Cartas confidenciales sobre Italia - Charles De Brosses - E-Book

Cartas confidenciales sobre Italia E-Book

Charles De Brosses

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Beschreibung

El sábado 30 de mayo de 1739, De Brosses partió a Italia, en un viaje de estudio y placer que duraría hasta la primavera de 1740. En Bolonia conoció al papa Clemente, al químico Beccari y al astrónomo Zanotti; departió en Florencia con los eruditos Cerati y Niccolini. Visitó en Módena al historiador Muratori. Se hizo amigo de Vivaldi, oyó a Tartini, comió con el rey de Inglaterra, discutió en latín con la sapientísima Agnesi, rindió visita a las cortesanas de Venecia, se quemó los zapatos en el cráter del Vesubio y se metió colgando de un cesto en las ruinas de Herculano. No se perdió ningún espec- táculo ni curiosidad, vio y escuchó infinidad de cosas, y casi todas las contó en cartas que enviaba a los amigos de Dijon. Este epistolario, que presentamos íntegro por primera vez en castellano, suma del pensamiento ilustrado francés, es una de las obras literarias que mayor influencia ha tenido en escritores como Stendhal, Nietzsche, Jünger, entre otros, que admiraron su ingenio, humor y sus dotes de penetración psicológica.

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CHARLES DE BROSSES

Cartas confidenciales sobre Italia

Prefacio de Stendhal

Edición y traducción de:Eduardo Gil Bera

Esta obra se ha benificiado del apoyo del Servicio cultural de la Embajada de Francia en Espana y del Ministerio francés de Asuntos Exteriores, en el marco del programa de Ayuda a la publicación (PAP García Lorca)

EDITAA. Machado Libros

Labradores, 5. 28660 Boadilla del Monte (Madrid)[email protected] • www.machadolibros.com

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni total ni parcialmente, incluido el diseño de cubierta, ni registrada en, ni transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro-óptico, por fotocopia o cualquier otro sin el permiso previo, por escrito, de la editorial. Asimismo, no se podrá reproducir ninguna de sus ilustraciones sin contar con los permisos oportunos.

© de la traducción: Eduardo Gil Bera, 2011© de la presente edición: Machado Grupo de Distribución, S.L.

DISEÑO DE LA COLECCIÓN: M.a Jesús Gómez, Alejandro Corujeira y Alfonso MeléndezREALIZACIÓN: A. Machado Libros

ISBN: 978-84-9114-014-6

PREFACIO DE STENDHAL

CARTAS CONFIDENCIALES SOBRE ITALIA

CARTA I

CARTA II

CARTA III

CARTA IV

CARTA V

CARTA VI

CARTA VII

CARTA VIII

CARTA IX

CARTA X

CARTA XI

CARTA XII

CARTA XIII

CARTA XIV

CARTA XV

CARTA XVI

CARTA XVII

CARTA XVIII

CARTA XIX

CARTA XX

CARTA XXI

CARTA XXII

CARTA XXIII

CARTA XXIV

CARTA XXV

CARTA XXVI

CARTA XXVII

CARTA XXVIII

CARTA XXIX

CARTA XXX

CARTA XXXI

CARTA XXXII

CARTA XXXIII

CARTA XXXIV

CARTA XXXV

CARTA XXXVI

CARTA XXXVII

CARTA XXXVIII

CARTA XXXIX

CARTA XL

CARTA XLI

CARTA XLII

CARTA XLIII

CARTA XLIV

CARTA XLV

CARTA XLVI

CARTA XLVII

CARTA XLVIII

CARTA XLIX

CARTA L

CARTA LI

CARTA LII

CARTA LIII

CARTA LIV

CARTA LV

CARTA LVI

Prefacio

CHARLES DE Brosses nació en Dijon, en el seno de una familia poderosa del ducado de Borgoña. Sus antepasados habían sido señores feudales, tesoreros y magistrados en Saboya. Su padre, gran bailío de espada del país de Gex y consejero del parlamento, cultivaba la historia y la geografía. Su madre descendía de afamados jurisconsultos.

Estudió en los jesuitas de Dijon y estrenó la célebre universidad de la ciudad. Se hizo sabio enseguida, en todas las materias. Dominaba idiomas, geografía, matemáticas, antropología, mitología, metafísica, jurisprudencia, todo. Como dijo su amigo Buffon: “había alcanzado todas las cúspides, y su vista se extendía desde lo alto sobre los más pequeños detalles, hasta el punto de no dejar escapar ninguna de esas relaciones fugitivas que sólo puede percibir el ojo del genio”.

Debía tirar un poco a menudo de talla, porque al recibir su título de bachiller en derecho tuvo que subirse a un taburete, para que su cabeza asomara por encima de la cátedra donde se situaban los aspirantes durante su exposición.

Algunos años más tarde, al malicioso académico Diderot se le escapaba la risa al ver al caballero Brosses, tan bajito, ataviado con los ropajes y pelucones de su cargo de presidente del Parlamento de Borgoña, y su “pequeña cabeza, jovial, irónica y satírica, perdida en la inmensidad de un bosque de peluca, que desciende a derecha e izquierda hasta ocupar tres cuartas partes del resto de su figura”.

Al tiempo que se laureaba en jurisprudencia, Brosses concibió el proyecto de dar al mundo una edición reconstruida de las obras completas de Salustio, famoso historiador romano, nacido 87 años antes de la era vulgar. Sólo había que rastrear y cotejar todos los manuscritos de las bibliotecas de Italia, y luego redactar en latín salustiano los pasajes faltantes. No hay que pensar que lo magnífico del proyecto le hubiera ofuscado el entendimiento; tras los inmensos trabajos previos y la redacción meticulosa de los tomos, con su aparato crítico y demás aderezos –unas labores que se prolongaron casi cincuenta años–, pensó si su latín salustiano no estaría, pese a todo, contaminado de galicismos, de modo que volvió a escribirlo todo entero en francés. Murió justo a tiempo de ver impresa su “Historia romana en el curso del sigloVII, por Salustio; en parte traducida del latín original; en parte restablecida y compuesta con los fragmentos que han quedado de sus libros perdidos” y debió pensar que era la obra de su vida y la que le haría sitio en la posteridad.

En 1732, el joven Brosses viajó por primera vez a París, donde reanudó amistad con compatriotas y compañeros de estudios borgoñones,como el dramaturgo Crébillon o el naturalista Buffon, y frecuentó los ambientes ilustrados, la ópera y el teatro. Entretanto, sin perder de vista su proyecto salustiano, adquirió un puesto de consejero en el Parlamento de Borgoña.

El sábado 30 de mayo de 1739, partió con su primo Loppin, geómetra, “amigo íntimo de las líneas rectas”, los hermanos Lacurne, uno de los cuales fue el medievalista y provenzalista más notable de su tiempo en Europa, y los joviales caballeros Legouz y Migieux, en un viaje de estudio y placer por Italia, que duró hasta la primavera de 1740.

Conoció en Bolonia al papa Clemente, al químico Beccari y al astrónomo Zanotti; departió en Florencia con los eruditos Cerati y Niccolini. Visitó en Módena al historiador Muratori. Se hizo amigo de Vivaldi, oyó a Tartini, comió con el rey de Inglaterra, discutió en latín con la sapientísima Agnesi, rindió visita a las cortesanas de Venecia, se quemó los zapatos en el cráter del Vesubio y se metió colgando de un cesto en las ruinas de Herculano. No se perdió ningún espectáculo ni curiosidad, vio y escuchó infinidad de cosas, y casi todas las contó en cartas que enviaba a los amigos de Dijon, y se convirtieron en materia de copia, distribución y conversación, no sólo de Borgoña, sino de gran parte de la Francia ilustrada.

En 1741, desechó sus veleidades de ser embajador en Venecia. Y adquirió por 120.400 libras el puesto de presidente del Parlamento de Borgoña (in suprema Burgundiae Curia praeses infulatus, en latín brossiano). No hay que pensar en nada parecido a un parlamento actual. En la maquinaria del Antiguo Régimen, el cargo significaba ser el magistrado supremo y la máxima autoridad en todos los órdenes. Brosses se opuso a intromisiones del rey en el protocolo o atribuciones del Parlamento, y se enfrentó al comandante militar del ducado de Borgoña; por esas acciones fue desterrado varias veces. Una de ellas por haber tirado las ínfulas peluconas y la toga armiñada a su lacayo exclamando, muy teatral, que ante las tiránicas reformas antiparlamentarias ya sólo los lacayos podían llevar los atributos presidenciales.

Para destierros y veraneos tenía su feudo de Tournay en el país de Gex, donde escribía tratados eruditos y se entretenía con el microscopio. Mientras tanto, las cartas escritas durante su viaje por Italia hacían cada vez más notable impresión en la sociedad borgoñona y parisina. Se leían ya desde años atrás en sesiones de pequeño comité, y circulaban recopilaciones. Se habían convertido en escrito codiciadero para hombre ilustrado, pero no era fácil conseguir una copia. El propio Brosses acabó por ser sensible al ruido, y se puso a la tarea de recoger y corregir una versión para uso propio y de los amigos más cercanos. Era maravilloso recrear aquel viaje de juventud por Italia y revivir un tono inmediato y espontáneo, una frescura, una elegancia y una oportunidad que no siempre había en las cartas originales enviadas a sus amigos. Seguía anotando y trabajando una versión, siempre penúltima, y no quería publicar las cartas porque, decía, su tono y humor no convenían a su cargo tan serio, y porque así mantenía una peculiar sociedad en torno a la obra prestigiosa y semi-secreta.

Sorprenden el éxito y la difusión de las cartas de Brosses en vida de su autor, si se piensa que la obra estaba manuscrita y sólo se permitía copiarla a algunos, muy escasos, miembros de su círculo. Medio siglo antes de que se publicaran en forma de libro, las cartas eran citadas y reproducidas como si fueran un texto canónico por el marqués de Sade, Richard, Duclos y otros que no tenían relación directa con el autor.

En mayo de 1755 escribía a su primo Loppin el geómetra explicándole su negativa a la publicación:

“Además de la perpetua negligencia del estilo, hay mil chistes malos sobre diversos apartados delicados que no están hechos para ser publicados, ni bajo mi nombre.”

Antoine Serieys, primer editor de las cartas de Brosses, sugiere con agudeza otra razón:

“Su amor propio encontraba un goce particular en poseer él solo, o en no comunicar más que a muy pocas personas, este tesoro literario que, distribuido en el público, habría perdido la mitad de su valor, si no para la gloria del autor, sí para sus pequeños placeres.”

A ojos de las academias y el mundo sapiente, Brosses estaba enteramente dedicado a su alta magistratura y los tratados eruditos. Fue uno de los colaboradores de la Enciclopedia más asiduos y considerados. Además de la docena de entradas en que aparece citado, Brosses envió a Diderot textos sobre óptica, física, historia antigua, etimología y otras disciplinas que éste resumía o reproducía.

En 1746, ingresó en la Academia de Inscripciones y Bellas Artes de París, donde leyó en el transcurso de los años siguientes varios trabajos de erudición sobre la guerra civil de Lépido, el imperio asirio, las excavaciones de Herculano o el estado del Vesubio.

Su trabajo más celebrado fue el “Tratado de la formación mecánica de la lenguas y los principios físicos de la etimología”, publicado en 1765 y leído en la Academia cinco años antes. En él Brosses aparece como pionero del concepto de gramática generativa y la teoría del signo, un campo en el que trabajó también en el “Tratado de la palabra como signo de las percepciones e ideas”.

Al ocuparse de geografía, realizó una contribución relevante al descubrimiento de Australia, por la influencia capital en las exploraciones de Bouganville, Cook y Vancouver que tuvo su “Historia de las navegaciones a las tierras australes”, publicada en 1756.

En 1760, apareció en Ginebra su “Del culto de los dioses fetiches”, donde introduce por primera vez en el lenguaje científico el término “fetichismo”. Otros términos que inventó Brosses y forman parte del acervo actual de todas las lenguas fueron “étnico” o “Polinesia”.

Se encontró con Voltaire por primera vez en septiembre de 1756. Brosses lo visitó un par de veces en “Mes Délices” de Ferney. Dos años más tarde, Voltaire quiso engrandecer su propiedad con la compra de Tournay e insistió ante Brosses para que se lo vendiera de por vida, junto con los muebles, arbolado, animales y hasta el título de señor y conde de Tournay. Brosses accedió, y el trato produjo entre los dos una animosidad que duró dieciséis años y un proceso que hubieron de terminar sus respectivos herederos. Brosses le reclamaba cuarenta mil libras por degradaciones infligidas a la propiedad, como talas, derribo de parte del castillo y otras explotaciones abusivas.

Voltaire hablaba de “deshonrarlo” y Brosses replicó que no lo convirtiera en “negociado de sus perpetuas tonterías”. El resultado fue el boicoteo de las seis sucesivas postulaciones de Brosses para ingresar en la Academia de la Lengua, donde la dictadura volteriana era absoluta.

En la primavera de 1777, Brosses fue a visitar a su hija en París, donde murió tras breve enfermedad el día 7 de mayo. Fue enterrado en la iglesia de Saint-André des Arcs, hoy desaparecida

Se había casado en 1742 con Françoise Castel de Saint-Pierre, de la que enviudó en 1765; de aquellas primeras nupcias quedaron dos hijos. De las segundas, contraídas en 1766 con Jeanne-Marie Legouz de Saint-Seine, nacieron dos hijas y un hijo.

El diario de Montaigne con su viaje a Alemania e Italia no se publicó hasta 1774, de modo que las cartas de Brosses fueron el primer testimonio epicúreo, brillante, irónico y perdidamente atractivo de un viaje a Italia que se conoció en la modernidad. Stendhal y Ernst Jünger fueron, cada uno en su siglo, los más señalados valedores de esta crónica sin par, obra maestra de la gracia y la observación.

LasCartas confidenciales sobre Italiase publicaron por primera vez en 1799, año VII de la República. Durante la Revolución se confiscaron numerosas bibliotecas y los volúmenes se reunieron en París; así fue como Antoine Serieys, encargado del control de los papeles recogidos en los domicilios de los emigrados, encontró una copia que hizo imprimir con el título “Cartas históricas y críticas sobre Italia”.

En 1836, Romain Colomb, primo y editor de Stendhal, preparó una nueva edición. En las preferencias de Stendhal, las cartas de Brosses venían justo a continuación de Mozart y Cimarosa, y a la misma altura que Correggio. Pero el prefacio que escribió: “La comedia es imposible en 1836” no gustó a Colomb. Demasiado stendhaliano, hablaba mucho de amor y literatura, y muy poco de Brosses. Stendhal lo publicó enLa Revue de Parisy en libro apareció de manera póstuma en las “Chroniques italiennes” de la edición Lévy de 1855.

Colomb, por su parte, eliminó algunas cartas completas y numerosos pasajes de otras. Además, desplazó cartas y pasajes enteros a su antojo. Hasta 1931, todas las traducciones (también la venerable de Calpe, con traducción de Nicolas Salmerón y titulada “Viaje a Italia”) se hicieron a partir del texto establecido en la edición de Colomb.

Hasta 1920 nadie se preguntó cómo y cuándo escribió Brosses sus cartas –la opinión establecida era que las envió en 1739-40 desde Italia, y luego las recopiló él mismo, o quizá algún amigo–. En un ensayo de 1922, Bezard demostró que las cartas confidenciales no eran improvisaciones anotadas en elcurso de un viaje, sino el fruto literario de una redacción elaborada a lo largo de quince años. Al morir Brosses, quedaron tres manuscritos, en los que él había trabajado las sucesivas ampliaciones, mientras entre los allegados circulaban copias más o menos incompletas. La primera edición, de 1799, se hizo a partir de una de esas copias. Y Colomb pudo cotejar más de una, para hacer sus ediciones de 1836 y 1858.

En 1931 apareció la edición de Bezard, que establecía por primera vez el texto sin supresiones, y conforme al manuscrito que manejó y corrigió sin cesar el propio Brosses. Esa edición ha sido la base de la traducciones, estudios y comentarios modernos hechos durante el sigloXX.

Por fin, en 1991, el Centro Jean Bérard, Instituto Francés de Nápoles, publicó la edición crítica de las cartas de Brosses –sin los incontables errores de interpretación y transcripción que presentaban las ediciones anteriores–, y estableció el texto íntegro, con la fidelidad, el escrúpulo y el respeto debidos al autor y los lectores.

Esta edición sigue fundamentalmente el texto crítico establecido por Giuseppina Cafasso y Letizia Norci Cagiano de Azevedo, pero también recoge las variantes publicadas por Colomb basadas en el manuscrito de Buffon, que no aparecen en ninguna otra versión y cuya autenticidad es incontestable.

La comedia es imposible en 1836

SUPONGAMOS QUE soy hijo de un abogado que me ha dejado diez mil libras de renta, con las que vivo soltero en un tercer piso de la rue Taitbout. Soy elector, elegible, e incluso, de haberlo querido, tendría un gorro de piel y me vería teniente de la guardia nacional.

¿He de sentir nostalgia del tiempo en que vivía el presidente Brosses, es decir, el año de 1739?

Es una pregunta que me hago, al anochecer, cuando pienso en el destino, la felicidad, la vida, etc., mirando mis tizones que se extinguen. Allá por 1739 había alegría, la nobleza no tenía miedo, eltercer Estado1no había pensado en indignarse por sus cadenas, o más bien por sus desventajas; la vida transcurría plácidamente en Francia. Entonces, eran imposibles la ambición, la envidia y la atroz pobreza que nos abrasan. En aquel tiempo, mi padre me habría comprado algún cargo de judicatura y, a los veinte años, recién entrado en la carrera, habría visto con claridad el puesto que habría de ocupar a los sesenta. La fijeza del puesto me habría dado la de los gastos, no estaría desesperado por no poder cambiar mi mobiliario cada dos años, como mi vecino el banquero, o porque mi mujer no celebra susmartescomo su amiga la señora Blanchard.

Al llamarme naturalmente Boisvin, me habría intitulado Boisvin de Blainville, teniente de la bailía de… Mi hijo habría sido el señor de Blainville y yo no habría pensado en nada que no fuera divertirme. Habría hecho milagros en mi puesto, donde me habría conducido como un verdadero perezoso y habría muerto teniente de la bailía de… ¿Pensaría en ser vejado cada vez que me encuentro a mi vecino el sustituto, que acaba de conseguir la cruz como consecuencia de la condena de su sexto periodista?

Y si el problema entre los dos géneros de vida, la alegría despreocupada de 1739 o la alta y severa razón de 1836, apenas ofrece dudas para un burgués, ¿qué será si me supongo hijo de un hombre de finanzas, o de un marqués de provincias, entrando en la vida con treinta mil libras de renta hacia 1739?

El señor de mi pueblo, Saint-Vicent, acababa de ser elevado al grado de capitán en el regimiento de Austrasia; yo llegué a verlo con su uniforme de forro y bocamangas negras. Un día llegó al regimiento el señor conde de Saint-Vicent, su primo, noble de la corte que acababa de ser nombrado coronel de Austrasia a los veintitrés años: éste era de la corte, su nominación se daba por supuesta, coronel a los veinticuatro años, y el otro, capitán a los cuarenta y cinco, tras todas las campañas de la guerra de siete años, y la cruz de San Luis a los cincuenta, al retirarse. Ahora vemos al menor teniente palidecer en el anuario militar, estudia con ojo celoso la fecha de nombramiento de cada uno de sus camaradas y no piensa en organizar una mascarada divertida para el próximo carnaval.

Si yo escribiera para la gloria, haría diez páginas en estilo grave, neológico y moral de la página que precede y sería un hombre de letras distinguido. Pero mi amplificación pesada haría un extraño contraste con la prosa viva y ligera del señor presidente Brosses.

Es verdad que el presidente no pensaba que un día sería publicado; inmensa ventaja, la cual redobla la sosería de un tonto y los medios de gustar de un hombre de ingenio.

El señor presidente Brosses partió de Dijon hacia Aviñón, Génova e Italia en 1739, con los señores Lacurne, Sainte-Palais y Loppin, que pertenecían como él a la nobleza de toga de Dijon. (Ciudad de ingenio y nada gazmoña, pues también ha engendrado en menos de un siglo a Buffon, Crébillon, Bossuet, Carnot, Rameau, Guyton de Morveau, etc.) Los tres compañeros de nuestro viajero no andaban escasos, me parece, ni de alegría, ni de instrucción, ni de ganas de divertirse.

Durante el viaje, que duró diecinueve meses, el señor Brosses, que tenía treinta años, escribía cartas infinitas a sus amigos y amigas de Dijon, pesarosos por no poder visitar con él la bella Italia. El señor Brosses habla a cada uno de ellos de lo que le puede interesar; por ejemplo, de antigüedades al sabio presidente Bouhier, de ópera a los señores Neuilly. Pinta las costumbres de Italia y, de rebote, las de Francia.

Ningún viajero, que yo sepa, excepto Duclos, ha intentado hacernos conocer la manera habitual de ir a la caza del placer al otro lado de los Alpes. Ese aspecto tan curioso, pero tan difícil, de un viaje a Italia está completamente olvidado; se reemplaza lo que tendría que decirse por innobles exageraciones tomadas de los lacayos del lugar, como las anécdotas de los grandes pintores. La manera de buscar la felicidad en la vida cotidiana, las costumbres sociales tan opuestas a las nuestras, se ignoran por completo. Ni siquiera se barrunta lo que, en ese género, es histórico y, en consecuencia, más fácil de ver, porque el viajero vulgar lee con más facilidad en un libro que en la realidad. Por ejemplo, nadie duda de la civilización de Nápoles bajo sus virreyes, etc.

Pero la lista de ignorancias de vuestros viajeros no acabaría enseguida, como dice el presidente Brosses. Volvamos a ese hombre tan sabio, pero tan exento de pedantería.

En 1795, es decir, cincuenta años después de la época en que fueron escritas, estas cartas encantadoras tuvieron el honor de ser robadas por algún revolucionario y, por fin, impresas en 1797, cuando, tras el terror y el miedo de ser conquistados por los ejércitos prusianos o austriacos, se comenzó de nuevo a ser sensible a los placeres del intelecto. Si, en 1815, los extranjeros han hecho fusilar al mariscal Ney y cincuenta otros, Mouton-Duvernet, los hermanos Faucher, etc., puede pensarse lo que habrían hecho veinte años antes, antes de la gloria del imperio, en 1795; sin duda, habrían desmembrado Francia y fusilado a todo el que se hubiera batido por la república.

Como quiera que sea este oscuro punto de vista, el impresor al que llevaron, en tiempos del Directorio, las cartas robadas en el gabinete del señor Brosses se apresuró a imprimirlas, pero de una extraña manera. Al encontrar, por ejemplo, que el amable presidente hablaba con entusiasmo del famoso compositor Leo, el impresor lo tomó por una abreviatura y puso el famoso compositor Leonardo da Vinci.

Los errores groseros de esa especie están tan multiplicados en esa ediciónprincepsde 1797, que resulta casi ilegible y el público no se ha ocupado de ella.

Lo que se le presenta en este momento es una copia exacta y audaz (fearless, como dice lord Byron) de las cartas escritas desde Aviñón, Génova, Roma, Venecia, a los señores Blancy, Quintin, Neuilly, Bouhier, Courtois e incluso Buffon, ese sabio elevado que mediante la intriga, elsavoir-fairey la prudencia se parecía tanto a los de hoy.

El señor Brosses, nacido en 1709, llegó a presidente del parlamento de Dijon en 1741, y no se despidió de este mundo hasta 1777. Ya muy viejo, en la época de su segundo matrimonio, tuvo una salida graciosa en el estilo de sus cartas, pero que me es imposible ni siquiera indicar aquí. Para que me fuera permitida tal libertad, haría falta que las páginas precedentes estuvieran escritas en estilo grave y moral, más aburrido que la salida graciosa.

Voltaire impidió al señor Brosses ser de la Academia francesa, pero la Academia de inscripciones y bellas letras le abrió sus puertas en 1735, como se dice en estilo académico. El señor Brosses dio al público una traducción de Salustio, una historia de la república romana durante el sigloVIIIde Roma, Catilina, César, Cicerón, etc., una historia del lenguaje, etc., buenos libros olvidados. No será conocido en el futuro más que por sus encantadorasCartas sobre Italia, que serán tanto más apreciadas cuanto que ya nadie puede escribir así. Petrarca contaba con su gran poema latinoÁfricapara ver continuar en la posteridad la gloria inmensa de que gozaba en vida, y es inmortal, como La Fontaine por treinta sonetos divinos, ocultos en una recopilación que cuenta con doscientos mediocres y otros tantos ininteligibles.

Por el contrario, nada hay más claro que el estilo del presidente Brosses. Es verdad que no expresa más que ideas fáciles de comprender, no se hace profundo y nuevo, y no corre el riesgo de ser oscuro para las inteligencias espesas, más que cuando habla de las bellas artes.

Pero una cosa increíble, milagrosa, a la que no encuentro ninguna explicación razonable, es cómo un francés de 1739, contemporáneo de los señores Vanloo, Coypel, Restout, Pierre, Voltaire, etc., tan divertido cuando escribe sobre las artes y alaba su fuente de la rue Grenelle, ha podido comprender, no sólo a Rafael y el Dominiquino, que Francia no iba a juzgar dignos de su atención hasta cuarenta años más tarde, sino incluso a Correggio, todavía desconocido en nuestros días. Estoy cerca de creer que, en ese género, el señor Broses era un genio.

El señor Delalande, elateoy el protegido por los jesuitas, era ciertamente un hombre de luces. Viajó en 1768, veintiocho años después del señor Brosses. Imprimió sobre Italia ocho o nueve volúmenes, en general bastante razonables; y, con todo, cuado habla de los pintores de ese país, sigue el juicio y las críticas del famoso Cochin, célebre dibujante. Nada más divertido que el tono que coge ese Cochin cuando habla de Miguel Ángel o Correggio. Pero los errores y meteduras de pata grotescas sobre las artes no son lo que choca al público de 1836, los folletines le han formado el carácter al respecto; la cuestión del éxito de la presente edición de Brosses, que casi es la primera, no radica ahí.

¿Perdonará la gravedad tiesa y avinagrada de 1836 a la alegría de la buena compañía de 1739?

No lo creo; y, por mi parte, yo no habría aconsejado a ningún librero reimprimir las cartas del señor presidente Brosses. Habría que esperar veinte años. He aquí mis razones:

Elfaubourg Saint-Germaintiene miedo y se alía con el altar. Dirá con aire aburrido y desdeñoso:¡obra impía!y tirará el libro. Y, sin embargo, sólo esa sociedad, si por un momento pudiera olvidar el miedo de un nuevo 93 y la disminución del respeto que encuentra en sus relaciones con las otras clases, podría apreciar el espíritu tan natural y el dejarse ir tan sencillo del señor presidente Brosses.

En cuanto al tercer Estado enriquecido, que tiene hermosos coches y un hotel en la calzada de Antin, aún tiene la costumbre de no ver el coraje más que en los bigotes. Si no se le grita: ¡voy a ser gracioso! no se entera de nada, y dado el caso tomará el estilo sencillo por una ofensa a su dignidad.

De ahí la imposibilidad de la comedia en nuestro siglo.

El día inmortal en que el abate Sieyès publicó su panfleto titulado:¿Qué es el tercero? Estamos de rodillas, levantémonos, creía atacar a la aristocracia política, y pensaba, sin saberlo, en laaristocracia literaria. Desde ese día, la comedia fue imposible.

Mi vecino, el señor barón Poitou, es mucho más rico que yo, poseedor de una sola butaca en elThéâtre-Français, y además sólo en los buenos días, cuando hay nueva comedia del señor Scribe, y desde luego ese sitio me cuesta diez francos. Él, por su parte, tiene un palco en los estrenos, adonde llega y se aposenta con gran aparato, con la señora baronesa Poitou y las señoritas Poitou. Enhorabuena. Pero la desgracia de la comedia que se va a representar no es que esa familia respetable y rica no pueda reírse de los mismos chistes que yo. Es que, pese a mi edad, cuarenta y nueve años cumplidos, aún leyera el otro día elEmiliode Jean-Jacques Rousseau, que el señor Poitou toma por una novela.

Si el autor cómico ha explicado su intriga claramente para el señor barón Poitou, la señora Poitou y las señoritas Poitou, para mí ha sido pesado y aburrido.

Si ha estado ágil y jovial en su exposición, que me ha gustado, el señor Poitou se ha dormido, no le entendía nada.

La sociedad que se reía deGeorges Dandin2(que, dicho sea de paso, elseñor Poitou silbó la semana pasada) contaba sin duda con tontos, medio bobos, gente inteligente, etc., las sátiras de Boileau dan fe de ello. Pero, por el largo gobierno de Luis XIV, y por la necesidad impuesta a los cortesanos de pasar varias horas al día en los salones de Versailles, donde era preciso hablar bien, so pena de morir de aburrimiento, esa sociedad había sido llevada al mismo punto derelajo para lo cómico, si se me permite la expresión. No todos los contemporáneos de Madame de Sevigné tenían gracia, sin duda, pero en ellos se encontraba la inteligencia de las cosas literarias y puede decirse que, en ese sentido, habían recibido la misma educación. Hoy, la mitad de la buena sociedad, que tiene hermosos coches y veladas, no entiende nada de las cosas de ingenio, lo que no quiere decir que le falte ingenio. Admira la inteligencia de los señores Rothschild y elsavoir-fairede un diputado que, pequeño notario en Cantal, obtiene un prefectura para su hijo, un despacho de tabaco de trescientos francos para su primo y la cruz para su sobrino. Para operar todas esas cosas, ese diputado no está obligado a hablar francés, ni a tener un acento que no sea ridículo; él se perfecciona mediante otros méritos.

Por nuestros pecados, la comedia tenía que volverse aún más imposible y el espíritu de partido ha venido a inmiscuirse. Ya no se ve la literatura como cosa ligera, como una broma, y se le ha tomado tal estima que los partidos la quieren encadenar; también se entromete el gobierno y querría llevarnos a la literatura del imperio, prudente y mesurada.

Se habría podido esperar algo de los nietos de los amigos de Madame de Sevigné; pero esos señores verían una injuria atroz, una injuria lavable con sangre en la comedia nueva que se atreviera a presentar, por primera vez, el personaje del gentilhombre Dorante, del Burgués gentilhombre.

En vano exclama el pobre autor:

–Pero, señores, este personaje es divertido, ¿no es verdad?

–¡En verdad se trata de futilidades!, dice ese elegante joven de la expresión altiva y las maneras importantes. Él vilipendia mi posición en el mundo. Es un partidario de Robespierre, un ser abominable, que ha hecho morir a su madre de pena, etc.

–Incluso era funcionario de la policía de Fouché, añade su vecino.

Y el autor cómico, con apenas treinta años, y que ha tenido la desgracia de perder a su madre al nacer, no pudiendo ya intentar divertir a un público, del que la mitad silba al personaje de Dorante y la otra mitad al de Jourdain, y que le recuerda demasiado la casa paterna, se ve reducido a escribir lacomedia-novela, o bien la comedia de Goldoni, que se ejerce con personajes bajos, o, en fin, novelas a secas. En estas últimas al menos no tiene que vérselas más que con un espectador a la vez.

Pero la literatura pierde los efectos admirables de lasimpatía recíprocaen un auditorio numeroso agitado por la misma emoción y, además, todas sus obras maestras serán ilegibles en 1860.

Así que el abate Sieyès introdujo un trastorno abominable en los placeres de la inteligencia y comenzó una época de decadencia. Rebajando la aristocracia de nacimiento, creó la aristocracia literaria. Quizá hagan falta cuarenta años para que la descendencia del señor barón Poitou, mi vecino, comprenda las cartas del señor presidente Brosses. Quizá sea como los bárbaros de Totila, que aportaron una nueva savia a la sociedad lánguida y empobrecida de la Roma del año 545. Con todo, aquella Roma contaba con familias nobles que tenían cuatro mil libras de oro de renta, treinta mil esclavos y se creían la gente más elegante del mundo de todos los tiempos. Así es como elfaubourgSaint-Germain prefiere elMalvadode Gresset a laLucrecia Borgiade Victor Hugo. Lo que más le horroriza es laenergíaen todos los géneros.

Se me dirá: recuerde usted a un célebre exiliado, rehaga el Antiguo Régimen, vuelva a poner en vigor elAlmanaque realde 1788, como se hizo en Piamonte en 1814. Se propuso devolver a sus puestos a todos los funcionarios que aparecían en el últimoAlmanaque realde Cerdeña: la mitad ya no estaban. Pero, si supongo que, advertida esa imprevisión, se dirigen las cartas a los hijos o nietos de los personajes que llenan elAlmanaque realde 1788, ¿se puede recrear una vieja casa que un incendio acaba de reducir a cenizas? Se hará una nueva, más o menos parecida; pero en ella no encontraré jamás todas las pequeñas comodidades y arreglos que sesenta años de habitación habían acumulado en la antigua; además, durante la reconstrucción, he adquirido nuevas costumbres.

Al cabo, una vez estudiada la historia, yo hubiera querido nacer noble veneciano hacia 1650. Pero, ¿quién podría detener la marcha de las cosas? ¡Nostalgias superfluas, al menos en tanto son sinceras! ¿Quién podría decir a la primavera: detente, quédate con nosotros, prefiero siempre las flores, las prefiero a los frutos del otoño y sobre todo a la vida triste y forzosamente prudente del horrible invierno?

¿A nuestro invierno literario de 1836, nuestro genioa la Séneca, nuestra triste desconfianza, nuestra irritación general los unos contra los otros, le gustará la serenidad tan profunda y tan generosa del presidente Brosses? ¿Comprenderá la dicha tan viva que le inspira la presencia de lobello? Si estas cartas llegan a ser conocidas, serán leídas sin jactarse de ello, porque son muchas veces una verdadera comedia, satíricas y alegres, es decir, la cosa imposible, el género que horroriza al partido conservador. Ofrecen un cuadro jovial de Italia…, que entonces era jovial. El señor Pellico no había escrito su libro sobre el Spielberg3. ¡Ay!, en ese hermoso país ha tenido lugar un cambio análogo al nuestro; nosotros aquí ya no nos reímos, y allá ya no se hace el amor, o, lo que es mucho peor, ya no es el primer interés de la vida. El señor Brosses ya no podría decir de una joven princesa romana:

Et filia leviterSequitur matris iter4.

Las propias bellas artes van allá de mal en peor; se está enamorado, y con pasión, de algo que no se tiene y no me atrevo a nombrar.

En una familia compuesta de tres jóvenes hermanas se han dado vestidos de determinado tejido de muy hermosa apariencia a las dos mayores, pero la menor muere de pesar porque ella no tiene un vestido semejante, se cree menospreciada, perece, ya no hay felicidad para ella, rabia a propósito de todas las cosas. Se le propone ir al baile y, en vez de pensar en el placer de bailar, mira su vestido, y los ojos se le llenan de lágrimas.

“Pero, mi buena amiga, le dice un filósofo, ese vestido aún no conviene a vuestra edad; el tejido es rudo y muy incómodo de llevar, os lo juro.” Esas razones no son comprendidas, y las lágrimas redoblan.

Mucho peor es el accidente ocurrido a la pobre Italia; Napoleón, que no ha podido darle leyes justas y su Código civil, ha cambiado sus costumbres.

Quería una corte, y una corte compuesta de nueva nobleza, puesto que la antigua era austriaca y devota. Todo el mundo ve que la primera necesidad de una corte, que pretende respeto e influencia es que no se burlen de ella. Cualquier fuerza en la opinión, cualquier burla incluso inocente, era de un extremado peligro. Era necesario que Italia perdiera el hábito del soneto satírico, porque, si la opinión empezara a chancearse a costa de los chambelanes y escuderos caballerizos, ¿adónde iría a parar?

Era, pues, preciso que no hubieracentro de opiniónfuera de la corte, nada de salón divertido; y también que las nuevas duquesas fueran de severas costumbres y no se prestaran en absoluto a la broma,la broma, la única cosa del mundo que daba miedo a Napoleón.

Todo el mundo ve que era más fácil para el rey de Italia hacer un duque o un mariscal que diera miedo, que una duquesa de la cual no hay quien se burle.

Bastaba dar poder al duque; pero, ante todo, para que no se burlasen de la duquesa era preciso que ella no se prestase a la broma. De ahí la necesidadde cambiar las costumbres para el despotismo del rey de Italia. Y creó dos escuelas para las jóvenes señoritas, a imitación de las de Madame Campan, la una en Milán y la otra en Nápoles.

Esas escuelas y la voluntad de hierro de quien las fundó han obtenido un éxito completo entre todo el que tiene nobleza de cuna o riquezas. Todo eso es rígido y bastante triste, como entre nosotros. Si se quiere encontrar la alegría y las costumbres de otro tiempo, descritas por el señor presidente Brosses, hay que buscar alguna pequeña ciudad apartada, o descender a las clases menos cultivadas de la sociedad.

Por una triste coincidencia, al mismo tiempo que Napoleón quitaba la alegría y los placeres fáciles que da un despotismo establecido de tiempo atrás,y que ya no tiene miedo, una circunstancia que ha seguido su caída de cerca quitaba todos los placeres del espíritu. La prensa está más queintimidada, no imprime nada razonable o amable, y la mujeres no leen; ¿de qué podría entonces hablarse, si ya no está de moda entretenerse con los accidentes trágicos o bufos de la más loca de las pasiones? Tal era el triste estado de la felicidad en Italia cuando dejé ese hermoso país, hace dieciocho meses.

El rey de Italia no pudo darse cuenta de la cantidad de aburrimiento que difundía entre sus súbditos. En su tiempo aún vivían las mujeres amables que habían conservado las maneras de actuar descritas por Brosses, y se burlaban mucho de su poder.

Pero aunque el déspota se hubiera dado cuenta de la espantosa tristeza, de la tristeza casi inglesa, que arrojaba al jardín del mundo, no hubiera dejado de continuar su obra bárbara. ¿No veía en París, ante sus ojos, el estado de marasmo al que se arrojaba la literatura francesa? La pobre había recibido la consigna de alabar a los autores antiguos y de no pensar. Ese rey no necesitaba, como todos sus colegas, más que una corte de la cual no fuera posible burlarse; si no podía dar gracia y buen humor a sus nuevas duquesas, era preciso al menos que sus costumbres fueran irreprochables. Por eso y por muchas otras cosas, bendigo yo su batalla de Waterloo.

Gracias al rey de Italia, no hay más alegría al otro lado de los Alpes. Aquellas mujeres amables, célebres en toda Europa, y que hicieron hacer locuras insignes a los más grandes capitanes, están ahora extrañadas de verse hijas de damas perfectamente respetables y cuyo salón permanece desierto.

Las cartas del presidente Brosses describen una manera de vivir que ya no existe más que entre la pequeña burguesía, o en alguna aldea en medio de los Apeninos. Pero la encantadora y espiritual jovialidad que, por contraste, Brosses nos muestra en Dijon ha pasado igualmente a la historia. Pienso que en Dijon, como en otras partes, se ocupan de no ofender la opinión pública, para hacerse nombrar diputado y poder distribuir estancos de tabaco y despachos de correo entre sus pequeños primos.

Se presenta una cuestión. Ese conjunto tan atractivo de la vida de 1739, ¿podrá renacer un día más allá de los Alpes, o entre nosotros? ¿Se vuelve a la alegría y al buen gusto después de una revolución como la nuestra?

El gran y magnífico cuadro pintado con tanta gracia y facilidad por el presidente Brosses, ¿podrá un día volver a ser semejante, o bien quedará para nosotros como uno de esos monumentos de la literatura griega o romana, tanto más preciosos cuanto que pintan una sociedad extinguida para siempre?

Nada se aproxima más a nuestra posición que la taciturna América; sólo ella puede aclararnos un poco sobre nuestro futuro. Allá no se ve un déspota como el cardenal Fleury, que reinaba en Francia, me parece, en el tiempo del señor Brosses. Allá el déspota es lamediocridad groseraa la que es preciso hacer la corte, so pena de ser insultado en la calle. La Fontaine no osaría decir en Nueva York:

¡Cómo odio el profano vulgo!

En lo que me toca, yo quisiera que el vulgo fuera feliz. La felicidad es como el calor, que sube de piso en piso; pero no quisiera, por nada del mundo, vivir con el vulgo, y aún menos estar obligado a hacerle la corte.

En Nueva York y en Filadelfia es muy diferente a lo del señor barón Poitou, que tiene un hotel elegante en la calzada de Antin, ochenta mil libras de renta y, despues de todo, está suscrito a laRevue de Paris. En Nueva York, se trata de agradar a mi zapatero y su primo el tintorero, que tiene diez hijos; y, para colmo del ridículo, el zapatero es metodista y el tintorero anabaptista.

Pero en el caso de que, ante esas palabras terribles, se admita la suposición un poco arriesgada del retorno a la alegría, la situación de Francia es muy diferente de todo lo que la rodea.

Hemos llegado al vigésimo quinto día de nuestro sarampión. Los grandes accidentes han pasado, no es posible más el 93, porque ya no hay abusos atroces, y no veo, para explotarlos, los Collot d’Herbois y otros pillos de baja estofa formados por la monarquía corrupta de Madame du Barry y el mariscal Richelieu. Se pueden temer locuras, pero ya no atrocidades. ¿No valen nuestros republicanos más insensatos más que el zapatero Simon5?

En otros países, por el contrario, incluso admitiendo las oportunidades más favorables, existen los abusos e irritan profundamente a quienes los sufren; los bajos bribones que viven de ellos sabrán bien explotarlos en el sentido contrario al día siguiente del cambio, y veo a todos esos países en la víspera de la enfermedad.

Francia será la primera en curarse, es la primera donde los barones Poitou disfrutarán de las cartas del presidente Brosses. (Pero, ¿cuántos siglos harán falta para que las comprendan en América o en Alemania?)

Francia, pese a la policía y sus leyes deintimidación, y pese a los republicanos, está llamada a verse más que nunca a la cabeza de la sociedad y de la literatura del mundo.

Esperando que las oleadas irritadas se vayan calmando, trate usted, oh benévolo lector, de odiar lo menos posible, y de no ser hipócrita. Conciboque un pobre diablo, quinto hijo del tejedor de mi pueblo, prefiera todos los oficios al de layar la tierra. Mentir todo el día es seguramente menos penoso. Lo que es más, la mentira no reacciona en su corazón, no lo corroe como hace entre nosotros. No son mentiras que pronuncia el tunante, son palabras ininteligibles para él: no siente que roba al hombre a quien habla, y que merece su desprecio; pero usted, lector benévolo, que ha leído con placer el poema de Voltaire y los panfletos de Courier, usted que tiene tres caballos en su cuadra, ¿cómo consiente en que se entristezca su vida por la sucia hipocresía?

STENDHAL

Notas al pie

1En el Antiguo Régimen, representantes del tercer orden, después de la nobleza y el clero, compuesto por burgueses, artesanos y campesinos.

2La obra de Molière.

3Silvio Pellico (1789-1854), autor dramático. Stendhal se refiere a “Mis prisiones”, la obra sobre su experiencia carcelaria en Spielberg (hoy, Brno).

4“Y la hija sigue fácilmente el camino de la madre.” Rabelais,Gargantua,3.41

5Nombrado preceptor del delfín, con la misión de hacerle olvidar su condición regia.

CARTAS CONFIDENCIALES SOBRE ITALIA

Carta I. Al señor Blancey1

Camino de Dijon a Aviñón

7 de junio de 1739

HEME AQUÍ en mi primera estación en país extranjero2, mi querido Blancey, y, según la regla de nuestras convenciones, es hora de que haga con vos el Tavernier3. Sabéis que es con vuelta, y que me habéis prometidopara recompensarme hacer conmigo el Coeur-de-Roy4. A ese precio, nome debéis nada, porque un Coeur-de-Roy en materia de buenos cuentos vale tanto como un Tavernier en materia de viaje. Por lo demás, es bueno advertiros, en forma de prefacio, que mi charla sería sin igual si no estuvierais en el mundo. Rutas, situaciones, ciudades, iglesias, cuadros, pequeñas aventuras, detalles inútiles, alojamientos, comidas, hechos sin interés, lo tendréis todo. Os quejaréis en vano, vuestros reproches serán incapaces de acallar mi cacareo, porque siempre pensaré que no habláis más que por envidia.

Escuchad pues la historia enterade vuestro amigo el borgoñónque a lo largo de la ribera,con Loppin de conmilitón,para aproximarse a la fronterase ha ido hasta Aviñón.

Sabéis cómo partimos los dos, el sábado treinta de mayo, a eso de las ocho de la mañana, en mi silla de posta, que nos llevó de una tirada hasta Mâcon, donde me esperaban mis caballos. Dejé mi silla, mi primo Loppin5, mi impedimenta y mi fiel lacayo de cámara, el señor Pernet, para ir a ver a mi hermana6. La encontré arreglándose en su nueva casa. Se me agasajó con unalmuerzo de frutos nuevos, fresas, cerezas, guisantes y alcachofas. Hago mención de ello, porque he aprendido de nuestro amigo el padre Labat7quejamás se debe omitir lo que se come, y que los buenos ingenios que leen una relación se adhieren siempre con más gusto a ese artículo que a otros. Me quedé allá el día siguiente, y partí el 2 de junio a caballo, para ir a Lyon, donde el señor Loppin había tenido que llegar la víspera en diligencia. El calor del camino, si la ruta hubiera sido más larga, era capaz de hacerme encontrar Noruega en Roma, pero aún fue peor al llegar. Mi primo el geómetra, amigo íntimo de las líneas rectas, se había opuesto con todo su poder a la curva que yo había trazado por Neuville. No habiendo prevalecido su demostración, juzgó oportuno vengarse. Nos habíamos citado en el hotel du Parc; yo llego, y nada. Os confieso que, de no haber estado camino de Roma, me habría visto obligado a ir para obtener perdón; hasta tal punto se apoderó de mi persona el demonio de la impaciencia. Así que heme allí recorriendo todos los albergues y, tras tomarme ese trabajo inútil, me encuentro sin maletas, sin primo y, lo que es peor, sin dinero. Pero, en mitad de mis furores, como un dios que aparece en la ópera para calmar la turbación de Orestes, así apareció a mis ojos el fiel Pernet, que devolvió la sangre fría a mi alma. Para terminar de reponer mis sentidos mediante el dulce encanto de la armonía, fuimos a la ópera, de la cual quedé verdaderamente muy satisfecho. Los coros están formados a expensas de los nuestros, los trajes son muy hermosos, las decoraciones pasables. La Tulou8, que visteis en París, aún se las arregla en provincias. Una señorita Plante, amanerada hasta el exceso, remeda como puede a la Antier9. Hay una buena contralto y dos tenores; Fontenay, buena voz y malactor; y Person, de la ópera de París10, que ya conocéis. Las danzas aún son mejores, al menos en mujeres; son tres principales de las que la menor está muy por encima de vuestra Bonneval, pero sobre todo admiré a una chica, sobrina de la Sallé11, que promete bailar un día con una fuerza y ligereza comparablesa las de la Camargo12. En hombres no tienen más que un buen bailarín, inferior al nuestro. La sala es hermosa y demasiado grande para la asistencia, que fue muy mediocre. Es un mal epidémico del que morirán todas las óperas de provincias.

Al día siguiente nos quedamos muy a mi pesar; mi propósito era tomar un barco de posta para llegar aquí en breve, pero mi camarada había oído narraciones de los peligros del Ródano capaces de espantar a Ulises. Su última palabra fue que no quería llegar a Italia por la comodidad del golfo de León y que un vehículo tan endeble no era bueno para tan malos nadadores como él y yo. En vano le prediqué la intrepidez: retórica inútil; hubo que ceder y decidirse por el coche de Aviñón, que partía al día siguiente. Durante mi estancia, me entretuve viendo la operación singular de un médico inglés llamado Taylor13, quequita el cristalino del ojo introduciendo en la córnea, o el blanco del ojo, un pequeño hierro puntiagudo de medio pie de largo. Esa operación, que se llama levantar o más bien bajar la catarata, es curiosa en extremo y fue realizada con mucha destreza por ese hombre que, por lo demás, me pareció un charlatán. Nos alojamos también con otro inglés, sobrino del famoso caballero Newton, que me probó sin lugar a dudas que la ciencia no es hereditaria. Más: fui a ver un barco que el preboste de comerciantes ha hecho construir para el duque de Richelieu14, que está compuesto de una pequeña antecámara al lado de la cualhay una cocina provista de chimenea y hornos, seguida de un dormitorio lindamente amueblado, con una chimenea de mármol y cristal, tras la cual se encuentra un escritorio, un guardarropa y un dormitorio de servidumbre comunicado por un corredor; es una morada muy agradable.

No os hablaré más de Lyon, que conocéis mejor que yo. Mi amigo Pallu15aún no había llegado a su intendencia. Tuve que guardarme en el coleto, para mi gran pesar, cantidad de buenas réplicas y malos epigramas que habríamos hecho juntos. Porque él es como:

El buen señor de Brignolet16muy amable y muy frívolo.

El día 4, para dar a las damas romanas una buena idea de la limpieza francesa, fui a hacerme bañar. El mozo bañero empezó por decirme que estaba habituado a bañar al señor duque de Villars17y al señor cardenal deAuvergne18, pero todo quedó en susto.

El mismo día, a la una y media, nos embarcamos en ese bendito coche, donde no dejamos ni por un instante de representar a lo vivo los niños en el horno. Entonces mi primo Abdenago19se arrepintió demasiado tarde de nohaber seguido mi consejo.

No tuvimos en ruta ningún encuentro digno de contaros, salvo el de un gran barco remolcado por once caballos y cargado de orinales.

La costa lyonesa es hermosa y rica, adornada de viñedos, jardines y mansiones de campo. La del Delfinado es de montañas cubiertas de bosques.

Llegamos a Vienne sobre las cinco. El edificio de los padres antonianos que se presenta de entrada da buena impresión, es hermoso y bien situado a lo largo del Ródano. Pero esa idea queda desmentida en cuanto se pone el pie en la ciudad, que es demasiado fea y mal construida. No encontramos nada soportable, salvo la iglesia de Saint-Maurice, catedral construida con bastante mal gusto gótico. La bóveda, toda pintada de azul, es bella, audaz y muy elevada. Vimos tres espectáculos a la vez; en el coro, un misionero cargante se ocupaba de cantar himnos a una tropa de hombres; bajo el portal, una cantinera salmodiaba jaculatorias a un montón de mujeres, y en el claustro se distribuía a los papanatas el retrato de Pantaleón misionero.

Si la plaza que está delante de la iglesia fuera más extensa y regular sería magnífica por su situación rematada en un extremo por el portal y en el otro por el Ródano.

La ciudad construida a lo largo de la orilla es dilatada y muy estrecha. Es muy antigua y antes fue muy grande porque, a un buen cuarto de legua de la ciudad, vimos en las viñas un obelisco que en otro tiempo marcaba el centro. Se encuentra adosada a un feo montículo, encima está el recinto muy vasto de un viejo castillo arruinado, como el puente sobre el Ródano, que convierte el pasaje de ese río en el más peligroso, aunque no lo sea demasiado.

A las seis y media llegamos a Condrieux, pequeña ciudad del Lionesado, habiendo recorrido nueve leguas ese día. Antes se encuentra en la misma margen la famosa Côte-Rôtie, no me extraña nada que esté tostada20estandodonde está, porque yo, que no permanecí sino un instante estuve a punto de quedar calcinado. El barrio junto al río donde nos alojamos es bastante bonito.

El 5 partimos a las tres de la mañana y bogamos con viento contrario, que nos dio de través todo el día, entre dos montañas muy próximas y áridas, dejando Serrières en el Lionesado a la derecha y Saint-Vallier en el Delfinado a la izquierda.

Paramos en Tournon en el Lionesado, pequeña ciudad bastante curiosa, que tiene un fuerte y viejo castillo sobre una roca en medio del Ródano. Los buenos padres jesuitas que, según su sapiencia ordinaria, están los mejor aposentados de la ciudad, han hecho una torre alta y una terraza adornada de balaustradas con magnífica vista.

Frente a Tournon se ve la pequeña ciudad de Thain dominada por una montaña, sobre la cual hay una pequeña finca en cuyo recinto se cría el célebre vino Ermitage. Como no soy hombre que pierda la cabeza en la cuestión de lo que se necesita en la mesa, despaché a uno de los míos en barco para que hiciera una pequeña provisión para el viaje.

Pasamos enseguida a la desembocadura del Isère, río infame donde los haya; es una tisana pizarrosa.

Al otro lado, sobre un roquedo cónico, se ve el viejo castillo arruinado de Crussol, de donde procede el nombre de la casa de Uzès. Las buenas gentes nos dijeron que allá moraba un gigante llamado Buard, de quince codos de alto. Lo cierto es, sin embargo, que Chintré se tendría que agachar para entrar. Aquel honesto gigante, habiendo destruido el género humano, quiso repoblarlo y construir una ciudad. Para ello, embarazó a todas las mozas del país, y arrojó su lanza diciendo:Va lance. Fue a caer al otro lado del Ródano, donde está ahora la ciudad de Valence, que pobló con su progenitura, y donde reverendos jacobinos nos mostraron sus huesos, que en verdad son de una gran bestia; pero, como las grandes bestias de toda especie son menos raras que los gigantes, estáis dispensado de creer que esos huesos sean del pretendido señor Buard. Hoy se podría prescindir de construir esta fea ciudad donde se nos hizo una acogida detestable.

Al salir de allí, las montañas se apartan y comienza a formar una vista más agradable sobre la Marca. En Vivarais está La Voulte, población construida en una perspectiva tan bonita que de lejos me pareció merecedora de un lugar en mi diario.

Por fin, tras 25 leguas de camino, llegamos a Anconne, pequeña ciudad del Delfinado, distante media legua de Montélimar y mal sitio para acostarse donde los haya, pese el buen augurio de su nombre21.

El 6, a las cuatro de la mañana, nos reembarcamos, ¡y resulta que mis viles roquedos se estrechan más que nunca! En verdad es horroroso. El Ródano se pasea por allá en medio, a todo galope. Encima, el viento había rolado al norte durante la noche, y refrescaba mucho por la mañana; íbamos volando, de modo que pronto rebasamos Viviers, ciudad bastante grande, en esas rocas horribles. Tiene una fortaleza que seguramente no se tomará sino por escalada. El obispo tiene un palacio enteramente nuevo. De ahí se pasa a Saint-Andéol, donde estuvo antes el obispado y aún se encuentra el seminario. Hay numerosas rocas a flor de agua, la velocidad aumenta y el viento norte, como un conde encantador22, iba arreciando. Pese a lo cual, nuestros pilotos, genteextremada sin duda, pusieron dos velas, y con ese equipaje pasamos el puente Saint-Esprit. Es un gran infundio meter miedo a la gente con este puente: uno se desliza por encima, igual que sobre una tarima, y sin el menor peligro. Con razón se cita este puente; es de gran belleza por su altura y longitud, la anchura de los arcos y el ligero torneado de las pilastras. Lo mediré en todos los sentidos. Tiene mil ciento dieciocho pies de largo, por sólo quince de ancho. Los arcos bajo los cuales pasé tienen treinta y tres pasos de anchura. Hay diecinueve grandes, sin contar medianos, ni pequeños. Cada pilastra esta vaciada en medio por una especie de puerta cochera. Acaban de reparar un lado de un arco que ha costado diez mil libras. El pavimento del puente responde a la belleza del resto, y está hecho con toda solidez. Las carretas, incluso de vacío, no pasan si no es sobre trineos, pero sí lo hacen los coches y carrozas cargados.

Al cabo del puente, del lado de la ciudad, hay una buena ciudadela flanqueada por cuatro bastiones muy bien revestidos y rodeados de un foso igualmente revestido. La ciudad es bastante bonita. Comencé a reconocer a la Providencia, cuando vi el mercado lleno de limones a 6 soses la docena.

El país es feo tierra adentro, y adornado de buena verdura hasta Caderousse, pequeña ciudad de la comarca del duque de ese nombre.

En la otra margen está Roquemaure, en Languedoc, viejo castillo grotesco que parece construido con el resto de los materiales de la torre de Babel. Hay en el Ródano muchos parajes más peligrosos que los que se citan. El bribón de mi piloto se dedicaba en un rincón a comerse unos espárragos; nunca me han gustado los glotones. De repente, oí un gran ruido; estaba yo en un rincón traduciendo del italiano y pensé encontrarme a mí mismo traducido al otro mundo. Íbamos a darnos contra las rocas. Oí gritar “¡Nos matamos!” Me levanté y vi que nada era más falso y que el peligro que habíamos corrido por unos espárragos ya había pasado.

Ved cómo los grandes acontecimientos tienen a menudo pequeñas causas; ¡aún si hubiera sido por unos guisantes! En fin, llegamos aquí sin correr nuevos riesgos

A Dios gracias me he salvadoPorque estoy en tierra papal23.

Notas al pie

1Claude-Charles Bernard de Blancey, secretario general de los Estados de Borgoña.

2Aviñón perteneció al Papa hasta 1790.

3Jean-Baptiste Tavernier (1605-1686), viajero y autor de libros de viajes a Turquía, Persia y la India.

4François Coeurderoy, presidente de la cámara de reclamaciones del parlamento de Dijon, celebrado por su facundia y sus réplicas graciosas.

5Loppin de Montmort (1708-1767), geómetra, consejero del parlamento de Dijon, primo carnal de Brosses.

6Barbe de Brosses (1708-1767), canóniga del priorato benedictino de Neuville-les-Dames.

7Jean-Baptiste Labat (1663-1738), dominico y misionero, autor de libros de viajes a España, Italia y África.

8Madeleine Tulou (1698-1777) cantó en la Académie Royal de París hasta 1723.

9Marie Antier (1687-1747), especializada en Lully, estaba entonces a punto de retirarse.

10Plante, Fontenay y Person eran miembros del elenco formado para la inauguración de la ópera de Lyon en 1739.

11Marie Sallé (1707-1756), una de las mayores innovadoras del ballet de su siglo, debutó en 1718.

12Marie-Anne Cupis, “la Camargo” (1710-1770), bailarina de la ópera de París de 1726 a 1751.

13John Taylor (1703-1772), autor de tratados de oftalmología.

14Louis-François-Armand du Plessis, duque de Richelieu (1696-1788), entonces teniente general del rey en Languedoc.

15Bertrand-René Pallu (1691-1760), intendente en Lyon de 1738 a 1750.

16Gian Francesco Brignole (1695-1760), plenipotenciario de la república de Génova ante el rey de Francia, sería dogo de Génova de 1746 a 1748.

17Honoré-Armand, duque de Villars (1702-1770), gobernador de la Provenza y académico de la lengua, tenía reputación de homosexual.

18Henri-Osvald de la Tour d’Auvergne (1671-1747), cardenal desde 1737.

19Abed Negó, uno de los mancebos del episodio bíblico de los hebreos encerrados en un horno en la corte de Nabucodonosor, según es narrado en el libro de Daniel.

20Rôtie: “tostada”. La denominación original se refiere al color ocre tostado de los viñedos reputados como los más antiguos del Ródano y hasta de Francia.

21Juego de palabras con la grafía ‘Enconne’, entendida como “en coño”.

22Podría referirse el conde de Tavanes (1686-1761), comandante militar y teniente general del rey en Borgoña, que mantuvo una larga querella sobre quién precedía a quién el parlamento.

23Reminiscencia del final delViaje a Provenza y Languedoc,de Jean Chapelle (1651-1723) y François Le Coigneux de Bachaumont (1624-1702).