China, amenaza o esperanza - Javier García - E-Book

China, amenaza o esperanza E-Book

Javier Garcia

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Beschreibung

China ha experimentado una colosal transformación en los últimos treinta años. Un gigantesco cambio para el que, sin embargo, no hay apenas espacio en los medios de comunicación occidentales. Un Estado que está cerca de desbancar a EEUU como primera potencia económica, que ha sacado de la pobreza extrema a más de 800 millones de personas, ha quintuplicado su producción de energías renovables en diez años y prioriza ahora reducir las diferencias sociales creadas por la economía de mercado. La prensa occidental intenta empañar estos logros, pues el modelo chino de pragmatismo corre el riesgo de servir de ejemplo a los países atrapados en el callejón sin salida del subdesarrollo y la desigualdad. También azuza el miedo al resurgir de China, ignorando intencionadamente que el milenario Reino del Centro nunca ha mostrado voluntad expansionista y en muy raras ocasiones ha promovido una guerra. Sólo desde un conocimiento veraz de lo que en la actualidad es China podremos abordar la tarea de que su imparable ascenso se convierta en un pilar fundamental de un nuevo orden mundial más justo y pacífico.

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akal / a fondo

Director de la colección

Pascual Serrano

Diseño interior y cubierta: RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© del prólogo, Xulio Ríos, 2022

© Javier García, 2022

© Ediciones Akal, S. A., 2022

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

facebook.com/EdicionesAkal

@AkalEditor

ISBN: 978-84-460-5323-1

Javier García

China, Amenaza o esperanza

La realidad de una revolución pragmática

China ha experimentado una colosal transformación en los últimos treinta años. Un gigantesco cambio para el que, sin embargo, no hay apenas espacio en los medios de comunicación occidentales. Un Estado que está cerca de desbancar a EEUU como primera potencia económica, que ha sacado de la pobreza extrema a más de 800 millones de personas, ha quintuplicado su producción de energías renovables en diez años y prioriza ahora reducir las diferencias sociales creadas por la economía de mercado.

La prensa occidental intenta empañar estos logros, pues el modelo chino de pragmatismo corre el riesgo de servir de ejemplo a los países atrapados en el callejón sin salida del subdesarrollo y la desigualdad. También azuza el miedo al resurgir de China, ignorando intencionadamente que el milenario Reino del Centro nunca ha mostrado voluntad expansionista y en muy raras ocasiones ha promovido una guerra.

Sólo desde un conocimiento veraz de lo que en la actualidad es China podremos abordar la tarea de que su imparable ascenso se convierta en un pilar fundamental de un nuevo orden mundial más justo y pacífico.

Javier García (Vigo, 1965) es un periodista de larga trayectoria en el ámbito de la información internacional. Ha sido jefe de las oficinas de la Agencia EFE en países de Asia, Latinoamérica, Europa, Oriente Medio y África; enviado especial a varias de las zonas más conflictivas del planeta; experto en comunicación multimedia para Naciones Unidas en África; coordinador de observación elec­toral para la Organización de Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE) en Bosnia-Herzegovina, y en 2022 ha creado –junto con otros periodistas de todo el mundo– el medio alternativo de información y análisis internacional Globalter. Antes fue corresponsal de la Televisión de Galicia.

Ha recibido, entre otros, los premios de poesía en lengua gallega Rosalía de Castro y Domingo Antonio de Andrade.

Desde hace más de cuatro años reside en China, donde da clases de Periodismo en la Universidad Renmin de Pekín.

Para mi hermano Gustavo, que empleó gran parte de su vida en luchar por un mundo mejor.

Y para mi hija Mariña, por el tiempo que este libro les ha quitado a nuestros juegos. Para que pueda crecer en un planeta diferente.

Presentación

En 1936, un periodista estadounidense de treinta y un años viaja a China a entrevistar a los «bandidos» que le habían dicho que había en las colinas occidentales de la provincia de Shaanxi. Allí pasó cinco meses en la clandestinidad entrevistando a Mao Zedong y otros líderes comunistas chinos y viendo la relación del Ejército Rojo con la gente del pueblo. De aquello salió un libro mítico, Estrella roja sobre China, publicado en 1937, una obra de referencia para conocer el origen de la República Popular China, que fue un bestseller en Inglaterra y EEUU.

El periodista era Edgar Snow, y se convirtió en el analista de cabecera sobre China en la prensa mundial. Antes de que los comunistas llegaran al poder, en la medida en que la prioridad era la lucha contra el fascismo y los comunistas chinos eran aliados contra Japón, Snow y sus verdades sobre las políticas de Mao tuvieron un acceso relativamente fácil a los grandes medios estadounidenses, incluso a los de ideología conservadora.

Snow logró sacudirse sus prejuicios y su etnocentrismo occidental y comprender la cultura china y, todavía más meritorio, transmitirla al resto del mundo.

Sin embargo, una vez derrotado el fascismo y con el comunismo gobernando China, Snow vio que cualquier información positiva sobre las políticas del Gobierno chino se silenciaba en los medios importantes de EEUU. Se daba la circunstancia de que en la primera parte de su carrera Snow gozó de una enorme popularidad y aclamación, y que, por el contrario, en la segunda ni siquiera lograba dar salida a sus trabajos. En la década de 1950, si quería publicar algo desmintiendo alguna falsa información de los medios estadounidenses sobre China, tenía que dirigirse humildemente a la sección de «Cartas al director».

He contado todo esto para explicar que Javier García, con este libro de la colección A Fondo, China, amenaza o esperanza. La realidad de una revolución pragmática, bien podría ser nuestro Edgar Snow del siglo xxi. García revolucionó las redes en septiembre de 2021 con un mensaje en Twitter que decía: «En pocos días dejaré el periodismo, al menos temporalmente, tras más de 30 años de profesión. La bochornosa guerra informativa contra China se ha llevado buenas dosis de mi ilusión por este oficio, que hasta ahora había sobrevivido a no pocos conflictos y otras lindezas». Lo explicó con estas palabras:

Lo que me encontré al llegar a China me sorprendió. Por un lado, un país enorme, diverso y en constante transformación, repleto de historias que contar. Un lugar innovador, moderno y tradicional a la vez, en el que se vislumbra el futuro y se juega de algún modo el destino de la humanidad. Por otro, un relato de la prensa extranjera –en su inmensa mayoría– profundamente sesgado, que sigue constantemente la estela de lo que los medios estadounidenses y el Departamento de Estado de EEUU quieren contarnos, da igual lo que pase.

En esa información, llena de lugares comunes, no hay casi espacio para la sorpresa, ni para un mínimo análisis veraz de lo que ocurre aquí. No hay lugar para profundizar en las claves históricas, sociales o culturales. Todo lo que hace China debe ser por definición negativo.

La manipulación informativa es flagrante, con decenas de ejemplos a diario. Quien se atreva a confrontarla o a intentar mantener posturas medianamente objetivas e imparciales será acusado de estar a sueldo del Gobierno chino o algo peor. No se tolera la menor discrepancia.

Efectivamente, después de cuatro años en China, tres de ellos al frente de la agencia EFE, este periodista llega a la conclusión de que el periodismo en los medios tradicionales es inviable para contar lo que sucede en China. Es por eso que nace este libro. Un libro que, como el de Estrella roja sobre China de Edgar Snow, parte de un periodista honesto que sacude sus prejuicios para intentar comprender su cultura. Estas palabras de García suenan idénticas a las que, hace 86 años, inspiraron a Snow:

Intenté aproximarme al país, como a cualquier otro, con la mente abierta y libre de prejuicios. No hay nada peor para un periodista que dejar que las ideologías y las ideas preconcebidas empañen la percepción de una cultura distinta.

La mayor dificultad a la hora de juzgar a China desde Occidente está en el enfoque y la aplicación de nuestros propios valores a una civilización completamente diferente. Pensamos que nuestra forma de ver la convivencia humana no sólo es la correcta, sino que debe ser universalmente aceptada y adoptada por todas las culturas del planeta.

No dejamos de escuchar cómo asocian China a conceptos como «amenaza» o «desafío». Es curiosa esta obsesión con transmitirnos preocupación y temor hacia un país que no ha disparado un solo tiro fuera de sus fronteras desde hace 34 años, ni ha incautado bienes a sus países deudores, ni los ha forzado a privatizaciones, ni ha promovido cambios de régimen en ningún país, ni conspirado contra ningún Gobierno. Precisamente lo que lleva haciendo EEUU durante toda su existencia.

Las grandes potencias occidentales, EEUU a la cabeza, al ver que pierden la batalla comercial de la globalización ante China, han iniciado una cascada de sanciones económicas contra el libre comercio con el país asiático. Resulta curioso observar que si hace 25 años era la izquierda mundial la que defendía una postura antiglobalización, ahora, cuando es China quien logra convertirse en el socio comercial más seguro y el mejor aliado para el desarrollo de África y América Latina, es EEUU quien está superando al subcomandante Marcos en ataques contra dicha globalización.

Este libro, China, amenaza o esperanza, de Javier García, repasa y responde con rigor y humildad a todas las preguntas que cualquier lector se puede hacer sobre China. Desde los tópicos sobre su contaminación medioambiental hasta las condiciones laborales de sus trabajadores o su comportamiento en derechos humanos o trato a las minorías. Leyéndolo, uno descubre lo rápido que corre el tiempo en China y cómo cambia la situación de hace pocos años a la actualidad. Nada de lo que nos decían sobre China, como el control de natalidad, el aire contaminado en sus grandes ciudades o las regiones rurales empobrecidas, está sucediendo ahora.

Mientras desde Occidente, en el mejor de los casos, seguimos de espaldas a China o mirándola con desprecio, superioridad o temor, su desarrollo tecnológico, sus infraestructuras, su esperanza de vida, su educación o sus medidas medioambientales hace mucho que nos han alcanzado e incluso superado.

Cuando terminé de leerlo, pensé en la fábula de Los tres cerditos. En lo cerca que la posición de EEUU y Europa se encuentra de la soberbia de los cerditos que hicieron su casa de paja o de madera, mientras se reían del tercer cerdito, China, que la hacía de ladrillo. El lobo llegó y logró destrozar las endebles casas de paja y madera, mientras que la de ladrillo se demostró segura y resistente. Lo que no sé es si China nos salvará cuando nuestros endebles sistemas políticos y económicos se desplomen, como hizo el tercer cerdito de la casa de ladrillo.

De momento, les recomiendo que lean China, amenaza o esperanza, disfrutando del privilegio de que Javier García nos cuente de primera mano cómo el tercer cerdito está construyendo su casa segura de ladrillo. No nos vendrá mal tomar alguna nota.

Pascual Serrano

Prólogo

Es un tópico afirmar que «China es otro mundo». Pero, en gran medida, como la civilización más antigua que ha perdurado hasta nuestros días, en verdad lo es. Sus constantes culturales e históricas abundan en ciertos parámetros cuyo conocimiento y comprensión son fundamentales para acertar en la caracterización sin prejuicios de los objetivos de su política. Esto no quiere decir que haya necesariamente una relación de causa-efecto. De hecho, durante muchos años (en el maoísmo y buena parte del denguismo, pero también entre los modernizadores del siglo xix), la caracterización de su singularidad cultural fue largamente vilipendiada como fuente de atraso y decadencia. No es el caso, por fortuna, hoy día, y uno de los grandes giros ideológicos del Partido Comunista de China es, sin duda, su ósmosis creciente con ese patrimonio universal que representa su cultura.

En Occidente, por lo general, sabemos poco de China y en nuestras diatribas pesan lo suyo los estereotipos. Unas veces por ignorancia y otras por conveniencia. Si bien podemos aceptar que el rojo, para nosotros una señal de peligro, en la cultura china es un color asociado a la fortuna, o que el dragón, que el príncipe valiente debe descabezar para salvar a la dama, sería la mascota preferida de los chinos, si hablamos de política, que China no ansíe, por ejemplo, dominar el mundo porque reniega de propósitos hegemónicos y confía históricamente más en las virtudes de la cooperación resulta más difícil de creer.

Pero hay diferencias de principio ineludibles entre la concepción occidental y la china respecto del individuo y de su relación con la sociedad, diferencias que trascienden con mucho los sistemas políticos contemporáneos y que están profundamente enraizadas en el imaginario de cada civilización. En China, el individuo sigue subordinado a la sociedad y se realiza a través de la integración en la colectividad. Son miles de años insistiendo en las virtudes innatas y positivas en aquel individuo que las despliega a través del contacto con la comunidad, enfatizando el equilibrio, la armonía, la educación, unas bases culturales que podrían sustanciarse, en buena lógica, con una distinta vertebración del sistema político, con amplio espacio para el ejercicio de un autoritarismo aristocrático que funcionó durante bastantes más siglos que el sistema democrático liberal. Los valores y bases culturales diferentes necesariamente deben tener su traducción en sistemas políticos con diferencias.

No quiere eso decir que la sociedad china deba permanecer atada a sus tradiciones per saecula saeculorum, pero sin duda su actualización requiere de una evolución con filtros y con adaptación. Si bien las sociedades occidentales y orientales comparten muchos problemas, no necesariamente deben tener idénticas soluciones, aunque celebren los puntos en común.

Cuando eran mucho más pobres de lo que hoy son, la pena y cierta condescendencia podrían ser los sentimientos predominantes de muchos occidentales respecto a China. La ironía nos permitía incluso conjeturar sarcásticamente sobre la inmensa población china, capaz de invertir la órbita de la Tierra con la mera sincronización de un leve salto. Pero, en las últimas décadas, la naturaleza de esa relación no ha parado de mudar, hasta el punto de convertirse hoy día en uno de los más serios problemas para las grandes potencias occidentales. No falta quien interprete esa coyuntura como un desafío a la hegemonía occidental imperante y, en consecuencia, pondera el riesgo de un conflicto de grandes proporciones, llamado a ser el último recurso para evitar que China recupere la posición, en cierta medida natural por sus dimensiones, que ejerció durante siglos hasta el xix. No obstante, que en el siglo xxi podamos contar con China no como un lastre por su inestabilidad y pobreza, sino como una nueva fuente de energía para crear una sociedad global más justa y equilibrada, representa una novedad de gran alcance.

Durante los años del denguismo (1978-2012), la expansión internacional de China se benefició de un clima de intercambio benigno protagonizado juntamente con las principales economías desarrolladas de Occidente. El entorno geopolítico lo favorecía, al igual que el tono general de las políticas internas adoptadas por China al abrigo de la política de reforma y apertura. Esa combinación de curiosidad e interés mutuo (económico pero también geopolítico) posibilitó un auge significativo de la relación bilateral y de la proyección de China en el mundo. Y también alentó equívocos que hoy se formulan en términos de «desengaño» cuando se pretende justificar el curso en boga de la contención y hasta de la confrontación por parte de algunos países centrales. Pero lo cierto es que, si nos atenemos a lo empírico, es decir, las declaraciones, testimonios y la propia literatura oficial, las autoridades chinas nunca han renunciado a conformar una sociedad y un sistema propios que respondan a aquella singularidad civilizatoria y cultural.

¿Es este un eufemismo, un subterfugio, una coartada, para justificar lo injustificable? Pudiera ser, pero la propia magnitud de China (más allá de la justificación interna de la inalterabilidad del actual sistema de poder como una de las máximas irrenunciables del proceso de modernización conducido por el Partido Comunista) hace difícilmente viable el empeño por ejercer una presión desde el exterior que sólo puede provocar el efecto contrario al deseado, incrementando, en paralelo, la desconfianza. Asimismo, cabe reconocer que la trayectoria histórico-cultural de China en su relación con otros universos apunta a la hibridación como demostración de la capacidad para integrar otros saberes y pensamientos con los propios en un ejercicio evolutivo que desmiente cualquier dogmatismo. Recuérdese, por ejemplo, que el éxito de los jesuitas en China se debió en parte a esa actitud de acercamiento a las prácticas locales, que después el Vaticano prohibió por considerarlas una violación de la pureza del dogma católico. Esas lecciones debieran tenerse en cuenta hoy también cuando proponemos –o tratamos de imponer– una alteración radical de los fundamentos del país. Como resultado de aquella prohibición por parte de Benedicto XIV, el emperador Qianlong desató la represión contra los cristianos en China.

Soslayar el conflicto, por tanto, exige tomar en consideración la idiosincrasia china, que hoy se plasma en la reivindicación de su derecho a seguir un camino propio, en el desarrollo y en la política, y reservándose la posibilidad de una evolución que la acerque o no a Occidente en función de sus propios intereses nacionales.

No debiéramos interpretar automáticamente ese propósito como un desafío; sin embargo, históricamente ha ocurrido así. En otro episodio posterior al descrito de los jesuitas, cuando el británico lord McCartney desairó al emperador Qianlong a finales del siglo xviii, en realidad se gestaba un cambio radical en la imagen de un país de dinastías que hasta entonces no se había calificado ni mucho menos de «peligro» sino de «casi mitológico» a la luz de los testimonios que llegaban de los viajeros, empezando por Marco Polo. Ahí nació ese empeño «benéfico» de Occidente, los «bárbaros» para los chinos, en transformar, incluso por la fuerza, una autocracia atrasada en un país conectado al mundo occidental en un contexto de manifiesto desprecio por su singularidad, sinónimo de anticuado.

Sin embargo, siguiendo a Joseph Needham, 20 siglos antes de Napoleón, los primeros Han crearon el «sistema burocrático y de prefecturas» de los mandarines, funcionarios reclutados mediante examen, dotados de recursos e investidos de una misión por el emperador, quien los podía destituir en caso de fracaso. Fue también en esta época cuando los chinos Han observaron el cometa Haley, inventaron la ballesta y el timón de popa, y descubrieron el proceso metalúrgico de fundición del hierro, la porcelana, la anestesia general, la pólvora, el papel y, entre otras cosas, el trabajo de la seda. Alrededor del siglo xi, durante el periodo Song, más de tres siglos antes de Gutenberg, inventaron los tipos móviles de madera y la imprenta.

El pisoteo de la soberanía china, acompañado de múltiples humillaciones de diverso tipo, está necesariamente presente en el proyecto modernizador del PCCh y explica la vigencia de una identificación nacionalista que funciona como un poderoso galvanizante social. Con esa perspectiva histórica, a lo que considera arrogancia occidental responde ahora con un orgullo nacional renovado en virtud de los cambios y transformaciones operados en un país que exhibe un alto poder económico y científico, como antaño.

Y si aquella singularidad cultural china dificulta su capacidad para liderar el mundo, al menos con un enfoque similar al del Occidente hegemónico, sin embargo, le otorga un importante recorrido al empeño del PCCh en forjar una política alternativa al orden liberal condensada en esa fórmula del «socialismo con características chinas».

En la implementación de su modelo, cabe reconocer un importantísimo éxito de la transformación del país. Indudablemente, persisten agujeros negros de diversa entidad en una ecuación difícil de manejar, sobre todo en este último tramo, que debe completar el cierre del periodo histórico de decadencia. El nivel de vida de los chinos de hoy es de media un 30% inferior a la media de los 50 países más ricos del mundo, pero la esperanza de vida en China era de 35 años en 1949 y hoy es de 78,2 años, superando a EEUU. Podríamos citar mil y un índices que dan cuenta de los efectos positivos de los cambios en China, una mutación soportada, en lo esencial, por la propia sociedad, que ha hecho ingentes sacrificios para llegar hasta aquí.

Esta evolución se fundamenta en una razón de peso: el PCCh ha entendido que en su acción política debe primar la generación de mayores oportunidades de desarrollo, pues esa es hoy día la vía no sólo para elevar el nivel y la calidad de vida de la población, sino para legitimar un poder cuyo ascendente revolucionario se aleja en el tiempo. En curso está el complemento de la actualización de aquel legismo basado en la gobernanza a través de la ley, a sabiendas de que los tiempos de la expansión acelerada han llegado a su término.

En un marco tan complejo como el presente, China ha demostrado una gran capacidad de reacción. De una parte, manteniendo el flujo principal de su estrategia, que apunta a completar la modernización del país; de otra, efectuando los ajustes tácticos precisos para capear los temporales ocasionales; por último, defendiendo no sólo el modelo sino también la conveniencia de introducir ajustes precisos en él para promover la competencia justa y seguir avanzando en la cooperación, a la que los países emergentes llegan en condiciones asimétricas, un hecho que muchas veces no se tiene suficientemente en cuenta. Esa combinación de firmeza y flexibilidad ha contribuido enormemente a que China esté superando con holgura, aunque no sin dificultades, tan duras pruebas.

La transformación del modelo de desarrollo impulsando la innovación, el importantísimo salto tecnológico, la nueva sensibilidad ambiental, la transformación experimentada en lo social con la erradicación de la pobreza extrema y el enfoque de la prosperidad común constituyen factores estructurales de gran trascendencia. También, claro está, la definición de nuevos fundamentos para una gobernanza sistémica más adaptada a las demandas del nuevo siglo, enfatizando la lucha contra la corrupción, el diseño de alto nivel o la creciente relevancia de la ley como factor inspirador para ampliar los derechos de los ciudadanos y alargar la base democrática.

Todo ese gran salto chino, sobre todo el producido en los últimos 40 años, tiene su fundamento en la hibridación sistémica, es decir, en la capacidad demostrada por el PCCh para cuadrar el círculo y renovar el pensamiento político, hipotecado durante lustros por el dogmatismo ideológico de inspiración soviética (también occidental). Esa singularidad es una expresión de heterodoxia en la que China ha sabido conjugar la experiencia occidental con la propia, atendiendo a las prácticas externas, pero sin abjurar estúpidamente de las suyas propias plegándose automáticamente a las «recomendaciones» de terceros. Y eso se llama soberanía, un concepto empobrecido en Occidente (con la excepción efectiva del hegemón estadounidense), pero que, en esa China que también defiende la mundialización, constituye una reserva básica e innegociable para sustraerse de las redes de dependencia que pueden condicionarla.

Por tanto, a la hora de ponderar el propio sistema político chino y la realidad del país en su conjunto debemos reconocer su complejidad y evitar caer en sentencias simples, contextualizando las variables de su presente con altura de miras.

En el actual contexto internacional, el riesgo radica en que llegue a imperar una atmósfera de confrontación que suspenda el proceso histórico de hibridación. Los blindajes (ya sean ideológicos o económicos en forma de desacoplamiento), hoy sobre la mesa para curarse en salud y evitar males mayores en hipótesis de confrontación, son su mayor enemigo y, si Occidente no ha podido aprender de la experiencia china en virtud de su soberbia sistémica, China debiera perseverar en su esfuerzo evolutivo.

Hoy día, la mayoría de países en el mundo consideran el importante potencial de la experiencia y la cooperación chinas en muchos rubros, desde lo económico o social hasta el ámbito tecnológico o ambiental. Otros, sin embargo, recelan de cuanto tenga a China como referencia, contemplan de reojo el incremento de su presencia e influencia en el mundo, y se han dispuesto a introducir palos en la rueda de su progreso con el propósito de reducir las amenazas a su posición privilegiada.

Se diría que tres son las tendencias principales que se yuxtaponen.

La primera es la afirmación de China como un actor internacional relevante, cuya opinión o posición cuentan con cada vez más peso y significación en los asuntos regionales y globales. En ese sentido, se puede decir que China ha respondido positivamente a las exigencias internacionales de asumir una mayor responsabilidad en función de su nuevo estatus global. El mundo no puede permitirse el lujo de prescindir de China. Su contribución y compromiso son de vital importancia, y pretender acotarlos porque no responde a «nuestras normas» es un esfuerzo que será baldío y hasta trágico.

La segunda es el señalamiento de China como un actor con un discurso y un modo de proceder diferentes que es objeto de atención positiva por parte de muchos países en desarrollo. La internacionalización de la economía china, sus inversiones, su proyecto de la revitalización de las Rutas de la Seda o, más recientemente, en el orden de la seguridad inciden en una premisa, el desarrollo, que es el asunto de mayor preocupación de muchos países que justamente ven en China cómo es posible mejorar y superar poco a poco el atraso y el subdesarrollo. Si la dependencia con respecto a los países desarrollados era una forma de dominación difícil de transgredir, el interés de China por alentar nuevos mercados constituye un acicate y una oportunidad para sacudirse aquella lacra y aspirar a mayores cotas de progreso. Por ejemplo, que China se esfuerce por establecer sinergias y conectar las estrategias de desarrollo con sus socios supone un espaldarazo a las economías de muchos países.

La tercera tendencia es la más preocupante. Es la reacción a la defensiva (aunque revista una forma agresiva) de aquellos que pasan por alto los beneficios que China puede aportar a la mejora de la situación general de la humanidad y ponen el acento en lo que ese incremento de la influencia china puede suponer para sus intereses exclusivos. En los últimos años, esta lógica trata de imponerse por doquier con el Gobierno de los EEUU liderando el empeño por partir de nuevo el mundo en dos partes enfrentadas. EEUU prefiere una economía mundial dividida en dos antes que una sola con China a la cabeza. Desde la llegada de Donald Trump y ahora también con Joe Biden, la posición excluyente de EEUU se orienta cada vez más a la confrontación, con una evolución muy peligrosa: hemos pasado de la guerra comercial y tecnológica a un énfasis creciente en la presión estratégica y militar. EEUU sabe que propuestas como el Marco Económico para el Indo-Pacífico (IPEF, por sus siglas en inglés) tienen discutible recorrido en su competición con China, mucho mejor posicionada, y por ello se dispone a promover alternativas como el QUAD o el AUKUS. Y, lo que es más grave, jugar maniquea e irresponsablemente con la cuestión de Taiwán.

Todo ello confiere a esta década que vivimos una atmosfera de cierto fin de época e inicio de otra, como si la cooperación diera paso a la confrontación que algunos halcones promueven con mucho empeño en la Casa Blanca y el Pentágono. La esperanza es que ese cambio de estrategia pueda doblegar a China.

Y hay un peligro evidente de que otros países se dejen arrastrar por esta evolución. En Asia, sin duda, pero también en Euro­pa. Por eso, la UE tiene una especial responsabilidad en apuntar en otra dirección que privilegie la comunicación. Y ese diálogo debe partir de un hecho: el reconocimiento de que el mundo ha cambiado. Occidente no puede comportarse como si todo siguiera igual que en 1945 o en 1991. Esto no es posible. Hay una nueva realidad. Ni bipolaridad ni unipolaridad. La multipolaridad es un hecho. Y debemos partir del orden internacional vigente para efectuar los ajustes precisos en las instancias internacionales principales, institucionalizando la nueva realidad. De forma progresiva. De lo contrario, la cerrazón occidental no hará otra cosa que alentar a China y otros países a conformar un orden alternativo que lleva años tomando forma en los BRICS y sus estructuras, la OCS, el BAII, etcétera.

La comunidad internacional necesita de China. Necesita, sobre todo, de un discurso alternativo y complementario que ponga énfasis en que otro mundo es realmente posible, una gobernanza que parta de la realidad multipolar actual y de la promoción del multilateralismo con una agenda que priorice la atención a los retos globales en los que la humanidad se juega su supervivencia. Esto no es retórica. Y, sin embargo, vemos cómo no sólo nos distraemos (con falsos dilemas de seguridad que originan guerras), sino que esas distracciones nos obligan a dar pasos atrás (en el orden climático, por ejemplo), con consecuencias que pueden ser fatales.

Y un último apunte. Comparto con el autor de este libro, Javier García, la admiración por su hermano Gustavo, a quien dedico igualmente este breve prólogo. Los conocí por separado e ignorando hasta hace poco su relación familiar. Gustavo fue un activísimo militante de la generosidad y el compromiso, unas virtudes que le hacen inolvidable para quienes tuvimos la suerte de coincidir con él en aquellos buenos años de su vida.

Xulio Ríos

Introducción

Hay un tiempo en que el silencio se convierte en deshonestidad.

Frantz Fanon, carta de dimisión al ministro residente de Argelia, 1956

Escribir un libro que trate de China no es tarea fácil. Para entenderla hay que liberarse de los prejuicios, lo que no es nada sencillo. La obsesión de los medios occidentales por oscurecer la imagen del país ha acabado penetrando en las cabezas más abiertas y conformando una suerte de nebulosa mental que impide ver sus impresionantes avances en las últimas décadas.

Una evolución que ha beneficiado enormemente no sólo a sus 1.400 millones de habitantes (la quinta parte de la población mundial), sino que también ha tenido efectos positivos en el resto del planeta. Y podría seguir teniéndolos si fuésemos capaces de configurar un nuevo orden mundial multipolar en el que la humanidad se centre de una vez en las cosas que realmente importan: la pobreza, la injusticia, el cambio climático, el desarrollo equitativo o la paz.

Llegué a China después de haber pasado décadas cubriendo como periodista guerras, conflictos y países en situaciones generalmente complicadas. Intenté aproximarme al país, como a cualquier otro, con la mente abierta y libre de prejuicios. No hay nada peor para un periodista que dejar que las ideologías y las ideas preconcebidas empañen la percepción de una cultura distinta.

La mayor dificultad a la hora de juzgar a China desde Occidente está en el enfoque y la aplicación de nuestros propios valores a una civilización completamente diferente. Pensamos que nuestra forma de ver la convivencia humana no sólo es la correcta, sino que debe ser universalmente aceptada y adoptada por todas las culturas del planeta.

Como decía el gran bioquímico y sinólogo británico Joseph Needham, China supuso para él confrontarse con algo totalmente distinto a la tradición occidental en la que había nacido y crecido. Ofrecía una alternativa, otra manera de mirar la realidad, unas prácticas sociales distintas y una actitud hacia el mundo radicalmente diferente.

En lugar de intentar enriquecernos con lo bueno que podamos sacar de esa perspectiva, nos obcecamos en aplicar a China nuestros esquemas mentales, blancos y negros, dicotomías y proyecciones.

El sistema chino no es en absoluto perfecto y tiene multitud de aspectos negativos, por supuesto, pero también muchos otros positivos, de los que podemos aprender, como ellos lo hacen constantemente de otras culturas con su ancestral espíritu práctico.

¿No eran la diversidad y la pluralidad de concepciones valores centrales de Occidente? ¿O sólo pueden serlo mientras no cuestionen nuestra forma de ver el mundo?

Su Gobierno no tiene una legitimidad concedida por las urnas, pero sí por el apoyo de la inmensa mayoría de sus ciudadanos, como reflejan una y otra vez todas las encuestas de opinión occidentales. El sondeo elaborado en Europa o EEUU que menos apoyo refleja al Gobierno chino por parte de sus ciudadanos lo cifra en un 85%.

La legitimidad derivada de las elecciones tampoco es una tradición de larga data en Occidente. El sufragio universal es reciente. Se podría decir que la Administración de EEUU sólo se vio legitimada desde 1965, cuando se permitió votar por completo a los afroamericanos, o que la Unión Europea (UE) no lo está porque sus representantes no son elegidos directamente por los ciudadanos.

El sentido de la legitimidad chino es diferente. Se apoya en los resultados de la acción de gobierno, el respaldo popular y el perfeccionamiento del sistema de meritocracia administrativa vigente en China desde hace más de 2.000 años. Gran parte de ese tiempo fue más próspera y pacífica que las naciones europeas de entonces.

En los últimos 40 años, ha pasado de ser uno de los países más pobres del planeta a uno de altos ingresos, según los baremos del Banco Mundial (BM). Ha conseguido sacar de la pobreza extrema a 850 millones de personas y erradicarla de su enorme población, algo que sigue siendo un sueño para los países más ricos del mundo, no digamos para los países en desarrollo del Sur del planeta.

El 50% de la población menos favorecida de China ha experimentado la más formidable mejora de sus condiciones de vida en los 5.000 años de historia de su civilización.

En 1980, en Pekín los chinos andaban mayoritariamente en bicicletas. No había casi coches, ni rascacielos, ni grandes derechos individuales, nadie viajaba fuera del país. Hoy pueden elegir dónde trabajar, estudiar o vivir, qué ponerse, qué comer, adónde ir. Más de cien millones de turistas chinos viajan cada año alrededor del mundo y vuelven después a su país.

Pero hay que demonizar a China porque es una «dictadura», pese a que la inmensa mayoría de sus habitantes piensa que vive en una democracia, según las encuestas internacionales. Y cuando la calidad democrática de los países occidentales deja cada vez más que desear.

No es cualquier dictadura, claro. Es una «comunista». Si fuese una de derechas en la que las elites económicas controlasen el poder y los pobres viviesen en la indigencia, sería considerado seguramente un país fabuloso y un estrecho aliado, como Arabia Saudí.

Cuando se denigra a China con el solo argumento de que no tiene un modelo igual que el nuestro, se ataca a 1.400 millones de personas, que han conseguido con tremendo esfuerzo dejar la pobreza atrás y alcanzar una vida mucho mejor.

Están embarcados en un sueño colectivo del común que es el suyo y no tenemos ningún derecho a arrebatárselo. Soñemos nosotros con una democracia más justa, participativa, tolerante y abierta, pero dejemos al resto de la humanidad experimentar diferentes caminos.

Los tiempos en que Occidente tenía que decirle al mundo cómo debía comportarse han quedado atrás. Asumámoslo, no somos los mejores en todo, ni los únicos en posesión de la verdad, ni tenemos que inventarnos enemigos donde no los hay sólo para complacer a un centro imperial en decadencia cada vez más peligroso.

El mundo liderado por Occidente desde hace 200 años ha supuesto avances en muchos aspectos, pero no ha conseguido resolver las grandes injusticias y desigualdades, sino que las ha agravado en buena medida. Nos ha puesto, además, al borde de un precipicio climático que puede acabar con todos nosotros y con nuestro planeta.

En lugar de ocuparnos de esas cuestiones centrales para la supervivencia, hemos reforzado la carrera armamentista y nos hemos embarcado en una guerra en la misma Europa con otra cultura diferente pero más cercana como la rusa, con la que no hemos sido capaces de organizar una convivencia pacífica.

Todo indica que se trata de un preámbulo de un conflicto de mucho mayor alcance con China. Esa parece ser la única vía que le queda a EEUU para frenar su declive, tras intentar contener el ascenso del país asiático por todos los medios posibles.