Cien centavos - César Martín Ortiz - E-Book

Cien centavos E-Book

César Martín Ortiz

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Este Cien centavos compila una nutrida muestra de los cuentos de César Martín Ortiz que permitirá al lector descubrir a un maestro que está llamado a convertirse en un clásico. Y es que siempre ha habido una especie de historia de la literatura paralela a la oficial en la que habitan autores extraordinarios a los que se diría que lo único que importa es escribir, escribir como si la vida les fuera en ello sin preocuparse de nada más. Y justo a esa raza de artistas verdaderos pertenecía César Martín Ortiz. Me lo imagino escribiendo en el diminuto rincón de la tierra donde vivía y daba clases a unos adolescentes que sospecho que no tenían ni idea de quién era realmente su profesor de lengua y literatura. César era (es) uno de los mejores narradores de la literatura española. Los cuentos de este libro lo prueban. 

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Cien centavos

César Martín Ortiz

 

 

Nunca conocí a César Martín Ortiz

Nunca conocí a César Martín Ortiz. Ni siquiera hablé por teléfono con él.

De vez en cuando nos encontramos con libros que nos cambian la vida. Y, por eso, somos capaces de recordar cuándo y dónde los compramos, cuándo y dónde los leímos. A mí, por lo menos, no se me olvida ningún detalle de la época en que cayó en mis manos Nuestro pequeño mundo, el volumen de relatos de un escritor del que no había oído hablar en mi vida: César Martín Ortiz. Además, en la solapa se contaba muy poco de él. Apenas se daba noticia de su lugar y fecha de nacimiento. Poco más. La sorpresa vino en cuanto lo abrí. Porque aquellos cuentos eran sencillamente perfectos. Cada uno de ellos constituía un mecanismo engrasado en el que todo funcionaba sin estridencias, con una suavidad hija del talento y la maestría.

¿Quién demonios era César Martín Ortiz y por qué nadie me había hablado de él?

Pregunté aquí y allá. A veces me encontraba con alguien que lo había tratado o alguien que había sido alumno suyo y todos coincidían en que era una persona muy especial, alguien que irradiaba clase y sabiduría. También me enteré de que daba clase en un instituto del norte de Cáceres y de que, al parecer, lo de la vanidad literaria no iba con él.

Unos años más tarde, una modesta asociación cultural le publicó una joya en forma de librito titulada Paso de contarlo. He perdido la cuenta de la de ocasiones que he usado sus textos en clase. Paso de contarlo es una obra maestra, uno de esos títulos por los que mataría cualquier escritor. Ricardo Senabre, por ejemplo, celebraba cada entrega de César dedicándole una reseña de una página entera en El Cultural del diario El Mundo. No me extraña.

Y es que siempre ha habido una especie de historia de la literatura paralela a la oficial en la que habitan autores extraordinarios a los que se diría que lo único que importa es escribir, escribir como si la vida les fuera en ello sin preocuparse de nada más. Y justo a esa raza de artistas verdaderos pertenecía César Martín Ortiz. Me lo imagino escribiendo en el diminuto rincón de la tierra donde vivía y daba clases a unos adolescentes que sospecho que no tenían ni idea de quién era realmente su profesor de lengua y literatura.

César era (es) uno de los mejores narradores de la literatura española. Los cuentos de este libro lo prueban.

Suele decirse que el cuento constituye, quizá, el género más exigente, ya que pide mucho y da muy poco. Firmar un buen cuento resulta complicado. Implica contar con varias habilidades escurridizas: lecturas, oficio, melancolía y, sobre todo, dominio del ritmo. César parecía reunirlas todas. Y más.

Este Cien centavos compila una nutrida muestra de los cuentos de César Martín Ortiz que permitirá al lector descubrir a un maestro que está llamado a convertirse en un clásico.

Aunque él no llegará a verlo.

César murió de un infarto en 2010. Tenía 52 años. La mañana en que me enteré (estaba en el recreo del instituto), tuve que salir a la calle cinco minutos. Para coger aire. Para que los chicos no viesen cómo se me humedecían los ojos.

Ya nunca podría hablar con él ni decirle lo que lo admiraba.

Ya nunca podría conocer a César Martín Ortiz.

Aunque a veces me gusta pensar que en realidad sí que lo hice.

José María Cumbreño febrero de 2015

Relato antropológico

En cierta región montañosa de una de las diecisiete mil islas que componen el archipiélago indonesio, el asesinato es un fenómeno desconocido desde hace varias generaciones, hasta el extremo de que ni los más ancianos guardan memoria de haber oído referir a sus mayores la historia cierta y averiguada de ningún atentado contra la vida humana. Es claro que han oído hablar del asesinato y que incluso poseen narraciones medio históricas medio legendarias sobre asesinatos, pero lo consideran como una figura retórica, de modo que esas narraciones cumplen una función de parábolas o simbolismos mitológicos parecida a la que en nuestra cultura desempeñaron en su día las Metamorfosis de Ovidio o la Biblia, hermosos libros que nadie en su sano juicio pudo haber tomado jamás al pie de la letra.

La inexistencia del asesinato como modalidad de relación humana y de intercambio económico, a la manera occidental, no parece deberse a una particular aversión de estas gentes hacia la violencia, es decir, a una noción innata del pacifismo, sino, según todos los indicios, a la actuación individual y decidida de un juez o chamán o jefe de tiempos pasados cuya existencia histórica está suficientemente probada, pero cuyo nombre es, por desgracia, tan imposible de transcribir en alfabeto latino como en signos fonéticos, dado que su lenguaje consta exclusivamente de golpes glotales y chasquidos. Este hombre o quizá mujer –su lengua desconoce la categoría gramatical del género y los nombres propios son intercambiables–, juzgando un crimen en los tiempos remotísimos en que aún los había, resolvió sentenciar el caso de una manera muy contraria a las costumbres, que hasta entonces permitían a los familiares de la víctima tomarse venganza personal y directa sobre el agresor. La sentencia, que en principio debió de provocar un fuerte escándalo, pero que después fue aceptada universalmente, lo que nos hace presumir la enorme influencia de la que aquel hombre o mujer disfrutaba, consistió en obligar al asesino convicto a aceptar un cambio de papeles con su víctima. El muerto sería él: sus familiares y amigos le ofrecerían unas exequias simbólicas y les quedaría prohibido cualquier relación, cualquier palabra, cualquier mirada al nuevo difunto legal, so pena de ser denunciados por mantener tratos con los espíritus, lo que equivalía a una grave acusación de intrusismo, pues el trato con los espíritus era una ocupación profesional sujeta a regulaciones como otra cualquiera. Su mujer quedaría viuda, sus hijos huérfanos y sus propiedades, fundamentalmente cerdos, sometidas a un impuesto de sucesión equivalente más o menos a un tercio de su valor. El muerto sería el convicto y el convicto sería el muerto, esto es, ocuparía el lugar que su criminal proceder dejó vacante: adoptaría el nombre de su víctima, se marcharía a vivir con su familia, a la que alimentaría y protegería, se haría cargo de todos los quehaceres del difunto y asumiría todas sus obligaciones profesionales y sociales, como por ejemplo la donación de cerdos para banquetes colectivos gratuitos, ocupación preferida por los varones adultos de la isla para incrementar su prestigio personal ante la opinión pública. En suma, se convertiría de por vida en otra persona y se perdería a sí mismo, y hasta debería abandonar sus antiguas aficiones y pasatiempos, tales como tañer la flauta o hacer figuras de madera, en favor de los que pudiera haber tenido el muerto, por difíciles o antipáticos que le resultaran.

El sistema funcionaba perfectamente cuando los primeros hombres civilizados entraron en contacto con esta extraña cultura, y la ausencia de un fenómeno tan popular en el resto del mundo les suscitó infinidad de preguntas que los nativos respondieron lo mejor que supieron. Podría ocurrir, preguntaban, que alguien codiciara las superiores riquezas de otro y decidiera apropiárselas por la vía criminal. Los nativos se reían de modo condescendiente: ¿cómo iba nadie a codiciar riquezas ajenas, si el hombre que poseía más cerdos que otros era unánimemente despreciado hasta que no se deshacía de su excedente para organizar un banquete colectivo gratuito? ¿Pero qué ocurriría, insistían los civilizados, si un hombre que cometiera adulterio con la mujer de otro decidiera librarse del marido de ella y ocupar legítimamente su lugar? Los nativos seguían riéndose, ahora con malicia, y respondían que la mujer que engaña a un marido engañará a dos. Finalmente terminaban por confesar que muchos asesinos, ante el desprecio y la aversión de su nueva familia, optaban por el suicidio, con lo que el muerto se convertía en su propio vengador y el senado y el pueblo no se manchaban las manos de sangre. Otros conseguían reinsertarse, como se dice ahora.

Anaranjada medianía

Aquel hombre era un hombre mediano en todos los sentidos. Si un dramaturgo o un guionista de televisión tuviesen necesidad de crear un personaje completamente mediano, de una medianía tan absoluta que ni siquiera se notara, recurriría sin dudarlo a aquel hombre como fuente de inspiración. Era de edad mediana y de estatura y peso medianos, como medianos eran su cultura y sus ingresos. Vivía en una población mediana de un país mediano; era sano a medias, calvo a medias, feliz a medias. Había estado casado durante muchos años, pero después de enviudar no había vuelto a casarse porque era tan mediano que no se veía capaz, como tantos hombres, de soportar la leve desdicha del matrimonio. Esta desdicha, poco dolorosa pero constante, le habría colocado en el bando de los héroes sociales o de los cobardes sociales, según se mire, y él era demasiado mediano como para adoptar un papel tan tajante. Estando solo podía alternar sus momentos de soledad y añoranza con otros momentos de orgullo y autosuficiencia, de modo que el balance contable final, la media aritmética de unos y otros momentos, fuese la medianía.

Este hombre, como todos los hombres medianos, tenía su teoría, porque es inimaginable que un hombre mediano no tenga su teoría. La teoría de los hombres medianos es una idea casi obsesiva que ellos consideran original y que tratan de exponer ante cualquier persona no bien toman alguna confianza. Puede ser una idea manida y vulgar, o disparatada o fantasiosa o hasta algo monomaníaca. La recibieron un buen día como una especie de iluminación o revelación, vieron en ella una verdad de importancia decisiva y se sintieron tocados por la lucidez superior en los asuntos vitales. La teoría es lo que hace que los hombres medianos no sepan que lo son; les hace sentir astutos, diferentes; una conciencia demasiado lúcida de su medianía los apartaría de ella convirtiéndolos en hombres extraordinarios. Todos hemos conocido, por ejemplo, a alguien que sin haber salido jamás de su pueblo ni entender lo más mínimo de política o historia mundial, afirma de modo irrebatible que el hombre más grande que jamás ha existido es el difunto rey Hussein de Jordania. Por qué el rey Hussein y no San Ignacio de Loyola o Thomas Jefferson es algo que nadie sabe y que nuestro hombre no sería capaz de explicar, pero para él es una verdad absoluta, invulnerable a la polémica. Otro hombre mediano ha leído en alguna revista divulgativa algo sobre cráneos, y ese asunto de los cráneos le ha impresionado tanto que cree haber dado con el secreto de la vida observando la forma de la cabeza de sus vecinos y clasificándolos en celtas o germánicos, beréberes o semíticos, lo que le permite explicar sus maneras de ser, sus vicios y sus virtudes. El hombre mediano cuya historia resumimos aquí también tenía su teoría. Según él, ya se ha descubierto el bolígrafo cuya tinta dura cien años; la gasolina que, con no más de veinte o treinta litros, puede hacer andar un coche durante millones de kilómetros; la ropa tan duradera que con un solo traje puedan vestirse generaciones y generaciones de una familia. Todos estos productos casi eternos ya habían sido inventados, ya se vendían y se compraban, pero solo estaban a disposición de los ricos. Y no porque fuesen más caros sino porque existía un conciliábulo internacional de ricos que se vendían y se compraban unos a otros artículos de gran calidad y ridículamente baratos, mientras que los pobres, que somos los que hacemos que esos ricos lo sean, nos pasamos la vida pagando precios exorbitantes por productos perecederos que tenemos que renovar constantemente.

Este hombre, como la mayoría de las personas medianas de su país, utilizaba gas butano para calentar el agua y hacer la comida. Gastaba exactamente una bombona cada tres semanas; la colocaba a la puerta de casa, la sustituía por la de repuesto y encargaba otra por teléfono, que le despachaban al día siguiente. Aquella última bombona era como todas las demás, estaba pintada de color naranja, tenía un capuchón de plástico y el hombre no notó ninguna diferencia de peso cuando la colocó en su sitio, debajo del fregadero. Pero aquella última bombona que le habían traído superó la barrera de las tres semanas y luego la del mes y luego la de los dos meses, y cuando llegó a los tres meses de uso sin que su peso hubiera disminuido y sin que la llamita del piloto diese muestras de desfallecimiento, aquel hombre tuvo que aceptar que le habían despachado por error una bombona de butano de ricos. Desde entonces, a veces experimentaba una felicidad irracional por ver confirmada su teoría y por no tener que gastarse más dinero en butano; otras veces se sentía aterrado ante la perspectiva de ser descubierto, torturado y eliminado en algún aberrante tribunal clandestino donde los ricos hacen su verdadera justicia. El balance contable final, la media aritmética de unos y otros momentos debería haberle mantenido en la medianía, pero ahora los valores extremos estaban muy alejados y las oscilaciones eran de tal magnitud que ya empezaba a dar muestras de desquiciamiento cada vez que se duchaba o se preparaba un café.

Eternidad

Gustavo el materialista decía siempre que el alma no existe y que nuestra conciencia, nuestros recuerdos y nuestros afectos no son más que funciones cerebrales que desaparecen en cuanto desaparece su soporte físico por la descomposición de la muerte. Cuando Gustavo murió se encontró flotando en una especie de ensueño vago. Siempre había creído que la muerte era un apagón total: negrura, silencio e inconsciencia, aniquilación, anulación, desaparición, y por eso no se le ocurrió pensar que estuviera muerto. Recordaba perfectamente su nombre, su historia, las circunstancias que le habían llevado al hospital, las caras de sus amigos y de su mujer, las ilusiones que nunca llegó a realizar, y todo esto era incompatible con la muerte del cerebro. Como después de muerto seguía siendo materialista, solo pensó que estaba sedado o anestesiado, o que se hallaba en algún terreno intermedio entre la vida y la muerte, quizá en la UCI o en una mesa de quirófano, esperando una resolución definitiva hacia uno de los dos lados. Su fe materialista le había convertido en un hombre estoico y nada sentimental, y se dispuso a afrontar con valentía cualquier cosa, aunque no le hizo falta pues no sentía ningún dolor, incluso se encontraba mejor que antes de enfermar, sin la cerrazón de los bronquios por culpa del tabaco y sin las molestias que siempre le habían dado su mala dentadura y su sinusitis. Gustavo el materialista pasó mucho tiempo en aquella actitud de vigilancia continua de su estado y de su conciencia y, cuando al final resolvió que probablemente había entrado en coma y que no estaba en su mano modificar aquel estado de cosas, se permitió una cierta relajación de la vigilancia y se abandonó a los sueños. Descubrió que dentro de aquel sueño comatoso podía tener otros sueños, desconcertantes por su impresión de verdad, de los que podía salir y entrar a su antojo y cuyas peripecias podía modificar a voluntad, al contrario que con los sueños corrientes de las personas vivas. En aquellos sueños visitó sitios en los que siempre había deseado estar y otros que ni imaginaba que existieran; conoció personas de belleza y bondad extraordinarias que le ofrecieron su amistad y su amor; vivía continuamente, por así decirlo, en un destilado de lo mejor de la vida: vivía como vivimos los vivos durante esos dos o tres segundos de plenitud privilegiada que la existencia nos concede, y no siempre, a cambio de setenta u ochenta años de actividades fastidiosas, rutinarias, de relleno. Poco a poco fue olvidando que su cuerpo inerte yacía en una cama de hospital y optó por no despertar más a lo que el consideraba realidad: el dulzón y oscuro bienestar del coma, desprovisto de dolor y de inquietud. La veracidad, la potencia de lo que él seguía considerando como sueños era de tal modo superior a la realidad de la vigilia que insensiblemente fue trasladando el centro de sus pensamientos, la residencia de su ser, a aquella nueva vida fascinante. Llegó un momento en el que tenía más recuerdos, más ricos, más emocionantes, es decir, más vínculos consigo mismo y con su nueva identidad de los que había logrado acumular en su vida anterior, de tal modo que esta se le representaba como una breve y desagradable pesadilla causada por una comida indigesta y dormitada malamente en un sillón. Pero en aquella nueva vida, por satisfactoria que le pareciese a Gustavo el materialista, no podía faltar ese ingrediente cuya ausencia convierte en insoportable cualquier tipo de vida: nuevos sueños que soñar. Comenzó a soñar sueños dentro de aquellos sueños; sueños que superaban en felicidad y belleza a los anteriores, y una vez descubierta esta capacidad, se volvió más y más sediento de felicidad y belleza y fue viviendo, una detrás de otra, una serie sin fin de realidades que eran sueños inalcanzables apenas en la realidad anterior, en el anterior plano de vigilia. Ya era más viejo que el universo, ya había vivido más que todos los habitantes de la tierra juntos, ya había superado todos los límites imaginables de la nobleza y la dicha más conmovedoras, cuando entró en un sueño del que no quiso salir: flotaba entre una pradera verde y un cielo azul con nubes blancas pasajeras, solo y sin deseos, recordando y comentando sus innumerables vidas anteriores con la indulgencia con que recordamos y comentamos episodios de la infancia, sin querer regresar a ninguna parte, sin echar a nadie en falta y sin querer moverse jamás de allí. Cuando Gustavo el materialista alcanzó por fin la eternidad, los médicos acababan de apuntar la hora de su muerte en un cuadrante y ninguna de sus células cerebrales presentaba aún atisbo alguno de deterioro, pero Gustavo había dejado de especular sobre estas cosas desde hacía varios millones de vidas eternas, o desde lo que los vivos llamamos una fracción de segundo.

Hurtada a la barbarie

Reconozco que me sacan de quicio los lugares comunes, las idées reçues de las que hablaba Flaubert, un alma gemela mía, y que a veces, igual que el gran novelista, he hecho algún inconcreto proyecto de coleccionar los que escucho o leo constantemente, y no solo en la prensa, en la televisión o en los bares, sino también, lo que es mucho más grave, en obras literarias o de pensamiento escritas completamente en serio por gente prestigiosa. Este proyecto nunca lo he llevado a cabo porque siempre me ha dado por pensar que la recopilación y la clasificación de la estupidez es en sí misma una estupidez. Se me podrá decir que Flaubert valía mil veces más que yo y no desdeñaba la tarea, pero es que Flaubert tenía rentas y acciones, y por tanto mucho tiempo libre. Yo tengo que trabajar para vivir; coleccionar tópicos en mis circunstancias no sería el divertimento de un burgués cultivado sino una insensatez y un suicidio intelectual. Necesito el tiempo para otras cosas.

Hay quien dice que todos los tópicos encierran algo de verdad, pero esta frase es ella misma una frase tópica y es tan mentirosa como todos los otros tópicos a los que pretende justificar. No es cierto; yo niego, y proclamo aquí mi meditada negación, que haya en los tópicos la menor partícula de verdad. Y todavía me atreveré y afirmaré que los tópicos son exactamente lo contrario de la verdad. No es que sean mentiras parciales o leves tergiversaciones o afirmaciones imposibles de verificar, lo que los dejaría al margen del asunto. No; es que cada vez que oigamos un tópico podemos estar seguros de que la verdad se halla en sus antípodas: este es quizá su único aspecto práctico. Si alguna vez ha existido una sociedad de seres libres y conscientes, movidos por impulsos puramente personales, interiores, sinceros, es imposible que en esa sociedad haya fructificado el tópico. El tópico es el residuo vulgar y acuñado de una vida manipulada y falsa a gran escala. El tópico es como la plegaria que nos ratifica en lo imposible, la repetición medrosa de una letanía sedante o estupefaciente tras la que pretendemos ocultar una evidencia que da miedo. Por tanto no solo es enemigo de la verdad, que puede ser abstracta y discutible, sino que es enemigo de lo real, de lo que se ve paladinamente con los ojos. El tópico produce ceguera lógica y ceguera a secas. Además, el hábito del tópico es un hábito penoso. Podemos estar seguros de que quien habla mucho con tópicos es un monigote que ha renunciado a sí mismo para no ser mal visto en tal o cual corrillo de tontos.

Empecé a darme cuenta de todo esto cuando a los diecinueve años me cansé de estudiar y me fui al ejército con gran escándalo de mis padres y de mis compañeros de universidad, que eran todos objetores de conciencia. Yo me veía como formando parte de un largo arreo extenuante, un sanfermín de cinco años en el que no se podía dejar de correr: los de delante te marcaban el ritmo, los de detrás te acuciaban, había plazos y fechas para todo, si perdías pie la muchedumbre te empujaría a la cuneta y ya nunca podrías incorporarte a la carrera. Me sobrevino ese cansancio terrible que es la anticipación de todos los cansancios que nos quedan por delante y me fui al ejército. Cuando regresé a la universidad, el tópico más difundido sobre mí es que había perdido un año. Había perdido un año, decía todo el mundo, padres y compañeros. Había perdido un año, pero yo no había perdido nada.

El ejército era un limbo de irresponsabilidad y sinsentido que no conducía a ninguna parte. El ejército no era más que la espera de la licencia, una espera en estado puro, sin posibilidad de acortarla ni temor a alargarla, una espera sin esperanza, donde ni la suerte ni el mérito contaban. En el ejército experimenté todas las formas posibles de la pasividad y la abulia, y cuando volví a la vida civil me había convertido en un ser irresoluto. La costumbre del rancho, el uniforme, la diana y la retreta me impedían decidir qué camisa ponerme, qué plato preferir para la comida, a qué hora acostarme o levantarme. Había ganado en pura humanidad, había renunciado al papel de pobre máquina obligada al esfuerzo constante de pensar y decidir, es decir, había ganado un año de vida auténtica para mí, y todo el mundo, inexplicablemente, decía que lo había perdido. Desde entonces busco las colas, los atascos, las demoras, las esperas y las dilaciones como un coleccionista busca piezas curiosas por los anticuarios. Busco y acumulo estos fragmentos de tiempo que el tópico llama muertos y que son los únicos vivos, porque son los únicos en los que se paladea el sabor de la vida extasiada, hurtada a la barbarie laboral y familiar, libre por fin de los señuelos engañosos y las sanciones solapadas que nos van arreando al moridero como a una recua de bestias soñolientas.

La mujer actual

Jerónimo amó a la mujer actual durante unos meses. Amó su pelo rubio, sedoso, su sonrisa cómplice, su voz alegre, su manera apasionada y espontánea de entregarse a los abrazos. Se fue a vivir a su casa, un apartamento pequeño lleno de detalles exquisitos: el atril con la carpeta de acuarelas, los libros de arte, la música clásica siempre en tono suave, las velas de olor... En una librería de madera, no demasiado rústica ni demasiado pulimentada, tenía varios portarretratos con fotos de sus sobrinos, de su hermano y de los dueños de un pequeño hotel donde vivió durante cuatro años, que llegaron a ser una verdadera familia para ella. En el dormitorio, que al igual que el resto del piso no era muy grande, ella aprovechaba el poco espacio disponible con estanterías de madera en las que se alineaban unas cajas forradas donde guardaba sus cosas. A veces, cuando estaba solo, tendido en la cama, Jerónimo admiraba el orden y el buen gusto de la habitación, sobre todo aquellas cajas forradas con papeles y telas de abstracto colorido que hacían pensar en pétalos de flores secas, hojas de otoño, boscajes crepusculares de tonos matizados. Se decía que ella era merecedora de un amor más serio y más real que el que dedicamos a veces, sobre todo en la juventud, a esas criaturas de cabeza loca que tanto nos hacen sufrir. La consideraba un alma delicada, un alma sensitiva que se expresaba prodigando belleza y armonía a su alrededor hasta en las cosas más insignificantes, como aquellas cajas forradas donde ordenaba sus cosas. La suave música de Bach siempre a punto, la carpeta de acuarelas en el atril, las fotos de sus personas queridas, eran detalles que le hacían sentir respeto hacia la delicadeza de su espíritu y ennoblecían y justificaban su amor hacia ella.

Cuando Jerónimo la conoció, ella apenas llevaba un par de meses en la ciudad, pero ya había conseguido hacer un grupo de amigos en su trabajo. Hablaba con ellos frecuentemente por teléfono y a él le encantaba ver su cara risueña, oír sus expresiones cariñosas, sus bromas llenas de amable inteligencia. Se sentía un hombre afortunado por haber sabido conquistar el amor de una mujer de corazón tan generoso y cálido, como atestiguaba su capacidad para despertar el afecto de la gente en tan poco tiempo y de anudar amistades que parecían arraigadas en toda una vida.

Un día habían quedado para comer en su café preferido. Jerónimo tomaba una cerveza en la barra mientras hojeaba el periódico cuando llegó ella, a la hora convenida.

–¿Qué te apetece comer? –preguntó él, y le enumeró las tres o cuatro especialidades de la casa que más les gustaban.

–Oh, pide lo que quieras –dijo ella– yo ya he comido.

–¿Cómo? –exclamó él–. ¿No habíamos decidido anoche que hoy comeríamos juntos?

–Sí –respondió ella– pero es que a la salida del trabajo me han invitado Carlos y Pepa y me he ido con ellos. Pero habíamos quedado a esta hora, ¿no? No te he hecho esperar...

Aquel día se enfadó con ella: no se trataba de llegar o no llegar a la hora, ni siquiera se trataba de sus sentimientos heridos, sino de algo tan elemental como hacer honor a un compromiso previo. Ella no parecía entenderle; le miraba con curiosidad, apretando los labios, como tomando nota mental de lo que decía. A partir de aquel episodio, a Jerónimo empezaron a intranquilizarle ciertas cosas en las que hasta entonces no había reparado: ¿por qué, si tenía un cajón lleno de discos, siempre ponía el mismo? ¿Por qué nunca cambiaba la acuarela del atril, si la carpeta contenía al menos una docena? ¿Por qué, le preguntó un día, nunca llamaba a la familia del hotel ni a su hermano ni a sus sobrinos? Ahora mis mejores amigos son Carlos y Pepa, le respondió ella.

Otro día en que él se encontraba solo en casa se puso a curiosear en el dormitorio y empezó a abrir las cajas forradas para ver lo que contenían. Pues bien, no guardaban nada. Las abrió una tras otra y estaban vacías, salvo una en la que había un delgado volumen titulado Cómohacer el amor, donde se leían, subrayadas a lápiz, ciertas recomendaciones que se correspondían puntualmente con las caricias que él tomaba por apasionadas y espontáneas. Entonces Jerónimo se dio cuenta de su tragedia, de la tragedia de la mujer que solo existe en la pura actualidad, en la solicitación del momento presente, pero que debe montar un decorado similar al que ha visto en casa de otras mujeres y fingir una historia emocional de la que carece, porque nada de lo perteneciente al ayer le ha dejado huella, y lo de anoche, y hasta lo de hace un rato, es tan viejo que se le pierde en la memoria difusa de un rancio pretérito. Tuvo un instante de sufrimiento por su amor, una vez más equivocado. Luego recogió sus pocas cosas y se fue de allí para siempre.

Piel oscura

Mi vecino es un marroquí, un hombre de piel oscura. Cada vez hay más marroquíes en el pueblo y aunque todos comparten su aspecto inequívoco de extranjeros, se pueden distinguir entre ellos cuatro o cinco variedades raciales distintas más o menos puras, aparte de una infinidad de mezclas. Mi vecino pertenece a ese tipo alto, muy flaco, de cara chupada y nariz grande. Está completamente calvo, cosa rara en los marroquíes, y fuma mucho. Trabaja en el campo; debe de marcharse muy temprano porque cuando yo me levanto su coche ya no está. Vuelve al mediodía con el coche cargado de sacos de patatas. Llama a sus hijos, que bajan y las suben al piso. Después de comer se va otra vez, con el pitillo entre los labios y un aire cansado y estoico. Sube a su coche, un coche grandote y muy usado, de un modelo que ya no se fabrica, con una vetusta matrícula de Madrid, y desaparece nuevamente hasta la caída del sol. Algunas noches, cuando estoy en el bar Emilio tomando unas cervezas antes de cenar, entra a comprar tabaco. Ya no viene vestido a la manera europea, o a esa manera anacrónica y algo zarrapastrosa que ellos consideran europea, sino con chilaba y babuchas, y entonces yo pienso en lo público y en lo privado, en las vidas secretas defendidas de la curiosidad ajena, en las que incluso uno se viste de modo diferente; en esa resuelta manera de preservar lo íntimo y no dejar que se contamine con la extorsión de lo público y laboral. Nosotros nos comportamos en los espacios públicos con la misma falta de decoro, o aún menos, de la que usamos en casa: hablamos a voces, nos ponemos exigentes, nos tomamos confianzas que nadie nos ha dado. Y también dejamos que en casa se nos metan los trajines y los negocios. A veces visitamos a un amigo y se nos aparece en vestidura extraña, con un batín de seda o con un pijama rojo, y nos da algo de vergüenza, y nos burlamos en secreto de su sibaritismo porque nos parece inconveniente ese comportamiento privado. Nuestro sentido democrático es poco fino, rudamente igualador; no nos gusta que nadie tenga vidas secretas y disfrazamos la envidia con maledicencia y cachondeo, pero nos iría mejor si todos tuviésemos una, como mi vecino.

Antes bajaba con un hijo suyo adolescente a ver los partidos de fútbol de la selección de Marruecos por el canal de pago del bar Emilio y, con su nescafé o su coca-cola, en respetuoso silencio pasaban los dos la velada sin jalear siquiera, o de modo muy discreto, los lances de sus compatriotas. Ahora se han comprado una antena parabólica, que han instalado en el balcón del piso, y ya no salen a ver los partidos: los ven en la intimidad, con las chilabas puestas, me imagino, sorbiendo té caliente y aplaudiendo y exaltándose a su manera. Les habrá costado mucho dinero, mucho acarreo de sacos, pero seguro que el sacrificio les ha merecido la pena porque con él han ganado algo que es importante para ellos: otra parcela de serenidad íntima conquistada al nerviosismo y al bruto ajetreo.

Las consejas legendarias atribuyen a estos hombres de piel oscura pasiones más intensas que las nuestras y por tanto una mayor necesidad de ampararlas en el secreto, en el recaudo o recato, y un más grande disimulo de síntomas y asomos, pero quizá no sean más que eso, leyendas. Mi vecino tiene una familia numerosa, siete u ocho personas en total, de todos los sexos, edades y tamaños: una mujer gruesa y otras dos que lo están menos, algún mozo alto, niños pequeños. Yo no sé si ejerce la poligamia y si sus mujeres, tan enfaldadas en la calle, se realzan en la intimidad con pedrerías, gasas sutiles y provocaciones miliunanochescas, pero no me extrañaría nada y sería el último en reprochárselo. El harén ha pasado de ser una fantasía confesable a ser una fantasía inconfesable. Los guardianes de la moral, como siempre, nos han hecho más apetecible el pecado de lo que era antes de su intervención.

Los veranos se van a su país. Cargan el coche con el familión y los colchones y desaparecen durante un mes. Este último verano yo volvía de pasear con mi perra cuando llegaron a casa, ya terminadas sus vacaciones. A mí me conocen perfectamente, tanto como yo a ellos, porque siempre estoy saliendo y entrando con la perra, y alguna de las hijas pequeñas se asusta de ella y el chico mayor me dirige un tímido «hola» cuando nos cruzamos por la acera. Pensé que yo era la primera imagen familiar con la que se encontraban en miles de kilómetros, desde que salieron de su pueblo marroquí, y que en su escrupulosa observancia de los distintos grados de intimidad, quizá yo, con la camiseta barata y la gorra de la caja de ahorros que me pongo en verano, representaba algo más amable que el desierto y el viaje por un país ajeno, o quizá personificaba toda la tristeza de Europa: algo, en todo caso, de lo que soy inocente.

La calle de los Morenos

La calle de los Morenos es una calle que no se deja encontrar con facilidad y que nos obliga a buscarle las vueltas entre la de Vargas, la de los Pedreros y la del Sepulcro hasta que damos por fin con su inicio, tan bien disimulado, y desde allí emprendemos la ascensión hacia el discreto tráfago comercial y casi burgués de la calle de los Herradores. La calle de los Morenos se desploma en cuesta y cuando la abordamos por su parte alta siempre nos parece que vamos a salir a otro mundo que no está aquí, a otra ciudad invisible que no se nos aparece más que a instancia de sortilegio. La calle de los Morenos es una calle huidiza, en la que no empieza ni termina ninguna ruta habitual ni es lugar de paso hacia ningún sitio, como si las gentes que trazaron el pueblo se hubieran querido permitir el misterio caprichoso de una calle secreta e ignota, de la que nadie se acuerda.

A veces pretendemos enseñarle el pueblo a algún amigo venido de lejos y en una de esas calles procesionales, de geranios en el mirador y lujo antiguo, nos detenemos de súbito porque nos hemos acordado de la existencia de la calle de los Morenos. Hemos recordado que por allí había una calle, una calle que era hermosa, honda y triste, por la que llevamos años sin pisar, y entonces comenzamos nuestras vueltas y revueltas, Vargas, Pedreros, Sepulcro, con el nerviosismo del olvido y el enigma, haciendo ya del no quedar mal cuestión de honor, y si tenemos suerte y damos pronto con el comienzo de la calle, la recorremos con esos amigos nuestros para que conozcan el verdadero espíritu del pueblo.

Esta es otra de las paradojas de la calle de los Morenos, que siendo tan semejante a otras calles antiguas del pueblo parece ser únicamente ella la que hubiese guardado algo inolvidable y esencial que el resto del pueblo ha traicionado hace tiempo. No sabemos por qué esto es así. Será porque en la calle de los Morenos no hay casas nuevas ni comercio ni taberna; será porque los coches nunca pasan por ella o porque muchos de los solares están cerrados por tapias de piedra, muros ciegos y musgosos, traseras de casas o huertas de otras calles, con higueras y limoneros asomando por arriba, y esos muros sin vanos y esos árboles no atestiguan ningún transcurso, ninguna latencia de vida mutable, y solo hablan de lo que no cambia nunca.

En toda la calle solo hay una casa con visos de hidalga, reformada no hace mucho con gusto y con dinero. Los vanos llevan marcos de granito, como las dos pilastras que sostienen el tercer piso, en el que de lado a lado corre una solana o logia de buena madera labrada. Es una versión algo más noble y opulenta del mismo tipo de casa imperante en toda la calle, pero no tanto como para desentonar y parecer una casa perdida en la calle igual que la calle es una calle perdida en el pueblo. Tiene una distinción sutil, un acomodo elegante que solo percibe quien conoce muy bien estas casas. Los dueños, que vivirán en Madrid o en el extranjero, no vienen nunca, y la casa está siempre cerrada. Quizá fue la pobre casa natal del único habitante de la calle de los Morenos que logró salir de allí, y ese hombre se sintió obligado a ennoblecer sus orígenes a posteriori, y luego le pudo la tristeza de sus antiguos vecinos y no volvió.

La calle de los Morenos no se ha malvendido a ninguna de las moderneces que sucesivamente vienen alborotando el pueblo y la nación para no dejar más que cosas falsificadas y dudosas. Esa invisibilidad suya la ha mantenido al margen del contagio; nadie ha ideado planes para ella salvo el arreglo barato de alguna casa que estaba para caerse y, como no ha cambiado, da algo de miedo irse a vivir allí, tan lejos de la sensatez mediocre de los pisos nuevos, tan de espaldas a todo, tan en otro sitio.

Cada vez hay más casas con el cartel de se vende en la calle de los Morenos, pero nadie quiere comprarse allí una casa: no han aprendido, entontecidos por la irreflexión, que si a la calle de los Morenos le faltan niños y ruidos y actividad y futuro, y hasta ilusiones, es porque otras cosas menos decepcionantes ocupan el lugar de todo eso y, sin nombre ni definición clara, nos salen al encuentro, nos rodean, acompañan nuestros pasos, y alguna vez, si estamos solos, se dejan oír como un murmullo en los balcones cerrados: una musiquilla de otros tiempos que imaginamos entretejida con suspiros de mozas muertas.

Velocidad

González y yo nos conocimos en el pueblo de J., donde ambos habíamos sido destinados, y allí descubrimos que los dos habíamos nacido en la ciudad de S., por entonces a dos horas y media de coche del pueblo. González se iba todos los fines de semana a S. y me ofrecía reiteradamente la breve hospitalidad de su vehículo, sobre todo desde que arreglaron la carretera entre J. y P., que era la primera etapa del viaje hasta S. González se mostraba eufórico: habían quitado la mayor parte de las curvas, habían ensanchado la calzada y habían suprimido un pequeño puerto, incómodo de subir y peligroso de bajar, arrancando por las buenas la colina entera. González, con estas mejoras, aseguraba ahorrarse hasta veinte minutos del recorrido total, y no entendía mis pocas ganas de ir a S. ahora que el viaje estaba en dos horas diez minutos.

Yo rechazaba la oportunidad de plantarme en S. en dos horas diez minutos porque había decidido que una persona tiene que vivir en un sitio y no puede pasarse la vida fingiendo que vive en otro distinto. Si yo hiciese como él, si considerase el pueblo de J. como un mero lugar de trabajo, casi de destierro, y decidiese que mi verdadera vida seguía estando en S., se me harían odiosos cinco de cada siete días, y los dos de asueto no harían más que incrementar mi disgusto por la vuelta; en pocas palabras, estaría gestionando mi vida de un modo desastroso. Yo se lo razonaba muchas veces cuando estábamos en el casino del pueblo tomando cervezas antes de cenar, los dos solos porque González no conocía ni quería conocer a nadie del pueblo y solo hablaba conmigo por aquello de ser paisanos, pero mis razonamientos no le calaban. Cuando hicieron la circunvalación de P. y ya no fue necesario entrar en la ciudad, y además terminaron la autovía entre P. y M., que venía a ser la segunda etapa del viaje hasta S., González exultaba de júbilo: otra media hora de ahorro. Ahora estábamos a una hora cuarenta minutos de S.

Yo tenía decidido que si el azar de los traslados me había llevado a J. lo aceptaría con todas las consecuencias; a fin de cuentas, allí vivían no menos de ocho mil personas y ninguna de ellas parecía abrumada de dolor por este hecho. Así que solamente volvía a S. algunos días de vacaciones, no más de dos o tres veces al año, a actualizarme un poco en cine y en teatro, en pintura y en música. Me iba en el coche de González, por supuesto, y un día, cuando se inauguró el viaducto de M., y concluyeron la variante de B., tercera etapa del viaje, y la autovía de B. a S., cuarta etapa, llegué a sorprenderme, ante la sonrisa satisfecha de González, por la poca tardanza: una hora escasa entre J. y S.

Llevábamos ya en J. ¿cuántos años: diez, doce? González seguía comprándose la ropa en S. y yendo a su peluquero y a su dentista de S. Yo ya había claudicado en todos estos aspectos. Había hecho algún amigo en el casino, jugaba a las cartas por las tardes y a veces llamaba para cenar o para ir al cine a una muchacha que había conocido. La muchacha parecía mucho más entusiasmada que yo por aquellas invitaciones y podría decirse en términos generales que su exceso de entusiasmo suplía la poquedad del mío y que aquellas veladas eran, en conjunto, agradables. Me iba acomodando en J., me iba haciendo un sitio, tal como había planeado, aunque tales cosas no es necesario planearlas porque van saliendo por sí solas; pero a veces me preguntaba si mi vida hubiera sido otra de haber resultado tan rápido el viaje cuando me destinaron aquí.

González era de otra pasta: él nunca se resignó. Llevábamos veinte años en J. cuando se abrió al tráfico la Gran Europista de Oporto. La europista perforó sierras, tendió gigantescos puentes y viaductos sobre cualquier irregularidad del terreno, arrasó pueblos y comarcas enteras en su búsqueda de la perfecta rectitud y nos puso a media hora de S. Media hora; parecía imposible creerlo. González, por supuesto, se fue a vivir a S.; media hora de ida y media de vuelta no justificaban quedarse a vivir en un pueblo pequeño pudiendo disfrutar de lo que los anuncios televisivos llamaban la «oferta cultural, comercial y de ocio» de nuestra ciudad natal. Ahora, me dijo, yo no tenía ningún pretexto para no vivir en S. Teníamos el mismo horario, y con una cuota para el gasto de combustible, él me traería y me llevaría con gusto todos los días. Media hora era más o menos lo que yo tardaba, a pie, entre mi casa y el trabajo, pero para mí ya era tarde. Me casé con aquella muchacha y mi juventud se consumió en el pueblo de J. La última vez que estuve en S. vagué por las calles y me crucé con algunas caras horriblemente deformadas que pertenecían a conocidos de mi juventud, ahora desconocidos. La nueva cercanía de la ciudad me alejaba aún más de ella, porque yo, al contrario que González, no la había visto transformarse ni había visto envejecer a mis amigos, y aquella media hora me hundía violentamente entre los restos destrozados de un pasado difunto. González volvió hace tiempo: los médicos no le dejan conducir por cuestión de unas medicinas que le adormecen. Ahora sueña con el tren de alta velocidad que nos prometen todos los políticos.

Mayo disperso

En marzo hizo mal tiempo. Fue uno de esos meses alborotados que en un solo día resumen lo más molesto de las cuatro estaciones: lluvia por la mañana, nubes desgarradas con parcelas de sol al mediodía, otra vez encapotado pero con viento fuerte por la tarde y un diluvio repentino, salvaje, a las doce de la noche, que nos sobresalta en la cama por las posibles ventanas abiertas o ropas tendidas en el exterior. Hubo, eso sí, algún día ininterrumpidamente espléndido, sorprendentemente cálido y hermoso, con cantuesos, botones de oro y piornos florecidos de blanco y amarillo en las cunetas; con espinos albares en las tapias de las huertas y un níveo esplendor en los cerezos. Fueron eso, días aislados. No conviene que en marzo haga demasiado bueno porque entonces es mayo el que se vuelve turbulento; salvo aquellos pocos días sueltos, que no nos dejaban abandonarnos a su bienestar y siempre nos hacían recelar la borrasca repentina, el viento de hálito helado, marzo fue lo que tenía que ser: un reacomodo peleón de los elementos, una adolescencia de la naturaleza, disconforme e incordiante como todas las adolescencias, en cuya índole esquinada, fantasiosa, se halla quizá la seguridad de la futura templanza.

Febrero también había tenido días buenos, días de auténtica primavera en los que salíamos a la calle embozados y aprensivos por la costumbre y nos encontrábamos asfixiados de bufandas y sentido del ridículo cuando el sol empezaba a apretar y no se distinguía una sola nube, y nos apetecía prolongar el paseíllo del recado, el correo, el estanco, la panadería, y convertirlo en un paseo en toda regla, un paseo demorado y recreativo para ver las mimosas amarillas y los almendros rosados, y tirábamos de teléfono móvil para llamar a la mujer o al hijo por si querían venir con nosotros y traerse al perro.

Y haciendo un esfuerzo por recordar, fue hacia el diecinueve o veinte de enero cuando tuvimos un día soberbio, un día en el que se vio a todo el mundo con el gabán bajo el brazo y el jersey atado a la cintura, enseñando los brazos blancos y guiñando los ojos por el sol, con narices y mejillas enrojecidas, y mucha vieja de éesas que creen, o saben, que el sol es muy malo, corriendo para casa a buscar el paraguas de doble función sin el que no salen los días de solanera. Y ya entonces anduvieron volando las cigüeñas y las primillas alrededor de la torre, y era aquel vaivén chillón de las rapaces y aquel reposado machacar el ajo de las zancudas lo que le dio al día extraño una bocanada de futuro ilusionado, una temperatura sensual, una vibración tensa de las moléculas del aire y de los ingredientes del espíritu que disipó brevemente la desesperanza de hallarnos todavía en mitad del invierno.

Y llegó abril como una versión dulcificada del marzo previo, con flores de jara, lavanda y diente de león, con contrastes de temperatura, nubosidad y precipitación, pero mucho menos acusados. Todo era más blando, más gentil: la lluvia no pasaba de llovizna, el sol no picaba, las nubes carecían de aquel dramatismo en blanco y negro, eran sutiles y translúcidas, filtraban una claridad dorada y no tenían la forma fija, los límites duros contorneados de azul que tenían las de marzo. Y claro, también en abril tuvimos algún día que nos avanzaba el mayo esplendoroso que sin duda se aproximaba, la floración febril, el ya impaciente deseo de cosas sin nombre, la ancha dilatación de los pulmones que parecían estar aspirando la misteriosa sustancia de la vida en lugar de aspirar aire, como si la vida invisible e inexplicable anduviera pulverizada en la atmósfera y acopiarla y llenarnos de ella fuera un acto tan simple como el de respirar.

El primero de mayo amaneció raro: una nubosidad uniforme, sin textura, tapaba el sol dando una luz grisácea, mate, que no arrojaba sombras. El viento estaba completamente en calma; ni la más ínfima brizna de hierba se movía. No había el menor atisbo de humedad en el aire: bajo aquella luz gris, que no se modificó a lo largo del día, ni siquiera cuando el sol alcanzó su punto más alto, el aire tenía el paladar insípido, levemente rasposo, de las aguas muy calcáreas o muy cloradas de algunas ciudades. Pero lo más inexplicable era la temperatura: algunas personas tenían calor, otras frío, otras, sucesivamente frío y calor. Los termómetros oscilaban al descolgarlos de la pared y llevarlos a la ventana y de la ventana a la mesa. Nadie podía atreverse a adivinar la temperatura porque se había vuelto curiosamente subjetiva. Las ropas de abrigo producían una especie de sudor frío venido del interior, como cuando se tiene fiebre, pero el aligerarse de ropa traía como consecuencia un erizamiento incómodo de la piel que reclamaba más cobertura.

En mayo no hizo tiempo, no hizo clima. Lo esperamos tanto que se diseminó a lo largo del año y sus treinta y un días pasaron en aquella grisura uniforme, en aquella suspensión del cambio que equivalía a una suspensión de la esperanza, hasta que el primero de junio nos sorprendió con el calorazo propio de la fecha y reanudamos el año sabiendo que nos habíamos perdido lo más hermoso, pero que aún quedaban días de mayo sin gastar para el otoño y para el invierno.

Cambio de hora