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Toda historia tiene un comienzo… Y toda historia debe tener un final… Él es el asesino en serie más peligroso con el que se ha encontrado nunca el FBI. Y acaba de escapar. Junto con el FBI, Robert Hunter, en el caso más personal y devastador al que se había enfrentado, destapó los crímenes de Lucien Folter, su antiguo amigo y compañero de la universidad, y el asesino más meticuloso y peligroso de la historia de Estados Unidos. Ahora, Lucien ha escapado y quiere hacer sufrir a la persona que lo llevó ante la justicia: su némesis, Robert Hunter. Así comienza una caza contrarreloj en la que Robert deberá hacer uso de todo su ingenio para descifrar las pistas antes de que Lucien se cobre más víctimas en su intento de llegar a él. --- «Un autor de thrillers excepcional». Daily Mail ⭐⭐⭐⭐⭐ «Como excriminalista, Carter sabe crear asesinos en serie que hielan la sangre, así que prepárate para un viaje aterrador». Heat ⭐⭐⭐⭐⭐ «Con su formación en psicología criminal, Carter hace que los asesinos de sus novelas resulten aún más aterradores». Mail on Sunday ⭐⭐⭐⭐⭐ «Una serie criminal increíble. Extraordinariamente bien escrita, con calidad y dramatismo de principio a fin». Liz Loves Books ⭐⭐⭐⭐⭐ «Un thriller intrigante y escalofriante». Better Reading ⭐⭐⭐⭐⭐ «Un thriller psicológico absorbente». Breakaway ⭐⭐⭐⭐⭐ «Contundente y trepidante». Sunday Mirror ⭐⭐⭐⭐⭐
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Seitenzahl: 579
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Cazando al mal
Título original: Hunting Evil
© 2019 Chris Carter. Reservados todos los derechos.
© 2025 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
Traducción Ana Fernández,
© Traducción, Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
ePub: Jentas A/S
ISBN 978-87-428-1388-1
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.
Queda prohibido el uso de cualquier parte de este libro para el entrenamiento de tecnologías o sistemas de inteligencia artificial sin autorización previa de la editorial.
This edition is published by arrangement with Darley Anderson and Associates Ltd.
Cazando al mal es la décima novela de la serie de Robert Hunter. También es la primera secuela que escribo. Es la continuación de Una mente perversa, la sexta novela de la serie, donde comienza realmente esta historia. Le recomiendo que lea también Una mente perversa para comprender mejor la historia entre Hunter y Lucien.
***
En todas mis novelas siempre me he esforzado al máximo por utilizar localizaciones reales, no solo en la ciudad de Los Ángeles y sus alrededores, sino también en cualquier otro lugar al que la historia pudiera llevar a Hunter y Garcia. Por ello, siento la necesidad de disculparme. Para adaptarme mejor a la trama de Cazando al mal, me he tomado la libertad de crear algunos establecimientos y localidades ficticios dentro de los Estados Unidos de América.
Esa mañana, debido a la avería de un camión que bloqueaba parcialmente una de las vías de acceso a la Ruta Estatal 58, Jordan Weaver tardó exactamente veintiocho minutos y treinta y un segundos en recorrer los casi quince kilómetros que separaban su casa de su lugar de trabajo; unos doce minutos más de lo habitual. Aparcar y caminar desde su coche hasta la puerta de entrada del personal le llevó otro minuto y veintidós segundos. El control de seguridad, fichar, dejar la mochila en la taquilla y una rápida visita al baño añadieron otros ocho minutos y cuarenta y nueve segundos. Tomar un café rápido en la cafetería del personal y el último paseo por el largo pasillo en forma de L que conducía a su puesto sumó otro minuto y veintisiete segundos, lo que significaba que, en total, Jordan Weaver, guardia de la sala de control de la enfermería de la prisión federal de alta seguridad de Lee, en Virginia, tardó exactamente cuarenta minutos y nueve segundos en pasar del portal de su casa al peor día de su vida.
Cuando dobló la esquina del pasillo y sus ojos se posaron en la sala de control que tenía delante, Weaver sintió que se le cerraba la garganta y que el corazón se le aceleraba en el pecho. La sala, cuadrada y rodeada de grandes ventanales blindados, nunca se dejaba desatendido, pero desde su posición Weaver no veía a nadie dentro, lo cual era el motivo de preocupación número uno. El motivo de preocupación número dos era que la puerta a prueba de asaltos se había dejado abierta de par en par, algo completamente prohibido según el reglamento, pero lo que provocó que un escalofrío de miedo recorriera la columna de Weaver, haciéndole soltar su taza de café y rezar a Dios para que aquello no fuera más que una horrible pesadilla, fueron las salpicaduras y manchas de sangre que veía deslizándose por el interior de los ventanales.
—No, no, no…
La voz de Weaver se hizo más fuerte cuando pasó de caminar a correr lo más rápido que lo había hecho nunca. A cada paso, el pesado manojo de llaves que colgaba de su cinturón rebotaba ruidosamente contra su cadera derecha. Llegó a la puerta de la sala de control en cuatro segundos, y la pesadilla se convirtió en realidad.
En el suelo, dentro del recinto blindado, los cuerpos de los guardias Vargas y Bates yacían en un enorme charco de sangre, con las cabezas retorcidas hacia atrás de forma grotesca, revelando el alcance de las heridas en sus gargantas: profundas y toscas laceraciones que recorrían todo el ancho de sus cuellos y que habían seccionado la vena yugular interna, la arteria carótida común e incluso el cartílago tiroides.
—¡Joder!
Al otro lado de la habitación, frente a los dos guardias, estaba el enfermero Frank Wilson, un asiático-americano de veinticuatro años recién licenciado por la Universidad Old Dominion, en Norfolk. Su cuerpo estaba tendido sobre una silla giratoria. Le habían rajado la garganta con tanta ferocidad que era un milagro que no lo hubieran decapitado, pero, a diferencia de Vargas y Bates, Wilson seguía teniendo los ojos muy abiertos y llenos de terror. Curiosamente, dado el ángulo en que había caído su cabeza, Wilson parecía mirar a Weaver, como si incluso después de muerto siguiera suplicando ayuda. Los tres cadáveres habían sido despojados de toda su ropa, a excepción de la interior. También faltaban las armas de los guardias.
—¡Dios mío! ¿Qué demonios ha pasado aquí?
Confuso y conmocionado, Weaver tuvo que pasar por encima del cuerpo de Vargas para llegar a la consola principal de control y al botón de alarma. Al golpearlo con la palma de la mano derecha, todo el complejo se vio envuelto al instante por los ensordecedores aullidos de las sirenas.
La enfermería del ala oeste de las instalaciones albergaba ocho celdas médicas individuales y, según el registro diario, solo un preso había pasado la noche allí: el recluso de la celda médica número uno. Los ojos de Weaver se dirigieron de inmediato a los monitores salpicados de sangre situados justo encima de la consola central, más en concreto al situado en el extremo izquierdo: la celda uno.
La celda estaba vacía, con la puerta abierta de par en par.
—¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!
Weaver sintió que las piernas le flaqueaban. Llevaba nueve largos años trabajando como guardia en la enfermería de la prisión federal de Lee, y en ese tiempo no se había escapado ni un solo preso.
—¡Joder! —gritó Weaver con todas sus fuerzas—. ¿Cómo demonios ha podido suceder esto?
Su mirada recorrió la sala de control una vez más. Weaver nunca había visto tanta sangre y, a pesar de los peligros de ser guardia en una prisión de alta seguridad, nunca había perdido a un compañero en el trabajo.
—¡Miiieeerdaaa!
De repente, Weaver se detuvo; su cerebro había registrado algo que hasta ese momento había pasado por alto.
Una tenue luz blanca parpadeante que salía del interior de un cajón entreabierto.
—¿Qué demonios…?
Una vez más, Weaver tuvo que pasar por encima del cuerpo de Vargas para llegar a donde necesitaba ir. Cuando su pie derecho tocó el suelo, la gruesa capa de sangre que había entre la suela de su zapato y el suelo de linóleo hizo que se resbalara. Instintivamente, las manos de Weaver se lanzaron hacia delante, buscando con desesperación algo a lo que agarrarse. Su mano izquierda no encontró nada, pero la derecha consiguió cogerse al cajón entreabierto, de donde procedía la luz parpadeante. Al intentar estabilizarse, se volvió a resbalar. Como consecuencia, tiró con fuerza del cajón, abriéndolo por completo.
Incluso a través del estruendo de las sirenas, Weaver oyó el extraño clic que se produjo al abrir el cajón.
Fue el último sonido que oyó antes de que toda su cabeza estallara en un amasijo de sangre, huesos y materia gris.
El Centro Nacional para el Análisis de Crímenes Violentos era un departamento especializado del FBI que se había concebido en 1981, pero que no se había creado oficialmente hasta junio de 1984. Su misión principal consistía en proporcionar asistencia en las investigaciones de delitos violentos inusuales o recurrentes a los organismos encargados de la aplicación de la ley, no solo dentro del territorio estadounidense, sino también en todo el mundo.
El jefe del Centro Nacional para el Análisis de Crímenes Violentos, Adrian Kennedy, coordinaba la mayoría de las investigaciones de la división desde la sede del departamento, situada en la academia de formación del FBI, cerca de la ciudad de Quantico, en Virginia, o desde su amplio despacho en la última planta del famoso edificio J. Edgar Hoover, al noroeste de Washington D. C. Aquella mañana, sin embargo, la suerte quiso que, cuando sonó su teléfono móvil en el bolsillo de su chaqueta, Kennedy no se encontrara en ninguno de sus despachos. Había volado a Los Ángeles para concluir una investigación conjunta sobre asesinatos en serie entre el FBI y el Departamento de Policía de Los Ángeles.
—El funeral del agente especial Larry Williams será dentro de dos días —dijo Kennedy, dirigiéndose a los detectives Robert Hunter y Carlos Garcia, de la Policía de Los Ángeles. Su voz naturalmente ronca, empeorada por décadas de fumar, sonaba fatigada—. Se celebrará en Washington D. C. Pensé que os gustaría saberlo, por si podéis venir.
—Haremos los arreglos necesarios y estaremos allí —respondió Hunter. Él también sonaba cansado, las pesadas ojeras delataban lo poco que había dormido en los últimos días.
Garcia asintió con la cabeza.
—Sin duda, estaremos allí. Williams era un gran agente.
—Uno de los mejores —confirmó Kennedy, con la voz cargada de tristeza—. También era un buen amigo.
—Fue un honor trabajar con él —añadió Hunter.
Kennedy hizo una pausa, con la mirada distante y desenfocada, como si estuviera reflexionando sobre algo. Fue justo entonces cuando sintió vibrar su móvil de trabajo dentro del bolsillo. Levantó el dedo índice de la mano izquierda, pidiendo a ambos detectives que le dieran un minuto, antes de llevarse el teléfono a la oreja.
—Adrian Kennedy —dijo el director del Centro Nacional para el Análisis de Crímenes Violentos por el aparato. Los siguientes instantes los dedicó a escuchar.
En los primeros segundos, la expresión de Kennedy se transformó en confusa. Dos segundos después, pasó de confusa a incrédula. Otros dos segundos después, de incrédula a conmocionada.
—¿Qué quieres decir con que se ha ido?
Esas palabras hicieron que Hunter y Garcia miraran a Kennedy expectantes.
—¿Cuándo ha ocurrido? —Una pizca de inquietud se abrió paso en la voz de Kennedy.
—¿Qué está pasando? —preguntó Garcia, frunciendo el ceño mientras miraba al director.
Kennedy indicó a ambos detectives que esperaran.
—¿Cómo demonios es eso posible? —Kennedy se encogió de hombros, y la inquietud en su voz se transformó enseguida en ira—. Corrígeme si me equivoco, pero ¿no se suponía que estaba en una instalación de alta seguridad?
Un momento de silencio.
—¿Cómo se las arregla un preso de una cárcel federal de alta seguridad para salir de un edificio fuertemente custodiado, atravesar las puertas exteriores del perímetro y salir en libertad sin que nadie lo detenga? ¿Qué clase de seguridad de circo de aficionados tenemos allí?
Continuó escuchando.
—Perdona, ¿que fue trasladado a dónde?
La mirada lívida de Kennedy se encontró con la preocupada de Hunter durante una fracción de segundo.
—Aun así, la seguridad debería haber sido… —Kennedy se detuvo a mitad de frase—. ¿A cuántos guardias ha matado?
Al oír la respuesta, Kennedy se llevó la mano a la frente y empezó a masajearse las sienes con el pulgar y el índice.
—¿Una trampa en la sala de control? —Los ojos de Kennedy se abrieron de par en par—. ¿Cómo pudo poner una trampa en la sala de control? ¿Usando qué?
Silencio de nuevo mientras Kennedy escuchaba las explicaciones al otro lado del teléfono.
—¿Cómo demonios se hizo con un…? —Kennedy volvió a hacer una pausa al darse cuenta de que, llegados a ese punto, las preguntas ya no importaban en absoluto—. Quiero que se emita inmediatamente una orden de búsqueda a nivel nacional —ordenó el director del Centro Nacional para el Análisis de Crímenes Violentos—. Y he dicho inmediatamente, ¿está claro? A todas las oficinas y comisarías del país, por pequeñas que sean. Quiero a todos los efectivos movilizados para esto… a todos. Además, quiero que informen al Departamento de Justicia de que esta será una cacería conjunta entre la Oficina de los U. S. Marshals y el FBI, ¿entendido? No van a ir tras él ellos solos. —Kennedy tomó una bocanada de aire—. Y quiero el nombre del alcaide de la prisión. Alguien va a pagar por esta incompetencia. Puedes estar seguro de ello… ¿Que hay más? ¿Qué más puede haber?
Escuchó durante otros diez o quince segundos.
—Espera, espera —interrumpió al interlocutor—. Vas a tener que repetirlo. Respira, cálmate de una puta vez y repite lo que me acabas de decir, pero esta vez hazlo despacio.
Kennedy miró a Hunter y la expresión de su rostro volvió a transformarse, esta vez en una de dolor.
—¿Estás seguro? —preguntó al interlocutor—. De acuerdo. —Su voz sonaba medio derrotada—. Necesito que me envíes una imagen que lo confirme; y necesito que lo hagas ahora mismo, ¿me has oído?
Hubo una breve pausa.
—Sí, ahora mismo.
Kennedy cortó la llamada y, para no tirar el móvil contra la pared, volvió a respirar hondo y retuvo el aire en los pulmones todo el tiempo que pudo.
—¿Qué está pasando, Adrian? —preguntó Hunter, con la voz llena de preocupación.
Silencio.
—Adrian —preguntó Hunter de nuevo—. ¿Qué demonios está pasando?
Cuando por fin volvió a mirar a Hunter, la mirada de Kennedy estaba vacía y carente de comprensión; pero Hunter también notó algo más en ella, algo que aún no lograba identificar.
—Se ha ido, Robert —respondió Kennedy al fin—. Se ha escapado. Ha salido de una instalación federal de alta seguridad como si no hubiera nadie allí, y ha matado a tres guardias y a dos enfermeros en el proceso.
—¿Quién se ha escapado? —preguntó Garcia, con la confusión reflejada en el rostro—. No puede ser el asesino que acabamos de capturar. —Negó con la cabeza hacia Hunter—. Todavía no ha sido condenado, lo que significa que nunca ha estado en una prisión de alta seguridad, aunque estoy seguro de que lo estará.
—No, no es el asesino que acabáis de capturar —confirmó Kennedy.
—Entonces, ¿de quién estamos hablando? —insistió Garcia.
Una vez más, Kennedy miró a Hunter. La mirada que el detective de la Policía de Los Ángeles no había logrado identificar segundos antes seguía en los ojos de Kennedy. Esta vez Hunter la leyó como si fuera un libro abierto. Era una mirada de disculpa, una especie de «lo siento».
Hunter sintió que se le formaba un agujero en el estómago. No necesitaba preguntar. Ya sabía el nombre que Kennedy estaba a punto de decir.
Garcia, por su parte, aún no tenía ni idea de a quién se refería el director del Centro Nacional para el Análisis de Crímenes Violentos, pero vio con claridad el intercambio silencioso entre Kennedy y su compañero.
—¿Quién se ha escapado? —insistió.
—Lucien —reveló finalmente Kennedy.
Hunter cerró los ojos y respiró con dolor.
—¿Lucien? —preguntó Garcia, alternando la mirada entre Hunter y Kennedy—. ¿Quién es Lucien?
Hunter volvió a abrir los ojos, pero no dijo nada. Fue el director Kennedy quien lo aclaró:
—Lucien Folter.
Al decir el nombre en voz alta, la angustia fue palpable en su voz.
Garcia nunca había visto a su compañero con la expresión que tenía en ese momento. Si no lo conociera bien, juraría que Hunter parecía casi asustado.
—¿Quién demonios es Lucien Folter?
El detective Robert Hunter creció como hijo único de padres de clase trabajadora en Compton, un barrio desfavorecido del sur de Los Ángeles. Su madre perdió la batalla contra el cáncer cuando él solo tenía siete años. Su padre nunca se volvió a casar y tuvo que aceptar dos trabajos para hacer frente a las exigencias de criar sin ayuda a su hijo, un niño cuyo cerebro parecía funcionar a un ritmo diferente al de los demás, mucho más rápido.
Desde muy temprana edad fue evidente para todos que Hunter era distinto. La escuela nunca le supuso un reto; al contrario, aburría y frustraba al joven Robert Hunter hasta tal punto que, después de terminar todos los contenidos de sexto curso en menos de dos meses, se puso a leer a toda velocidad los libros de séptimo, octavo e incluso noveno solo para tener algo que hacer. No fue una sorpresa que aquella hazaña llamara la atención del director del colegio, quien, tras consultar al padre de Hunter, se puso en contacto con la Escuela Mirman para Superdotados, en Mulholland Drive, en el noroeste de Los Ángeles. Tras una serie de pruebas, tanto académicas como psicológicas, a Hunter le ofrecieron una plaza en Mirman como alumno de octavo curso. Solo tenía doce años.
A los catorce, Hunter había superado los planes de estudios de inglés, historia, biología, matemáticas y química de Mirman. Cuatro años de instituto se condensaron en dos, y a los quince se graduó con matrícula de honor. Con las recomendaciones de todos sus profesores, Hunter fue aceptado como estudiante «en circunstancias especiales» en la Universidad de Stanford, la mejor universidad de Psicología de Estados Unidos en aquel momento.
A pesar de que era un joven atractivo, la combinación de ser demasiado delgado, demasiado joven y tener un extraño gusto para vestir hizo que Hunter fuera poco popular entre las chicas y un blanco fácil para los matones. No tenía cuerpo ni aptitudes para los deportes y prefería pasar su tiempo libre en la biblioteca, donde devoraba libros sobre multitud de temas a una velocidad increíble. Fue entonces cuando se sintió fascinado por el mundo de la criminología y el proceso de pensamiento de las personas calificadas como «malvadas».
Mantener la nota media más alta posible durante sus años universitarios había sido pan comido para él, pero pronto se cansó del acoso, de las palizas y de que le llamaran «palillo». Siguiendo el consejo de un amigo, decidió apuntarse a un gimnasio para hacer pesas y empezó a ir a clases de artes marciales. A pesar del agotamiento físico que le producían los entrenamientos, Hunter se aferró a ellos con el entusiasmo de un culturista profesional. Al cabo de un año, los efectos de su duro entrenamiento eran más que visibles. Su cuerpo se había desarrollado de forma impresionante. El palillo se convirtió en el cachas, y tardó algo menos de dos años en obtener el cinturón negro de kárate. El acoso escolar cesó y, de repente, las chicas empezaron a fijarse en él.
A los diecinueve años, Hunter ya se había licenciado en Psicología summa cum laude, y a los veintitrés se doctoró en Análisis del Comportamiento Criminal y Biopsicología. Gracias a uno de sus profesores, el trabajo de tesis de Hunter, titulado Un estudio psicológico avanzado en comportamiento criminal, se convirtió en lectura obligatoria en la Academia del FBI en Quantico, Virginia.
Pero solo dos semanas después de recibir su doctorado, el mundo de Hunter se vino abajo por segunda vez.
Durante los últimos tres años y medio, su padre había trabajado como guardia de seguridad en una sucursal que el Banco de América tenía en Avalon Boulevard. En un atraco que salió mal, el padre de Hunter recibió un disparo en el pecho. La operación para intentar salvarle la vida duró varias horas, al final de las cuales el padre de Hunter entró en coma. Nadie podía hacer nada más que esperar.
Y así esperó Hunter, sentado junto a su padre, viéndolo alejarse poco a poco cada día, hasta que falleció doce semanas después. Esas doce semanas transformaron a Hunter. No podía pensar en otra cosa que no fuera la venganza, y cuando la policía le dijo que no tenían ningún sospechoso, Hunter supo que nunca atraparían al asesino de su padre. Se sentía impotente y esa sensación le enfureció. Fue después del entierro cuando tomó la decisión de que estudiar la mente de los criminales no era bastante. Nunca lo sería. Tendría que perseguirlos él mismo.
Tras unirse al cuerpo de Policía, Hunter ascendió a la velocidad del rayo y se convirtió en el agente más joven en llegar a detective de la Policía de Los Ángeles. Como detective, enseguida lo asignaron a la Sección Especial de Homicidios, una rama especializada dentro de la División de Robos y Homicidios de la Policía de Los Ángeles que se ocupaba exclusivamente de casos de homicidios en serie y de alto perfil que requerían mucho tiempo de investigación y experiencia. Pero, cuando se trataba de homicidios, Los Ángeles no se parecía a ninguna otra ciudad del mundo. Por alguna razón, parecía atraer, o incluso generar, un tipo particular de psicópata, lo que llevó al alcalde y a la Policía de Los Ángeles a crear una entidad de élite dentro de la Sección Especial de Homicidios. Todos los homicidios que implicaban un sadismo y una brutalidad abrumadores fueron etiquetados como Crímenes Ultraviolentos. Hunter era el jefe de la Unidad de Crímenes Ultraviolentos de la Policía de Los Ángeles y, como tal, había visto más escenas de crímenes con homicidios brutales que nadie en toda la Policía de Los Ángeles… en toda su historia. Ya nada le asustaba o conmocionaba. Y por eso Garcia se había sorprendido tanto.
—¿Quién demonios es Lucien Folter? —volvió a preguntar, mientras su mirada seguía viajando entre Hunter y el director Kennedy.
Ninguno de los dos hizo contacto visual con él.
—Robert —llamó Garcia. Esta vez sonaba como un padre molesto reprendiendo a un hijo desobediente—. ¿Quién demonios es Lucien Folter?
—Para explicarlo en términos simples… —Aunque Hunter por fin había cruzado la mirada con su compañero, la respuesta venía del director Kennedy, cuya voz sonaba aún más inquietante que hacía un momento—. Lucien Folter es…
Garcia se giró hacia él.
—… el mal personificado.
Para cuando el director Kennedy recibió la llamada informándole de la fuga de la prisión, Lucien Folter ya había cruzado la frontera entre Virginia y Tennessee, y se acercaba rápidamente a la ciudad de Knoxville. Su destino, al menos por el momento, era una pequeña cabaña de madera que estaba junto a un remoto humedal en el sur de Luisiana, pero Lucien sabía que lo peor que podía hacer en ese momento era seguir huyendo. Estaba seguro de que ya se habría dado la alarma en el centro penitenciario de alta seguridad de Lee, se habría informado al FBI y a la Oficina del Fiscal General del Estado y, probablemente, también se habría movilizado a los marshals. Su rostro aún no habría aparecido en las noticias de primera hora de la mañana —no había pasado tiempo suficiente—, pero en los avances informativos ya se estaría hablando de su fuga y a la hora de comer su foto estaría por todo el país. Antes de seguir su camino, Lucien tenía que cambiar su aspecto drásticamente, y para ello necesitaba algunas cosas, que en una ciudad tan grande como Knoxville no serían tan difíciles de conseguir. Pero lo primero era lo primero. Antes de llegar a Knoxville, Lucien debía deshacerse del Chevrolet Colorado gris que conducía.
La camioneta pertenecía al funcionario de prisiones Manuel Vargas. Después de asesinar a todos los que estaban dentro de la sala de control de la enfermería, Lucien se había llevado su ropa, sus armas, sus carteras y las llaves de sus coches. Con la alarma activada, no tardarían en darse cuenta de que Lucien se había llevado uno de los vehículos de los guardias. Lucien estaba seguro de que ya se habría emitido una orden de búsqueda y captura sobre el Chevrolet Colorado. Todos los policías del país estarían buscando ese coche. Tenía que deshacerse de él, y cuanto antes.
De repente, mientras Lucien consideraba sus opciones, la suerte le sonrió. Había un área de descanso a su derecha y, a doscientos metros, vio que solo había un coche aparcado allí: un Audi A6 negro azabache, uno de los modelos más nuevos.
—Vaya, hola —se dijo a sí mismo mientras se enderezaba, aminoraba la marcha y se desviaba hacia el área de descanso. Al acercarse al vehículo aparcado, vio a una mujer en el asiento del conductor hablando por el móvil. No había nadie sentado a su lado. No había niños en el asiento trasero.
—Perfecto.
Lucien aparcó a cuatro plazas de distancia y escudriñó rápidamente los alrededores durante unos instantes. Buscó entre los arbustos por si el acompañante de la mujer, si es que lo había, hubiera necesitado una pausa de emergencia para ir al baño, pero no vio a nadie. Sonrió y volvió a centrar su atención en la conductora del Audi. La mujer, que tenía la ventanilla completamente cerrada, aparentaba unos cuarenta años. Desde donde él estaba sentado, su perfil no era bonito: tenía la barbilla demasiado puntiaguda y la nariz demasiado redonda. Llevaba el pelo negro corto y bien peinado, y una fina chaqueta de cuero marrón.
Para no parecer sospechoso, Lucien salió del coche y fingió comprobar los neumáticos del lado del conductor. Durante los veinte segundos siguientes, Lucien estudió a la mujer desde lejos. La mano del móvil le tapaba la vista hacia la boca, lo que le impedía ver sus labios, pero la expresión de su rostro, los movimientos de sus cejas y la forma en que gesticulaba de vez en cuando daban a entender que estaba discutiendo con alguien.
Lucien rodeó la camioneta para comprobar los neumáticos del otro lado, sin dejar de estar atento por si algún otro vehículo reducía la velocidad para entrar en el área de descanso. Ninguno lo hizo. Cuando volvió la vista hacia el Audi, la mujer ya no hablaba por teléfono. Su cuerpo estaba inclinado hacia delante, y tenía los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el volante. Era evidente que la discusión que había mantenido no había acabado demasiado bien.
Esa era su oportunidad.
Lucien se quitó el polvo de las manos, comprobó su reflejo en una de las ventanillas de la camioneta y se acercó vacilante al coche de ella.
A pesar de medir metro ochenta, se inclinó lo suficiente como para que la mujer pudiera verle la cara.
—Disculpe, señora.
Lucien era un maestro de la imitación. En un abrir y cerrar de ojos podía adoptar cualquier voz, cualquier acento, cualquier entonación que se le antojara. Cuando hablaba, su voz sonaba aterciopelada y profunda, con un efecto casi hipnótico. En ese momento, tenía un impecable acento de Tennessee.
La mujer mantenía los ojos cerrados y las manos y la cabeza apoyadas en el volante. Lucien se fijó en el espacio vacío de su dedo anular. Una banda de piel ligeramente hundida y descolorida marcaba el lugar donde había estado su anillo.
La mujer no respondió.
—¿Señora? —volvió a llamar Lucien, esta vez usando el nudillo del índice derecho para tocar la ventana.
El golpe, aunque suave, sobresaltó a la mujer. Sacudió los hombros hacia arriba, la respiración se le entrecortó en la garganta y echó el cuerpo hacia atrás. Giró la cabeza hacia la izquierda, asustada, y sus ojos azules y llorosos se clavaron en los marrones de Lucien.
—¿Va todo bien, señora? —preguntó. La preocupación estaba perfectamente reflejada en la expresión de sus ojos.
—¿Qué? —preguntó la mujer, ahora confusa, sin bajar la ventanilla. Parecía molesta por la interrupción del desconocido.
—Lo siento mucho —dijo Lucien en tono encantador pero compungido—. No quiero entrometerme, pero la he visto con la cabeza apoyada en el volante y ahora veo que ha estado llorando. Solo me preguntaba si había algún problema. ¿Se encuentra bien? ¿Necesita beber agua o algo?
En silencio y durante los segundos siguientes, la mujer estudió al desconocido que estaba de pie junto a la ventanilla de su coche. No cabía duda de que era un hombre atractivo: alto y musculoso, con pómulos altos, labios carnosos y una mandíbula fuerte y cuadrada. Sus ojos parecían amables y poseían una cualidad penetrante que ella asoció de inmediato con el conocimiento y la experiencia. Su pelo castaño oscuro era lo bastante largo como para cubrirle las orejas, y su barba era espesa pero bien cuidada.
Los ojos de la mujer abandonaron el rostro de Lucien y volvieron a centrarse en su ropa. Llevaba un uniforme azul oscuro de estilo militar. En la manga derecha del hombro tenía cosido una especie de emblema grande, pero no pudo distinguir qué ponía. Justo encima del bolsillo de la camisa había otro parche cosido, en el que decía: «M. Vargas». Un grueso cinturón de cuero negro rodeaba su cintura.
—¿Es usted policía? —Una bruma de confusión y duda seguía nublando los ojos de la mujer.
Lucien vio que aquella era su oportunidad para conseguir que bajara la ventanilla. Se señaló la oreja y le hizo un leve gesto con la cabeza, como si la combinación de la ventanilla cerrada y el ruido procedente de la autopista taparan el sonido de su voz.
—Lo siento, ¿qué ha dicho? —preguntó.
Funcionó, al menos en parte, porque la mujer bajó la ventanilla justo antes de repetir su pregunta.
Lucien sonrió con timidez.
—No exactamente, señora. —Luego giró el cuerpo lo suficiente como para que ella pudiera leer el parche oficial cosido en su hombro derecho—. Soy guardia federal de prisiones. Trabajo en la Penitenciaría Lee. Acabo de terminar mi turno. —No le dio la oportunidad de comentar nada—. ¿Por qué? ¿Necesita ayuda policial, señora? ¿Por eso se ha detenido en esta zona de descanso? Si quiere, puedo llamarles por radio desde mi camioneta. Llegarán mucho más rápido que con una llamada telefónica.
Lucien inyectó suficiente preocupación en su tono de voz y en su expresión para disipar la mayoría de las dudas de la mujer.
—No —respondió ella—. No necesito a la policía, gracias. —Su voz se tornó triste—. Me he detenido aquí porque he recibido una llamada. —Se encogió de hombros—. Una mala. No podía conducir, hablar y llorar al mismo tiempo.
Lucien dedicó a la mujer una nueva y tenue sonrisa, sobre todo como recompensa por haber conservado el sentido del humor a pesar de algo que, obviamente, le estaba haciendo daño.
—Siento mucho oír eso, señora. ¿Puedo ayudarla en algo? ¿Quiere un poco de agua? ¿Quizá una chocolatina? El azúcar puede ser beneficioso en algunos momentos. Tengo algunas en mi camioneta. —Señaló por encima de su hombro derecho con el pulgar.
La mujer bajó del todo la ventanilla y estudió a Lucien una vez más. Fue entonces cuando él supo que había debilitado sus defensas lo suficiente como para poder traspasarlas. Pudo ver que ella ya no lo veía como una amenaza inminente. ¿Por qué iba a verlo así? Era guapo, educado y hablaba con propiedad. Se había preocupado por su bienestar. Trabajaba para el Gobierno Federal de Estados Unidos como guardia penitenciario y acababa de ofrecerse a llamar por radio a la policía si ella lo deseaba.
La mujer arqueó las cejas.
—Ahora mismo, necesitaría algo mucho más fuerte que el agua.
Una nueva sonrisa de Lucien.
—La entiendo. Por desgracia, lo único que puedo ofrecerle ahora mismo es agua… —Hizo una pausa y se rascó la barbilla—. O un cigarrillo.
Lucien ya no fumaba, pero había visto un par de paquetes de cigarrillos en la guantera de la camioneta.
—Lo dejé hace dos años —dijo la mujer, inclinando la cabeza hacia un lado. Al mismo tiempo, se quedó pensativa—. Pero ¿sabe qué? —continuó—. A la mierda. Lo dejé solo para complacer a ese pedazo de mierda inútil e infiel. —Se encogió de hombros—. Pues que se joda. —Volvió a mirar a Lucien—. Sí, me encantaría un cigarrillo.
—Claro. Deme un segundo.
Lucien giró sobre sus talones y recorrió la corta distancia que separaba el Audi del Colorado. Cuando metió la mano en la guantera, oyó que la puerta del Audi se abría y se cerraba tras él. Detuvo la sonrisa antes de que llegara a sus labios. Al darse la vuelta, la mujer estaba apoyada en la puerta del conductor, mirando a lo lejos, más allá de la autopista. Cuando Lucien se acercó a ella, abrió el paquete de cigarrillos, sacó uno y se lo ofreció.
—Gracias —respondió ella, y se puso el cigarrillo entre los labios.
Lucien cogió uno para él antes de encender los dos. Primero el de ella, por supuesto.
La mujer dio su primera calada, larga y melancólica, cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás casi con sensualidad. Su expresión se relajó en una clara muestra de placer, uno al que había renunciado involuntariamente.
—¡Dios mío! —dijo, mirando el cigarrillo entre sus dedos—. Esto sienta taaan bien.
Lucien también dio una calada a su cigarrillo, pero no dijo nada. En cambio, sin delatarse, la examinó con más atención.
La mujer medía alrededor un metro setenta y su figura era voluptuosa. Sus manos mostraban una manicura profesional. Su ropa y sus zapatos eran de diseño, y en la muñeca derecha llevaba un reloj Omega Constellation de tres mil dólares.
Lucien echó un vistazo a la autopista. Seguía sin haber coches que redujeran la velocidad para entrar en el área de descanso, pero sabía muy bien que estaba tentando a la suerte, y no tenía intención de arriesgarse más.
—Sí, lo sé —dijo Lucien, caminando hacia la parte delantera del Audi—. Lo he dejado un montón de veces, pero siempre acabo volviendo. Vamos a morir de todos modos, ¿no? Así que es mejor disfrutar un poco.
—Fumaré por eso —dijo la mujer, y dio otra calada mientras se unía a Lucien.
Eso era exactamente lo que quería. Ahora tenía su Audi ofreciendo cobertura entre ellos y la autopista.
Ella se apoyó en el capó de su coche.
—Por cierto, soy Alicia —dijo, extendiendo la mano—. Alicia Campbell.
—Encantado de conocerla, Alicia Campbell —respondió Lucien mientras le cogía la mano—. Me llamo Lucien. Lucien Folter.
Alicia miró con el ceño fruncido al hombre que tenía delante.
—¿Lucien Folter? —preguntó ella con escepticismo, mientras señalaba con la cabeza la etiqueta con su nombre cosida a su camisa—. ¿Y quién es el señor Vargas?
Lucien cerró los ojos un instante, como si buscara algo en su interior. Al abrirlos, algo había cambiado en su personaje. Cuando volvió a hablar, su voz era tan serena como la de un erudito religioso, pero el acento de Tennessee que había estado utilizando había desaparecido por completo. Sus ojos se volvieron a centrar en los de ella, y lo que Alicia vio en ellos la aterrorizó.
—Oh, ¿él? —respondió Lucien—. No te preocupes por él. Ya no necesitará este uniforme. Nunca más. —Le guiñó un ojo a Alicia mientras le apretaba la mano con tanta fuerza que ella fue incapaz de liberarse—. Igual que tú ya no necesitarás tu coche, Alicia… Nunca más.
—Lucien Folter es… el mal personificado.
Aquellas seis palabras del director Kennedy parecieron espesar el aire dentro del despacho de Hunter y Garcia.
Garcia, intrigado, miró a su compañero, pero los pensamientos de Hunter parecían estar en otro lugar.
—¿El mal personificado? —preguntó Garcia a Kennedy. En su tono se apreciaba un toque de sarcasmo—. Sin ánimo de ofender, sé que en el Centro Nacional para el Análisis de Crímenes Violentos del FBI tratáis con algunos de los peores criminales, pero esta es la Unidad de Crímenes Ultraviolentos de la Policía de Los Ángeles. La «pista» estaría en la palabra «Ultraviolentos». «El mal personificado» podría usarse para describir a todos y cada uno de los asesinos que hemos perseguido.
—Sin ánimo de ofender —respondió Kennedy en un tono idéntico al de Garcia—. Ultraviolento o no, créeme cuando te digo que nunca has perseguido a nadie como Lucien Folter. Nadie lo ha hecho… excepto Robert.
Inmediatamente, la atención de Garcia volvió a centrarse en Hunter. Eran compañeros en la Unidad de Crímenes Ultraviolentos de la Policía de Los Ángeles desde hacía diez años.
—¿Qué quiere decir, Robert? ¿Cuándo has perseguido a ese tipo?
Hunter por fin pareció salir del estado de trance en el que llevaba los últimos segundos, pero, en lugar de responder a Garcia, se dirigió a Kennedy.
—¿En qué prisión estaba, Adrian? —Su voz era tranquila; su actitud, impasible—. Has dicho que ha matado a tres guardias y a dos enfermeros al escapar. ¿Dónde estaba encarcelado?
Kennedy dudó.
Hunter enarcó las cejas.
—En la penitenciaría federal de alta seguridad de Lee, en Virginia —respondió Kennedy.
—¿Penitenciaría de alta seguridad? —La mirada que Hunter dirigió a Kennedy estaba llena de dudas—. ¿Qué estaba haciendo en una penitenciaría de alta seguridad?
No hubo respuesta.
—Lucien debería haber estado en una de máxima seguridad —continuó Hunter—. Y en completo aislamiento. ¿Cómo terminó en una instalación de alta seguridad?
Kennedy suspiró mientras cambiaba incómodamente su peso de un pie a otro.
—Adrian —insistió Hunter—. ¿Por qué Lucien estaba en una penitenciaría de alta seguridad y no en una de máxima seguridad?
Kennedy levantó la vista para encontrarse con la mirada de Hunter.
—Porque lo queríamos lo más cerca posible de Quantico y del Centro Nacional para el Análisis de Crímenes Violentos, Robert. La prisión federal más cercana está en Colorado.
Hunter no tuvo que preguntar. Sabía muy bien por qué Kennedy quería que Lucien Folter estuviera cerca de Quantico.
—Y estaba en aislamiento —aseguró Kennedy a Hunter—. Siempre lo ha estado, desde el día que lo atrapamos. Incluso cuando necesitó ser trasladado a la enfermería. —Kennedy sacudió la cabeza, claramente enfadado—. No entiendo cómo se las arregló para escapar. De acuerdo, no es un centro de máxima seguridad, pero sigue siendo un centro federal de alta seguridad. Uno no se escapa así como así, Robert. Debe haber tenido ayuda de alguien, o alguien cometió el mayor error, y seguramente el último, de su carrera. Averiguaré cómo se las arregló Lucien para fugarse y me aseguraré de que el responsable de esto pague. Lucien debería haber estado…
—¿Qué más da cómo se las arregló para escapar, Adrian? —interrumpió Hunter, apoyándose en el borde de su escritorio—. Está fuera. Se ha ido… Como fugitivo, ahora es responsabilidad del Departamento de Justicia y de la Oficina de los U. S. Marshals, pero, como recluso de un centro de alta seguridad, estoy seguro de que Lucien estuvo con los mismos guardias día tras día, ¿me equivoco? El que le llevaba la comida, el que le llevaba un libro, el que lo acompañaba a la enfermería o lo que sea.
—Sí, ¿y? —Kennedy no parecía seguir el razonamiento de Hunter.
Los ojos de Hunter se abrieron de par en par. Estaba sorprendido por la ingenuidad de Kennedy.
—No estamos hablando de un asesino en serie cualquiera, Adrian. Estamos hablando de Lucien Folter, el asesino más psicológicamente capacitado del planeta. ¿Te gustaría adivinar en qué otro campo de la psicología destacaba? —Hunter no esperó respuesta—. Hipnotismo.
Kennedy exhaló un suspiro cargado de tensión.
—Si le das a alguien como Lucien la oportunidad de ver y hablar con el mismo guardia todos los días —continuó Hunter—, es como si le entregaras las llaves de su celda y un arma cargada.
—Fue trasladado al centro de alta seguridad hace una semana —replicó Kennedy.
Hunter miró al director del Centro Nacional para el Análisis de Crímenes Violentos como si estuviera mirando a un completo desconocido.
—¿Sufres demencia o solo intentas cubrirte las espaldas, Adrian?
La mandíbula de Kennedy se tensó. Muy poca gente tendría el valor de hablarle en ese tono.
—¿Cuánto tarda un experto en poner a un sujeto desprevenido bajo control hipnótico, Adrian? —preguntó Hunter—. Lo has visto antes, ¿verdad?
Kennedy apartó la mirada, sabiendo que Hunter tenía razón.
—También te he oído decir algo sobre una trampa —interrumpió Garcia—. ¿De qué se trataba? ¿Qué tipo de trampa?
—No estoy seguro al cien por cien —respondió Kennedy, girándose hacia Garcia—. Lo que me han dicho por teléfono es que, después de que Lucien escapara de su celda y matase a cuatro personas, parece que colocó una trampa explosiva dentro de la sala de control de la enfermería, que mató a otro guardia cuando llegaba a su turno esta mañana, casi media hora después de que Lucien hubiera escapado. Ese fue el guardia que dio la voz de alarma.
—¿Qué tipo de trampa? —volvió a preguntar Garcia—. ¿Qué utilizó?
Los ojos de Kennedy se movieron hacia la ventana que estaba justo detrás de Hunter.
—Si abro esa ventana, ¿puedo fumar aquí?
—No —respondió Hunter.
Kennedy se pasó la lengua por los labios con impaciencia.
—Parece que Lucien utilizó una escopeta recortada del calibre doce —dijo, respondiendo por fin a la pregunta de Garcia—, una linterna y un trozo de cuerda de nailon: algo parecido a un sedal o similar.
—¿Un sedal? —preguntó Garcia.
—No preguntes —dijo Kennedy—. Lo que me han dicho es que la cuerda de nailon estaba unida de alguna manera a la parte trasera de un cajón por un extremo y a la escopeta por el otro. Cuando se abrió el cajón, la escopeta, que estaba escondida detrás de unas cajas, se disparó, volándole la cabeza al guardia.
—¡Joder! —exclamó Garcia.
—Aun así —intervino de nuevo Hunter—, nada de esto importa ahora, Adrian. No se puede hacer nada al respecto. Todo lo que podemos hacer es permitir que el Departamento de Justicia y los marshals hagan su trabajo. Como he dicho, ahora es su responsabilidad.
—Tienes razón —respondió Kennedy—. Lucien es ahora responsabilidad del Departamento de Justicia y de los marshals, pero no van a ir a por él ellos solos.
Hunter se quedó callado.
—Hablaré personalmente con el fiscal general. Nathan y yo nos conocemos desde hace mucho. Esta caza será un esfuerzo conjunto entre el Departamento de Justicia y el FBI, pero también crearé un grupo especial paralelo. —Señaló a Hunter con el dedo índice derecho—. Y tú lo dirigirás, Robert.
—¡Eh! —Hunter levantó las dos manos como queriendo detener la conversación—. Espera un segundo. ¿Qué quieres decir con que voy a dirigir un grupo especial? No soy agente del FBI, Adrian. Soy detective de la Policía de Los Ángeles. Y, a pesar de que estamos hablando de Lucien Folter, él no es mi responsabilidad. Ya no.
Garcia miró a su compañero con el ceño fruncido.
—Como ya he dicho —continuó Hunter—, es un fugitivo, y la tarea de encontrarlo corresponde a los marshals. Si quieres llevar a cabo una operación conjunta con el Departamento de Justicia, es asunto tuyo. Si quieres formar un grupo especial paralelo, es tu decisión, pero nada de eso implica a la Policía de Los Ángeles.
—¿Me estás diciendo que no te importa si Lucien está entre rejas o no? —contraatacó Kennedy.
—Eso no es lo que he dicho —respondió Hunter—. Si por mí fuera, lo habría encerrado en un calabozo y habría tirado las llaves.
El ceño fruncido de Garcia se transformó en una expresión de sorpresa.
—Y ahí era donde se suponía que debía estar —continuó Hunter—. Pero decidiste enviarlo a una instalación de alta seguridad cerca de Quantico solo para poder estudiarlo más a fondo, para poder escarbar en su cerebro. No podías dejarlo pasar, ¿verdad, Adrian? Todo lo que encontramos… sus cuadernos, su investigación… No era suficiente para el Centro Nacional para el Análisis de Crímenes Violentos, para la Unidad de Análisis del Comportamiento ni para ti.
—¿Estudiarlo? —intervino Garcia—. ¿Cuadernos? ¿Investigación? ¿Quién demonios es este tipo, Jack el Destripador?
—Jack el Destripador es un niño de guardería bien educado comparado con Lucien Folter —replicó Kennedy, antes de girarse de nuevo hacia Hunter—. Sí, quería estudiarlo más a fondo, Robert. Tú mejor que nadie deberías entender las razones. Su conocimiento sobre cómo funciona la mente de un asesino en serie no tiene precedentes ni comparación, pero todo eso ahora no tiene importancia. Como has dicho, se ha escapado y ahora lo único que importa es capturarlo.
—De acuerdo —dijo Hunter—. Y repito: es responsabilidad del Departamento de Justicia y de la Oficina de los U. S. Marshals, no de la Policía de Los Ángeles. Yo no formo parte de esto.
—Por desgracia —dijo Kennedy—, sí formas parte, viejo amigo.
—¿Y eso quién lo dice? —contraatacó Hunter.
Kennedy parecía inquieto por lo que estaba a punto de decir.
—Lo dice el propio Lucien.
Hunter hizo una pausa y estudió el rostro de Kennedy. Parecía un jugador de cartas que se hubiera estado guardando un as en la manga durante toda la partida, esperando el mejor momento para sacarlo.
—¿Y qué se supone que significa eso? —preguntó Hunter—. ¿Qué es lo que no me has dicho todavía, Adrian?
Kennedy se enderezó.
—Han encontrado una nota dentro de la celda de Lucien, Robert —respondió—. Está dirigida a ti.
Lucien nunca había estado en la ciudad de Knoxville y, mientras conducía por sus calles en busca de un aparcamiento, no podía dejar de maravillarse ante la belleza del lugar. A orillas del río Tennessee y enclavada en un impresionante valle al oeste de las montañas Great Smoky, la ciudad tenía un encanto irresistible y desarmante, con edificios del siglo XIX que se mezclaban con los de arquitectura moderna y una historia que parecía brotar en cada esquina. Diez minutos conduciendo por el centro de la ciudad bastaron a Lucien para convencerse de que tendría que volver a Knoxville y explorarla un poco mejor en cuanto tuviera tiempo.
Lucien pasó por delante de tres aparcamientos con servicio de aparcacoches antes de dar con uno automático en la esquina de State Street.
—Allá vamos —dijo en voz alta mientras giraba el Audi A6 hacia la entrada del edificio. Después de coger un ticket de la máquina situada junto a la barrera, Lucien condujo despacio por las distintas plantas, buscando no solo una plaza de aparcamiento, sino también cámaras de seguridad.
En la primera planta, ya no quedaban plazas. En la segunda, Lucien encontró un par de sitios, pero estaban justo frente a una cámara de seguridad. Fue al final de la tercera planta donde Lucien encontró el lugar perfecto: junto a la pared y sin cámaras de seguridad a la vista. Rápidamente dio marcha atrás.
—Bien, veamos qué más tiene para mí, señora Campbell —dijo mientras apagaba el motor, y echó mano al bolso de Alicia Campbell, que descansaba en el asiento del copiloto. Lo primero que encontró fue una cartera de piel Bottega Veneta.
—Vaya, muy elegante —dijo con una risita mientras abría la cartera—. Y tenemos… ciento veintisiete dólares en efectivo. No está nada mal. —Se guardó el dinero en el bolsillo antes de volver a hurgar en la cartera—. Cinco tarjetas de crédito, un carné de conducir, unas cuantas monedas, un puñado de tarjetas de visita: «Alicia Campbell» —leyó en una de las tarjetas—. «Asesora hipotecaria independiente». Eso nunca lo habría adivinado. —El último bolsillo de la cartera contenía una fotografía. Lucien la estudió durante un segundo—. Ah, ¿este es el tipo que te rompió el corazón? —preguntó como si Alicia estuviera sentada a su lado—. Quizá le haga una visita algún día y le dé una lección, ¿qué te parece?
Lucien sacó el carné de conducir de Alicia, eligió al azar una de las tarjetas de crédito y se guardó ambos en el bolsillo. Hecho esto, dejó la cartera a un lado y volvió al bolso. Rebuscando entre el resto del contenido, encontró un pequeño neceser de maquillaje —que también se guardó, el maquillaje siempre podía ser útil—, un llavero —que contenía las llaves de casa o algo similar—, dos bolígrafos, un montón de tickets inútiles y dos cajas de medicamentos con receta. Comprobó sus etiquetas: Xanax XR, comprimidos de tres miligramos, y Valium, comprimidos de diez miligramos.
Lucien abrió los ojos, sorprendido. Estaba muy familiarizado con ambas drogas. Xanax era el alprazolam más vendido del país. El alprazolam era una benzodiacepina que afectaba a las sustancias químicas del cerebro que podían estar desequilibradas en las personas que sufrían ansiedad. Se utilizaba en el tratamiento de la ansiedad, los trastornos de pánico y la depresión crónica. Valium era la marca de diazepam más vendida en el país, que también pertenecía al grupo de las benzodiacepinas. Aunque también se utilizaba en el tratamiento de la ansiedad, el Valium era un anticonvulsivo, lo que significaba que también se utilizaba en el tratamiento de los síntomas de abstinencia del alcohol, los espasmos musculares y en la prevención de las convulsiones. Ambos también se habían convertido en drogas recreativas de culto en todo el mundo. En pocas palabras: como las benzodiacepinas afectan a las sustancias químicas del cerebro, medio comprimido de Xanax o Valium colocaba a la mayoría de la gente. Una pastilla entera dormiría a cualquiera. Lucien podía beneficiarse de ambos efectos. Sonrió por su buena suerte.
No había nada más dentro del bolso.
Lucien volvió a dejarlo en el asiento del copiloto y abrió la guantera. En su interior encontró los manuales del vehículo, una caja de plástico que contenía la llave de la tuerca antirrobo de las ruedas y el móvil de Alicia. Pulsó el botón para activarlo y se encontró con la imagen de un bosque, la hora y un mensaje que decía: «Utilice la huella dactilar o deslice el dedo por la pantalla para desbloquear».
Deslizó el dedo por la pantalla y de inmediato se le pidió una contraseña.
—Entonces, tendrá que ser la huella dactilar —dijo Lucien, pulsando el botón que abría el maletero.
Se inclinó hacia delante en su asiento y comprobó el suelo del aparcamiento. No había movimiento en ninguna parte.
Lucien había dejado el espacio justo para que cupiera una persona entre la parte trasera del Audi y la pared del garaje. Dio la vuelta al vehículo, comprobó una vez más el suelo del aparcamiento y abrió el portón del maletero. Allí dentro yacía el cuerpo de Alicia Campbell con el cuello roto; en su rostro podía verse aún el terror que la había petrificado en el sitio cuando Lucien le agarró la cara con ambas manos, la miró fijamente a los ojos horrorizados y, con un movimiento brusco, le giró la cabeza hacia un lado ciento ochenta grados, fracturándole las vértebras cervicales cercanas al cráneo y seccionándole la médula espinal en el mismo punto. Con ello, a Alicia le habían ocurrido tres cosas. Primera: como la médula espinal es la vía entre el cerebro y el cuerpo, su cerebro se había separado de su cuerpo por debajo del nivel de la lesión, paralizándola al instante, incluidos los músculos respiratorios. Segundo: en consecuencia, había dejado de respirar. Tercero: su cuerpo había perdido la capacidad de controlar el corazón.
Lucien sabía muy bien que, a diferencia de lo que se mostraba en las películas de Hollywood y de kung-fu, la muerte por fractura de cuello y seccionamiento de la médula espinal no era instantánea. La víctima sufría un dolor agonizante de hasta tres minutos y medio, dependiendo de la resistencia y la fuerza del cuerpo. Alicia Campbell vivió un minuto y veintidós segundos más antes de morir asfixiada por una insuficiencia respiratoria.
Lucien había considerado la posibilidad de deshacerse del cadáver en el área de descanso junto a la carretera, pero enseguida decidió que era demasiado arriesgado. Los arbustos de la zona no eran lo bastante espesos como para ocultar un cadáver a la luz del día. Cualquiera que se detuviera en el área de descanso lo descubriría con facilidad. También podría haberla dejado dentro de la camioneta Chevrolet Colorado que conducía, pero a esas alturas todos los organismos de seguridad del país estarían buscando esa camioneta. Si aún no la habían localizado, lo harían en la próxima hora, tal vez antes, y Lucien estaba seguro de ello. Si encontraban la camioneta, encontrarían el cuerpo. Si encontraban el cuerpo, no tardarían en identificarlo, y en lugar de buscar el Colorado buscarían el Audi A6, lo que significaba que tendría que encontrar otro medio de transporte rápidamente, algo que prefería evitar. Aún tenía que llegar a Luisiana, y le gustaba lo cómodo y potente que era el Audi.
Después de sopesar sus opciones, había decidido que lo mejor que podía hacer era meter el cadáver de Alicia en el maletero de su coche y dejarlo allí hasta que saliera de Knoxville. No tenía intención de quedarse en la ciudad más de una hora…, dos como mucho, el tiempo suficiente para poder comprar algunas provisiones y cambiar de aspecto. Estaba seguro de que encontraría el lugar ideal para deshacerse de su cuerpo poco después de salir de la ciudad, pero ahora mismo necesitaba desbloquear aquel móvil.
Lucien buscó la mano derecha de Alicia, cogió su pulgar y lo colocó contra el lector de huellas dactilares. Un segundo después, la pantalla se desbloqueó.
En primer lugar, accedió a los ajustes del teléfono. Sabía que no podría cambiar la configuración de «pantalla de bloqueo y seguridad» para mantener la pantalla permanentemente desbloqueada sin introducir una contraseña, así que cambió el tiempo de bloqueo automático de cinco segundos a media hora. Ahora, mientras tocara la pantalla del teléfono cada treinta minutos, el teléfono no se bloquearía y no tendría que volver a utilizar la huella dactilar de Alicia.
A continuación, abrió la aplicación de mapas del móvil y buscó «Tiendas de disfraces en el centro de Knoxville». Obtuvo tres resultados. La más cercana estaba a menos de ochocientos metros de donde se encontraba.
—¿Qué te parece?
Lucien no solo era un gran imitador, sino también un mago del disfraz. Armado con el maquillaje adecuado y unos cuantos accesorios sencillos, fáciles de conseguir en la mayoría de las tiendas de disfraces, era capaz de cambiar drásticamente su aspecto y hacerse irreconocible en cuestión de minutos.
Utilizó el mapa de la pantalla para comprobar cómo llegar a la tienda. Ir andando sería tan sencillo como ir en coche, y como Lucien también necesitaba comprar algunos artículos que no encontraría en la tienda de disfraces, decidió ir a pie. Cerró el coche y se dirigió a la dirección que aparecía en la pantalla del móvil.
Hunter mantuvo su atención en Kennedy, esperando que desarrollara lo que acababa de decirle, pero el director del Centro Nacional para el Análisis de Crímenes Violentos no añadió nada más.
—¿De qué estás hablando, Adrian? —preguntó Hunter, con la voz todavía serena—. ¿Qué nota?
—Sé que no tengo necesidad de explicaros el protocolo —respondió Kennedy—. Sabéis que, cuando un preso se escapa, el primer lugar que se registra hasta el más mínimo detalle es su celda, ¿verdad? Los marshals buscarán planos de la fuga, notas, dibujos, cartas intercambiadas con alguien del exterior… cualquier tipo de pista que pueda orientarlos en alguna dirección.
La respuesta de Hunter fue un simple asentimiento de cabeza.
—Bueno —continuó Kennedy—, la celda de Lucien ya ha sido revisada de arriba abajo, y no han encontrado absolutamente nada.
—No lo habrían hecho. —Hunter se encogió de hombros—. Lucien se habría guardado en la cabeza cualquier plan que se le hubiera ocurrido, por complejo que fuera.
—Tal vez —admitió Kennedy—, pero Lucien no escapó de su celda.
—Sí, lo sé —dijo Hunter—. Nos has dicho que ha matado a dos enfermeros al fugarse, lo que significa que se escapó de la enfermería.
—Así es —asintió Kennedy—. Lo trasladaron a la enfermería de la Penitenciaría Lee ayer por la tarde, aparentemente debido a un violento virus estomacal. No dejaba de vomitar.
—Sí, claro. —El comentario vino de Garcia.
—De todos modos —continuó Kennedy—, en su celda de la enfermería encontraron una pequeña nota. Por lo que he oído, Lucien la dejó en la almohada.
—¿En la almohada? —preguntó Garcia.
—Así es —confirmó Kennedy.
—¿Y esa nota está dirigida a mí? —preguntó Hunter.
Kennedy devolvió la mirada a Hunter, pero su asentimiento no fue muy convincente.
—Bueno, sí —respondió—. Pero de forma indirecta.
Hunter lo interrogó con la mirada.
En ese preciso instante, Kennedy sintió vibrar su móvil dentro del bolsillo, pero esta vez solo vibró dos veces y en rápida sucesión, lo que indicaba que había recibido un mensaje de texto.
—Dame un minuto, ¿quieres? —dijo, mientras comprobaba la pantalla de su teléfono—. Sí —asintió Kennedy tras un par de segundos—. La nota va dirigida a ti. No hay duda. —Extendió el brazo derecho, ofreciéndole a Hunter su móvil—. Toma, échale un vistazo.
Por un instante, Hunter se debatió sobre qué hacer, como si al negarse a mirar el teléfono pudiera hacer que toda la pesadilla desapareciese. Garcia, en cambio, no perdió el tiempo y se adelantó como un niño hambriento al que le acaban de ofrecer una chocolatina.
Hunter dejó que su compañero leyera lo que aparecía en la pantalla del móvil de Kennedy antes de cruzar finalmente su despacho hasta donde se encontraban.
—Estoy confuso —dijo Garcia, mirando primero a Kennedy y luego a Hunter.
Kennedy le mostró el teléfono a Hunter, que se detuvo a medio metro y se metió las manos en los bolsillos del pantalón, posando por fin la mirada en la pequeña pantalla. Mostraba un trozo rectangular de papel blanco, apoyado sobre una funda de almohada blanca. Las palabras parecían haberse escrito con sangre. Hunter las leyó lentamente.
Deberías haberme matado dentro de ese avión cuando te di la oportunidad, viejo amigo. Esa oportunidad se ha esfumado. Ahora es mi turno. Prepárate, Saltamontes, porque vamos a jugar a un juego.
—¿Me equivoco al pensar que esta nota está dirigida a ti? —preguntó Kennedy.
Hunter negó con la cabeza.
—No, no te equivocas. —Esta vez, su voz sonaba tensa.
—Ahora mismo tengo muchas preguntas —dijo Garcia, con la confusión reflejada en la cara como una segunda piel.
—Y estoy seguro de que Robert te las contestará todas en cuanto me haya ido —dijo Kennedy mientras consultaba rápidamente su reloj—. Lo cual será muy pronto. —Se dirigió de nuevo a Hunter—. Conoces a Lucien mucho mejor que yo, Robert, pero llevo toda mi carrera tratando con psicópatas y, para mí, esto… —señaló su móvil con la cabeza— no suena como una invitación. Y, si lo es, no es del tipo que uno puede rechazar. Lucien no te dejará hacerlo.
Hunter no dijo nada porque sabía que Kennedy tenía razón. Esa nota no era una invitación, era un ultimátum envuelto en un desafío.
Kennedy comprobó la hora una vez más.
—Tengo que volver a Washington D. C. Estoy seguro de que ya hay bastante revuelo por allí, pero te llamaré por la tarde.
—No voy a dirigir un grupo especial del FBI para esta cacería, Adrian. —Hunter estaba decidido.
Kennedy se detuvo junto a la puerta y miró a ambos detectives. Antes de salir de la oficina, lo único que hizo fue dedicarles un sutil saludo con la cabeza. Lo que nunca dijo ni a Hunter ni a Garcia fue que, en su mente, no importaba si Hunter quería ir a por Lucien o no, porque estaba completamente seguro de que Lucien iría a por Hunter.
En cuanto la puerta se cerró tras Kennedy, Garcia se encaró con Hunter.
—Tú y yo —dijo, con el dedo índice rebotando entre los dos— tenemos que hablar.
Hunter lo aceptó con un gesto de cabeza antes de tomar asiento tras su escritorio.
Garcia se puso de pie.
—De acuerdo —dijo—. Soy todo oídos. ¿Quién demonios es Lucien Folter? —Levantó la mano derecha—. Y, por favor, no me vengas con esa mierda del mal personificado.
Hunter se sentó en su silla, apoyó los codos en los reposabrazos y se llevó los dedos a la barbilla. Sabía que no tenía una salida fácil.
—Imagino que quieres la versión larga.
—Tengo todo el día —respondió Garcia.
Hunter se tomó un momento, como si necesitara elegir las palabras adecuadas para describir quién era Lucien en realidad.
—Lucien Folter es una de las personas más inteligentes que he conocido. Es autodisciplinado, decidido, centrado, ingenioso, muy hábil, un verdadero maestro de la manipulación psicológica y el engaño, y para rematar, Adrian no exageraba: Lucien es la maldad en estado puro.
Garcia seguía sin impresionarse.
—¿Os conocéis? —preguntó—. ¿Cuándo fue eso?
Hunter dudó una fracción de segundo.
—Cuando tenía dieciséis años.
La expresión indiferente de Garcia se convirtió en una de completa sorpresa.
—¿Qué? ¿Dieciséis?
Hunter asintió.
—En mi primer día en la Universidad de Stanford. A los dos nos asignaron el mismo dormitorio. Lucien era mi compañero de habitación.
A Garcia casi se le cae la mandíbula al suelo.