las miradas femeninas. Era un lindo tipo de criollo, alto, esbelto, de rostro hermoso y varonil. Pertenecía a una de las mejores familias de la comarca, arruinada en las luchas políticas de la provincia. Siendo muy joven quedó huérfano y en la indigencia. Muy muchacho entró de peón de los Gambibella, y después de un tiempo se permitió cortejar a Jerónima, la mayor de las hijas del patrón. Ante su proposición, ella lanzó una carcajada y llamó:
—¡Mamá!, ¡mamá!. . . Venga de aquí para ver al «pión» Apolinario que me hace l’amor!. . .
Y riendo, con risa despreciativa, y mala; se alejó dejando al gauchito enrojecido por la ofensa. A la hora de la cena se le llamó en vano; había desaparecido. Don Cayetano cortó todo comentario, diciendo:
— No se aflican. Lo gaucho son come lo perro; siempre encuentran que cumer!. . .
— Y ademá,—agregó la señora,—sa pasan tre día sin cumer, propiamente que lo peros. . .
—¡Eh! Lus aracanes no precisan mucha cumida.
En tanto Apolinario estaba sentado sobre las raíces de un ombú, detrás del gallinero, fumando cigarrillo tras cigarrillo y entregado a amargas meditaciones. No sufría por el rechazo de « la gringa», para quien no sentía mayor cariño, pero sí por la insolencia del rechazo, que hirió cruelmente su orgullo de nativo.
Luchaba entre el propósito de irse de aquella casa y el deseo de vengar la ofensa; y abstraído en sus cavilosidades, sólo advirtió la presencia de Balbina. la piona, cuando ésta le dijo con voz emocionada:
—Tome.
—¿Qu es eso
—Un pedazo de asao.
—Gracias, no apetesco—dijo.
—Yo mesma le elegí la mejor presa. . .
Apolinario aceptó. Cortó un bocado que mascó con dificultad, y luego preguntó:
¿Y por qué se ha molestao
—Porque. . . porque. . .
Y como él insistiera, ella rompió a llorar y dijo con rabia:
—¡Por que lo quiero yo!. . .
Al otro día, Apolinario abandonó la estancia.
Desapareció del pago. En muchos años, nadie tuvo noticias suyas, Cuando volvió fué para comprar uno de los mejores campos del departamento y poblarlo de hacienda flor. Era rico y nadie se preocupó de averiguar cómo había conquistado la fortuna.
__________
La murga municipal rompió en una marcha tan briosa como desafinada, y con ella dió comienzo la carrera.
Escaramucearon los gauchos puebleros, fueron desfilando en rápida carrera sin anilla. Llególe el turno a Apolinario. «Armó» éste su rosillito peludo, que al sentir el roce de la espuela, partió como jinete en nube de polvo. A pocos pasos más allá del arco, el gauchito lo sentó de garrones; y cuando la muchedumbre lo vió regresar al tranco, y advirtió que Apolinario llevaba el brazo derecho levantado, sosteniendo el palillo con la sortija conquistada, la ovación fué estruendosa.
Apolinario avanzó lentamente hasta el palco oficial. Al llegar allí, desmontó y puso la sortija en manos del presidente, quien le entregó el estuche con el anillo de oro y brillantes que constituía el primer premio.
Hubo unos minutos de silencio absoluto. ¿A quién destinaría la prenda, vale decir, a quién ofrecería su corazón . . .
Con paso firme, el gaucho se dirigió al sitio ocupado por la familia Gambibella. A pesar de su aplomo, Jerónima empalideció de emoción. Hacía tiempo que había dejado de ser una niña, y, a pesar de su fortuna, ya no estaba en edad de elegir: El «pión» cruelmente desdeñado, la amaba aún. y ya no era « peón» y seguía siendo un gallardo mancebo.
Apolinario se detuvo junto a la familia de su antiguo patrón, y encarándose con Balbina le tendió el estuche, diciéndole:—ante la indignada sorpresa de las Gambibella:
—Tomá.
—¿Pa mí —exclamó ella, empurpurada y sin atreverse a tomar el obsequio.
—Pa vos—repitió el gaucho;—y mirando fiamente a Jerónima, agregó:
—Pa voz; un pion no se debe casar sino con una piona. El pedazo de asao que me trajistes aquella noche que me llamaron perro, se convirtió en un rodeo de muchos miles de vacas. El cariño que me demostrastes esa noche, lo puse a interés y aura es una fortuna. Tuito es tuyo.. o tuito es nuestro, porque yo digo como vos dijistes aquella noche:
—«¡Por qué te quiero, yo!». . .
__________
A las dos de la tarde, soportando con estoicismo el quemante sol de noviembre, don Evaristo Villar avanzaba animosamente en el aporcado de su gran tablón de papas.