Odi et amo - Octavio Paz - E-Book

Odi et amo E-Book

Octavio Paz

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Beschreibung

Pocos escritores de lengua española tuvieron una disciplina epistolar tan intensa y extensa como Octavio Paz: miles de cartas a otros escritores, a sus amigos, a sus editores y, desde luego, a las mujeres que amó. Además de su lealtad al buzón, Paz hizo de la lectura de epistolarios parte de su sistema de curiosidad crítica. Para él, las cartas eran una forma superior del diálogo, una adecuada sede para la discordia y la concordia, un diario compartido y una bitácora íntima de la propia vida. Y le parecía además que en ocasiones las cartas se gradúan al rango de verdaderas obras literarias. Es el caso de las que recoge este libro, las cartas que Paz envió entre 1935 y 1945 a quien llamaba "Helena", la escritora Elena Garro, su primera esposa. Las cartas alumbran los primeros años de una intensa pasión que navegó del fervor del enamoramiento inicial hacia los escollos del tiempo y al final naufragio del desamor. Además de ser "un esquema de nuestro espíritu, la confesión apasionada, pero clara, de nuestro corazón" —como le escribe a Helena—, estas cartas son también una guía de la formación intelectual del joven poeta y un febril registro de la vida social y política del México de esos años turbulentos.

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Índice

Introducción

I. Ciudad de México, 1935

1 | [11 de] abril

2 | 29 de junio

3 | 11 de julio

4 | 21 de julio

5 | 22 de julio

6 | 23 de julio

7 | 24 de julio

8 | 28 de julio

9 | 29 de julio (matutina)

10 | 29 de julio (vesperal)

11 | 30 de julio (matutina)

12 | 30 de julio (nocturna)

13 | 4 de agosto (matutina)

14 | 4 de agosto (nocturna)

15 | ¿5? de agosto

16 | 6 de agosto

17 | 7 de agosto

18 | 9 de agosto

19 | 10 de agosto

20 | 12 de agosto

21 | 15 de agosto

22 | 17 de agosto

23 | ¿18? de agosto

24 | 19 de agosto

25 | 20 de agosto

26 | 21 de agosto

27 | 2 y 3 de septiembre

28 | 4 de septiembre

29 | 9 de septiembre

30 | ¿10? de septiembre

31 | 11 de septiembre

32 | 12 de septiembre

33 | 23 de septiembre

34 | 24 de septiembre

35 | 15 de octubre

36 | Dos borradores fechados en octubre

II. Mérida, 1937

37 | ¿13? de marzo

38 | 15 de marzo

39 | 17 de marzo

40 | 18 de marzo

41 | 19 de marzo

42 | 22 de marzo

43 | ¿27? de marzo

44 | ¿27? de marzo (segunda)

45 | 30 de marzo

46 | 31 de marzo

47 | 2 de abril

48 | 3 de abril (3 a.m.)

49 | 3 de abril (vesperal)

50 | 4 de abril

51 | 6 de abril

52 | 8 de abril

53 | 10 de abril

54 | 14 de abril

55 | 15 de abril

56 | 15 de abril (posdata)

57 | 16 de abril

58 | 19 de abril

59 | 20 de abril

60 | 21 de abril

61 | 22 de abril

62 | 24 de abril

63 | 27 de abril

64 | 29 de abril

65 | 7 de mayo

III. California, 1944-1945

66 | 17 de octubre de 1944 (Berkeley)

67 | 24 de octubre

68 | 31 de octubre

69 | 17 de noviembre (San Francisco)

70 | 21 de noviembre

71 | 27 de noviembre (Berkeley)

72 | 2 de diciembre (San Francisco)

73 | 13 de diciembre

74 | 21 de diciembre

75 | 26 de diciembre (matutina)

76 | 26 de diciembre (vespertina)

77 | 29 de diciembre

78 | 2 de enero

79 | 23 de enero

80 | 31 de enero

81 | 16 de febrero

82 | 16 de marzo

83 | 28 de marzo

84 | “La vida sencilla”

Epílogo: la madeja

la creación literaria

Catalogación en la publicación

Nombres: Paz, Octavio, 1914-1998, autor | Sheridan, Guillermo, editor

Título: Odi et amo: las cartas a Helena / por Octavio Paz ; edición de Guillermo Sheridan

Descripción: Primera edición. | Ciudad de México : Siglo XXI Editores, 2021.

Colección: La creación literaria

Identificadores: ISBN 978-607-03-1160-4 : isbn-e 978-607-03-1172-7

Temas: Garro, Elena — Correspondencia, memorias, etc. | Paz, Octavio, 1914-1998 — Correspondencia, memorias, etc. | Autoras mexicanas — Siglo XX — Biografía

Clasificación: LCC PQ7297.G3585 Z48 2021 | DDC 868.6409

© siglo xxi editores, s. a. de c. v.

primera edición, 2021

primera reimpresión, 2023

isbn 978-607-03-1160-4

isbn-e 978-607-03-1172-7

derechos reservados conforme a la ley.

prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio.

Introducción

…la inutilidad de las cartas y de las palabras: taquigrafía débil y absurda de un alma inexpresable…

O. PAZ

Carta (14) a Elena Garro, 4 de agosto de 1935

PRESENTO EN ESTE LIBRO 84 cartas (y algunos poemas adjuntos) enviadas por Octavio Paz a Elena Garro. Son, presumiblemente, todas las que se conservan. Las escribió durante la primera década de su atribulada relación, en tres momentos, a partir de sus veintiún años de edad: en 1935, en la Ciudad de México, al iniciar el noviazgo; en 1937, en Mérida, en vísperas de la boda; y en 1944-1945, cuando vive en California.

Están escritas con fervor, en especial las que van de 1935 a 1937, paralelas a la vida de un joven poeta intensamente enamorado. Las de 1937 ya reflejan tensiones impuestas por “la necesidad dudosa de ser alguien”,1 y las de 1944, cuando ya acusan los estragos del tiempo y la costumbre, adversarios del amor. Redactadas sin cautela, libres del yugo social y familiar, las cartas del noviazgo son poesía en bruto: “nuestras cartas —le escribe a quien desde el principio llama Helena— son un esquema de nuestro espíritu, la confesión apasionada, pero clara, de nuestro corazón” [carta 34]. Como suele ocurrir en las cartas de amor de un joven, él mismo es el héroe de su aventura; el amor, su misión y su divisa, su amada, la “cautiva” y el mundo, el paraíso original en el que vivir y amar son un único verbo simultáneo. Lamentablemente, es un “relato” incompleto: ¿existen las respuestas de Elena Garro? Ella no guardó copias, y sólo de aparecer en el archivo de Paz (hoy inaccesible) y se cruzaran con éstas, las cartas se graduarían al rango de correspondencia. Tengo razones para dudar que eso vaya a ocurrir; lo dudo tanto como querría equivocarme. Aún en la posteridad, Elena Garro y Octavio Paz se escapan, se acechan y son incapaces de llegar juntos a una cita. De aparecer las cartas de Garro, estaríamos, por la complejidad que los distingue, a sus literaturas y al papel que tienen en el escenario de nuestra cultura, ante una correspondencia sin parangón en México. Por lo pronto, me resigno a que la ausencia de esas cartas se interprete como un agravio más del supuesto cruel poeta a la víctima indefensa.

En mi libro Los idilios salvajes (2016), tercera entrega de mis Ensayos sobre la vida de Octavio Paz, hay un capítulo titulado “Elena Garro: el centro fugitivo” (idilio central, no el más “salvaje”). El conocimiento de estas cartas me fue útil para explorar temas cruciales sobre el periodo en que un poeta joven logra hacerse de una imaginación y una voz propias. Las cartas muestran la construcción de esquemas expresivos y simbólicos cuando su vida comienza a destilarse en escritura. Doble puesta en escena —la escrita y la vivida— de una primera experiencia amorosa, muy arrebatada y de absoluta cristalización,2 me ayudaron a entender de qué manera el amor se le revelaba como un sentido organizador, se le convertía en un sistema, en una moral amatoria, social y política: en una poética. Las cartas aportaban acceso a una radical introspección, una suerte de imagen en negativo de sus primeros poemas y prosas, un inventario privilegiado de aciertos y fracasos, dudas y dilemas. Son además una guía de su vida diaria, sus amistades, sus lealtades y rencores, sus lecturas. En las cartas de 1935, por ejemplo, se advertirá la interlocución febril que sostenía con los grandes románticos alemanes y luego con Nietzsche y Scheler: no sólo los estudia, sino que los convierte en los mentores del tipo de amor al que aspira. Alumbran el proceso de creación en los primeros años y ponen los cimientos de un edificio perdurable; aportan matices claroscuros sobre su personalidad y revelan la manera en que se fueron creando la persona, la personalidad y aun el eventual personaje.

Mi intención era entender factores activos en las obras y las cartas que tenían su origen en una historia de amor que, como todas, está llena de las luces del deseo, el éxtasis amatorio, la unidad recobrada o el alumbramiento erótico, y ensombrecida por los celos y las inseguridades. Las cartas juegan un papel único, pues dada su naturaleza intermediaria —en cuanto que documentos compartidos, objetos dialogantes instantáneos, indiferentes al “estilo”, ajenos a la revisión, a la reescritura, al remordimiento y al interés— aportan una imagen directa del ánima de un muchacho en el trance de esbozar sus creencias profundas,3 y en especial la más perdurable, la que mira en la mujer a “la forma visible del mundo”,4 es decir, la imagen arquetipal de la femineidad-eterna cuyo primer avatar fue la muchacha a quien rebautizó como “Helena” en 1935. (Habrá quien lea en la agregación de esa hache un primer signo del ánimo por despojar a Elena Garro de su identidad. Quizá no le impida llegar a la carta 30, que incluye un poema sobre el nombre de Helena; quizás amaine si se recuerda que ella misma eligió firmarse Helena muchos años. Por lo que a mí toca, me referiré a ella a veces como Elena Garro, la persona, y a veces como “Helena”, la construcción poética de Paz.)

Cuando escribí aquel ensayo estaba limitado a glosar las cartas y a citar fragmentos. Advertí que apreciar cabalmente su complejidad supondría su lectura integral y me pregunté si se publicarían pasado un tiempo. En cuanto que ya no vive quien las envía, ni quien las espera, ni nadie a quien pudiere perturbar su contenido, se pueden reenviar ya a nuevos destinatarios. Pues éstas, como todas las cartas de amor escritas por un buen poeta, están siempre llegando, y a más destinatarios que el que registra el sobre; siguen llegando en la primera mañana del mundo a la primera pareja del mundo. Me alegra agregarlas a la pequeña biblioteca de cartas íntimas que comienza a existir en México, a pesar del carácter recoleto de nuestra cultura y gracias a que aminora la reserva de los albaceas o el pudor de las familias.5

Junto a los amantes fervientes los destinatarios accesorios son los austeros lectores curiosos de la historia de México, de la historia de la vida privada, de los modos y modales amatorios y, desde luego, quienes se interesan en la biografía de un poeta importante, entre otras razones, por sus reflexiones sobre la naturaleza del amor y el deseo, el erotismo y la sexualidad. Esas pasiones no sólo templan el timbre de su poesía, sino que están en el centro de no pocos de sus intereses intelectuales: lo mismo en sus grandes ensayos sobre los poetas canónicos (como Rubén Darío, Ramón López Velarde o Luis Cernuda) que en su pensamiento sobre la antropología de la sexualidad (mexicana) en El laberinto de la soledad (1950), o la de su habla y su mitología en Conjunciones y disyunciones (1969); están también en sus disquisiciones sobre la psicología del amor, el lado animal de la sexualidad o la ética y la estética del deseo; en sus ensayos sobre el amor como energía social, política y libertaria cuando estudia al marqués de Sade, a Charles Fourier o a D. H. Lawrence. Y desde luego se encienden en La llama doble. Amor y erotismo (1994), su libro sobre el discurso amoroso-sexual, atento a los poetas y filósofos que más padecieron y gozaron esas pasiones a lo largo de la historia. Paz le fue compulsivamente fiel a una revelación juvenil sobre el amor como energía central de la vida: sede de comunión, oficio ritual para abolir la contingencia, fuerza de la vida y portal de la muerte. Cientos de páginas polémicas y calculadas a las que ahora se sumarán, como una nota al pie de la página, estas cartas intempestivas.

Un poeta postal

Pocos escritores en el ámbito hispanoamericano tuvieron una actividad epistolar tan intensa y prolongada como Octavio Paz. Perteneció a una de las últimas generaciones cuya agenda cotidiana dedicaba un par de horas a llevar la correspondencia, forma del arte escritural que concilia la soledad con la compañía, disciplina tenaz para llegar a los otros por la ruta de uno mismo.

El primer escrito del que dijo Paz tener memoria lo hizo siendo niño, en el escritorio de su abuelo y con su pluma: fue una “carta de amor” que tenía como destinataria “a la Desconocida”. Usó su papel y su pluma, lacró el sobre, caminó por la calle hasta encontrar una casa que le pareció adecuada y depositó solemnemente la misiva en un balcón.6 El mero hecho de haberla escrito suponía ya, a sus ojos, la consecuencia mágica de una eventual respuesta. Ochenta años más tarde recapacita que “mi poesía ha sido fiel a ese acto infantil”: el ansia de escribir y esperar respuesta marcó su larga vida de poeta-cartero. La usurpación de la oficina del abuelo suponía heredar el viejo humanismo epistolar y sus modelos, Cicerón y Plinio, Erasmo y Petrarca. Adolescente, una forma de buscar el afecto y el reconocimiento de su padre es tomándole el dictado de sus cartas; su madre es toda ella una misiva, una “carta de amor con faltas de lenguaje”.7 Desde joven, las cartas son puertas de entrada y salida, goznes de concordancia: bisagras.

Además de escribirlas, amaba leerlas. Suele celebrar la escritura ancilar que revolotea alrededor de las obras, la que repta por “los valles infernales y las ruinas abandonadas de la literatura”.8 De existir, invariablemente lee la parafernalia de los diarios y las cartas de quienes cautivan su curiosidad, pues le agregan “inteligibilidad” a las obras. Comenta todas, las de Mariana Alcoforado y las de Apollinaire, las de Abelardo y Heloísa, las de Sinesio de Cirene, Marcel Duchamp, Wittgenstein y Engels y… Se deslumbra ante las ideas que nacieron en cartas (como la de Mallarmé a Verlaine: “el mundo existe para culminar en libro”). Agradece revelaciones que de otro modo no se sabrían, como una carta de Siqueiros a María Asúnsolo que no se recoge entre sus Textos y a Paz le parece lo mejor que hizo.9 Se ufana con frecuencia de haber iniciado amistades leales por correspondencia. Riñe en público con cartas airadas (a Rubén Salazar Mallén, Emmanuel Carballo, los sorjuanistas) o discute con modales epistolares (con Adolfo Gilly, Carlos Monsiváis, Julio Scherer). En “Estimar al adversario”, carta a Jaime Labastida, reivindica la moral de resolver discordias. Para celebrar una efeméride o lamentar un deceso, acude a su archivo y revive en él tiempos y amigos, como con sus “Tres cartas a Luis Buñuel”. A veces respondía cartas de académicos que preguntaban sobre tal o cual cosa con cartas-ensayos, como la dedicada a Rodolfo Usigli. Una de las más intensas evocaciones de su infancia, “Estrofas para un jardín imaginado”, es una nutrida carta (“larga, sentimental y ridícula”)10 a Alejandra Moreno Toscano. Escribió un poema al alimón, por “carta cruzada”, con Charles Tomlinson (Hijos del aire) y remitió desde India un intenso poema-carta a su amigo León Felipe. Uno de los textos más intrigantes de ¿Águila o sol? es su “Carta a dos desconocidas”, que son su vida y su muerte. La poesía misma, en suma, es una carta de creencia, esa “que llevamos con nosotros para ser creídos por personas desconocidas”.11

La obra o la vida

De nuevo, reivindicar el acceso a estos papeles no significa desplazar la poesía de su autor a un plano subsidiario: sólo una mente confundida cambia la obra de un autor por su biografía. Es menester entender que las cartas son escritura íntima y que la naturaleza de esa intimidad es diferente a la que palpita en los poemas. Publicar estas cartas aspira, si acaso, a entrelazar ambas complejidades: la de vivir y la de escribir. Una de las razones de Paz para admirar a sor Juana, por ejemplo, es que “fue una infatigable escritora de cartas”. Sí, la verdadera vida de sor Juana está en sus poemas, pero si aspiramos a leerla “como ella lo merece”, agrega Paz, “nos hace falta leer su correspondencia”.12 Y aun así hay también reticencias y a veces franco desdén por lo que no es obra:

la verdadera biografía de un poeta no está en los sucesos de su vida sino en sus poemas. Los sucesos son la materia prima, el material bruto; lo que leemos es un poema, una recreación (a veces una negación) de esta o aquella experiencia.13

El párrafo tensa la naturaleza del comercio entre el poeta y la obra, la vida y la biografía, y anticipa el que hay entre la persona y el personaje en que el escritor se va convirtiendo. ¿Qué papel juegan sus cartas? ¿Son sucesos, “materia prima, el material bruto”? No son sólo “vida verdaderamente vivida” en el sentido de Proust y, si bien pueden ser “poéticas”, no son recreación como los poemas, únicas vasijas para la experiencia en sí: la carta no recrea, es el testimonio, apenas, de la experiencia que circunda a lo creado. La discusión sobre vida vivida y vida escrita excede el ámbito de mi comentario, y más en el caso de alguien que, como Paz, creó una poesía de íntima tensión autobiográfica mientras aumentaba su entredicho de ser él mismo un “personaje”, el reticente actor de su vida pública. En la distancia que procura poner entre su poesía y su vida hay también cierto hartazgo precautorio ante el escrutinio público, ante la metamorfosis del yo que arrastra la “diosa perra” de la fama; esa hendedura entre Yo y El Otro que Borges asumió como ironía y Paz como afrenta. Es el pago a la paradoja de ser más una figura pública mientras más personal es su escritura, sobre todo en nuestros días, súbditos de la historieta, proclives a la santurronería. Actuaba el papel del poeta que desdeña la biografía pero, a la vez, vigilaba escrupulosamente su confección, redactándola, editándola, maquillándola incluso tras elipsis o silencios. La “historia” de sus amores con Elena Garro y con Bona de Pisis ciertamente se escancia, con un intenso grado de “verdad”, en sus poemas, pero a la vez está proscrita de sus memorias y evocaciones autobiográficas.

Enfrentaba el dilema obra-biografía cada vez que escribía ensayos de fondo, como los dedicados a sor Juana o a López Velarde. Pensaba, en frío, que lo mejor que le podía ocurrir a un poeta era que su vida desapareciese en su obra, pero algo en él, a la vez, perseguía sus vidas, las recreaba y diseccionaba en pos de la señal reveladora o la palabra clave. Sobre la vida de Dante no hay sino “un puñado de datos dispersos”, argumenta, y sin embargo la Commedia “nos dice todo lo que tenemos que saber sobre Dante”.14 Pero entonces… si la verdadera biografía del poeta no está en su vida, sino en sus poemas, los lectores que buscamos la comunión entre una y otros, ávidos de ambos, ¿estropeamos la lectura? No ignoro los decretos del estructuralismo sobre la preeminencia del escrito y la “muerte del autor”, ni sobre cómo el contagio de la vida con la obra ofende al dios “Texto” (y a su fiscal, el diocesillo suficiente de la “teoría”), pero aun ellos, tan versátiles, ya reivindican de nuevo el mérito significativo de “lo privado”.

“¿Puede ser poética una biografía?”, se preguntaba Paz cuando, a la muerte de Luis Cernuda, comenzó un ensayo sobre él y su obra.15 Se contestó: “sólo a condición de que las anécdotas se transmuten en poemas, es decir, sólo si los hechos y las fechas dejan de ser historia y se vuelven ejemplares” (ejemplar en su acepción de excepcionalidad: que no se ha visto antes, aclara). En una de sus críticas a Jean-Paul Sartre, incómodo por su libro sobre Baudelaire (¿quién no?), en lo que parecería una manera de soslayar al autor para reivindicar la preeminencia de la obra, le reprocha que su noción de lo biográfico —y de las cartas como minutas de vida— fortalezca el principio marxista y freudiano de que todo está marcado por una circunstancia pre-sujeto (lo histórico o lo inconsciente). Es cierto que historia, sociedad y ego determinan al individuo, pero no sólo ellos y nunca del todo. Para ilustrar el dilema, Paz recurrió a la alegoría de Karl Polanyi: un reloj es un objeto regido por las leyes de la materia que, si dejasen de operar, detendrían al reloj, pero ese reloj detenido no altera la naturaleza del tiempo. Entre las obras y la biografía sucede algo similar: la significación de un escritor es su obra (su “tiempo”), que es más que su vida (el reloj). Que las obras son más que sus autores se debe también a otros factores:

la primera es que son independientes de sus autores y de sus lectores; la segunda es que, por tener vida propia, sus significados cambian para cada generación y aun para cada lector. Las obras son mecanismos de significación múltiple, irreductibles al proyecto de aquel que las escribe.16

Las obras “se desprenden de sus autores y son inteligibles para nosotros, aunque no lo sean las vidas de sus creadores” y, por tanto, son la única inteligibilidad significativa. Sartre puede pasar a Baudelaire por las retortas de la crítica, la historia, la filosofía, la economía, el psicoanálisis, y la respuesta de Baudelaire será siempre su poesía. Cuando se pregunta: “¿en dónde está la realidad: en sus cartas y otros documentos íntimos o en su obra?” se responde que la vida biográfica (las cartas incluidas) carecen de la inteligibilidad de la obra: “sin sus poemas, la vida de Baudelaire resulta ininteligible. No quiero decir que su obra explique su vida; digo que es una parte de su vida: sin sus poemas Baudelaire no sería Baudelaire.” Las cartas del poeta parecen, pues, pertenecer a la categoría del suceso, cosa informativa, circunstancial, con un grado de realidad subsidiario, como la vida misma: el sentido de la vida de Baudelaire habría sido escribir ese libro, culminar en libro, la vida en tanto que hecho escritural. Paz concluye:

La paradoja de las relaciones entre vida y obra consiste en que son realidades complementarias sólo en un sentido: podemos leer los poemas de Baudelaire sin conocer ningún detalle de su biografía; no podemos estudiar su vida si ignoramos que fue el autor de Les Fleurs du mal.

Y sin embargo, el sentido de las cartas quizás posee una función sólo intermedia entre el suceso y su factible sublimación en escritura, dado que se hallan en los linderos donde la experiencia de vida y su resignificación escritural hacen mandorla: no son vida, pero son su testimonio; no son poemas, pero condensan, anticipan, amplifican la circunstancia de la que surgen. Poemas prenatales, las cartas son una parte anómala de la conciencia creativa: un sitio transicional en el que la “materia bruta” de la vida se comienza a sublimar en destilado poético.

Si Paz el poeta se dice que sólo el poema es vida verdadera, reitero, el Paz crítico suele estar en desacuerdo y, de nuevo, en el libro sobre sor Juana lamenta una y otra vez la pérdida de sus cartas:

¿Se habrán perdido para siempre esos papeles, escritos con tanta pasión y dictados por la necesidad de oír y ser oída? Ante la desaparición de su correspondencia, la melancolía que provoca el estudio de nuestro pasado se transforma en desesperación.17

No menos inevitable es apreciar, en la habitual transferencia entre biógrafo y biografiado, que sus juicios sobre el frenético afán epistolar de la monja sea similar al suyo, su biógrafo semejante, su hipócrita lector. Le intriga que sor Juana sólo dejase de escribir cartas cuando iba al locutorio a charlar con sus visitantes. Y que al terminar volviese a su correspondencia y a sus poemas, que son, sin distingos, “efusiones del alma”. La avidez de sor Juana por escribir y recibir cartas le parece —proponiendo un autorretrato ¿involuntario?—, “un ansia inmoderada por conocer y ser conocida. Vanidad, sí, pero asimismo soledad. Ahogo, asfixia: le quedaba chico no sólo el convento sino el país. Y más: su mundo.”

Los (hipócritas) lectores

El interés por leer cartas de amor de un poeta que nos interesa obedece a un deseo de alma que prolonga la lectura de sus poemas. No porque los poemas no basten en sí mismos sino, precisamente, porque nos sacian y nos exceden; los echamos de menos apenas los leemos; de inmediato, suscitan una nostalgia tal de sí mismos, o del ánimo en que nos acogen, que la atenuamos en cartas, diarios y biografía, esos bienes parafernales:18 una ficción de intimidad que enriquece el gozo de nuestra lectura pero, también, nuestra responsabilidad ante ella.

Leer escritura parafernal hace de nosotros unos intrusos. Nos justificamos reivindicando un valor de sinceridad diferente al de la obra públicada). Cartas y diarios son una revelación de desnudez que asociamos con otro tipo de verdad. La lectura del poema crea una convivencia en la que tensamos nuestro yo con el poeta, sus ideas, revelaciones y emociones, en la realidad de un lenguaje común. Las cartas dan, en cambio, la ilusión de un lenguaje —un afecto— correspondido. La lectura del poema no altera el sentido del poema; la de las cartas amplifica su contexto circunstancial, la temperatura de nuestra empatía. En las cartas de amor, en especial, celebramos nuestra vicaria comunión con un estado inmediato; con una escritura sin vigilancia estética: un corte del alma en estado salvaje. Escribir una carta es un acto saturado de implicaciones. No extraña que para Jacques Derrida el mero hecho de “enviar” un mensaje postal equivalga a una suerte de pequeño psicoanálisis.19 Y claro, la atracción de ingresar a un espacio privado, de escuchar una conversación íntima, hace de los lectores unos transgresores que escuchan el diálogo de otros, se entrometen en una zona en la que otros exhiben su intimidad en un lenguaje privado, con sus propios y muy particulares usos, significados y cargas simbólicas. Somos los voyeurs de las cartas, pero —diría Paz— lo somos porque son preámbulo de algo, las obras, que deseamos ver mejor.20

Por lo general, lo que los poemas y las cartas de amor dicen está lejos de ser extraordinario: es cómo lo dicen, desde dónde lo dicen, cuándo sucede el misterio. En algún ensayo, Paz escribe que las elegías del remoto Propercio están llenas de lo habitual, “amores novelescos y, no obstante, muy reales: encuentros, separaciones, infidelidades, mentiras, entregas, disputas interminables, momentos de sensualidad, otros de pasión, ira o morosa melancolía”.21 No hay nada nuevo bajo el Sol y esa enumeración podría ser el índice temático de las cartas que vamos a leer, escritas dos mil años después. Lo único que puede aspirar a lo extraordinario son su lenguaje y la hondura de su integridad creativa, pero no su moral (la única moral pertinente sería la de los lectores, quizás, la de observar su concordancia con la obra). Toda carta de amor exhibe a un escritor in fraganti y en estado de indefensión, en sus momentos de gracia y elevación lo mismo que en los de mezquindad y sevicia. Tiene razón Genette: publicar las cartas de los ilustres no les ayuda en cuanto que personajes, pues suelen aparecer casi siempre “egoístas y fríos, calculadores y vanidosos: un señor en bata y sin su corona de laurel”.22 Pero ese descubrir que el poeta que nos interesa es demasiado humano es uno de los deleites del hipócrita lector, el semejante. La moral del voyeur en todo caso consiste en advertir cuánto de la desnudez de quien escribe las cartas ha consistido en crear formas de cubrirse y ocultarse, que es lo que hace el voyeur mismo, pues una carta de amor pone en práctica esa misma ambigüedad. Lo vio el joven Paz en una de sus “Vigilias”, ese trunco diario de sus veinte años, que llevaba mientras le escribía a Helena las primeras cartas de esta colección:

Se desnudan diariamente, en interminables confesiones que dicta su orgullo, su insensato amor por sí mismos, no su angustia. Y cuanto más se desnudan más ocultos aparecen, y más incomunicados y tapiados cuanto más se confiesan y prodigan…23

Si los amantes se sienten “incomunicados” por sus propias cartas, ¿qué hacemos los intrusos ante esos paisajes de signos y referencias, cuyos significados son tan absolutos para los amantes como relativos para nuestra intrusión? Leemos las cartas de los poetas con una ilusión redoblada, la de leer sus ilusiones, algo no del todo diferente al convenio sobre el que opera nuestro comercio con sus poemas, o con la ficción de los narradores. Que los personajes sean “personas reales” altera una valoración sólo relativa, pues más allá de su carácter documental, también son seres escritos, personajes verbales. Y toda carta, y más las de amor, son narrativas de los corresponsales, las ficciones que redacta su intimidad. Que exista el subgénero de la “novela epistolar” —aquellas que recurren al artilugio de narrarse en forma de cartas entre los protagonistas (como las de Goethe, Dostoievski y Rousseau, para mencionar a tres tutores del joven Paz)— apuntaría a que toda correspondencia de amor es una novela a dos voces, una narración paralela de la “verdadera” vida, cuyos personajes viven su amor mientras se lo narran a sí mismos. Escritura polimorfa que combina ficción y realidad, fantasía y crónica, agenda, diario, crítica y autocrítica, las cartas siempre son la guía de un viajero por su propio fuero interno: explora la realidad y se explora a sí mismo, detecta monstruos y ángeles, triunfa y pierde, todo es imaginario y a la vez prosaico, y todo sucede por escrito. En ese sentido, quizás, es que Derrida celebra “la mixtura [mélange] de la carta, la epístola, que más que un género es todos los géneros: la literatura misma”.24

Quien escribe una carta de amor se la escribe a la persona que ama, pero también a sí mismo. Sí y no. En una de estas cartas, Paz lo asume desde el principio: “Yo, cuando te escribo, me dirijo en cierto modo a mí mismo y a la —supongo— apasionada espectadora y confidente de mi alma que eres tú” [31]. La carta es un escenario en el que se exhibe el alma del remitente, y su destinataria es la primera voyeur. La carta de amor es, en ese sentido, un caso especial de vida como escritura: los amantes escribiéndose y leyéndose, a la distancia y en tiempos desfasados, cargan sus cartas con una responsabilidad particular del género: la de ser de manera instantánea, mientras son escritas y leídas, letras y actos simultáneos y autorreferenciales, un presente ficticio, suspendido. Y, sumadas a las otras cartas, la constancia de unos amores de los que ambos son, a la vez, protagonistas y primeros espectadores. Leyendo a sor Juana, Paz repara en la frecuencia con la que la monja, para activar esa simultaneidad sui generis, emplea metáforas con los objetos del mismo acto escritural (el papel, la pluma, la tinta). Elige como muestra unos versos que alaban esa simultaneidad mientras la practican: “y hasta estos rasgos mal formados sean / lágrimas negras de mi pluma triste”, una variante de las famosas liras en las que el papel es reflejo del rostro y el ruido de la pluma un eco del alma gemebunda.25 No sólo las ideas, aun la redacción y la caligrafía hablan: en las cartas de amor hasta la materialidad de la escritura es facsímil de la expresión amorosa.

Sí, leemos las cartas de los poetas porque amamos su poesía, antes que otra cosa: sin la poesía previa, ¿por qué habría de importarnos lo demás? No podrá decepcionarnos que los escritores aparezcan en bata y sin corona de laurel: a diferencia del poema apoteósico, en la carta aparecen el calcetín y la lista del mandado. En las cartas, las iluminaciones se colapsan, un párrafo después, en la mezquindad cotidiana; purgatorios de culpas y desfiles de ensoñaciones eróticas; violencia emocional y jardín florido sin orden ni concierto o, mejor dicho, en un concierto singular. Y, desde luego, mapas de vida, cortes del instante, ejercicios de autoexploración. Y no siempre para bien, como en el caso de Paz, cuyo afán por entender cómo opera y de qué está hecho el amor que siente por Helena se convierte en análisis y teorizaciones que ella encuentra complejas y fastidiosas. Paz se duele de que ella le haya dicho que “escribirnos es una idiotez”. Un poco más tarde, es él quien desdeña las cartas: “Tú has entendido mal mi carta, y eso me afirma en la convicción de que las cartas nos arruinarían.” Pero, bueno, la joven pareja es tan peculiar que cuando están juntos apenas hablan, casi deseosos de terminar la cita para volver a sus casas a escribirse largas cartas que analizan la índole de esos silencios…

(Paréntesis: el amor y el odio)

En 1935, Paz se ha enamorado con una voracidad de joven Werther que halaga a Helena pero a la vez —así, al menos, se lee entre líneas en las respuestas de su novio— le produce una ansiedad que elige tramitar como ligereza: el trato del novio es abrumador y demandante; es celoso y posesivo; puede intimidarla como en la carta 6, en la que Paz combate la aversión de Elena hacia “la carne”; le exige libertades excesivas para una hija de su tiempo, una hija de familia educada en la idea de que el contacto físico es reprobable, algo que le produce enorme desconcierto al joven lector de D. H. Lawrence.

El joven Paz lo mismo: hijo de su tiempo, fue también hijo de su padre, el licenciado Paz Solórzano, en quien pudo inspirarse para delinear el estereotipo de “El Chingón” mexicano que aparece en El laberinto de la soledad (1950): autoritario, mujeriego, bebedor, autodestructivo, esquivo, inaccesible, proclive a dejar a la familia y aficionado a las concubinas. Su trágica muerte coincidió con la llegada de su hijo a la mayoría de edad y con el inicio del noviazgo con Helena. Súbita cabeza de la casa familiar, con todas las tribulaciones económicas y sociales de su clase, se convierte de golpe en el empeñoso guardián de un “orden” que procura controlar de la única manera que conoce, proclamándose “jefe” de una madre pasiva y resignada —lo que no le costó mayor trabajo— y de una novia reticente que, en cambio, pertenecía a la primera generación de mujeres mexicanas que disfrutaba de una relativa libertad, una libertad que —para su desgracia, y la de su novio— no incluía la de disfrutar su sexualidad. (Ya se verá —carta 19— que Paz deplore una y otra vez que ella se resista a cualquiera cercanía física. ¿La reacción de él? Explicar exhaustivamente que “la carne no es mala” y sentir que el rechazo obedece a que ella no lo ama lo suficiente.) No es la intención de este libro —y de serlo sería un fracaso— narrar la historia del amor entre Paz y Garro. Tampoco acometer un juicio sobre sus posteriores desventuras (las cartas terminan en 1945, 12 años antes de su separación definitiva), aunque algo diré en el epílogo. Me apenaría que una historia compleja atizara el bobo auto sacramental o el alboroto de las revistas de modas, en el que dos personas difíciles se convierten en objeto de juicio de las nuevas autoridades con capirote. Lo que me interesa, en todo caso, es apreciar la forma en que las dificultades del amor trasminan hacia el sustrato poético y crítico de Paz.

Sí, Paz era un joven pigmaliónico, celoso y posesivo e inseguro y arbitrario y un prolongado etcétera. En sus cartas es el primero en deplorar ser una víctima de “la pasión funesta de los celos”26 y el actor de una consecuente posesividad, condición que empeora en 1937 cuando, joven comunista militante, cree que Helena pierde su tiempo y “dispersa” su talento en frivolidades pequeñoburguesas. Pero sus celos no son solamente lo que años más tarde llamará “la secreción venenosa” del amor;27 no temía únicamente que Helena viviera la vida de una muchacha inteligente y hermosa que va a la universidad y tiene aspiraciones artísticas, siempre requerida por jóvenes galantes. En las cartas se apreciará que hay algo más hondo: celos de su inaccesibilidad, del no poder poseerla totalmente, de no abarcarla en su absoluta complejidad, algo semejante a lo que siente Swann por Odette en la novela de Proust (que Paz lee febrilmente).28 El joven Paz tiene una particular obsesión con una idea del amor suspendido en la inmovilidad, indemne al tiempo y exento de las contingencias, riesgos, imprevistos, variables. Es una idea poética, una fantasía imposible (que Paz convierte en una creencia profunda que llega hasta su último poema) que supone pedirle a ella la sumisión de su albedrío, su ingreso a una temporalidad cancelada, semejante al jardín en el que Rappaccini encierra a Beatriz. Y a ella los celos de su novio pueden divertirla o halagarla, pero su posesividad, como se infiere de las cartas, la desconcierta. El problema se agudiza en 1937 cuando Paz está en Mérida con el fervor de un brigadista dedicado al proletariado, y Helena desea dedicarse al teatro y al cine, ámbitos impropicios en un país y una época en los que aún se miraba con desdén a actrices y bailarinas. La idea de que su “linda niña” interactuase con gente de teatro, que se mostrase en escenarios o (peor aún) en la pantalla de un cine, le extrae al muchacho un severo sosias puritano. El joven lector que se enciende ante la libertad de las heroínas de D. H. Lawrence se retrae a su condición de varón tutelar; el lector de Nietzsche que celebra la “danza en el aire” de la libertad le ordena a Helena que se aleje de “la danza y la locura” (carta 52), y el lector de Proust, que entiende por medio de Swann el infierno de los celos, es incapaz de apreciar en sí mismo la dimensión de ese error sádico: el del enamorado convencido de ser el objeto único del interés de su pareja, el único objeto real de su libertad. Que Helena quisiera hacer teatro y bailar y salir en el cine le parece a Paz una frivolidad coqueta, un desplante narcisista: lo que debería hacer es irse con él a Mérida y, como él, dedicarse a escribir, a educar niños proletarios y a luchar por la justicia en México y España. Desde su exilio de obrero social, el “joven comunista y humano” (53) censura a la Helena “burguesita” que se deja atrapar por lo que le parecen “las fuerzas más débiles y falsas de la tierra” (40). Tras la carta de naturalización proletaria que se ha otorgado, el muchacho juzga que la Ciudad de México es un infierno “hecho todo de veneno y gasolina” que atrapa a Helena para condenarla a “una vida tan frívola y tontamente vanidosa y estéril” (41). Y mientras tanto ella, en México, parece divertirse acicateando esos celos, contándole que le han pedido que pose para unas fotos, que es muy requerida, que hay pretendientes que se sobrepasan. Los arranques de furia son estrepitosos. ¿Cómo, cuando están hablando ya de matrimonio, puede ella distraerse de esa manera? Y sí, una y otra vez se reconoce “absorbente y celoso” (65) si bien argumenta en su defensa que obedece a que exige correspondencia: ella debe ser su vasalla en la medida en que él es vasallo suyo, pues la reconoce como su dueña.29 Y como Helena persevera en su deseo, el inseguro Paz mira en eso la certidumbre de que ella no lo ama lo suficiente. Y como no puede entender que le interesen proyectos que no lo incluyen, decide que ella sabotea a la pareja que él ha creado en su imaginación y llega a una peculiar conclusión: Helena es “la inocencia en el mal”.30 Y fuera de sí, rasgando el papel de la carta, le advierte que si no abandona su proyecto de salir en el cine “iré a matarte”. Una amenaza que no por retórica y cinematográfica deja de evidenciar que los celos lo han puesto en la paradoja de Swann: celar a la persona amada al extremo de desear su destrucción. Es el mismo infierno que lleva a Otelo a decirle a Desdémona: “And I will kill thee, / And love you after”, esos versos que años después Paz —que aprenderá su lección— empleará para denunciar los celos y condenarlos como sadomasoquismo: el impulso de “atormentar al otro o atormentarnos a nosotros mismos”.31 Amar y odiar: amarse y odiarse.

Más allá de las disputas, a lo que Paz aspira desde su juventud es a entender la índole contradictoria de las temperaturas emocionales; entender por qué el amor, como escribe su mentor Francisco de Quevedo, es “el que en todo es contrario de sí mismo”.32 La reflexión sobre los impulsos antagónicos del amor llena la biblioteca de Babel. Paz reflexionará sobre el asunto en La llama doble cuando se refiera a Abelardo y Heloísa: “en todos los amores, sin excepción, aparecen estos contrastes […] los amantes pasan sin cesar de la exaltación al desánimo, de la tristeza a la alegría, de la cólera a la ternura, de la desesperación a la sensualidad”.33 Son las mismas emociones que lo atenazan y que llenan estas cartas y la poesía de “el periodo Helena” (1935-1937). Ahora bien, más que un vaivén de contrariedades, y las hay en abundancia, hubo una “divergencia muy antigua, primordial”, como le escribe Paz en 1945 [carta 80]. Paz no explora en ese momento la naturaleza de esa “divergencia” (que se reduce a que ella lo rechaza y él se obstina en ser aceptado); lo hará más tarde, cuando aludo a esa contradicción original que convierte el amor en un infierno, ese del que huyó en busca de una nueva oportunidad, pero en el que Elena Garro prefirió quedarse para siempre. Ese infierno es la paradoja irresoluble, la madre contradictoria de las pasiones —grandes y pequeñas— que terminan en desastre: el odio inconsciente que repta, entre los amantes, a contracorriente del flujo del amor: es el “odi et amo” del epigrama de Catulo que lleva veinte siglos cifrando la tragedia y el desconcierto consecuente.34 En el amor, escribe Paz, vibran la veneración, la ternura y el erotismo, pero también los sentimientos negativos: “rivalidad, despecho, miedo, celos y finalmente odio. Ya lo dijo Catulo: el odio es indistinguible del amor.”35 Y el amor entre los amantes siempre será mucho más sencillo de entender que la naturaleza de su odio,36 del mismo modo que siempre será mucho más complicado entender la naturaleza del mal que la del bien, o la de la estupidez que la de la inteligencia.

Paz apreció desde el primer día esa tensión y, como se verá en las cartas, conjeturó que Helena la sufría también; desde el principio la relación fue un compulsivo péndulo de pleitos y reconciliaciones. Más que sobre las desavenencias y tiranteces propias de cualquier relación, la pareja Helena-Octavio parece sostenerse sobre esa paradoja crucificante: el amor y el odio se entrelazan no como un obstáculo, sino como substancia, como una falla de origen. Paz la vislumbró leyendo a Max Scheler, cuyo Ordo amoris37 estudiaba a fondo cuando iniciaba el noviazgo, como se verá en las cartas. En su primer libro escrito desde y hacia Helena, Raíz del hombre (1937), se apropia no sólo del título, sino de una convicción de Scheler: “la raíz del hombre es su amor, la evidencia del amor”. No lo registra Paz, pero estaba al tanto del resto del argumento, a saber, que “la raíz fundamental de este ethos es el orden del amor y del odio, la organización de estas dos pasiones dominantes y predominantes”.38 ¿Habrá subrayado Paz en su ejemplar el párrafo en que Scheler sostiene que “el odio es sólo una reacción contra un amor que es falso de algún modo”?39 Percibe una reciprocidad de Helena: “Te amo, Helen, por la misma razón por la que te odio: por tu desnudez, por tu heroica, absurda, terrible desnudez: por tu desnudez moral, que te deja indefensa, entregada a ti” (49). El amor que desea poseer la totalidad, ¿y el odio, por no lograrlo? En otra carta (55) resume el conflicto de esa doble imantación: “El odio, el amor. Lo que me aleja de ti, lo que me une.” Que él siente la misma ansiedad en ella se desprende del contexto de las cartas, cuando él le agradece “el odio que me tienes, el amor que me tienes” (43) (pues aun su odio es un reconfortante recordatorio de que no ha sido ignorado), en tanto que los reconoce como el origen y el sentido de ella: “Sólo aquel que soporte tu odio y tu amor, y sea más fuerte que ellos, será tu verdadero amante” (37). En cuanto que avatar de la doble energía creativa y destructora de la Diosa —y Paz realmente cree que Helena lo es—, Helena es “como Dios, enemiga y amante al mismo tiempo”, “rosa y serpiente” (37) a la vez. Esta tensión va creciendo en las cartas de 1935 y 1937 hasta convertirse en una dialéctica pasional de fuerza tal que él rubrica una carta llamándola “Helena, mi amor, mi odio” (43). Y sin embargo, escribe en otra carta (58) “Si te dijera amor, mentiría. Si te dijera odio, también…” La conciencia de la paradoja no deja de inquietarlos y orillarlos a buscar explicaciones que llenan las cartas, como una de 1937 en que Paz le pregunta, y se pregunta:

¿Por qué herirnos? ¿Por qué ese fatal encono? ¿Ese empeño siniestro de agudizar lo que nos separa? Todos los días ponemos a prueba nuestro amor, lo sujetamos a las peores pruebas, indefenso ante las potencias poderosas del odio y la desesperación; y él sale, siempre, vencedor, pero lleno de heridas. Esas heridas, “gloriosas heridas”,40 son el testimonio de nuestro amor, de nuestra voluntad (de la voluntad animal que germina entre nosotros y nos impele ciegamente), de nuestra irrevocable unión. Sí, todo se puede perder pero, también, todo se puede construir. Y nosotros, los diariamente destruidos, también somos los diariamente renacidos, los que nacemos de nosotros mismos, de nuestros orígenes ardientes. (45)

Y si cada mañana renacen fénix como Aurora y Febo, cada noche se convierten en Sísifo y su piedra. Esa situación produce una economía del pathos palpable en las cartas: las secuencias en vaivén de heridas y curas, de discordias y reconciliaciones. Y el afán de entender por qué puede apelar a la bibliografía de Freud, Jung y Adler, o musitar, simple y resignadamente la respuesta de Catulo: no lo sé. Y si Helena y Paz no lo supieron, menos lo sabríamos nosotros. La pregunta carece de respuesta, pero imanta a la poesía de todos los tiempos. Y si la pregunta “¿por qué amo y odio?” sólo pueden hacérsela los amantes, la respuesta, inarticulable, sólo puede responderse como experiencia de amor, como vida de amor, desde la “libertad encarcelada” del amor (diría Quevedo en el mismo soneto). En todo caso, quien pretenda tener la respuesta sobre su propio dilema, o sobre el de Helena y su novio, antes de lanzarla deberá considerar la que se dijo Marsilio Ficino en el siglo XV:

¿Quién no odia a quien le ha arrebatado el alma?, ¿a quien te roba de ti mismo y te reclama para sí? […] Quieres huir de él, quieres buscarte fuera de ti mismo, miserable, y te aferras a tu secuestrador en la esperanza de un día pagar el rescate y liberar al cautivo: tú mismo.41

Elena Garro y Octavio Paz fueron sus mutuos cautivos poco más de veinte años; fueron su libertad y sus secuestradores. Volveré a esto en el epílogo: Paz se enamoró de otra mujer e inició otra historia salvaje que logró detener al margen del suicidio. Elena Garro prefirió convertir su odio en una religión.

Triste historia.

Regreso al buzón

En los buzonesse pudren las cartas…O. PAZ“Vuelta”

Paz abominó del hecho de que los archivos de los escritores mexicanos acabasen en las universidades estadounidenses: “indica hasta qué punto nuestro pasado literario es visto con desprecio por nuestros gobiernos”.42 El primer libro publicado por la Fundación Octavio Paz fue, por disposición suya, su Correspondencia (1939-1959) con Alfonso Reyes: era un gesto elocuente para reafirmar que entre los objetivos de la institución se contaba el de crear una alternativa mexicana a la exportación de archivos. Desde la primera vez que le ofrecieron comprarle el suyo, puso el ejemplo con una enfática negativa.

Poco a poco, los estudiosos logramos que no se pudran las cartas privadas y sigan llegando a nuevas generaciones de destinatarios. En la Zona Paz, A.C., reunimos y catalogamos su epistolario: la primera carta que guardamos es de 1931; la últim, de 1998. Las hay de amor y amistad, de polémica, de curiosidad y crítica, y desde luego las que enviaba como editor de revistas, pidiendo ideas y colaboraciones, invitando escritores, proponiendo temas. Hay cartas, por mencionar sólo a algunos, con Luis Cernuda, Albert Camus, Susan Sontag, Charles Tomlinson, Juan Soriano, André Malraux, Luis Buñuel, Victor Serge, José Bianco, Elizabeth Bishop, Julio Cortázar. Son, literalmente, miles. Después de sus cartas con Reyes, Marie José propició que aparecieran Memorias y palabras: cartas a Pere Gimferrer 1966-1997; las Cartas cruzadas (1965-1970) con Arnaldo Orfila;43 las cartas a Jean- Clarence Lambert, Jardines errantes, 1952-1992; las Cartas a Tomás Segovia(1957-1985); las cruzadas con José Luis Martínez, Al calor de la amistad. Correspondencia 1950-1984, y las cartas a Jaime García Terrés, El tráfago del mundo (1952-1986). Es una pena que sólo las cartas a Reyes, Orfila y Martínez incluyan las respuestas, algo a lo que extrañamente era adversa Marie José: una contradicción desde que el verbo corresponder comparte prefijo con comunión, nombre del vértigo afectivo y político que presidía el pensamiento de Paz. También es de lamentarse que varias de esas recopilaciones carezcan de estudios preliminares y de aparato crítico y, más aún, que algunos de esos documentos hayan sido “recortados”.

El trabajo por hacer es enorme, y más lo será cuando su archivo sea consultable y las cartas se crucen. Es una labor que aumenta también en la medida en que tenedores de cartas de Paz las donan o venden a colecciones documentales: hay cartas importantes, por ejemplo, en la editorial Gallimard y en el Institut Mémoire de l’Édition Contemporaine de Francia (cerrados al público), y en una buena cantidad de universidades e instituciones en Estados Unidos (que suelen estar abiertos). Cuando una de esas colecciones se abre —como el archivo de Carlos Fuentes en 2014, en Princeton— desbordan material que comienza a estudiarse, como lo hizo Malva Flores —gran epistolista44— para Estrella de dos puntas. Octavio Paz y Carlos Fuentes: crónica de una amistad.45 Yo mismo he estudiado las cartas Paz-Fuentes en artículos que se recogen en Paseos por la calle de la amargura (México, Debate, 2018). Ernesto Hernández Bustos ha estudiado y publicado cartas de Paz a José Lezama Lima. Evodio Escalante se interesa en las cartas de Paz a José Gaos. Entiendo que se preparan ediciones de la correspondencia de Paz con Charles Tomlinson y con Fuentes. En otro libro, Octavio Paz en 1968. El año axial (México, Taurus, 2018), Ángel Gilberto Adame y yo editamos sus cartas sobre las rebeliones juveniles a diversos destinatarios. En Habitación con retratos (México, Era, 2015) he escrito sobre las cartas de Paz a Octavio G. Barreda y a Tomlinson (que guarda la Universidad de Texas), a José Bianco (en Princeton) y a Victoria Ocampo (en Harvard); también comenté e inventarié sus cartas con Jorge Guillén (en la Biblioteca Nacional de España) y transcribí las principales en la zonaoctaviopaz.com. Faltan muchas por arribar y hay que acudir con frecuencia al correo: ojalá que san Gabriel Arcángel, patrono de los carteros, nos tenga paciencia.

Se han publicado varias colecciones de cartas literarias de Paz, pero ésta es la primera vez que las cartas son de amor y se publican con seriedad. Poco después de la muerte de Elena Garro, en agosto de 1998 (cuatro meses después que Paz), un sobrino suyo llamado Jesús Garro Velázquez, que más o menos se había apoderado de su archivo, trataba de vender las cartas de Paz a su tía. Era un personaje rocambolesco, aun en la opinión de su tía y su prima, que suelen acusarlo de bastantes atropellos. Para atraer compradores, el sobrino repartía a diestra y siniestra fotocopias de las cartas, y algunas aparecieron en la prensa.46 Ese sobrino publicó después, en 2004, una edición casera que tituló Cartas de amor México 1935 con el sello de una Editorial Letras de Oro del Siglo XX. El libro amontonaba facsimilares y transcripciones desaseadas de una veintena de cartas, algunas fotografías y un dizque epílogo en el que agradecía el apoyo de sus “mesenas” [sic]. Al final del libro, el sobrino sagaz prácticamente confesaba que el libro era más bien el catálogo de una subasta cuyos beneficios, supuestamente, serían para una “Casa de la Cultura Elena Garro”.

La Fundación Octavio Paz, que yo dirigía (pero no gobernaba), recibió también la visita del sobrino y copias de todo el material. Era la institución más naturalmente interesada en adquirir las cartas, toda vez que documentar la vida de Paz, cuidar su archivo y enriquecerlo estaba entre sus objetivos principales. Marie José se opuso a la compra y ordenó a su abogado que tratase de incautar el material. El propósito de que la Fundación cuidase el de Paz y adquiriese archivos relacionados con él comenzó a deslavarse y fue uno de los motivos de mi eventual renuncia.

El pequeño mercado negro de las cartas terminó cuando los originales fueron exportados, en calidad de archivo banana, al Department of Rare Books and Special Collections de la Universidad de Princeton. La sección relacionada con Paz de esos “Elena Garro Papers” guarda otras cartas, borradores, documentos, fotografías y un paquete misceláneo que incluye algunas cartas de Paz a su hija y las “cartas de amor con faltas de lenguaje” que Josefina Lozano mandó a su hijo en 1937. Vender el archivo de Garro a Princeton fue lo mejor que pudo ocurrir, dadas las circunstancias. Gracias a las cartas que dejó el sobrino entre los posibles compradores, y otras que vendió por aquí y por allá, se ha podido completar la colección que presento.

Marie José murió en julio de 2018, sin dejar testamento. Sus bienes inmuebles y muebles —que incluyen el archivo, la biblioteca y los derechos de autor de su esposo— se convirtieron en propiedad del Estado. Providencialmente, un testamento de Paz firmado en 1996 disponía que, en caso de faltar su esposa, el archivo fuese entregado para su custodia a El Colegio Nacional. Hasta el momento en que escribo estas líneas, se ignora qué irá a ser de la biblioteca, pero habrá que confiar en que alguien con sensatez y poder de decisión aprecie la conveniencia de conservarla unida en un edificio correcto. La entidad encargada de la biblioteca y los demás bienes será el Sistema para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF) de la Ciudad de México, un organismo público descentralizado del Estado cuya función es “fortalecer y satisfacer las necesidades de asistencia social de la población más vulnerable”. Quizás le habría parecido simpático a Paz que su obra se convirtiera en asistencia social y que sus lectores calificasen de población vulnerable. En todo caso, cuando un juez decrete qué dependencia estará a cargo de los derechos de autor, se pagarán las regalías de ley que genere la venta de este libro. Será ésa una dependencia con mucho trabajo, pues deberá negociar contratos, vigilar la calidad de las publicaciones y las traducciones, así como tramitar, en nombre del pueblo mexicano —su propietario final—, el acceso de los investigadores a los fondos reservados de otros países que guardan propiedad intelectual de Paz —cartas y documentos— para su debida catalogación y eventual estudio.

Nota sobre la edición

El material ha sido puesto en su contexto histórico y literario, con un aparato crítico que aspira a colaborar a su lectura. El prólogo para estas cartas, de hecho, debería ser mi ensayo “Elena Garro: el centro fugitivo”, que forma parte de Los idilios salvajes (2016), tercer volumen de los Ensayos sobre la obra de Octavio Paz que publicó Ediciones Era. Es lógico que en mis comentarios y notas, me remita en ocasiones a ese estudio y a otros relacionados en los primeros dos volúmenes de la serie: Poeta con paisaje (2005) y Habitación con retratos (2015), así como a algunas investigaciones posteriores, recogidas en la página web zonaoctaviopaz.com.

Separé el material en sus tres momentos: I. Ciudad de México, 1935; II. Mérida, 1937, y III. California, 1944-1945. Cada uno de ellos tiene una pequeña introducción, lo mismo que algunas de las cartas. Al final incluí un epílogo en el que me refiero brevemente a los destinos de los protagonistas de esta historia de amor y desamor.

Las transcripciones respetan los originales, con sus testados y subrayados originales. Respeto el empleo original de las mayúsculas. Corrijo problemas notorios de puntuación que podrían estorbar la lectura. Con el mismo ánimo de intervenir lo menos posible, desato abreviaturas y completo iniciales. Anoto a pie de página información sobre personajes y lecturas, ideas o circunstancias, así como sobre el diálogo entre las cartas y las obras que escribía Paz en esos tiempos. Las referencias a las Obras completas (número de volumen: página) remiten a la edición que organizó Paz al final de su vida: los quince volúmenes que publicó el Fondo de Cultura Económica entre 1993 y 2003, a saber

1.La casa de la presencia. Poesía e historia

2.Excursiones/Incursiones. Dominio extranjero

3.Fundación y disidencia. Dominio hispánico

4.Generaciones y semblanzas. Dominio mexicano

5.Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe

6.Los privilegios de la vistaI. Arte moderno universal

7.Los privilegios de la vistaII. Arte de México

8.El peregrino en su patria. Historia y política de México

9.Ideas y costumbresI. La letra y el cetro

10.Ideas y costumbresII. Usos y símbolos

11.Obra poéticaI (1935-1970)

12.Obra poéticaII (1969-1998)

13.MisceláneaI. Primeros escritos

14.MisceláneaII. Entrevistas y últimos escritos

15.MisceláneaIII. Entrevistas

Las referencias a las primeras ediciones de los poemas juveniles de Paz remiten a Raíz del hombre (México, Simbad, 1937) y a Bajo tu clara sombra (México, Nueva Voz, 1941).

Agradezco la ayuda que, para la realización de este trabajo, me prestó el equipo de Zona Paz A.C.: mis compañeras Guadalupe Brenes, Dinorah Montiel y Aline Silva, y mi amigo Patricio López. De manera muy especial agradezco el apoyo de Ángel Gilberto Adame, colega en los estudios pacianos. Otro buen amigo, Mario Humberto Ruz, me ayudó a resolver enigmas relacionados con la etapa yucateca del volumen.

Dejo constancia de que mi trabajo en este libro forma parte de mis labores como investigador en el Centro de Estudios Literarios del Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, y como profesor visitante en su Centro de Estudios Mexicanos en Seattle. Dejo constancia también de que, con el mismo propósito de auspiciar mis trabajos de investigación, recibí el apoyo que otorga el Sistema Nacional de Investigadores del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología del gobierno de México.

Doy las gracias.

Seattle, a 31 de marzo de 2020Anno coronaviri

1 Escribirá muchos años después en Pasado en claro. Se recoge en Obra poéticaII. 1969-1998, volumen 12 de las Obras completas publicadas por el Fondo de Cultura Económica en México, p. 83. En tanto que esa es la edición del autor, siempre (salvo aviso en contrario) habré de referirme a ella, señalando el número del volumen y la página (ejemplo para este caso: 12:83). Adelante se registran los títulos de los 15 volúmenes que constituyen esas Obras completas.

2 En el sentido que dio Stendhal a ese fenómeno disparador del amor en De l’Amour (1822): “el placer de ver, tocar, escuchar con todos los sentidos, tan cerca como es posible, a una persona amable que nos ama”; “pensar en la perfección y sentirla en quien amamos” (París, Garnier, p. 5., BnF Gallica).

3 Sobre las creencias profundas véase Los idilios salvajes, pp. 25 y ss.

4 “Vigilias I. Diario de un soñador” (1935), escrito juvenil contemporáneo de las primeras cartas.

5 Se han publicado las Cartas a María Teresa (Retes) de José Revueltas (México, Premiá, 1979); las de Juan José Arreola a su esposa: Sara más amarás. Cartas a Sara (Joaquín Mortiz, 2011), las de Juan Rulfo a la suya: Aire de las colinas. Cartas a Clara (Plaza y Janés, 2000) y las de Jaime Sabines: Los amorosos: cartas a Chepita (Joaquín Mortiz, 2009). Aparecieron también las Cartas a Ricardo (Guerra) de Rosario Castellanos (Conaculta, 1994). Se han comentado y publicado también, aunque no en forma de libro, otras cartas de Revueltas (a Maka Czernichew, a Omega Agüero), así como las cartas de Efraín Huerta a Mireya Bravo. Caso interesante es el del pintor José Clemente Orozco, de quien se han publicado sus Cartas a Margarita: 1921-1949 (México, Era, 1987) y sus Cartas de amor a una niña, de 1909 a 1921 (Lumen, 2010).

6 Prólogo “El llamado y el aprendizaje” (13:20).

7 Verso de Pasado en claro (12:84).

8 “La literatura y el Estado” (8:554). Las cartas rodean y merodean lo otro. Nietzsche las considera material “pseudoepigráfico” (en “Esbozos autobiográficos y apuntes filosóficos de juventud” —citaré siempre la edición Sánchez Meca y SEDEN— 6, 61). Un siglo después, Gérard Genette las mete a la familia de lo paratextual, en Seuils (París, Du Seuil, 2014). Si el lector quiere teoría, puede leer con provecho La Carte postale (París, Flammarion, 1980), rico ensayo del primer Jacques Derrida (que incluye cartas de amor). Para una buena síntesis del asunto véase L’intime épistolaire (1850-1900): genre et pratique culturelle de Jelena Jovicic (Newcastle, Cambridge Scholars Publishing, 2010).

9 “David Alfaro Siqueiros” en “Re/visiones: la pintura mural” (7:220).

10 En la revista Vuelta, 153, agosto de 1989 (en línea).

11La llama doble (10:212).

12 “Oración fúnebre” (14:180).

13 En el prólogo a sus escritos de juventud, “El llamado y el aprendizaje” (13:15).

14 “El llamado y el aprendizaje” (13:16).

15 “Luis Cernuda”, en Fundación y disidencia (3:239).

16 Cfr. “La excepción de la regla”, en Corriente alterna (1967), recogido en 10:618.

17Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (5:173).

18 En su sentido clásico, son los bienes que conservaba la esposa, fuera de la dote: los que son de su única propiedad. En la alegoría de José Bianco, la obra es la dote; las cartas y los diarios son bienes parafernales. Véase “Parafernaria” en Ficción y reflexión (México, FCE, 1988).

19La Carte postale, p. 7.

20 Sobre el sentido del voyeur como preámbulo de la contemplación, véase La apariencia desnuda. La obra de Marcel Duchamp (6:235).

21La llama doble (10:246).

22Seuils, p. 382.

23 “Vigilias IV” (13:176).

24 Derrida, La Carte postale, p. 54.

25La lira (211); Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (5:343).

26 En “Cuantía y valía” (1:555).

27 En La llama doble (10:245).

28 En 1933, cuando escribió su primer ensayo crítico sobre una novela: “Distancia y cercanía de Marcel Proust”.

29 “Reconocer” significa, según el diccionario, “confesar la dependencia, subordinación o vasallaje en que se está respecto de otro”, explicará en La llama doble (10:288).

30 Una frase intrigante: es la misma que emplea Bataille para definir a Dios; es semejante a un tema recurrente en las cartas de Kafka: “lo diabólico de la inocencia”, que analizan Deleuze y Guattari en “Los componentes de la expresión”, en Kafka: hacia una literatura menor (cap. 4).

31 “Y te mataré, y te amaré luego” (Otelo, V, 2), citado en La llama doble (10:245).

32 En su soneto “Definiendo el amor”.

33La llama doble (10:345).

34 El epigrama LXXXV: Odi et amo: quare id faciam, fortasse requiris,/ nescio, sed fieri sentio et excrucior (“Odio y amo, y si me preguntas cómo, no lo sé. Pero así lo siento y así estoy escindido).

35La llama doble (10:348).

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