Ciudad feminista - Leslie Kern - E-Book

Ciudad feminista E-Book

Leslie Kern

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Beschreibung

Ciudad feminista de Leslie Kern explica con ejemplos prácticos cómo la planificación de los espacios públicos diseñados desde y hacia una experiencia masculina afecta a las mujeres y otras identidades. El espacio público no es neutral. Los metros cuadrados asignados a los baños públicos y la forma de segmentarlos, las paradas de colectivos, la iluminación de las calles, caminar entre la gente en una avenida principal, o sentarse a leer en un bar tienen distintas implicancias si se piensa en el cruce del género con otras variables como: la etnicidad, la edad, la diversidad funcional, la clase social y la identidad sexual. Es imposible transitar este libro y volver a mirar la ciudad de la misma forma.

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Leslie Kern publicó Sex and the Revitalized City: Gender, Condominium Development, and Urban Citizenship (UBC Press, 2010). Obtuvo un Doctorado en Filosofía en Estudios sobre Mujeres de la Universidad de York. Profesora asociada de geografía y medioambiente y directora de estudios sobre mujeres y género en la Universidad de Mount Allison de Sackville, en Canadá, Kern escribe sobre género, gentrificación y feminismo, y da clases sobre geografía urbana, social y feminista. Por su trabajo, recibió una beca Fulbright y un National Housing Studies Achievement Award. Kern vive actualmente en territorio mi’kmaq, una población rural de cinco mil habitantes (en lo que actualmente se conoce como el este de Canadá), en Sackville, New Brunswick.

Ilustración de Leslie Kern por Juan Pablo Martínez

Página de legales

Kern, Leslie. Ciudad feminista / Leslie Kern1ª ed. - Ciudad Autónoma deBuenos Aires : EGodot Argentina, 2020. Traducción de: Renata Prati.Archivo Digital: descarga y online. ISBN: 978-987-8413-04-41. Feminismo.Ⅰ. Prati, Renata, trad.Ⅱ. Título.CDD 305.4201

ISBN edición impresa: 978-987-8413-00-6

Título originalFeminist city. A field guide

© 2019, Between the lines

Licensed by Between the lines, Canada. Spanish language edition arranged through Oh!Books Literary agency

We acknowledge the support of the Canada Council for the Arts for this translation. Publicación realizada con el apoyo del Canada Council for the Arts.

Traducción Renata PratiCorrección Mariana GaitánDiseño de tapa e interiores Víctor MalumiánIlustración de Leslie Kern Juan Pablo Martínez

© Ediciones [email protected]/EdicionesGodotTwitter.com/EdicionesGodotInstagram.com/EdicionesGodotYouTube.com/EdicionesGodot Buenos Aires, Argentina, 2020

Digitalizado en EPUB 3.2 por DigitalBe (OCT/2020):

Información de Accesibilidad:

Amigable con lectores de pantalla: Si.

Resumen de accesibilidad: Este ebook incluye valor añadido para permitir la accesibilidad y compatibilidad con tecnologías asistivas. Las imagenes en esta publicación están apropiadamente descriptas en conformidad con WCAG 2.0 AA.

EPUB Accesible en conformidad con: WCAG-AA

Peligros: ninguno

Certificado por: DigitalBe

Ciudad feminista

La lucha por el espacio en un mundo diseñado por hombres

Leslie Kern

Traducción

Para Maddy

Agradecimientos

Me gustaría agradecer a todo el equipo de Between the Lines Books, que incluye a Chelene Knight, Renée Knapp, David Molenhuis y Devin Clancy, y en especial a mi editora Amanda Crocker, por aceptar con entusiasmo este libro y apoyarme a lo largo del proceso de publicación.

Suelo mantener mis proyectos muy cerca de mí, en secreto, hasta que están casi listos (algo muy de escorpiana), pero quiero agradecer a quienes me alentaron desde el principio y me fueron aconsejando apenas empecé a dar a conocer la noticia: Erin Wunker, Dave Thomas, James McNevin, Caroline Kovesi y Pamela Moss.

Jamás hubiera podido terminarlo sin el trabajo de la comunidad arriesgada, creativa, rigurosa y comprometida de geógrafas feministas, que hace ya muchos años es mi hogar intelectual. Nuestros encuentros y conferencias y las fiestas por los lanzamientos de nuestros libros han sido muy significativos para mí. Me siento especialmente afortunada de contar con Heather McLean, Winifred Curran, Brenda Parker, Roberta Hawkins, Oona Morrow, Karen Falconer Al Hindi, Tiffany Muller Myrdahl, Vannina Sztainbok y Beverley Mullings como amigas, coautoras y colaboradoras.

Mis tutoras y mentoras de mis estudios de posgrado, Sherene Razack, Helen Lenskyj, Gerda Wekerle y Linda Peake, siguen siendo para mí una fuente de inspiración, y estoy agradecida por todo lo que han hecho para ayudarme.

Mis colegas y estudiantes en Mount Allison han creado un ambiente cálido y motivador para mi trabajo a lo largo de los últimos diez años. Se merecen una mención especial todas aquellas personas que han tomado alguna vez mi seminario sobre “Género, cultura y la ciudad”: este libro es una destilación pura de lo que una cohorte particularmente entusiasmada llamó “kernografía”. Nuestras conversaciones me ayudaron a encuadrar los objetivos de este trabajo.

Mis aventuras urbanas —y las no tan urbanas también— han estado repletas de diversión y sororidad y viajes y tatuajes y queso y calzado muy poco práctico, y eso ha sido gracias a mis dos pandillas de amigas: las “Pink Ladies” de Toronto y el “Lady Posse” de Sackville. Por orden de aparición en mi vida, ellas son: Jennifer Kelly, Kris Weinkauf, Katherine Krupicz, Sarah Gray, Cristina Izquierdo, Michelle Mendes, Jane Dryden, Shelly Colette y Lisa Dawn Hamilton.

Siempre tuve el apoyo inquebrantable de mi familia —mis padres, Dale y Ralph, y mi hermano Josh—, así como de una gran red de familia extendida, tanto biológica como de otros tipos. Mi compañero Peter hace el café todas las mañanas, una condición de posibilidad básica para cada palabra de este libro. Mi hija Maddy es pura luz. Los amo y estoy agradecida en lo más hondo por todo lo que hacen por mí.

Introducción

Ciudad de hombres

Entre mis fotos de infancia hay una de mi hermano menor y yo rodeados de decenas de palomas en Trafalgar Square, en Londres. Por los cortes taza de los pelos de ambos y los pantalones acampanados de corderoy haciendo juego, supongo que la foto debe ser de 1980 o 1981. Se nos ve muy divertidos arrojando las semillas que nuestros padres habían conseguido en una maquinita expendedora en la plaza. Esas máquinas ya no existen, porque alimentar a las palomas está muy mal visto, pero por ese entonces era una de las mejores partes de la visita a la familia de mi papá. Estábamos en el centro de todo; nuestro entusiasmo es evidente. En nuestras caras encendidas veo el inicio del amor que ambos sentiríamos, a lo largo de toda la vida, por Londres y por la vida en la ciudad.

Josh y yo llegamos al mundo en el centro de Toronto, pero nos criaron en las afueras, en Mississauga. Aunque su población la ha convertido en una de las ciudades más grandes y diversas de Canadá, en la década de los ochenta era en esencia un paisaje residencial, organizado en torno a los centros comerciales y el uso de automóviles. Tanto mi hermano como yo nos mudamos a Toronto apenas pudimos, rechazando la vida suburbana sin pensarlo dos veces. Pero nuestras experiencias de la vida en la ciudad han sido sumamente diferentes. Dudo mucho que Josh alguna vez haya tenido que improvisar un arma empuñando las llaves mientras volvía a casa a pie, o que lo hayan empujado por ocupar demasiado lugar con el cochecito de bebé. Dado que compartimos el color de piel, la religión, el origen de clase y una buena parte del adn, no me queda sino concluir que aquí es el género la diferencia que importa.

El desorden de las mujeres

Las mujeres siempre han sido vistas como un problema para la ciudad moderna. Durante la Revolución Industrial, el rápido crecimiento de las ciudades europeas produjo una mezcla caótica de clases sociales e inmigrantes en las calles. Las normas sociales de la época victoriana incluían demarcaciones estrictas entre las clases y un duro código de etiqueta diseñado para proteger la pureza de las mujeres blancas de clase alta. El aumento del contacto urbano entre hombres y mujeres, y entre las mujeres y las bulliciosas grandes masas urbanas, fue una ruptura de ese código. “Los caballeros y, lo que era todavía peor, las damas de la alta sociedad se veían forzados a codearse con las clases inferiores, a chocarse y ser empujados sin ninguna ceremonia ni muestra de respeto”, escribe la historiadora cultural Elizabeth Wilson 1. El “terreno disputado” de la Londres victoriana había abierto un espacio para que las mujeres “se reclamaran como parte de lo público”, explica la historiadora Judith Walkowitz, sobre todo en relación con los debates sobre la seguridad y la violencia sexual 2. Con todo, estos tiempos de caótica transición implicaron una dificultad creciente para discernir el estatus de las personas, y así una dama en la calle corría siempre el riesgo de recibir el peor insulto: ser confundida con una “mujer pública”.

Esta amenaza a las distinciones de rango supuestamente naturales, junto con la inestabilidad de las fronteras de la responsabilidad, llevó a que, para muchos comentaristas de la época, la vida urbana en sí fuera una amenaza a la civilización. “La condición de las mujeres —explica Wilson— se convirtió en la piedra de toque para el enjuiciamiento de la vida en la ciudad” 3. Las libertades de las mujeres, que se ampliaban poco a poco, se toparon así con una reacción de pánico moral por todo tipo de cuestiones, desde el trabajo sexual hasta las bicicletas. El campo y las periferias, que por entonces comenzaban a crecer, pasarían a ofrecer un refugio adecuado para las clases medias y altas y, de modo crucial, seguridad para las mujeres y su posibilidad de mantener la respetabilidad.

Si algunas mujeres necesitaban protección del confuso desorden urbano, otras necesitaban ser controladas, reeducadas y tal vez incluso desterradas. La atención creciente a la vida de ciudad visibilizó las condiciones de vida de la clase trabajadora, algo que resultó inaceptable para las clases medias. ¿Y qué mejor chivo expiatorio que las mujeres, que habían llegado a las ciudades buscando trabajo en las fábricas y en el servicio doméstico, y que eran así las responsables, según Engels, de “dar vuelta” la institución familiar? La participación de las mujeres en el trabajo asalariado les otorgó una pequeña cuota de independencia, así como redujo por supuesto el tiempo que tenían disponible para las responsabilidades domésticas en sus propios hogares. Las mujeres pobres fueron presentadas como fracasos domésticos, incapaces de mantener limpia su casa y culpables por la “desmoralización” de la clase obrera, que se expresaba en el vicio y en otras formas de comportamientos problemáticos, tanto públicos como privados. Todo esto se veía como una situación profundamente antinatural.

Por supuesto, el mayor de los males sociales, el que tenía el poder de destruir la familia, sacudir los pilares de la sociedad y diseminar enfermedades, era la prostitución. En esta época previa a la teoría microbiana, se creía que las enfermedades se transmitían por medio de “miasmas” aéreos que se encontraban en las malsanas emanaciones de las cloacas. En esta línea surgió también el concepto de miasma moral: la idea de que la depravación podía contagiarse por sola proximidad con alguien que la portara. La presencia usual de mujeres “haciendo la calle”, que ejercían abiertamente el oficio e inducían a hombres buenos a entrar en el mundo del vicio, escandalizaba a los escritores de la época. También las mujeres se veían “constantemente expuestas y, una vez que una mujer había ‘caído’ en la tentación, muchos reformadores la consideraban perdida, condenada a una vida de humillaciones cada vez peores y a una muerte temprana y trágica” 4.

La solución que proponían muchos, entre ellos Charles Dickens, era que las mujeres caídas fueran enviadas a las colonias, donde podrían casarse con algún colono —los había de sobra— y restaurar así su respetabilidad. Allí, la necesidad de proteger a las mujeres blancas de la amenaza de los “nativos” servía de justificación para controlar y eliminar a las poblaciones indígenas de las áreas en proceso de urbanización. En varias novelas por entonces populares se narran historias espectaculares de secuestros, torturas, violaciones y casamientos forzados de las mujeres blancas con los voraces y vengativos “salvajes”. Los nuevos asentamientos coloniales fortificados marcarían las fronteras de la civilización, y la pureza y la seguridad de las mujeres blancas vendrían a completar la metamorfosis.

En cambio, las mujeres indígenas eran vistas como amenazas para esta transformación urbana. Portaban en el cuerpo la capacidad de reproducir esa “barbarie” que los colonizadores buscaban contener. También ocupaban en sus sociedades importantes posiciones de poder cultural, político y económico. Al despojarlas de ese poder, por medio de la imposición de la familia patriarcal y los sistemas de gobierno europeos, y al tiempo que se las deshumanizaba, presentándolas como primitivas y promiscuas, se sentaron las bases para los procesos de desposesión y desplazamiento, tanto legales como geográficos 5. La degradación y la estigmatización de las mujeres indígenas fue así parte integral del proceso de urbanización; y resulta evidente, dados los elevadísimos niveles de violencia contra las mujeres y niñas indígenas que siguen registrándose en las ciudades de hoy, que estas prácticas y actitudes han dejado una marca perdurable y devastadora.

Si pegamos un salto hasta la actualidad, nos encontramos con que los esfuerzos por controlar el cuerpo de las mujeres, como medio para lograr ciertos tipos de mejoras en las ciudades, de ninguna manera han quedado en el pasado. Hemos visto, en tiempos muy recientes, la esterilización forzada de aquellas mujeres de color e indígenas que recibían asistencia social o que eran vistas como dependientes del Estado de alguna manera. El estereotipo racista de la mujer negra como “reina de la beneficencia” circuló en las décadas de 1970 y 1980 como parte del relato sobre la decadencia de las ciudades, y se relacionaba también con el pánico moral por el embarazo adolescente y la suposición de que esas jóvenes madres se unirían a las filas de las reinas de la beneficencia en su cometido de traer al mundo pequeños criminales en potencia. Los movimientos contemporáneos que propugnan la abolición del trabajo sexual se han renombrado como campañas contra la trata, y el tráfico de personas se representa como una nueva forma de amenaza urbana de cariz sexual. Pero, lamentablemente, bajo este nuevo paradigma, a las trabajadoras sexuales que no son víctimas de trata no se les concede casi respeto ni agencia de ningún tipo 6. En una línea similar, las campañas en contra de la obesidad se dirigen a las mujeres en cuanto madres e individuos cuyos cuerpos son vistos, junto con los de sus hijos, como meros síntomas de problemas de la ciudad moderna, como la comida rápida y la dependencia del automóvil.

En suma, el cuerpo de las mujeres sigue siendo presentado a menudo como fuente o señal de los problemas urbanos. Aun cuando las mujeres jóvenes y blancas con bebés han sido culpadas de todos los males de la gentrificación, los defensores de este proceso apuntan a las mujeres solteras de color y a las inmigrantes por reproducir la criminalidad urbana y entorpecer la “revitalización” de las ciudades. Las formas en que las mujeres pueden quedar vinculadas con las preocupaciones sociales de las ciudades parecen no tener fin.

Si bien es cierto que algunos de los miedos victorianos más exagerados en torno a la castidad y el aseo han cejado, la experiencia urbana de las mujeres sigue estando marcada por una serie de barreras —físicas, sociales, económicas y simbólicas— que moldean su vida cotidiana en formas profundamente influidas por el género (aunque no solo por él). Muchas de esas barreras son invisibles para los hombres, puesto que rara vez las encuentran en sus propias experiencias. Esto significa que quienes toman la mayor parte de las decisiones en las ciudades —sobre políticas públicas urbanas o diseño de viviendas y vacantes escolares, sobre la remoción de la nieve o la frecuencia del transporte público—, que siguen siendo sobre todo hombres, están decidiendo sin ningún conocimiento —ni hablar de preocupación o interés— acerca de cómo esas decisiones afectan a las mujeres. La ciudad está organizada para sostener y facilitar los roles de género tradicionales de los hombres, tomando las experiencias masculinas como la “norma” y mostrando poca consideración por la manera en que la ciudad puede obstruir los caminos de las mujeres e ignorar su experiencia cotidiana de la vida urbana. A esto es a lo que me refiero cuando digo “ciudad de hombres”.

¿Quién escribe la ciudad?

Mientras trabajaba en este libro, recibí con un entusiasmo inusitado mi lustroso ejemplar de la revista de exalumnos de la Universidad de Toronto: esta vez la historia de tapa era “Las ciudades que necesitamos” 7. El rector actual de la universidad es un geógrafo urbano, así que el número me hacía mucha ilusión. Había cuatro artículos sobre “necesidades” urbanas: costos asequibles, accesibilidad, diseño sustentable y diversión. Temas importantes, sí. Pero todos los artículos estaban escritos por hombres blancos de mediana edad. Casi todos los expertos que los autores citaban también eran hombres, incluido el omnipresente Richard Florida, cuya desmedida influencia en políticas públicas urbanas a lo largo y ancho del mundo, con su paradigma de la clase creativa y sus muchos y profundos (y por él mismo reconocidos) defectos, probablemente tenga la culpa de varios de los problemas que aquejan hoy a ciudades como Vancouver, Toronto y San Francisco en términos de costos asequibles. Me gustaría poder hablar de sorpresa o desilusión, pero creo que la palabra que mejor describe lo que sentí es resignación. Como señala con agudeza la investigadora feminista Sara Ahmed: “La citacionalidad es otra forma de la relacionalidad académica. El hombre blanco se reproduce en una relación citacional. Hombres blancos que citan a otros hombres blancos: es lo que siempre han hecho. […] Hombres blancos como un camino trillado; cuanto más seguimos ese camino, más avanzamos por ese camino” 8. Y los estudios urbanos y el planeamiento llevan ya un buen tiempo recorriéndolo.

De ninguna manera soy la primera escritora feminista que ha llamado la atención sobre esto. Existe una importante tradición de mujeres que escribieron sobre la vida urbana (como Charlotte Brontë en Villette), de mujeres que defendieron las necesidades de las mujeres urbanas (como Ida B. Wells y Jane Addams, activistas y reformadoras sociales estadounidenses), y de mujeres que se pusieron a diseñar sus propias casas, barrios y ciudades (como Catharine Beecher y Melusina Fay Peirce). Hay arquitectas, urbanistas y geógrafas feministas que han logrado intervenciones sustanciales en sus respectivos campos a través de rigurosas investigaciones empíricas sobre la dimensión de género en las experiencias urbanas. Hay activistas que han trabajado duro por introducir importantes cambios en el diseño urbano, en las prácticas policiales o en el sector de los servicios, para que se condigan un poco más con las necesidades de las mujeres. Y, aun así, si es de noche, las mujeres siguen cruzando de vereda si hay alguien detrás de ellas.

Los pilares de este libro son los aportes fundamentales hechos por las académicas y escritoras urbanas feministas que me precedieron. Cuando “descubrí” la geografía feminista durante mis estudios de posgrado, algo cambió para mí. De repente, la teoría feminista adquirió una nueva dimensión. Entendí el funcionamiento del poder de otra manera y empezaron a llegar, como bocanadas de aire fresco, nuevas formas de comprender mis propias experiencias de vivir como mujer en los suburbios, primero, y luego en la ciudad. Desde entonces ya no me detuve, y hoy me llena de orgullo poder presentarme como geógrafa feminista. A lo largo de este libro, iremos conociendo a las pensadoras urbanas que han estudiado la ciudad en todos sus aspectos: desde cómo nos movemos en ella hasta el simbolismo de género de la arquitectura urbana o el rol de las mujeres en la gentrificación. Pero, en vez de empezar por la teoría, las políticas públicas o el diseño urbano, quisiera empezar por lo que la poeta Adrienne Rich llamó “la geografía más cercana”: el cuerpo y la vida cotidiana 9.

“Empezar por lo material”, escribe Rich, “empezar por el cuerpo femenino […]. No para trascender este cuerpo, sino para reclamarlo” 10. ¿Qué es lo que estamos reclamando con esto? Estamos reclamando una experiencia personal, vivida, lo que sabemos en las entrañas, las verdades a las que nos ha costado mucho llegar. Rich habla de “intentar, como mujeres, mirar desde el centro”, o de una política de plantear preguntas de mujeres 11. No se trata de preguntas esencialistas o basadas en la errónea pretensión de una definición biológica de la feminidad. Se trata, por el contrario, de preguntas que emergen de la experiencia cotidiana y corporal de quienes se incluyen a sí mismas en la cambiante y dinámica categoría de “mujeres”. Para nosotras, la vida de ciudad plantea preguntas que ya llevan demasiado tiempo sin respuestas.

Como mujer, mis propias experiencias urbanas cotidianas están profundamente marcadas por el género. Mi identidad de género determina cómo me muevo por la ciudad, cómo vivo mis días, qué opciones tengo disponibles. Mi género es algo más amplio que mi cuerpo, pero mi cuerpo es el sitio de mi experiencia vivida, allí donde se cruzan mi identidad, mi historia y los espacios que he habitado, donde todo eso se mezcla y queda escrito en mi piel. Mi cuerpo es el espacio desde donde escribo. Es el espacio en el que mis experiencias me llevan a preguntar cosas como: ¿por qué el cochecito no entra en el tranvía? ¿Por qué tengo que caminar un kilómetro de más para llegar a casa solo porque el atajo es demasiado peligroso? ¿Quién recogería a mi hija de la guardería si a mí me arrestan en la manifestación contra el G20? Estas no son meras preguntas personales. Son preguntas que apuntan al meollo mismo de cómo y por qué las ciudades mantienen a las mujeres “en su lugar”.

Empecé a escribir este libro con el estallido del #MeToo 12. Al calor de la investigación periodística que destapó una larga historia de acosadores y abusadores en Hollywood, una ola de mujeres —y varios hombres— salieron a contar sus historias, a hablar del flagelo del acoso y la violencia sexual en los lugares de trabajo, en los deportes, en la política y en la educación. Habría que remontarse hasta el caso de Anita Hill, a principios de los noventa, para encontrar niveles comparables de atención mediática, institucional y política al problema del acoso sexual. Si bien el discurso utilizado para desacreditar tanto a sobrevivientes como a denunciantes no ha cambiado mucho desde las audiencias de Clarence Thomas, la montaña (y la expresión es casi literal) de las evidencias disponibles contra los culpables más graves y las instituciones más misóginas está logrando convencer a muchas personas de que algo debe cambiar 13.

Quienes han sobrevivido a estos abusos han dado cuenta de los efectos profundos y duraderos de la violencia física y psicológica. En sus historias resuena la vasta literatura sobre el miedo femenino en las ciudades: la amenaza constante y sutil de la violencia y el acoso cotidianos moldean las vidas urbanas de las mujeres de incontables maneras, conscientes e inconscientes. Así como el acoso en el lugar de trabajo expulsa a las mujeres de las posiciones de poder y borra sus contribuciones en ciencia, política, arte y cultura, también el espectro de la violencia urbana limita el poder de las mujeres, sus opciones y decisiones, sus oportunidades económicas. Así como las industrias están organizadas para permitir el acoso, proteger a los abusadores y castigar a las víctimas, también los ambientes urbanos están estructurados para respaldar las normas de la familia patriarcal, la segregación por género de los mercados de trabajo y los roles de género tradicionales. Y por mucho que nos guste creer que la sociedad ha progresado, que hemos dejado atrás los duros confines de cosas como los roles de género, en verdad, las vidas de las mujeres y de otros grupos marginalizados siguen limitadas por las normas sociales presentes en la arquitectura misma de nuestras ciudades.

El movimiento #MeToo dejó al descubierto la persistencia al día de hoy de lo que el feminismo ha llamado los “mitos de la violación”: un conjunto de prejuicios e ideas falsas que sostienen el acoso y la violencia sexual culpando a las víctimas. Estos mitos son una pieza clave de lo que ahora llamamos “cultura de la violación”. “¿Cómo ibas vestida?” y “¿Por qué no lo denunciaste?” son dos de las preguntas típicas con las que se enfrentan las sobrevivientes. Los mitos de la violación tienen también una geografía, que se inscribe en el mapa mental de seguridad y peligro que cada mujer lleva en la cabeza. “¿Qué hacías en ese barrio? ¿En ese bar? ¿Sola en la calle? ¿Volviendo a casa de noche?”. “¿Por qué tomaste ese atajo?”. Nos anticipamos a este tipo de preguntas. Moldean nuestros mapas mentales tanto como cualquier peligro real. Estos mitos sexistas tienen el objetivo de recordarnos lo que se espera de nosotras: que limitemos nuestra libertad para caminar, para trabajar, para divertirnos, para ocupar espacios en la ciudad. El mensaje es claro: la ciudad, en verdad, no es para ustedes.

Miedo y libertad

Unos diez años después del frenesí con las palomas, Josh y yo estábamos de vuelta en Londres, ya lo bastante mayores como para tomar el metro solos hasta Tottenham Court Road y Oxford Street. Supongo que nuestros padres querían poder disfrutar de algún tipo de experiencia cultural sin que les preguntáramos cada cinco minutos cuándo iríamos de compras. Tal como esas palomas que a veces se ven en los subtes, que aprendieron a usar los túneles para llegar más rápido a sus comidas preferidas, Josh y yo aprendimos solos a usar la cabeza y la intuición para encontrar nuestros propios caminos por la ciudad. Mucho antes de los smartphones, solo contábamos con un mapa y con nuestros instintos. Nunca tuvimos miedo. Los carteles de seguridad y los anuncios que instaban a estar alerta conjuraban noticias distantes de bombardeos del ira, pero esto no era nada que pudiera tener algo que ver con un par de chicos canadienses de vacaciones. Para el final del viaje, nos habíamos convertido (eso creíamos) en pequeños pero expertos exploradores urbanos, casi verdaderos londinenses.

Un año antes habíamos visitado Nueva York por primera vez. Esto debe haber sido en 1990, unos años antes de que la política de “tolerancia cero” del alcalde Rudy Giuliani acelerara la remodelación à la Disney de Times Square y de otros de sus barrios icónicos. Teníamos algo de libertad para deambular por las grandes tiendas de la Quinta Avenida, pero ni hablar de tomarnos el subte solos. De hecho, creo que no nos subimos al subte ni una sola vez en todo el viaje, ni siquiera acompañados. Nueva York era una bestia completamente diferente, nada que ver con Toronto o Londres. Para nuestros padres, lo emocionante de la ciudad venía mezclado con un sentido tangible de amenaza, que se sentía mucho más real que un ataque del ira.

Creo que fue entonces cuando aprendí que una ciudad —sus peligros, sus emociones, su cultura, sus atractivos, y mucho más— reside en la imaginación tanto como en su aspecto material. La ciudad imaginada se moldea a través de la experiencia, los medios, el arte, los rumores, y a través de nuestros propios deseos y miedos. La Nueva York tenaz y peligrosa de los años setenta y ochenta seguía ejerciendo su influencia en nuestros padres. Esa ya no era la ciudad que visitamos en 1990, pero moldeaba lo que sabíamos o creíamos saber sobre el lugar. Y, de hecho, ese riesgo insinuado tenía su encanto. Era lo que hacía que Nueva York fuera Nueva York: no Toronto, no Londres, y, por supuesto, no Mississauga. La energía y la fuerza de la ciudad tenían mucho que ver con esa sensación de que todo podía pasar.

Ese enredo de sensaciones de entusiasmo y peligro, de libertad y miedo, de oportunidad y amenaza, da forma a una gran parte del pensamiento y la escritura feministas sobre las ciudades. Ya en los ochenta, quien luego sería mi tutora de doctorado afirmó con audacia que “el lugar de una mujer está en la ciudad” 14. Con esto, Gerda Wekerle buscaba mostrar que solo la densidad y la amplia oferta de servicios de los ambientes urbanos podían contener a las mujeres en sus “dobles jornadas” de trabajo pago e impago. Al mismo tiempo, desde la sociología y la criminología se daba la voz de alarma por los altísimos niveles de miedo entre las mujeres por el crimen urbano, miedo que no podía explicarse por las tasas reales de violencia contra las mujeres infligida por extraños 15. En el activismo feminista, los actos de violencia pública contra las mujeres dieron lugar a las primeras manifestaciones “Take Back the Night” [Recuperemos la noche] en ciudades de toda Europa y América del Norte, ya desde mediados de los setenta.

En el día a día, ambas afirmaciones (“la ciudad no es para las mujeres” y “el lugar de una mujer está en la ciudad”) son ciertas. Como muestra Elizabeth Wilson, hace mucho tiempo que las mujeres acuden a la ciudad, a pesar de la hostilidad con que esta las recibe. Wilson sugiere que “tal vez haya sido excesivo el énfasis en el confinamiento de las mujeres victorianas en la esfera privada”, y señala que, incluso en esa era tan estricta con las normas de género, había mujeres que lograban explorar la ciudad y ocupar roles de figuras públicas 16. Al carajo con los riesgos. Fue en la ciudad donde surgieron posibilidades para las mujeres que hubieran sido inconcebibles en comunidades más pequeñas o rurales. Oportunidades laborales. Oportunidades para escapar del provincianismo de las normas de género o para esquivar un matrimonio heterosexual o la maternidad. Oportunidades de carreras no tradicionales, de cargos públicos. Poder expresar la propia identidad, poder abrazar causas sociales y políticas, desarrollar nuevas redes de parentesco, priorizar la amistad. Poder participar en el arte, en la cultura, en los medios. Es en la ciudad donde todas estas opciones se vuelven mucho más posibles para las mujeres.

Las cualidades psíquicas de la vida de ciudad, aunque menos tangibles, no son menos importantes: el anonimato, la energía, la espontaneidad, lo impredecible, y sí, incluso el peligro. Lucy Snowe, la heroína de Villette, de Charlotte Brontë, viaja sola a Londres y, cuando se anima a enfrentar los “peligros” de cruzar la calle, siente un “placer tal vez irracional, pero muy auténtico” 17. No estoy diciendo que a las mujeres les guste tener miedo, sino que parte del placer de la vida en la ciudad está en su intrínseca incognoscibilidad y en la propia valentía para afrontar esa incognoscibilidad. De hecho, el desorden y lo impredecible pueden llegar a ser lo más “auténticamente urbano” para aquellas mujeres que rechazan la aquiescencia segura de los suburbios o los repetitivos ritmos del campo 18. Por supuesto, es mucho más fácil hallar fascinante el desorden urbano si una tiene los medios para escaparse cada tanto, pero, en cualquier caso, el miedo al crimen no ha logrado alejar a las mujeres de las ciudades. Sin embargo, sí es uno de los muchos factores que moldean de un modo particular las vidas de las mujeres en la ciudad.

Este libro se hace preguntas de mujeres acerca de la ciudad, prestando atención a lo bueno y a lo malo, a lo divertido y a lo aterrador, con el objetivo de sacudir lo que creemos que sabemos sobre lo que nos rodea. Se trata de poder ver con nuevos ojos las relaciones sociales —de género, de raza, de sexualidad, de capacidad, entre otras— que componen la ciudad. De fomentar una discusión sobre tipos diferentes de experiencias urbanas que no suelen ser tan visibles. De abrir espacios para pensar de maneras creativas qué caminos podrían llevarnos hacia una ciudad feminista. Se trata, en fin, de poner a conversar a la geografía feminista con la miríada de esfuerzos concretos y cotidianos que implican sobrevivir y prosperar, luchar y florecer, como mujeres en la ciudad.

Geografía feminista

En 2004, mientras iba de camino a la gran conferencia de geografía que se celebra todos los años en Chicago, leí que Margaret Wente, una columnista de The Globe and Mail que siempre ha estado en contra del feminismo, también había “descubierto” la geografía feminista 19. Ya que odiar a los hombres y saberte las capitales nacionales son dos cuestiones completamente diferentes, ¿en qué mundo la geografía feminista podría ser un estudio legítimo? Wente se valía de su incredulidad para ejemplificar el argumento —reciclado de forma regular en sus columnas— de que las humanidades y las ciencias sociales son empresas inútiles, nada más que disciplinas inventadas e investigadores farsantes.

Pero lo que Margaret Wente no quiso entender, en su ignorancia voluntaria, es que la geografía le suma una dimensión fascinante al análisis feminista. Por supuesto, una tiene que estar dispuesta a ir más allá de la idea de geografía que deja la escuela secundaria: no se trata de colorear mapas o memorizar continentes. La geografía trata de la relación humana con nuestro entorno, tanto el natural como el construido. Un abordaje geográfico de la cuestión de género permite entender cómo el sexismo funciona en el espacio, sobre el terreno. El estatus de segunda de las mujeres se impone no solo a través de la noción metafórica de “esferas separadas”, sino por medio de una geografía concreta y material de la exclusión. El poder masculino y el privilegio se sostienen manteniendo confinados a los movimientos de mujeres, limitando su capacidad para acceder a distintos espacios. Como dice la geógrafa feminista Jane Darke, en una de mis citas preferidas: “Todo asentamiento es una inscripción en el espacio de las relaciones sociales de la sociedad que lo construye […]. Nuestras ciudades son el patriarcado escrito en piedra, ladrillo, vidrio y hormigón” 20.

El patriarcado escrito en piedra. Esta formulación simple del hecho de que los ambientes construidos son un reflejo de las sociedades que los construyen puede parecer un poco obvia. En un mundo donde todo —desde los medicamentos hasta los chalecos antibalas o los muñecos para simulaciones de choques automovilísticos, desde los smartphones hasta las mesadas de cocina o la temperatura en los lugares de trabajo— está diseñado, testeado y configurado para ajustarse a los estándares de los cuerpos masculinos y sus necesidades, no debería resultar demasiado sorprendente 21. Lorna Day, directora de Diseño Urbano en Toronto, se enteró hace poco de que los lineamientos de la ciudad para calcular los efectos del viento partían de una “persona estándar”, cuyo peso, altura y superficie corporal se corresponden con los de un varón adulto 22. ¿Quién hubiera dicho que el sesgo de género pudiera influir en la ubicación y altura de los rascacielos, o en el diseño de túneles de viento? Pero sí. Influye.

Lo que a veces parece menos obvio es la idea inversa: que, una vez construidas, las ciudades siguen moldeando las relaciones sociales, el poder, la desigualdad, etc. Las piedras, los ladrillos, el vidrio y el hormigón… esas cosas no tienen agencia, ¿o sí? No están, a conciencia, trabajando para sostener el patriarcado, ¿no? No, pero su forma ayuda a dar forma al rango de posibilidades al que acceden las personas y los grupos de personas. Su forma ayuda a que algunas cosas sigan pareciendo normales y buenas, y que otras parezcan malas, equivocadas o “fuera de lugar”. En suma, cuando se trata de pensar acerca del cambio social, los lugares físicos, como los espacios urbanos, importan.

El simbolismo de género presente en las ciudades es un recordatorio de quiénes las construyeron. En 1977, en un artículo con el explosivo título de “Skyscraper Seduction, Skyscraper Rape” [Rascacielos seductores, rascacielos violadores], la arquitecta feminista Dolores Hayden expuso el poder masculino y las fantasías de procreación inscriptos en el desarrollo de estructuras urbanas siempre más altas. Como los tradicionales monumentos masculinos al poder militar, los rascacielos son un monumento al poder económico corporativo de los hombres. Hayden arguye que la torre de oficinas es un capítulo más en “el desfile de monumentos fálicos en la historia, entre los que se cuentan distintos mástiles, obeliscos, pináculos, columnas y torres de vigilancia”, en ese lenguaje de base, tronco y punta con que los arquitectos se imaginaron edificios de vigoroso empuje ascendente que eyacularan la luz de los focos en medio del cielo nocturno 23. La fantasía fálica del rascacielos, sugiere Hayden, esconde la violenta realidad del capitalismo, que se manifiesta en las muertes de los trabajadores de la construcción, en las bancarrotas, en el riesgo de incendio, de terrorismo, de colapso estructural. Como señala la geógrafa feminista Liz Bondi, en verdad no se trata tanto del simbolismo del falo, es más bien su verticalidad la que es un ícono del poder, del “carácter masculino del capital” 24.

El lenguaje de la arquitectura explota la idea del género como una oposición binaria, y recurre a diferentes formas y elementos que se describen como masculinos o femeninos. Bondi sugiere que, en esta codificación del entorno construido, “se entiende la diferencia de género como ‘natural’ y así se universaliza y legitima una versión particular de la diferenciación de género” 25. Además de las características arquitectónicas específicas, las normas de género se regulan también por medio de la separación de los espacios laborales y domésticos, los públicos y los privados. La escasa presencia de mujeres profesionales en la arquitectura y el urbanismo, que se mantiene hasta el día de hoy, implica que las experiencias que puedan tener las mujeres de y en estos lugares muy probablemente serán ignoradas, o consideradas solo en función de viejos estereotipos. Sin embargo, como advierte Bondi, no alcanza solo con “sumar” a las mujeres a estas profesiones o tener en cuenta sus experiencias, y esto por dos motivos. En primer lugar, porque las experiencias de las mujeres vienen moldeadas por una sociedad patriarcal, y con solo limar los bordes de esas experiencias por medio del diseño urbano no basta para desafiar al patriarcado en sí. Y, por otro lado, porque presumir una unidad entre las mujeres es desconocer otros signos importantes de la diferencia social.

Históricamente, la geografía feminista —y el feminismo académico en general— se preocupó por “sumar mujeres” a una disciplina muy masculina. El título que Janice Monk y Susan Hanson le dieron a su ya clásica intervención de 1982 es bien elocuente acerca de los prejuicios del campo: “On Not Excluding Half of the Human in Human Geography” [Sobre no excluir a la mitad de la humanidad en la geografía humana] 26. Pero este abordaje agregativo de la exclusión siempre se ha quedado corto en términos de potencial transformador.

En las décadas de 1970 y 1980 hubo feministas negras y de color, como Angela Davis, Audre Lorde y las mujeres del Combahee River, que desafiaron al movimiento de mujeres hegemónico a reconocer las diferentes formas de opresión con que se enfrentaban las mujeres por fuera de los círculos de la clase media, blanca y heterosexual. Su trabajo fue el comienzo de lo que hoy llamamos teoría feminista interseccional, retomando el término acuñado en 1989 por la académica feminista negra Kimberlé Crenshaw, y que otras feministas negras como Patricia Hill Collins y bell hooks siguieron desarrollando a lo largo de los años noventa 27. La interseccionalidad condujo a un vuelco radical en el modo en que el feminismo comprendía las relaciones entre varios y diversos sistemas de privilegio y opresión, como el sexismo, el racismo, el clasismo, la homofobia y el capacitismo.

Las geógrafas feministas tuvieron que vérselas con un terreno particularmente difícil: se trata, a fin de cuentas, de una disciplina muy marcada por historias de exploración, descubrimiento e imperialismo. Los tropos masculinos y coloniales de los intrépidos exploradores que se aventuraban a cartografiar el “nuevo mundo” siguen resonando en todo el campo. Quienes trabajan en geografía urbana siguen al acecho del próximo barrio interesante para estudiar, del próximo grupo social para clasificar, y en el planeamiento urbano se sigue aspirando a los ideales de lo técnico, racional y objetivo a la hora de tomar decisiones sobre cómo debería ser la vida en las ciudades. Las académicas feministas han trabajado duro para que se reconociera a las mujeres como sujetos urbanos válidos y en algunos sentidos diferentes. Pero estos primeros aportes carecían de un análisis interseccional de la manera en que las relaciones de género se vinculan con cuestiones de raza, clase, sexualidad y capacidad.

Siguiendo los pasos de otras feministas académicas, las geógrafas feministas muchas veces recurrieron a sus propias experiencias para explorar los lazos entre el género y otras desigualdades sociales y la manera en que el espacio contribuye a estructurar los sistemas de opresión. Por ejemplo, al comienzo de su carrera, Gill Valentine se ocupó de investigar el miedo de las mujeres a la violencia en espacios públicos, pero pronto pasó a examinar las experiencias lesbianas en la calle y otros espacios cotidianos. Por hacer pública su identidad lesbiana, Valentine tuvo que afrontar años de acoso profesional, pero el trabajo que hizo abrió el camino para el desarrollo de campos de estudio más específicos, como las geografías de la sexualidad o las geografías lesbianas, queer y trans. Laura Pulido y Audrey Kobayashi se valieron de sus experiencias como mujeres de color para denunciar la blanquitud de la geografía como disciplina e impulsar a las feministas a revisar la blanquitud implícita en sus marcos conceptuales y sus temas de investigación. En la actualidad, el trabajo de geógrafas feministas académicas negras e indígenas —como Katherine McKittrick o Sarah Hunt— sigue desafiando las persistentes actitudes de racismo y colonialismo que no dejan de resurgir en nuestras geografías urbanas feministas y críticas, en nuestras maneras de hablar, en las metodologías y en la elección de los espacios de investigación 28.

Para mí, tomar partido por un abordaje feminista de las ciudades implica una lucha con un enmarañado conjunto de relaciones de poder. Plantear “preguntas de mujeres” acerca de la ciudad es preguntar por mucho más que solo el género. Tengo que preguntar si mi deseo de seguridad puede producir un aumento de la vigilancia policial entre las comunidades de color. Tengo que preguntar cómo mi necesidad de que los espacios sean accesibles cuando llevo a mi hija en su cochecito puede entenderse en solidaridad con las necesidades de personas mayores y con discapacidades. Tengo que preguntar si mi deseo de “reclamar” el espacio urbano para las mujeres no perpetúa prácticas y discursos coloniales que menoscaban los esfuerzos de las poblaciones indígenas para recuperar las tierras que les fueron quitadas durante la colonización. Plantear este tipo de preguntas requiere un enfoque interseccional, así como una cierta capacidad para reflexionar sobre la propia posición.

Empezar por mi propio cuerpo y por mis propias experiencias significa empezar desde un espacio bastante privilegiado. Sé que, como mujer blanca, cisgénero y sin discapacidades, tengo en la mayoría de los casos el tipo adecuado de cuerpo para moverme por la ciudad moderna, posindustrial, orientada al ocio y al consumo. Hablo inglés en un país de habla predominantemente inglesa. Tengo la ciudadanía formal de dos Estados-nación. Rara vez se cuestiona mi estatus de colona en tierra indígena. No soy cristiana, pero ser judía en Canadá es algo bastante común y pasa desapercibido para la mayoría de la gente, aunque el resurgimiento de retóricas y prácticas violentas antisemitas hace que escriba estas líneas con una amarga sensación de cautela. En suma, como alguien que vive de investigar sobre la gentrificación, soy plenamente consciente de que mi cuerpo se deja leer como un signo de “renovación” exitosa, como señal de que un espacio se ha vuelto de clase media, decente, seguro y deseable.

Mi cuerpo puede ser también un signo de peligro o de exclusión para las personas de color, negras y trans, para las personas con discapacidades o para las comunidades indígenas, así como para todas aquellas personas para quienes los espacios dominados por cuerpos blancos y normativos no resulten precisamente acogedores. Mi presencia bien podría sugerir que en cualquier momento podría tener lugar una queja mezquina al gerente, o incluso un llamado —posiblemente fatal— a la policía. Es probable que quienes me rodean, así como la ciudad en general, prioricen mi comodidad por sobre la seguridad de esas personas. Aunque no puedo cambiar la mayoría de los rasgos que me marcan de esta manera, sí puedo ser consciente de lo que mi cuerpo significa, y mantener a raya el impulso de afirmar que puedo y tengo derecho a reclamar para mí todos los espacios urbanos. Si mi presencia puede conducir a empeorar la marginalización de grupos ya vulnerables, entonces es preciso que me cuestione seriamente si mi presencia allí es necesaria.

Que mi cuerpo porte estos privilegios no niega que haya en mi vida otros miedos y exclusiones marcados por el género. Al contrario, los privilegios que tengo se intersectan con mis experiencias como mujer y les dan forma. A lo largo de este libro, intentaré ser transparente sobre lo que mi perspectiva parcial tiene para ofrecer, así como sobre lo que esconde. Un trabajo comprometido con la idea de que todo conocimiento es situado —es decir, todo conocimiento viene de algún lugar— exige que reconozca aquí que incluso allí donde soy (o fui) una “local” —por ejemplo, en mi ciudad natal— no tengo la última palabra 29. Y en muchas de las otras ciudades sobre las que escribo soy una extranjera, lo que implica que debo tener mucho cuidado de no reproducir estereotipos torpes o imágenes problemáticas de comunidades urbanas a las que no pertenezco. También es preciso explicitar que mis experiencias urbanas y mi dominio de la geografía se anclan en ciudades del norte global y en fuentes occidentales. Por más que he intentado ampliar el rango geográfico de los ejemplos y estudios de caso, no soy capaz de hacer justicia a las “preguntas de mujeres” que surgen desde el sur global o en las ciudades asiáticas. Esta brecha es un problema grave y persistente