Cartas a Elpidio - Félix Varela - E-Book

Cartas a Elpidio E-Book

Félix Varela

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Beschreibung

Las Cartas a Elpidio del cubano Félix Varela son un manual de educación patriótica. Sus ideas al respecto encierran un extraordinario mensaje educativo, que llegaría al pueblo. Muy en especial a la juventud cubana. Se publicaron en 1835, tras irse Varela exiliado a los Estados Unidos. El primer tomo, dedicado a la impiedad, se compone de seis cartas; el segundo, en que trata de la superstición, consta de cinco. Según los críticos, el primer libro es superior al segundo por su estilo y, particularmente, la carta número cuatro, por su alto contenido ideológico. De estos tres temas solo llega a tratar los dos primeros. No era ésta la intención de Varela, según se lee en su «Prólogo» de las Cartas a Elpidio: «Mi objeto solo ha sido, como anuncia el título, considerar la impiedad, la superstición y el fanatismo en sus relaciones con el bienestar de los hombres, reservándome para otro tiempo presentar un tratado polémico sobre esta importante materia. No creo haber ofendido a ninguna persona determinada, pero no ha sido posible prescindir de dar algunos palos a ciertas clases. Quisiera que hubieran sido más flojos; pero estoy hecho a dar de recio, y se me va la mano. Aunque puede decirse que cada tomito forma una obra separada, he creído conveniente presentarlos como partes de una sola, por la relación que entre sí tienen. Como mi objeto no es exasperar, sino advertir, quedarán inéditos el segundo y tercer tomos, si por desgracia no tiene buena acogida el primero; y éste deberá, entonces, considerarse como una obra separada.» En las Cartas a Elpidio obra Félix Varela vuelca todo el amor y la esperanza que siente por su Cuba añorada. Reflexiona sobre la formación de los jóvenes. Trata de inculcarles, a través de estas páginas, los valores espirituales y éticos con que poder fundar los cimientos de la patria futura.

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Félix Varela y Morales

Cartas a Elpidio

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Cartas a Elpidio.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard

ISBN tapa dura: 978-84-1126-469-3.

ISBN rústica: 978-84-9897-372-3.

ISBN ebook: 978-84-1126-970-4.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La vida 7

Primera parte 9

Prólogo 11

Impiedad 11

Carta primera. La impiedad es causa del descontento individual y social 11

Carta Segunda. La impiedad destruye la confianza de los pueblos y sirve de apoyo al despotismo 24

Carta Tercera. Causas de la impiedad 52

Carta Cuarta. Extensión de la impiedad. Modo de tratar los impíos 66

Carta quinta. Quejas justas e injustas de los impíos 100

Carta sexta. Furor de la impiedad 112

Segunda parte Cartas a Elpidio sobre la impiedad, la superstición y el fanatismo en sus relaciones con la sociedad por el presbítero don Félix Varela 127

Superstición 127

Carta primera 127

Carta segunda. Cómo usa la política de la superstición 152

Carta Tercera. Cómo debe impedirse la superstición 168

Carta Cuarta. Influjo de la superstición según los pueblos 180

Carta quinta. Tolerancia religiosa 210

Libros a la carta 239

Brevísima presentación

La vida

Félix Varela y Morales (teólogo, sacerdote, investigador cubano).

Hijo de un militar español. A los seis años vivió con su familia en La Florida, bajo dominio española. Allí cursó la primera enseñanza. En 1801 regresó a La Habana, donde, al año siguiente, entró en el Seminario de San Carlos y San Ambrosio. En 1806 obtuvo el título de Bachiller en Teología y tomó los hábitos. Recibió el subdiaconato en 1809 y el diaconato en 1810. Ese mismo año se graduó de Licenciado en Teología. En 1811 hizo oposición a la cátedra de Latinidad y Retórica y a la de Filosofía en el Seminario de San Carlos. Obtuvo ésta tras reñidos y brillantes ejercicios y pudo desempeñarla gracias a una dispensa de edad.

También en 1811 se ordenó de sacerdote. A partir de entonces y hasta 1816 desplegó una intensa labor como orador. En 1817 fue admitido como socio de número en la Real Sociedad Económica, que más tarde le confirió el título de Socio de Mérito. Por estos años aparecieron sus discursos en Diario del Gobierno, El Observador Habanero y Memorias de la Real Sociedad Económica de La Habana. Cuando en 1820, a raíz del establecimiento en España de la constitución de 1812, fue agregada la cátedra de Constitución al Seminario de San Carlos, la obtuvo por oposición mas solo pudo desempeñarla durante tres meses en 1821, porque fue elegido diputado a las Cortes de 1822. El 22 de diciembre del mismo año presentó en éstas, con otras personalidades, una proposición pidiendo un gobierno económico y político para las provincias de ultramar. También presentó un proyecto pidiendo el reconocimiento de la independencia de Hispanoamérica y escribió una Memoria que demuestra la necesidad de extinguir la esclavitud de los negros en la Isla de Cuba, atendiendo a los intereses de sus propietarios, que no llegó a presentar a las Cortes.

Votó por la regencia en 1823, por lo que, al ser reimplantado el absolutismo por el rey Fernando VII, tuvo que refugiarse en Gibraltar. Poco después fue condenado a muerte. El 17 de diciembre de ese año llegó a Estados Unidos. Vivió en Filadelfia y después en Nueva York, donde publicó el periódico independentista El Habanero. Redactó, junto a José Antonio Saco, El Mensajero Semanal.

En 1837 fue nombrado vicario general de Nueva York. En 1841 el claustro de Teología del Seminario de Santa María de Baltimore le confirió el grado de Doctor de la Facultad. En unión de Charles C. Pise editó la revista mensual The catholic expositor and literary magazine (1841-1843). Publicó con seudónimo la primera edición de las Poesías (Nueva York, 1829) de Manuel de Zequeira.

Murió en los Estados Unidos.

Primera parte

Cartas a Elpidio sobre la impiedad, la superstición y el fanatismo en sus relaciones con la sociedad por el presbítero don Félix Varela

Prólogo

Las Cartas a Elpidio no contienen una defensa de la religión, aunque, por incidencia, se prueban en ellas algunos de sus dogmas. Mi objeto solo ha sido, como anuncia el título, considerar la impiedad, la superstición y el fanatismo en sus relaciones con el bienestar de los hombres, reservándome para otro tiempo presentar un tratado polémico sobre esta importante materia. No creo haber ofendido a ninguna persona determinada, pero no ha sido posible prescindir de dar algunos palos a ciertas clases. Quisiera que hubieran sido más flojos; pero estoy hecho a dar de recio, y se me va la mano.

Aunque puede decirse que cada tomito forma una obra separada, he creído conveniente presentarlos como partes de una sola, por la relación que entre sí tienen. Como mi objeto no es exasperar, sino advertir, quedarán inéditos el segundo y tercer tomos, si por desgracia no tiene buena acogida el primero; y éste deberá, entonces, considerarse como una obra separada.

Preveo que este avechucho puede acarrearme algunos enemigos, pero ya es familia a cuyo trato me he habituado, pues hace tiempo que estoy como el yunque, siempre bajo el martillo. Vivo, sin embargo, muy tranquilo; pues, como escribía yo a un amigo, el tiempo y el infortunio han luchado en mi pecho, hasta que convencidos de la inutilidad de sus esfuerzos, me han dejado en pacífica posesión de mis antiguos y nunca alterados sentimientos.

[F. V.]

Impiedad

Carta primera. La impiedad es causa del descontento individual y social

Pasan los tiempos, y con ellos los hombres, mas la verdad inmóvil observa los giros de su mísera carrera hasta verlos precipitarse con pasos vacilantes en el abismo de la eternidad, dejando signos indelebles de que solo convinieron en la impotencia... Sí... No hay duda...

La voz unísona de los sepulcros eleva al cielo la triste confesión de la flaqueza humana, y las bóvedas celestes arrojan sobre los mortales el eco aterrador, que los detiene y enerva en sus locas empresas e infaustas ilusiones. Este aviso de la Divinidad fija nuestra atención en un mundo subterráneo, donde yacen los ídolos del amor, los objetos del odio, los despojos del guerrero y las cenizas del sabio, las víctimas del poder inicuo y los mismos poderosos; que todos, sí, todos, en perpetua calma, advierten a los ilusos que sobre ellos caminan, que la verdad está en lo alto, es una e inmutable, santa y poderosa, origen de la paz y fuente del consuelo; que habita en el seno del Ser sin principio y causa de los seres.

Así pensaba yo, mi caro Elpidio, en unos terribles momentos en que mi espíritu, angustiado por la memoria de los que fueron y no son, meditaba sobre la historia lamentable de los errores humanos, de los funestos efectos de pasiones desenfrenadas, de los sufrimientos de la virtud siempre perseguida, y de los triunfos del vicio, siempre entronizado. Recorriendo al través de los siglos los anales de los pueblos, el orbe nos presenta un inmenso campo de horror y de exterminio, donde el tiempo ha dejado algunos monumentos para testimonio eterno de su poder asolador y humillación de los soberbios mortales. Mas, entre tantas ruinas espantosas, se descubren varios puntos brillantísimos, que jamás oscurecieron las sombras de la muerte: vénse, querido Elpidio, los sepulcros de los justos, que encierran las reliquias de aquellos templos de sus almas puras, que volaron al centro de la verdad; cuyo amor fue su norma y por cuyo influjo vivieron siempre unidos y tranquilos. Sobre las losas que cubren estos sagrarios de la virtud, resuelven sus imitadores el gran problema de la felicidad y arrojan miradas de compasión sobre los que, fascinados por míseras pasiones, corren tras sombras falaces, y, burlados, se dividen; divididos, se odian, y odiados, se destruyen.

¿Por qué, me decía yo a mí mismo, por qué unas ideas tan claras y unos ejemplos tan nobles no atraen todos los hombres hacia el verdadero objeto del amor justo? ¿Por qué no siguen la majestuosa y palpable senda de la felicidad? ¿Por qué esparcen la muerte los depositarios de la vida? ¿Por qué aborrecen los que nacieron para amar? ¿Por qué cubre la tristeza unos rostros en que debe brillar la alegría? ¿Qué causas funestísimas convierten la sociedad de los hijos de un Dios de paz, en inmensas hordas de ministros del furor? ¡Ah!, mi amado Elpidio, estas interesantes preguntas hallaron muy pronto su respuesta. Vénse estampadas sobre las ruinas de tantos objetos apreciables, las huellas de tres horribles monstruos que los derrotaron, y que aun corren por todas partes inmolando nuevas víctimas. Vénse la insensible impiedad, la sombría superstición, el cruel fanatismo, que por diversos caminos van a un mismo fin, que es la destrucción del género humano.

Estos monstruos han sido el constante objeto de mis observaciones; he procurado seguir sus pasos, observar sus asechanzas, notar sus efectos y descubrir los medios que emplean para tantas atrocidades. Bien se echa de ver que estas tristísimas meditaciones deben haber llenado mi alma de amargura; y como la amistad es el bálsamo del desconsuelo, y la comunicación de ideas el alivio de las almas sensibles, permíteme que deposite en la tuya los sentimientos de la mía, y que en una serie de cartas te manifieste los resultados de mi investigación. Ocupémonos, por ahora, de la impiedad.

Si la experiencia no probara que hay impíos, no podría la razón probar que puede haberlos. Cuando la naturaleza inspira el amor —y éste va necesariamente hacia las perfecciones con más fuerza que el acero al vigoroso imán, o que los cuerpos celestes hacia el centro de su circulación— ¿cómo puede dejar un Ser perfectísimo de atraer la voluntad humana, y por qué anomalía inexplicable puede ésta convertir en objeto de odio el bien por esencia? Pero, no, el supuesto es imposible, el hombre nunca odia al Ser Supremo; si bien, en su delirio, procura disimular los sentimientos de su espíritu. He aquí una de las pruebas más evidentes de que la impiedad es un monstruo, puesto que sus operaciones contrarían la naturaleza, que puede ser desatendida pero jamás conquistada. Observa, mi amigo, que entre la multitud de los impíos hay varias clases, porque el error es el principio de la división; pero jamás se encuentra uno que confesando la existencia del Ser Infinito, y principio de toda bondad, pretenda odiarlo. Procuran unos cohonestar sus desvaríos negando que existe el mismo Ser que siempre les ocupa, y cuyas perfecciones los acometen por todas partes y en todos momentos; mas ellos pretenden desconocer su origen, para llevar a cabo unas ideas que jamás pudieron satisfacerlos; semejantes a un demente que, por extraña manía, no quisiese levantar los ojos de la tierra, y viéndola toda iluminada, dijese: «no existe el Sol». Confiesan otros que hay un Ser Supremo; pero quieren que reciba sus órdenes, que todo sea conforme a sus ideas, que todo halague sus pasiones; y concluyen por confesar un Dios que no es Dios, un infinito ilimitado, un Ser Supremo sujeto al capricho de sus criaturas. Hay otros que, obstinados en sus vicios, confiesan que hay un Dios, y que ha dado una ley, mas movidos por una horrible desesperación, no quieren obedecerle y renuncian a su felicidad eterna.

Entremos en la consideración del terrible estado del espíritu humano, en los tres casos que acabamos de exponer, y veremos que la impiedad es más una corrupción que una ignorancia. Por más que diga el impío que no sabe si hay Dios, es muy fácil descubrir que él no sabe que no lo hay; quedando, de este modo, convencido de que su aserción positiva de la no existencia del Ser Supremo no es el resultado de un convencimiento. Tenemos, pues, que el ateísmo no puede pasar de una duda, y que darle el carácter de una doctrina fundamental y norma de operaciones en el más importante de todos los negocios, no puede ser sino efecto de pasiones desarregladas. Considerémosle ahora en el estado de mera duda, y veremos que es puramente negativa, puesto que se funda en la imposibilidad de percibir el objeto y no en su repugnancia. Es cierto que el impío afirma que repugna un Ser sin principio, pero advirtamos que él tiene que admitir una materia eterna, o un mundo que empezó a existir antes de existir; de modo que operaba sin existir, puesto que se supone que se dio la existencia, lo cual es una operación infinita. ¿Puede haber algo más repugnante que una materia eterna? ¿Puede darse una ficción más ridícula que la de un ser operando antes de existir? Solo un desvarío del entendimiento humano puede servir de excusa a tan repugnantes aserciones, pero jamás un sano juicio podrá abrigarlas. Queda, pues, desvanecida toda duda. El Ser sin principio no repugna, puesto que el mismo impío que pretende probar su repugnancia admite una materia eterna; y publica, con este aserto, que no le convence su argumento y que solo le mueve su pasión.

Dejemos, pues, a la miseria humana seguir su delirio; cúbrase de todos modos el horrendo cáncer que devora el corazón del impío; no pretendamos convencerle; él lo está, para su tormento. Un mal corrido velo deja percibir los signos de la inquietud, y entre las ponderaciones de un profundo saber, se escapan algunas dudas, cual chispas de un volcán reprimido. Figúrate un orgulloso piloto que habiendo hecho gran ostentación de su pericia, empieza a dudar de sus cálculos y a temer la proximidad de un peligro cierto, que en vano pretende suponer imposible; mas, por una obstinación lamentable, no quiere confesar su error; antes da pábulo a una infundada esperanza, fruto de su vanidad, y se entrega a la suerte, que ya por signos bien sensibles indica que ha decidido su ruina. Obsérvalo confuso y pensativo, ora silencioso y triste, ora iracundo y arrojado, ya procurando disimular su agitación, ya dando pruebas evidentes de ella: los libros no dicen lo que él quiere, y la naturaleza dice abiertamente lo contrario; el tiempo, juez inflexible, va muy pronto a dar su irrevocable sentencia; los que por desgracia están bajo su dirección y le han confiado el precioso tesoro de sus vidas, empiezan, a dudar unos, a temer otros y muchos a decir abiertamente que los lleva a la muerte. Agitado por el temor y el remordimiento, procura separarse de todos, esperando que una idea feliz, un acaso inesperado, pueda sacarlo con honor de tanta empresa; y otras veces, no hallando en la soledad el consuelo, va a buscarlo entre sus desgraciados compañeros, a quienes procura alucinar de mil maneras. Sus preguntas le embarazan, sus miradas, cual penetrantes saetas penetran hasta su corazón; siéntese inclinado a abrirlo, para desahogar su pena, mas al momento se acusa de debilidad y precipitación; hace un esfuerzo de despecho, que él llama de heroísmo, y determina aparecer siempre sereno, sea cual fuere el lastimoso estado de su espíritu. ¿No es la imagen que acabo de presentarte la del hombre más desgraciado sobre la tierra? Pues tal es la imagen del impío. Compárala con el original y te convencerás de su exactitud.

¿No ves con cuánto empeño procura obtener sufragios? Pues no es otro su objeto sino encontrar probabilidad en sus ideas, por su difusión. Reconoce su debilidad, y para acallar las inquietudes que ella le causa, quiere convencerse a sí mismo probando que es un recelo infundado, pues no es probable que muchos entendimientos perciban del mismo modo, sin que haya sólidas razones para esta unidad. No es por cierto el amor de sus semejantes, el que le mueve con tanta constancia, no; su fin es otro. Los hombres, según los principios de la impiedad, no son más que instrumentos de que debemos servirnos sin cuidarnos mucho de ellos, y los impíos saben, por su propia conciencia, que los que se les asemejan no pueden ser de alguna utilidad. Por otra parte, si todo termina con la vida y la felicidad consiste en pasar contentos los pocos días que estamos sobre la tierra, ¿por qué tanto empeño en convencer a los hombres del error de sus ideas? La felicidad, en tal caso, es un término relativo, y si el piadoso la encuentra en su piedad, ¿por qué privarle de ella para que sea feliz? ¿No es ésta uno contradicción palpable? Los hábitos llegan a formar parte de la naturaleza, y el impío conoce que es imposible, o por lo menos muy difícil, que los sentimientos religiosos nutridos desde la infancia, no produzcan una terrible agitación en el alma de sus prosélitos y que los golpes del remordimiento no pueden permitir que continúe la serenidad momentánea que pueda conseguirse a fuerza de capciosos argumentos y vanas reflexiones. No es, pues, la felicidad de los hombres el objeto de tantos esfuerzos, ¿Qué interés, me dirás, puede tener el impío en fingir que no cree? ¿Por qué hemos de suponerle agitado por esos terribles remordimientos? Más justo sería confesar que, dotado de un espíritu fuerte, ha vencido las preocupaciones que introdujo la ignorancia y confirmó la malicia. ¡Ah!, querido amigo, con éstas y otras reflexiones semejantes han procurado alucinar a muchos, empezando por alucinarse a sí mismos. Bastaría responder que del mismo modo se disculpan el fanático, el supersticioso y el hipócrita. Todos aseguran, y aun prueban, que su conducta solo les proporciona sufrimientos, pero ¿no es cierto que a veces se encuentra un interés en sufrir? Esa misma victoria sobre las preocupaciones, ese mismo título de espíritu fuerte, esa superioridad sobre los demás hombres ¿no son un interés, y muy marcado? Sucede con los espíritus fuertes como con los duelistas, que van a batirse haciendo esfuerzos para contener el temblor, y afectan una serenidad de que carecen.

Nadie habla más de religión que los que no la tienen, y al paso que aseguran que es una quimera, tratan de ella día y noche. No hay lugar ni circunstancias en que no procuren introducir cuestiones religiosas los mismos que ridiculizan a los creyentes por cuidarse de ellas. ¿No es ésta una prueba de que el asunto les interesa? ¿Y cómo puede un espíritu ocupado siempre de un negocio de tanta importancia, y según ellos sujeto a tantas dudas; cómo, repito, puede conservar esa tranquilidad que afectan con tan poco tino los impíos? Es muy de notar que la ignorancia de los hombres en materias de ciencias naturales y en otros varios puntos interesantísimos a la sociedad, no llama la atención de los incrédulos, y muy pocos de ellos vemos que se aplican a la ilustración del pueblo en tales materias, y en caso de hacerlo no demuestran tanto interés como en las cuestiones religiosas. Si la religión fuese, como dicen ellos, un vano fantasma, ¿no sería muy ridículo darle preferencia a objetos reales y de utilidad evidente? Ni se diga, mi amigo, que quieren disipar las sombras de un error funesto, que causa males infinitos; pues claro está que la idea de un castigo eterno, lejos de inducir al crimen, será siempre un freno que detiene al criminal; y por más esfuerzos que ha hecho la impiedad para probar que la religión es ominosa, solo ha conseguido demostrar que es benéfica al linaje humano. Un pueblo religioso y criminal es como un círculo cuadrado, que solo tiene existencia en los labios que pronuncian las palabras. Esto sabe, y aun palpa el impío, y en vano procura cerrar los ojos a la luz de la verdad, pues su influjo penetra hasta el agitado corazón, y para arrancar el cáncer que lo consume, causa necesariamente intensísimos tormentos.

Mientras las doctrinas de una religión que se dice venida del cielo puedan ser ciertas, la felicidad no existe para el impío; y siendo por lo menos probable su futura y terrible desgracia, no podemos creerlo cuando nos dice que está satisfecho y tranquilo. Prescindiendo de la evidencia de los argumentos que se le proponen, y que nunca ha podido satisfacer, su razón le indica que ni posee ni puede ostentar infalibilidad. Esto sería admitir el mismo principio religioso y declararse ridículamente una divinidad, al paso que niega la existencia de un ser semejante. Si sus ideas no son infalibles, las contrarias son probables, o por lo menos posibles; y he aquí al miserable convencido por sí mismo; he aquí una confesión de su delirio. Encuéntrase, sin saber cómo, haciendo un papel bien ridículo; encuéntrase dogmatizando sin infalibilidad, y pretendiendo probar que nada teme, cuando sus mismos principios prueban que debe temer, o ha perdido el juicio.

Las pomposas declamaciones de los incrédulos me han parecido siempre como los quejidos de un doliente, que mientras más agudos, mayor daño indican en las entrañas del miserable a quien deseamos ver curado, mas no quisiéramos acompañar en la suerte. Lejos, pues, de convencernos de la utilidad de su doctrina, nos predicen el deber de no admitirla, y se convierten en objetos de compasión los que vanamente pretendieron serlo del aplauso. Nada se sabe en materias religiosas, nos dicen estos apóstoles de la ignorancia, que seguramente debemos creer que están guiados por el principio que predican, y que por lo menos en esta parte, han querido ser justos haciendo un homenaje a la verdad. Las nubes del error, conducidas y condensadas hacia un punto por el soplo de la soberbia, roban la vista del Sol de la justicia y dejan en tinieblas a estos miserables, que llegan a tal grado de obstinación y de demencia, que hacen a la ignorancia árbitro de su suerte. Mas no, mi amigo, no es posible tanta degradación en la obra del Omnipotente; el hombre nunca pierde el sentimiento de justicia y el feliz impulso que lo dirige hacia la verdad; mas de aquí resulta un choque terrible y continuo entre la razón y las pasiones, y una inquietud lamentable en el alma del impío, quien más que nadie quisiera verse libre de su impiedad. ¡A cuántos he oído decir que quisieran creer, porque, sin duda, serían felices! ¿Y no es ésta una franca confesión de que la felicidad está en la creencia y de que el infiel vive en tormentos? Esta prueba irrefragable, que he tenido varias veces, me ha convencido de que los impíos son los primeros que en secreto detestan la impiedad. ¿Y por qué la sostienen? ¿Por qué la propagan, si tanto la detestan? Porque estos espíritus fuertes son muy débiles cuando entran en lucha con sus preocupaciones, aunque tanto se glorían de haber destruido las ajenas.

Si volvemos la vista a la segunda clase de impíos, que admitiendo la existencia de un Ser Supremo quieren sujetarle a sus ideas, no podremos menos de creer que, o están locos, o viven en una constante ansiedad. La misma idea de supremacía que confiesan, les prueba que deben recibir la doctrina y no inventarla; que constituirse oráculos de la Divinidad, cuando pretenden negar que los tienen, no es más que descubrir un trastorno mental el más ridículo, o un estado el más triste. De aquí la variedad de sentencias, de aquí las contiendas religiosas, y la infinidad de sectas. La duda es el acíbar de la vida, y si admitida la existencia del Ser Supremo no tuviéramos otra prueba que la necesidad de unas verdades conocidas, determinadas e infalibles, nos bastaría, para creer que las hay, el horroroso estado de un hombre vacilante en tales materias; pues jamás podremos persuadirnos que un Ser infinitamente sabio y justo, pudiese destinar al género humano a vivir en tanta pena, y por muy poco que se reflexione sobre esta situación dolorosa, conoceremos que no es compatible con la bondad divina.

Volvamos el rostro para no ver la espantosa imagen del impío que admitiendo que hay un Dios, y que ha dado una ley, no quiere obedecerla, antes la considera irracional e injusta. ¡Qué delirio! Hay un Dios, éste ha dado una ley, y al darla dejó de ser Dios, puesto que la ley es injusta. No continuemos, no, en más investigaciones sobre el estado de un espíritu semejante. Es presa de la desesperación y víctima de la ignorancia; a sus solas se desprecia a sí mismo y no duda del desprecio de los hombres.

La contradicción de la mayor parte del género humano es otra de las causas del descontento del impío, que pierde la esperanza de reducirlo a seguir sus delirios, y no puede sufrir sus constantes y poderosos ataques. Conoce que es un ser raro, y la rareza casi siempre es compañera del ridículo. Queriendo sacar ventajas de los hombres, no puede serle favorable el horror con que éstos le miran, y el amor propio mortificado no le deja tranquilo. Verdad es que parece encontrar ventajas y placeres en esta misma contradicción, mas nunca pueden compensarse los terribles sentimientos causados por el desprecio. Un estado tan violento da pábulo a pasiones funestísimas. Odia el impío, detesta y maldice y se llena de agravios, solo por conocerse su origen. Conoce que los hombres no se afectan al oír sus insultantes frases, porque no le tienen en rango de los humanos; antes le asemejan a los irracionales, cuyos golpes deben evitarse, mas nunca causan ofensa. Créese, pues, rodeado de enemigos, teniendo por tales a cuantos no aprueban su locura, y la sociedad se convierte para él en un lugar de tormentos.

Si mis ideas parecieran inexactas, o acaso se creyese que doy realidad a meras sospechas, yo apelo a la historia de los filósofos impíos, y a las páginas de los inmensos volúmenes en que han dejado estampados inmensos errores acerca de la sociedad; que todos, bien examinados, demuestran, no solo que jamás vivieron contentos en ella, sino que la detestaron, no por virtud, sino por desesperación. Un delirante que por desgracia ha tenido muchos imitadores se empeñó en probarnos que el hombre no es un ente social.

El célebre Grocio, a quien no clasificaré entre los impíos, y aun no sé si me atreva a contarle entre los católicos, pero que ciertamente participaba del delirio de aquellos miserables; este hombre, por otra parte ilustre, sostiene que hemos nacido para la guerra, y por consiguiente que el estado de paz es contra la naturaleza. ¿Puede darse mayor absurdo? ¿Y qué pudo inducir a este filósofo, sino el descontento, a dejar en sus obras, donde brilla su talento, esta prueba evidente de su miseria y de la confusión de su espíritu? No ignoras que un iluso se constituyó abogado de la ignorancia a impulsos de la soberbia; y que haciendo la guerra a las ciencias, la hacía a la sociedad; que sin ellas, queda reducida a una masa inorgánica, y viene a ser como un gran conjunto de piedras y diversos materiales; que aglomerados sin orden jamás podrán formar un edificio y mucho menos una hermosa ciudad.

Observa a los impíos en su conducta individual y en el carácter de sus juntas, y verás que los miserables jamás están contentos; y que no es su desavenencia con los oyentes la causa de este mal, puesto que lo sufren, y aun mayor, cuando están por sí solos y proceden enteramente según sus principios. Sus sociedades siempre han terminado con escándalo, después de haber sido objeto de la risa del pueblo, pues aun los más ignorantes perciben su vehemencia. No leerás la vida de ninguno de estos infelices sin encontrar mil anécdotas que le ponen en ridículo, mil lances en que descubres su flaqueza; y, en fin, toda la serie de sus acciones te indicará que su espíritu está en tormento y que la paz huye tanto más de sus sociedades cuanto más se desvían sus ideas del cielo. Enemigos de todos y tiranos de sí mismos, viven temiendo y odiando... ¿Quieres más, Elpidio? El cuadro es lastimoso, y nada más se necesita para convencernos.

No puedo, sin embargo, pasar en silencio una de las mayores pruebas de la verdad que hasta ahora he expuesto. Quiero, mi amigo, quiero que observes al impío en la desgracia, y palparás que jamás fue feliz, puesto que nunca poseyó los medios de impedir el dejar de serlo. El contento es fruto de la seguridad, y mientras dudamos de la permanencia del bien, nos causa tanta mayor inquietud cuanto más perfecto. Cuando enervado el cuerpo se niega a los placeres, o adversa la fortuna no da los medios de proporcionarlos, se encuentra el impío sin consuelo ni recurso alguno, a la manera de un incauto navegante que previendo un naufragio no preparó los medios de salvarse, y entregado a las enfurecidas olas no encuentra objeto alguno de qué asirse, al paso que para más tormento ve a otros boyantes por haberse preparado. Da entonces pábulo al furor, maldice, blasfema y ódiase a sí mismo, como autor de su desgracia. La vida humana nos presenta, Elpidio, más lances de dolor que de placer, y el número de los desgraciados excede en mucho al de los que viven en próspera fortuna. ¡Qué frecuente y funesto es, por tanto, este horroroso efecto de la impiedad, y qué miserable es la vida del impío! Descríbenos Virgilio las furias de los vientos que reprimidos y encadenados logran al fin libre salida, y arrojándose sobre el mar Tirreno levantan olas formidables, que conmueven, precipitan y destruyen los bajeles del príncipe troyano. Todo presenta confusión y ruina; pero una divinidad pone término a tantos males, restablece la calma, y vuelve el contento. El alma del impío en la desgracia nos presenta una imagen de aquel agitado mar y las violentas e indómitas pasiones son más formidables que aquellos desatados vientos; mas como el impío nada admite divino, el cuadro es aun más espantoso, pues el consuelo es imposible y el desastre inevitable.

Medita, Elpidio, sobre las doctrinas destructoras de la libertad humana, examina su origen, y verás que solo tuvieron por autores, y solo tienen por partidarios, a los impíos, que no pudiendo superar sus pasiones se declararon esclavos de ellas. Entregándose a las olas como nave sin gobierno, después de muchos y repetidos esfuerzos para contrarrestarlas, y queriendo sucumbir con decoro inventaron un Hado ciego y tirano; los mismos que no quisieron admitir un Dios sabio y clemente. ¡Oh vana ilusión! ¿No hay un principio universal, un Ser todopoderoso, y sin embargo hay un poder a que todo cede, y que subyuga aun la misma voluntad del hombre? ¡El destino opera sin someterse a nadie, ni ser formado por nadie! ¡Esto admite el impío que se atreve a decirnos que repugna que haya un Dios! Esparcidas en la sociedad por los impíos estas doctrinas desoladoras, se produce un fatal descontento, que inutiliza a los hombres privándoles de toda esperanza. Tales absurdos encuentran muchos y decididos impugnadores; y en la tremenda lucha, interrúmpese la paz, enciéndese el odio, excítase la venganza, halla disculpa el vicio, pierde su precio la virtud, el trabajo parece inútil y la inacción medida prudente, todo se trastorna y, para mayor pena, se cree imposible el remedio. ¿Por qué, pues, invocan el nombre consolador de la filosofía, los que con sus doctrinas se privan a sí mismos y a sus semejantes de todo consuelo? ¿Aman la sabiduría, son filósofos, lo que niegan existe? Los que se degradan hasta cohonestar su flaqueza declarándose esclavos de un ciego destino ¿cómo pueden persuadirnos de que poseen aquella santa libertad filosófica, que eleva al hombre sobre los seres materiales, le hace superior a la adversidad y le conserva firme en medio de los peligros? ¡De todo dudan y sobre todo deciden, nada saben y todo lo enseñan; la desgracia, dicen, es necesaria y exhortan que se evite; constitúyense guías del género humano y confiesan que ignoran el camino de la felicidad y que en vano le han buscado toda su vida! Entréganse a la suerte estos malhadados, y seguidos de millares de incautos empiezan a recorrer el escabroso campo de la sociedad, envueltos en la densa nube del error y vendados los ojos por la mano de la soberbia. Aquí resbalan, allá tropiezan, ora caen, ora se levantan; desríscanse unos, sumérgense otros; sepáranse varios; pero no siendo más prudentes que sus antiguos guías, entran sin reflexión y quedan enredados en espesos bosques, de donde en vano pretenden salir; y vénse, por último, muchos miserables luchando con la muerte que recibieron de la desesperación. Pero ¡ah! mientras estas turbas de obcecados, siguiendo a sus infaustos caudillos, discurren por todas partes, sin fijarse en ninguna, y hollan las fragantes flores que la virtud había sembrado en el campo social; dos hijas hermosísimas del Eterno, mi querido Elpidio; sí, la santa religión y la amable filosofía, dadas las manos y rodeadas de un iris de paz, observan desde el alto cielo este campo de dolor, siguen con la vista los pasos del horrendo monstruo de la impiedad, y compadecen la miserable suerte de los que, por no conocerlas, han creído dividirlas.

¿Por qué funesta desgracia se ha procurado dar diverso origen a estas dos emanaciones de la sabiduría divina? De aquí el trastorno de los principios sociales; de aquí la desconfianza mutua; de aquí la debilidad de las leyes; de aquí, en una palabra, la ruina de la sociedad. Una religión irracional y una filosofía irreligiosa son dos monstruos del abismo, que en vano procurarán ataviarse con ajenos vestidos y tomar el lugar de aquellas dos hijas de la luz; y ángeles de paz que, siempre unánimes, envían al espíritu humano rayos de diversa naturaleza, pero de un mismo origen, y le llenan de consuelo.

Compara el cuadro lamentable que acabo de describir con el que presenta una sociedad piadosa: imagínate aquel mismo campo recorrido, no por unos furiosos y obcecados que todo lo destruyen, sino por una multitud de justos que, sin renunciar a las prerrogativas de hombres, no tienen la locura de desconocer su origen y respetan la divinidad. Mira aquella misma filosofía, cuyo nombre profanaron los impíos; mírala cuán alegre los conduce, advirtiéndoles hasta el más ligero precipicio y corrigiéndoles el menor desvío de la senda del saber. Observa la religión aplaudiendo la actividad humana, gloriándose en los progresos de las luces; pero, al mismo tiempo, señalando al cielo, donde les promete una ciencia perfecta y un bienestar eterno. Vivid, les dice, vivid como hermanos; investigad como filósofos; adorad como creyentes; y cuando estos seres, que por su naturaleza deben terminar, os abandonen, un Ser inalterable debe recibiros. A la vista de estos dos cuadros, ¿será difícil distinguir el de la felicidad? La voz de los pueblos aun da más fuerza a los argumentos de la sana filosofía y declara que la impiedad ha sido siempre detestada por sus perniciosos efectos; y que el orden social y la paz de los hombres han sido siempre víctimas de los impíos, como lo han sido también de los supersticiosos y de los fanáticos. Considerando, pues, la impiedad solo en sus relaciones con la política, y sin respeto alguno a los bienes eternos, debe evitarse como funesta; a no ser que un argumento, de experiencia en tantas generaciones, sea desatendido por seguir las teorías de algunos alucinados. Los mismos argumentos con que el impío quiere introducir la impiedad prueban que debe detestarse. Un poeta visionario, como casi todos ellos, aseguró que el temor fue el autor de los dioses; y esta sentencia, que pudo ser cierta en cuanto a las falsas deidades, se ha aplicado con impiedad a la creencia del Ser Supremo. Mas ¿no prueba la misma invención de nuevas deidades el convencimiento y experiencia de los pueblos acerca de los efectos de la impiedad? El mismo remedio que buscaron indicaba la causa del mal que padecían. ¡Ah! Si se dijese que el temor ha inducido a muchos a quererse persuadir a sí mismos de que no hay Dios, sin duda se acertaría. Pero concedamos lo que ni el entendimiento ni el corazón pueden conceder; sí, concedamos que todo es una invención humana. ¿No dicen los que la suponen, que fue fruto de la necesidad de gobernar los pueblos? Luego en el estado de impiedad no pudieron gobernarse, y es claro que sin gobierno no hay orden, y sin orden no hay contento.

Pongamos término a tan tristes reflexiones, aunque no al sentimiento que ellas causan. Puedan los pueblos desechar la impiedad, pueda la filosofía descubrir este monstruo, cuyo aspecto horrible basta para detestarlo. Tú, piadoso Elpidio, sé feliz.

Carta Segunda. La impiedad destruye la confianza de los pueblos y sirve de apoyo al despotismo

Al descontento que causa la impiedad le sigue, querido Elpidio, la desconfianza de los pueblos; mal terrible que destruye todos los planes de la más sabia política y anula los esfuerzos del más justo gobierno. Persuadidos los hombres de la necesidad de una garantía contra la malicia, y no pudiendo encontrarla en las leyes, que como dijo un sabio de la antigüedad, nada valen sin las buenas costumbres, claman por un principio que las produzca y asegure. La vida de los impíos es un testimonio irrefragable de que no siguen este deseado principio y que la relajación está, casi siempre, unida a la impiedad ¡Cómo pueden inspirar confianza! El sagrado juramento es en sus labios una ficción ridícula y una mofa la más insultante. Jurar por un Dios en que no se cree, o de quien nada se espera y nada se teme, es tratar a los demás hombres como a niños, o a dementes; cuyas ideas suelen aprobarse solo por complacerlos y acallarlos.

¿Puede darse mayor insulto? Los que empiezan por mentir en la misma promesa, ¿podrá creerse que tienen ánimo de cumplirla? Preséntanse como creyentes y juran como ellos, dando a entender que tienen las mismas ideas y los mismos sentimientos, al paso que en su mente contrarían cada una de sus mismas palabras; resultando que ni ellos se creen mutuamente, ni nadie los cree, por muy bien que desempeñen su papel cómico-político.

Difundida, pues, la impiedad en el cuerpo social destruye todos los vínculos de aprecio, y a la manera de un veneno corrompe toda la masa y da la muerte. El honor viene a ser un nombre vano, el patriotismo una máscara política, la virtud una quimera y la confianza una necesidad. ¿Crees que exagero, Elpidio? Reflexiona, y verás que solo copio. Sí, en la historia de los pueblos encontrarás el original de la imagen, verás los partidos políticos, que cual densas nubes impelidas por contrarios vientos, chocan con furia, mas no teniendo cohesión entre sus partes se deshacen y desaparecen; o bien se mezclan formando otras nuevas, que a impulso de distinto viento van a chocar con las más lejanas, repitiendo allá la misma escena; y de este modo observan un denso velo que roba a nuestra vista los rayos luminosos del Sol de justicia. Pero ¡qué!, me dirás, ¿es siempre la impiedad la que forma los partidos? No; pero siempre se mezcla en todos ellos sin pertenecer a ninguno, y a todos los corrompe. El impío es hombre del momento, mas el justo es hombre de la eternidad. Tienen, pues, consistencia las sociedades de los justos y son deleznables las de los perversos. Mas cuando por desgracia se reúnen elementos tan contrarios, como la justicia y la impiedad, basta un ligero impulso para separarlos; e interrumpida la acción, por sólidas que sean algunas de las partes, el todo queda disuelto. ¡He aquí el pernicioso efecto de la impiedad! Si los partidos tuvieran el derecho de expulsión, y si pudieran ser conocidos todos los que la merecen, sin duda que llegarían a formarse cuerpos políticos homogéneos. Mas un partido es una casa abierta y sin propietario, donde entra y sale el que le parece, y donde muchos suponen haber estado, sin que pueda probárseles su impostura. De aquí el descrédito de la generalidad por unos pocos; que fingen haberse separado en consecuencia de crímenes que observaron en sus antiguos compañeros, que acaso nunca lo fueron; de aquí la facilidad de producir gran confusión y entorpecer las operaciones ordenadas; de aquí, en fin, la oportunidad para asechanzas políticas. Paréceme, querido Elpidio, que estas ligeras observaciones bastan para explicar un fenómeno que algunos creen tan raro, quiero decir, cómo pueden hombres de virtud y mérito hallarse en partidos detestables; y cómo se encuentran tantos perversos en partidos los más santos. Hállanse, a veces, estos seres extraños a la cabeza de los mismos partidos; y he aquí una gran prueba de que no siempre las ideas de las clases convienen con las de sus principales.

¿Para qué, me dirás, hablar tanto de partidos? Para hacer ver, mi Elpidio, que por más justa que sea su causa y más sagrado su objeto, su ruina es inevitable si prevalece en ellos la impiedad; y como el género humano está necesariamente compuesto de partidos, resulta que la impiedad, enemiga de la virtud, siembra la desconfianza en los pueblos e impide su felicidad. Solo un vínculo interno puede unir a los hombres cuando no pueden ser sometidos a los externos. ¿Y quién no ve que las leyes y la opinión jamás podrán contener los desvaríos y perfidias, cuando una multitud de hombres diseminados en la sociedad saben evitar sus golpes, y aun se fingen sus más fieles observadores? No se funda, pues, la confianza de un partido sobre otra base que el sentimiento de justicia, de sensatez y de honor, que supone en los demás el que de buena fe profesa unos principios.

Convencidos de estas verdades, y conociendo la necesidad de inspirar confianza a los hombres, si queremos vivir en paz con ellos, han pretendido algunos demostrar que la moralidad no depende de la religión; y aunque horrorizados de su misma doctrina, no se han atrevido a deducir las consecuencias, es claro que de ella se infiere que los impíos pueden ser virtuosos. Puestos ya en contacto los dos términos, virtud e impiedad, creo, mi caro amigo, que es palpable la contradicción, y tamaño absurdo queda completamente refutado. La materia, sin embargo, es de tal importancia que conviene ilustrarla con algunas reflexiones.

Respecto de la vida eterna no hay más que una religión y una moral derivada de ella y meritoria por este sagrado principio; mas, respecto a la sociedad, pueden unas religiones nominales, quiero decir, unas falsas doctrinas religiosas, inspirar una moral correcta; que, como su principio, solo tiene mérito ante los hombres. Vemos, pues, en las sectas religiosas, hombres caritativos, sobrios y justicieros; que por estos actos merecen aprecio, excitan admiración, sin que tampoco se diga que por ello desmerecen ante Dios; pues caeríamos en el absurdo de afirmar que todas las operaciones de los pecadores son pecado.1 Estas dos líneas deben marcarse perfectamente, para no incurrir en errores funestos acerca del influjo de la religión en la sociedad, confundiéndolo con el productivo del mérito para la vida eterna. Distinguiendo, pues, la moral social y la religiosa diremos que ésta no es legítima y perfecta sino cuando proviene de la única y verdadera religión; mas aquélla puede ser perfecta aunque tenga por origen una falsa religión. En cuanto a la impiedad, es destructora de ambas clases de moral, por más que digan sus apologistas.

Un incrédulo vive solo para gozar en este mundo cuanto pueda; y según sus principios, es un tonto si pudiendo gozar no goza por voces insignificantes de virtud y honor; mas, según sus mismos principios y los de la sana moral, son mucho más tontos que él los que tienen la simpleza de fiarse de sus palabras. Es una fiera encadenada por las leyes; mas si está a su alcance una víctima, o si fallan las cadenas, la destrucción es segura.

Temen, pues, los buenos de todos los partidos, y aun los mismos impíos temen, cuando estas fieras con aspecto humano discurren por todas partes y se mezclan con los hijos de la paz solo para devorarlos. Entran los recelos, empiezan las pesquisas, auméntanse las inquietudes, falta el sufrimiento, la prudencia falta, sucede el furor, síguense los ataques, y empezada la matanza, concluye con la desolación. De las fieras que la causaron, unas se retiran saciadas; otras rugen, porque les ha cabido poco; y otras, cubriéndose con ajena piel, van con apariencia de ovejas a introducirse en los rebaños, para preparar nuevo exterminio. Tal es, mi amado Elpidio, la importante lección que la experiencia ha dado en todas las vicisitudes de los pueblos, y sabes que yo he sido uno de los oyentes de esta severísima y sabia maestra...

¡Ah, qué profundas son las heridas que causan en el cuerpo social las emponzoñadas garras del monstruo de la impiedad! Extinguidos o aminorados los sentimientos religiosos y no hallando consuelo alguno sobre la tierra, se entregan los ánimos a una lamentable indolencia, o a una desesperación espantosa; dase de mano a todos los proyectos y parece que los pueblos renuncian a toda tentativa de prosperidad. El siglo pasado nos presentó, en una de las más florecientes naciones de Europa un ejemplo de estas terribles verdades; sí, un ejemplo, Elpidio, que jamás se borrará de la memoria de los hombres; pero que, desgraciadamente, no ha bastado a escarmentarlos. Era la Francia un delicioso albergue de la industria y un magnífico alcázar de la ciencia; cubrían sus campos mieses abundantes y blanqueaban sus colinas rebaños numerosos; veíanse sus puertos poblados de mástiles y sus caminos sellados de carros. Pero ¡ah! En medio de tantas delicias iba haciendo progresos la impiedad, y ya sabes cuál fue el funesto resultado. No renovemos la memoria de tantas miserias y solo copiemos de aquel horroroso cuadro algunos ligeros rasgos que puedan servir a nuestro intento.

Sabes que jamás se ha visto más difundida y poderosa la impiedad, pero, ¿te acuerdas haber visto jamás tan difundida la injusticia? Pero, qué digo la injusticia, ¿no se vio aquel sabio e ilustre pueblo reducido a la barbarie? ¿En qué pecho habitaba entonces la confianza? Los mismos asesinos temían ser asesinados; ni el amor conyugal, ni el filial, ni la antigua y pura amistad producían efecto alguno, desde que una turba impía los calificó de necedades. Cerrar los ojos para no percibir una verdad tan clara es aumentar la desgracia con el tormento de haberla causado, pero ¡cuántos de estos ciegos voluntarios no hallamos por todas partes! Hay, sí, una clase, o, mejor dicho, una multitud dispersa de hombres más perversos que ignorantes, cuyo placer es la discordia, cuya ciencia es el engaño y cuyo objeto es la destrucción; mas con suma perfidia invocan, para cohonestar sus depravados intentos; invocan, sí, los nombres respetables de los más célebres patriotas, a quienes suponen autores de los más desatinados proyectos; declaman contra el destino que los ha frustrado y quieren cubrir con el velo del heroísmo aquella escena memorable de la degradación de la especie humana. De este modo impiden los efectos saludables de tan terrible experimento e inducen a los pueblos a emprender otros semejantes.

Afortunadamente, el sentido común popular, aquel instinto que tiene la muchedumbre para dirigirse a ciertos objetos que la favorecen y separarse de otros, que la perjudican, no está enteramente extinguido; y a pesar de todos los esfuerzos de los impíos, la multitud sencilla conoce la tendencia y palpa los frutos de la impiedad, a la cual hace responsable de los raudales de sangre que inundaron la Francia; y de aquí el odio con que son mirados por los pueblos los apóstoles del exterminio. Ocurren éstos a los insultos y denuestos; declaman contra la ignorancia popular y ponderan la corrupción del pueblo que le hace incapaz de empresas nobles (empresas a que ellos mismos sirven de obstáculos); y pasan de este modo una vida de tormento, causándoselo a otros. El pueblo, por su parte, irritado por tanto insulto, odia más y más a sus calumniadores, y crece rápidamente la desconfianza, al ver que la impiedad se extiende y que sus ataques son alevosos y tremendos. Prodúcese un temor pánico en ciertas clases y un furor bélico en otras, y advirtiendo ellas mismas sus contrarias disposiciones, entran nuevos recelos y tómanse nuevas precauciones. Cada hombre ve en su semejante un enemigo, que al momento supone un impío; y como estos monstruos nada respetan, procura vivir en continua observación, fruto de una justa desconfianza.

¡Qué triste idea atormenta mi espíritu! ¡Qué infausto resultado, si bien debía esperarse de tales elementos! Temo, querido Elpidio, que no acertaré a presentar con sus propios colores al monstruo de la impiedad ejerciendo la mayor de sus crueldades y la más baja de sus perfidias: quiero decir, abriendo el camino para que le siga otro monstruo no menos horrendo y destructor: el bárbaro despotismo. ¿Te sorprende mi aserción? ¿Crees que la impiedad solo se amista con los libres? ¿Piensas que no hay déspotas impíos? No; tu alma grande no puede abrigar unas ideas tan degradantes de la especie humana; y tu sano juicio afirmará, como el de todos los buenos, que jamás hubo un hombre libre que fuese impío, ni un déspota que dejase de serlo. La impiedad desata todos los vínculos del amor arreglado y deja expeditos todos los movimientos de las pasiones; que muy pronto degeneran en furias que ejercen en el corazón humano el más insufrible de todos los despotismos, convirtiendo al oprimido en el opresor de sí mismo. Esta cruel opresión experimenta el déspota; sus desenfrenadas pasiones le arrastran por todas partes y como fiera maltratada se ceba en cuantas víctimas encuentra en su malhadada carrera. Mientras mayor es el número de sus injusticias, mayor es la inquietud de su corazón, y mayor es su compromiso con los agentes de sus crueldades. Es un esclavo cubierto de oro para hacer más visibles los signos de su esclavitud. ¿Y crees que la santa piedad, por esencia bienhechora, pacífica y amorosa; crees, Elpidio que esta suave y deliciosa emanación del cielo, habita en un monstruo esclavo de las furias y ministro del infierno? Si es que conserva alguna fe, ¿no es semejante a la de los demonios? ¿No es un impío práctico, de cuyas nociones especulativas tenemos mucho derecho para dudar? Los dos santos principios de la felicidad humana, la justa libertad y la religión sublime, están en perfecta armonía y son inseparables. Una hipocresía política pretende desunirlos, pero un estado tan violento no puede ser duradero, y el tiempo corre al fin el velo y descubre al hipócrita. De aquí tantas alteraciones políticas en ambos sentidos; de aquí tanta sangre vertida, tantas riquezas malgastadas, tantos pueblos arruinados y tantos crímenes, cuya memoria sirve de castigo a sus autores. Después de tantos escarmientos y de experiencia tan dilatada, qué diremos de nuestros libres que quieren ser impíos y de nuestros religiosos que quieren ser esclavos? Mi respuesta franca sería que ni los unos son libres, ni los otros son religiosos, sino unas hordas de ilusos y de pícaros que con distinto vestido sirven a un mismo amo, quiero decir, al demonio.

¡Ah! mi caro amigo, estas masas, al parecer tan heterogéneas, convienen perfectamente en atraer el crimen y repeler la virtud; y de aquí resulta que inundado el orbe por un diluvio de males, pierden los buenos la esperanza de purificarlo y todos se desalientan. Su inacción dejó expedita la ominosa influencia de la tiranía, a la cual muy pronto ofrecen sus inciensos los pérfidos que se fingieron sus enemigos mientras no pudieran ser sus compañeros; y fatigados los pueblos, deben al degradante despotismo.

No creas que hablo solo de los reyes entre los cuales ha habido padres de los pueblos y fieras que los han devorado; mis observaciones se dirigen al despotismo en todos sus estados, y verás que en todos ellos es favorecido por el monstruo de la impiedad. Existe, sí, existe un despotismo popular no menos detestable que el monárquico; y los pueblos han sido sus víctimas, obligándolos, para mayor pena, a votar su injusta sentencia. En nombre de los pueblos se han destruido sus riquezas, muertos sus hijos, destruido sus ciudades y, lo que es más, hollado sus leyes. A este lamentable estado no pudo conducirle sino la impiedad; que alejando las virtudes a quienes el pueblo había confiado su suerte y que fieles conservadoras de tan estimable depósito impedían la entrada a sus enemigos; alejando, sí los ángeles tutelares del género humano, los genios que la Divinidad envía para consuelo de los mortales oprimidos; queda franca la entrada al monstruo, que muy pronto elige sus satélites y principia sus devastaciones.

Con oprobio de la naturaleza humana se empieza a predicar por todas partes la necesidad de oprimir los pueblos, en vez de predicar la de no exasperarlos. No se omite sofisma de ninguna clase para alucinar a la multitud, cuya razón poco ejercitada cede a los impulsos de la imaginación, que se procura acalorar con las terríficas imágenes de tantos desastres. Recuérdanse los gemidos de las víctimas, pero no se recuerdan los golpes de sus inmoladores; no se recuerdan las causas de tantos sacrificios, antes se inventan otras que sean menos odiosas y que cubran con el velo de la prudencia los efectos de la perversidad. De este modo, se encadenan y aprisionan los pueblos, mi caro amigo, e importa nada que las llaves de esta horrenda cárcel estén en una o muchas manos.

Por muy poco que reflexionemos sobre las operaciones del despotismo en todas sus especies, conoceremos, mi amado Elpidio, que este aborto infernal no puede avenirse con la piedad, que es hija del cielo; antes procura destruirla para poder reducir a los hombres al estado de barbarie y crueldad absolutamente necesarias para sus criminales procedimientos. Solo hallándose el hombre privado de todo temor de Dios puede despreciar su ley divina, desatender los dictámenes de la conciencia y arrojarse como un tigre sobre sus semejantes para devorarlos. ¿Y qué otra cosa hacen los déspotas? Ni las lágrimas de la vida, ni los gemidos del huérfano, ni las quejas lastimosas del honrado padre de familia, ni los avisos del sabio bastan a separar al déspota de sus crueldades. Sufrimiento, virtud y ciencia, estos tres resortes de la simpatía, son insignificantes para un hombre cuyo bárbaro placer consiste en ser temido. Nada más análogo a la impiedad, que priva de aquel vínculo agradable de sumisión a un Ser Supremo y vengador, pero, al mismo tiempo, padre amoroso de los mortales, a quienes promete una dichosa inmortalidad.

Permíteme, querido amigo, que aun detenga tu atención por algunos momentos, y sigamos los rastros de esta víbora que ha causado y está causando tantos daños a los pueblos. Investigaremos, aunque con suma pena, los distintos medios que emplea para disfrazarse y para hacer agradable su activo veneno.

Declaman los déspotas contra la impiedad que les abrió el camino y llevando al colmo su hipocresía hacen creer a los pueblos que solo aspiran a verla destruida. Invocan el sagrado nombre de la religión, pero con un semblante que deja entrever sus contrarios sentimientos, si bien no autoriza para pronunciarlos impíos. Cuentan, pues, con los ignorantes e irreflexivos, que por desgracia son muchos; y sostienen su influjo conservando en ambos partidos una ligera esperanza de un total pronunciamiento. Piensa el hombre religioso, pero incauto, que los resquicios de impiedad que aun se observan en el déspota podrán ser destruidos por la abundancia de sus buenas cualidades, y llama buenas todas aquellas cuya malicia él no alcanza a percibir. Anímase el impío al traslucirse una identidad de sentimientos y no duda que pronto se conseguirá una identidad de sabias y francas operaciones y llama tales, los ataques descarados e infructuosos contra la religión. El déspota, entre tanto, saca partido de ambas clases de hombres alucinados y se vale de la impiedad como instrumento que sabe manejar de distinto modo. Extraño fenómeno, mi caro amigo: el odio y temor de la impiedad subyuga al devoto y el deseo de propagarla contiene al impío, quedando ambos encadenados por la mano infausta del despotismo ilustrado, que para asegurar más víctimas, se vale de la ignorancia que en los unos toma el nombre de prudencia y en los otros el de ilustración.

También suelen valerse los déspotas de otro medio aun más infame para su inaudita perfidia. Suponen la impiedad mucho más difundida de lo que, por desgracia, se encuentra y pintan un porvenir el más funesto y casi inevitable, y afectando la imaginación en sumo grado, preparan los ánimos para sufrir cualquiera medida, que toman con una afectada pena y como por fuerza, cuando no es sino el resultado de una maquinación infernal. Los impíos, por su parte, caen también en el lazo, pues creyéndose más fuertes de lo que son, se descubren y atacan sin reserva; pero destruidos en sus primeras tentativas aumentan las glorias del despotismo y lo radican por los mismos medios que emplearon para destruirlo, creyéndolo identificado con la piedad; sin advertir que ellos mismos eran los agentes de que se valió para la ruina común y la elevación de su sangriento y detestable trono.

Sirve también el despotismo de la impiedad para hacer nulo el poder de las leyes, que son sus enemigas. Quiere destruirlas, mas su origen es tan noble y tan grande su influencia en las almas piadosas, que la tentativa es arriesgada y es menester prepararlas despojando al corazón humano de unos sentimientos celestiales que jamás pueden avenirse con las perversidades de los déspotas. Temen éstos perder en la lucha si no encuentran compañeros en sus crímenes, y no pudiendo ser los justos, les es preciso acogerse a los impíos, a quienes pueden comprar a poco precio porque nada valen y nada respetan. Infringidas las leyes por un gran número, llega el pueblo a habituarse a estas infracciones y poco a poco va preparándose el terreno para levantar otro monumento al crimen. Acúsanse de injustas o inadecuadas las leyes, preséntase como efecto de un sentimiento popular e instinto benéfico la osadía de una descarada desobediencia y empiezan los aduladores de los déspotas a formar las coronas con que se proponen premiar su perfidia, dándola el nombre de alta prudencia e ilustrado celo, que superior a inertes documentos remueve los obstáculos de la prosperidad. ¿No has oído varias veces este lenguaje? ¿Y crees que puede salir de los labios de la piedad? Anuladas las leyes y sueltas las pasiones entran los hombres en una guerra funestísima e inevitable, por no tener campo determinado, ni bandera marcada para reconocerse los enemigos. Es guerra de perfidias, de asechanzas y de vileza, y en esta clase de combates el despotismo conoce la superioridad de sus armas y cuánto pueden servirle los impíos. El triunfo es cierto, y según la máxima de los déspotas, los medios son justos. Convencidos, sin embargo, de la naturaleza versátil e infame de los agentes que han empleado, se ven en la dura necesidad de halagarlos por una parte y reprimirlos por otra; quiero decir, que los déspotas, para cimentarse, permiten a veces los excesos de la impiedad, y otras contienen sus demasías, sometiéndola al mismo cetro de hierro con que gobiernan al pueblo inocente. La historia antigua y moderna presenta pruebas convincentes de esta verdad y entre otros ejemplos bástanos recordar la vida del impío Federico, pues jamás ha habido un príncipe tan déspota y que con más destreza haya manejado a sus hermanos los impíos, para hacerles servir a sus intentos. El mismo filósofo de Vernay, el soberbio Dios del gusto, no se escapó de ser azotado como un canalla por orden de aquel astuto príncipe, que tanto sabía fomentar su orgullo con favores extraordinarios. Vióse la impiedad exaltada y reprimida alternativamente, pero siempre sirviendo a las miras del despotismo más desenfrenado, si bien con oprobio de la filosofía tomó aquel sabio tirano el título de filósofo.