Cartas marruecas - José Cadalso y Vázquez - E-Book

Cartas marruecas E-Book

José Cadalso y Vázquez

0,0
7,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Perteneciente a una familia acomodada, militar de carrera, ilustrado y precusor del romanticismo, José Cadalso, guiado siempre por el deseo de una España más culta, más justa y más europea, reflexionó en estas Cartas marruecas sobre nuestra historia, y también sobre los usos y las costumbres de su época. Con un equilibrio entre razón y sensibilidad, y tomando como modelo las Cartas persas de Montesquieu, la crítica del autor, naciente de una observación directa, configura así un retablo plenamente realista. Figuran en estas cartas, breves ensayos en sí, el patriotismo bien y mal entendido, la variedad de España y sus regiones, el elogio de Francia, la guerra y sus males, el ideal del hombre moderno, la tiranía de las modas o la falsa erudición. Y propone también, incluso, soluciones; muchas de ellas son completamente modernas: el trabajo, el progreso científico, el fortalecimiento económico, las mejoras de la vida social y la renovación de la enseñanza. Por todo ello, es ésto no sólo la primera manifestación en las letras españolas del pensamiento breve, inciso e irónico, sino un texto fundamental para iluminar muchos de los avatares de nuestra sociedad actual.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 421

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



En nuestra página web: www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado

Diseño gráfico: RQ

Ilustración de cubierta: Academia dei Pugni, óleo sobre lienzo, mediados del XVIII

Primera edición impresa: abril de 2023

Primera edición en e-book: julio de 2023

© de la edición: herederos de Manuel Camarero

© de la presente edición: Edhasa, 2023

Diputación, 262, 2º 1ª

08007 Barcelona

Tel. 93 494 97 20

España

E-mail: [email protected]

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita descargarse o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra. (www.conlicencia.com; 91 702 1970 / 93 272 0447).

ISBN: 978-84-9740-923-0

A José Luis Cano, Salvador

García Castañeda y Nigel

Glendinning

CADALSO Y SU TIEMPO

Introducción

1. «El tiempo te dirá lo que has ganado»

Los datos biográficos, aun acompañados de referencias históricas y culturales, raras veces sirven para forjar una idea del individuo que hay por detrás del frío cuadro cronológico. Una vez que sabemos cuándo nació, cuándo escribió sus obras y cuándo falleció, cabe preguntarse en qué sociedad vivió y, sobre todo, cómo era José Cadalso.

Su educación, sin duda por influencia de su tío el p. Mateo Vázquez, se encomendó desde el principio a los jesuitas; estudió en algunos de los más distinguidos colegios de su tiempo, en cuyas aulas se preparaba a unos pocos alumnos, selectamente escogidos, para ocupar los puestos más relevantes de la sociedad. Antes de cumplir los veinte años había recorrido media Europa y hablaba con soltura el francés y el inglés; además, conocía bien la lengua latina y quizás la griega. Según confiesa irónicamente en la Autobiografía, su padre lo «quería para covachuelista»; supongo que se refiere a cualquier alto cargo en la Administración del Estado. Pero en los últimos días de 1761, don José María Cadalso murió y se torcieron los planes que había ideado; el joven heredó una considerable fortuna, que no tardó mucho en derrochar.

En agosto de 1762 había ingresado como cadete en el ejército y dos años después compró su ascenso a capitán, equipando a cincuenta jinetes. Si esto no bastase para dar una idea de cómo disipaba su fortuna, valga otro botón de muestra: en 1759, cuando todavía su padre podía vigilar sus gastos, adquirió nada más y nada menos que veinticuatro pares de zapatos. Él mismo dice en la Autobiografía que, durante su permiso en Madrid en 1762, «mesa, juego, amores y alguna lectura ocuparon mi tiempo»: vida ociosa, que requería dinero para mantenerla. Desde luego, no debía ser un ahorrador ejemplar; según reconoce en el texto citado, en 1766, a los cinco años escasos de heredar, «me quedaban ya muy cortas reliquias de mi patrimonio». Por fin, en 1768, le encontramos en una situación que se mantendría estable hasta sus últimos días: «empeñado, pobre y enfermizo».

Cualquiera pensará que despreciaba el dinero, que incluso lo consideraba materia indigna para preocupar a un noble; quizás confiaba demasiado en su educación, en el brillante futuro para el que le habían preparado los jesuitas. Lo importante era introducirse en la corte, ganar influencias, procurarse títulos respetables y, en fin, ganar la posición soñada o, mejor aún, merecida.

¿Y qué ambientes frecuentaba? El profesor Nigel Glendinning ha destacado lo poco que «Cadalso nos dice en su Autobiografía de sus amigos de las clases media y baja».1 Naturalmente, los nombres que aparecen son –con alguna salvedad– los de quienes podían ayudarle a medrar; gentes con unas posiciones social, económica o políticamente influyentes: los padres jesuitas Isidro López, que fue acusado de promover el motín de Esquilache, y Antonio Zacagnini, preceptor de los infantes; el príncipe de Asturias, futuro Carlos IV; altos cargos militares, como el conde de O’Reilly, Jacinto Pazuengos, Antonio Ricardos, el marqués de Villadarias y Martín Álvarez de Sotomayor; figuras destacadas de la aristocracia, como la condesa de Benavente y su marido, el marqués de Peñafiel, después duques de Osuna; el duque de Huéscar, los marqueses de Tabuérniga y Villavenazar, la marquesa de Escalona, etc.; e importantes políticos, con quienes mantuvo una amistad cordial, empezando por el mismo conde de Aranda y sus favoritos, Joaquín Oquendo y Antonio Cornel, y siguiendo por el ministro Floridablanca años más tarde. Y esta exhaustiva lista se queda corta si consideramos que en la Autobiografía no sólo se hace gala (cínica gala) de la habilidad que poseía para granjearse tales amistades, sino que además «luce sus dotes intelectuales» –por decirlo con palabras de Glandinning– en un intento de reproducir con cierta amenidad y risueña ironía un curriculum vitae en toda regla. No en vano tituló la primera parte de esta obra «Memoria de los acontecimientos más particulares de mi vida».

Destaca John B. Hughes que Cadalso estimaba más las vidas que las obras de los poetas que admiraba, y para demostrarlo cita unas palabras del prólogo que precede a la primera edición de las poesías cadalsianas:

Los poetas verdaderos [...] no tuvieron menos renombre en la república civil que en la literaria.

Líneas antes decía Cadalso:

Si en este siglo la han hecho menos apreciable [la poesía] algunos que han usurpado el título de poetas, sin tener la menor calidad para merecer este timbre, queda muy desagraviada la facultad con retroceder en la historia y ver la consideración que obtuvieron en la corte y en la nación los que manejaron la lira con la misma mano y en el mismo tiempo que los negocios mayores de la religión, estado y guerra.

Hughes concluye que, como satírico, dramaturgo y poeta, era «incapaz de otorgar a sus escritos ningún valor estético, dada su visión puramente formal de la literatura. Su imaginación creadora la reserva para las ocupaciones mayores».2 Si bien no estoy por completo de acuerdo con esta afirmación, quiero, sin embargo, destacar la importancia que tuvieron para nuestro autor esos «negocios mayores», hasta el punto que no sólo el esmero con que se procuraba amistades tan selectas (las que cita precisamente en la Autobiografía), no sólo esa imagen de hombre de bien, justo, imparcial, que siempre cuidaba de dar, sino también buena parte de su obra estaban dirigidas a obtener ese puesto relevante en la sociedad de su tiempo, que –según pensaba– le pertenecía por derecho propio, por su categoría social y sus méritos intelectuales.

Hasta los años 70 la actitud de Cadalso es francamente optimista: ha recibido una educación privilegiada, ha viajado por Europa, ha heredado una considerable fortuna, ingresa en el regimiento de Borbón, un cuerpo distinguido del ejército, y pronto obtiene el grado de capitán, con veinticuatro años; poco después le invisten el hábito de Santiago, entra en los círculos cortesanos y traba relaciones importantes (a veces incluso íntimas, como con la marquesa de Escalona).

Los problemas comienzan en otoño de 1768, cuando sus jefes le ordenan salir de Madrid, con motivo de la difusión manuscrita de un folleto que satirizaba las costumbres, coqueteos e hipocresías de la aristocracia madrileña: el Calendario manual y guía de forasteros en Chipre para el Carnaval del año de 1768 y otros. Este panfletillo jocoso apareció como anónimo, pero, según cuenta el propio autor en su Autobiografía, «el público me hizo el honor de atribuírmelo», y las quejas de ciertas damas, cuyos secretos se descubrían, provocaron el destierro de Cadalso.

Sale de Madrid «empeñado, pobre y enfermizo». En Alcalá, salvo Gerónimo Moreno, que le hospedó en su cuarto, todos

me miraban como persona odiosa a la Corte y que, por consiguiente, me atraería a mí y a mis amigos la cólera del Gobierno.

Algunos días después, ya en Zaragoza, se encuentra «enfermo, pobre, empeñado y desconocido de toda aquella nobleza, menos del marqués de Hermosilla». Gracias a «las noticias de su desgracia» y a su actitud humilde, comienza a ganar amistades:

de modo que en breve tiempo debí muchos favores a todas aquellas gentes, singularmente a los marqueses de Lierta, Villaverde y Ariño, condes de Torreseca y Sobradiel, con otros, cuyo amable trato no dejó de suavizar lo áspero de mi situación.

De 1770 a 1773 reside en Madrid. A partir de estas fechas comienza a sufrir serios reveses. En 1770 conoció a María Ignacia Ibáñez, cuya personalidad le impresionó vivamente; sus relaciones amorosas duraron apenas medio año, porque la actriz murió el 22 de abril de 1771.

Las reuniones en la Fonda de San Sebastián y las tertulias en casa de la condesa de Benavente le distraerían de su profundo pesar, pero ya en 1772 perdía el favor del conde de Aranda, cuya casa había frecuentado asiduamente, hasta que la inconstancia de su amigo Joaquín Oquendo le impidió seguir haciéndolo.

A finales de 1773, según cuenta en la Autobiografía, se encuentra «bien desengañado de Corte, amigos y pretensiones, y entregado a mis libros». Desengañado de la Corte, porque no le había recompensado como él creía que lo merecía:

unos cuantos cumplidos de aquellos que son tan comunes en la boca de los ministros como insulsos en la práctica.

Desengañado de esa clase de amigos que luego llamará comunes en una carta a Iglesias de la Casa, escrita en Montijo, en marzo de 1775:

aquellos que en los palacios, cortes y embajadas, empleos grandes y máquinas de la ambición se buscan para construir cada uno su fortuna sobre el trabajo del otro;

amigos que, como Joaquín Oquendo y Antonio Cornel, sólo velaban sus intereses. Y desengañado de pretensiones, porque había solicitado repetidas veces el ascenso a teniente coronel y no había recibido respuesta.

Por lo demás, ¿cómo no iba a estar desengañado de todo aquello si se encontraba tan a gusto en Salamanca, aislado en su idílico rincón, pero selectamente acompañado por sus amigos de la academia literaria (Meléndez Valdés, Iglesias de la Casa, Forner, etc.)?

Cadalso renegaba del ambiente cortesano cuando las circunstancias le eran adversas, y entonces acudía al tópico del «menosprecio de corte y alabanza de aldea», ensalzando una naturaleza bucólica y artificial. Pero en realidad parece que para él tenían más importancia su posición social y sus deseos de influir en la política del país. Claro que, a medida que pasan los años, es mayor el desengaño, al principio reflejado en sátiras frívolas, como el Calendario, y luego en actitudes de aislamiento, en críticas escépticas, si no pesimistas, como muchas que aparecen en las Cartas marruecas, o en comentarios mordaces, que encontramos en su epistolario.

2. Trayectoria literaria

Desde su título más temprano, las Observaciones deun oficial holandés en el nuevamente descubierto reino de Feliztá, una novela utópica, hoy perdida, «en que me había yo forjado un sistema de gobierno a mi modo», hasta su proyecto para sitiar Gibraltar, casi toda la obra cadalsiana está pensada en función de la utilidad pública.

Tan sólo unos pocos escritos se escapan de este marco. En cierta manera pudiera decirse que son obras de circunstancias, pues fueron compuestas en momentos muy especiales.

El Calendario es una frivolidad típica del dandy que, según el profesor Sebold, era Cadalso; pero no sólo él, sino también muchos de cuantos se movían en aquella corte sofisticada y nada exenta de hipocresía; el Calendario era, pues, un juego irónico, un divertimento que, desbordó los límites del buen humor y provocó el escándalo.

En el mismo grupo de obras frívolas caben no pocos de sus poemas; algunos forman parte de los Ocios de mi juventud, escritos en su mayoría entre 1768 y 1769, es decir, durante su estancia en Aragón, lejos de la corte, y otros fueron compuestos en Salamanca.

Pero hay también poesías líricas escritas en Aragón (1768-1769), en Madrid, antes y después de fallecer María Ignacia, la Filis de sus versos (1770-1772), y luego en Salamanca (1773-1774), rodeado de sus amigos y discípulos, a quienes aconsejaba y para quienes comenzó un Compendio de arte poética.

La obra más polémica de Cadalso quizás sea las Noches lúgubres, tanto por la complicada historia textual que originó (con un éxito extraordinario durante la primera mitad del siglo XIX y toda una secuela de plagios, imitaciones y versiones más o menos afortunadas) como por las encontradas interpretaciones críticas que ha tenido. Es una obra breve, en forma de diálogo y dividida en tres partes (noches), en las que participan escasos personajes; destacan Tediato, el protagonista, que procura desenterrar el cadáver de su amada, para suicidarse junto a él incendiando su casa, y Lorenzo, el sepulturero que le ayuda. Las conversaciones que ambos mantienen y los sucesos que sufre o presencia el protagonista marcarán en él una evolución que va del egoísmo inicial a la comprensión y solidaridad con sus semejantes.

Las Noches podrían clasificarse dentro del grupo lírico de las obras cadalsianas, si las vemos como «el desahogo emocional de un amor y dolor vividos, hechos literatura».3 Pero es que también esconden cierto didactismo; al final de la última noche, Tediato, convencido ya de que no es el «más infeliz mortal» sino uno de tantos, sentencia:

El gusto de favorecer a un amigo debe hacerte la vida apreciable, si se conjuraran en hacértela odiosa todas las calamidades que pasas. Nadie es infeliz si puede hacer a otro dichoso.

Si la Corte no le satisfacía, si sus pretensiones no eran atendidas, si su amor se quebraba trágicamente con la muerte de Filis, la única salida para un hombre de bien era la amistad.

Cuando Cadalso conoce a Aranda a fines de 1766 o principios del año siguiente, le da a leer un manuscrito de una novela utópica, género no poco cultivado en la época. En aquellas fechas tendría ya escrito posiblemente un ensayo patriótico bajo el título Defensa de la nación española contra la carta persiana LXXVIII de Montesquieu. El joven soldado (o quizá todavía estudiante), indignado por los tópicos que el pensador francés manejaba en su obra con tanta ligereza como desprecio, se propuso refutar de modo sistemático –no en vano había sido formado por los jesuitas– los endebles argumentos de la carta persiana. Para ello tradujo párrafo por párrafo el texto de Montesquieu y lo glosó críticamente. Más adelante se verá que la herida fue más profunda de lo que parece a primera vista, y la Defensa siempre le pareció una respuesta insuficiente.

Después del motín de Esquilache, se favoreció desde el poder la influencia francesa para orientar el gusto y modernizar la ociosa vida cortesana. Fruto, sin duda, de las relaciones de Cadalso con Aranda debió ser la composición de dos tragedias originales: Don Sancho García y Solaya o los circasianos. La primera pudo estrenarla en enero de 1771, pero la segunda sufrió el freno de la censura y permaneció inédita hasta que, hace un par de años, la descubrió y publicó el profesor Aguilar Piñal.

En 1770 escribió Los eruditos a la violeta, una sátira en la que criticaba la educación superficial, la osadía y la ignorancia de los petimetres, que tanto abundaban en las tertulias cortesanas, como las que frecuentaba Cadalso. El éxito de la obra fue inmediato, hasta el punto de que la expresión erudito a la violeta y el calificativo de violeto se lexicalizaron e hicieron de uso común, aun en nuestros días; Cadalso hubo de componer una segunda parte, el Suplemento, que se editó aquel mismo año (1772). Y todavía escribió una tercera parte, El buen militar a la violeta, que permaneció inédita.

De cuanto escribió Cadalso, tan sólo vio impresas tres obras: Don Sancho García, Los eruditos y Ocios de mi juventud; casi siempre firmó con seudónimo, cuando firmaba, y las Cartas marruecas, la obra a la cual concedió más atención, mayor importancia, mayor cuidado, estuvo durante algunos años rodando de unas manos a otras, y acabó por archivarla sin haber obtenido el permiso de impresión.

Después aún compondría La Numantina (1775), una tragedia hoy perdida que versaba sobre el mismo asunto de la Numancia destruida, de su amigo López de Ayala. También escribió los Epitafios para los monumentos de los principales héroes españoles (1776) y alguna composición poética, como la epístola que dedicó a sus amigos salmantinos hacia 1777.

A partir de entonces, salvo las cartas personales, sólo sabemos que escribiera dos obras de un tema muy específico y profesional: el Nuevo sistema de táctica, disciplina y economía para la caballería española (1777) y un proyecto para sitiar Gibraltar (1778), que pensó enviar a Floridablanca por conducto del marqués de Peñafiel, pero luego se lo remitió directamente. La respuesta, como a tantas otras pretensiones y proyectos, como a tantas solicitudes de ascenso, no debió ser satisfactoria, a juzgar por la indignación que le produjo.

Cadalso escribió siempre –ya se dijo antes– con una intención clara de utilidad pública, de intervenir por derecho propio en la vida del país como político, moralista y militar; de ahí la imagen que se traza de patriota ejemplar, de hombre de bien, justo y mesurado; de ahí su novela utópica y la Defensa de la nación española, sus tragedias y Los eruditos, las Cartas marruecas y los Epitafios, el Nuevo sistema de táctica y el proyecto de sitio de Gibraltar.

Pero ¿y después de 1778? Después ya sólo rápidas apuntaciones autobiográficas, versos sueltos entre sus últimos papeles: «colmena mucho tiempo sin abejas», y la decepción manifiesta incluso en sus instancias solicitando ascensos. Y al final, la muerte súbita, inesperada.

3. Las Cartas marruecas

En la introducción de su obra, Cadalso justifica el género literario escogido para hacer un examen crítico de su nación:

las [críticas] que han tenido más aceptación entre los hombres de mundo y de letras son las que llevan el nombre de Cartas, que se suponen escritas en este o en aquel país por viajeros naturales de reinos no sólo distantes, sino opuestos en religión, clima y gobierno.

El método epistolar tiene, para el autor, varias ventajas:

hace su lectura más cómoda, su distribución más fácil, y su estilo más ameno.

La lectura puede interrumpirse con frecuencia, sin que por ello se pierda el hilo de la narración, como sucedería en una novela, e incluso puede iniciarse por cualquier parte del libro. Además, el autor tiene la posibilidad de distribuir los asuntos con entera libertad, lo cual, unido a la brevedad de cada carta y a la propia soltura del estilo epistolar, hace su lectura más amena.

No son éstas, sin embargo, las únicas ventajas del género. El exotismo, «lo extraño del carácter de los supuestos autores», también resulta atractivo, y

aunque en muchos casos no digan cosas nuevas, las profieren siempre con cierta novedad que gusta.

Pero este mismo recurso tiene sus inconvenientes:

Esta ficción no es tan natural en España, por ser menos el número de viajeros a quienes atribuir semejante obra. Sería increíble el título de Cartas Persianas, Turcas o Chinescas, escritas de este lado de los Pirineos.

¿Qué hacer, pues? Como se verá más adelante, Cadalso sigue con una ambigüedad deliberada el juego del apócrifo, pero por detrás de esta ficción se adivinan los hechos reales. Hay, de primeras, un propósito:

siempre me pareció que podría trabajarse sobre este asunto con suceso, introduciendo algún viajero venido de lejanas tierras, o de tierras muy diferentes de las nuestras en costumbres y usos.

La propia vida política y social de su siglo le proporcionaría ese viajero. En 1766 llegó a España un embajador del emperador de Marruecos, Sidi Hamet Al Ghazzali, a quien la Gaceta de Madrid llamaba El Gazel. Su viaje despertó, sin duda, la curiosidad de los españoles; prueba de ello son los grabados realizados por los célebres pintores Manuel Salvador Carmona y Antonio González Velázquez, además del Diario que hizo de su visita a Cádiz don Alonso Jaén y Castillo y la atención periodística que le dedicaba la Gaceta de Madrid, que llegó incluso a anunciar su muerte, once años después del viaje.

Pero ¿cuáles fueron los modelos que siguió Cadalso? Parece lógico pensar que aquellas «Cartas Persianas, Turcas o Chinas» a las que aludía en las primeras líneas de su introducción. Las primeras son obra de Charles Louis de Secondât, barón de Montesquieu (1689-1755), y fueron publicadas en 1721; las turcas pudieran ser las Cartas de un espía turco (1684), de Giovanni Paolo Maraña, o las Cartas de un turco en París (1731), atribuidas a Poullain de Saint-Foix; las chinescas, por último, quizás sean las de Jean Baptiste d’Argens (1739-1740) o las de Oliver Goldsmith (1760), también conocidas bajo el título de El ciudadano del mundo.

En España el género no había sido apenas cultivado, si bien merece la pena destacar una carta siamesa y otra turca, publicadas por el ilustrado José Clavijo y Fajardo (1726-1806), en su periódico El pensador, en 1763.

Se supone que en 1768 comenzó Cadalso a redactar las Cartas marruecas. En 1774 ya las tenía acabadas, porque aprovechando un permiso en ese mismo verano, antes de incorporarse a su nuevo destino en Extremadura, presentó su obra ante el Consejo de Castilla, para que le autorizase su impresión.

La Academia dictó a principios del año siguiente su aprobación, el 20 de febrero. Pero muy pronto se paralizaron los trámites, debido a un reglamento que impedía la impresión de cualquier escrito que tuviese relación con África y sus presidios. Cuando al fin se reconoció que las Cartas no tocaban en absoluto ese tema, se había sembrado ya el desencanto en su autor y acabó por recoger el manuscrito en julio de 1778 de manos del librero Bernardo Alverá, que había vendido las primeras ediciones de Los eruditos y los Ocios.

Hay algunos testimonios de esta desilusión en su Autobiografía y en su epistolario particular. El 31 de octubre de 1774, en una carta escrita a Tomás de Iriarte a las dos semanas de llegar a su nuevo destino en Extremadura, se lamenta de no haber logrado una prórroga para quedarse en Madrid otros cuatro meses después de su permiso de verano:

Nunca me ha sido tan sensible la salida de Madrid como ahora, porque había hecho ánimo de entablar mi grande pretensión, que es la de retirarme, y de imprimir una obrilla, la cual, sin mi presencia, nunca podrá salir a mi gusto; siendo lo peor de todo esto que el mismo día que me desahuciaron de quedar en Madrid, se había presentado en el Consejo.

En la Autobiografía describe la sorpresa que le produjo la aprobación de la Academia:

Tuve noticia de haberse dado a examen de la Academia de la Lengua mis Cartas marruecas [...]; y desde luego me formé muy corta esperanza de su éxito, respecto de haber en la Academia muchos del sistema opuesto a cuanto digo en ellas, tocante a la nación [...]; pero habiendo escrito al P. Aravaca, académico comisionado por su Academia al examen de mi obra, me escribió el tutor que las dichas Marruecas habían logrado una aprobación honrosísima y llena de los mayores elogios a la Academia, por el informe del dicho Aravaca.

Quizás esta suspicacia se debiera a que el propio presbítero Juan de Aravaca era quien cuatro años antes, con otro censor, había condenado su tragedia Solaya o los circasianos.

Y, por último, en otra carta a Iriarte escrita en febrero o marzo de 1777, también desde Montijo, alude así a las Cartas marruecas:

obra que compuse para dar al ingrato público de España y que detengo sin imprimir porque la superioridad me ha encargado que sea militar exclusive.

Aunque Cadalso murió sin verlas publicadas, sabemos con seguridad que se difundieron manuscritas, si bien en círculos muy restringidos. Se conocen hoy ocho manuscritos completos o fragmentarios del siglo XVIII, y tan sólo siete años después de la desaparición de su autor, en 1789, publicó la obra un periódico importante de la época, el Correo de Madrid o de los ciegos. La primera edición en libro salió de la imprenta de Antonio de Sancha (1793) y en 1796 aparecía la edición barcelonesa de Piferrer.

Del siglo XIX se conocen al menos quince ediciones, además de una temprana traducción francesa (1808) y otra fragmentaria inglesa (1825). Pero en comparación con el éxito enorme que tuvieron las Noches lúgubres, en especial durante la primera mitad del siglo pasado, es necesario reconocer que las Cartas marruecas no fueron muy leídas ni –lo que es peor– muy estimadas, hasta que recibieron el espaldarazo de algunos noventayochistas, sobre todo de Azorín, que llegó a preparar una edición en 1917.

Hasta entonces no hubo interpretaciones críticas de su obra, pero después se multiplicaron por caminos insospechados y aun sorprendentes. En la sección de «Documentos y juicios críticos», el lector encontrará algunas muestras que le servirán de iniciación para adentrarse en la controversia que han provocado los escritos cadalsianos.

Bibliografía

Alborg, Juan Luis: Historia de la literatura española. Siglo XVIII, Madrid, Gredos, 1975, pp. 614-617 y 706-762. Resumen crítico de las principales teorías suscitadas por la obra de Cadalso.

Baquero Goyanes, Mariano: Perspectivismo y contraste (de Cadalso a Pérez de Ayala), Madrid, Gredos, 1963, pp. 11-41. Es el primer trabajo que estudia la técnica perspectivista en las Cartas marruecas.

Edwards, June K.: Tres imágenes de José Cadalso: el crítico, el moralista, el creador, Universidad de Sevilla, 1976. Intenta sintetizar las teorías más encontradas sobre Cadalso. Quizá resulta en exceso esquemático.

Glendinning, Nigel: Vida y obra de Cadalso, Madrid, Gredos, 1962. El estudio mejor documentado sobre Cadalso y su obra.

Hughes, John B.: José Cadalso y las «Cartas marruecas», Madrid, Tecnos, 1969. Estudio sobre la ideología de Cadalso y la estructura de las Cartas marruecas.

Maravall, José A.: «El pensamiento político de Cadalso», en Mélanges à la memoire de Jean Sarrailh, París, 1966, II, pp. 81-96. Estudio fundamental sobre las ideas políticas de Cadalso.

Marichal, Juan: «Cadalso: el estilo de un hombre de bien», en La voluntad de estilo, Madrid, Revista de Occidente, 1971, pp. 151-160. Ensayo inteligente y mesurado sobre el estilo de Cadalso y su relación ideológica con la Ilustración. Hay edición muy reciente de este libro, un poco aumentada, bajo el título de Teoría e historia del ensayismo hispánico, Madrid, Alianza, 1984.

Sebold, Russell P.: Cadalso: el primer romántico «europeo» de España, Madrid, Gredos, 1974. Estudio imaginativo, con teorías muy sugestivas sobre el supuesto romanticismo cadalsiano.

Nota previa

He tomado como base el texto de la edición crítica que realizaron Nigel Glendinning y Lucien Dupuis (Londres, Tamesis Books, 1971, 2.a ed.), a partir del manuscrito 10.688 de la Biblioteca Nacional de Madrid; es, sin duda, la edición más seria y documentada de cuantas se han hecho, y el texto, como aseguran sus editores, el más completo y menos afectado por la censura. El profesor Joaquín Arce, en su artículo «Problemas lingüísticos y textuales de las Cartas marruecas» (Cuadernos para Investigación de la Literatura Hispánica, núm. 1, 1978, pp. 56-57, n. 7), anunció la publicación de una edición crítica y otra divulgativa, basadas en un manuscrito inédito que se conserva en la Real Academia de la Historia. Desgraciadamente, el fallecimiento de Joaquín Arce nos ha privado de la primera de ellas; la segunda, en cambio, sí apareció (Madrid, Cátedra, 1978). Dadas las características de la colección «Castalia Didáctica», no ha parecido oportuno realizar un minucioso estudio textual, cotejando la edición de Glendinning-Dupuis con la de Arce. Sin embargo, he tenido en cuenta muchas de las correcciones propuestas en el artículo y la edición citados, y he añadido al texto de Glendinning-Dupuis dos párrafos (en la introducción y en la carta XVIII) que aparecen en todos los manuscritos, salvo en el de la Biblioteca Nacional. La segunda de estas adiciones se presenta truncada en ellos, lo que obliga a señalar la laguna mediante puntos suspensivos.

Para la anotación del texto me han sido especialmente útiles las ediciones de Glendinning-Dupuis, Joaquín Arce, Rogelio Reyes Cano (Madrid, Ed. Nacional, 1975) y Mariano Baquero Goyanes (Barcelona, Bruguera, 1981). Quiero agradecer a la profesora Ana Lucas la ayuda que me ha prestado en la traducción de textos latinos. Mi agradecimiento, asimismo, a la profesora María Aguirre.

CARTAS MARRUECAS

INTRODUCCIÓN

Desde que Miguel de Cervantes compuso la inmortal novela en que criticó con tanto acierto algunas viciosas costumbres de nuestros abuelos, que sus nietos hemos reemplazado con otras, se han multiplicado las críticas de las naciones más cultas de Europa en las plumas de autores más o menos imparciales; pero las que han tenido más aceptación entre los hombres de mundo y de letras son las que llevan el nombre de Cartas, que se suponen escritas en este o en aquel país por viajeros naturales de reinos no sólo distantes, sino opuestos en religión, clima y gobierno. El mayor suceso4 de esta especie de críticas debe atribuirse al método epistolar, que hace su lectura más cómoda, su distribución más fácil, y su estilo más ameno, como también a lo extraño del carácter de los supuestos autores: de cuyo conjunto resulta que, aunque en muchos casos no digan cosas nuevas, las profieren siempre con cierta novedad que gusta.

Esta ficción no es tan natural en España, por ser menor el número de viajeros a quienes atribuir semejante obra. Sería increíble el título de Cartas Persianas, Turcas o Chinescas,5 escritas de este lado de los Pirineos. Esta consideración me fue siempre sensible, porque, en vista de las costumbres que aún conservamos de nuestros antiguos, las que hemos contraído del trato de los extranjeros, y las que ni bien están admitidas ni desechadas, siempre me pareció que podría trabajarse sobre este asunto con suceso, introduciendo algún viajero venido de lejanas tierras, o de tierras muy diferentes de las nuestras en costumbres y uso.(6)

La suerte quiso que, por muerte de un conocido mío, cayese en mis manos un manuscrito cuyo título es: Cartas escritas por un moro llamado Gazel Ben-Aly, a Ben-Beley, amigo suyo, sobre los usos y costumbres de los españoles antiguos y modernos, con algunas respuestas de Ben-Beley, y otras cartas relativas a éstas.(7)

Acabó su vida mi amigo antes que pudiese explicarme si eran efectivamente cartas escritas por el autor que sonaba, como se podía inferir del estilo, o si era pasatiempo del difunto, en cuya composición hubiese gastado los últimos años de su vida. Ambos casos son posibles: el lector juzgará lo que piense más acertado, conociendo que si estas Cartas son útiles o inútiles, malas o buenas, importa poco la calidad del verdadero autor.

Me he animado a publicarlas por cuanto en ellas no se trata de religión ni de gobierno; pues se observará fácilmente que son pocas las veces que por muy remota conexión se toca algo de estos dos asuntos.

No hay en el original serie alguna de fechas, y me pareció trabajo que dilataría mucho la publicación de esta obra el de coordinarlas; por cuya razón no me he detenido en hacerlo ni en decir el carácter de los que las escribieron. Esto último se inferirá de su lectura. Algunas de ellas mantienen todo el estilo, y aun el genio, digámoslo así, de la lengua arábiga su original; parecerán ridículas sus frases a un europeo, sublimes y pindáricas8 contra el carácter del estilo epistolar y común; pero también parecerán inaguantables nuestras locuciones a un africano.(9) ¿Cuál tiene razón? No lo sé. No me atrevo a decidirlo, ni creo que pueda hacerlo sino uno que ni sea africano ni europeo. La naturaleza es la única que pueda ser juez; pero su voz, ¿dónde suena? Tampoco lo sé. Es demasiada la confusión de otras voces para que se oiga la de la común madre en muchos asuntos de los que se presentan en el trato diario de los hombres.

Pero se humillaría demasiado mi amor propio dándome al público como mero editor de estas cartas. Para desagravio de mi vanidad y presunción, iba yo a imitar el método común de los que, hallándose en el mismo caso de publicar obras ajenas a falta de suyas propias, las cargan de notas, comentarios, corolarios, escolios, variantes y apéndices;10 ya agraviando el texto, ya desfigurándolo, ya truncando el sentido, ya abrumando al pacífico y humilde lector con noticias impertinentes, o ya distrayéndole con llamadas importunas, de modo que, desfalcando11 al autor del mérito genuino, tal cual lo tenga, y aumentando el volumen de la obra, adquieren para sí mismos, a costa de mucho trabajo, el no esperado, pero sí merecido nombre de fastidiosos. En este supuesto, determiné poner un competente número de notas en los parajes en que veía, o me parecía ver, equivocaciones en el moro viajante, o extravagancias en su amigo, o yerros tal vez de los copiantes, poniéndolas con su estrella, número o letra, al pie de cada página, como es costumbre.

Acompañábame otra razón que no tienen los más editores. Si yo me pusiese a publicar con dicho método las obras de algún autor difunto siete siglos ha, yo mismo me reiría de la empresa, porque me parecería trabajo absurdo el de indagar lo que quiso decir un hombre entre cuya muerte y mi nacimiento habían pasado seiscientos años; pero el amigo que me dejó el manuscrito de estas Cartas, y que, según las más juiciosas conjeturas, fue el verdadero autor de ellas, era tan mío y yo tan suyo, que éramos uno propio; y sé yo su modo de pensar como el mío mismo, sobre ser tan rigurosamente mi contemporáneo, que nació en el mismo año, mes, día e instante que yo; de modo que por todas estas razones, y alguna otra que callo, puedo llamar esta obra mía sin ofender a la verdad, cuyo nombre he venerado siempre, aun cuando la he visto atada al carro de la mentira triunfante12 (frase que nada significa y, por lo tanto, muy propia para un prólogo como éste u otro cualquiera).13

Aun así –díceme un amigo que tengo, sumamente severo y tétrico en materia de crítica–, no soy de parecer que tales notas se pongan. Podrían aumentar el peso y tamaño del libro, y éste es el mayor inconveniente que puede tener una obra moderna. Las antiguas se pesaban por quintales, como el hierro, y las de nuestros días por quilates como las piedras preciosas; se medían aquéllas por palmos, como las lanzas, y éstas por dedos como los espadines: con que así, sea la obra cual sea, pero sea corta.

Admiré su profundo juicio, y le obedecí, reduciendo estas hojas al menor número posible, no obstante la repugnancia que arriba dije; y empiezo observando lo mismo respecto a esta introducción preliminar, advertencia, prólogo, proemio, prefacio, o lo que sea, por no aumentar el número de los que entran confesando lo tedioso de estas especies de preparaciones y, no obstante su confesión, prosiguen con el mismo vicio, ofendiendo gravemente al prójimo con el abuso de su paciencia.14

Algo más me ha detenido otra consideración que, a la verdad, es muy fuerte, y tanto, que me hubo de resolver a no publicar esta corta obra, a saber que no ha de gustar, ni puede gustar. Me fundo en lo siguiente:

Estas cartas tratan del carácter nacional, cual lo es en el día, y cual lo ha sido. Para manejar esta crítica al gusto de unos, sería preciso ajar15 la nación, llenarla de improperios, y no hallar en ella cosa alguna de mediano mérito. Para complacer a otros, sería igualmente necesario alabar todo lo que nos ofrece el examen de su genio, y ensalzar todo lo que en sí es reprensible. Cualquiera de estos dos sistemas que se siguiese en las Cartas Marruecas tendría gran número de apasionados; y a costa de mal conceptuarse con unos, el autor se hubiera congraciado con otros. Pero en la imparcialidad que reina en ellas, es indispensable el contraer el odio de ambas parcialidades. Es verdad que este justo medio es el que debe procurar seguir un hombre que quiera hacer algún uso de su razón;16 pero es también el de hacerse sospechoso a los preocupados de ambos extremos. Por ejemplo: un español de los que llaman rancios irá perdiendo parte de su gravedad, y casi casi llegará a sonreírse cuando lea alguna especie de sátira contra el amor a la novedad; pero cuando llegue al párrafo siguiente y vea que el autor de la carta alaba en la novedad alguna cosa útil, que no conocieron los antiguos, tirará el libro al brasero y exclamará: ¡Jesús, María y José! Este hombre es traidor a su patria. Por la contraria, cuando uno de estos que se avergüenzan de haber nacido de este lado de los Pirineos vaya leyendo un panegírico17 de muchas cosas buenas que podemos haber contraído de los extranjeros, dará sin duda mil besos a tan agradables páginas; pero si tiene la paciencia de leer pocos renglones más, y llega a alguna reflexión sobre lo sensible que es la pérdida de alguna parte apreciable de nuestro antiguo carácter, arrojará el libro a la chimenea y dirá a su ayuda de cámara: esto es absurdo, ridículo, impaciente y execrable, abominable y pitoyable.18

En consecuencia de esto, si yo, pobre editor de esta crítica, me presento en cualquiera casa de una de estas dos órdenes, aunque me reciban con algún buen modo, no podrán quitarme que yo me diga, según las circunstancias: en este instante están diciendo entre sí: este hombre es un mal español; o bien: este hombre es un bárbaro. Pero mi amor propio me consolará (como suele a otros en muchos casos), y me diré a mí mismo: yo no soy más que un hombre de bien, que he dado a luz un papel, que me ha parecido muy imparcial, sobre el asunto más delicado que hay en el mundo, cual es la crítica de una nación.19

CARTA I

GAZEL A BEN-BELEY

He logrado quedarme en España después del regreso de nuestro embajador, como lo deseaba muchos días ha, y te lo escribí varias veces durante su mansión en Madrid. Mi ánimo era viajar con utilidad, y este objeto no puede siempre lograrse en la comitiva de los grandes señores, particularmente asiáticos y africanos. Éstos no ven, digámoslo así, sino la superficie de la tierra por donde pasan; su fausto,20 los ningunos antecedentes por dónde indagar las cosas dignas de conocerse, el número de sus criados, la ignorancia de las lenguas, lo sospechosos que deben ser en los países por donde caminan, y otros motivos, les impiden muchos medios que se ofrecen al particular que viaja con menos nota.

Me hallo vestido como estos cristianos, introducido en muchas de sus casas, poseyendo su idioma, y en amistad muy estrecha con un cristiano llamado Nuño Núñez, que es hombre que ha pasado por muchas vicisitudes de la suerte, carreras y métodos de vida. Se halla ahora separado del mundo y, según su expresión, encarcelado dentro de sí mismo. En su compañía se me pasan con gusto las horas, porque procura instruirme en todo lo que pregunto; y lo hace con tanta sinceridad, que algunas veces me dice: de eso no entiendo; y otras: de eso no quiero entender. Con estas proporciones hago ánimo de examinar no sólo la corte, sino todas las provincias de la península. Observaré las costumbres de este pueblo, notando las que le son comunes con las de los otros países de Europa, y las que le son peculiares. Procuraré despojarme de muchas preocupaciones21 que tenemos los moros contra los cristianos, y particularmente contra los españoles.

Notaré todo lo que me sorprenda, para tratar de ello con Nuño, y después participártelo con el juicio que sobre ello haya formado.

Con esto respondo a las muchas que me has escrito pidiéndome noticias del país en que me hallo. Hasta entonces no será tanta mi imprudencia que me ponga a hablar de lo que no entiendo, como lo sería decirte muchas cosas de un reino que hasta ahora todo es enigma para mí, aunque me sería esto muy fácil: sólo con notar cuatro o cinco costumbres extrañas, cuyo origen no me tomaría el trabajo de indagar, ponerlas en estilo suelto y jocoso, añadir algunas reflexiones satíricas, y soltar la pluma con la misma ligereza que la tomé, completaría mi obra, como otros muchos lo han hecho.22

Pero tú me enseñaste a mí, venerado maestro, tú me enseñaste a amar la verdad. Me dijiste mil veces que el faltar a ella es delito hasta en las materias frívolas. Era entonces mi corazón tan tierno, y tu voz tan eficaz cuando me imprimiste en él esta máxima, que no la borrará la sucesión de los tiempos.

Alá te conserve una vejez sana y alegre, fruto de una juventud sobria y contenida, y desde África prosigue enviándome a Europa las saludables advertencias que acostumbras. La voz de la virtud cruza los mares, frustra las distancias y penetra el mundo con más excelencia que la luz del sol, pues esta última cede parte de su imperio a las tinieblas de la noche, y aquélla no se oscurece en tiempo alguno. ¿Qué sería de mí en un país más ameno que el mío, y más libre, si no me sigue la idea de tu presencia, representada en tus consejos? Ésta será una sombra que me seguirá en medio del encanto de Europa; una especie de espíritu tutelar, que me sacará de la orilla del precipicio; o como el trueno, cuyo estrépito y estruendo detiene la mano que iba a cometer el delito.

CARTA II

DEL MISMO AL MISMO

Aún no me hallo capaz de obedecer a las nuevas instancias que me haces sobre que te remita las observaciones que voy haciendo en la capital de esta vasta monarquía. ¿Sabes tú cuántas cosas se necesitan para formar una verdadera idea del país en que se viaja? Bien es verdad que, habiendo hecho varios viajes por Europa, me hallo más capaz, o por mejor decir, con menos obstáculos que otros africanos; pero aun así, he hallado tanta diferencia entre los europeos que no basta el conocimiento de uno de los países de esta parte del mundo, para juzgar de otros estados de la misma. Los europeos no parecen vecinos: aunque la exterioridad los haya uniformado en mesas, teatros y paseos, ejércitos y lujo, no obstante, las leyes, vicios, virtudes y gobierno son sumamente diversos, y por consiguiente las costumbres propias de cada nación.

Aun dentro de la española, hay variedad increíble en el carácter de sus provincias. Un andaluz en nada se parece a un vizcaíno; un catalán es totalmente distinto de un gallego; y lo mismo sucede entre un valenciano y un montañés. Esta península, dividida tantos siglos en diferentes reinos, ha tenido siempre variedad de trajes, leyes, idioma y moneda. De esto inferirás lo que te dije en mi última sobre la ligereza de los que por cortas observaciones propias, o tal vez sin haber hecho alguna, y sólo por la relación de viajeros poco especulativos, han hablado de España.

Déjame enterar bien en su historia, leer sus autores políticos, hacer muchas preguntas, muchas reflexiones, apuntarlas, repasarlas con madurez, tomar tiempo para cerciorarme en el juicio que forme de cada cosa, y entonces prometo complacerte. Mientras tanto no te hablaré en mis cartas sino de mi salud, que te ofrezco, y de la tuya que deseo completa, para enseñanza mía, educación de tus nietos, gobierno de tu familia y bien de todos los que te conozcan y traten.23

CARTA III

DEL MISMO AL MISMO

En los meses que han pasado desde la última que te escribí,24 me he impuesto en la historia de España; he visto lo que de ella se ha escrito desde tiempos anteriores a la invasión de nuestros abuelos25 y su establecimiento en ella.26

Como esto forma una serie de muchos años y siglos, en cada uno de los cuales han acaecido varios sucesos particulares, cuyo influjo ha sido visible hasta en los tiempos presentes, el extracto de todo esto es obra muy larga para remitida en una carta, y en esta especie de trabajos no estoy muy práctico. Pediré a mi amigo Nuño que se encargue de ello, y te lo remitiré. No temas que salga de sus manos viciado el extracto de la historia de su país por alguna preocupación nacional, pues le he oído decir mil veces que, aunque ama y estima a su patria por juzgarla dignísima de todo cariño y aprecio, tiene por cosa muy accidental el haber nacido en esta parte del globo, o en sus antípodas, o en otra cualquiera.27

En este estado quedó esta carta tres semanas ha, cuando me asaltó una enfermedad en cuyo tiempo no se apartó Nuño de mi cuarto; y haciéndole en los primeros días el encargo arriba dicho, lo desempeñó luego que salí del peligro. En mi convalecencia me lo leyó, y lo hallé en todo conforme a la idea que yo mismo me había figurado; te lo remito tal cual pasó de sus manos a las mías. No lo pierdas de vista mientras durare el tiempo de que nos correspondamos28 sobre estos asuntos, por ser ésta una clave precisa para el conocimiento del origen de todos los usos y costumbres dignos de la observación de un viajero como yo, que ando por los países de que escribo, y del estudio de un sabio como tú, que ves todo el orbe desde tu retiro.

«La península llamada España sólo está contigua al continente de Europa por el lado de Francia, de la que la separan los montes Pirineos. Es abundante en oro, plata, azogue, hierro, piedras, aguas minerales, ganados de excelentes calidades y pescas tan abundantes como deliciosas. Esta feliz situación la hizo objeto de la codicia de los fenicios y otros pueblos. Los cartagineses, parte por dolo29 y parte por fuerza, se establecieron en ella; y los romanos quisieron completar su poder y gloria con la conquista de España; pero encontraron una resistencia que pareció tan extraña como terrible a los soberbios dueños de lo restante del mundo. Numancia, una sola ciudad, les costó catorce años de sitio, la pérdida de tres ejércitos y el desdoro de los más famosos generales; hasta que, reducidos los numantinos a la precisión de capitular o morir, por la total ruina de la patria, corto número de vivos y abundancia de cadáveres en las calles (sin contar los que habían servido de pasto a sus conciudadanos después de concluidos todos sus víveres), incendiaron sus casas, arrojaron sus niños, mujeres y ancianos a las llamas, y salieron a morir en el campo raso con las armas en la mano. El grande Escipión fue testigo de la ruina de Numancia, pues no puede llamarse propiamente conquistador de esta ciudad; siendo de notar que Lúculo, encargado de levantar un ejército para aquella expedición, no halló en la juventud romana reclutas que llevar, hasta que el mismo Escipión se alistó para animarla.30 Si los romanos conocieron el valor de los españoles como enemigos, también experimentaron su virtud como aliados. Sagunto sufrió por ellos un sitio igual al de Numancia, contra los cartagineses; y desde entonces formaron los romanos de los españoles el alto concepto que se ve en sus autores, oradores, historiadores y poetas. Pero la fortuna de Roma, superior al valor humano, la hizo señora de España como de lo restante del mundo, menos algunos montes de Cantabria, cuya total conquista no consta de la historia de modo que no pueda revocarse en duda.31 Largas revoluciones inútiles de contarse en este paraje trajeron del Norte enjambres de naciones feroces, codiciosas y guerreras, que se establecieron en España; pero con las delicias de este clima tan diferente del que habían dejado, cayeron en tal grado de afeminación y flojedad, que a su tiempo fueron esclavos de otros conquistadores venidos del Mediodía. Huyeron los godos españoles hasta los montes de una provincia hoy llamada Asturias, y apenas tuvieron tiempo de desechar el susto, conocer su ignorancia, llorar la pérdida de sus casas y ruina de su reino, cuando volvieron a salir mandados por Pelayo, uno de los mayores hombres que naturaleza haya producido.

»Desde aquí se abre un teatro de guerras que duraron cerca de ocho siglos. Varios reinos se levantaron sobre las ruinas de la monarquía goda española, destruyendo el que querían edificar los moros en el mismo terreno, regado con más sangre española, romana, cartaginesa, goda y mora de cuanto se puede ponderar con horror de la pluma que lo escriba y de los ojos que lo vean escrito. Pero la población de esta península era tal, que después de tan largas y tan sangrientas guerras, aún se contaban veinte millones de habitantes en ella. Incorporáronse tantas provincias tan diferentes en dos coronas, la de Castilla y la de Aragón, y ambas en el matrimonio de don Fernando y doña Isabel, príncipes que serán inmortales entre cuantos sepan lo que es gobierno. La reforma de abusos, fomento de las ciencias, humillación de los soberbios, amparo de la agricultura, y otras operaciones semejantes, formaron esta monarquía. Ayudoles la naturaleza con un número increíble de vasallos insignes en letras y armas, y se pudieron haber lisonjeado de dejar a sus sucesores un imperio mayor y más duradero que el de la Roma antigua (contando las Américas nuevamente32 descubiertas), sí hubieran logrado dejar su corona a un heredero varón. Negoles el cielo este gozo a trueque de tantos como les había concedido, y su cetro pasó a la casa de Austria, la cual gastó los tesoros, talentos y sangre de los españoles en cosas ajenas de España, y en conciliarla el odio de toda Europa por el exceso de ambición y poder a que llegó Carlos I, hasta que cansado de tantas prosperidades, o tal vez conociendo con prudencia la vicisitud de las cosas humanas, no quiso exponerse a sus reveses, y dejó el trono a su hijo don Felipe II.

»Este príncipe fue tan ambicioso y político como su padre, pero menos afortunado, de modo que, siguiendo los proyectos de Carlos, no pudo hallar los mismos sucesos aun a costa de ejércitos, armadas y caudales gastados en propagar las ideas de su ambición. Murió dejando su pueblo extenuado con las guerras, afeminado con el oro y plata de América, disminuido con la población de un mundo nuevo, disgustado con tantas desgracias y deseoso de descanso. Pasó el cetro por las manos de tres príncipes poco aptos para manejar tan grande monarquía, y en la muerte de Carlos II no era España sino el esqueleto de un gigante».33