Carta a mi hijo adoptado - Pilar Rahola - E-Book

Carta a mi hijo adoptado E-Book

Pilar Rahola

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Escrita en dos tiempos, en 2000 y 2013, Carta a mi hijo adoptado es pura emoción vivida. Pilar Rahola explica el antes, el durante y el después del acontecimiento principal que es el centro de este libro: la adopción de su hijo Noé. Desde la singularidad intransferible del propio caso, Pilar Rahola escribe una carta a su hijo, un libro sobre la adopción sin dogmatismos ni pretendidas soluciones prácticas, solo partiendo de la experiencia radical y conmocionadora que en cualquier caso implica el hecho de adoptar una criatura. Y once años después, pasado el tiempo y con el contrapunto de una nueva adopción, Ada, puede mirar hacia atrás y completar el círculo que convierte esta epístola íntima, Carta a mi hijo adoptado, en un libro universal.

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Seitenzahl: 196

Veröffentlichungsjahr: 2013

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© Pilar Rahola, 2012

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2013.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF: OEBO226

ISBN: 978-84-9006-435-1

Conversión a libro electrónico: Víctor Igual, S. L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Dedicatoria

ONCE AÑOS DESPUÉS

PEQUEÑO PREFACIO, CON EXCUSAS

PRIMERA PARTE

EL PRIMER DÍA Y... ¿QUIÉN ERES?

SEGUNDA PARTE

YA ESTÁS EN CASA Y... ¿CÓMO SE HACE?

TERCERA PARTE

LA PRIMERA PREGUNTA Y... ¿CUÁL ES LA RESPUESTA?

Y, A PESAR DE TODO, HEMOS REESCRITO LA VIDA

NOÉ Y SUS FRASES

CUARTA PARTE

A Sira, Noé y Ada, que han escrito

las mejores páginas del libro de mi vida.

A Robert, que completa el círculo.

Y al amor intenso y punzante

que los cinco nos tenemos.

ONCEAÑOSDESPUÉS

La primera idea ha sido toquetear el libro, tal vez porque soy una insegura impenitente que si nunca vuelve a los textos que escribió un día es porque está convencida de que lo cambiaría todo. Al pensarlo, me siento como una niña pequeña delante de un baúl perdido en el desván, deseosa de revolver entre los trastos que encuentro, las ropas, las fotos, las viejas cartas... ¡Y qué es un libro sino un cajón de sastre! Miro las páginas y pienso que si fuera ahora, no pondría aquella frase, o no diría eso de aquella manera, o no explicaría eso otro... La vida, además, reconstruye una y otra vez las emociones, y es probable que las que ahora siento, siendo las mismas, las percibo de manera muy diferente. Los recuerdos no son inmutables y una y otra vez son reescritos por la pluma del tiempo.

Cuando escribí esta carta a Noé, Ada todavía no estaba. De hecho, empezó a formar parte de nuestra familia en este libro, mientras lo escribía, adquiriendo cuerpo un anhelo, una idea maravillosa, un proyecto de vida que finalmente nos iluminaría a todos. Pero aún tardaría en llegar. Los demás —Sira, Robert, el propio Noé, yo misma—, todos teníamos menos vida acumulada, menos vida compartida. Éramos lo que somos, pero un poquito menos. Si ahora la escribiera, pues, tal vez todo sería diferente, igualmente intenso de emociones, igualmente sincero, pero... diferente. Y este libro sería otro libro.

Pero no. No quiero que sea otro libro. Quiero que sea exactamente aquel que escribí hace once años, cuando me enfrenté al reto de expresar, con palabras, la historia de amor entre un hijo, el mío, y su madre, que era yo. Una auténtica conquista de la felicidad. Los sentimientos que entonces percibí estaban muy cerca de la experiencia vivida, aunque no estaban demasiado elaborados por el tiempo y la convivencia. Eran emociones en estado casi primitivo, primigenio. Y así han de continuar.

Respecto al viejo libro, pues, solo dos modificaciones, aparte de retocar la dedicatoria con el fin de completarla. La primera modificación, este pequeño preámbulo que os escribo. Y la segunda, al final del libro, para explicaros cómo se ve todo once años después. Otra hija, Ada, otra experiencia adoptiva; unos viajes al fin del mundo; un padre que se siente padre al minuto de tener un frágil cuerpo entre sus brazos, perdidos en un hospital de la Siberia Central; los otros hijos que viven la experiencia; la vida que pasa y ellos que crecen... Las preguntas, las respuestas.

Al final del libro me reencontraré con el lector en este tiempo presente. Pero justo en medio de estas palabras y las últimas, este es el texto que escribí hace once años, cuando apenas sabía nada de la adopción y solo me veía con ánimo de expresar, en voz alta, los temores que me habían atenazado, las dudas que me habían torturado, las ilusiones que me habían empujado. Una madre y un hijo, una historia de amor cuya gramática fuimos inventando a medida que íbamos compartiendo la vida. Al llegar Ada, ya todo sería diferente. Pero este es un capítulo que todavía tardará en llegar.

He aquí, pues, el libro de un tiempo en el cual todavía palpitaban los viejos temores, pero donde se iniciaba el momento de dominarlos.

PEQUEÑOPREFACIO, CONEXCUSAS

Me dijeron que sería un acto de amor. ¿Sabes el tiempo que he tardado en decidirme? ¿Asumía o no este encargo editorial tan peculiar, tan delicado? No era un libro cualquiera ni un encargo cualquiera, y yo, que tiendo a conocer poco el miedo, reconozco haberme asustado. Los retos, esos grandes aliados míos, y sin embargo este reto me producía una zozobra extraña, un extraño recelo. ¿Miedo? ¡Y qué miedo! ¡Qué miedo, amor mío, dulce mío, qué miedo a escribir lo que no debo, lo que quizás no tendría que haber pensado, miedo a recordar lo que pensé! ¡Qué miedo a que te hagas mayor y leas este libro, y me pidas explicaciones! Quizás, miedo a que me veas de manera distinta. Miedo a la palabra escrita, con la pluma mojada en la tinta del alma, abriendo en canal esas dudas, esas preguntas que anidan en los sentimientos. Parásitos de nuestra felicidad, vampiros de la seguridad que depositamos en nuestros actos. Miedo, amor, de pensar más allá de la vida que vamos tejiendo, con la mirada arriesgándose a traspasar el lado oculto del espejo.

Te harás mayor y leerás este libro que he escrito para ti, trabajado en el interior mismo de nuestra intimidad, pero con salida al exterior. Lo leerás y lo leerán. ¿Habré sabido escribir para ti, y escribir para los demás? ¿Habré sabido poner el bisturí a los sentimientos?

Pero me dijeron que sería un acto de amor. Y justo en el corazón mismo de mis dudas, en aquel departamento estanco de la memoria donde guardamos los miedos que ya no nos decimos, que ya no tenemos, encontré un eco amigo, una señal de confianza. Hemos sido tan de verdad el uno para el otro que... ¿de qué puedo tener miedo? Somos tan verdad, amor, que... ¿qué te puedo esconder?

Así que tómalo como un beso, como la canción que nunca te escribiré porque no sé escribir canciones, como el abrazo que cada mañana nos damos sin pensar que la felicidad tiene justamente nombre de abrazo. Tómalo como el acto de amor que es. Los miedos que he tenido, los recelos que me he creado, las ilusiones, las dudas, las contradicciones, ¿qué eran sino los sentimientos traspasados, revolucionados por ese vendaval de intensas emociones que ha sido tu llegada? Hijo mío, dulce mío. Amigo. Todo forma parte del amor inmenso que te tengo. También el miedo.

De manera que, si lo crees necesario, perdóname.

PRIMERAPARTE

EL MIEDO AL PASADO

ELPRIMERDÍAY... ¿QUIÉNERES?

Non non

vine, son!

Dorm petit, la mare et bressa,

cal que creixis ben de pressa...

PEREQUART

«Duerme pequeño, tu madre te arropa, tienes que crecer de prisa...». La primera noche ya te la canté, a pesar de no ser para nada consciente de que, pronto, acabaría convirtiéndose en nuestro lenguaje particular. Mucho más que una canción, una gramática. Siempre me había gustado ese viejo y sarcástico poema del poeta catalán Pere Quart que el mítico Raimon cantaba desde hacía tanto. Pausadamente, rítmicamente, como hay que cantar las nanas, acurrucando. Después vendrían tantas noches... Todas las noches de esa nuestra nueva vida en común, abrazados a media luz, repitiendo tozudamente un ritual que nos ataría para siempre. Cuando un día, muchos años después, me dijiste que si te encontrabas solo en la oscuridad, en casa de un amigo, o en las colonias..., te la cantabas en silencio, me sentí extraordinariamente feliz. Como si hubiera culminado un proceso de complicidad que creaba un mundo específicamente nuestro. Acotado. Enigmático. Único.

Pero ¿sabes, Noé, que antes de esa primera noche y de esa primera nana hubo muchas noches de preguntas, de miedos inconfesados, muchos pensamientos dedicados a ti, pensamientos densos, cargados, sin que tú fueras nada más que un deseo? No. No fueron las mismas preguntas que me hice cuando esperaba a tu hermana Sira, cómodamente instalada en un embarazo estándar, casi inconsciente. Por supuesto que las mujeres embarazadas tenemos miedos primitivos y nos hacemos preguntas aún más primitivas: ¿nacerá con todas sus articulaciones, con los dedos de los pies al completo, con los brazos, con las piernas? ¿Nacerá bien, con los niveles de inteligencia que según nuestra sociedad son los «normales»? ¿Poseerá algún gen escondido que convierta a nuestro bebito en un ser más frágil si cabe: una válvula del corazón, los pulmones que no aspiran bien, vete tú a saber qué extraña enfermedad que nunca antes habríamos encontrado en nuestro particular diccionario de bolsillo? No sabría muy bien cómo explicártelo, pero las mujeres embarazadas vivimos en una especie de esquizofrenia de sentimientos que nos hace sentir a la vez eufóricas y depresivas, en un incontrolable vaivén que nos lleva del absurdo a la lucidez, de la preocupación a la ilusión. Creo que en este estado, las mujeres somos muy fuertes pero también muy muy vulnerables... De hecho es como si aquel sentimiento de protección y a la vez miedo hacia nuestros hijos que nos acompañará toda la vida lo quisiéramos sentir antes de tiempo, incluso antes de parir. Como si fuera un aprendizaje emocional previo al máster que inevitablemente tendremos que aprobar... No te extrañe. Las mujeres tenemos una tendencia irreprimible a sentirnos culpables de alguna cosa, no en vano hemos sido durante siglos las culpables del pecado original y, con él, de los males de la humanidad.

¡Si supieras, hijo mío, cuánto sentimiento de culpa puede acarrear inconscientemente una mujer!

Pero no, Noé, no sentía para nada lo que sentimos durante un embarazo. Hacia ti no sentía las tradicionales y un poco infantiles paranoias de madre novata, sino algo más profundo, más inconfesable, bastante más hiriente. Y te diré que ese sentimiento se me hizo especialmente visible al final de la espera, después de haber recorrido el largo camino de las decisiones, la burocracia, los problemas, justo cuando ya estabas casi conmigo, justo entonces, en ese día en que me llamaron para avisarme de tu existencia, cuando quedamos para conocerte al día siguiente, entonces... Fue entonces y no antes. No recuerdo haberlo sentido cuando, tres años atrás, empezamos a rellenar papeles y más papeles para iniciar una adopción. Ni tampoco cuando nos sometimos a las entrevistas y a las preguntas y a los pesados trámites que tenían como único fin hacerte posible. Nunca antes había temido tu existencia, ni nunca antes me había planteado las incógnitas que traerías en tu equipaje de mano. «Ligero de equipaje», dice el poeta...

Pero ¡qué pesado equipaje! Durante los tres años que duró el proceso, tú solo fuiste el deseo fuerte, persistente y tozudo de tenerte. Fuiste una voluntad. Sin embargo, amor, casi de golpe, cuando después de meses de no pensar en ti, un día nos llamaron y nos dijeron que estábamos a punto de conocer a nuestro hijo... ¡qué miedo aterrador, pequeño, qué miedo paralizante, incomprensible! No sabría explicarte cómo se puede sentir una alegría desbordada, una especie de frenética felicidad, casi infantil, y a la vez un profundo temor, pero así fue. Mi primer sentimiento hacia ti cuando aún no tenías forma, pero ya estabas en mi vida, cambiándomela definitivamente, fue este: el miedo a saber cómo serías.El miedo a ti, en definitiva.

Pero déjame que empiece por donde hay que empezar, por los motivos:

¿PORQUÉADOPTAMOSUNNIÑO?

Motivos los hay, sin duda, tan variados como variada es la vida de cada cual que toma la decisión de adoptar, y no creo que exista una respuesta ni remotamente universal. Pero, sin embargo, me atrevería a asegurar que todos partimos de un motivo común: el deseo de ser padres. Unos porque no tienen hijos, otros porque quieren añadir la experiencia adoptiva a la ya conocida experiencia biológica, otros porque se encuentran en circunstancias vitales que les abren esta perspectiva. ¡Vete tú a saber a través de qué extraños vericuetos llegamos al hecho común de adoptar un niño! Supongo que tiene mucho que ver con el sentimiento dual del amor, generoso y a la vez egoísta, tan inclinado a dar como ávido de recibir. La adopción, ¿un acto de amor? Sí, ante todo de amor a uno mismo...

Los caminos, pues, que nos llevan a la decisión son muchos. Hay padres que se autoconvencen de ser auténticosdadoresde amor, de poseer sobrecarga de sentimientos y no tener dónde depositarla. Otros abiertamente se plantean la adopción como un bálsamo a la soledad, como una bella manera de compartir la vida. ¿No hay algo de eso, también, en la decisión de tener un hijo biológico? Los hay, ¿cómo no?, que plantean su posible paternidad/maternidad como la solución mágica a sus problemas de pareja. Padres que, sencillamente, quieren llenar la vida; padres que se sienten implicados en un fuerte compromiso social, de donde nace también el deseo de adoptar: como si se tratara de una especie de ONG filial, si me permites la broma. Y en la immensa mayoría de los casos hay un poco de todo. Un mucho de casi todo. Compromiso social, capacidad de amor, voluntad de compartir, soledad... La vida, en definitiva.

¿Cómo naciste tú en mi deseo de tenerte? Pertenezco a esa raza extraña de gente que siempre se había planteado la adopción, incluso antes de pensar en la maternidad. Como una pose, quizás. Recuerdo, por ejemplo, que en mi adolescencia (en esa adolescencia sobrecargada de temperatura pasional, en absoluto controlada, que fue mi juventud), la adopción era un tema recurrente cuando hablábamos del futuro. Como muchos rebeldes con causa más o menos descifrada, menos que más definida, yo era, por supuesto, de las que no querían casarse, no me interesaba la idea de una única pareja de por vida, especialmente me repelía la idea de estar ligada a un hombre. Corría por la vida al galope, me gustaba sentirme como un caballo salvaje, sin control, sin paradas, a la carrera hacia no se sabe dónde. Y sin embargo, amor, tú ya estabas. Ahí en medio, formando parte del galope salvaje, en algún punto de la aventura que era para mí la visualización de la vida. ¿El futuro? Incierto, impensado, despreocupado, solo con la certeza de que lo viviría también deprisa, con puntas extremas, como si la vida, para vivirla, fuera un limón que necesariamente teníamos que exprimir. No creo que te sorprenda que te diga que siempre había afirmado que lo de los hijos no iba conmigo, que ni hablar de parir más desgraciados en estos mundos de Dios...; en fin, todas esas cosas tan recurrentes que una y otra generación repetimos con muy escasa originalidad. De hecho, Noé, ¿qué me decías tú mismo el otro día sobre tener novias e hijos, etcétera? Lo de siempre, chaval, que somos un plagio permanente.

No quería hijos biológicos. Sin embargo, y a diferencia de la mayoría de mis amigas de entonces, siempre había tenido claro el deseo de ser madre. Es decir, y con la esperanza de que tu hermana Sira entienda bien lo que te digo, tú formaste parte de mi vida antes que ella, por mucho que ella naciera tantos años antes que tú.Al principio de todo, pues, antes de tener amores, y un presente denso, organizado, antes de tener casa y trabajo y futuro, tú ya fuiste un deseo de adolescencia.Estuviste desde el principio de los tiempos, de mis tiempos. Casi fuera del tiempo.

Pero después me enamoré como dice Mastreta que se enamoran las mujeres teóricamente libres, como una auténtica imbécil, y me casé casi salida del huevo, quizás porque formaba parte de la rebelión el comenzar a vivir en pareja sin pensarlo mucho, con la carrera a medias, con el trabajo más a medias aún, con nada para llenar la nevera... ¡La de neveras que me llenó tu abuela para que yo pudiera culminar mi revolución particular! De hecho, lo mío no fue muy distinto de lo de esos amigosokupasde tu hermana, que todos son de buena familia, estómago lleno, libros en casa, viajes de Visa Oro y un poco de antisistema para los fines de semana. ¡Cuánto rico aburrido y un poco leído había en las reuniones antifranquistas de entonces y en las revoluciones de bolsillo que perpetramos! Recuerdo, por ejemplo, que un día fui a casa de un referente del antifranquismo catalán, quien durante años fue presidente del PSUC y después de Iniciativa per Catalunya: el cineasta Pere Portabella. Heredero del clan Danone, Portabella me recibió en una magnífica casa salpicada de cuadros de firma. Vestía impecablemente moderno, impecablemente intelectual, impecablemente dejado. Cuando le pregunté por su papel en la transición, elevó su mirada trascendente, inspeccionó su memoria histórica y me dijo, solemne: «¡Era tan higiénico manifestarse con los obreros!».

Ya ves, Noé, papel higiénico...

Me casé, pues, cuando no tocaba, antes de tiempo, sin trabajo, sin carrera acabada, sin nada..., pero con madre, ¡que madre solo hay una cuando cada semana te llena la nevera! Y yo, que abogaba por hacer la guerra al exceso demográfico, me quedé preñada con solo oler unos calzoncillos, y fui madre tan deprisa que ni casi lo escogí, ni casi lo pensé. Evidentemente tú desapareciste, tragado por el frenético ritmo al que fueron esos mis primeros años de loca emancipación. No tenías sitio en mi agenda cotidiana —¡uauau, qué agenda!—, pero, sobre todo, no eras necesario en mi tejido sentimental, tan sobrecargado de emociones; un hombre que amaba, una hija que amaba, el amor vivido en primera línea, sin complejos, sin concesiones. Sin preguntas.

¿Te imaginas cuándo volviste a formar parte de mi listado íntimo de deseos? Cuando hice un viaje por Etiopía, en la época en que trabajaba como periodista para la televisión catalana, para TV3. Fui a hacer un reportaje sobre la guerra entre Etiopía y Eritrea, y sobre la terrible hambruna que estaban pasando en esa zona. ¡El hambre! El hambre de verdad era hambre de pelearse por la almendra que ofrece un cooperante o un periodista cualquiera que visita la zona. El hambre del estómago pegado, del alma vendida por un vaso de leche, el hambre que desorbita los ojos, que hincha las barrigas, que juega codo a codo con la muerte. Esa hambre que no es ni palabra, sino grito, puñetazo en la conciencia, arañazo en el alma. Y enfermé. Enfermé de dolor interior, de necesidad de solidarizarme, casi enfermé de humanidad. ¡Un niño huérfano! Uno solo de esos más de dos mil niños huérfanos que corrían entre las minas y las batallas, en medio mismo del Tigré, o en la zona fronteriza de Eritrea, solo ayudados por esos santos varones que en nombre de un Dios habían decidido dedicar su vida a los nombres sin nombre de la miseria. Yo, que tan crítica puedo ser con las barbaridades que, apelando a los dioses, ha hecho la humanidad, también puedo maravillarme de las grandezas que esos mismos dioses motivan a veces. El mismo Dios cristiano que ha bendecido los tanques de Mussolini o las desapariciones de Pinochet o la vergüenza franquista, ese mismo Dios ha motivado la grandeza de un Casaldáliga o de una Teresa de Calcuta. Y si en nombre de un Dios terrible se mutilan la libertad y la dignidad de millones de mujeres en el mundo, también en nombre de ese Dios se construyó la Alhambra. Extraña dualidad la humana, tan cercana al bien y al mal, al horror y a la grandeza...

¡Llevarme un niño huérfano a casa!: casi se convirtió en una necesidad vital, en una especie de obligación moral, como si de golpe tuviera en mis manos la salvación de la humanidad, como si la redimiera. Y es que, amor, ¿qué haces con dos mil niños huérfanos en una sola zona de guerra?

¿Qué haces cuando no es una noticia lejana y ajena, sino una mirada directa, que te implica, que te sacude, que te irrita?

¿Qué haces, amor?

De manera que, después de años de no pensar en ello, volvía a pensar en la adopción. En ti, en definitiva. Primero fuiste ese instinto ingenuo preñado de idealismo no menos ingenuo. Quizás incluso arrogante, como arrogante es la adolescencia. Después tuviste la cara del hambre, una cara que me hiperresponsabilizaba, nacida con seguridad de un egocentrismo no del todo consciente. ¿Qué es eso de querer salvar la humanidad sino una patología del ego? ¿Qué son, al fin y al cabo, los grandes héroes de la historia sino grandes egocentrismos que, por suerte, canalizan sus excesos hacia el servicio a los otros? Sinceramente, no creo ser mejor por el hecho de haber sentido una punzada en el alma, por haber notado ese «necesito hacer algo» apremiante e histérico que me dejó muchas noches sin dormir. Tengo, al contrario, la impresión de que focalizar un drama colectivo en primera persona tiene mucho de ingenuo, bastante de perverso y, sobre todo, lo tiene todo de egocéntrico. No somos mejores por lo que necesitamos hacer en un momento de pulsión emotiva. Somos mejores por la densidad emotiva de nuestra vida cotidiana.

Pero fue así. Volviste a mi vida en la maleta de ese viaje a Etiopía, fruto de aquellas vivencias extremas, y ya no te fuiste. Como bien sabes, no eres ningún huérfano de Etiopía; de hecho, no eres ni huérfano ni perteneces al Tercer Mundo. Eres hijo del Tercer Mundo que malvive en las cloacas del Primero, habitante de la frontera opaca y silenciosa, esa frontera donde nunca llegan las luces de nuestra opulencia. De Etiopía a las calles de la Barceloneta, hijo mío, la única diferencia es que en Etiopía aún se puede morir peor.

Y resumo. Retorno del viaje, y... primeras conversaciones: Sira se negó. Dijo con una rotundidad no exenta de madurez (como mínimo me pareció muy segura de sus sentimientos) que ella no quería un hermano. Bajo ningún concepto. Rotundamente no. ¡Y quémal rollo,Noé, el de tu hermana! Tardaste más de un año en ser un deseo de tu hermana —ella, que justamente tanto se deshace por ti—, y tardaste aún más tiempo en ser el deseo de los tres. ¡Qué conversaciones con tu padre!, entonces mi marido, las dudas racionales, la dificultad de acuerdo, las consecuencias; costó, amor, costó decidirte... Recuerdo con precisión una discusión en un parque de París donde tu padre me aseguraba, cargado de buena intención y seguramente de más sentido común que yo, que no podíamos plantearnos otro niño. No era el momento, no teníamos las condiciones, nuestra vida estaba ya bastante complicada, nuestra economía no era una maravilla.

No sé cómo debe producirse el «acuerdo» de pareja —o el acuerdo de familia, en nuestro caso— para llegar finalmente a la decisión. Pero estoy segura de que todas las parejas deben de hacer un largo recorrido de preguntas donde se mezclan los miedos, las dudas, los deseos, balances vitales, cómo estamos de números, cómo de sentimientos, cómo de convivencia... Porque, hijo mío, déjame que te lo repita: no es lo mismo. El embarazo puede ser fruto de una decisión largamente pensada, pero tiene mucho de natural, mucho de sobrevenido, como nos sobrevienen las cosas en la vida, con normalidad, casi con inconsciencia, escritura ritual de la cotidianidad. La adopción, en cambio, es más fría, más racional, repasa mucho más los prólogos, los preámbulos, da tiempo y, al darlo, hace más denso el tiempo. Como si ser padre o madre por vía adoptiva fuese una carga de responsabilidad más alta, quizás una decisión más delicada. De hecho, alta tensión, amor.

Y fuimos andando por nuestras dudas, arriba y abajo. Pero el tiempo y la insistencia, aliados naturales de la voluntad, si esta es sólida, consiguieron que tomáramos la decisión que cambiaría radicalmente nuestras vidas: rellenamos un papel de una demanda de adopción. Aquel día creo que no éramos demasiado conscientes de lo que estábamos haciendo. Yo, en todo caso, sé ahora que no era plenamente consciente.