Caso Bombas - Tania Tamayo Grez - E-Book

Caso Bombas E-Book

Tania Tamayo Grez

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Beschreibung

Luego de 5 años de investigación, 14 chilenos acusados de conformar una asociación ilícita terrorista eran detenidos. Ocho meses después, el 75% de las pruebas presentadas sería rechazadas por el juez.

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© LOM ediciones Primera edición, junio 2012 Primera reimpresión, julio 2012 ISBN impreso: 9789560003492 ISBN digital: 9789560013255 RPI: 217.268 Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléf ono: (56-2) 688 52 73 | Fax: (56-2) 696 63 [email protected] | www.lom.cl Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta NormalImpreso en Santiago de Chile

Índice

Prólogo

1. El operativo

2. El Zar Antidroga

3. Okupas al caso

4. Luz, cámara… Fiscal en acción

5. Tensa espera en prisión

6. La prensa, con una de las partes

7. El informante de Gendarmería

8. El amor era de verdad

Lista de personas según su aparición por capítulo

Este libro está dedicado a Miriam Tamayo Martínez (Q.E.P.D.)

Mis agradecimientos a la ayuda y la mirada inteligente de los periodistas Daniel Dedes Fernández, Ximena Póo Figueroa y Claudia Lagos Lira; a las maestras de periodismo y periodistas, Faride Zerán e Irene Geis por sus inteligentes e infaltables consejos. A la Editorial LOM, que apostó por esta investigación. A las decenas de fuentes que brindaron su importante testimonio, varias de las cuales prefirieron entregar sus experiencias omitiendo su identidad aludiendo a posibles consecuencias.

Mis agradecimientos infinitos a Lisa y Manuel.

Prólogo

Los medios de comunicación chilenos, independientemente de su estructura de propiedad y de sus perspectivas ideológicas, prometen más o menos por igual, ya sea en sus slogans publicitarios o en sus editoriales, cumplir con funciones públicas históricamente asociadas a la profesión periodística. Es porque cumplen esta función social que los medios gozan de ciertas garantías especiales, como el respeto al secreto profesional.

Entre estas funciones públicas se cuentan auxiliar a la ciudadanía en la fiscalización del poder del Estado que se presume permanentemente propenso a violar los derechos y garantías de sus ciudadanos. Es decir, cumplir el mito de ser el cuarto poder, aquel contrapeso independiente a los posibles abusos del Legislativo, Ejecutivo y Judicial, que busca y dice la “verdad” a toda costa, que enarbola los principios de justicia, transparencia e integridad en defensa del bien común.

Y la autoevaluación al respecto es más o menos complaciente, en particular, en los medios tradicionales. El Mercurio, por ejemplo, al celebrarse los 200 años de la prensa escrita, dijo en su editorial: “El país puede sentirse satisfecho de haber desarrollado durante dos siglos una tradición deprensa atenta, polémica, combativa, que ha sabido prevalecer contra los embates de intereses públicos y privados cuando quiera que se ha tratado de someterla a otros objetivos o acallarla”.

Es evidente que la afirmación editorial se sostendría con mucha dificultad si se analiza el comportamiento de los medios de comunicación chilenos autorizados a operar durante la dictadura de Pinochet. Las evidencias son abrumadores y demuestran que esa prensa no fue ni atenta, ni polémica, ni combativa. Tanto así, que el Informe Rettig dejó establecido que:

La prensa continuó haciéndose portavoz de las versiones oficiales de sucesos relacionados con detenidos desaparecidos que pretendieron ocultar la responsabilidad de agentes del Estado chileno y que fueron presentadas como ‘la verdad’ de lo ocurrido, en circunstancias de que, en muchas ocasiones, existían motivos plausibles para dudar de tales versiones (...) Por regla general, los medios de comunicación mantuvieron en el período que nos ocupa una actitud tolerante con las violaciones de derechos humanos y se abstuvieron de emplear su influencia en procurar evitar que ellas continuaran cometiéndose.

Nada para escandalizarse, dirán algunos. Que fue un período especial, difícil, en que los medios no pudieron hacer otra cosa.

Lo dramático es que a estas alturas, a veintidós años de recuperada la democracia, los vicios de la parcialidad, la obsecuencia con las fuentes oficiales y la desidia frente a injusticias flagrantes siguen campeando en los medios de comunicación tradicionales, escritos y audiovisuales que, además, son los de mayor presencia y credibilidad en los hogares chilenos.

El Caso Bombas y la investigación del fiscal Alejandro Peña, fielmente retratado en su desprolijidad en esta investigación periodística de Tania Tamayo, no solo son un ejemplo prototípico del comportamiento inadecuado y abusivo de la justicia chilena, aun después de la reforma al sistema procesal penal que tantas esperanzas engendró, sino que debiera ser también un caso de estudio en las escuelas de periodismo y salas de redacción del país, por el abandono de sus funciones públicas por parte de los medios de comunicación.

Como revela Caso Bombas. La explosión en la Fiscalía Sur, el Ministerio Público se empeñó en demostrar “resultados” en este caso, quitándoselo al prestigioso pero mesurado Xavier Armendáriz, y entregándoselo a Alejandro Peña, un fiscal ducho en operativos con espectacularidad mediática.

Peña, bien asesorado por un periodista, cumplió, al menos en una primera etapa, con lo que se esperaba de él: la producción de libretos maniqueos e imágenes espectaculares demandados cada vez con mayor voracidad por la televisión, medio en el cual ya es casi imposible distinguir el límite entre noticias y espectáculo. También sació la sed de “resultado” que demandaban las editoriales de los medios escritos y, por lo tanto, calmó los ánimos en el Ministerio del Interior, en las jefaturas policiales y en la dirección del Ministerio Público.

No es sorprendente que, en ese contexto, se hayan pasado a llevar garantías mínimas de los imputados, como el derecho a un debido proceso y a la presunción de inocencia. Los testimonios y pruebas recopilados por Tania Tamayo son ejemplos escalofriantes de aquello.

Lo sorprendente es que este contenido no haya sido abordado a tiempo y en extenso por los grandes medios de comunicación chilenos, que no hayan sido ellos los primeros en exponer dudas razonables a su actuar, a pesar de que, como evidencia este libro, había razones más que fundadas para hacerlo.

No me parece a mí que sea falta de pericia ni de oficio de estos medios. La Tercera y El Mercurio, por ejemplo, han dado muestras de que saben cumplir con los estándares profesionales. Ahí están las largas y exhaustivas investigaciones periodísticas sobre los casos MOP-Gate y La Oficina, entre otras, que revelan que en determinadas circunstancias, estos medios sí invierten esfuerzos saludables en cuestionar las versiones oficiales sobre determinados hechos.

Sin embargo, en otras circunstancias, como en el Caso Bombas, a los medios de comunicación podría aplicárseles la misma crítica que hizo la Comisión Rettig en su momento, pues también aquí se hicieron portavoz de las versiones oficiales “que pretendieron ocultar la responsabilidad de agentes del Estado chileno”, que “fueron presentadas como ‘la verdad’ de lo ocurrido, en circunstancias de que, en muchas ocasiones, existían motivos plausibles para dudar de tales versiones” y, por regla general, mantuvieron “una actitud tolerante con las violaciones de derechos humanos y se abstuvieron de emplear su influencia en procurar evitar que ellas continuaran cometiéndose”. Es ilustrativo a este respecto la conducta de los editores de Informe Especial, un programa que se autodefine como de investigación periodística y que, no obstante, de acuerdo con los datos aportados por Tania Tamayo, permitieron que el departamento de comunicaciones de la Fiscalía Sur interviniera más allá de lo razonable en la elaboración del reportaje del llamado Caso Bombas.

En Estados Unidos los reportajes de periodistas insertos en los batallones de invasión de los países árabes han sido cuestionados por violar la promesa de imparcialidad que han hecho a sus audiencias y por pasar por alto abusos cometidos por esos soldados en contra de la población civil. Es de esperar que trabajos de investigación como el que nos propone Tania Tamayo nos permitan someter a un escrutinio similar no solo a la justicia, respecto de la cual hay todavía mucho que decir, sino también a la prensa y a la televisión chilena. Si los medios de comunicación masivos no cumplen con su promesa de ser “atentos, polémicos y combativos” en su relación con las fuentes oficiales y si demandan de éstas historias de vaqueros en vez de datos verdaderos, evidentemente aumentan los niveles de indefensión de los ciudadanos de este país.

De acuerdo a las pruebas reunidas por Tania Tamayo para este libro, el cambio circunstancial de juzgado y la capacidad de organización de los imputados, algunos de los cuales tuvieron más posibilidades de hacerse oír por provenir de una clase social acomodada, provocaron el derrumbe del Caso Bombas. Puede que haya habido otros factores, pero en ningún caso este desmoronamiento puede atribuirse a la labor fiscalizadora de la prensa.

Tras leer Caso Bombas. La explosión en la Fiscalía Sur no puedo dejar de pensar en cuántas personas inocentes pasan sus días, estos días, en la cárcel.

A comienzos del siglo XX el poeta Vicente Huidobro decía respecto de la justicia:

La Justicia de Chile haría reír, si no hiciera llorar. Una Justicia que lleva en un platillo de la balanza la verdad y en el otro platillo, un queso. La balanza inclinada del lado hacia el queso. Nuestra justicia es un absceso putrefacto que empesta el aire y hace la atmósfera irrespirable. Dura e inflexible para los de abajo, blanda y sonriente con los de arriba. Nuestra justicia está podrida y hay que barrerla en masa. Judas sentado en el tribunal después de la Crucifixión, acariciando en su bolsillo las treinta monedas de su infamia, mientras interroga a un ladrón de gallinas. Una justicia tuerta. El ojo que mira a los grandes de la tierra, sellado, lacrado por un peso fuerte y solo abierto el otro que se dirige a los pequeños, a los débiles.

¿Tendremos que decir lo mismo sobre nuestros medios de comunicación?

Alejandra Matus Periodista, MPA/Harvard University, Académica Universidad Diego Portales Autora de El Libro Negro de la Justicia Chilena.

Un día antes de que este libro se fuera a imprenta, el Tercer Tribunal Oral de Santiago determinó la absolución de todos los imputados. La jueza Marcela Sandoval estableció, en representación de dicho Tribunal, que varias de las indagatorias realizadas por las policías y las fiscalías (Oriente y Sur) eran incongruentes y fueron obtenidas con infracción de garantías. Algunas de ellas, incluso, de manera ilícita; por ejemplo, la información entregada por los “informantes secretos”.

El Tribunal también increpó a la Fiscalía Sur por su “parcialidad” al no contemplar otras líneas de investigación debido a prejuicios.

Se dijo que las pruebas presentadas no acreditaban los extremos necesarios para considerar “conductas terroristas” y que la Fiscalía había atribuido estas conductas a personas “por el hecho de vivir en casas okupa”.

También se argumentó que el Tribunal no podía ir más allá si la acusación presentada por el Ministerio Público estaba mal hecha. Tanto así, que ésta contemplaba estallidos que habían ocurrido en lugares distintos a los indicados en el juicio oral.

Fue así como Francisco Solar, Gustavo Fuentes, Felipe Guerra y Mónica Caballero fueron absueltos por el delito de colocación de artefactos explosivos; y Omar Hermosilla y Carlos Riveros por financiamiento del terrorismo.

Quince días antes habían trascendido a la luz pública casi una decena de pericias entregadas por las policías que no fueron firmadas por quienes las suscribían, y el Ministerio del Interior y la Fiscalía Sur habían intentado recusar a tres de los jueces a cargo para evitar la declaración del ministro de Interior Rodrigo Hinzpeter. Finalmente, y a pesar del recurso, el Ministro declaró, aseverando que él no tuvo ninguna participación en la investigación y recalcando a la jueza su investidura: “Soy el Ministro del Interior”, dijo dos veces.

Esta investigación cuenta parte de la historia, incluyendo decenas de indagatorias irregulares por parte de los organismos persecutores; el operativo del 14 de agosto, el recorrido de la Fiscalía Sur –desde su creación– y de quien fuera por años su fiscal regional, Alejandro Peña. También incluye episodios de la prisión de los imputados, el rol de los testigos secretos y testimonios de quienes se quiso involucrar, sin pruebas ni antecedentes, en este caso.

Es parte de la historia de lo que en la mañana del 1 de junio de 2012, en los patios de Tribunales, fuera denominado por algunos como el fracaso más grande del Ministerio Público desde la creación de la Reforma Procesal Penal.

La Autora

1. El operativo

El 14 de agosto de 2010 se concretaba el “gran golpe” contra los supuestos culpables de una serie de atentados con bombas ocurridos en Santiago en los últimos años. La denominada Operación Salamandra culminó exitosamente con la detención de catorce personas acusadas de Asociación Ilícita Terrorista en el marco del ya denominado Caso Bombas y en medio de un despliegue mediático portentoso. Parecía que asistíamos al comienzo del fin de los bombazos que tanto “atemorizaban” a la población y, sobre todo, preocupaban al Gobierno de la Alianza. Parecía que un grupo de hombres del Ministerio Público se erigirían como los grandes héroes del combate al “nuevo terrorismo” en Chile. Parecía…

Exactamente dos meses antes de aquel sábado de agosto tan noticioso, alrededor de veinte cajas tipo memphis habían llegado a la sala de reuniones del sexto piso de la Fiscalía Sur, ubicada a la salida del metro San Miguel, en la comuna de La Cisterna. Las traía el mismísimo fiscal regional metropolitano sur Alejandro Peña, junto a Héctor Barros, jefe de la Unidad Antinarcóticos de la Fiscalía. Todo esto porque el fiscal nacional, Sabas Chahuán había despojado del Caso a la Fiscalía Oriente, acogiendo un llamado del Gobierno que no dejaba de presionar por las constantes explosiones en cajeros automáticos, supermercados o iglesias del barrio alto.

Hasta ese instante no existía ningún procesado en la investigación que encabezaba Xavier Armendáriz.

El último bombazo había ocurrido en el tercer cordón de seguridad establecido para la casa del Presidente de la República, Sebastián Piñera. El ministro del Interior Rodrigo Hinzpeter se mostraba indignado ante la prensa, acusando a Armendáriz de “lentitud”, especialmente luego que la Brigada Insurreccional Andrés Soto Pantoja, que se atribuyó el atentado, señalara en un comunicado: “Atacamos a tres cuadras de la casa de Piñera, vulnerando su poder, su control; nada más digno para nuestras vidas”.

Y Chahuán cedía ante el enojo gubernamental. Era mucho lo que estaba en juego: promesas de campaña del presidente Piñera y los dineros del famoso plan de fortalecimiento para el Ministerio Público.

Así lo contaba oficialmente la Fiscalía Nacional:

Alejandro Peña desarrollará la investigación con el apoyo de los fiscales adjuntos a su cargo, con plena coordinación con el equipo encabezado por el fiscal regional metropolitano oriente Xavier Armendáriz, quien hasta hoy dirigió la investigación y que tiene a su cargo otras causas complejas que obligan a una adecuada distribución de las tareas de persecución.

Lo que ese texto obviaba eran todas las presiones que había recibido el Ministerio Público para resolver esta causa. En lugar de ello, hablaba de una futura coordinación entre las fiscalías, que nunca existió.

Las cajas que llevó Peña ese día contenían centenas de carpetas investigativas del ya denominado Caso Bombas, pero además, una sorpresa: como una suerte de venganza, la “Oriente” había enviado también las dos carpetas de otra causa igualmente mediática, la de Mohammed Saif Ur Rehman: el paquistaní.

En la primera reunión de trabajo que tuvo la “Sur” tras la designación de Peña en junio, a nadie le hizo gracia la “movida” de Armendáriz y compañía. Un caso no tenía nada que ver con el otro. De hecho, se decía que el vínculo comprobable entre ambas investigaciones era una llamada de la pareja de Pablo Morales –el supuesto líder de la asociación terrorista tras los atentados–, Ingrid Toro, y el paquistaní, al mismo teléfono. Teoría que el ministro Hinzpeter había creído a pie juntillas, llevado por la opinión de la Jefatura de Inteligencia de Carabineros:

“Hay llamados telefónicos que según la información que yo tengo, conectan el teléfono de Mohammed Saif Ur Rehman Khan con personas que pertenecieron al grupo Lautaro, que también estuvo participando en procesos de bombas”, declaró a radio ADN el 22 de julio del 2010.1

Pero el teléfono al que habían llamado Ingrid Toro y Mohammed, según descubrió un oficial de la Dipolcar, correspondía a una central telefónica que recibía un promedio de 100.000 llamadas por día.

Entonces, a pesar de la intención apresurada del ministro, no había nexo alguno, y los fiscales de la “Oriente” siempre lo supieron, pero no perdieron la oportunidad de compensar con este envío el desaire que se había articulado contra Armendáriz desde el Ministerio del Interior: “Si Peña quiere el Caso Bombas, que se encargue también del paquistaní”, fue la premisa, prediciendo los gritos que Peña daría cuando el fiscal jefe de Puente Alto y miembro de su equipo, Pablo Sabaj, reparó en la situación: “Viene lo del paquistaní también en las cajas”, dijo al constatar que les estaban mandando más de lo que le habían pedido. Mientras, Peña vociferaba: “¡Por la cresta! Nadie ha sido capaz de hacerse cargo de esto, menos ahora que el tipo ya está con las cautelares, pero nos tiran el cacho a nosotros”.

Aun así no había cómo evadir la responsabilidad y, por lo demás, no ensombrecía en absoluto lo beneficioso que era para el fiscal Peña llevar el llamado Caso Bombas. Más que nunca iba a tener a todos los medios de comunicación encima y no podía contradecir al Gobierno que tanto empeño había puesto en apresar a Saif Ur Rehman, aun cuando todo el Ministerio Público, en todas sus jurisdicciones, incluyendo la Oriente, sabía que era un exceso aplicarle la figura de Asociación Ilícita Terrorista al extranjero por “trazas” de explosivos. En ambas fiscalías (Sur y Oriente) reconocieron, para este libro, recurrentes llamados de impaciencia y cólera de parte del Ministerio cada vez que los fiscales no procedían en la dirección solicitada por el Gobierno en aquella causa.

***

Es sábado 14 de agosto del 2010 en la mañana. Móviles de todos los canales de la televisión abierta se instalaron con cuidado cerca de dos casas okupa del centro de Santiago, en la 33ª Comisaría de Ñuñoa, ubicada en Guillermo Mann, y en las afueras del cuartel de la Brigada de Investigaciones Policiales Especiales (BIPE) de calle Rosas. Mientras que a diecisiete casas, entre ellas particulares y okupa de las regiones Metropolitana y de Valparaíso, llegaban en silencio las unidades especiales de las policías: el Departamento de Investigación de Organizaciones Criminales (OS 9), el Departamento de Operaciones Policiales Especiales (GOPE), el Departamento de Criminalística (Labocar) y el Equipo de Reacción Táctico Antinarcóticos (ERTA) de la Policía de Investigaciones (PDI). También las que se habían encargado de los seguimientos y la investigación desde hacía cuatro años, la Dirección de Inteligencia de Carabineros de Chile (Dipolcar) y la ya citada BIPE, de la PDI.

Eran las siete de la mañana y dos helicópteros despegaban para sobrevolar las casas allanadas. En uno de ellos viajaba el fiscal Peña junto a un camarógrafo de TVN, que registraba cada expresión del abogado. Un despliegue de recursos importante, con la prensa y la Fiscalía Sur actuando en conjunto.

En la casa okupa La Crota buscaban a una de sus habitantes, Mónica Caballero, que ese sábado debutaría en un campeonato como boxeadora de la escuela de boxeo de Martín Vargas, el mismo deportista que le ofreció luego declarar como su testigo y testificar que era una “muchacha normal”.

El GOPE entró a La Crota y sus funcionarios leyeron los cargos a Mónica: Colocación de Artefactos explosivos y Organización Ilícita Terrorista. En un momento, Caballero quedó sola con un policía que le dijo: “Te haremos una pericia de explosivos en la mano”. Ella se negó, pero le pusieron un revólver en la cabeza. Luego, y aunque solo traían orden de allanamiento y descerrajamiento, le pasaron un papel por la mano para introducirlo en la Mobile Tracer, la máquina de Carabineros que detecta la existencia de rastros de TNT.

Cabe destacar que Vinicio Aguilera y Diego Morales –también habitantes de la casa, para quienes no había ni una orden judicial– de la misma manera fueron sometidos a este procedimiento. Los arrodillaron, los esposaron, les tomaron las pruebas corporales, pero como aparecieron con “trazas” en su cuerpo, los llevaron detenidos. Vinicio Aguilera, sin orden de detención ese 14 de agosto, pasaría ocho meses en la Cárcel de Alta Seguridad (CAS). Dos fiscales, Francisco Rojas y Víctor Núñez, serían querellados por tratar de ocultar este hecho en el juicio, en una muestra de la poca prolijidad que se advertiría en varios episodios de la investigación.

No obstante las críticas y cuestionamientos que surgieron después hacia la máquina Mobile Tracer, los efectivos policiales la ocuparon ese día en casi todos los procedimientos, aun cuando pasaran vergüenzas. Por ejemplo, en el dúplex de Omar Hermosilla, ubicado en la Villa Olímpica, el aparato dejó de funcionar y un carabinero le dijo a otro: “Mejor sube al segundo piso y sácala por la ventana, que de repente hay que ‘airearla’”. Aún “aireándola”, Omar dio negativo.

En una parcela de Batuco, propiedad de la mamá de Bárbara Vergara Uribe, los policías entraron aparentemente buscando bombas. Un perro que olfateaba nervioso y varios funcionarios del GOPE con metralletas en sus manos sorprendieron a Bárbara, quien tenía ocho meses de embarazo. Pese a ello, debió ponerse en el suelo boca abajo junto a Manuel, su pareja, y observar cómo allanaban la habitación de su hija de doce años. De allí se llevaron esquelas, cartas y fotos de la niña que también fueron consideradas como evidencias. Bárbara no fue detenida, pero luego del allanamiento le costó dar un tranquilo término a su embarazo. Recuerda un accionar desmedido, sobre todo venido de dos carabineras a cargo. “La teniente Subiabre fue la más dura, no mostró ninguna, pero ninguna, sensibilidad con mi estado”, asevera.

En Peñalolén, en tanto, Andrea Urzúa despertaba con un ruido estremecedor. Pensó que era un terremoto. Tomó a su guagua de ocho meses en brazos para protegerse del sismo, porque estaba medio dormida. No veía nada, estaba sin lentes y los funcionarios habían cortado la luz. Solo cayó en sí cuando vio la mira roja de una metralleta en la cabeza de su pequeña: “Si te mueves, la mato”, dijo uno de los funcionarios que entraba a la casa de sus suegros. Por ello, le pareció muy paradójico después el consejo de uno de los policías cuando se iba detenida a la comisaría: “Si querís, llévate una mantita pal frío”, le decían luego de esa fuerte amenaza a la vida de su hija.

El operativo proseguía. Ni Carlos Riveros, ni Camilo Pérez, ni Pablo Morales opusieron resistencia en cada una de sus casas. Tampoco el antropólogo Francisco Solar en el antiguo inmueble que arrendaba en Valparaíso. Sí se molestaron sus compañeros de vivienda –uno de ellos arquitecto– a quien la Dipolcar le estropeó todas las maquetas que tenía en el lugar.

La Operación Salamandra había sido más que anunciada. Desde la Fiscalía se les estaba enviando un mensaje de texto a las radios y prensa escrita: “En este momento se están realizando los allanamientos”. Pero en la semana ya se les había dicho a los periodistas de confianza “en pocos días nos vamos a dejar caer”, como lo contó para este libro un reportero de la sección “nacional” de un matutino del Consorcio Periodístico de Chile S.A. (Copesa).

También lo sabían varios de los detenidos: se sentían identificados en decenas de artículos publicados principalmente en los diarios La Tercera, La Segunda y El Mercurio,