Chuang-tzu - Octavio Paz - E-Book

Chuang-tzu E-Book

Octavio Paz

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«En 1957», escribe Octavio Paz, «hice algunas traducciones de breves textos de clásicos chinos. El formidable obstáculo de la lengua no me detuvo y, sin respeto por la filología, traduje del inglés y del francés. Me pareció que esos textos debían traducirse al español no sólo por su belleza –construcciones a un tiempo geométricas y aéreas, fantasías templadas siempre por una sonrisa irónica– sino también porque cada uno de ellos destila, por decirlo así, sabiduría. Me movió un impulso muy natural: compartir el placer que había experimentado al leerlos... Creo que Chuang-tzu», como los otros poetas que recoge esta breve antología, «no sólo es un filósofo notable sino un gran poeta. Es el maestro de la paradoja y del humor, puentes colgantes entre el concepto y la iluminación sin palabras».

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Índice

Cubierta

Chuang-Tzu

Chuang-Tzu, un contraveneno

El dialéctico

El moralista

El sabio

Trazos

Hsi-Kang

Lieu-Ling

Han-Yu

Liu Tsung Yüan

Notas

Créditos

Chuang-Tzu

En 1957 hice algunas traducciones de breves textos de clásicos chinos. El formidable obstáculo de la lengua no me detuvo y, sin respeto por la filología, traduje del inglés y del francés. Me pareció que esos textos debían traducirse al español no sólo por su belleza –construcciones a un tiempo geométricas y aéreas, fantasías templadas siempre por una sonrisa irónica– sino también porque cada uno de ellos destila, por decirlo así, sabiduría. Me movió un impulso muy natural aunque, en México, mal pagado: compartir el placer que había experimentado al leerlos. Los publiqué, ese mismo año, en «México en la cultura», el suplemento literario de Novedades que dirigía Fernando Benítez. Más tarde reuní esos apólogos y cortos ensayos –algunos muy cerca de lo que llamamos «poema en prosa»– en Versiones y diversiones (1974), bajo un título adrede ambiguo: Trazos. Excluí únicamente los fragmentos de Chuang-Tzu. Ahora los recojo. Creo que Chuang-Tzu no sólo es un filósofo notable sino un gran poeta. Es el maestro de la paradoja y del humor, puentes colgantes entre el concepto y la iluminación sin palabras.

México, abril de 1996

Chuang-Tzu, un contraveneno

Poco o nada se sabe de Chuang-Tzu, salvo las anécdotas, discursos y ensayos que aparecen en su libro (que ostenta también el nombre de su autor). Chuang-Tzu vivió a mediados del siglo IV antes de Cristo, en una época de intensa actividad intelectual y de gran inestabilidad política. Como en el caso de las repúblicas italianas del Renacimiento o de las ciudades griegas de la época clásica, las querellas que dividían a los príncipes y a los pequeños Estados corrían parejas con la fecundidad de los espíritus y con la originalidad y valentía de la especulación. A grandes males, grandes remedios. Un poco más tarde los Ch’in (221-206 a. C.) unificaron al país y fundaron el primer Imperio histórico. Desde entonces, hasta la caída de la última dinastía en nuestro siglo, China vivió de las ideas inventadas en el periodo de los Reinos Combatientes. Durante dos milenios no hizo más que perfeccionarlas, podarlas, extenderlas o adaptarlas a las condiciones y circunstancias históricas. La filosofía, o mejor: la moral –y mejor aún: la política– de Confucio (Kung-Fu-Tzu) y sus grandes sucesores (Mo-Tzu o Mencio) fueron el fundamento de la vida social; sus principios regían lo mismo la vida de la ciudad que la de la familia. Pero la ortodoxia confuciana no dejó de tener rivales; los más poderosos fueron el taoísmo y, más tarde, el budismo. Ambas tendencias predican la pasividad, la indiferencia frente al mundo, el olvido de los deberes sociales y familiares, la búsqueda de un estado de perfecta beatitud, la disolución del yo en una realidad indecible. A diferencia del budismo –corriente de fuera– el taoísmo no niega al yo ni a la persona; al contrario, los afirma ante el Estado, la familia y la sociedad. El taoísmo es un disolvente. No es extraño que los confucionistas lo viesen como una tendencia antisocial, enemiga de la sociedad y del Estado. En el taoísmo hay una persistente tonalidad anarquista.

Los padres del taoísmo (Lao-Tzu y Chuang-Tzu) recuerdan a veces a los filósofos presocráticos; otras, a los cínicos, a los estoicos y a los escépticos. También, ya en la edad moderna, a Thoreau. Lejos de perderse en las especulaciones metafísicas del budismo, los taoístas no olvidan nunca al hombre concreto que, para ellos, es el hombre natural. Sus emblemas son el pedazo de madera sin tallar y el agua, que adquiere siempre la forma de la roca o del suelo que la contiene. El hombre natural es dúctil y blando como el agua; como ella, es transparente. Se le puede ver el fondo y en ese fondo todos pueden verse. El sabio es el rostro de todos los hombres.

He dividido a mi brevísima selección en tres secciones. La primera se refiere a la lógica y a la dialéctica. La crítica de Chuang-Tzu a las especulaciones intelectuales de los lógicos aparece en una serie de apólogos y cuentos en los que el humor se alía al raciocinio. Muchos entre ellos asumen la forma de un diálogo entre Hui-Tzu, el intelectual, y Chuang-Tzu (o su maestro: Lao-Tzu). Ante las sutilezas del dialéctico el sabio verdadero recurre, sonriente, al conocido método de reductio ad absurdum. En nuestra época erizada de filosofías y razonamientos cortantes y tajantes (preludio necesario de las atroces operaciones de cirugía social que hoy ejecutan los políticos, discípulos de los filósofos), nada más saludable que divulgar unos cuantos de estos diálogos llenos de buen sentido y sabiduría. Estas anécdotas nos enseñan a desconfiar de las quimeras de la razón y, sobre todo, a tener piedad de los hombres.

La segunda sección está compuesta por fragmentos acerca de la moral. Con mayor encono aún que a los dialécticos y a los filósofos, Chuang-Tzu ataca a los moralistas. El arquetipo del moralista es Confucio. Su moral es la del equilibrio social; su fundamento es la autoridad de los seis libros clásicos, depositarios del saber de una mítica edad de oro en la que reinaban la virtud y la piedad filial. La virtud (jen) era concebida como un compuesto de benevolencia, rectitud y justicia, encarnación del culto al Emperador y a los antepasados. La acción del sabio, esencialmente política, consistía en preservar la herencia del pasado y, así, mantener el equilibrio social. Éste, a su vez, no era sino el reflejo del orden cósmico. Cosmología política. Nosotros, en lengua española, tenemos una palabra que quizá dé cierta idea del término chino: hidalguía