Carne doliente - Alberto Ghiraldo - E-Book

Carne doliente E-Book

Alberto Ghiraldo

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Beschreibung

«Carne doliente» (1900) es una recopilación de relatos de Alberto Ghiraldo reunidos bajo varios temas: «Heroica», «Salvaje», «De amor», «De sacrificio», «De pueblo», «Simbólica» y «De esperanza». Algunos de estos cuentos son «Conquista», «La pendencia», «Cruz», «Margarita Criolla», «El infractor», «Hércules» o «El bravo trabajador».

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Seitenzahl: 145

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Alberto Ghiraldo

Carne doliente

 

Saga

Carne doliente

 

Copyright © 1900, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726681253

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Heroica

CONQUISTA

I

Diez meses de estadía en tierra conquistada y ya el español sentíase dueño de América, la Atlántida encantada que presintió Platón, promesa de oro...

Oro. Lo buscaba con ansia loca el aventurero invasor y, en tanto la promesa no se hacía realidad en manos del habitante indígena, él entretenía sus ocios en francahelas y jolgorios.

La mujer nativa servíale para ello, ya que las alas del amor no se habían extendido hasta la cubierta del barco audaz en busca del vellocino,—vellocino prometido á costa de la sangre en cuyo derramamiento el amor parecía no querer hacerse cómplice.

En la tienda del conquistador había esa noche fiesta y fiesta grande. Se festejaba la posesión por uno de los oficiales españoles de la más linda y guerrera dama querandí, una soberbia piedra en bruto, diamante codiciado por la lujuria extranjera.

El aguardiente importado aceleraba violentamente la circulación de la sangre, henchía las arterias de aquellos organismos vigorosos, encendía las pupilas de las indias poniendo en ellas fulguraciones desconocidas y excitaba hasta el vértigo los deseos del español hambriento de pulpa pecaminosa.

La abstinencia en que habían vivido durante los interminables meses de la travesía marina, centuplicaba las fuerzas de los jóvenes soldados de la conquista, quienes en sus nuevos despertares lúbricos tenían bríos de espadas nuevas, estallidos de sávias contenidas en árboles del trópico.

Las chinas regordetas y fornidas correspondían á sus abrazos, devolviendo lava por fuego, volcán por incendio, en un derroche de energías formidables, borrachas de alcohol y de caricias cristianas.

¡Ah, morir así cautivas y traidoras, olvidadas de la raza en derrota, de su raza humillada, estrechadas á aquellos pechos enemigos y deseados!

¡Ah, morir así sin ver ya en lontananza el fantasma de la tribu vencida, envuelta en nube sangrienta corriendo, dispersa y errante, por la pampa florida!

¡Ah, morir así en aquella embriaguez de los sentidos, en aquel aturdimiento enloquecedor, girando en medio de danzas caprichosas, doblemente mareadas por músicas, por armonías nuevas y extrañas, sin pensar ya en el desastre de los hermanos, en la ruina de los suyos, en la hecatombe de sus pueblos! ¡La embriaguez, el olvido y la muerte! ¡Ah, por fin!

¿Morir? ¿Y porque no? ¡Todos morían, todos entregaban sus tesoros y su sangre al orgullo, á la ambición del cristiano, mónstruo insaciable, terrible y trágico, adorador de un dios en cuyas aras solo era luz el sacrificio del hermano!

II

El sol de aquella fiesta brillaba en su cenit cuando el sargento de servicio se presentó en la tienda preguntando por el oficial de guardia.

El sargento era portador de una nueva importante. En un reconocimiento, acabado de hacer minutos antes, habían copado los españoles una pequeña columna indígena, más bien dicho una partida, un grupo,— cuarenta hombres á la sazón prisioneros.

Venía pues á pedir órdenes. Él estaba prevenido, teniendo la consigna de dar cuenta de cualquier novedad en la tienda del capitán donde permanecería el oficial de guardia mientras durara la fiesta.

El oficial, un teniente, oyó de boca del sargento la relación de la hazaña, una casualidad por otra parte puesto que los españoles, malos ginetes, no podían realizar estos hechos sino cuando, como en la ocasión presente, el indio iba desmontado dejando de ser centauro.

Aunque el oficial no diera mayor importancia á la noticia se le ocurrió transmitirla al capitán, jefe en esos momentos del destacamento español. Quizá cruzó por su imaginación enardecida la idea de agregar con ella un detalle, un complemento cómico ó trágico, era igual, á la orgia en su cenit... Si la carne de la india era el plato brindado á la sensualidad extrangera ¿porque la sangre del indio no habría de servirle de condimento?

Y habló al capitán.

III

—Prisioneros... Cuarenta indios... ¡Oh, la mar, la mar!... Contemos.... uno... uno... más otro... más... dos... uno... sí... son cuarenta y... uno... ¡va! no se puede contar... uno... ¡Haber el seno!...

Y el capitán borracho, con un jesto delirante, tiró un manotón al pecho de la india aferrándole una mama con tal fuerza que esta dió un grito mirándole azorada.

—¡Haber el seno! El segundo manotón, más suave pero mal dirigido, no hizo sino rozar las carnes de la india.

—Capitán, el sargento espera órdenes. ¿Qué le digo? ¿Qué se hace con los indios?

Era el oficial de guardia quien interrogaba.

Entonces el capitán, como herido en alguna fibra muy íntima y á pesar de la embriaguez que parecía dominarle, se irguió tan alto como era y, en un arranque solemne, exclamó:

—¿Con los indios? ¿Qué qué se hace? ¡Ya lo he dicho, pues, ó no se me entiende!... ¡Arcabucearlos á todos! Es bien sencillo... ¿Entiende, teniente!

—Es que el capítán no había dicho... arguyó el teniente con cierta amable ironía.

—¡Pero lo dice ahora!

—¿A todos capitán? Son cuarenta...

—¡Uno es cuarenta, bárbaro! ¡A todos!

—Yo decía por el gasto de balas, capitán...

—¡Tiene razón teniente!... Que se haga entonces como se pueda. ¡Pero ni uno vivo!

Y el oficial salió con la orden tremenda.

En tanto la india muda, diríase impasible, contemplaba la esoena, entendiéndola como por adivinación pues conocía poco el idioma.

¡Estaba escrito: todos morirían, la raza vencida sería ofrendada, en pira humeante, al dios trágico! ¡Oh, dolor ¡oh, sombra ¡oh, vida!

Y en los ojos de la india brilló un rayo.

IV

Nunca abrazo más fuerte dado por músculos de hembra retuvo al capitán en éxtasis tan voluptuoso. Cautiva y traidora yo te amaré con un amor único decíanle los ojos de la hurí pampa. Cautiva y traidora, esclava del goce, yo te ofrendaré mi regazo de bronce donde han de fundirse tus ansias sin freno. Hombre blanco, enemigo de los míos, dame tus labios para olvidar en ellos el dolor que infligiste al hermano. ¡Toma también mi sangre, toma mi vida toda, toda la vida, toda la sangre de tu esclava!

¿No ves? El amor habla en mis ojos, brota en mis carnes en medio del espasmo provocado por el placer. Tuya soy, continuaqan diciendo los ojos. He aquí á la mujer rendida al hombre por la fuerza y el ruego. ¡Mirame! Soy siempre la mujer primitiva tomada en la cueva después del asalto al enemigo y entregada al dominador como un premio. ¡Mirame! Sigo siendo la esclava eterna, codiciada, á quien se doblega para acariciar, esclava á quien no se teme porque ella ha gustado siempre ceder á la violencia, entregarse al más poderoso, al más fuerte ¡Tómame, dáme tus labios, hombre blanco, enemigo de los míos y seré felíz! Esclava soy...

____________

En un ángulo de la estancia, hacia donde la india había atraído al capitán estaba la espada de este recién desceñida.

Allí, rodeados de hombres ébrios, que dormían ó vociferaban tirados en tierra como cosas, iban á celebrarse aquellas extrañas nupcias.

De un empujón, como al descuido, la india hizo rodar la espada que cayó sin estrépito como si no tuviera por que dar ninguna voz de alarma a su dueño.

—¡Tu vida cristiano, quiero!....

—¡India mia!...

Y rodaron en un abrazo sobre el lecho de tierra duro y lustroso.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

—¿Quiéres que te hable, cristiano? Uno es cuarenta ¿sabes?—dijo la india antes de la caricia suprema y extendiendo la mano empuñó la espada caída.

—¡India mía, india mia!... balbuceó el capitán en vísperas del espasmo.

—Uno es cuarenta ¿sabes?—volvió á decir la india haciendo un ademán brusco.

Después un alarido y un sollozo.

De un solo tajo, con su propia espada, acababa de dejarlo eunuco.

En ese momento un trabucazo resonó hondo en la noche haciendo estremecer la Pampa.

¡Uno es cuarenta, bárbaro!.....

INDEPENDENCIA

I

El criollo enriquecido, dueño ya de un bienestar material sólo perturbado por la idea de su esclavitud tributaria al reino español, pensó en la independencia levantando su pendón de rebelde contra el poder esclavizador.

Producida por causas económicas como lo han sido casi todas las guerras que después han dado en llamarse de razas, la guerra de la independencia americana tuvo su génesis en las imposiciones comerciales á que el extranjero sometía al criollo por intermedio del virreinato.

A concretar las aspiraciones de los que ya se consideraban poseedores y dueños detentados, vienen después los cerebros de hábiles políticos constituyendo ellos la luz, el foco revolucionario que había de irradiar á poco con resplandores de incendio por todo un continente.

Producto mestizo de español y de indígena tenía el criollo tanto del empuje y la soberbia del primero cuanto de la astucia y felinidad del segundo.

En el territorio ocupado por el virreinato del Río de la Plata se agrupaba un pueblo productor, ganadero por excelencia, pero cuya organización económica y costumbres sociales íbanse, naturalmente, amoldando á las introducidas por el español. Un día sintióse fuerte, capaz de bastarse á sí mismo y entonces sin pretender cambiar de hábitos quiso no tener tutela, es decir emanciparse del poder explotador. Una coyuntura histórica le favoreció. El tutor atacado constreñido por un enemigo audaz, necesitaba de su más grande esfuerzo para resistirle. Y habló la astucia; el criollo desplegó su bandera, hizo un nuevo símbolo con diferentes colores y se lanzó á la guerra.

Vino ésta con todos sus horrores. El español residente, empecinado en sostener su dominación, llevó al extremo su actitud intransigente y la lucha adquirió los contornos de las tragedias más luctuosas de la historia. Fué la noche de América.

II

Como no hay noches eternas, aquella noche también precursó una aurora, más ó menos luciente pero aurora al fin.

Se luchaba á muerte y del choque bravío surgían chispas, raudas algunas, otras como estrellas, astros errantes y sangrientos que cruzaban el cielo de América dejando estelas rojas. La sangre fecundaba los campos. Con la sangre la idea.

En el alto de una batalla cayó prisionero del español implacable un oficial criollo. Grande y hermoso, ojos serenos, aire decidido, tanto que, al andar, parecía ir exclamando: conmigo va el pensamiento.

Al anochecer el rebelde fué interrogado.

—¿En nombre de qué fe, de qué esperanza de qué luz, de qué fuego, los nativos locos se habían entregado á aquella lucha sin cuartel, ni otra recompensa que el deshonor, el vilipendio ó la muerte? ¿Y él, en particular, porqué? ¿Era acaso hombre de fortuna? ¿Algún estanciero rico? Porque la guerra la hacían ellos, es decir los industriales comerciantes, ambiciosos de resistir á la gabela española, sin otra mira que la del mayor lucro. Pero ¿caerían en cuenta algún día? ¿Patriotas, ellos? ¡Bah! ¡Patrañas! Especuladores sin conciencia que jugaban con la sangre del pueblo azuzando á los cándidos contra el poder invencible y legal, sublevando brazos de infelices y de víctimas, haciendo á un lado toda clase de escrúpulos, borrachos de mando y de riqueza. ¿Rebeldes? ¿Y contra quién? ¿Conqué fin? Acaso, aun en el supuesto imposible del triunfo insurreccional, los levantados en armas no se encontrarían mañana bajo una dominación más humillante, más perjudicial, más oprimente?

El rebelde callaba y sonreía. Y bien, parecía decir su sonrisa escudada por su silencio: fusiladme de una vez y suprimid, por estériles, todos vuestros razonamientos de déspotas. Soy lo que véis y algo más.... Evitáos el saberlo porque en tal caso habríais de fusilarme dos veces.

—¿Un traidor acaso? ....

Una mirada, penetrante y aguda como el acero de un sable, interrogaba á la sonrisa. Diríase la agudeza del soldadote polizonte estrellándose contra la serenidad del enigma.

La sonrisa continuó á flor de labio produciendo la desesperación, la ira, en el pecho del soldadote, por cuya boca salió, atropellado y torpe, el insulto del impotente.

El rebelde contestó el insulto con una mirada en cuyos rayos había conmiseración y desprecio, conmiseración y desprecio que expresaban cómo el filo del sable acababa de mellarse contra el mármol del enigma.

III

El toque de atención acababa de sonar en el campamento español donde aquella mañana debía ser ejecutado el oficial criollo. El mutismo de éste no había sido quebrantado pese á todas las instancias hechas por sus enemigos.

Según las más insignificantes apariencias moriría sin hablar. Su actitud llegó á intrigar en tal forma á sus terribles jueces que éstos pusiéronse á cavilar seriamente sobre la calidad del prisionero. La acusación primitiva llegó á hacerse carne en la mente de algunos ¿Porqué no? ¿No sería aquél un español pasado á los sublevados? El caso era digno de la mayor atención. ¿Porqué no investigar antes de tomar la última determinación? No era lo mismo matarle como á enemigo dignificándole, que exterminarlo como á traidor execrando su memoria....

Llegó á ofrecérsele la vida por una palabra. Entonces el enigma se hizo más impenetrable. Cesó la sonrisa y el labio noble exteriorizó la idea.

El rebelde aquel era un símbolo. Había batallado ofreciéndose, entero, en holocausto á un principio. Él era el abanderado de la libertad; peleaba en los campos de América contra el poder español hoy reinante porque ese era el obstáculo presente, la piedra inmediata cuyo derrumbe se hacía necesario para que el río de agua dulce y fecunda se esparciese en el mundo. Hoy el español, cruel y retrógrado, empecinado en sostener dogmas falsos, era el enemigo. Mañana lo sería el criollo estanciero y logrero, ese á quien se aludía con frase agresiva y mordaz. Y bien, mañana el abanderado de la libertad ofrecería su espada para hacerla brillar en los aires siempre en nombre de su misma fe, de su misma esperanza, de su mismo fuego, contra ese nuevo tirano, contra ese nuevo déspota, contra esa nueva sombra. Esa espada era la que, á golpes de luz, iba esculpiendo el gran monumento cuyos brazos gigantes amparan la vida librándola de dolores.

Le escuchaban absortos. Aquel oficial hermoso, sonriente y sereno, de verba brillante y fúlgida, no era un enemigo sino el enemigo. Encarnaba la idea.

El oficial murió esa noche. No el enemigo...

HERMANOS

Se peleaba en los campos de América por privilegios y prepotencias. Pueblos que se decían hermanos despedazábanse en un combate donde el valor rayaba en ferocidad, una ferocidad primitiva y trágica cuyo origen parecía residir en algún odio secular de razas que buscaran la mutua desaparición, cuando sólo era el fruto de un sentimiento estrecho, de un mal entendido patriotismo fomentado en provecho personal por mandones de pueblos tan ingénuos como heróicos. ¡Pobres pueblos lanzados en el desastre y la hecatombe por manos ambiciosas y mentes ciegas de tutores maniáticos ó locos!

Fué aquella la época histórica más triste, más luctuosa, porque haya atravesado este pedazo de mundo acabado de salir del dominio de un poder europeo, tan atrasado como cruel, para caer en las tinieblas de la barbarie propia. ¡No importa! El temor al mañana no debe detener nunca á los que hacen obra de liberación. Así se avanza en las selvas dejando en las picadas girones de carne y sudores de amargura. Las generaciones que vienen aprovechan los caminos de los que al hacerlos se desgarraron las manos. ¡Y así siempre!

Un orgullo fanático acerca del valor personal—culto del coraje—coadyuvado por un sentimiento arbitrario de amor patrio—un color, una divisa, el nombre de un caudillo—animaba el espíritu de aquellos hombres acabados de alentar por rachas de gloria verdadera y pura, á cuyo influjo conquistado habían unidos la libertad de América. Se estaba en el período fatal de desequilibrio momentáneo, proveniente de toda gran conflagración, de todo gran movimiento social en que actuan fuertes pasiones, ideales altos. Los hombres que, excediéndose á sí mismos, por sobrexcitación en la lucha, han realizado una obra de alcances gigantescos parece como si rebajaran sus tallas, redujeran sus horizontes al volver á la arena común donde deben resolver los problemas acabados de plantear por sus inteligencias y por sus brazos. Fallan siempre, como si esta tarea estuviera ya fuera de sus órbitas de acción, encomendada á otras generaciones, como si el triunfo, desquiciándolos y realizando una evolución al revés, los hubiera arrancado de su centro de gravedad.

Así, empeñados en una lucha personal, los hombres de la independencia americana, después del gesto heróico, se destrozaban junto con sus pueblos derramando á torrentes la sangre en campos estériles.... Fué el caudillaje.

Algo como una especie de embriaguez de furor y de muerte, había hecho presa en aquellas cabezas donde persistía aún, con caracteres siniestros, la idea del desprecio á la vida desde el tiempo en que lucharon por romper yugos de afuera. A la sazón bregaban por libertarse de sus propias pasiones, proclamando el exterminio de sus hermanos en sacrificios y en glorias.